VII

LAS SEÑORITAS DE SAINT-BERTRAND DE COMMINGES

SAINT-BERTRAND de Comminges, erguido en una colina, está separado de la carretera general y circundado por una muralla. En el vértice se asienta la iglesia. Una cuesta bastante pendiente rodea el cerro de la antigua Lugdunun y su fortificación y conduce por una puerta estrecha, la puerta de Cabirolles, al interior del pueblo. Al entrar se encuentra uno de pronto en una ciudad medieval.

Subieron Max y Hugo hasta lo alto, a la plaza de la iglesia. Reinaba el silencio y la soledad.

En la plaza de la iglesia, en una tejavana, trabajaban dos hombres serrando madera.

Para subir a la catedral partía de la plaza una escalinata de escalones desgastados. Al mismo tiempo que ellos, una señora, tres señoritas y un abate comenzaron a ascender la escalinata.

—¿Subimos nosotros? —preguntó Max.

—Vamos —dijo Hugo.

La iglesia era grande, triste, medio románica y medio gótica. En el interior hacía frío y olía a húmedo. Una mujer arropada, con una gorra en la cabeza, enseñó la iglesia a las damas, al abate y a ellos.

La mujer les mostró muchas cosas, capiteles, estatuas, bajorrelieves.

Vieron también un cocodrilo suspendido en la pared.

La tradición afirma que el cocodrilo, escondido en un barranco próximo al pueblo, espantaba con sus gritos a la gente. Algunos audaces se acercaron a matarlo; pero él les devoraba. Entonces San Bertrand avanzó hacia él sólo con su bastón; tocó el animal y el cocodrilo le siguió dócilmente como un cordero hasta la plaza de la iglesia, donde murió, quizá derramando verdaderas lágrimas de cocodrilo. El monstruo no era tan grande para legitimar por su tamaño el terror de la comarca, y las muchachitas sonrieron al verlo.

La mujer guardiana les abrió una puerta que daba al claustro, con arcadas románicas.

—¿Esto es el arte románico? —preguntó Max a Hugo.

—Sí.

—¿Anterior al gótico?

—Anterior.

—¿Le gusta a usted?

—Antes me parecía que me gustaba mucho. Ahora creo que me deja indiferente.

—Yo no lo entiendo —dijo Max—. El valle sí es bonito.

—Es precioso. ¡Pero qué triste contemplar estas lápidas de gentes que murieron el año mil y mil cien! —murmuró Hugo—. En todos estos pueblos viejos hay esa tristeza de repetir la impresión de volver a lo mismo.

—A mí no me importa nada de eso —murmuró Max.

—Sin embargo, esa sensación de retorno es triste. La canción de la infancia que se oye de viejo es melancólica.

Salieron de la iglesia. El grupo de señoras y señoritas con el abate tomó por una cuesta hacia abajo. Hugo y Max se quedaran contemplándolos.

Poco después una mujer de una tiendecilla enfrente de la iglesia les dijo:

—Si quieren ustedes, yo les mostraré una casa aristocrática adonde han ido las damas que estaban aquí con el abate.

Entraron en una casa próxima con habitaciones alhajadas de mucho gusto; una hermosa biblioteca y una terraza sobre el valle, admirable, con capiteles y columnas románicas.

Hugo habló con el abate, quien le presentó a las damas, tres muchachitas, una de Albi, otra de Carcasonne y la otra de Pau. La señora era madre de la de Pau. La de Albi parecía italiana; la de Carcasonne era morenita, graciosa, vivaracha, con los ojos negros; la de Pau, rubia, con los ojos azules grises y más seria.

Hugo y Max hablaron con ellas, y como Max designó a Hugo como un joven inglés dedicado a estudios históricos, produjo la risa de las tres muchachitas.

El abate, vasco y charlatán, vivía en Mauleon. Habló de su amigo el cura Yharce de Bidassouet, vicario de Hasparren, hombre culto, rebelde y pintoresco, que no obedecía a su obispo más que cuando le parecía, y contó de él curiosas anécdotas.

Como las muchachas afirmaban las excelencias de sus respectivas ciudades y comarcas, el abate aseguró con cierto humor burlón:

—Lo mejor de los Pirineos es el País Vasco, por muchas razones, una de ellas por el idioma, porque las demás jergas que se hablan en las diversas regiones pirenaicas, sea el francés, el castellano, el gascón o el catalán, no son más que malos «patuás» del latín.

—¿Así es que estamos «impatuados» con nuestras lenguas? —preguntó la señorita de Carcasonne, irónicamente.

—Es indudable.

Había en la sala un piano. El abate preguntó a los jóvenes:

—¿No saben ustedes tocar?

—Yo no —dijo Max.

—Yo un poco —contestó el inglés.

Hugo se sentó al piano y el abate cantó una canción en vascuence, un poco absurda, de aire movido:

Artillero dale fuego

Ezkontzen zaigula pastelero.

Eta zeinekin?

Eta norekin?

Pepa zakarren

Alabarekin.

(Artillero dale fuego Se nos casa el pastelero ¿Y con quién? ¿Y de dónde es ella? Con la hija de Pepa la ordinaria).

Después cantó la señorita de Albi, que había estado en Italia, una canción popular.

O pescator dell' onda,

Veni pescar in qua

Colla bella sua barca

Colla bella se ne va.

Después cantó otra barcarola de gondoleros de Venecia, que comenzaba cada copla con: Sotto il ponte, sotto il ponte.

Y acababa con la frase: Si, si, ch' il vegna fare amor. Estribillo que lo aprendieron pronto todos y lo repitieron.

A la señorita de Carcasonne le pidieron que cantase una canción de su tierra.

—¿Quién canta en su patuá después de lo que nos ha dicho el abate? —preguntó ella.

—No hay que hacer caso de lo que diga el abate —repuso la señora.

Por fin cantó la muchacha, tras hacerse rogar mucho.

Sul punt de Nanto

I' a un aucelu

Tut la neit canto

Canto pas per ju

Si canto que cante

Canto pas per ju

Canto per ma mia.

Qu’es alprés de ju.

Se marcharon las señoras y el abate. Max y Hugo salieron de la casa y durmieron en la posada de la plaza. Al día siguiente fueron a Saint-Martory.

La fonda de Saint-Martory tenía un comedor oscuro y frío. Servía una chica indiferente.

—¿Cómo se llaman los montes que se ven desde aquí? —le preguntó Hugo a la muchacha.

—No sé.

—¿Usted no ha oído hablar de la Maladetta?

—No.

—Es un monte que hay por aquí.

—No, no he oído.

—Parece una inglesa —dijo Max, en broma.

—Una inglesa, ¿por qué?

—Porque no se entera de nada —dijo Max con ironía.

De Saint-Martory marcharon a Saint-Girons.