VIII

SUSANA Y NEMESIA

HUGO no dio tanta importancia a la visita del ayudante del conde de España como se la dieron en la casa, y se fue a ver a Max y a hablar con él.

Max charlaba con Marcillón, el francés dueño de la fonda, tipo de poco fiar, metido en toda clase de negocios sospechosos.

Al tal Marcillón le llamaban también Morcillón y Vol-au-vent. Era alto, grueso, rubio, de ojos claros, con gran bigote, de unos treinta y cinco a cuarenta años; hombre, por otra parte, simpático y servicial.

Los dos franceses hablaban del conde de España y de sus medidas de rigor, que unos consideraban de prudencia y otros verdaderas barbaridades.

—Estos catalanes son exagerados y pomposos; tienen gestos, pero no tienen gracia —dijo Max.

—Yo creo que la gracia es cosa rara entre los meridionales —objetó Hugo.

—¿Usted cree que no la tienen más que los ingleses? —replicó Max con ironía.

—Los ingleses y los próximos a ellos —contestó Hugo seriamente.

Marcillón, cuando supo que Hugo se alojaba encasa del señor Mestres, el comerciante de la calle Mayor, le dijo:

—Amigo, ha tenido usted suerte. Es de las mejores casas del pueblo.

Marcillón, como amigo de averiguar vidas ajenas, conocía la del señor Mestres, y contó lo que sabía.

—El señor Mestres es hombre de mucho crédito y de buena fama en el pueblo —dijo—. Su mujer, Susana Landon, es hija de un herrador inglés que vino aquí durante la guerra de la Independencia y se casó con la hija de un ganadero rico. Antes de casarse con Mestres, la Susana, muchacha de soltera muy guapa, tuvo un novio y, al parecer, estuvo enamorada de él; pero el novio era un calavera y a ella la obligaron a casarse con Mestres.

—Mestres —siguió diciendo Marcillón— fue seminarista. Como segundo hijo de la casa, su padre quiso hacerle cura; pero cuando se murió el mayor, el padre sacó al chico del Seminario y luego le hizo casarse con Susana.

Mestres y Susana tuvieron dos hijos: un niño y una niña.

El niño se desgració a los cuatro años: iba con la niñera por la placeta de San Juan, cuando se desbocó un caballo y comenzó a galopar furiosamente. La niñera, asustada, echó a correr, se le cayó el niño al suelo y de resultas de la caída murió. La niña estaba enferma.

Mestres, según decían, no quería a su mujer. Estas dos desgracias, el niño mayor muerto y la niña enferma, tenían al hombre entristecido.

La mujer de Mestres, Susana, vivía asustada, porque comprendía la hostilidad de su marido, y se pasaba la vida cuidando de su madre y de su niña enferma.

La madre, aunque no era muy vieja, lo parecía.

No se ocupaba más que de sus males, y como estaba baldada y achacosa, se quejaba de todo. La vieja, según Marcillón, era muy avara.

Respecto a la solterona, a la hermana de Mestres, la Nemesia, se decía que estaba rabiando por casarse y que se casaría con cualquiera.

—¿Y el cura? —preguntó Hugo.

—¿El primo de la Susana?

—Sí.

—Ese también tiene su historia —dijo Marcillón—; fue compañero de Mestres en el Seminario y es muy amigo suyo. Dicen las malas lenguas que andaba siempre detrás de una amiga de Susana, y que el marido de la amiga fue a ver al párroco de una iglesia de aquí, que este llamó al curita y que entre los dos hubo una escena borrascosa.

Todas aquellas historias contadas por Marcillón hicieron que Hugo, al volver, observara a las gentes de la casa de Mestres, en quienes no había puesto atención.

Efectivamente, el marido, Mestres, parecía sentir un profundo resquemor contra su mujer. Se manifestaba amable con Hugo, pero dirigía frases un poco secas a Susana.

Esta, en quien Hugo no se fijó detenidamente hasta entonces, era bonita, aunque de aire cansado y triste; a veces aparecían en ella rasgos, expresiones que debían de ser heredadas de su padre, el inglés. Susana tenía una tendencia un poco fantasista, que a la familia de Mestres le parecía absurda.

El padre de Susana había sido, efectivamente, un veterinario del Ejército inglés venido en tiempo de la guerra de la Independencia, que se estableció en Berga y se casó.

