MAX Y HUGO PASAN LA FRONTERA
AL pasar el puerto comenzó a brillar el sol. Al anochecer hicieron alto sobre una cornisa que dominaba un laberinto de precipicios y de acantilados cortados a pico. Era algo terrible, árido, desnudo, imponente, como de paisaje lunar.
—Yo tengo el gusto clásico —dijo Max—. No me gusta ni el campo árido ni el demasiado verde.
—A mí, sí —replicó Hugo—. Yo debo de ser de una raza que ha vivido siempre en países verdes, porque los terrenos áridos y secos me producen una gran tristeza.
Las montañas, cubiertas de nieve, aparecían con sus cumbres iluminadas por el sol dorado. Una se levantaba como una pirámide. Los contrabandistas iban arreglando su campamento al lado de una roca.
Hugo pensaba que a él le gustaría vivir solo, como Robinsón; Max decía que no; que no se podía vivir más que en sociedad.
Discutieron el punto mientras el cielo se llenaba de nubes magníficas, rojas y blancas, en el ocaso.
—¿Cuándo estaremos en España? —preguntó Hugo al jefe de los contrabandistas.
—Estamos ya en España. Tenemos que pasar antes del amanecer por los puestos avanzados.
—Ahora ¿qué vamos a hacer?
—Ahora hay que dormir. Es lo mejor que se puede hacer.
Por la mañana comenzaron a marchar y anduvieron hasta que salió el sol.
—Bueno; yo les dejo —les indicó el contrabandista—. Ustedes, si van a Berga, tienen que dirigirse hacia el Sur, en esa dirección.
El aire corría vivo, puro; el viento arrastraba rápidamente las nubes, y en los altos brillaba la blancura de la nieve. Iban por entre pinares.
Se encontraron en el camino con un cura joven que volvía también de Francia, caballero en una mula, y que iba a Borredá, y hablaron con él. El cura se mostró muy reservado y desconfiado con los extranjeros.
El cura, flaco, moreno, esbelto, preguntó a los dos extranjeros a qué venían a España; el saber su propósito de unirse a los carlistas le inspiró confianza y se manifestó con ellos más amable.
Según él, el Conde de España tenía una gran línea de puestos de avanzada en la zona de Berga, y no dejaba entrar en la comarca a todo el mundo.
El cura no creía en lo que se decía en Francia del carlismo. Por el contrario, para él el carlismo iba muy bien, y con la severidad del conde de España marcharía mejor.
Max remachó las opiniones del cura, y Hugo dijo que él se sentía un poco indiferente en cuestiones políticas.
—Entonces, ¿a qué viene usted aquí? —preguntó el cura.
—A curiosear —contestó él.
—¡A curiosear en la guerra!… ¡Vaya un gusto!
Charlando con el cura llegaron a Borredá; fueron a una posada mísera y convidaron al cura a comer con ellos.
El cura, en la comida, dijo:
—Yo tengo parientes en Berga; quizá los pudieran alojar en su casa, por lo menos a uno de ustedes.
Al parecer, en Berga los alojamientos eran escasos. El cura creía que no debían ir a Berga sin seguridad de posada. Tampoco le parecía prudente que marcharan solos.
Habían concluido de cenar cuando se presentó en el comedor de la posada un tipo raro con aire de loco. Era, por lo que dijo el posadero, el hermano Tiburcio, un mendigo conocido en el país por sus extravagancias. El mendigo entró en el comedor gruñendo y maldiciendo de la gente incrédula y sin fe, seguido de un perrucho feo y sarnoso. El hermano Tiburcio tenía los ojos brillantes, unas guedejas grandes y negras y la cara curtida por el sol.
El hermano Tiburcio parecía un bufón grotesco y siniestro. Se contaba de él que acompañó durante algún tiempo a una ermitaña medio santa; otros decían que la había violado.
El hermano Tiburcio se mostraba entusiasta del conde de España y lo quería imitar. Según se decía, una vez se presentó al conde, quien se rio de sus extravagancias; pero en medio de sus risas le dijo que le daría una carga de baquetas si abusaba de sus mentiras.
«Él es más mentiroso que yo», parece que dijo el mendigo.
El hermano Tiburcio rezaba en cruz, dando gritos y berridos, y se revolcaba por el suelo. Era un energúmeno.
Si se le preguntaba si perseguía a las muchachas, decía que sí, porque a veces el diablo le sugería terribles tentaciones.
Luego se puso a explicar sus ideas de loco.
Él era el Sol y el Mesías nuevo, y necesitaba una mujer que fuera la Luna, para tener hijos Soles. Los que le escuchaban y creían en él eran Soles; pero los que no creían en él eran diablos con patas de mono y hocico de cerdo, perros sarnosos, lagartos y víboras.
Después de aquellos absurdos, que el loco energúmeno explicaba con un aire ridículo de suficiencia y con una sonrisa desagradable que mostraba la boca mellada, dijo que él llegaba por las tardes en el Arca de Noé, se paraba en un monte de los Pirineos y bajaba desde allí a predicar la verdad.
Luego de asegurar tales cosas, se puso a saltar por el cuarto y a dar volteretas. La gente de la posada se reía, a pesar de que el espectáculo era muy desagradable.
Las risas excitaban al loco, y comenzó a andar a gatas, cantando, gritando, riendo, llorando y escupiendo, seguido de su perro.
Cantaba con una letra catalana la canción vasca de Ai, ai, mutila, llevada a Cataluña por los soldados, y bailaba hasta descoyuntarse:
Ai, ai, mutila,
¡dónes a la paela!
Ai, ai, mutila,
¡dones en bacalá!
De pronto, se acercó a Max y le mordió en una pantorrilla. Max, furioso, le pegó una patada en el trasero y el hermano se puso a chillar.
El perro comenzó a aullar al oírle al amo. El posadero echó a la calle al mendigo y a su perro, para que no molestaran.
Max y Hugo fueron a acostarse a una alcoba sucia y abandonada, en donde todo estaba roto y mugriento, y durmieron mal que bien.