4

A la mañana siguiente, me desperté cuando sonó el despertador. Eran las seis y media y las puertas acristaladas que daban al patio me anunciaron un día hermoso. Durante unos treinta segundos me sentí fenomenal, después, recordé los acontecimientos del día anterior, un lunes.

El resto de la semana no iba a ser nada bueno.

«Tómatelo como un reto», me dije con energía. Una vocecilla rebelde en mi interior me contestó diciendo que estaba harta de retos.

Sin embargo, yo era oficialmente una Mujer Engreída y no iba a permitir que un mal lunes arruinara el resto de mi semana.

Este nuevo punto de vista me acompañó durante mi ducha de la mañana y mi sencilla rutina de peinado, maquillaje y ropa. Después de hacer la cama, salí a ver qué podían necesitar mis invitados antes de ponerme en camino hacia el trabajo. Estaba contratada solo a tiempo parcial, pero ese día tenía que trabajar seis horas, y al día siguiente también.

Un vistazo a la habitación de Phillip me mostró que todavía estaba dormido. Los Wynn ya se habían marchado, dejando la puerta del dormitorio entreabierta. En el sitio donde les dejé su llave habían dejado una nota en la que decían que desayunarían fuera, y después irían a casa de mi madre y, probablemente, de ahí a la comisaría de policía.

John David tenía el deber de estar con ellos y esperaba que él también se hubiera dado cuenta de eso. Me preguntaba si la policía les permitiría entrar en casa de su hija en algún momento no muy lejano. Y también si habrían gestionado que alguien limpiara el desastre de la cocina de Poppy. Sabía que había empresas profesionales encargadas de la limpieza de escenarios de crímenes en Los Ángeles y otras grandes ciudades, pero con toda seguridad no había ninguna ubicada en Lawrenceton, y dudaba que hubiese una empresa de este tipo en Atlanta. Y en el caso de que la hubiera, ¿vendrían a Lawrenceton? ¿Costaría un dineral un servicio así?

Me serví una taza de café recién hecho y unté una tostada con mantequilla. Estaba tan profundamente sumida en mis pensamientos que casi no me daba cuenta de lo que hacía. Me había quedado colgada con la idea de conseguir que la casa quedara limpia.

Decidí pagar lo que costara como contribución para aliviar la carga que soportaba la familia de mi madre. ¿Cómo podría informarme? La vieja guía de Páginas Amarillas de Atlanta que yo tenía había pertenecido a un amigo que iba a tirarla a la basura y decidí apropiármela. No estaba segura de bajo qué apartado aparecería. Pensé en llamar a SPACOLEC y preguntar a Arthur si había oído hablar de ese tipo de servicio. Iniciar cualquier contacto con Arthur era algo que no me entusiasmaba mucho dada su tendencia a recaer en pensamientos amorosos hacia mí, pero probablemente era la manera más rápida de obtener esa información. Busqué el número de la centralita y lo marqué en el teclado del teléfono. Era muy temprano pero con un caso de asesinato en marcha, Arthur estaría en su escritorio. Estaba convencida de ello.

Mientras hablaba con la centralita, vi un pequeño papel arrugado en mi brillante suelo de madera, bajo uno de los taburetes de la barra de desayuno. Me agaché para recogerlo, frunciendo el ceño. No me gusta que la gente tire basura al suelo, ya sea dentro o fuera de casa. De hecho, me he convertido en una especie de maniática de la pulcritud, algo que a mi madre le parece graciosísimo. Mientras conectaba con la extensión de Arthur, desdoblé la pequeña bola de papel.

Era el recibo de una gasolinera, la Grabbit Kwik, situada en la carretera entre Lawrenceton y la interestatal. Me encogí de hombros y a continuación rodeé el mostrador para poder tirar el tique a la basura. Mi cabeza estaba sobre todo centrada en la llamada telefónica.

Pero entonces me fijé en la hora impresa en el recibo. Quien fuera que lo había tirado al suelo, había repostado combustible la mañana anterior a las diez y veintidós, justo cuando yo hablaba por teléfono con Poppy.

Mis dedos se cerraron en torno al pequeño papel. La textura era resbaladiza y los pliegues eran grises.

—¿Hola? —Era la voz de Arthur.

—Arthur, soy Roe.

Después de un momento de silencio, Arthur dijo:

—¿Llamas para confesar?

Me eché a reír. Esperaba que esa fuera la respuesta correcta. Por otro lado, reírme de la muerte de mi cuñada era realmente excesivo.

—No, no va a ser tan fácil —contesté, tratando de sonar muy seria—. Quería preguntarte si conocías alguna empresa de Atlanta que se dedique a la limpieza de escenarios donde ha tenido lugar un crimen. Y que si finalmente encuentro a alguien dispuesto a hacer el trabajo, ¿cuándo crees que podrán entrar en la casa?

—Sí, hay una empresa dedicada a eso en Atlanta —respondió Arthur—. El tipo que la ha puesto en marcha vino a la comisaría la semana pasada y dejó unas tarjetas. Se llama Scene Clean y el dueño es un tipo llamado Zachary Lee. Por lo que yo sé, él es, además, el único empleado. Anteriormente trabajaba como técnico de laboratorio en el Departamento de Policía de Atlanta.

—Gracias. ¿Me puedes dar su número?

Arthur desenterró la tarjeta y me leyó la información.

