2

Aubrey llegó en cuarenta minutos. Cuando llamó al timbre llevaba puesta su camisa negra y el alzacuello. Cuando yo le conocí, tenía el pelo muy oscuro; ahora en cambio ya estaba cubierto de canas. Se había afeitado el bigote un año antes, algo que había cambiado su apariencia de forma drástica. Además, a pesar de jugar al golf, al tenis y hacer footing tres veces por semana, a Aubrey le sobraba algún kilo. Aun así, era un hombre atractivo y Emily se mostraba muy alerta con las mujeres solteras que formaban parte de la congregación (y con algunas de las casadas también).

Por ejemplo, con Poppy. Emily siempre había mostrado una marcada frialdad con ella, algo que, por cierto, mi cuñada se había tomado a broma.

Respiré de forma entrecortada y abracé a Aubrey de puro agradecimiento por su presencia. A continuación le conduje hasta la cocina.

De alguna manera, la aparición de un sacerdote dio a la muerte de Poppy peso y profundidad. Si el sacerdote se presentaba, tenía que ser verdad. La llegada de Aubrey suponía al mismo tiempo un shock y un alivio.

Estuve saliendo y entrando de la cocina, vigilando con ojo avizor a John. Teniendo en cuenta lo horroroso que estaba siendo el día parecía estar bien, salvo que prácticamente temblaba de preocupación ante la ausencia de John David. Pensé que John no podría asimilar el impacto de la muerte de Poppy hasta estar seguro del paradero de su hijo y de que se encontraba bien.

John tenía que ser consciente de que todos pensábamos que hasta que John David no apareciera demostrando su inocencia, él se perfilaba como el principal sospechoso del asesinato de su mujer.

Incluso John tenía que estar pensándolo.

¿Dónde diablos podría estar John David? Atravesé la cocina, el comedor, la sala de estar y volví al salón. A continuación repetí el circuito. Me di cuenta de que mi comportamiento estaba poniendo de los nervios a Avery, pero peor para él. Deambular me ayudaba a pensar.

Si yo fuera John David y me hubiera ido del trabajo temprano, estando mi mujer ocupada y mi hijo en casa de su tía… Iría a visitar a mi amante. La respuesta me vino a la cabeza con ese aire de rotundidad que el subconsciente reserva para las certezas. ¿A quién había estado viendo John David últimamente? Podía sentir cómo mi labio superior se arrugaba de leve repugnancia solo de pensarlo. Me obligué a recordar y analizar los rumores que había medio oído por ahí.

Estaba Patty Cloud, quien había trabajado para mi madre durante varios años antes de convertirse en su mano derecha. Patty nunca me cayó bien, era una mujer fría y manipuladora. Estaba Romney Burns, la hija de un detective del Departamento de Policía de Lawrenceton que había muerto asesinado. Estaba Linda Pocock Erhardt, de quien yo había sido dama de honor en su boda; Linda, divorciada desde hacía muchos años, tenía dos hijas en el instituto y yo sabía que ese día tenía que ir a trabajar. Era la enfermera de mi médico, Pincus Zelman.

Ahora que tenía una misión, me sentía mucho mejor. Salí de casa de mi madre directa al coche y comencé a recorrer la ciudad. Nunca hasta entonces había conducido por Lawrenceton cazando niditos de amor y me sentí algo aturdida por tener que hacerlo ahora. Sé que no soy una persona moralmente intachable, pero de alguna manera eso de ir a hurtadillas, tener que andar escondiéndome, el secretismo, el engaño… en fin, tuve que encogerme de hombros y suspirar una y otra vez mientras me autocensuraba.

El coche de Linda, tal y como esperaba, estaba aparcado detrás de la oficina del médico. Y había una línea de vehículos en el aparcamiento. Estaba segura casi al cien por cien de que Linda se encontraba en el interior del edificio tomando la temperatura y la tensión de los pacientes, tal y como debía ser. Llamé a la oficina de mi madre y pregunté por Patty, cuando se puso al teléfono le dije que mi madre no aparecería por allí el resto del día. Patty respondió con cierto desconcierto que mi madre ya había llamado para informarle de exactamente lo mismo. Me reí débilmente.

—Supongo que entre toda la confusión ha habido un malentendido —pretexté.

—Ajá… —contestó Patty de una manera odiosamente escéptica.

Eso dejaba libre la alternativa menos agradable.

Linda y Patty eran ambas mujeres fuertes, las dos veteranas supervivientes de conflictivos divorcios, y muy capaces de tomar sus propias decisiones. Romney Burns no era ninguna de esas cosas. El apartamento de Romney era un dúplex y no tardé ni un segundo en ver el coche de John David, estacionado en el camino de entrada de los vecinos. Supuse que estos estarían en el trabajo y que esa era la manera utilizada por John David de lanzar una cortina de humo. Qué sutil.

Romney era mucho más joven que John David. Tenía… vaya, debía de tener menos de veintiséis años, calculé rápidamente. Había perdido a su padre hacía menos de dos. Con cabello rubio y piel clara, Romney perdió los kilos que le sobraban en los años de instituto y en cuanto se graduó en la universidad volvió a Lawrenceton. Allí había conseguido un trabajo de oficinista mal pagado en el departamento de ayuda financiera de la escuela universitaria. Mi madre me había dicho que Romney era la ayudante de la directora de la oficina.

