Muy probablemente el resto de mi familia estaría preguntándose dónde me había metido. Le hice una mueca al espejo de mi dormitorio. Esa mañana, tras levantarme de la cama, mi problema más apremiante había sido saber si mi único par intacto de medias estaba limpio.
Mientras Phillip dormía, revisé el itinerario de Robin y le llamé a una tienda llamada Murder by the Book[4], en Houston. El joven que contestó al teléfono se mostró muy dispuesto a poner a Robin al teléfono tan pronto como pude convencerle de que yo realmente conocía a Robin y no era una fan enloquecida que había tramado un inteligente plan para hablar con él.
—¿Has ganado? —le pregunté.
—No —contestó Robin, aunque su voz sonaba alegre—, pero el acto con los finalistas estaba hasta arriba de gente y la cola para mi firma se salía de la sala. Los premios son agradables, pero las ventas son mejores.
—¿Qué tal está yendo la promo en la librería?
—A punto de comenzar. Estoy firmando con Margaret Maron y la tienda está abarrotada.
Así que había un grupo de personas esperándole.
—Te llamo solo porque hay algunos asuntos que tenía que contarte —dije con ansiedad.
—¿Estás bien? —De repente, su voz pasó a ser más cortante—. ¿Tu padrastro está bien?
—Estoy bien, Robin —le tranquilicé, con voz suave—. Y John está bien. Pero la esposa de John David, Poppy… ha muerto esta mañana.
—¿Ha tenido un accidente? —dijo con cautela.
—No, la han asesinado.
—Oh, lo siento mucho. Por tu tono de voz, apuesto a que fuiste tú quien la encontró.
—Me temo que sí.
—¿Quieres que salga para allá ahora mismo?
—Eres un amor por ofrecerte, pero aún hay más.
Una pausa larga.
—Te escucho —dijo justo cuando estaba a punto de preguntarle si había colgado—. ¿Te han arrestado? —No lo decía del todo en broma.
—Mi hermano Phillip está aquí.
—¿Tu hermano? ¡Ah, ya! El niño pequeño que se quedaba contigo hace años. ¿No vivía en Pomona? ¿Qué está haciendo en Lawrenceton?
—Ahora mide por lo menos un metro setenta y cinco —le dije—. Y ha venido aquí huyendo de su casa.
—Oh, oh… ¿Has hablado con tu padre y su nueva mujer?
—No es tan nueva… y mi padre le ha puesto los cuernos. Phillip le sorprendió en el transcurso de ese pequeño episodio —expliqué—. Se supone que esa es la razón por la que se ha escapado, pero a mí me parece, no sé, una reacción un poco extrema.
—Entonces, ¿cuál crees que es la verdadera razón?
—Tal vez el tiempo lo dirá. Se va a quedar aquí por lo menos una semana.
—Mmm. Vale.
—Sí, ya lo sé —le dije—. Pero ahora mismo, a él le hace falta.
—No hay problema. Si no me necesitas hoy mismo, podría hacer solo dos firmas más mañana, una en Austin y otra en Dallas, después cogería un avión a casa desde allí.
—Me encantaría verte, la verdad —dije—, pero continúa tu plan de firmas. —Me sentí halagada y encantada de que Robin se ofreciera a hacer algo así, pero al mismo tiempo, me asusté. ¿Nos habíamos precipitado en esta cómoda intimidad? Yo acababa de acostumbrarme a la soledad de mi viudez cuando Robin regresó inesperadamente a Lawrenceton. No transcurrió mucho tiempo antes de que reanudáramos nuestra relación, aparcada hacía unos años. Aunque yo aún no me había puesto a discutir conmigo misma las dudas que albergaba sobre Robin, sí que había estado pensando durante las últimas semanas que quizá habíamos apresurado demasiado las cosas. Sin embargo, solo un minuto después de que Robin se marchara a su convención, le había empezado a echar de menos. Ahora me encontraba a mí misma deseando que regresara, no solo por el placer de su presencia física sino también porque me alegraría tener su apoyo y su punto de vista (especialmente en los asuntos relativos a Phillip. Después de todo, Robin también había sido un adolescente tiempo atrás).
—Tengo que irme a firmar libros —dijo Robin con delicadeza.
El timbre de la puerta sonó.
—Y yo tengo que ir a abrir la puerta —dije—. Cuando puedas, hazme saber a qué hora llegas para ir a recogerte al aeropuerto.
—Dejé mi coche allí para poder llevar a mi madre a casa —me recordó—. Su avión llega justo después del mío. Te llamaré a la vuelta.
