IV

LA CASA DE MESTRES

EL demandadero se llamaba el Trist d’Agramunt. Era, efectivamente, un hombre triste; alto, seco, moreno, serio, con un perfil clásico, vestido con un trajecillo azul, no muy propio de la estación, ya fría.

El Trist d’Agramunt invitó a Hugo a seguirle y fueron a la calle Mayor hasta una casa grande, en cuyo piso bajo había un comercio de harinas y granos.

El Trist d’Agramunt entró en la tienda y preguntó a un dependiente:

—¿Está el amo don Ramón?

—No, ya ha salido.

El Trist subió una escalera, llegó a una puerta y llamó dando una palmada.

—¡Ave María Purísima! —dijo.

—Sin pecado concebida —contestaron de adentro.

Apareció una mujer vieja, de pelo blanco, que andaba con mucha dificultad, apoyada en un bastón, la que miró severamente al inglés. Este alargó la carta de la hermana Trinidad.

—Yo no veo bien —dijo la vieja en catalán—. Pase usted aquí.

Pasó el inglés a un comedor grande, con ladrillos en el suelo, una mesa, una lámpara de aceite y una alacena con varios platos de loza de color y unos porrones.

—Siéntese usted —le dijo la vieja—. Después se registró los bolsillos, y como sin duda no encontraba los anteojos, llamó a su hija.

—¡Susana! ¡Susana!

Entró en el comedor una mujer joven que miró a Hugo con sorpresa y después a su madre, la cual le alargó la carta de la hermana Trinidad.

Mol volguda cosina —leyó en voz alta. Después, sin duda le pareció mal seguir leyendo en voz alta y leyó en voz baja. Cuando concluyó la carta, la miró varias veces y contempló a su madre.

Era la mujer del comerciante una mujer guapa, muy simpática, con expresión atrayente, con el pelo tirando a rubio.

—¿Y conocía usted de antes a la hermana Trinidad? —preguntó a Hugo.

—No. Un amigo francés y yo hemos venido desde Borredá con unas monjas; una de ellas me ha dicho que, si no encontraba alojamiento en el pueblo, me dirigiera a ella, que me daría una carta para una prima suya. Por eso he venido.

La mujer del comerciante oyó la explicación del inglés, preocupada.

—Mi marido no está en casa, y sin su permiso yo no me atrevo a decirle a usted nada.

—Bueno, pues esperaré.

—¿Y usted a qué viene aquí? —le preguntó la vieja.

—Yo soy un hombre que tiene alguna fortuna y no tengo nada que hacer. He pensado que quizá sirva para periodista y se me ha ocurrido venir aquí y escribir en un periódico inglés lo que vaya viendo.

—¡Ah! ¿Es usted inglés?

—Sí.

—Mi marido era también inglés; el padre de mi hija.

—Entonces somos compatriotas. Lo celebro mucho.

La vieja no pareció participar del regocijo.

—Si aquí viene usted con la idea de escribir en periódicos, pierde usted el tiempo —murmuró la vieja de malhumor—. El conde de España no se lo permitirá. Lo menos que hará es echarle.

—Que me eche.

—Es que quizá no se contente con echarle a usted, sino que quiera prenderle… o fusilarlo.

—Esos son percances del oficio.

—Y si no encuentra usted alojamiento aquí, ¿qué va usted a hacer?

—Me marcharé a otra parte. ¿Qué quiere usted que haga?

El Trist d’Agramunt escuchaba la conversación y, de pronto, se llevó el dedo a la sien y miró a la dueña de la casa, dando a entender que el inglés no estaba muy en su sano juicio. En esto se oyeron pasos en la escalera.

—Ahí está Ramón —dijo la vieja en catalán a su hija.

El ama joven, Susana, salió del comedor con la carta de la monja en la mano y volvió al poco rato y dijo a su madre:

—Dice que sí, que se lo alquilemos.

La madre hizo un gesto de sorpresa y de desagrado.

—Entonces ya tengo alojamiento —murmuró Hugo.

El Trist d’Agramunt se marchó. La vieja se sentó en un sillón y la hija recorrió un pasillo y entró en un cuarto grande, blanqueado, con baldosas rojas en el suelo, una cama y dos balcones que estaban tapados por persianas hechas de paja amarilla.

—¿Le gusta a usted el cuarto? —preguntó el ama joven.

—Sí; pero ¿no habrá necesidad de que estas persianas estén siempre cerradas?

—No, eso no. Puede usted abrirlas si quiere. Ahora, que le entrará el sol y le estarán siempre fisgando de la casa de enfrente.

—No me molestan ni el sol ni los vecinos.

—Pues entonces, quédese usted si quiere. Ya veremos si nos entendemos bien.

—Yo creo que sí, que nos entenderemos.

—¿Tiene usted equipaje?

—Nada, unos libros; compraré aquí lo que necesite.

Hugo salió de su casa y se fue a ver a Max. Max se instalaba en su cuartucho no muy grande, bastante peor que el suyo.

—¿Ha encontrado usted casa? —le preguntó Max.

—Sí.

—Vamos a comer a una fonda de un francés de Castelnaudary.

Estuvieron charlando con el francés, un tal Marcillón, y, al anochecer, se marchó cada uno a su casa.

Hugo se dirigió a su cuarto, y, al entrar, la criada le detuvo.

—El amo dice que vaya usted al comedor.

—Muy bien.

Hugo entró en el comedor. Don Ramón Mestres, el amo de la casa, era hombre de unos cuarenta años, de ojos negros brillantes, cara larga, expresiva, muy clásica, muy correcta, y pelo oscuro. La pequeña estatura le quitaba aspecto.

A Hugo le pareció un antiguo romano reducido de tamaño. Hugo y él hablaron. El señor Mestres, sin duda, encontró simpático al inglés, porque se manifestó amable con él; cosa, al parecer, poco corriente en el amo de la casa, y le invitó a cenar con su familia.

—Ahora, le advierto a usted que aquí en el pueblo no puede usted estar —dijo Mestres.

—Entonces me marcharé.

—No; diré yo que viene usted como dependiente mío y algo pariente de mi mujer. ¿No quiere usted cenar con nosotros, de verdad?

Hugo se excusó porque se había citado con Max en el fonducho del francés.

—Mañana comerá usted y cenará con nosotros —le dijo el amo de la casa.

—Muchas gracias.

—Le advierto a usted que para las nueve tiene usted que estar de vuelta. El conde de España no permite andar por las calles más tarde.

Hugo salió de casa y volvió para las nueve.