—Probablemente a última hora de la tarde vaya bien, en lo que a entrar en la casa se refiere —añadió Arthur—. Si lo que he leído acerca de ese tipo de equipos de limpieza es aplicable a Zach Lee, creo que contratarlo es una buena idea. Probablemente el seguro de John David pague la factura o tal vez incluso lo cubra la indemnización a las víctimas de delitos.

—No se me había ocurrido. —Me había hecho a la idea de asumir el coste pero si el seguro lo cubría, mejor que mejor.

—Espero que puedan hacer… bueno, las manchas… hacerlas desaparecer de la alfombra que hay junto a la puerta trasera —dijo Arthur.

Me pareció que el comentario era un tanto extraño. Me llevó un instante responder:

—¿La alfombra que tanto le gustaba a Poppy y que encontró en un mercadillo de segunda mano? Eh… bueno, sí, supongo que estaría bien. Pero lo único que me importa es conseguir que John David y Chase vuelvan a la casa para coger algo de ropa y las cosas que necesiten.

—Por supuesto. —Arthur parecía estar saliendo de su pequeño ensimismamiento—. Bueno, pues ya me contarás qué pasa con Zachary Lee.

—Gracias —le dije de nuevo—. En cuanto lo hable con John David, le llamaré. —Hice amago de mencionar el recibo de Grabbit Kwik pero me di cuenta de que por sí solo, no significaba nada. De acuerdo… alguien había parado a echar gasolina en una estación de servicio entre Atlanta y Lawrenceton, pero mucha gente hacía eso todos los días. Antes de que este pedazo de papel adquiriera un significado especial, debía sentarme y pensar exactamente en quiénes habían estado en mi casa.

—Roe, tú y John David no estáis muy unidos, ¿verdad?

Lo pensé durante unos segundos.

—No, no especialmente.

—Si supieras algo de él en relación a la muerte de Poppy, me lo dirías, ¿verdad?

—Claro —contesté rápidamente, antes de que pudiera pensarlo dos veces. Si llegaba a guardarme información, no sería por el bien de John David, sino por el de su padre, John. Sin embargo, tal y como habían sucedido las cosas, mi conciencia estaba limpia. Eso es lo que le dije a Arthur.

Hizo una especie de ruidito con su garganta, un sonido que denotaba que no estaba muy convencido.

—Ya le diré a John David cuándo puede volver a su casa —continuó. Le di las gracias de nuevo por la información de la empresa Scene Clean, y antes de colgar el teléfono mi mente ya había pasado al papel que había sobre la encimera frente a mí. No obstante, me prometí a mí misma volver a esta conversación telefónica, cuando no tuviese otra cosa por la que preocuparme.

¿Quién había estado en mi casa ayer?

Marvin y Sandy Wynn, mi hermano Phillip y Cartland Sewell (el abogado antes conocido como Bubba). Ah, y Avery. Él también había pasado un instante. ¿Podía haber llevado yo misma el tique a la casa de alguna manera? Dado que no me gusta ver basura donde no tiene que estar, me paso todo el tiempo recogiendo cosas. Mi bolso está siempre lleno de recibos de supermercado de otras personas, gomas de pelo, clips, etc. Toda clase de detritus que la gente va dejando por ahí. Era vagamente posible que yo hubiera recogido el tique y me lo hubiera metido en el bolsillo o en el bolso para tirarlo posteriormente.

Aun así, me inclinaba a descartar esa teoría. Por un lado, no lo habría hecho una bola, lo habría doblado; eso es lo que suelo hacer. Por otro lado, ayer fue un día tenso, entre la novedad de ser una Mujer Engreída, la tardanza de Poppy y, posteriormente, el terrible impacto de encontrar su cuerpo, no creo que mi mente registrara ningún tipo de basura durante todo el día.

Así que, muy probablemente, el recibo se le había caído a una de las personas que había pasado por mi casa. Y en teoría, ninguno de ellos había estado en las proximidades de Grabbit Kwik a esas horas de la mañana. Marvin y Sandy Wynn estaban supuestamente en su urbanización para jubilados, a casi tres horas de distancia. Melinda estaba conmigo. Cartland en Mecklinburg dando un mitin. Avery estaba en… ¿dónde había estado Avery? En el trabajo, exactamente donde se suponía que debía estar, casi con total seguridad. Al menos Melinda no había mencionado que Avery tuviera pensado hacer algo fuera de lo habitual.

Pero sin contárselo a nadie, yo sentí la obligación de revisar los movimientos de todas estas personas, simplemente para mi propia tranquilidad. No se me ocurría ninguna razón por la que alguien habría querido ver muerta a Poppy, al menos no una razón a la que yo pudiera encontrar el sentido. Sinceramente no pensaba que John David tuviera intención de casarse con Romney Burns ahora que era viudo, independientemente de lo que Romney pudiera estar imaginando. Resultaba algo más fácil creer que Cartland se habría divorciado de Liz para casarse con Poppy (pensamiento que me recordó que a lo largo del día debía tener otra conversación desagradable). Pero no podía evitar mostrarme reacia a creer que ese hecho habría sido correspondido: ¿Habría dejado Poppy a John David para aferrarse a Cartland? Era difícil de imaginar.

Y los padres de Poppy… después de haber pasado por un sufrimiento infernal a la hora de criarla, era muy poco probable que la hubieran liquidado.

Mi hermano Phillip había estado en un autobús. O eso decía. No había testigos, al menos ninguno que yo pudiera localizar rápidamente, de eso estaba segura. Pero ¿por qué habría estado él interesado en matar a Poppy, una mujer a la que ni siquiera conocía? Además, él no había necesitado ningún tique de gasolina. No tenía ningún vehículo.