La decepción que sentí al acordarme de que Robin no estaría del todo a mi disposición a su regreso me distrajo tanto que abrí la puerta sin mirar por la mirilla. Era un mal hábito con el que tenía que acabar. Mientras vivía en el campo, podía oír a las visitas antes de que llegaran a la puerta. Me daba tiempo de sobra a mirar por la ventana y ver de quién se trataba. La vida en el centro era diferente.
Bubba Sewell, mi abogado —y, posiblemente, el futuro representante de nuestro estado en el gobierno central— apareció en el umbral. Cartland Sewell era un hombre corpulento de por sí que además había ganado peso después de casarse con mi bella amiga Lizanne.
—¿Es cierto? —preguntó.
—Hola. Me alegro de verte. ¿Por qué no entras? —le dije, señalando con un movimiento de la mano el pasillo. Era consciente de que sonaba enfadada. Lo estaba.
—Estoy demasiado alterado por los acontecimientos, Aurora —declaró. Una vez entró en la casa, pude observarle mejor. Bubba había estado llorando. Me recordé a mí misma llamarlo Cartland. Desde que estaba metido en política, se había decantado por ese nombre.
—¿Qué es lo que te tiene así?
—Poppy —dijo. Parecía costarle pronunciar su nombre.
Lo miré durante unos segundos.
—Así que el rumor es cierto.
—Sí, es cierto. En realidad yo estaba pensando en…
—¿No me estarás diciendo que ibas a dejar a Lizanne? —sonaba casi tan horrorizada como me sentía—. ¡Eres un idiota!
Cartland me miró como si estuviera pensando en darme una bofetada. Y la verdad es que casi me habría merecido una. No porque crea que la violencia física sea justificable en ningún caso, sino por mi extrema falta de tacto.
—Poppy era tan maravillosa —dijo—. Era tan hermosa, y era… en los momentos íntimos… ella, eh…
—No quiero saberlo —le dije—. ¡Demasiada información!
Parecía un poco avergonzado.
—Lo siento. Pero es que tú no sabes… —continuó—. Ella lo era todo para mí. Yo quería que dejara todo y se viniera conmigo.
—¿Implicaba eso el fin de tus ambiciones políticas, tu matrimonio y la relación con tus hijos?
—Podría haber arreglado las cosas en el ámbito de la política, con el tiempo —dijo, sonando como si de verdad lo creyera—. Lizanne y yo no nos llevamos bien. ¿Y cómo podría ella impedirme mantener la relación con mis hijos?
—Si de verdad crees eso, es que todavía hay muchas cosas que no conoces acerca de Lizanne.
—Roe, Lizanne es una gran mujer, y es preciosa y tranquila, y una buena madre para los niños pero… —hizo un gesto de frustración con sus manos.
—Pero, ¿qué? —le espeté.
—¡Pero Lizanne es tan tonta…! —concluyó. Era como si alguien le hubiera arrancado las palabras.
Abrí la boca para refutar la directísima sentencia de Cartland, pero me obligué a reflexionar sobre sus palabras. Poppy no había sido precisamente una doctora en física cuántica, pero era lista y práctica y, además, seguía los acontecimientos mundiales y locales. Era elocuente expresando sus ideas y opiniones, razón por la cual había sido escogida como aspirante para ser una Mujer Engreída. Poppy era —había sido— muy diferente a Lizanne, quien, había que admitir, tenía intereses muy limitados. Sin embargo, hasta ese momento los límites intelectuales de Lizanne nunca habían parecido molestar a ningún hombre, cuestión que le recordé ahora a Cartland.
—Sabes tan bien como yo, Roe, que sentirse atraído físicamente por alguien no es lo mismo que ser su compañero de todos los días.
—Pero tú no eres el compañero de todos los días de Lizanne. Tú sales casi todas las noches a esta reunión o a aquella, y todo el mundo sabe que das por hecho un futuro en la política.
—Y la razón, o al menos en parte, por la que he estado haciendo todo eso, ha sido para escapar de Lizanne.
—Es la primera vez que escucho que alguien se presenta a las elecciones para evitar a su cónyuge. —Cartland aspiraba a ser nuestro próximo representante del estado en el gobierno.
—Últimamente he hecho un montón de cosas que nunca pensé que haría.
No me gustaba cómo sonaba eso. Me alejé un paso de él.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Poppy?
—Anoche. John David iba a una reunión, así que me pasé a verla.
—¿Cómo entraste?
