Cuando me desperté a la mañana siguiente, no tenía fiebre y me sentía mucho mejor. Había dormido una hora y media más de lo que tenía previsto, pero aun así me resultaba imposible dejar la cama inmediatamente. Estaba convencida de que Phillip aún no se había levantado. Y efectivamente, cuando fui a la cocina en pantuflas de peluche y albornoz, no estaba en ningún lugar a la vista. Hice café y saqué un poco de tarta de café que había comprado el día anterior. No faltaba mucho para que llegara el momento de empezar a cocinar el pavo, así que encendí el horno para que se fuese precalentando antes de sentarme con mi desayuno. Era un día hermoso y soleado y se esperaba que la temperatura llegase a los diecisiete grados. No obstante, en ese momento, afuera solo se alcanzaban los cinco.
Me senté a mirar distraídamente por la ventana al patio de mi casa, haciendo caso omiso de la revista que descansaba sobre la mesa junto a mi taza. También contemplé una lista con las cosas que tenía que hacer, pero ni un solo elemento estaba tachado. Me costó darle mucha importancia. Terminé el café y el pedazo de tarta. Fiel a mi costumbre, fui a servirme una segunda taza, pero ese día no me apetecía. Quizá era la forma en la que mi cuerpo intentaba convencer a mi mente de que despertase y se pusiese a trabajar. La verdad es que tenía que ir al cuarto de baño de todos modos, así que pensé que ya de paso podría vestirme para el almuerzo.
En cuestión de minutos tuve puestos mis preciosos pantalones de ante y un jersey de color naranja; también escogí mis gafas de montura de tortuga que combinaban estupendamente bien, me maquillé y, ¡lista!, pero con un montón de trabajo en la cocina por hacer. Iba a tener un día al revés. En condiciones normales, no me hubiera puesto mi ropa buena hasta ver la cocina totalmente limpia antes de la llegada de mis huéspedes. Pero no pensaba preocuparme por mi falta de sentido práctico.
Me remangué el jersey, busqué el delantal que me proporcionaba mayor cobertura, y puse el desfile de Macy’s en la televisión para verlo mientras trabajaba. Eso era algo que me gustaba de mi nueva cocina-sala de estar; era otro cambio respecto a mi vida anterior, cuando no había tenido ningún deseo de que nadie me mirara mientras cocinaba y me gustaba que mi cocina fuese solo eso, una cocina. Ahora ya no me importaba. Mi informal cocina-sala de estar-comedor me parecía simplemente genial. Disfruté viendo el desfile mientras trabajaba, admirando cómo el sol entraba por los grandes ventanales a cada lado de la chimenea. Cocinar me alejó de la muerte de Poppy y del desorden y el caos que la rodeaban. Pasaron dos horas volando antes de que me diera cuenta. Miré el reloj con cierta sorpresa.
Era hora de hacer balance.
Las tartas estaban listas. La salsa de arándanos, lista. El relleno, listo, preparado con caldo de pollo en lata para evitarme prisas de última hora. Tras engrasar el pavo, lo había metido en la bolsa para hornear; y luego introduje la enorme bandeja en el horno caliente. Robin traería los guisantes que solo requerirían calentar con un poco de mantequilla, y los panecillos, que bastaba con tostar, así que nada más por hacer en ese frente. Él traería el vino y lo abriría. Saqué el sacacorchos y las copas. Solo la tarta de boniatos necesitaba un poco más de preparación.
Ya había añadido el azúcar y lo probé para asegurarme de que era suficiente. Acababa de terminar de agregar las especias y los huevos cuando Phillip, por fin, salió del baño de invitados, radiante y vestido. Se sirvió un gran vaso de zumo y se cortó un pedazo de tarta de café. Me ofreció una sonrisa soñolienta y se sentó en un taburete de la barra de desayuno para ver el desfile. Un minuto después abrió la guía de televisión y comenzó a buscar los partidos de fútbol.
Una vez Phillip hubo comido, le pedí que me ayudara con el mantel grande para cubrir la mesa buena del comedor. Puse la mesa lentamente, intentando que quedara bonita… pero sin que pareciera ridículamente correcta. No se trataba de una ocasión imponentemente formal. Si decidía convertirlo en eso, me tendría que ir a poner las medias y un vestido. Puaj.
