Apenas presté atención a mi última conversación con la mujer de mi hermanastro, mi «cuñadastra» Poppy Queensland. Poppy me caía bien —más o menos— pero en ese momento, cuando me llamó, lo que me invadió fue sobre todo irritación. Solo tenía cinco años más que ella, pero conseguía hacerme sentir como una abuela victoriana. Cuando me comentó que se disponía a jorobar nuestros planes, me sentí muy… ofendida. ¿A que parezco una gruñona?
—Escucha —dijo Poppy. Como era habitual en ella, mostraba un tono imperativo y exaltado. Poppy siempre hacía que su vida sonara más importante y emocionante que la de los demás (por ejemplo, que la mía)—. Me voy a retrasar así que id yendo vosotras dos. Ya nos encontramos allí. Guardadme un sitio.
Más tarde caí en que había esperado a llamarme a las diez y media porque sabía que yo ya estaría casi lista para dejar mi casa con el propósito de ir a buscarla a ella primero y a Melinda a continuación. Poppy y Melinda eran las mujeres de mis dos hermanastros. Dado que yo había adquirido esta nueva familia bien entrada mi edad adulta, no contábamos con una historia compartida y nos estaba llevando cierto tiempo sentirnos cómodos los unos con los otros.
Normalmente yo me refería a Poppy y Melinda como mis cuñadas para evitar así una explicación más compleja. En nuestro pequeño pueblo de Georgia, Lawrenceton, las explicaciones no solían ser necesarias. De forma gradual, Lawrenceton estaba siendo engullido por el extrarradio de Atlanta, pero por lo general aún conocíamos las historias familiares de los demás.
Con el teléfono inalámbrico en la oreja, me miré en el espejo del baño para ver si el colorete rosa de mis mejillas estaba igualado. La verdad es que mi mente estaba muy ocupada pensando en lo inexplicable y exasperante que resultaba ese cambio de planes.
—¿Va todo bien? —pregunté, pues quizá el pequeño Chase se había puesto enfermo o el calentador de agua de la casa había explotado. Sin duda, tenía que suceder algo grave para que Poppy decidiera no asistir a la reunión de las Mujeres Engreídas. Esa mañana, supuestamente, iba a ser admitida en el club. Era un acontecimiento muy importante en la vida de una ciudadana de Lawrenceton. Poppy, si bien no había nacido en el pueblo, había vivido en Lawrenceton desde que tenía diez años y era innegable que entendía el honor que suponía ser un nuevo miembro.
Ni siquiera mi madre había sido propuesta para formar parte de las Mujeres Engreídas, y eso que mi abuela había pertenecido al club. Se consideraba que mi madre siempre había estado demasiado centrada en su negocio (al menos así era como ella lo explicaba). Yo tenía que poner gran empeño por no mostrarme orgullosa delante de mi madre. No era muy habitual que yo hiciera algo que obligara a mi exitosa y autoritaria madre a mirarme con admiración.
En mi opinión, mi madre había trabajado tanto para hacerse hueco en su negocio —dominado y controlado principalmente por hombres— que no vio mucho sentido en invertir tiempo y esfuerzo en hacer campaña para formar parte de una organización compuesta básicamente por mujeres dedicadas a las tareas del hogar. Esas eran las condiciones que se requerían cuando mi madre, sin embargo, se lanzó al mercado laboral con intención de sacar adelante a su minúscula familia: yo. Ahora las cosas eran distintas. No obstante, o te seleccionaban para afiliarte a las Mujeres Engreídas antes de los cuarenta y cinco años o ya no podías entrar.
¿Qué se necesitaba para ser una Mujer Engreída? Las cualificaciones no estaban exactamente definidas. Más bien se daban por sentadas. Era necesario haber demostrado resolución y un alto grado de adaptación. Tenías que ser inteligente, o al menos lista. Tenías que estar dispuesta a expresar lo que sentías, aunque no era un requisito totalmente indispensable. No se podía adoptar una postura demasiado radical sobre lo que una era: judía, negra, o presbiteriana. No era necesario tener dinero, pero había que estar dispuesta a hacer un esfuerzo para vestirse adecuadamente para las reuniones. (Se podría pensar que una organización que alienta a las mujeres a ser independientes tendría una actitud muy flexible en cuanto al atuendo, pero este no era el caso).