—Por la puerta principal. Pensé que no habría inconveniente en que fuese una visita formal ya que no se iba a alargar demasiado… sabía que John David no regresaría hasta una hora después. La ayudé a bañar a Chase —dijo con ternura.
Le podría haber golpeado con un bate de béisbol en la cabeza. Estaba dispuesta a apostar a que a Lizanne le hubiera venido bien un poco de ayuda para bañar a Brandon y a Davis. ¿Por qué pensaría este hombre que él era más inteligente que su mujer? ¡Y pensar que me había planteado votar a este capullo!
—¿A qué hora te marchaste? —le pregunté después de una pausa considerable durante la cual recuperé el control.
—Creo que sobre… las ocho y media. Llevaba un albornoz ya que se había mojado al bañar a Chase —dijo de forma ensoñadora—. Su pelo estaba rizado por la humedad del cuarto de baño. Me dijo que se pensaría lo de divorciarse de John David. Creo que lo habría acabado haciendo.
—¿Y quién crees que la mató? —le pregunté, echando un jarro de agua fría sobre sus fantasías.
—Su marido —contestó Cartland y dejó de tener el aspecto de un abogado con sobrepeso. De repente pareció peligroso—. Sé que fue John David.
—¿Y cómo lo sabes?
—Ella se lo debió de contar —conjeturó Cartland de forma serena—. Le debió de decir que iba a dejarlo por mí y él la mató por esa razón.
—¿Dónde has estado durante toda la mañana?
—¡Oh, por Dios, Roe! Fui a mi oficina y trabajé hasta las once, hora a la que fui a dar una charla en el Club Rotario de Mecklinburg. —Mecklinburg estaba a unos veinticinco kilómetros de distancia—. Estuve allí, delante de unas cuarenta personas, durante la siguiente hora y media.
Yo tenía que hablar con Lizanne pronto. Temía el momento. Las cintas bordadas seguían metidas en mi bolso y si Lizanne no había ido a casa de Poppy para tirarlas en la rampa de entrada y que esta supiera que era consciente de la situación, yo era la reencarnación de Cleopatra.
—Está bien, lárgate.
—¿Cómo?
—Fuera. Ya he escuchado todo lo que estoy dispuesta a escuchar.
Cartland me miró atónito.
—Pero Roe, yo estaba tratando de explicar…
—Vete al infierno. Lo que me has contado es que le has estado poniendo los cuernos a tu mujer, una buena amiga mía, por cierto, con la mujer de mi hermanastro. Además, es evidente que estás dando por sentado que tu mujer sería feliz criando a dos hijos sola… ¡mientras tú crías al hijo de John David! ¿En serio crees que Poppy habría dejado a John David? ¡Eres un imbécil! ¡Fuera! ¡Y guárdate tu dolor para ti!
Empujé a Cartland hacia la puerta principal, mordiéndole los talones como un perro pastor. Se marchó con algo de prisa y cerré echando chispas por los ojos.
Durante unos minutos, rondé junto a la puerta de Phillip temiendo que se pudiera haber despertado. Pero no escuché ningún movimiento en la habitación, ningún crujido de sábanas. De repente sentí el temor de que se hubiera ido por la ventana, abrí ligeramente la puerta y me quedé tranquila al ver un gran pie desnudo colgando del extremo de la cama.
Cerré la puerta tan silenciosamente como pude y empecé a deambular por el pasillo, tratando de pensar en lo que debía hacer a continuación.
Para mi sorpresa no eran más que las cinco de la tarde. Dado que era noviembre, la luz del día casi había desaparecido. Sin embargo, tenía aún algunos recados por hacer. Me apresuré a escribir una nota que pegué en el pomo de la puerta de Phillip. Después de comprobar la talla en su ropa limpia, la metí de nuevo en la secadora y me puse en marcha para ir a la pequeña tienda de la franquicia Davidson de la que el pueblo de Lawrenceton está tan orgulloso. Le compré un paquete de ropa interior, otro de calcetines, un par de pantalones vaqueros y un par de pantalones más formales color caqui, dos camisas, una camiseta, una bonita camisa deportiva y una chaqueta. Crucé al Wal-Mart y rápidamente compré un peine y un cepillo para el pelo, un cepillo de dientes, una maquinilla y crema de afeitar. También cogí unos guantes ya que había observado que llevaba sus manos al descubierto.
Satisfecha de ver que sería capaz de vestirle y asearle, hice una parada más en el supermercado. Tenía una remota idea de que los adolescentes comían mucho, pero no estaba muy segura de qué era eso que tanto comían. Compré pizzas congeladas, mini bagels con queso y rollitos de primavera. También cogí algo de leche y una botella de refresco grande.