Buena cubertería y la vajilla de porcelana (iba a estar fregando platos todo el día). Seguí con la mesa. Sal, pimienta. Saqué la salsera. Vasos para el té helado. Azúcar. Plato para las rodajas de limón para el té. Cucharas para servir. La fuente más pequeña para el pavo.
Al llegar la medianoche seguiría limpiando.
De repente, mi energía pareció esfumarse a través de mis dedos, era como si mi sueño reparador de la noche se hubiera evaporado en un instante. Saqué una silla y me senté de golpe con poca elegancia.
¿Era posible que la perspectiva de conocer a la madre de Robin fuese realmente algo tan aterrador? La madre y el padre de Martin habían muerto mucho antes de habernos comprometido, y yo ya conocía a su hermana Barby. Arthur había sido mi otro único —más o menos serio— pretendiente. Y yo conocía a Mindy y Coll Smith, los padres de Arthur, desde que era pequeña, al menos de vista. Así que, aunque tenía ya treinta y seis años, esa sería mi primera experiencia de «conocer a los padres».
Me levanté y empujé la silla para colocarla en su lugar, a pesar de que apenas me sentía mejor. Volví a entrar en la sala de estar, donde Phillip miraba algún espectáculo deportivo, y me senté cerca de él, en mi viejo sillón favorito. Fue una imprudencia; en unos treinta segundos, me quedé frita. Phillip me despertó a la una menos cuarto.
—¿Quieres ir a ponerte un poco de pintalabios o algo así? —preguntó con cierto nerviosismo—. Ya casi es la hora de que vengan. El temporizador de la pechuga de pavo saltó hace media hora, y la cosita esa roja sobresalía del pavo, así que lo saqué del horno. He metido los boniatos. ¿Está bien así?
—Más que bien —le aseguré—. Me has salvado la vida, hermano.
Se quedó justificadamente satisfecho de sí mismo. Aturdida por el sueño, tuve que forzarme a mí misma a entrar en la cocina. Puse hielo en los vasos, una barrita de margarina en un plato de mantequilla para untar los panecillos. ¡Oh, Dios, los panecillos! Me dije a mí misma con severidad que tenía que calmarme. Robin se encargaba de traerlos y su preparación llevaría solo unos minutos. Podría meter los panecillos en el horno una vez los boniatos estuvieran fuera. El relleno se estaba cocinando en el otro horno (siguiendo la tradición de mi madre, siempre lo preparaba por separado). Todo lo que tenía que hacer era acabar la salsa. Pero primero debía echar un vistazo al espejo de mi habitación.
Phillip había sido optimista cuando sugirió que solo necesitaba pintalabios. Mi aspecto mejoró una vez me cepillé el pelo, limpié mis gafas y refresqué un poco mi maquillaje. De vuelta en la cocina anduve de un lado a otro haciendo pequeñas cosas. Le pregunté a Phillip si le había prestado un poco de atención a su propio pelo y con una mirada gruñona se retiró al cuarto de baño para mirarse en el espejo.
—¡Y será mejor que todo esté perfectamente recogido ahí dentro! —exclamé junto a la puerta.
—¡Sí, mamá! —exclamó él.
Le saqué la lengua ya que no podía verme. Sí, ya, mamá.
Y entonces sonó el timbre.
Cuando fui a la puerta principal, recité una pequeña oración que básicamente decía: No me dejes hacer nada realmente estúpido.
La madre de Robin era muy alta. Esa fue mi primera impresión. Y sonreía; esa fue la segunda.
Corinne Crusoe era tan elegante como… bueno, como mi madre. Todo lo que podía pensar era «¡guau!». Su pelo denso y perfectamente blanco estaba recogido en un elegante moño. La señora Crusoe llevaba un maquillaje sutil, joyas de oro discretas y un magnífico traje pantalón de tela gruesa y suave color azul, que caía de forma que solo podría ser obra de un diseñador. Hacía juego con sus ojos a la perfección.
—Roe, esta es mi madre —dijo Robin, ya que hay ocasiones en las que uno tiene que decir lo obvio—. Mamá, esta es mi… —Robin y yo nos miramos el uno al otro, sin poder decir palabra, durante un largo segundo—. Es Aurora.