Esperaba que ese día no surgiera ninguna emergencia con los préstamos de la Escuela Universitaria de Sparling ya que todo parecía indicar que Romney estaba en casa.

Con reticencia, respiré hondo antes de llamar a la desvencijada puerta. Preferiría haberme arrancado los pelos de las cejas de uno en uno antes que hacer eso.

Naturalmente, Romney respondió. Su pelo rubio era un completo desastre y solo llevaba puesta una bata. Tardó un segundo en reconocerme, y cuando lo hizo, pareció contrariada. Tampoco yo me encontraba entre las personas favoritas de su padre.

—¿Qué estás haciendo aquí? —me espetó. Para ella, encontrar a la hermanastra de John David en la puerta de su casa solo podía significar malas noticias.

—John David tiene que vestirse y salir de aquí inmediatamente —contesté, abandonando cualquier intento de añadir adornos de cortesía a la situación.

—¿Quién? —rugió, pero rápidamente descartó seguir por ese camino. A continuación estiró su cuerpo y dijo defensiva y orgullosa—: Bien, quizá sea mejor que vaya yo también ya que en breve podría ser un miembro más de la familia.

—Oh, eso ni de co… —empecé—. Mira, este es el tercer lugar al que vengo para encontrar a John David, cariño. No el primero.

Vi en sus ojos cómo digería el significado de mis palabras mientras luchaba por mantener la compostura.

—Él me quiere —dijo.

—Claro, y por eso vais caminando por la calle principal del pueblo cogidos del brazo —dije, y le di la espalda. La puerta se cerró detrás de mí. Menuda sorpresa.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó John David cuando salió. Se había recompuesto bastante bien en lo que a la ropa se refiere, pero su serenidad hacía aguas por todas partes. El tono de piel de John David era más vivo que el de su padre y hermano; su pelo era más claro. Era un hombre corpulento y guapo. Pero había dejado de gustarme y para mí ya siempre sería un hombre feo.

—John David —dije de forma pausada, dándome cuenta de repente de que me había condenado a mí misma a dar la noticia—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—¿Y a ti qué te importa?

Nos pusimos uno frente al otro, de pie junto a mi coche.

—Créeme, sí me importa. Contesta.

John David no era tonto y entendió que había algo detrás de mis palabras.

—Llevo aquí desde que volví de la oficina a las once —dijo. Su tono de voz era uniforme—. Y ahora dime lo que ha pasado.

—Es Poppy. —Le miré directamente a los ojos.

Su rostro comenzó a arrugarse. Podía haber jurado ahí mismo que tenía toda la pinta de ser una novedad para él.

—Poppy ha sido asaltada en tu casa después de que salieras de allí esta mañana.

—¿Y está en el hospital? —Una tímida esperanza cruzaba su rostro.

—No —dije. No tenía sentido estirar esto. Cogí aire—. No ha sobrevivido.

Escudriñó mi rostro en busca de alguna señal que le indicara que lo que estaba diciendo no era cierto, que mis palabras pudieran tener algún otro significado.

Él ya lo sabía antes de preguntar, pero supongo que tenía que hacerlo de todos modos.

—¿Quieres decir que está muerta? —preguntó.

—Sí —contesté—. Cuando Melinda y yo fuimos a ver cómo estaba, ya no vivía. Llamé a la policía. Lo siento mucho.

A continuación tuve que abrazar a ese hombre que ya ni siquiera me caía bien. Tuve que poner mis brazos alrededor de él y evitar que se cayera al suelo mientras lloraba. Podía oler la fragancia mezclada de su desodorante y su loción de afeitar, el detergente que Poppy había utilizado en su ropa… y el olor a Romney. Era íntimo y repugnante.

La verdad es que no había nada más que añadir.

Cuando se calmó un poco, le dije que tenía que ir a la policía.

—¿Por qué? —dijo sin entender nada.

—Te están buscando.

—Bueno, ahora ya me has encontrado.

—Te están buscando.

Eso llamó su atención.

—¿Quieres decir que piensan que la he podido matar yo?

—Tienen que descartarlo —respondí. Era la forma más diplomática que encontré para expresarlo.

—Voy a tener que decirles dónde estaba.

—Sí, por supuesto.

—¿Crees que necesito un abogado antes de ir? —preguntó. Era la idea más sensata que había dicho hasta el momento.

—Creo que no estaría de más —dije pausadamente.

—Voy a llamar a Bubba —declaró sacando su móvil del bolsillo.

—No, no —le dije sin pensar.

Se me quedó mirando.

Negué con la cabeza con vehemencia.

—Llama a cualquier otro, pero no a Cartland Sewell —dije. Albergaba la esperanza de que la tierra se abriera y se tragara solo a John David, no a mí.

Aunque hubiera jurado que su aspecto no podía empeorar, no fue así, me equivoqué.

—De acuerdo —accedió tras un horrible silencio—. Llamaré a Bryan Pascoe.

Bryan Pascoe era el abogado penal más duro y astuto del condado, no sé qué podía llegar a significar eso, pero lo que sí sabía era que Bryan era de la zona, era serio y conocía las leyes. Tendría más o menos la edad de Avery, pensé, lo que significaba que era un año más o menos mayor que yo. Solo le conocía de vista. Muchas de las Mujeres Engreídas tenían la esperanza de que Bryan se convirtiese en juez en los siguientes dos o tres años.