Para cuando acabé de descargar todo ese botín y doblar la ropa seca de Phillip, eran las siete en punto. Llamé a mi madre para averiguar qué estaba pasando. Parecía agotada y llorosa y me dijo que John no se sentía demasiado bien. Después de una larguísima «entrevista» con Arthur Smith, John David había llegado a casa para asumir su papel como doliente más cercano. Mi madre me dio las gracias de corazón por haberle encontrado y por conseguir que fuera a SPACOLEC con Bryan Pascoe.
—Durante un rato, Avery ha estado de veras enfadado contigo pero creo que ahora ve que hiciste lo que había que hacer —dijo mi madre.
—Lamento que hayas tenido que aguantar un enfado tan grande dirigido a mí —le dije. Por mi cabeza se cruzó la idea de que no hacía falta mucho esfuerzo para que Avery se enfadara conmigo—, he tenido que quedarme con Phillip para explicarle todo.
—Ojalá no hubiera ocurrido todo esto al mismo tiempo. —Supe que mi madre debía estar aún muy afligida para expresar en voz alta una queja sobre algo que simplemente no podía remediarse—. John le dijo a Avery que tú habías hecho cosas más prácticas para ayudar a nuestra familia de las que ni siquiera a él mismo se le podrían ocurrir.
—Qué amable por parte de John —dije, dándome cuenta de golpe de cuánto apreciaba a mi padrastro. Era mejor hombre que mi propio padre. Inmediatamente me sentí desagradecida y desleal por tener ese pensamiento, pero me obligué a enfrentarme a él y a admitir que era la realidad. Dios no iba a matarme por admitir que mi propio padre no era un hombre perfecto.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar el crío? —preguntó mi madre. Su voz era un poco tensa. Ella siempre había tenido dificultades para admitir la existencia de otro hijo de mi padre, pero yo albergaba la esperanza de que lo superara de una vez.
—Creo que al menos esta semana. Está de vacaciones por Acción de Gracias. Tengo la impresión de que las cosas van bastante mal entre papá y Betty Jo. —No tenía sentido detallar los pequeños pecados cometidos por mi padre. Para mi madre eran ya una conocida y vieja historia—. Phillip ha quedado atrapado en medio de esa batalla. Ha conseguido llegar hasta aquí y espero que pueda quedarse por un tiempo. Está tan mayor, mamá; no lo reconocerías.
—Así es Phil, siempre echando a perder una segunda oportunidad para hacer las cosas bien —dijo mi madre. Su tono de voz denotaba tal infelicidad y vulnerabilidad que me resultaba difícil creer que estaba escuchando a la misma mujer, fuerte como un roble, que había amasado su propia fortuna tras ser abandonada por mi padre. El impacto de la muerte de Poppy había arrancado de cuajo el duro caparazón de mi madre.
—¿Han llegado ya los padres de Poppy?
—No. Creo que llegarán dentro de una hora. El pobre John tendrá que pasar por otra escena con gran carga emocional.
—¿Por qué?
—Bueno, se siente obligado.
—No, mamá. Es John David el que tiene la obligación, no su padre. Dile a John que se acueste y que John David y Avery se encarguen de los Wynn. De hecho, todos podrían ir a casa de Avery y Melinda. Es más, yo misma podría alojar a los Wynn arriba. Tengo otro dormitorio, y todo lo que tendría que hacer es subir a hacer la cama.
Eso haría que mi vida se complicara aún más, pero quería ayudar a mi madre todo lo posible.
—Te llamaré más tarde para concretar ese asunto. Pero tienes razón —dijo con decisión—. John necesita descansar más de lo que necesita estar preocupado. Avery y Melinda son perfectamente capaces de gestionar lo que surja. Y pobre John… sigue pensando que él y John David se parecen mucho porque John perdió a su primera esposa y ahora John David ha perdido a su… pero la situación es totalmente diferente. Dime, ¿dónde estaba John David cuando diste con él?
—Eh… estaba visitando a una amistad. —Cerré los ojos por mi propia estupidez. Aquello sonaba muy poco convincente.
—Visitando a una amistad, un día entre semana. —Era muy probable que las cejas de mi madre estuvieran arqueadas hasta rozar el nacimiento del pelo—. Apostaría algo a que esa amistad es femenina, es guapa y no llevaba ropa de trabajo cuando abrió la puerta.
Hice una mueca.