—Pasad, por favor —dije, luchando por mantener la serenidad ante tanta elegancia. Se podría pensar que uno acaba acostumbrándose a eso, pero no.
La señora Crusoe tuvo cuidado de no observar detenidamente a su alrededor de forma demasiado obvia, pero yo sabía que no había pasado por alto un detalle de mi casa ni de mí misma. Phillip, gracias a Dios, había salido del baño y su aspecto era muy encomiable.
—Mi hermano, Phillip —dije con orgullo, y él me miró—. Phillip, esta es la madre de Robin, la señora Crusoe.
—Por favor, llámame Corinne —contestó ella suavemente, asintiendo a los dos.
Phillip se enderezó un poco. Yo no tenía intención de decirle que era demasiado joven para llamar a una señora mayor por su nombre de pila, no delante de la señora mayor.
—Corinne, ¿puedo servirte una copa de vino? —preguntó Phillip con perfecta compostura. Yo me ruboricé de orgullo.
—Sería maravilloso.
—Tenemos… —y Phillip vaciló.
Miré las botellas que tenía Robin.
—Robin ha traído un zinfandel y un syrah —añadí—. O si lo prefieres, tenemos un poco de vodka y zumo de naranja.
—No, mejor el zinfandel, gracias.
Una vez decidido, nos sentamos en la otra sala de estar, más pequeña y más formal, después de que me hubiera encargado de poner los guisantes. Corinne era toda una maestra de la charla elegante e intrascendente, y nos dedicamos a conocernos la una a la otra a través de la acumulación de pequeños acontecimientos o, para ser más exactos, a través de pequeños indicadores de acontecimientos. Corinne, supe, era una viuda acomodada que no tenía intención de volver a casarse. Estaba muy involucrada con sus nietos, hijos de sus dos hijas, y era una persona activa en su iglesia (episcopal).
Corinne supo que yo también era viuda, que también era económicamente solvente, que seguía trabajando, que mis padres estaban vivos y que asistía a la iglesia de forma regular. También se enteró de que Phillip normalmente vivía en California y que estaba aquí de visita; no mencioné el método utilizado para llegar a Lawrenceton. Esperaba que Phillip tampoco dijera nada, pero si lo decía, pues qué se le iba a hacer.
Me excusé para hacer la salsa y calentar los panecillos, y Corinne preguntó rápidamente si podía contribuir de alguna manera.
—Si no te importa, voy a robarte a Robin un momento para que me ayude con el pavo —le dije—. Estaremos en la cocina. ¿Te gustaría venir a darnos algún consejo?
—Estaré encantada de acompañaros —contestó Corinne elegantemente, ya de pie y con su copa de zinfandel apenas tocada—. Pero observaré en silencio.
Me reí y les mostré el camino. Habíamos sido formales el tiempo suficiente, pensé. Fiel a su palabra, Corinne no ofreció casi ninguna observación sobre cómo preparaba ella la comida de Acción de Gracias, algo que me pareció absolutamente sorprendente y maravilloso.
Después del habitual frenesí de llevar todo a la mesa, sentar a todo el mundo y relajarnos, la comida fue muy bien. Robin trinchó el pavo con entusiasmo y total falta de experiencia, Corinne parecía disfrutar de su comida y Phillip repitió de todos los platos. Robin me seguía lanzando miraditas que yo no sabía interpretar.
—¿Qué vas a hacer mañana? —me preguntó más tarde, cuando estábamos todos sentados, llenos y con sueño, con nuestros tenedores descansando para siempre junto al plato.
—¡Oh! —Mi sensación de satisfacción casi desapareció—. Tengo que arreglar la casa de Poppy. —Robin pareció sorprendido. Odiaba tener que dar explicaciones sobre los Wynn enfrente de Corinne.
—¿Quién te va a ayudar?
—No lo sé. Si Melinda puede conseguir una canguro, estoy segura de que querrá ayudarme. —Incluso con más intensidad que yo, Melinda querría evitar que todo el pueblo se enterase de lo ocurrido, aunque yo estaba segura de que tarde o temprano las noticias acabarían extendiéndose.
—Podría ayudarte —se ofreció.
—Muy amable de tu parte. —Estaba realmente emocionada. Robin no era una persona desordenada, pero recoger y limpiar no eran precisamente sus actividades favoritas y, además, tenía una invitada—, pero creo que podremos manejarnos. Si necesitamos hacer algo demasiado extenuante, te llamaré.
