LAS MONJAS GORDAS Y LAS MONJAS FLACAS
AL día siguiente, por la mañana, entró el cura a ver a Hugo y a Max, y les dijo que contaba con una buena ocasión de ir a Berga en una tartana con unas monjas que habían estado en Borredá cuidando unos heridos. Tendrían que salir en seguida.
—Pues vamos, vamos.
Se levantaron los dos jóvenes, se vistieron y salieron de la posada. Hacía frío. Delante de la casa había una tartana larga, con un toldo bajo, de cañas y de esparto, abierta por delante y cerrada por detrás con una lona.
Llevaba tres caballos, dos delanteros y uno metido entre las varas.
Alrededor de la tartana había seis monjas que rodeaban al tartanero, rollizo, redondo y de buen color. Las monjas comenzaron a subir al coche. Había una gorda, chata y con anteojos, que tardó mucho en colocarse.
—Como estem tan gordas, per aixo no podemos colocarnos bien —dijo con cierta humildad y como pidiendo perdón por su volumen, en una jerga entre castellana y catalana.
Hugo les ayudó a poner su equipaje y después subieron él y Max. El tartanero montó en una de las varas y el coche se puso en marcha.
La más importante de las monjas, al parecer la superiora, tenía cara de hombre, orejas negruzcas, labios gruesos y toquilla envolviendo la cabeza, encima del hábito, para resguardarse del frío. Otra era flaca, con la dentadura saliente, como de calavera, un poco herpética, con los ojos claros y fríos, y otra tenía prestancia de gran dama antigua, un poco desvaída por la nariz colorada por el sol y por el aire. Las dos más jóvenes, una la hermana portera, aragonesa, un tanto redicha, hablaba muy discretamente y no le hacían caso; la otra, una catalana, guapa, gruesa, de ojos negros y labios rojos y abultados, se manifestaba displicente. Hablaban todas, medio en catalán, medio en castellano, de la germana María, de la germana Desamparados, de la germana Asunció.
Por la parte de delante de la tartana se veía el campo y los árboles cubiertos de escarcha. En las eras aparecían montones cónicos de maíz.
El carro iba marchando como un barco, torciéndose e inclinándose. El camino era malísimo, lleno de baches.
Max sentía frío y estaba malhumorado; había encendido un cigarro y, con las manos en los bolsillos y con los ojos medios cerrados, marchaba sin decir palabra. A Hugo le parecía divertido ir con aquellas monjas y hablaba por hablar.
Les preguntó qué vida llevaban, si trabajaban mucho, si leían algo, si llevaban constantemente hábito. Ellas le contestaron dándole detalles de su vida.
Cuando acababan los motivos de conversación se callaban.
La monja gorda, chata y con anteojos, miraba al inglés sonriendo; la superiora, rezaba; la de aspecto de gran dama parecía muy triste e indiferente, y la flaca, viva, con los dientes blancos salientes y la cara herpética, se dirigía a Hugo, con cierto aire atento y desdeñoso. La joven, guapa, lo observaba con atención y de cuando en cuando preguntaba: ¿Qué diu? ¿Es que en su terra no se parla catalá?
La monja gruesa preguntó al inglés qué es lo que pensaba hacer en Berga, y cuando este le contestó que quedarse algún tiempo, ella le dijo que probablemente le sería muy difícil encontrar alojamiento, porque todas las posadas y fondas del pueblo estaban llenas.
Max se rio con sorna, pensando que Hugo no iba a encontrar posada y que él, en cambio, por recomendación del cura, tenía asegurado el alojamiento.
Hugo contestó que no se preocupaba de la posada, y añadió con malicia que, en último término, iría al convento y dormiría en la casa del jardinero.
—No tenemos jardinero —dijeron tres o cuatro monjas al mismo tiempo.
—O en la casa del demandadero.
—No duerme en el convento; en nuestra casa no podemos alojar a nadie.
La tartana con las monjas y los dos jóvenes se acercó a Berga. Berga tenía desde lejos un color terroso y ceniciento. El conjunto de los tejados presentaba ese aire confuso de los pueblos del Mediterráneo donde se mezclan las azoteas, los palomares y las solanas.
Al aproximarse a la ribera del Llobregat se veían huertas y árboles.
—¿Quién vive? —gritó el centinela desde la puerta.
—España —contestó el tartanero.
—¿Qué gente?
—Gente de paz. Monjas.
Salió poco después un sargento carlista, habló con el tartanero y pasaron todos adelante.