—Bueno…
—No es necesario que digas nada más —cortó mi madre—. Y Poppy, Dios bendiga su corazón, era igual de mala. Hoy en día las personas son como conejos. Todo gira alrededor del sexo. Nada de obligaciones, nada de lealtad. Por cierto, ¿dónde está Robin?
No me gustó su asociación de ideas, y no era la primera persona que me preguntaba ese día dónde estaba Robin. No estábamos prometidos y el matrimonio no era uno de nuestros temas de conversación. Oficialmente no éramos una pareja formal.
—Está en Houston. Volverá pasado mañana —dije con un tono tan seco como el de mi madre.
—¿Crees que él y Phillip se llevarán bien?
—Mamá, tú ya tienes bastantes cosas por las que preocuparte en este momento. Creo que podré controlar a Phillip y Robin.
—Tienes razón. Bueno, te dejo. Tengo que convencer a John de que él no es el responsable de todo el ritual social que rodea a la muerte de Poppy, y tengo que recordar a John David que él sí lo es.
—Buena suerte, mamá. Me pasaré por ahí en cuanto pueda. Recuerda, si los Wynn necesitan un lugar para quedarse, mi puerta está abierta. Solo dímelo con media hora de antelación.
—Gracias, cariño. Hablamos luego.
Como yo no era capaz de quedarme quieta, me fui a la tercera habitación e hice la cama, por si acaso. Si los Wynn salían de su urbanización para jubilados en la siguiente hora, pasaría al menos otra hora antes de que estuvieran listos para retirarse a descansar, y era muy probable que quisieran ir a ver el cuerpo de Poppy. ¿Podrían hacerlo? ¿O habrían enviado el cadáver ya a Atlanta para realizar la autopsia?
No lo sabía.
Bostecé, un gran bostezo de los que dislocan la mandíbula. Me había quedado sin fuelle.
Phillip entró arrastrando los pies en la sala de estar y se dejó caer en el sofá frente a mi sillón. Tenía mucho mejor aspecto, y sonreía.
—Gracias por la ropa y lo demás —dijo—. Ha sido guay encontrar las bolsas en la habitación al despertarme.
Me alegré de haber pasado por un estante de pantalones de franela con cordón en Wal-Mart porque era lo que Phillip llevaba puesto, esos pantalones y su camiseta sin mangas bajo la camisa de franela.
—Ha sido un placer.
—Oye, ¿qué está pasando con tu cuñada? —preguntó.
Le conté cuál era la situación y se quedó boquiabierto por el horror del mundo adulto. En momentos así me daba cuenta de lo joven que realmente era mi hermano.
—Apuesto a que tienes hambre —le dije.
—Oh sí —dijo—. Simplemente dime dónde está la cocina. Ya me preparo yo algo.
—¿Tu madre ha estado trabajando estos últimos años? —Me sentí culpable por no conocer este dato tan básico de la vida de Phillip.
—Sí, desde que nos mudamos a Pomona, ha estado trabajando en una compañía de seguros como administrativa.
—He hablado con ella.
El movimiento de Phillip se congeló en el mismo instante en que encendía el horno. Ya había encontrado la caja de mini bagels con queso en el congelador.
—Ehh, ¿cómo está? —Noté distintos matices en su tono de voz: culpa, ira, dolor… resultaba difícil saber cuál era la emoción dominante.
—Contenta de saber que estás bien. Aliviada por saber dónde te encuentras. No muy feliz de que estés conmigo.
—Lo siento —murmuró.
—No tienes que pedir disculpas. Para ella lo más importante del mundo son tu felicidad y tu seguridad.
—¿Entonces por qué no actúan como si eso fuera así? —estalló con furia—. ¿Por qué no actúan como padres, en vez de estar cambiando de pareja como si fueran niños?
Un buen puñado de ideas complejas. Estaba empezando a tener la sensación de que no existía una manera sencilla de criar a un adolescente, o ni siquiera de responder a las preguntas que te podía plantear. ¿Iban a ser todas las conversaciones con mi hermano tan intensas como esta? La perspectiva resultaba agotadora.
—En mi caso, las personas no siempre hacen lo que me gustaría que hiciesen —dije. De hecho, la gente vive su vida como quiere, de manera obstinada, ignorando mis opiniones a un nivel increíble. Reprimí esta observación ya que imaginaba que no interesaría demasiado a Phillip.
Hablamos más de una hora mientras Phillip comía (y comía y comía). Le hablé de la posible llegada de los padres de Poppy y le presenté a Madeleine, que entró mientras él se limpiaba la boca con una servilleta.
—¿Eso es un gato? —preguntó, observando a Madeleine con ojos atónitos.