—¿Hay algo que pueda hacer yo? —preguntó Corinne, por cortesía.
—Oh, no, gracias —le dije rápidamente—. Estoy segura de que Robin te ha contado que han asesinado a mi cuñada hace unos días. Y como si eso no fuera ya suficientemente horrible, alguien ha entrado en su casa y la ha registrado de arriba abajo. Creo que no está bien que mi hermanastro tenga que enfrentarse a un caos así, además de todo lo sucedido.
Todos añadimos algún comentario cliché sobre lo terrible que era el mundo hoy en día, y que no había nadie a salvo, ni siquiera en una localidad pequeña como Lawrenceton, donde la gente solía dejar las puertas de sus casas abiertas todo el año. Desde luego, yo no recordaba que hubiera sido nunca así, pero mi madre me había asegurado que eso era lo que se hacía.
Mis invitados al completo me ayudaron a llevar la comida y los platos sucios a la cocina y, para mi apuro y gratitud, Corinne y Robin insistieron en fregar. La vajilla buena no podía meterse en el lavavajillas así que supuso una tarea más pesada de lo normal. Phillip y Corinne se dedicaron a secar las cosas mientras Robin las fregaba. Yo recogí las sobras. Mis pantalones me quedaban un poco apretados alrededor de la cintura, y aunque eso no era algo inusual después de una comida copiosa, recordé que ya me apretaban un poco nada más ponérmelos esa mañana. Incluso mi sujetador parecía más pequeño. Mañana sería un poco temprano para empezar a preocuparme por haber engordado, pero desde mañana empezaría a cortarme con la comida.
Decidimos quedarnos en la sala de estar menos formal, que era más acogedora y más cómoda y estaba justo al lado de la cocina. Como no podía ser de otra forma, había un partido de fútbol americano en marcha, y Phillip y Robin hablaron de deportes mientras Corinne y yo charlábamos de las costumbres del día de Acción de Gracias, las compras de Navidad, cuánto tiempo había vivido yo en mi casa actual y cómo eran los nietos de Corinne. Tal vez a ella no le importaría tanto que yo no fuera capaz de concebir, pues ya tenía varios nietos. En el mismo instante en el que ese pensamiento cruzó mi mente, me arrepentí.
Estaba a punto de arruinarme el día así que obligué a mi mente a cerrarle la puerta ese tema y desvié mi cabeza a asuntos más agradables.
—Mi madre y su marido vendrán a tomar una copa de vino en breve —le dije—. Espero que puedas quedarte para conocerlos.
—Oh, eso sería maravilloso —dijo Corinne al instante. Parecía positivamente encantada ante esa perspectiva.
Con Corinne, Phillip y Robin instalados frente al televisor, me excusé un segundo. Cuando salí del cuarto de baño de mi habitación, Robin estaba allí de pie esperando. Sin decir una palabra, me besó. Al principio, fue una especie de beso dulce, un beso del tipo «acabas de conocer a mi madre y le has gustado», pero de repente se convirtió en un morreo hormonal, que tenía más que ver con arrancarse la ropa interior que con conocer a una madre. En aproximadamente un minuto exacto, estábamos listos para lanzarnos a la cama.
—¡Guau! —jadeé, apartando mis labios de los suyos.
Su boca siguió a la mía, y por un segundo reanudamos esa actividad tan placentera. Finalmente prevaleció la cordura. Mi hermano y la madre de Robin estaban en un cuarto próximo y el volumen de la televisión no era tan fuerte.
—¿Puedo venir esta noche? —susurró.
—¡¿Y tu madre?!
—No me echará de menos durante un par de horas.
—Pero ella lo sabrá y eso me hace sentir rara. Sé que de todos modos lo sabe, pero aun así…
—Voy a pensar en una muy buena excusa. Recuerda, soy escritor profesional.
—Está bien —le dije, cediendo y evitando pensar más sobre el tema.
—Por cierto —dijo el escritor profesional—, tu hermano es un adolescente normal que ha triunfado recientemente y lo ha hecho de forma segura.
—Eso es todo cuanto quiero saber —le dije, haciendo un gesto de «stop» elevando mi mano, con la palma frente a él—. No quiero detalles escabrosos. Los hermanos y hermanas no necesitan saber demasiado.
