TERTULIA DE CLÉRIGOS
LA parte baja de la casa de Mestres se hallaba ocupada por la tienda, donde se vendía al por menor; por el despacho, el almacén y el portal. La tienda era pequeña, un poco obscura, con cristales verdosos y empolvados; el despacho hacía esquina a una callejuela y tenía más luz, y el almacén, grande, lleno de sacos, daba a dos callejones.
El piso principal se hallaba ocupado por la sala, el comedor, el recibimiento, el cuarto de la Nemesia y un gabinete con alcoba, donde solía haber algún alojado, casi siempre oficial o jefe de categoría. En el piso segundo estaba el cuarto del matrimonio, el de la vieja, el que habían dejado a Hugo, la cocina y el de las criadas. En la guardilla solía dormir el dependiente en invierno, para no ir ya de noche por las calles del pueblo, que no ofrecían mucha seguridad. El empleado, hombre alto, seco, poco hablador, parecía un espectro; no se le notaba.
Por la noche, después de cenar, había tertulia en casa del señor Mestres, a la que acudían varias personas. Se sentaban todos al lado del brasero. En el transcurso del invierno, los días de mucho frío, después de cenar, pasaban la tertulia en la cocina, al lado de la lumbre. Había poca leña y poco carbón en el pueblo; los alrededores eran inseguros, naturalmente, con la guerra. Para antes de las nueve se acababa la tertulia, porque el conde de España no permitía que se anduviera por las calles después de esa hora. Si alguno se retrasaba, se quedaba a dormir en la cama o en un sofá. Entre los tertulianos abundaban los comerciantes y los curas.
A la tertulia del señor Mestres solían acudir: un tendero de Berga, vendedor de papel y géneros de escritorio, hombre rico que salía poco de su tenducho y tenía dinero guardado; un señor Piqué, fabricante de tejidos, un poco usurero; Serra, un contratista de vino y aceite para el Ejército, que entraba y salía del pueblo y se dedicaba a la juerga; el confitero Casellas y un militar viejo, don Damián Bofarull, que guerreó en América y, sin saber por qué, se había hecho carlista. Este señor hablaba en castellano con muchos refranes. También acudían los oficiales alojados.
Entre los curas de la tertulia, los más asiduos eran los amigos de Jaime Torres, el primo de Susana, los coadjutores Nicoláu y Farguell y un capellán de un convento apellidado Fustegueras.
Venían también algunos conspicuos de la Junta, el cura Ferrer y los canónigos Milla y Torrabadella. Entre aquellos clérigos andaba y hasta coqueteaba la Nemesia.
La Nemesia, muy iglesiera, planchaba las albas y las sobrepellices y cuidaba de los altares y de los santos.
La criada vieja admiraba a los curas de la tertulia, sobre todo al canónigo Torrabadella; a este lo consideraba como a un oráculo. ¡Qué bien pronuncia!, decía.
Se contaban entonces en Berga más de noventa curas, unos que correspondían a las iglesias del pueblo, a los cuatro conventos y al hospital; otros castrenses, y otros que habían dejado los hábitos para empuñar el fusil.
Al ver los curas a Hugo instalado en casa del comerciante quedaron un poco sorprendidos; pero el señor Mestres los tranquilizó diciéndoles lo que pretendía el inglés. Ya tranquilos con relación a esto, los tertulianos hablaron de lo que constituía la obsesión de los vecinos de Berga: la lucha del conde de España con la Junta.
Los curas eran amigos de los junteros, de la parte que llamaban universitaria o clerical.
Uno de los curas, el capellán Nicoláu, se puso a dar detalles al inglés de la crueldad y de la arbitrariedad del conde de España, que dejaba a todos los bergadanos perturbados. El conde fusilaba por un quítame allá esas pajas. Mandaba dar palos y cargas de baqueta por cualquier cosa y encarcelaba sin saber por qué. Había levantado en un cerro próximo tres horcas, con una barraca para confesar a los reos. El pueblo llamaba al cerro el Tosalet de las tres forcas. Todo Berga estaba aterrorizado. Las mujeres decían a los chicos:
—El conde de España te enseñará a ti los buenos modos.