—Claro —contesté intentando no parecer ofendida—. Está muy viejita, ya lo sé…
—Está muy gorda.
—Bueno, eso también. Ahora que vivimos en el centro no hace tanto ejercicio como antes.
—Probablemente no pueda caminar más de dos metros —observó Phillip con desprecio.
—Supongo que está un poco regordeta —reconocí, preguntándome cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había observado con atención a Madeleine—. Bueno, es que debe de tener… vamos a ver, cuando mi amiga Jane murió y me dejó a Madeleine, por lo menos tenía seis años. Eso ocurrió hace siete años como mínimo. Madre mía, Madeleine, eres realmente vieja… —Yo tendía a olvidarme de ese dato entre una cita con el veterinario y otra.
—Casi tiene los mismos años que yo —dijo mi hermano.
Era un dato muy llamativo. Me pregunté si alguno de los gatitos de Madeleine seguía vivo. Rebusqué en mi memoria los nombres de las amables personas que los habían adoptado. Eso me llevó a otro pensamiento, algo que debía haber mencionado antes.
—Oh, tu madre dijo que te podías quedar esta semana —le dije.
Phillip no había preguntado, pero estaba nervioso. Pude ver cómo se relajaban sus hombros. Me regañé a mí misma por no habérselo dicho antes. Un profundo suspiro abandonó su cuerpo, como si se le hubiera quitado todo el peso del mundo para liberar al fin el aire de sus pulmones.
—Yo limpiaré la cocina por esta vez —le dije a mi hermano, pero a partir de ahora, cuando uses algo, lo lavas. Esa es la norma.
—Gracias —dijo—. Yo limpio en casa, de verdad. A veces paso la aspiradora y esas cosas, cuando está en mi lista.
Yo había lavado ya los pocos platos sucios, limpiado la encimera y la mesa de la cocina y arreglado un poco el salón cuando Phillip, que había estado deambulando por la casa, dijo:
—La verdad es que no ha cambiado tanto. —Miraba un artículo del periódico que hablaba sobre el último libro de Robin y que yo había recortado para dárselo a él a su regreso.
—Yo también pienso lo mismo —le dije, tratando de sonar natural.
—¿Estáis saliendo?
—Sí.
—¿Y vais… ehh… muy en serio?
—No salimos el uno con el otro de forma exclusiva —le dije, aunque yo no había salido con nadie desde que Robin regresó a Lawrenceton. Y la verdad, tampoco había salido con nadie antes de eso. Pero no habíamos hablado de exclusividad.
—Si te pidiera que te casaras con él, ¿qué dirías?
—Diría que no es asunto tuyo —contesté, con más dureza de lo que en realidad pretendía—. Disculpa que haya contestado así. —El rostro de Phillip había enrojecido—. Lo cierto, Phillip, es que me casé con Martin muy rápido, y aunque no me arrepiento ahora, ni lo he hecho nunca, supongo que me siento un poco… cauta a la hora de hacer lo mismo otra vez. —En ese momento me sentí como una hipócrita. Yo era tan rápida tomando decisiones como lo había sido toda mi vida. Únicamente estaba intentando sonar madura ante Phillip, pero yo sabía que nunca dejaría de tomar decisiones rápidamente. Era mi naturaleza.
***
Los Wynn aparcaron en mi calle veinte minutos más tarde. Fue Avery quien llamó anunciando su llegada y quien les mostró el camino, guiándoles con su coche. Entró en casa un minuto para hacer de nuevo las presentaciones. Avery tenía un aspecto horrible, pero estaba convencida de que el mío no era mucho mejor.
—La policía no para de hacer preguntas —me susurró mientras me daba un abrazo.
—Bueno… lógico —le dije, sorprendida—. Es la forma que tienen de averiguar quién le pudo hacer algo tan horrible a Poppy. —Avery hablaba como si el hecho de hacer preguntas diera lugar a revelaciones desagradables, cuando lo que nosotros queríamos, como familia, era la verdad. No obstante, le estaba agradecida por acompañar a los Wynn haciéndolo todo más fácil, así que me esforcé por ser amable.
Apenas conocía a los Wynn. Además, yo era prácticamente una niña cuando dejaron el pueblo, por lo que fue casi como encontrarme con ellos por primera vez. Sandy y Marvin Wynn tenían unos setenta años, pero ambos estaban en buena forma y delgados como palos. Siempre habían comido sano, caminaban seis kilómetros al día y llevaban a cabo un montón de actividades como clases de baile country o tai chi para principiantes. Poppy, su tardía e inesperada hija, no había tenido la menor oportunidad de ser incluida en este armónico dúo. Por mucho que parecieran cuidar de su hija, cuando esta había empezado a portarse mal en los años del instituto los Wynn no habían tenido ni idea de cómo manejar el problema. Se aferraron a su cordura y a la esperanza de que el huracán Poppy perdiera fuelle con el paso del tiempo.