Por suerte, Pascoe no estaba en ese momento en un juicio. Su secretaria le pasó a John David. Este trató de explicarle la situación, pero se echó a llorar. Para gran incomodidad mía, me apretó el móvil contra las manos.

—Señor Pascoe —le dije. No tenía otra opción—. Soy la hermanastra de John David, Aurora Teagarden.

—Por supuesto. Me acuerdo de ti. Espero que tu madre esté bien. —El abogado tenía una de esas voces maravillosas: profunda, suave, autoritaria.

—Está bien —le aseguré—. Pero tenemos problemas.

—Las personas que me llaman siempre los tienen. ¿Qué puedo hacer por vosotros en este hermoso día de otoño?

—Eh… Bueno, esta es la situación. —Se lo expliqué tan rápida y concisamente como pude mientras John David se apoyaba sobre el capó de mi coche, llorando. Me alegraba tanto que Romney no hubiera salido de su casa que apenas podía contenerme. El hecho de permanecer en el interior era muy inteligente por su parte. Si hubiera salido, le habría propinado una buena paliza. No me sobraba ni tacto ni compasión.

—Buen resumen, niña —dijo Bryan, y me sentí como si me acabara de servir sirope sobre mis tortitas y después las hubiera cortado para mí—. Por suerte para nosotros dos, un cliente acaba de cancelar su cita. Podría encontrarme con John David en SPACOLEC en cuarenta y cinco minutos.

Quise preguntarle a Bryan Pascoe qué demonios se suponía que debía hacer yo con mi hermanastro mientras tanto, pero dudaba que eso supusiese un problema para el abogado.

—Nos vemos allí en cuarenta y cinco minutos, afuera, en las puertas de entrada —precisé, y colgué.

—De acuerdo, John David. —Intenté que mi tono sonara vigoroso y autoritario. Apagué el teléfono y se lo metí en el bolsillo—. Ahora necesitamos meternos en mi coche. —Me preocupaba dejar el coche de John David donde estaba, pero también pensé que no podía hacerme cargo de todos los detalles. Tendría que conseguir que Melinda o Avery vinieran a recogerlo lo antes posible ya que en cuanto se extendiera la noticia de la muerte de Poppy, ese coche en ese lugar sería lo mismo que pintar una gran letra «A» escarlata en el maletero. Cogí las llaves de John David de sus pantalones, saqué la de su coche del llavero y la metí debajo de la alfombrilla del conductor. Seguidamente llamé a Avery y le conté lo del coche. Al menos Avery entendió todo, completamente, sin necesidad de explicarle cada pequeño detalle.

Metí a un poco colaborador John David en el asiento delantero de mi coche, le abroché el cinturón de seguridad y rodeé el vehículo corriendo hasta llegar al asiento del conductor. Si conducía despacio, me llevaría unos quince minutos llegar al complejo SPACOLEC. ¿Qué podía hacer durante los otros treinta minutos?

—Tengo que ir a casa —dijo John David—. Tengo que ver dónde ocurrió.

—No —rechacé—. No hace falta que vayas ahora mismo. Por un lado, estoy segura de que la policía aún está allí. Por otro lado, alguien tiene que limpiar el lugar antes de que entres. Te lo puedo contar. Sucedió en la puerta del patio. Alguien entró por atrás. Probablemente se metió en el patio trasero usando una de las puertas de cristal. —¿O tal vez Poppy intentaba huir en dirección al patio trasero cuando su agresor la atacó después de entrar por la puerta principal? ¿Pero, en ese caso, no debería haberse caído hacia adelante? Ella estaba tumbada sobre su espalda con las piernas fuera de la puerta. No, el atacante tuvo que venir de frente mientras ella miraba en dirección al jardín—. Murió muy rápido. Fue apuñalada.

John David volvió a insistir en ir a su casa y yo le dije con rotundidad que no pensaba llevarlo, que el primer lugar al que iba a ir era SPACOLEC y que más le valía decir toda la verdad. Escuché cómo las palabras salían de mi boca y para mi aterrorizado deleite, sonaba exactamente igual que mi madre.

—Esto va a arruinar a Romney —dijo, hablando en un tono tan bajo que era casi para sí mismo.

—Poppy es más importante en este momento que la reputación de Romney Burns.

—Solo era un comentario —contestó, haciéndome un gesto con la mano para pedir que me calmara.

Yo había respirado hondo tantas veces que pensé que iba a hiperventilar. Conduje muy lentamente y elegí el camino más largo que pude imaginar, pero aun así llegamos a SPACOLEC antes de transcurrir treinta minutos.

Temiendo que algún agente descubriera a John David en mi coche antes de la llegada del abogado, me dirigí a la vieja iglesia de góspel Fuller y estacioné bajo el enorme roble del aparcamiento. El sol danzaba por entre las hojas de cambiante color mientras estas vibraban con el viento frío. Fue un momento extrañamente hermoso, un momento que nunca olvidaría: el hombre infiel sufriendo a mi lado, la iglesia en mitad del campo, la luz pasando entre las temblorosas hojas.

***

Bryan Pascoe no era en absoluto lo que yo esperaba. Dado que todo el mundo me parece alto, me sorprendí al notar que al lado de John David, parecía un hombre de pequeña estatura, quizá metro setenta. Me dio la mano con gravedad para después fijar toda su atención en mi hermanastro.

