III

SILUETA DE BERGA

ES Berga un pueblo no muy grande, recostado sobre una montaña llamada el Queralt, que con otras estribaciones limita su horizonte y le forma un anfiteatro. El Queralt es un pequeño Montserrat, menos alto, menos agujereado, menos pintoresco, sin sus rocas como torres y sus agujas como tubos de órganos. El Queralt tiene también una ermita en la cúspide, dedicada a la Mare de Deu. Este anfiteatro de montañas se corta por una cañada por donde baja el río Llobregat. El paisaje de los alrededores es gris en los montes, estribaciones de la sierra del Cadí, con sus cárcavas producidas por las erosiones y derrumbamientos, y verde en las arboledas y en las huertas.

Era por entonces tiempo de otoño; a los chopos y encinas les quedaban algunas hojas rojizas y amarillentas, las cuales estaban todavía secas y los prados agostados.

Berga aparecía cercado de una muralla baja, con torreones cuadrados. El pueblo tenía siete puertas: la de Pinsania, la de la Torre de las Horas, la de Lladó, la de los Estudios, la de Callnou, la de Zaragoza y la de Santa Magdalena.

Estas dos últimas: la de Zaragoza, que conducía a Vich y a Manresa, y la de Santa Magdalena, de donde partían los caminos a Ripoll y a la Seo de Urgel, eran las más importantes.

Entró la tartana en el pueblo. Se veían en las fachadas mazorcas de maíz adornando los balcones; había algunas casas con altares debajo de las ventanas y en las esquinas.

Para Hugo fue una gran sorpresa encontrar un pueblo casi nuevo. Él se había figurado que Berga sería un pueblo vetusto, arqueológico.

Al despedirse de las monjas, Max, con el egoísmo que le caracterizaba, se dispuso a ir a la casa que le había recomendado el cura, y como gran favor dijo a Hugo:

—Veré si hay sitio para usted y, si lo hay, le avisaré.

—Bueno.

La monja gruesa advirtió al inglés:

—Si no encuentra usted posada, avíseme usted. Venga usted al convento y yo le daré una esquela para una señora amiga mía.

Max volvió pronto a decir a Hugo que no había sitio en su posada.

Hugo fue a la fonda de Carlos V; estaba llena. Después a una posada próxima: el Hostal del Sol, al Hostal del Negre, a la posada de San Antonio, a la de Queralt y a la Bergadana, y pronto vio que no había posibilidad de alojamiento. Las fondas, las posadas, las tabernas, todo posible albergue, se hallaba ocupado por soldados carlistas y por una población agitada, inquieta y amenazadora.

A Berga llegaban constantemente emisarios de todas clases de España y de Francia, y una nube de curas, frailes y monjas que intrigaban y predicaban.

Hugo pensó volver a la casa de Max; pero desechó la idea, y se decidió a ir al convento de las monjas gruesas que vinieron con ellos desde Borredá.

Preguntó por el convento. Al parecer había cuatro de monjas, dos de Carmelitas, uno de Dominicas y otro de Hermanitas de los Pobres. Las monjas que él y Max acompañaron eran Hermanitas de los Pobres.

Dio pronto con el convento, entró en el locutorio y se encontró con la hermana portera.

—Ahora vendrá la hermana Trinidad —le dijo.

—¿La hermana Trinidad es la gruesa de los anteojos?

—Sí, esa misma.

Con la hermana Trinidad entraron en el locutorio la de los dientes, la hermana María Elías, y la catalana guapa, la hermana Desamparados. Se rieron mucho las dos al saber que el inglés no encontraba casa donde acogerse.

—Espere usted —le dijo la hermana Trinidad.

—Esperaré.

—Bien. Voy a hablarle a la Reverenda madre para pedir permiso para escribir la carta.

La Reverenda madre apareció en el locutorio e hizo algunas preguntas al joven inglés, mientras la hermana Trinidad escribía muy despacio una carta en catalán.

Escrita la carta, la superiora pensó que el joven inglés, a quien suponía muy inocente, no se entendería bien y llamó al demandadero del convento e hizo que le acompañase.

Hugo saludó a las monjas y les dio la mano, cosa que les hizo reír a todas, y salió a la calle.