Robin decidió que debíamos besarnos de nuevo. Separarnos esa vez fue incluso más difícil. Todavía me sentía un poco aturdida por la lujuria cuando regresamos a la sala de estar, donde encontramos a Corinne durmiendo de una forma muy propia de una dama, y a Phillip hablando por teléfono de nuevo.
—¿Me puedo ir? —susurró—. Josh y Joss han terminado de comer y su madre dice que está bien que vaya. Viven a unas dos manzanas así que puedo ir andando. Josh tiene la Play Station 2 y algunos juegos que todavía no he probado.
Eché un vistazo a mi reloj. Me pregunté si mi madre se sentiría aliviada o decepcionada por no verlo. A continuación decidí que aliviada se ajustaba más a la realidad, y le di a Phillip permiso, junto con una orden para estar en casa en dos horas (eso o llamaría a los Finstermeyer).
Phillip dijo adiós a Robin con un gesto de la mano, cogió su chaqueta y antes de contar hasta quince ya se había marchado. Robin y yo nos instalamos en el pequeño sofá e incliné mi cabeza sobre su hombro. Nuestras manos se entrelazaron. Se estaba muy bien y hacía calorcito, y yo estaba llena. Me uní a Corinne en el país de los sueños durante unos minutos hasta que escuché el golpe distintivo de mi madre en la puerta. No podía creer que me hubiera olvidado de toda preocupación sobre lo que implica la situación «Aida conoce a Corinne» y no podía creer que me hubiera quedado dormida dos veces en un mismo día.
Corinne estaba sentada con la espalda recta y la mirada fija en la televisión. Ya estaba alerta. Bien. Lo iba a necesitar.
Mi madre llevaba una discreta falda de cuadros, una blusa de color rojo y unos zapatos de salón preciosos también rojos. John llevaba una camisa de vestir y una chaqueta de tweed; iba sin corbata. Su aspecto era muy campechano y de andar por casa, algo que no definía a John en absoluto pero que aun así daba una buena primera impresión.
Las presentaciones fueron bien, aunque mi madre elevó las cejas en mi dirección por tener a mis invitados en la pequeña sala de estar en vez de en la sala de estar formal. Te aguantas, mamá. Nos habíamos cambiado de forma espontánea.
—Bryan te ha llamado hoy a nuestra casa —me dijo mi madre directamente durante una pausa en la charla—. Parecía asumir que estarías en nuestra casa. Le dije que llevabas ya tiempo cocinando tu propia comida de Acción de Gracias.
De acuerdo. Mamá quería que Robin supiera que había otros hombres que me encontraban atractiva, quería que yo supiera que no le importaba que no celebrara el día de Acción de Gracias con ellos y quería que Corinne supiera que ella respetaba mi independencia.
Misión cumplida, mamá.
—Lo llamaré mañana. Hoy es festivo —le dije inmediatamente, dejando claro que mi relación con Bryan Pascoe era estrictamente Profesional, con P mayúscula. No obstante, un segundo después, me pregunté si él habría descubierto algo nuevo sobre los Wynn.
La visita, en general, fue bien. John no estuvo demasiado hablador y pareció abstraído la mayor parte del tiempo. Yo estaba segura de que Corinne lo entendería. John tenía unos modales maravillosos y siempre era capaz de pensar en algo agradable que decir y sabía que la impresión mejoraría a medida que se fueran conociendo él y Corinne. Robin tenía una excelente relación con mi madre. Por mi mente se cruzó que se llevaba con ella mejor de lo que Martin, mi difunto esposo, pudo conseguir nunca. Martin y mamá siempre habían sido muy conscientes de que sus edades estaban muy próximas; de hecho, si Martin se hubiera casado con mi madre en vez de conmigo, a nadie le hubiera parecido raro.
Intentaba no comparar a otros hombres con Martin, pero a veces se me venían ideas a la cabeza, lo quisiera yo o no.
Abrí la boca para interrogar a mi madre acerca de los padres de Poppy (por si se acordaba de algún escándalo concreto sobre Marvin Wynn) pero me di cuenta a tiempo de que por nada del mundo ella comentaría algo así delante de Corinne Crusoe.