Mientras el abogado escuchaba a John David, tuve la oportunidad de examinarlo más de cerca. Bryan Pascoe tenía el pelo rubio ceniza y ojos de color azul claro. Tenía la nariz más estrecha y recta que había visto en mi vida; algo que le daba un aspecto astuto y arrogante. No lo conocía lo suficiente como para saber si eso era cierto o no. Nada más aparecer nos dijo que le llamáramos Bryan y después le pidió a John David que le dijera exactamente lo que había hecho ese día.

—Me levanté a las seis y cuarenta y cinco, la hora de siempre —comenzó John David. Su tono de voz, monótono—. Poppy se quedó en la cama hasta que Chase comenzó a llorar sobre las siete. Le dio de comer, le cambió y preparó su bolsa de pañales para el día. No hablamos mucho. Ella no era una persona a la que le gustase madrugar. Yo sabía que tenía que llevar a Chase a casa de Melinda y Avery porque era día del club de Poppy. Ella me preguntó si llegaría a casa a tiempo ya que había pensando hacer chuletas de cerdo para la cena, lo cual no era muy habitual en ella. —Durante un minuto, la boca de John David permaneció torcida—. Se llevó a Chase para que se cepillara los dientes; no tiene muchos así que solo tardó un momento. —Apretó con fuerza los labios hasta cerrarlos, e hizo lo mismo con sus ojos, no estaba segura de si para guardar el recuerdo o para expulsarlo—. Poppy me dijo que como no tenía que estar lista hasta las nueve a lo mejor se volvía a la cama para dormitar un rato más. Como yo era el encargado de Chase esa mañana, tenía que salir a las siete y cuarenta y cinco de casa para llegar al trabajo antes de las nueve, así que me marché. Coloqué a Chase en mi coche (tenemos una sillita de niño en cada coche) y lo dejé en casa de mi hermano. ¿Conoces a Avery y Melinda?

Bryan Pascoe asintió.

—He coincidido con Avery —contestó—. Continúa.

—Hablé con Melinda un minuto. Avery ya se había ido a trabajar. Melinda estaba preocupada porque la niñera se estaba retrasando y ella no podía dejar a los niños solos el tiempo que necesitaba para meterse en la ducha. Conduje hasta Atlanta para trabajar, el tráfico era tan terrible como de costumbre. Llegué a la oficina justo a las nueve. Trabajé hasta las once. —Su rostro enrojeció—. Y entonces les dije que no me encontraba bien y que necesitaba ir a casa. Volví a Lawrenceton pero no fui a mi casa. Fui a casa de Romney Burns. Ella también se había tomado la mañana libre. He estado allí desde que llegué al pueblo, sobre las once y cuarenta y cinco, más o menos. El tráfico era mucho más fluido a la vuelta.

Se trataba sin duda de una explicación bastante sencilla.

Bryan recorrió con John David las actividades de la mañana y las horas una vez más a gran velocidad. Tal vez el contraste resultaba más evidente porque John David y yo estábamos muy aturdidos, pero en ese momento sentí admiración por la claridad y la concentración del abogado.

Entonces Bryan, para mi sorpresa, cogió mi mano.

—Y tú, señorita —dijo con seriedad aunque estaba convencida de que solo tenía uno o dos años más que yo—, cuéntame cuál ha sido tu papel en todo esto.

Una vez más, le ofrecí una versión comprimida.

—Ah, las Mujeres Engreídas —dijo con una sonrisa—. Mi exmujer es una Mujer Engreída.

En ese momento, él nos guiaba hasta el edificio. Di un paso atrás.

—Yo no voy a entrar —declaré.

—Por supuesto, necesitas volver con la familia —dijo Bryan Pascoe, su voz era cálida y comprensiva, pero sus espesas cejas rubias se elevaron.

—Necesito no entrar ahí con él —le dije de forma enfática, aunque no muy clara—. Soy viuda —señalé, y aunque John David aún parecía aturdido y sin comprender, Bryan Pascoe inmediatamente captó el sentido de mi frase. Cualquier mujer que no estuviera casada sería doblemente sospechosa si acompañaba a John David precisamente ese día.

—Bien pensado. Hablamos más tarde —dijo, y a continuación él y John David entraron en el complejo, dispuestos a sumergirse en los asuntos de la justicia.

Dado que tenía que volver a casa y poner a John Queensland al corriente, me pregunté quién de todos mis familiares se llevaría el peor rato.

***

En el camino de vuelta a casa de mi madre, me detuve en la biblioteca para explicar la situación y pedir algo de tiempo libre. Aún llevaba mi elegante vestido y mis buenos zapatos de salón de tacón alto. Antes de que empezaran a llover las condolencias, estuvieron un rato admirando mi atuendo. Tanto Perry Allison como Lillian Schmidt me dieron abrazos sinceros, algo que agradecí. Una vez hube aceptado la primera ronda de condolencias, Perry dijo:

—Oh, por cierto, hay un hombre, joven, esperándote.

Sus palabras no tuvieron el efecto esperado.

—¿No será mi hijastro? —pregunté, mirando en todas direcciones para poder esconderme si veía a Barrett acercarse.