Avery parecía bastante feliz con Melinda. ¿Por qué le habría puesto la mano encima a su cuñada?

Sin embargo, Avery, aunque solo a un nivel superficial, era el que había tenido más posibilidades que nadie de estar en la carretera en ese momento. Tenía una secretaria, pero solo por la tarde. Compartía despacho y secretaria con otro contable, pero básicamente trabajaba solo.

Ese tique se le había caído a alguien, y ninguna de las personas a las que se les podía haber caído debería haberlo llevado en su bolso o bolsillo. No podía ni quería imaginar que uno de ellos hubiera sido capaz de clavarle un cuchillo a Poppy.

Mientras marcaba el número con prefijo de Atlanta, sentí que algo más me inquietaba, pero por mi vida que no caía en qué podía ser.

—Scene Clean —dijo una feliz voz masculina.

Me presenté y le expliqué la situación.

—Por supuesto, yo estaría encantado de ayudarles —contestó Zachary Lee con entusiasmo. Me pregunté si sería su primera clienta—. No obstante, necesitaría una autorización escrita del dueño de la casa, usted ya me entiende. ¿Quién se haría cargo de los honorarios?

—Yo me haré cargo —dije con firmeza. Ya le preguntaría a John David acerca de la cobertura del seguro en otro momento—. El señor Queensland puede darle permiso por escrito y, salvo que le llame para decirle otra hora, me reuniré con usted esta tarde a las cuatro. —Le di los números de mi móvil y del teléfono de casa al alegre señor Lee, y añadí el número de John David y la dirección en Swanson Lane.

Phillip entró algo tambaleante en el cuarto de baño justo cuando yo colgaba el teléfono. Sentí alivio al verlo ya que tenía que irme a trabajar y era necesario hablar sobre qué iba a hacer él durante mi ausencia. Empecé a hacer una lista mientras esperaba a que saliera; parecía estar tomando una vez más una ducha maratoniana.

Garabateé una lista de cosas en un sobre usado. Ya las enumeraría más tarde. «FUNERAL: ¿Cuándo?» —escribí, y a continuación: «A. DE GRACIAS», los puntos de ese tema eran: «Pavo, apio, boniatos, salsa d. aránd.». Mi madre me había invitado a cenar la noche de Acción de Gracias con ella y John. Melinda y Avery habían planeado ir a la casa de los padres de Melinda en Groton, y Poppy y John David habían estado dudando entre aceptar la invitación de unos amigos de la universidad o unirse a los planes de mi madre. Ahora, por supuesto, todos esos proyectos se habían venido abajo. El asesinato de Poppy (y, en mucha menor medida, la inesperada presencia de Phillip) alterarían, como era natural, los próximos días más allá de lo imaginable. Nadie en la familia querría pensar en la festividad, pero todos tendríamos que hacerlo.

Yo tenía que trabajar ese día y al siguiente, pero la biblioteca se cerraba durante el jueves y el viernes. Prácticamente todo Lawrenceton cierra en Acción de Gracias, aunque no tanto como antes, cuando yo era niña.

Phillip salió del baño lleno de vapor llevando, una vez más, el albornoz puesto. Me alegré al ver que parecía bastante despierto. Cuando le ofrecí tostadas o cereales me contestó que normalmente no desayunaba nada más levantarse. Me tuve que morder la lengua para no recordarle que llevaba levantado los treinta minutos que había durado su ducha. Se sirvió un vaso de zumo de naranja y se sentó junto a mí en uno de los taburetes de la barra.

—Veo que ya estás lista para ir a trabajar —observó—. Así que, ¿cuáles son mis planes para hoy?

—Si has dejado el cuarto de baño hecho un desastre, tendrás que entrar a recogerlo. Recuerda, los Wynn están quedándose aquí —le dije. Phillip estaba evidentemente alarmado y disgustado con la idea de seguir viviendo tan cerca de gente mayor, desconocida y que estaban en medio de una crisis. Tendría que aguantarse.

—Además —continué—, aquí tienes una libreta y un bolígrafo. Recibiremos un buen número de llamadas telefónicas hoy. Toma nota de cada una de ellas: la hora, la persona que llama y el mensaje. Aquí está mi número de teléfono del trabajo. Cada dos horas, me llamas y me dices lo que haya en la lista. Algunas de las llamadas las tendré que contestar muy rápidamente. También te comento que hay una remota posibilidad de que, si se enteran de que los Wynn se están quedando aquí en casa, la gente empiece a traer comida. En ese caso, tú acepta el plato, escribe las instrucciones acerca de cómo cocinarlo o conservarlo y quién lo trajo.

Phillip asintió. Parecía un poco aturdido.

—Aquí está el mando de la televisión. Aquí el del reproductor de DVD. —Me acerqué al armario de la televisión y abrí una puerta—. Aquí están mis DVD. —Me fui a la cocina, abrí un cajón, cogí una llave de una bandeja de plástico—. Aquí tienes otra llave de la casa. Por favor, si sales, escribe una nota diciendo dónde te has ido y cuándo estarás de vuelta. ¿Tienes reloj?

Phillip negó con la cabeza.

—De acuerdo. —Le di un reloj que había pertenecido a Martin. Lo había visto esa mañana mientras me ponía el maquillaje. No era un reloj caro. Era el que usaba cuando nos casamos. En nuestra primera Navidad juntos yo le había regalado uno más elegante. Martin había dejado ese reloj en un cajón y yo, durante la mudanza, lo había metido de forma automática en una caja. No era más que un reloj fabricado en serie; probablemente habría millones idénticos. Era absurdo sentir una punzada de dolor por un trozo de metal procedente de una cadena de montaje que necesita una pila para funcionar.

