EN TOLOSA DE FRANCIA
FUERON a Tolosa, al hotel de España. Tolosa era entonces un pueblo más clásico que ahora, de calles estrechas, de caserones viejos de ladrillo, de iglesias también de ladrillo. Las callejuelas tortuosas, con aceras pequeñas, estaban en verano llenas de polvo; en invierno, de lodo. Se veían los hoteles antiguos, rojos, con sus tejados empinados y sus veletas. A veces tenían en la puerta el dintel esculpido en piedra con un escudo historiado y los portales terminados en corredores negros. De algunos patios el arroyo salía lleno de inmundicias.
Las calles del centro, como la de Saint-Rome, antigua, estrecha, estaban siempre llenas de gente. Había tiendas repletas de género, sobre todo de comestibles y carnicerías, con piernas de vaca adornadas con flores de papel.
Al pasear por el pueblo el viajero se quedaba sorprendido por el color rojizo, de mosto, de las torres de ladrillo, de aire ruinoso, con los saledizos llenos de manojos de hierba. Aquello les daba un aire viejo y arcaico. Se veían también tres o cuatro mercados al aire libre, con sus toldos de lona. Al parecer, los tolosanos se mostraban aficionados a comprar las cosas en los puestos ambulantes mejor que en las tiendas.
Entre las mujeres se notaban muchos ojos azules y claros, tantos o más que ojos negros; quizá el rastro de los visigodos que allí establecieron su corte.
Estas iglesias de ladrillo, la Catedral, Saint-Sernin, la Dalbade, daban al pueblo un aire cálido y meridional.
En aquel tiempo no había más que un puente que cruzaba las dos orillas del Garona: el puente Nuevo.
Constantemente se oía en Tolosa hablar del Capitolio. A todas partes se iba por la plaza del Capitolio. A los tolosanos les sonaba bien, sin duda, esa palabra del Capitolio.
Toulouse tenía un aire clásico de pueblo del Sur, no completamente legitimado por el clima, porque tanto en la primavera como en el otoño llovía mucho.
Hugo y Max callejearon por la ciudad, y como lo español les interesaba, cuando vieron a Calomarde que bajaba de un coche y entraba en la iglesia de Saint-Sernin se quedaron mirándole. Calomarde vivía desde hacía tiempo en Toulouse e iba a las iglesias y no se ocupaba de política.
Max quiso hablarle, pero el político no quiso oírle y siguió adelante.
«Es una vieja mula aragonesa», dijo el francés de mal humor.