—No, no, este es más joven. —Perry, que estaba resplandeciente en unos pantalones cargo verde oscuro y una camisa color chocolate, señaló al área de las revistas. Miré al joven sentado en la mesa redonda leyendo una revista sobre videojuegos. Medía fácilmente uno setenta y cinco, y era ancho de hombros. Su ropa de estilo adolescente-chic empezó su vida siendo cara pero hacía tiempo que se había pasado al estilo mugriento. Su piel no era ni mucho menos perfecta —el acné juvenil la había atacado duramente— pero estaba muy bronceada, y su cabello estaba teñido en un tono oro metálico brillante. Su cara me resultaba familiar, había algo en su nariz y su boca que hizo que saltaran todas las alarmas en mi cabeza.

—Lo conozco —murmuré—. ¿Quién es?

Levantó la vista y su mirada volvió a mí tras retirarla una vez. Se levantó lentamente, cerrando la revista y tirándola en la estantería.

—¿Quieres que me quede? —preguntó Perry mientras el adolescente se acercaba. No contesté porque una esperanza había empezado a crecer en mí, una esperanza que yo apenas me atrevía a admitir.

—¿Hermanita? —dijo el chico.

Oh Dios mío, su voz había cambiado.

Le miré fijamente.

—¿Phillip?

Un instante después unos musculosos brazos me levantaban en el aire y ese rostro extrañamente familiar me sonreía.

—Mi hermano —le dije con orgullo a un Perry boquiabierto—. Es mi hermano.

Una vez Phillip me depositó de nuevo en el suelo, empujé mis gafas sobre el puente de la nariz y le devolví la sonrisa.

—¿Están papá y Betty Jo aquí en Lawrenceton? —pregunté, muy sorprendida de no tener constancia de semejante viaje.

—Eh… no. —Era como si tuviera la palabra «cautela» tatuada en toda la frente. Mmm, interesante.

Mi compañero de trabajo me recordó que estaba presente emitiendo un pequeño carraspeo.

—Phillip, te presento a Perry —dije, convencida de estar alegrándole el día a Perry. La llegada de un hermano al que no se ha visto en mucho tiempo era una jugosa noticia para la máquina de propagar cotilleos de Lawrenceton.

Perry estrechó la mano de Phillip con solemnidad y declaró que estaba encantado de conocer a cualquier hermano mío, a continuación encontró algo que hacer al otro lado de la biblioteca. Perry no era insensible a lo que se respiraba en el ambiente. Tras un incómodo momento, le sugerí a mi hermano salir a la calle hasta el aparcamiento para empleados y poder así tener una pequeña charla. Hacía más frío y el viento soplaba a ráfagas, pronto empezaría a llover. Phillip llevaba una camiseta debajo de una camisa de franela desabrochada y la brisa era demasiado fuerte para su atuendo. Tenía la piel de gallina.

—Estoy realmente feliz de verte, pero será mejor que me expliques por qué estás aquí —le dije intentando no sonar demasiado severa.

—Las cosas no han estado yendo demasiado bien en casa —admitió, metiéndose las manos en los bolsillos. Ya lo había insinuado en sus emails, así que no debería haberme sorprendido.

—Papá no ha podido mantener su… —me paré en seco y lo cambié por una frase más suave—. ¿Papá no le ha sido fiel a Betty Jo?

—Exacto —murmuró mi hermanastro.

—Supongo que algunas cosas no cambian. —Intenté no sonar amarga—. Escucha, Phillip, por favor, dime que saben dónde estás.

—Eh…, no exactamente. —Trató de sonreírme, pero no funcionó.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Bueno, el hermano mayor de un amigo iba a Dallas, así que le dije que si me llevaba con él, le pagaba la mitad del combustible.

—¿Y ese hermano no sabía cuántos años tienes?

—Eh, no.

Claro que lo sabía. Había ayudado a un fugitivo de catorce años de edad. ¿O Phillip tenía ahora quince? Sí, recién cumplidos.

—¿Y una vez llegaste a Dallas?

—Yo, eh… hice autostop y me cogió un camionero hasta Texarkana.

—¿Todo bien con él? —Phillip no me estaba mirando a los ojos.

—Con él todo bien. Con el siguiente, no. —Phillip tiritaba de frío, o al menos yo esperaba que fuera de frío. Después de observarle con atención, me cercioré de que no era más que eso.

Respiré hondo, muy hondo, intentado hacerlo en silencio.

—¿Quieres que te lleve al médico? —le pregunté con mucha suavidad—. Hay un montón de especialistas en Atlanta; no nos conocen ni a ti ni a mí ni nos volverían a ver nunca más.

—No —dijo Phillip, con el rostro rojo como el ladrillo—. Entiendo lo que dices, pero no llegó a eso. Pero sí que fue mogollón de intenso. —Él podía pensar que sus labios dibujaban una sonrisa, pero se trataba de una mueca compuesta por miedo, vergüenza y humillación.

—¿Dónde acabaste?

—Con el malo, llegué hasta cerca de Memphis. Otro coche me llevó hasta la ciudad.

—Ajá. —Yo me estaba mordiendo el interior del carrillo para poder mantener mi rostro sereno—. ¿Y entonces?

—Eh… fui al campus de la universidad, ya sabes, la Universidad de Memphis, y me dirigí al Centro de Estudiantes para leer lo que había en el tablón de anuncios.

Me pregunté cómo había aprendido a hacer algo así.

—Y entre los anuncios había uno de dos chicas que necesitaban un chico para ir con ellas a Birmingham. Tenían miedo de que se les pinchara una rueda o algo así, y yo al menos sé cambiar una rueda pinchada. Creo… De todos modos, a Britta no le llegó a pasar eso.