Phillip me miró ofendido mientras se ajustaba el reloj en su muñeca.

—No lo voy a romper —dijo a la defensiva. Mi cara debía de haber estado mostrando más de lo que yo creía.

—No creo que lo hagas —le dije y, para su sorpresa, le di un abrazo—. Y el mundo no se acabará si se rompe. —Albergaba la esperanza de no estar siendo demasiado exigente con él. No solo sería de gran ayuda tener a alguien llevando a cabo todas esas pequeñas tareas, además, yo sabría dónde estaba Phillip en todo momento. Le había dado una llave porque quería demostrarle que confiaba en él, aunque no estaba del todo convencida de que fuese realmente así. Si Phillip decidía irse mientras yo estaba trabajando, no podría impedirlo, y sería absurdo buscar una niñera para él. No, para mi hermano y para mí, este era el momento del todo o nada.

Yo solo esperaba que ambos sobreviviéramos.

Cuando salí de la sala de empleados, con mi pintalabios fresco y mi mente preocupada, Janie Spellman estaba trabajando en el mostrador de recepción. Janie me ofreció una radiante sonrisa mientras ponía varios libros en el carrito. Yo miraba a nuestra nueva ayudante con admiración y envidia. Mientras estudiaba en la universidad Janie había aprendido informática, de tal forma que podía asesorar a los usuarios más jóvenes con mucho más conocimiento de causa que yo. No obstante, Janie debería de haber trabajado en otro lugar un par de años antes de regresar a Lawrenceton. Siempre estaba en shock. Las personas que habían sido sus venerados profesores durante sus años de instituto y universidad la hacían sobresaltarse continuamente al sacar libros o revistas que no cuadraban con su idea de lo que debían leer. La gente que había ido con ella al instituto no siempre se mostraba especialmente feliz al verla. Además, los niños decían y hacían cosas que podían horrorizar al bibliotecario más experimentado, pero no tanto a una mujer joven cuya infancia no quedaba tan lejos.

Janie también parecía agobiada por estar todavía soltera. Y aunque no había ningún motivo aparente para estar desesperada, ella lo estaba y eso le hacía lanzar sus redes sin ninguna prudencia. Para empezar, Janie le había echado el ojo a Perry Allison. Perry era por lo menos quince años mayor que ella y yo sabía que era gay, detalle que Janie aún no había descubierto (para ser honestos, era una noticia bastante reciente incluso para el propio Perry).

Pero Perry no era el único varón al que Janie le había echado el ojo. Robin Crusoe era otro de ellos. Algo que a mí me molestaba un poco. De hecho me empecé a sentir molesta en ese mismo instante. Robin, quien se suponía estaría acabando su gira de promoción, estaba de pie, con los codos sobre el mostrador detrás del cual se levantó Janie. La sonrisa de Robin era demasiado amplia. Y ella le devolvió una sonrisa afectada.

Sentí una oleada de irritación, seguida de una avalancha de inseguridad. Giré sobre mis talones y volví a entrar en la sala de empleados. Mis manos se apretaron en puños y empecé a hacer respiraciones profundas. Estaba siendo infantil e irracional. Los celos estaban por debajo de mi dignidad y le hacían a una resultar poco atractiva. ¿Qué me estaba pasando? Me sentía inmersa en un tsunami emocional. No era en absoluto habitual en mí, pero sin embargo era evidente que estaba muy enfadada. La sonrisa compartida de Janie y Robin me había provocado una sensación totalmente infundada de traición. Estaba tan furiosa que deseé, y no por primera vez, ser lesbiana. Pero una pareja de mujeres probablemente también tenía su dosis de discusiones de pareja. Después de todo, no eran los hombres los que me hacían sentir desdichada, era la vulnerabilidad. Ya había sentido suficiente dolor y no necesitaba más por un tiempo.

Era consciente de que mi vida era mejor que la de quizá un noventa por ciento de las mujeres del mundo y no es que estuviese intentando ser Vera la Lastimera. Pero junto con las pequeñas heridas de la vida que casi todo el mundo sufre, yo acababa de superar más o menos el traumático impacto de la pérdida de mi marido. Y no había firmado seguir sufriendo cuando sucumbí —bueno, está bien, cuando di la bienvenida— al renacimiento de mi relación con Robin.

—Que le den —estallé. Mi columna se destensó. Eso me hizo sentir bien. Levanté el puño y lo sacudí—. Que le den —me sentí todavía mejor. Estaba gratamente sorprendida de mí misma.

—¿A quién le tienen que dar? —preguntó mi jefe.

—A Robin —contesté después de dar un respingo por el susto de casi dos kilómetros—. Está ahí fuera coqueteando con Janie. La verdad es que hoy no es precisamente lo que necesito. En realidad, no es algo que necesite ningún día. Necesito seguridad. Necesito devoción. —No podía creerme que le estuviera diciendo eso a mi jefe. Yo conocía a Sam de toda la vida y no podía negar que no hubiéramos tenido alguna que otra conversación a tumba abierta porque no sería verdad. Pero nunca había ocupado un lugar prioritario en mi lista de confidentes.

Sam me dio unas torpes palmaditas en el hombro.

—Siento lo de tu cuñada —dijo. Salí de mi egoísta ensimismamiento para observar el aspecto de Sam. Tenía una pinta horrible. Estaba demacrado, pálido y era evidente que había perdido peso.