Y los chicos se echaban a temblar.
El conde vivía en una casa grande de la calle Mayor, en casa de Gironella; pero desde una semana antes se trasladó a Caserras, a una casa que se llamaba la casa Barnada, con gran satisfacción de los bergadanos, que al menos no veían a su tirano tan de cerca.
El otro cura, Farguell, aunque enemigo también del conde de España, en parte lo defendía.
Según él, el conde se hallaba decidido a terminar con la chulería de los hombres y con el abandono de las mujeres. Había hecho una campaña de limpieza. Sacaba por las mañanas a los encerrados en la cárcel, y con escobas, palas y cestas les obligaba a barrer las calles y los portales.
Si en alguna parte veían una araña, la dueña de la casa tenía que pagar una multa de una peseta.
En su afán de limpieza y de aseo, el conde llegaba a lo cómico.
Un día, al pasar por una calle, vio a una mujer despeinada, asomada al balcón. Inmediatamente mandó a cuatro soldados y les dijo:
—Subid donde está esa mujer y traedla a la calle. Los soldados vinieron con la mujer, asustada.
—Ahora coged una silla y un peine.
Trajeron la silla y el peine.
—Está bien; ahora sentadla en la silla y peinadla. Los soldados la sentaron y se pusieron a peinar a la mujer, mientras el conde de España contemplaba impasible la operación.
Cuando concluyeron, el conde dijo:
—El peinado vale dos reales. Decid a esta mujer que los pague. Si no, medio día a la cárcel a fregar. La mujer pagó y se fue avergonzada.
El conde de España prohibía que nadie anduviera por la calle después de las nueve de la noche. Una noche salió de ronda y encontró a uno, probablemente un borracho, y le preguntó:
—¿Por qué está usted fuera? ¿No sabe usted que está prohibido andar a estas horas por las calles?
—Sí; pero es que en mi casa mi mujer hace mucho humo en la cocina y allí no se puede estar.
Fue el conde a ver si era verdad lo dicho, y la mujer del borracho, creyendo, sin duda, que era el marido el que venía con algún amigote, empezó a palos con los dos.
—No hay humo en la casa, sino leña —dicen que dijo el conde de una manera humorística.
Otra vez se encontraba a la puerta de su casa, envuelto en un capotón, cuando un soldado, que no le conocía, le pidió tabaco. El conde le echó una mirada frenética y le dio la petaca; el soldado le pidió después un papel, y el conde se lo volvió a dar mirándole furiosamente. El soldado, quizá algo inquieto, pidió a un compañero fuego, y el conde de España exclamó:
—¡No conoces al conde de España! ¡Bruto! ¡Estúpido! El soldado debe conocer a sus jefes. Si me llegas a pedir fuego, te mando fusilar.
Y probablemente lo hubiera hecho.
El conde de España no quería que se supiera dónde vivía; unas veces se alojaba en Caserras, otras en Aviá y en Berga. Siempre estaba muy guardado.
—¿Por qué? —preguntó Hugo.
—El conde de España se mostró muy cruel en Cataluña en 1827 y 1828 con los agraviados —dijo Farguell—, y muchos de aquellos jefes realistas están en el ejército de don Carlos, como el Ros de Eroles, el Pep del Oli, el Llarch de Copons y otros. El conde de España mandó también fusilar a otro jefe realista catalán, el Jep deis Estanys, que era muy conocido aquí. José Bosoms, alias el Jep deis Estanys, natural de Valcebre, medio guerrillero, medio bandido, muy turbulento y muy bárbaro, había dado mucho que hablar en su tiempo en la comarca. Casi todos los cabecillas carlistas de la montaña catalana eran allí muy conocidos, sobre todo Montaner y el Muchacho, naturales del mismo Berga. Rotten, el general suizo, liberal exaltado, había dejado recuerdos duros en el país; él había mandado fusilar una porción de curas y frailes de Manresa e incendiado San Lorenzo de Morunys o de Piteus. Había estado en Berga y perseguido a los absolutistas con mucha energía.
