X

DE VUELTA

HABÍA cesado de llover y parecía que la tarde iba a ser espléndida.

—¿Vamos a subir al alto a ver el castillo? —dijo Hugo.

—Vamos.

Dieron la vuelta al cerro y aparecieron en la cumbre. Antes se levantaba allí el castillo de Comminges. De él no quedaba más que una pequeña iglesia románica. En una plataforma próxima, entre árboles, había un calvario.

—¡Qué hermosa situación para tener un castillo! —exclamó Hugo—. Esto entonces sería inexpugnable.

El cielo estaba muy azul, con nubes blancas como de mármol, que arrastraba el viento con violencia.

—Bueno. No se sienta usted feudal y vámonos —dijo Max—. Me parece que va a llover otra vez.

Bajaron de nuevo frente a la iglesia, entraron en el taller de carros, sacaron el coche y el caballo y comenzaron a bajar la calle Mayor.

—Haremos un resumen de lo que nos ha dicho este señor y se lo enviaremos a nuestro amigo Aviraneta —dijo Hugo.

—Poca cosa le vamos a contar.

—¿Es que usted esperaba más?

—Yo, sí.

—Yo, no. En la vida hay pocos folletines.

—¿Qué impresión ha sacado usted? —preguntó Max.

—Pues yo creo que este conde de España es de una familia de la nobleza y tiene una relación indudablemente lejana con los Comminges y los Foix. No ha hecho más que acortar la distancia.

—Esto no le va a servir a nuestro amigo. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Volveremos a Toulouse?

—Será lo mejor volver para dejar el coche y tomar nuestro equipaje. Si se nos hace muy tarde en el camino, dormiremos donde nos coja.