—¿Qué te pasa, Sam? —le pregunté con lógica inquietud. Por primera vez me di cuenta de que los problemas de Sam iban más allá de echar de menos a su secretaria.

Sam parecía muy enfermo. En cierto modo, no me sorprendió.

Sam, quien se encontraba próximo a los cincuenta, tenía que hacer malabares con más pelotas de las que yo jamás podría siquiera mantener en el aire. El pueblo, el condado, el estado, los empleados, los usuarios: todos ellos tenían intereses en la biblioteca y todos querían dar su opinión. El mantenimiento del edificio, el presupuesto para libros, las contrataciones y despidos… y en el frente más íntimo, dos hijas que debían de estar cerca de los veinte años y una esposa llamada Marva, una mujer que podía hacer absolutamente todo lo que se propusiera, algo que a veces me resultaba casi imperdonable.

—No he dormido bien —dijo Sam. Si no hubiera dormido bien durante un mes, quizá podía haber aceptado que tuviese el aspecto que tenía, pero no después de una sola noche—. Marva está estampando un diseño en la parte superior de las paredes de nuestro dormitorio que acaba de terminar de pintar.

¿Se entiende ahora a lo que me refería sobre Marva?

—He tenido que dormir en la habitación de invitados y la cama deja mucho que desear. Además, incluso con la puerta del dormitorio cerrada, podía oler la pintura y es algo que le sienta muy mal a mi salud.

Marva llevaba casada con Sam treinta años, así que estaba dispuesta a apostar a que ella conocía cómo le afectaba la pintura. Y sin embargo, había decidido pintar el dormitorio en noviembre, cuando las ventanas no se podían abrir. Yo veía ahí un claro mensaje.

—No creo que podamos darnos consejo mutuamente —le dije a falta de algo más que decir.

—Supongo que no —admitió—. Buena suerte y, de nuevo, siento lo de Poppy. Dio clase con Marva un tiempo y venía a casa de vez en cuando. Me caía bien, independientemente de lo que decían algunos de ella.

Eso era típico de Sam. Míster Diplomacia.

Arrastrando mis pies regresé a la biblioteca, decidida a ganarme el sueldo. Se suponía que debía estar registrando a la gente que usaba o dejaba de usar nuestros ordenadores además de ayudarles en lo que fuera necesario. También me tocaba rellenar los formularios para nuestro próximo pedido de libros, mientras estaba sentada en el escritorio. Era la parte más divertida, una pequeña ráfaga de emoción al pensar en todos esos maravillosos libros que entrarían en nuestra biblioteca esperando ser elegidos y leídos. (Está claro que realmente soy una bibliotecaria de corazón). Pero también había que lidiar con preguntas del tipo de cuánto se cobra por imprimir la información que nuestros usuarios habían encontrado en Internet o cómo encontrar la mayor profundidad registrada en un océano o cuál es la mejor manera de buscar si los dromedarios tienen dos jorobas y los camellos una, o viceversa.

Robin aún seguía allí, apoyado en el mostrador. Bien, por esto es por lo que creo en el control de las armas de fuego. Si yo hubiera tenido un arma en ese momento no habría tenido demasiado control sobre mis acciones.

—Roe —saludó, dirigiendo su hermosa sonrisa arrugada hacia mí. Ese gesto habría tenido un significado más profundo (de hecho, se me habría derretido el corazón ahí mismo) si no le hubiera visto sonreír así a Janie minutos antes—. Me cancelaron el resto de mis firmas y volví a casa ayer por la noche.

—Robin —le dije con frialdad. Los verdaderos bibliotecarios mantienen la calma ante la adversidad.

Pareció considerablemente desconcertado.

—Pensé que te alegrarías de verme —dijo con incertidumbre—. Pensé que sería una sorpresa.

Janie estaba revisando unos libros un poco apartada del mostrador principal.

—Parece que has encontrado la manera de mantenerte ocupado mientras esperabas —comenté y descolgué el teléfono que sonaba en ese momento. Porter Ziegler quería saber cómo limpiar el verdín de la superficie de su estanque. Le dije que lo buscaría y, mientras lo hacía, analicé la reacción de Robin.

Robin adoptó inmediatamente un aire culpable. Así que no era mi imaginación.

—Simplemente estaba pasando el rato hasta que llegaras —aclaró—. Sé que no debería entrar y charlar con los bibliotecarios mientras están trabajando. Supongo que aún no conozco a mucha gente aquí en Lawrenceton.

Y la razón por la que estaba en Lawrenceton era yo, claro. Ese era el mensaje que se escondía bajo su sutil súplica a mi compasión.

—Pues aquí estoy —le dije después de considerar varias respuestas posibles.

—¿Estás bien?

Sonaba tan sincero y cariñoso que sentí que me estaba comportando como una total idiota. Y en ese momento, Janie, una vez terminó de atender a un usuario, se acercó contoneándose y se inclinó sobre el mostrador para acariciar con el dedo el abrigo de Robin que era de ante y cuyo tacto resultaba muy agradable.

En un tono que solo pude calificar de arrullo, Janie dijo:

—¡Qué achuchable estás con ese abrigo!

Control de armas de fuego, pensé. Control de armas de fuego.

—Si me permitís, os dejo para que acabéis vuestra conversación —dije con cierta jovialidad. Les sonreí a ambos con la calidez de un cocodrilo y, acto seguido, me fui a pedirle a la bibliotecaria encargada de las guías y libros de referencia si podía averiguar algo acerca de cómo eliminar el verdín de un estanque. Ella lo pensó durante un minuto y después me dio el número de teléfono del agente del condado. Sin duda Porter Ziegler encontraría la respuesta gracias a ese individuo, un hombre que parecía saberlo todo sobre el mundo al aire libre.

