LA FAMILIA DEL COMERCIANTE
HUGO se presentó a las doce en casa.
El señor Mestres salió a recibirle y le preguntó:
—¿Qué ha hecho usted esta mañana?
—He intentado salir al campo y ver el castillo.
—¿Pero le han dejado?
—No.
El señor Mestres pensó que su huésped no estaba en sus cabales; luego, cuando Hugo contó cómo se había cruzado con el conde de España en la calle, le dijo:
—Pues mandará en seguida a preguntar por usted.
—Bueno, que mande.
—Este hombre no sabe dónde está —pensó el comerciante.
Había que dar al conde parte de todos los forasteros que llegaban al pueblo antes de las veinticuatro horas.
Se reunió la familia en el comedor. Estaba constituida por la mujer de Mestres, Susana; la madre de ella, la vieja derrengada, a quien vio Hugo por primera vez en la casa; una hermana de Mestres, solterona, y un cura, primo de Susana, que comía con frecuencia en su compañía.
Se sentaron todos a la mesa. Hugo habló con su perfecta inconsciencia. El señor Mestres celebró sus frases y se hizo muy amigo suyo. Su mujer, Susana, parecía muy intimidada; la hermana de Mestres, la solterona, llamada Nemesia, miraba con sus ojos negros con mucha atención al inglés.
El señor Mestres preguntó a su mujer y a su suegra:
—¿Dónde habéis instalado al señor inglés?
—Pues en el cuarto que da a la callejuela.
—No, no; llevadlo al otro cuarto del piso segundo, que es mejor.
—Pero no hace falta —replicó Hugo—. Estoy muy bien.
El amo insistió y trasladaron al inglés a una alcoba del piso segundo, más grande y más arreglada, que daba a un gabinete empapelado que tenía un piano, unas sillas, un sofá de damasco y unos cuadros de Matilde y Malek Adel y otro que se titulaba Los lamentos de Corina, dirigidos a su idolatrado Osvaldo.
El inglés salió y se acercó a casa de Max a hablar con él.
—¿Sabe usted que he visto al conde de España? —le dijo.
—Hombre.
—Sí.
—¿En dónde?
—En la calle.
—¿Qué tipo es?
—Es un sujeto gordo y cano.
—¿Le vio él a usted?
—Sí. Nos saludamos.
Hugo y Max hablaron de sus proyectos. Max pensaba entrar de oficial si podía. Hugo se quedaría el tiempo necesario para enterarse de todo; cuatro o cinco meses.
Por la noche volvió a su alojamiento y cenó con la familia del señor Mestres. Habló, como siempre, con abandono, produciendo la sorpresa y la risa del amo de la casa. Los demás no dijeron nada, no levantaron la vista del plato.
«Estos pobres españoles son una gente triste —se dijo Hugo—. Sin duda, la guerra les hace mucho efecto».
El inglés se fue a su cuarto, se acostó, durmió toda la noche, y por la mañana, mientras se lavaba, se puso a cantar. Luego se vistió, e iba a salir cuando una criada morena, muy tostada por el sol, le dijo que le traería el desayuno. Si quería, le daría chocolate; si no, un huevo con jamón.
—Entonces tomaré el huevo y el jamón.
Hugo se puso a esperar que le trajeran el desayuno, y cuando vino la muchacha con el plato, quiso entablar un diálogo con ella sobre lo que se decía en el pueblo acerca del conde de España. La muchacha entendía las preguntas; pero, aterrorizada, no quería contestar.
Entonces apareció Susana, la señora de Mestres.
—Veo que no se entienden ustedes —dijo sonriendo—; no le choque a usted: la Dolores no sabe castellano.
—Y yo no sé catalán.
—Además, hay otra razón. La gente de aquí tiene tanto miedo al conde de España, que si la preguntan algo acerca de él, se echa a temblar.
—¿Y por qué le tienen tanto miedo?
—Ha hecho muchas cosas. ¿No está usted enterado de lo que ha hecho?
—Sí; he oído hablar de sus cosas.