Esa noche estaban agotados, desconsolados y aturdidos. De una manera u otra habían visto cómo Poppy se había abierto paso sana y salva hacia el puerto del matrimonio y de la maternidad acomodada en un barrio residencial. Y a pesar de haber logrado llevar una vida sin problemas, ahora había muerto de una manera horrible.
No tenía ni idea de lo que los Wynn necesitaban. No sabía si intentar hacerlos hablar, conducirlos cuanto antes a su dormitorio o darles de comer… Yo había tenido la suficiente experiencia con el duelo como para saber que sus efectos eran impredecibles.
Phillip les estrechó la mano, aunque no se fijaron mucho. Sandy me abrazó como si nuestra relación fuera muy estrecha, algo que nunca había ocurrido, y Marvin también me abrazó, murmurando en mi oído lo agradecido que estaba por haberles acogido y lo largo y confuso que había sido el viaje…
—¿Habéis cenado? —les pregunté.
—Sí, paramos hace un par de horas, creo —dijo Sandy—. Creo que comimos algo. No tengo hambre. ¿Y tú, Marvin?
Recordé que el pelo de Marvin Wynn había sido pelirrojo. Ahora era blanco como la nieve. Su rostro delgado estaba surcado por profundas líneas de expresión y tenía los hombros anchos. Parecía como si pudiera escalar una montaña de forma habitual sin respirar con dificultad, y Sandy probablemente podría arrastrar un trineo por la nieve durante varios kilómetros. Pero en este momento sus rostros eran grises y flácidos. Marvin negó con la cabeza.
—No, no tengo hambre.
Les mostré el baño que compartirían con Phillip (y que yo había reordenado hasta que volvió a ser el de siempre) y luego su dormitorio. Había abierto cajas de pañuelos de papel colocándolas sobre las mesillas de noche. El armario tenía espacio libre, un par de cajones vacíos y había mantas de sobra al pie de la cama.
—Si necesitáis algo durante la noche, no dudéis en pedírmelo —dije, mostrándoles donde estaba mi habitación—. Por lo demás, hay bebidas frías en el frigorífico, muffins en la panera y la cafetera está justo aquí.
—No tomamos café —dijo Sandy tajante—, pero gracias. Nos refrescaremos en el baño y nos iremos a la cama, si te parece bien.
—Cualquier cosa que queráis me parecerá bien —dije—. Aquí tenéis una llave de la casa. Puede que la necesitéis mañana. —La puse en la encimera, para asegurarme de que no la olvidaban la mañana siguiente.
—Estás siendo tan amable… —dijo Sandy, y sus ojos se inundaron—. Todo el mundo está siendo tan amable… —Marvin, que había metido las maletas en el dormitorio, le pasó el brazo por el hombro a su esposa. Entraron en la pequeña habitación que había preparado para ellos. Oí cómo se cerraba la puerta.
Me quedé contemplando la puerta cerrada, con el recuerdo de la infinita tristeza que había conocido tras la muerte de mi marido. Ese recuerdo se abría bajo mis pies. Si ahora me permitía a mí misma cruzar la línea y dejarme arrastrar de nuevo a ese horrible episodio, al día siguiente yo no serviría para nada. Con toda la fuerza de voluntad que tenía, tiré de mí misma hacia el aquí y ahora. El alarmado rostro de mi hermano me observaba con atención. Por un instante representó los quince años que tenía.
—Phillip, todo lo que les he dicho: cafetera, muffins, si necesitas algo… Te lo hubiera dicho antes de que te fueras a la cama. ¿Alguna cosa que quieras preguntar?
—¿Hay algo en la nevera que no quieres que coma? ¿Alguna cosa que vayas a necesitar para la cena de mañana o algo así?
—No, coge lo que quieras. Siéntete en tu casa. —Me di cuenta de que estaba intentando ser un buen huésped y me emocionó.
—¿Qué hacemos mañana? —preguntó.
—Mañana tendré que hacer cosas relacionadas con la pobre Poppy —contesté—. Y además tengo que trabajar. De hecho, tengo que madrugar e ir al trabajo. Dejaré una nota con mi número de teléfono. ¿Por qué no utilizas el ordenador del estudio para enviar un email a tus padres? La contraseña está en un trozo de papel de color rosa en el cajón.