No era necesario ser una «buena mujer» al cien por cien. El estándar sureño de una buena persona era el siguiente: no haber sido nunca declarada culpable de nada, no mirar a los maridos de otras mujeres de forma demasiado evidente, escribir cartas de agradecimiento, ser educada con tus mayores, tener un marcado interés en la educación de tus hijos y asegurarte de que tu familia se alimenta adecuadamente. Había varios caminos para llegar a ser «buena», pero esos eran los deberes generales. Poppy caminaba por el límite de no ser considerada lo suficientemente «buena mujer» para el club. Teniendo en cuenta que en los años cuarenta llegó a haber una mujer en el club que había sido absuelta por los pelos del asesinato de su marido, «caminar por el límite» suponía ya bastante.
Me estremecí. Había llegado el momento de pensar en los aspectos positivos.
Por lo menos no teníamos que llevar sombrero, como era obligación para las Mujeres Engreídas en los años cincuenta. Me hubiera resultado intolerable. Nada me hace parecer más tonta. Ya puedo llevar el pelo suelto (lo tengo largo, muy rizado y ondulado) o recogido (que hace que mi cabeza parezca gigante). Me alegraba que en la Iglesia Episcopal no fuese obligatorio para las mujeres llevar sombreros o velos para la misa del domingo. Si hubiera sido así, habría tenido pinta de idiota cada semana.
Me había puesto a divagar, así que me perdí lo último que dijo Poppy.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —le pregunté.
—No es nada importante —aclaró—. Estamos todos bien; es solo que tengo que ocuparme de un asunto antes de ir. Nos vemos luego.
—Vale. Nos vemos allí —comenté alegremente—. ¿Qué vas a ponerte para la reunión? —Melinda me había pedido que se lo preguntara, ya que Poppy tenía cierta tendencia a la extravagancia en su forma de vestir. No obstante, me resultaría una tarea muy difícil hacerle cambiarse de ropa, tal y como le advertí a Melinda, así que no estoy muy segura de por qué decidí estirar la conversación un poco más. Quizá me sentía culpable por haber desconectado de lo que me decía, aunque solo hubiera sido de forma breve; quizá las cosas hubieran sido distintas si la hubiera escuchado con atención.
O quizá no.
—Oh, supongo que me pondré el vestido verde botella con el jersey a juego, ¿no? Y los tacones marrones. De verdad te digo que quien fuera el inventor de las medias largas estaba conchabado con el diablo. No permito que John David esté en la habitación cuando me las pongo. Una parece una imbécil retorciéndose hasta que por fin están bien tensas.
—Totalmente de acuerdo. Bueno, te veo en la reunión. —De modo que ni siquiera estaba vestida.
—Vale. Tú y Melinda mantened bien alto el prestigio de la familia hasta que yo llegue.
Eso me resultó extraño pero casi me hizo sentir bien. Tener un prestigio familiar que sostener, aunque mi incorporación fuese artificial. Mi madre, Aida Brattle Teagarden, llevaba mucho tiempo divorciada cuando contrajo matrimonio con el viudo John Queensland hacía cuatro años. Ahora Melinda y Poppy, tras haberse casado con los dos hijos de John, Avery y John David, eran sus nueras. Todos los Queensland me caían bien, aunque resultaba, sin duda, un grupo muy heterogéneo.
El hijo mayor de John, Avery, era quizá el que menos me gustaba, pero Melinda, su mujer y madre de dos pequeños Queensland, se estaba convirtiendo en una buena amiga. Al principio mi tendencia había sido que, de entre las dos mujeres, me cayera mejor Poppy. Era divertida, lista y tenía una mente original y alegre. Melinda sin embargo era mucho más prosaica y en ocasiones algo lenta de entendimiento, pero ella y yo habíamos ido acrecentando nuestra amistad a la vez que Poppy y su forma de vivir la vida habían empezado a darme qué pensar. Melinda había madurado, estaba más centrada, había conseguido vencer su timidez y expresar sus opiniones. Ya no se sentía tan intimidada por mi madre como antes. Poppy, quien no parecía amedrentarse por nada, había corrido riesgos, grandes riesgos. Riesgos incómodos.
De esta manera, si bien disfrutaba de la compañía de Poppy —que hubiera hecho reír al mismísimo diablo— me mantuve parcialmente alejada de ella, por miedo a alcanzar una intimidad que hubiera hecho de su pérdida algo incluso más doloroso. Francamente, pensaba que ella y John David acabarían divorciándose al cabo de un año más o menos.
Lo que finalmente ocurrió fue mucho peor.