Britta. Mmm.

—Así que te llevaron hasta Birmingham.

—Sí. —Aunque parecía imposible, el rostro de Phillip enrojeció aún más. Estaba dispuesta a apostar a que esas chicas no conocían su verdadera edad. A la vez, un pensamiento más sombrío cruzaba mi cabeza: Phillip iba a necesitar hacerse un análisis de sangre—. Así que desde Birmingham solo tuve que coger el autobús.

—Me alegro de que tuvieras dinero de sobra para eso.

—Bueno, Britta y Margery me ayudaron con el billete.

—Has tenido un montón de aventuras —comenté, sonriendo para no gritar. Tenía suerte de estar vivo.

—Sí. Creo que… ya sabes, me fue bien. —Parecía saber que si subía su nivel de fanfarronería, se llevaría un buen tirón de orejas.

—¿Y durante todo este tiempo tus padres no han sabido dónde estabas?

Asintió.

No podía ni imaginar cómo se tendrían que sentir.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —le pregunté con una voz que apenas logré mantener serena.

—Eh… vamos a ver. Dos días y medio a Dallas, medio día hasta conseguir que me llevara el señor Hammond, después el viaje a Texarkana, donde le ayudé a descargar el camión, y luego el otro tío, el de la pickup, eso duró unas dos horas, después me escondí en el bosque…

Pude sentir cómo toda la sangre se drenaba de mi cara; me senté en el capó del coche de Perry, que era el que estaba más cerca.

—Oye, Roe, no te pongas tan… No ha sido tan malo como estás pensando. Yo solo… yo nunca imaginé… Probablemente él nunca me hubiera, esto, forzado… Simplemente me asusté.

—Eso está bien. Es lo que hace la gente cuando se enfrenta a una situación que da miedo. Esconderse era la mejor manera de ponerte a salvo —le dije con sensatez, pensando incluso en atreverme a llamar a algún vidente telefónico para averiguar quién era el individuo que había arrancado un pedazo de la vida de mi hermano, para, a continuación, arrancarle yo un pedazo de la suya.

—Entonces —le dije en seguida—. Parece que has estado fuera unos cuatro días, ¿no?

—Creo que sí. Aunque también hice un viaje en un autobús contratado por gente que iba a los casinos flotantes en Tunica, ¿lo conoces?, justo debajo de Memphis, pero conseguí que me dejara en Memphis, porque pensé que probablemente tenía más opciones de lograr que alguien me recogiera estando en una ciudad. Y entonces conocí a Britta y Margery.

—Por lo tanto, tus padres llevan sin saber dónde estás desde hace seis días, día arriba, día abajo, ¿no?

—Eh, bueno, les he llamado, ya sabes.

Cerré los ojos. Gracias a Dios.

—Les llamé con mi tarjeta de teléfono desde cabinas públicas. Ya casi no me quedan minutos. Solo les dije que estaba bien. No les he dicho que iba a venirme contigo.

Y no se les había pasado por la cabeza: no me habían llamado para pedirme que estuviera alerta. Por alguna razón, eso me enfadó. Mi hermanastro desaparece y mi propio padre, ¿no me puede llamar para contármelo?

Me di cuenta, tras mirar su joven rostro, de que Phillip estaba exhausto. A pesar de no haber estado presente durante gran parte de la juventud de mi hermanastro (debido a que mi padre, a propósito, le había alejado de mí cuando él iba al colegio), estaba segura de que Phillip había crecido en un ambiente de clase media protegido. El mejor ambiente que sus padres podían proporcionarle en el sur de California.

—Quizá te permitan quedarte durante un tiempo —le dije—. Estoy segura de que te gustaría.

—Siento que no quisieran venir ni a tu boda ni al funeral de tu marido —dijo Phillip con tristeza—. Me gustó mucho el señor Bartell cuando lo conocí. Traté de convencerles para que me dejaran venir solo, pero no me hicieron caso.

—Bueno, colega, no pasa nada —declaré. Por supuesto que pasaba, pero el mal comportamiento de sus padres no era culpa de Phillip. Martin había excusado a su hijo, Barrett, quien hizo más o menos lo mismo por nuestra boda. Pero en cambio se enfadó con mi padre y Betty Jo cuando comprendió que su ausencia me había hecho daño. Martin y yo habíamos parado en su casa en una ocasión en que fuimos de viaje a California. La visita había sido muy incómoda, lo único positivo fue haber visto a Phillip.

Eso debió ser… ¿hacía un año y medio? Pensé que Phillip había crecido más de diez centímetros desde entonces.

—Luego hablaremos un poco más acerca de tu viaje. Además, tendremos que llamar a tus padres; y poner a lavar tu ropa, y a ti también. ¿No tienes nada más que lo que llevas puesto? —Yo intentaba sonar madura y responsable, pero ya había utilizado una gran parte de la autoridad que poseía al hablar con mi otro hermanastro errante, John David.

—Eh, me dejé la mochila al salir de la camioneta tan rápido —confesó, apartando los ojos.

—Luego nos ocuparemos del tema de la ropa.

—Oye, Roe, ¿sales con alguien ahora? Mamá me contó que algo decían en una columna de cotilleos de una revista de cine.