—¿Dónde está el niño? —preguntó mi madre mientras Corinne y Robin le contaban a John una larga historia sobre golf del difunto padre de Robin.
—Se ha ido a casa de Josh —le expliqué—. Ya sabes, los Finstermeyer. Josh y su hermana gemela, Joss, se llevaron a Phillip a dar una vuelta el otro día; fueron al cine y demás.
—Bueno, eso está bien —dijo de forma poco convincente—. ¿Qué tal con él? ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Papá y Betty Jo quieren que regrese después de Acción de Gracias —contesté, y de pronto caí en que no había hablado con ellos en dos días ¿o había pasado más tiempo? Seguro que ya debían haber hecho planes para el viaje de regreso de Phillip. Pero ¿cómo demonios iban a conseguir hacer una reserva de avión a estas alturas? ¿No estaban los aeropuertos a rebosar el fin de semana después de Acción de Gracias?— Tal vez se pueda quedar más tiempo —añadí apresuradamente para que mi madre no pensara en absoluto que yo estaba cansada de Phillip. Yo no pretendía que se fuera. Quería a mi hermano, aunque me daba cuenta de que no lo conocía tan bien. Mi problema era el alcance de mi responsabilidad. Si Phillip iba a quedarse por más tiempo, tendría que ser un poco más estricta, no podía ser una hermana mayor indulgente si iba a estar conmigo durante semanas.
Justo después de que mi madre y John cogieran sus abrigos y se marcharan (tras tomar cada uno dos tazas de café, en vez de vino, y un pedazo de pastel de calabaza), Phillip llamó y me preguntó si podía pasar la noche en casa de Josh.
Lo que yo en realidad quería contestar era: Sí, ¡si es que puedes mantener tus manos alejadas de Joss! ¡No se te ocurra siquiera pensar en ponerle un dedo encima en su propia casa! Pero lo que finalmente le dije fue:
—Phillip, ¿por qué no me dejas hablar con la madre de Josh? Que te quedes ahí probablemente estará bien.
Beth Finstermeyer me tranquilizó informándome de forma casual de que su hija estaba fuera de casa pasando la noche con su mejor amiga y por tanto los chicos podrían tener el control de la casa. Ella se rio después de decir eso, por lo que supe que los chavales tendrían el control de la casa el día que me nombraran presidenta del gobierno.
Después de colgar, vi que Corinne estaba lista para volver a casa de Robin a relajarse. Los insté a llevarse un poco de pastel, les dije que mi hermano pasaría la noche fuera pero que sin duda había disfrutado de la compañía de Corinne. Ambos cogieron sus chaquetas de la habitación de invitados.
Los ojos de Robin se iluminaron al oír que Phillip estaría fuera y para despedirse me dio un casto beso en la mejilla mientras me susurraba:
—Te veo luego.
Cuando la puerta se cerró tras ellos y yo, por fin, me quedé a solas, el alivio fue gigantesco. Eran las cinco de la tarde y nadie quería nada de mí. Fuera, el anochecer se iba acercando y me paseé por mi casa, corriendo las cortinas y recogiendo alguna servilleta arrugada y alguna copa olvidada. Saqué el cepillo para la moqueta y lo pasé por encima de la zona alfombrada. A continuación barrí el suelo de baldosas que cubría el pasillo, la cocina y la sala de estar.
Y se acabó. Eso era todo lo que iba a hacer ese día.
El día de Acción de Gracias había terminado.
Me comí un sándwich de pavo mientras veía la reposición de un espectáculo de hacía un millón de años; la primera vez que lo emitieron yo era demasiado joven. Leí un poco, pero tuve dificultades en conseguir que mi mente se involucrara de verdad en la trama del libro; era una compleja novela de misterio psicológico. Una hora después, estaba bostezando.
Un discreto golpe en la puerta principal llegó justo a tiempo. Vino seguido por el sonido de una llave al girar. Le había dado a Robin una llave por si quería trabajar en mi oficina mientras yo no estaba. Muchos de sus libros de referencia estaban colocados en las estanterías de la oficina ya que su apartamento no tenía espacio para todos sus libros.
—¿Tienes sueño? —preguntó Robin, arrodillado junto a mi silla.
—Seguramente se me puede despertar.
—¿De verdad tu hermano va a pasar la noche en casa de los Fin-loquesea?