—¿El estudio? ¿La habitación con todos los ventanales y libros?
—Exacto. A veces, si su apartamento empieza a resultar demasiado pequeño, Robin trabaja allí, así que no desordenes las pilas de libros del escritorio.
Soltó un bufido como si la idea fuera absurda.
—No soy muy lector que digamos —explicó—. El libro de Robin fue el primero que leí en meses. Tampoco me va mucho el instituto.
Esto quería decir, deduje, que el día que Phillip tocaba un libro de forma voluntaria era un día a resaltar en el calendario. Contuve un suspiro. Era difícil creer que a un hermano mío no le gustara leer. Nunca había sido capaz de averiguar qué hacía la gente que no leía. Quizá lo descubriera durante la estancia de Phillip en mi casa.
Sabía que tenía otras formas de entretenerse. Lo que se me cruzó por la mente era, por supuesto, los condones. Acto seguido, pensé en cuestiones de salud. Traté de sonreír.
—Mañana, tú y yo vamos a hablar de algunas cosas.
Su sonrisa se desvaneció.
—Oh, oh.
—No va a ser tan malo como crees —le tranquilicé. Lo abracé y justo cuando estaba a punto de soltarle, decidí apretarle más fuerte—. Phillip, estoy muy contenta de verte. Me preguntaba si alguna vez llegaría a verte de nuevo. Siento que hayas pasado por un momento difícil. Me hace muy feliz que estés aquí.
Me dio golpecitos en la espalda con torpeza y emitió unos sonidos indefinibles. Le había avergonzado a más no poder, tenía quince años y no sabía qué hacer al respecto. Un par de segundos después, me di cuenta de que estaba llorando. Solo podía improvisar cuál era la actitud más adecuada. Permanecí inmóvil, rodeándole con los brazos, acariciando su espalda con suavidad. Se secó los ojos en el hombro de mi jersey, un gesto infantil que de alguna manera me conquistó por completo.
—Buenas noches —dijo con voz congestionada. A continuación se retiró a su habitación tan rápido que solo alcancé a ver una cara enrojecida.
—Buenas noches —exclamé tras él, manteniendo la voz baja para no molestar a Marvin y a Sandy Wynn.
El silencio se metió en mis huesos. Con una profunda sensación de alivio, me fui a mi propio dormitorio. Había sido un día muy largo, tal vez dos veces más largo de lo que solían ser mis días, al menos en lo que a contenido emocional se refiere. Solo la muerte de Poppy o la llegada de Phillip me habrían sumido en un mar de pensamientos y emociones, pero experimentar ambas cosas a la vez suponía una sobrecarga. Necesitaba dormir más que nada en el mundo. Lo único que habría hecho mi cama aún más acogedora hubiera sido ver una mata de pelo rojo en la otra almohada.
Me senté en el borde de la cama y pensé que lo que echaba de menos no era a Robin exactamente, o el sexo. Y tampoco echaba de menos a Martin, aunque todavía, en algún que otro momento aislado, la sensación de dolor era tan intensa como llevar un puñal en el corazón. Lo que echaba de menos en ese momento era la sensación de estar casada. Echaba de menos tener a alguien allí para compartir los pequeños momentos del día. Echaba de menos tener a alguien para quien yo fuera la persona más importante del mundo. Echaba de menos formar parte de un equipo cuyo trabajo consistía en apoyarse el uno al otro… siempre.
Incluso los matrimonios menos perfectos tiene momentos maravillosos, y el mío había estado lejos de ser el menos perfecto.
Me obligué a entrar en mi cuarto de baño y comenzar mi rutina nocturna. Estaba siendo ridícula. Mi cuñada había muerto de una muerte horrible esa mañana y ahí estaba yo, lloriqueando por no tener a nadie con quien dormir esa noche. Estaba comportándome como un ser humano ridículo. Me dije a mí misma que no debía ser así. Había cosas mucho más terribles en el mundo, y una de esas cosas estaba ocurriendo cerca.
En algún lugar de nuestro pueblo, esa noche, una persona estaba hablando, o lavándose los dientes o haciendo el amor con su cónyuge… Una persona que sabía que él —o ella— había cometido un asesinato. Esa persona había derribado a Poppy a base de violentos golpes. Esa persona había visto cómo se esfumaba la vida de una de las mujeres más vitales que yo jamás había conocido… y no había hecho nada para ayudarla.
Eso sí que era algo a lo que darle vueltas.