Cuando regresé al mostrador principal, Robin se había ido. Janie, con aspecto algo taciturno, le daba algunos libros a un hombre con barba que había hecho de la biblioteca su segundo hogar. A menudo habíamos especulado sobre Horton Aldrich. Iba aseado y nunca olía mal, pero su aspecto era descaradamente desaliñado y estaba escuálido. La dirección que dio para hacerse el carnet de usuario había resultado ser la dirección de la tienda local del Ejército de Salvación. El señor Aldrich era propenso a reírse para sus adentros mientras leía el diario, algo tal vez no tan extraño, teniendo en cuenta el estado actual del mundo. Rara vez le hablaba directamente a nadie, ya fuera empleado o usuario, pero casi siempre cruzaba la puerta nada más abrir por las mañanas y salía trotando a la calle cuando el empleado encargado del cierre se dirigía a las puertas con la llave.

Ese día, el señor Aldrich parecía agitado. Me pregunté qué había ocurrido que pudiese haberlo alterado. Pero era una persona tan peculiar que solo me habría atrevido a preguntar cómo se encontraba si hubiera estado sangrando o llorando. Mi política —mi cobarde política— con el señor Aldrich era: déjale en paz. Siempre intentaba sonreírle y no parecer nerviosa cuando decidía mantener una conversación conmigo y me aseguraba de que ningún otro usuario acaparara el periódico de Atlanta de tal forma que impidiera al señor Horton leerlo de inmediato, ya que me había dado cuenta de que la espera le afectaba mucho y le estropeaba el día.

Hoy todo el mundo quería usar nuestros ordenadores y cada vez que colgaba el teléfono volvía a sonar. Solo pude completar la mitad del pedido de libros; cuando generalmente acabo el formulario entero en media hora. Phillip telefoneó a las once de la mañana, puntual, para contarme quiénes habían llamado a la casa. Había conocido a Sandy y Marvin Wynn cuando pasaron por casa un momento para coger una libreta de direcciones. Unas personas muy amables habían dejado un plato de embutidos para que los Wynn pudieran prepararse unos sándwiches cuando tuviesen hambre, y una tarta, aunque Phillip me dijo con nerviosismo que no sabía de qué era. No obstante juró que había anotado el nombre de quien lo había llevado y una descripción del plato.

—Lo mejor será que te comas un sándwich y un trozo de tarta, así sabrás de qué es —dije.

—¿No debería guardar todo esto para el señor y la señora Wynn?

—Cariño, te diría que sí si tuviera la más remota idea de que efectivamente iban a comer o incluso a preocuparse por lo que comen —contesté—. Y ya sabes que no hay forma de que dos personas delgadas y mayores como los Wynn puedan comerse todo un plato de embutidos o una tarta entera ellos solos.

—De acuerdo, será mi almuerzo.

—Estupendo. ¿Quién más ha llamado?

La lista era larga e incluía a mi madre (naturalmente), a Melinda (ninguna sorpresa) y a Sally Allison, mi amiga, quien también era reportera de un periódico. (Tal vez debería decir Sally Allison, reportera de un periódico que a veces también era mi amiga. Sin duda eso era más preciso). Me acordé de que yo había llamado a Sally para invitarla a salir a almorzar y que le había dejado un mensaje pidiendo que me devolviera la llamada para concretar el día. Cara Embler, la vecina de Poppy que compartía valla trasera con ella, y Teresa Stanton, presidenta de las Mujeres Engreídas, también habían intentado ponerse en contacto conmigo. Y, para mi sorpresa, también lo había hecho Bryan Pascoe.

Phillip parecía estar encantado por haber sido útil. Además, estaba feliz de contar con los canales de televisión HBO y MTV y mucha comida. Cuando le pregunté sobre el estado del cuarto de baño, solo escuché un largo silencio.

—Eh… en unos diez minutos estará recogido —dijo a la defensiva.

—Está bien —respondí, recordándome a mí misma una vez más que yo no era su madre. No obstante, era su hermana mayor y tenía que hacer lo que yo le pedía. Pero por el momento decidí no agobiarle más.

—No hay inconveniente con que haya usado tu teléfono para hacer una llamada de larga distancia, ¿verdad? —me dijo.

—¿Has llamado a tu madre?

—Bueno, es que he hecho dos llamadas de larga distancia.

—Has llamado a tu madre y ¿a quién más?

—Eh… a Britta, ya sabes, la chica que me recogió con su coche.

Traté de pensar en una respuesta madura y equilibrada. «¡Claro que hay inconveniente! ¡Ni de coña puedes llamar!», pero era algo que no serviría a mi propósito.

—Phillip, a menos que vayas a llamar a tus padres, no creo que debas hacer correr mi cuenta de teléfono —le dije manteniendo el tono de voz tranquilo y regular.

—Oye, si tuviera dinero, ¡te pagaría la llamada!

Vale. Alerta de hostilidad.

—Sé que lo harías. —Mantén el tono tranquilo y regular, Roe—. Pero dado que no lo vas a hacer, será mejor que intentes no hacer más llamadas telefónicas. ¿Tiene Britta una dirección de correo electrónico?

—Sí.

—Vale, de acuerdo. Pues entonces envíale todos los emails que desees, pero no entres en ninguna página web en la que haya que pagar.