—¡Uf! No tenía ni idea. Sin duda yo no soy tan importante como para aparecer en la prensa, así que debe de ser por Robin Crusoe, el hombre con el que salgo. Es escritor. Hace mucho tiempo que nos conocemos, pero regresó a Lawrenceton un par de meses atrás y empezamos a salir.

—Leí Asesinatos caprichosos. —Era el libro basado en hechos reales de Robin, un libro que hizo mucho dinero y había dado a conocer su nombre por todas partes—. Yo me puedo buscar cualquier otro sitio cuando él se quede en tu casa —me dijo Phillip con actitud de hombre de mundo.

—Ya hablaremos de eso más tarde. No supondrá ningún problema. De todos modos, ahora Robin está de viaje. —Pero tenía que llamarlo, y de forma inmediata. A Robin le dolería que no le dijera lo de Poppy cuanto antes—. De momento déjame que vuelva a entrar para decirles que me tengo que tomar el resto de la tarde libre. Después iremos a mi nueva casa. Te dije que me había mudado, ¿verdad?

—Por supuesto.

—De acuerdo entonces. —Mi mano izquierda seguía sujetando el bolso. Busqué y saqué las llaves del coche y le señalé el Volvo a mi hermano—. Espérame allí mientras yo entro un segundo.

—Vale —dijo.

Entré rápidamente por la puerta trasera de la biblioteca, preguntándome qué clase de inconsciente le habría dado las llaves de su coche a un adolescente itinerante y recé con todo mi corazón para que al volver mi hermano siguiese allí.

Darle explicaciones a Sam no fue fácil, pero lo cierto era que hablar con Sam era cada vez más complicado. A medida que envejecía, Sam se estaba volviendo más irritable y dado que solo tendría cincuenta y pocos años, aún le quedaba mucho camino por recorrer. Había perdido a su secretaria perfecta hacía pocos meses y seguía sin reemplazarla. No encontraba a nadie que fuera ni siquiera capaz de mostrar un indicio de que algún día podría llegar a ser casi tan buena como la llorada Patricia. Me preguntaba cómo se estaría tomando la esposa de Sam este prolongado duelo. Yo no la conocía muy bien, pero Marva había sido profesora de álgebra en el instituto durante mucho tiempo y no creía que estuviera dispuesta a aguantar demasiadas tonterías.

Para mi inmenso alivio, cuando abrí la puerta Phillip seguía en el coche. Y no solo eso, sino que además estaba profundamente dormido. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás en el respaldo y cuando me deslicé en el asiento del conductor me percaté de que Phillip tenía unos pelos largos en la barbilla. Casi me echo a llorar, algo que habría sido terrible. Conduje hasta mi casa de la manera más delicada posible y, cuando llegamos allí, dirigí a mi hermano pequeño (ahora solo cronológicamente más pequeño) a la cocina desde el garaje y a continuación hasta el dormitorio de invitados. Apenas estaba despierto.

—Date una ducha y después te metes en la cama. Voy a hacer una colada con tu ropa mientras duermes —le dije—. Incluso, si te parece bien, voy a llamar a tu madre en tu nombre.

—¿Lo harías? —Phillip mostraba un agradecimiento transparente. Probablemente yo no debería haberme ofrecido, pero no podía permitir que ellos se preocuparan por su hijo ni un minuto más de lo necesario, y era evidente que Phillip no se encontraba en forma para un enfrentamiento emocional.

Siempre guardaba un albornoz en el armario de la habitación de invitados. Se lo señalé a Phillip, quien lo miró como si nunca hubiera visto una prenda semejante. Me fui para darle un poco de intimidad. En breve escuché el agua de la ducha correr… y correr, y correr, y correr. Justo cuando estaba a punto de ir al cuarto de baño para comprobar que no se había ahogado, cortó el agua. Pude ver un instante cómo Phillip corría desde el baño al dormitorio, con el albornoz puesto. Su ropa —y dos toallas— estaban en un montón en el suelo del baño ahora lleno de vapor y, de forma automática, miré en los bolsillos de sus mugrientos vaqueros para evitar lavar algo que no debía.

Saqué la cartera, un par de pañuelos de papel arrugados, una navaja, unas monedas y dos condones sin abrir.

En fin, me quedé horrorizada. Legalmente mi hermano no podía ni siquiera conducir un coche solo.

Tuve que sentarme para serenarme un minuto. Estaba reaccionando como si yo fuera la madre de Phillip y, aunque tenía edad suficiente para serlo, no lo era. Yo era su hermana mayor. Phillip tenía una madre perfectamente operativa, que sin duda pensaba que yo era la mismísima encarnación del demonio; por lo demás, parecía ser una mujer razonable.

De repente caí en la cuenta de que con toda la agitación de su llegada no le había preguntado exactamente por qué había aparecido en mi puerta. Había comentado que mi padre había engañado a su madre, algo muy fácil de imaginar, pero eso no parecía suficiente motivo para hacer autostop por todo el país. Pensé que algo más debía de haberle pasado a Phillip para hacer algo tan drástico… aunque de repente me di cuenta de que, probablemente, a Philip su viaje no le parecía tan temible como me lo parecía a mí. A su edad aún no apreciaba el mal que hay en el mundo.