—Ajá.
—¡Viva! ¡Genial!
Fue uno de esos encuentros donde cada persona parece querer algo diferente. Yo estaba buscando una sesión dulce y lenta, poco exigente pero satisfactoria. Robin se sentía más ardiente y acrobático. Nos llevó un tiempo sintonizarnos pero cuando lo conseguimos, el clímax fue el más intenso que yo jamás había experimentado. Me acosté en la oscuridad de mi cuarto con los largos brazos de Robin envolviéndome y me sentí satisfecha, segura y amada. Sentí cómo Robin se relajaba en su sueño y, a pesar de mi somnolencia de hacía un rato, mis ojos se quedaron abiertos en la oscuridad.
Pensé en Robin y en lo que sentía por él. Pensé en cómo el interés que Bryan Pascoe mostraba por mí no me despertaba ningún sentimiento en absoluto, quizá incluso una leve molestia. Pensé en lo increíble que era que yo estuviera viva y bien, disfrutando de estar tumbada aquí, en los brazos de un hombre alto y delgado llamado Robin Crusoe, cuyo salvaje pelo pelirrojo se enredaba con el mío sobre la almohada. Yo tenía eso, ese maravilloso momento, mientras Poppy, una mujer vibrante de vida, había sido despojada de la suya.
¿Qué le había sucedido a Poppy con el paso de los años? ¿Qué la había convertido en alguien con dos caras? La madre dedicada y amorosa, la arreglada ama de casa y la buena esposa, también había sido una mujer pícara y promiscua. La inteligente licenciada se había casado deliberadamente con un hombre que sabía que no le iba a ser fiel, probablemente con la certera previsión de que ella tampoco iba a serlo. ¿O se habían casado John David y Poppy con el convencimiento de que iban a ceñirse el uno al otro? Debían haber sabido, incluso entonces, que, dada su naturaleza, la fidelidad era un ideal más que una realidad.
Quizá el optimismo ciego puede llevarle a uno más lejos de lo que realmente quiere ir.
Me giré para mirar el rostro dormido de Robin. Me acosté de lado, apoyada en uno de mis codos. La luz de noche del baño proporcionaba un débil resplandor, el suficiente como para ver su cabeza despeinada y su nariz ganchuda. Cuando intenté imaginarme su cabeza acostada en la almohada de alguien más, me dolió muy dentro de mí. Y entonces sentí una oleada de ira, la reacción violenta a ese dolor. Solo por la infidelidad imaginada.
¿Pudo ser ese tipo de ira la que había guiado la mano que apuñaló a Poppy una y otra vez? Que alguien hubiera registrado el armario de Poppy y los extraños comportamientos de sus padres añadían otra capa de complejidad al porqué de su muerte.
—Robin, despierta —le dije. Doblé su mano dentro de la mía.
—¿Qué? ¿Estás bien?
—Prométeme algo.
—¿Qué?
—Prométeme que nunca me engañarás mientras estemos juntos. Si lo dejamos, pues vale, lo que sea. Pero mientras seamos… una pareja… nadie más.
Sonaba más como una chica de diecisiete años que como una mujer de treinta y seis, pero estaba hablando muy en serio.
—¿Has pensado que yo podría hacer algo así? —preguntó con cierta dificultad—. Quiero decir, ¿me has visto mirar a alguien? Sabes que Janie no es alguien con quien pudiera salir. No es más que una niña boba. —Estaba claro que no quería volver al tema de Janie Spellman otra vez.
—Lo sé —dije apresuradamente—. Eso fue solo una… locura momentánea. No estoy diciendo que te haya visto fijarte en alguien en concreto, no. Pero solo quiero oírte decir eso.
—No tengo ninguna intención de irme a la cama con nadie más, solo contigo —dijo Robin con claridad—. Creo que es completamente obvio que te quiero.
Vaya. Tenía que despertar a Robin con más frecuencia.
Me incliné y le acaricié el cuello.
—Yo también te quiero —le dije; las palabras salieron con más facilidad de lo que había pensado.
—Albergaba esa esperanza —murmuró—. Y ahora, ¿puedo volver a dormir? ¿Hablamos mañana?
—Claro —le dije, girándome de nuevo para acurrucar mi espalda contra su pecho—. Por supuesto.