Después de un silencio, Phillip dijo:

—Está bien, haré eso a partir de ahora.

Le sonreí a una chica que esperaba de pie junto al mostrador y que me devolvió la sonrisa como saludo. Me alegraba mucho de poner fin a la conversación con Phillip de buenas maneras, así que mi sonrisa tenía doble razón de ser.

Me di cuenta de que Janie evitaba acercarse a mí, algo que la verdad me gustó. Pensé que no era tan distraída como parecía. Perry entró para comenzar su jornada laboral y me dio una palmadita en el hombro.

—Lamento lo de Poppy —dijo. Perry había tenido una vida problemática pero por fin parecía haber encontrado su punto de apoyo. Para mi sorpresa, me había convertido en su amiga, sobre todo tras su reciente descubrimiento de su orientación sexual. Me sentía un poco incómoda en ese papel, pero me alegraba mucho por él (y por su madre, Sally) al ver que su actitud se tornaba cada vez más positiva y alegre y que su comportamiento se hacía más seguro, así que me resigné a asumirlo.

—Anoche tuve una cita estupenda —dijo de forma casual pero en voz muy baja.

—¿Alguien local?

—Sí —contestó—. Fuimos al cine.

Hablamos de la película que habían visto sin que Perry me dijera el nombre de su cita. Esa era la norma en nuestras conversaciones.

Unos quince minutos más tarde apareció la madre de Perry. Mi amiga Sally, que siempre había sido muy pulcra y organizada, empezaba a parecer mayor y un tanto descuidada. Antes resultaba fácil aceptar su color de pelo como si fuese el natural pero ahora parecía cada vez más improbable. No había ganado peso pero sí se le estaba redistribuyendo. Consiguió ahorrar para un lifting facial, algo que me había sorprendido mucho, pero me preguntaba si había elegido el médico adecuado. Su cara estaba lisa, sí, pero su piel, de alguna manera, no se parecía a la piel real.

En fin, que Dios la bendiga. Sally había tenido una vida difícil y hacía todo lo que podía.

—Hijo —saludó ella con frialdad, mirando a Perry.

—Hola mamá —respondió este.

Oh, oh, problemas a la vista.

Sally me preguntó si estaba lista para ir a almorzar. Eran solo las once y cuarto, demasiado temprano para el almuerzo.

—No sabía que tuviésemos una cita —le dije—. Te llamé para invitarte a salir por tu cumpleaños, pero no llegamos a concretar ni fecha ni hora. —Sally me miró sin comprender. Me empecé a poner nerviosa—. ¿Acaso me he olvidado? ¡No me lo puedo creer! Nunca se me había olvidado una cita para almorzar. No me acuerdo en absoluto. —Rebusqué en mi memoria, intentando extraer cualquier conversación reciente con Sally.

—¿No acordamos almorzar hoy cuando hablamos ayer? —Sally parecía tan sorprendida como yo.

—Sally, tú y yo no hablamos ayer. —De eso estaba segura—. Te llamé al trabajo. No estabas en tu mesa y te dejé un mensaje de voz.

—Por supuesto que hablamos —replicó Sally. Parecía más molesta de lo que la situación en sí podía justificar—. Te llamé aquí y me dijiste que iríamos a comer el martes porque había algo que querías contarme.

—¡Sally, eso fue hace semanas! —exclamé, tras recordar finalmente la conversación—. Fue justo después de que yo comprara la casa nueva. Lo que quería contarte era que me estaba mudando.

Sally parecía enfadada y asustada.

Me giré a mirar a Perry solo porque tenía que poner mis ojos en algún lugar y no podía soportar mirar a Sally. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

El rostro de Perry me dio una buena pista.

—Pero hoy estaría genial —dije con alegría—. Permíteme que vaya a por mi bolso. Apuesto a que sí me llamaste y que yo he estado tan disgustada con todo lo que le está ocurriendo a mi familia que he mezclado las cosas. Ya me conoces —balbuceé, caminando rápidamente hacia la sala de empleados—. Un día me voy a olvidar la cabeza en casa.

Había planeado ir a vigilar a mi hermano. No pensaba que fuera una gran idea dejarle solo durante todo el día. Me preguntaba si podía combinar dos eventos en uno.

Saqué mi bolso de la taquilla y volví al mostrador de salida de libros para encontrarme con Sally mirando a Perry, que parecía abatido y desafiante.

—Supongo que sabes que mi hijo cree que es gay —me dijo Sally una vez nos metimos en mi coche.

—Sí —dije con cautela.

—Debo de haber sido una madre terrible. Supongo que no debería haberme divorciado de Steve. O quizá de Paul. —Sally había estado casada con dos hermanos Allison. Casi no había conocido a Steve pero Paul había sido una mina de problemas emocionales.

—No, creo que en eso hiciste lo correcto —repuse intentando sonar tranquilizadora y positiva. Algo que no me resultó nada fácil—. Y creo que has hecho todo lo que has podido para ser una buena madre. Que Perry sea gay no significa que seas una mala madre.

—Le he ayudado a superar sus problemas emocionales y su problema con las drogas —dijo en tono quejumbroso—. Me parece que ya va siendo hora de que siente la cabeza como todo el mundo.

Me quedé sin palabras. Desde que Perry habló conmigo sobre su orientación sexual (algo que había tardado en confesarse a sí mismo) me había estado preguntando si quizá sus trastornos emocionales y sus problemas con las drogas habían sido la forma de ocultarse su realidad. No tenía ni idea de qué decirle a Sally.