Susana Landon, de veinticinco o veintiséis años, de una estatura media, más bien baja, una cara redonda y sonrosada, el pelo rizado rubio castaño, los ojos pardos claros, hubiera sido una muñeca bonita sin la expresión de los ojos, una expresión viva, iluminada, intensa.

Al principio parecía una mujer del país; pero se notaba en ella algo que no era español ni catalán.

Susana tenía la cabeza pequeña, los ojos muy bonitos, con una expresión cariñosa; la boca roja, de dientes blancos, era muy amable y simpática, muy deseosa de agradar.

«No se parece a mí. Ha salido a su padre», decía la madre.

Susana no tenía nada de dura, ni de iracunda, ni de vengativa; no comprendía la mala intención y se mostraba muy religiosa.

El marido sentía por ella un fondo de antipatía. Aquel sentimiento de exuberancia natural de su mujer le ofendía a él, naturalmente serio y triste. Le ofendía también que ella no le hubiese querido de soltera.

La madre de Susana tenía épocas en que andaba un poco, y otras en que estaba baldada del todo. Su yerno y su hija la cuidaban mucho; en cambio, la Nemesia la mortificaba con sus palabras siempre que podía.

En la casa se notaba en la mesa gran frialdad entre todos, y como la formación instintiva de dos partidos enemigos, uno capitaneado por Susana y el otro por la Nemesia. Susana, su madre y la niña, y luego, poco a poco, Hugo, constituían el uno; el otro, la Nemesia, Mestres y los curas. Las observaciones de Susana alteraban siempre a Mestres; en cambio, las de Nemesia le producían una sonrisa.

Hugo pensó que Susana era una mujer de carácter jovial, cohibida por la desgracia y por la severidad del ambiente.

Al mismo tiempo que observó disimuladamente a Susana, estudió también a Nemesia, la solterona. A los pocos días de conocerla sentía por ella gran antipatía, que contrastaba con la simpatía que experimentaba ella por él.

La antipatía que el joven inglés sentía por la solterona no se justificaba por nada. Para muchos, la Nemesia era una mujer chistosa y amable; él la consideraba odiosa; tendía siempre a descubrir algo bajo en las personas, lo que parecía regocijarle; martirizaba a su cuñada y le llevaba la contraria. Se ponía constantemente del lado de los hombres y en contra de las mujeres; del lado de los fuertes en contra de los débiles; al lado de los brutos en contra de las personas de sentimientos delicados. Tenía una inclinación declarada por todo lo vulgar. Además, siempre que le convenía mentía de una manera descarada. Con mucha frecuencia Hugo se encontró con el pie de la solterona que se apoyaba por debajo de la mesa en el suyo. Entonces él lo retiraba. Ella le dirigía una mirada aguda, burlona y cínica. La Nemesia se ocupaba muy preferentemente de la comida y de los postres; manifestaba en esto una sensualidad contenida y desviada.

Todo hacía pensar que la solterona sentía entusiasmo por Hugo. Probablemente entusiasmo por Hugo y antipatía y odio por su cuñada.

El cura, el primo de Susana, Jaime Torres, que con frecuencia comía en casa, se mostraba en una actitud desesperada y triste. Torres era alto, moreno, esbelto, con el rasurado de la barba azul, el color blanco pálido y los rasgos de la cara de una gran corrección. Parecía un hombre sombrío, apesadumbrado por alguna inevitable desgracia.

Hugo pudo notar que cuando él no hablaba en la mesa transcurrían momentos de silencio preñados de amenazas. Mestres miraba a lo que comía con aire de tristeza indiferente; la solterona sonreía con su aspecto cínico de persona que todo lo comprende, y Susana miraba al espacio como con temor, como preguntándose: ¿De dónde va a venir el golpe?

¡Qué tipos tan distintos todos! Susana, con su aire naturalmente alegre, pero cohibido. El marido, serio, a veces sombrío y siempre triste; la solterona, con aquella mirada burlona y cínica; el cura, con su tristeza y su erotismo melancólico.

La hija de Mestres, Catalina, no comía con las personas mayores. La niña era muy bonita y caprichosa, rubia, con unos ojos azules. En la casa se decía que había salido al abuelo inglés. El hijo muerto se parecía al padre: era moreno y fuerte. Desgraciadamente, la niña había tenido un ataque de parálisis infantil, y desde entonces estaba débil.