También era cierto que a los seis años Phillip descubrió que existían cosas malas y que le podían ocurrir a él, una lección que yo no sabía si podía ser olvidada, fuera cual fuera la edad del alumno. Cuando Phillip vivía en Atlanta, yo le había cuidado los fines de semana con bastante frecuencia, para que así mi padre y Betty Jo pudieran tener algo de tiempo en pareja. Yo disfrutaba mucho de esos ratos con él. Pero uno de esos fines de semana en los que se había quedado conmigo, Phillip fue secuestrado y habría sido asesinado de una manera horrible si no llego a aparecer justo cuando lo hice. De hecho, si no hubiera sido por Robin, tanto Phillip como yo habríamos terminado muertos. Con mi llegada conseguí ganar un poco de tiempo y gracias a eso se evitó una tragedia. Pero desde entonces, mi padre y Betty Jo actuaban como si yo hubiera sido la causante del incidente. Sostuvieron que verme traumatizaría aún más a Phillip, así que, para asegurarse de que yo mantenía la distancia, se mudaron a California y encontraron trabajo allí. Yo solo pude retomar un contacto no vigilado con mi hermano cuando este tuvo su primer ordenador. La primera persona a la que le había enviado un email —después de a aproximadamente veinte de sus mejores amigos— fue a mí. Me sentí muy orgullosa.

Ya era hora de afrontar las consecuencias, fueran cuales fueran. Busqué el número de la casa de mi padre y lo marqué en el teclado.

—¿Hola? —era la voz de Betty Jo. Parecía muy tensa.

—Soy Aurora —contesté—. Phillip está conmigo.

—¡Oh, gracias a Dios! —Betty Jo se echó a llorar—. Phil, coge el otro teléfono. ¡Phillip está en casa de tu hija!

—¿Está bien? —preguntó mi padre.

—Parece que sí. Ahora mismo está durmiendo. —Dudé un momento pero luego decidí que las aventuras de Phillip debería relatarlas él mismo—. Le he dicho que os llamaría.

—¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Qué…? ¿Le pediste tú que fuera a verte? Hemos mirado en su ordenador y nos hemos enterado de que te ha estado enviando emails.

Tocado. Puse los ojos en blanco, aunque no había nadie allí para percibir el efecto.

—Entonces sabrás que yo no le he invitado a que venga. Nunca haría eso sin hablar primero contigo. Por lo que yo sé, todo ha sido idea suya. Me ha contado que había problemas en casa.

Tocado y hundido.

Hubo un largo silencio, allá lejos, en California.

—Bueno, es mejor no entrar en eso ahora —comenzó mi padre.

Pero Betty Jo añadió ácidamente:

—Phillip entró en la habitación mientras Phil se la estaba metiendo a otra mujer. Bueno, ni siquiera a una mujer. A una niña.

Aquello era más de lo que quería saber, pero sí que explicaba la extrema reacción de Phillip. Estaba dispuesta a apostar a que Phillip conocía a la chica.

—Vosotros dos tenéis que resolver vuestros problemas. No quiero oír los detalles gráficos —afirmé con rotundidad—. Dejad que Phillip se quede aquí un tiempo, ¿de acuerdo? Me encantaría poder estar con él y esta casa es grande.

—Pero ahora tienes novio —protestó Betty Jo.

—Si me estás acusando de dar mal ejemplo a Phillip por, quizá, dormir con mi novio formal de vez en cuando, en fin, creo que Phillip ya lo sabe todo sobre las semillitas y las flores. Especialmente después de lo que me acabas de contar. —Qué demonios, pero si ya es practicante activo, pensé.

—De todas formas esta semana tiene vacaciones por Acción de Gracias —dijo Betty Jo. Por una vez sonaba serena—. Así que tal vez podría quedarse una semana… es posible que para entonces arreglemos las cosas o al menos decidamos qué vamos a hacer.

—Eso podría estar bien —dijo mi padre con cautela—. Gracias, muñeca.

Odiaba que me llamaran «muñeca», pero él siempre me había llamado así y no iba a cambiar ahora.

—Si necesitas que se quede más tiempo, puede ir al instituto de aquí —dije, como si algo así se pudiera conseguir con simplemente chascar los dedos. Por supuesto, yo no tenía ni la menor idea de cómo inscribir a un adolescente en mitad de curso, pero no debía de ser tan difícil, ¿no?

—De acuerdo —accedió Betty Jo—. De acuerdo. —Sonaba como si intentara convencerse a sí misma de que era una buena idea—. No puedo creer que Phillip recorriese el país por su cuenta. Cuando pienso en lo que le podría haber pasado…

—Roe, gracias —dijo mi padre. Por primera vez, me hablaba como si yo fuera una persona adulta—. Sé que vas a cuidar de él. Apuesto a que solo necesita a alguien con quien hablar.

—Apuesto a que es así —coincidí, tratando de sonar reconfortante—. Va a estar bien. Le cuidaré.

—No hay nuevos asesinatos, ¿verdad? —preguntó mi padre, nervioso.

No desde esta mañana.

—No, papá —le dije como si esa fuera la idea más tonta que jamás había oído—. Ja, ja, ja.

—Saluda a tu madre de nuestra parte —dijo Betty Jo, en una concesión a la cortesía—. Y que Phillip nos llame nada más despertarse.

—Tiene muchas cosas de las que responder —dijo mi padre con seriedad.

—¡Y tú también! —le atacó Betty Jo—. Adiós, Roe.

Estaba tan contenta de terminar la conversación que casi me puse a bailar.