En Berga y en toda la región conocían a los absolutistas y a los liberales, a Mina, a Torrijos, a Rotten y a Miláns del Bosch, que habían peleado con energía contra los absolutistas de Misas, Romagosa y el Trapense desde el año 21 al 23.
También iba alguna vez a la casa de Mestres un cirujano, el cirujano Ferrer, a quien Max se había presentado con una carta de Aviraneta. Ferrer era hombre joven, y afirmó que los carlistas catalanes se habían engañado con el conde de España. El conde de España se manifestaba muy duro y muy rígido; pero a él no le extrañaría nada que el mejor día se pasase al bando cristino. Creía lo mismo del jefe Segarra. No le merecían confianza ninguno de los dos.
Hugo pudo notar que todos los amigos de la casa eran enemigos del conde de España y partidarios de la Junta de Berga, menos Mestres. Mestres legitimaba al conde y daba a entender que no podía hacer otra cosa más que lo que hacía.
Mestres tenía relaciones comerciales con el intendente Labandero y, por lo tanto, con el conde, relaciones naturalmente llevadas con mucha prudencia, pues Mestres sabía que, en determinadas circunstancias, para el conde de España no había propiedad ni nada que no pudiera estar a su alcance.
Hugo oyó muchas historias relativas al conde de España. Algunas personas estaban a medias a su favor y decían que era justo; otros le acusaban de cruel y de incendiario. Había bastantes ladrones en el campo, decían los primeros, que se fingían carlistas o cristinos, según les convenía.
El conde los mandaba fusilar sin contemplaciones inmediatamente, de día o de noche, al momento de cogerlos.
Todos estaban de acuerdo en que se mostraba hombre versátil, enigmático, cambiante, tan pronto feroz como humorista y burlón, y amigo de bromas sarcásticas. Él, defensor de la jerarquía y del rango, se firmaba algunas veces capitán general de los cuatro reinos de Andalucía, que eran, según él, Berga, Caserras, Aviá y Gironella, y a una casa de campo que mandó fortificar en las inmediaciones de Caserras y que le parecía muy fea la bautizó en burla con el nombre de la Alhambra.
El castigo rápido que hizo el conde con el Molinero de Aliñá, que robaba a la gente y explotaba por el terror a los pueblos, fusilándolo inmediatamente se comentaba entre los bergadanos de distinta manera.
Los unos decían que lo fusiló sobre la marcha para que de este modo el castigo fuese ejemplar; los otros, que la Junta y el conde hicieron que se fusilase al Molinero a la carrera para que así pudiesen quedar ocultas para siempre las muchas canalladas que el bandido realizó en complicidad con los junteros y con los lugartenientes del conde. Los labriegos de los alrededores de Berga, a quien el conde meses antes quemó las casas, tenían al general un odio furioso.
El conde no dio más que dos horas de tiempo a los que habitaban las viviendas para sacar sus pobres muebles, quedando cerca de doscientas familias sin abrigo en un tiempo frío y de nieve. Los habitantes de las casas habían prometido de antemano que si se acercaban los cristinos ellos mismos traerían carros de paja y las quemarían; pero el conde no se fio de promesas y no hizo el menor caso.
De noche se vio desde el pueblo cómo ardían las casas con una lluvia de chispas y de llamas que subían por el aire. Un viento frío avivaba los incendios, y el cielo tomó un resplandor rojizo.
Se dijo que algunos soldados y merodeadores se llevaron muebles y otros objetos de las alquerías quemadas.