V

PASA EL TERRIBLE CONDE

POR la mañana Hugo se levantó para echar un vistazo al pueblo y hacer sus compras.

La primera desilusión de Hugo fue el no encontrar la España que él se figuraba: no vio lo pintoresco esperado, ni las casas viejas, ni los recuerdos de la Inquisición.

Anduvo por el Mercado, por la Plaza Quemada; vio la plaza del Vall, plaza grande, donde se celebraba la feria de ganados. Paseó por callejuelas y callejones, estrechos y tortuosos; vio la calle de los Menorets abajo y la calle de los Menorets arriba, la calle del Bonrepos, la de Llansalabarra, la de los Mulos y la travesía del Muxi.

Después contempló el Queralt, este monte gris con sus manchones amarillos, rojizos y verdes; recorrió el pueblo, pueblo serrano, con calles estrechas, sombrías y mal pavimentadas; vio los dibujos hechos en las fachadas y balcones con mazorcas de maíz.

Anduvo por la calle Mayor, por la plaza de San Juan, la del Forn y la Explanada.

Sin duda, el ser Berga pueblo amurallado hacía que las casas estuvieran apretadas y las puertas fueran estrechas; había mucho comercio pequeño. Hugo encontró en el pueblo pocas casas antiguas con aire de casas solariegas.

En la plaza vio la iglesia con las escaleras y una explanada grande y los capiteles de la puerta románica.

En las callejas había colgaduras de las ropas en los balcones y la decoración hecha por los maíces.

Pronto se cansó del aire un poco monótono del pueblo. Intentó salir por una puerta; pero un sargento de guardia le dijo:

—¿Qué es lo que quiere usted?

—No quiero más que ver los alrededores y subir al monte.

—Sin un permiso no se puede.

Hugo retrocedió sin fijarse mucho en la curiosidad y el asombro que producía en los de la guardia.

Por todas partes adonde fue, si preguntó algo, vio a la gente muy suspicaz y asustada.

«Sin duda, es el carácter del país», se dijo.

Encontraba a los catalanes un poco duros, secos, de caras pálidas, de grandes planos con el afeitado azul.

En las posadas se reunía gente turbulenta; soldados carlistas y tipos bravucones y desafiadores, mucho pincho y mucho chulo.

Entre los tipos podía notarse el hombre flaco, aguileño, esquinudo, vestido de negro, probablemente montañés; el hombre de los valles, grueso, robusto, de cabeza redonda y traje claro, y el tipo judaico del Mediterráneo, muy moreno o muy rojo.

Volvía por la calle Mayor, cuando vio que la gente se escondía rápidamente en los portales.

«¡Viene el conde de España!… ¡Viene el conde de España!», se decían unos a otros en catalán, y todo el mundo desaparecía.

Efectivamente, llegaba por la acera un general de uniforme, grueso, viejo, de pelo blanco, apoyándose en un bastón, acompañado de dos ayudantes jóvenes. Llevaba un gabán azul sin más insignias que una cruz en el pecho, sombrero de general, espada y bastón de mando.

Hugo le miró cara a cara y le saludó. El general hizo lo mismo y los dos ayudantes saludaron militarmente.

Hugo siguió su camino y poco después el general se volvió y estuvo hablando con sus dos ayudantes, señalando al joven inglés.