—Perry es un buen chico —aseguré—. Es ya un adulto y es preciso que haga su propia vida. Ya sabes que te quiere mucho.

Todo eso era verdad. No estaba muy segura de cómo encajaban todas esas afirmaciones juntas, pero mis palabras parecieron darle a Sally algo de consuelo.

Empezó a hablar de otros temas, y todo lo que dijo era perfectamente lúcido e inteligente. Comencé a preguntarme si nuestro reciente episodio en la biblioteca había realmente ocurrido o no.

Invité a Sally a entrar en casa para conocer a mi hermano y estudió la casa con interés mientras yo hablaba con Phillip.

—El tal Pascoe ha vuelto a llamar —dijo Phillip. Mi hermano parecía estar algo inquieto, lo que era uno de mis temores. Se había puesto al día con el sueño y la comida, había visto la televisión y contestado el teléfono, y ahora le tocaba el turno al aburrimiento.

Reflexioné detenidamente mientras, sentada, aparentaba estudiar la lista de las personas que habían llamado. Phillip tenía una caligrafía afilada y apretada pero resultaba legible después de mirarla durante un minuto.

Saqué la guía telefónica de Lawrenceton y busqué un número al que ya había llamado antes en varias ocasiones, pero siempre como llamada oficial. Josh Finstermeyer contestó el teléfono, algo que consideré afortunado.

—Josh, soy Aurora Teagarden —comencé.

—¡No tengo ningún libro pendiente! —contestó Josh nervioso—. ¡Te lo juro!

—Lo sé —dije intentando no sonar irritable—. Tengo que pedirte un favor. Solo si tu madre no te necesita para otra cosa, claro. —Las tareas de los padres tenían prioridad sobre cualquier otro asunto.

—No, señora y de todas formas mi madre está en el trabajo —dijo Josh. Parecía tener curiosidad.

—Tú tienes coche, ¿verdad? —acababa de conseguir el carnet para conducir sin la compañía de un tutor.

—Sí, señora. —Ahora sentía incluso más curiosidad. Lo bueno de Josh, al que conocía desde que nació, era que era un lector voraz. Lo malo es que se olvidaba de devolver los libros. Nuestra relación había tenido sus altibajos.

—Mi hermano está aquí conmigo y tengo que enviarlo de compras —le dije a Josh—. Yo debo volver al trabajo, así que me preguntaba si tú podrías llevar a Phillip al supermercado y al Wal-Mart. Y si hay algo en el cine Global que no hayas visto todavía, también estaría bien.

—¿Y quién paga? —Josh era del tipo empresarial.

—Pago gasolina y cine.

—Hecho. ¿Cuántos años tiene este tío?

—Tiene quince años —le dije.

—No tendrá un aspecto raro, ¿verdad? —Obviamente, Josh quería saber si Phillip podía llegar a avergonzarle.

—En absoluto —le dije con seriedad—. De hecho, es posible que también quieras llevar a tu hermana. —Josh tenía una hermana gemela, Jocelyn, a la que todos llamaban Joss. No era una gran lectora, a diferencia de su hermano, pero la veía en la biblioteca investigando para los trabajos de la escuela y parecía buena chica.

—Vale. ¿Cuándo?

—Cuando quieras. ¿Sabes dónde vivo? En la calle McBride.

—Sí, señora. ¿De dónde es su hermano?

—De la zona de Los Ángeles —dije con solemnidad.

—Ah. Guay.

—Le doy a él el dinero.

—Genial.

Por supuesto, Phillip había estado escuchando la conversación. Parecía medio excitado y medio asustado ante la idea de pasar el resto de la tarde con dos chavales de su misma edad a los que no conocía. Yo podía entenderlo. Pero sabía de lo que Phillip era capaz (irse de casa y atravesar el país solo) y quería mantenerlo ocupado. Saqué algo de dinero de mi bolso y mientras Sally y Phillip hablaban de los distintos acentos del sur, pensé un momento y escribí una lista de la compra.

Una vez que Phillip desapareció en el cuarto de baño para arreglarse, Sally y yo hicimos sándwiches usando los fiambres de la bandeja. Contenía suficientes embutidos y quesos para unas diez personas. Abrí el frigorífico en busca de mayonesa, mostaza y pepinillos mientras Sally elogiaba los modales y el aspecto de Phillip. La conversación que mantuvimos mientras comíamos fue muy agradable pero, extrañamente, no demasiado concreta. Me di cuenta de que Sally decía cosas como «mi jefe» cuando se refería a Macon Turner aun a sabiendas de que yo le conocía bien, o «la semana pasada» en lugar de miércoles o el jueves. Pero esto apenas era concluyente. Estaba pensando que tal vez me había imaginado el apagón de realidad de hacía un rato, cuando Sally declaró:

—La verdad es que debería volver al trabajo.

Recogimos la comida y yo saqué las llaves de mi coche del bolso.

—De acuerdo —le dije. Yo también tenía que volver a trabajar—. ¿Dónde está tu coche?

La cara de Sally se quedó en blanco.

Por un momento pensé que no me entendía.

—Quiero decir, ¿está en el periódico o has conducido hasta la biblioteca? —pregunté.

Durante un horrible instante, Sally pareció asustada.

—Ah, simplemente llévame otra vez a la biblioteca —dijo con una naturalidad surgida de forma tan rápida y fluida que me costó comprender. Si mi espalda hubiese estado girada durante ese horrible instante, me habría tragado su actuación.

Sally no tenía ni idea de dónde había dejado su coche.