III

UN VIEJO SENSATO

MAX y Hugo tomaron la diligencia para Orthez y se quedaron a dormir allí. Vieron el pueblo, sin gran carácter, con un castillo en un alto, el castillo de Moncada, y un puente muy curioso sobre el río, con un torreón. Las calles les parecieron estrechas, de casas grises y tejados de pizarra. Sobre una puerta les chocó un letrero en español: Lo que ha de ser no puede faltar.

En la posada de la calle principal, una criada española, una aragonesa de Canfranc, morena, con los ojos muy expresivos e inteligentes, les sirvió la comida.

Hugo y Max estuvieron hablando en castellano con ella. Max pudo notar con rabia que la aragonesa atendía con solicitud a Hugo y no hacía caso de él.

—Es una mujer estúpida y bestia —murmuró incomodado, y se fue a la cama de mal humor.

A la mañana siguiente salieron de Orthez los dos jóvenes, comieron en Pau y marcharon a dormir a Tarbes.

Fueron a parar al hotel del Gran Sol.

Tarbes, ancho, hermoso, a orillas del Adour, con canales y arroyos que corren cerca de las aceras, es pueblo apacible y agradable.

Pasearon de noche por la plaza del Maubourguet y por el Prado, muy tristes, con alguna que otra pareja sentada en los bancos, y salieron al día siguiente en la diligencia camino de Toulouse. El tiempo estaba delicioso. El paisaje, fresco, riente; la atmósfera, cristalina. En el fondo aparecía como un encaje la muralla blanca de los Pirineos.

De Tarbes pararon en Saint-Gaudens, pueblo bastante aburrido; fueron al hotel de France y después a ver a un consejero municipal. Era un hombre viejo, pequeño, de cabeza cuadrada, sonrosado, con unos ojos claros, un bigote blanco y unas manos grandes y toscas. Le preguntaron si sabía algo del conde de España. No sabía nada, ni había oído hablar de él. Se manifestó republicano. Le dijeron que ellos iban a España. El viejo repuso:

—España es un país perdido, dominado por los curas. No vayan ustedes allá. Yo he ido a Barcelona, y de Barcelona a Madrid. ¿Creerán ustedes que de Barcelona a Madrid he visto en el camino los campos abandonados sin que los trabaje nadie? Ah c’est ignoble! —acabó diciendo.

—Sí; allí se trabaja poco —dijo Max—; y con la guerra, menos.

—Nada; no vayan ustedes allí. Es una vergüenza. Ustedes, que son jóvenes, deben ir a trabajar a la América del Norte. El trabajo es la libertad, la dignidad humana.

Hugo y Max reconocieron que tenía razón, lo que no fue obstáculo para que se rieran un poco del viejo.

—Creo que estamos perdiendo el tiempo —dijo Max al volver a la fonda.

—Sí; me parece que sí.

—Vamos a Toulouse; quizá allí nos orienten para nuestras investigaciones.

—Bueno. Vamos.