11

Cuando llegué a casa esa noche, lo último que deseaba hacer era cocinar. El día después de Acción de Gracias no era para estar esclavizada en los fuegos de la cocina (que era más o menos lo que había hecho el día anterior), así que, entre los mensajes que aguardaban en mi contestador automático, me encantó descubrir uno de Robin invitándonos a Phillip y a mí a cenar. Casi se me cae el teléfono por las prisas al marcar su número para contestarle que aceptaba la invitación.

Phillip, que había regresado de pasar un día con otro adolescente, no parecía tan entusiasmado. La compañía de tres adultos le resultaba menos atractiva después de estar una larga tarde con Josh, mirando a las chicas en el centro comercial. Yo sospechaba que mi hermano estaba volviendo a su estado normal, cada vez más relajado en mi compañía, y ya no tan ansioso por ser útil y mostrar sus mejores modales. Había asumido que yo no iba a echarlo de allí.

—¿No puedo quedarme aquí y comerme las sobras? —preguntó en un tono sospechosamente cercano a un quejido.

—No, no puedes —contesté en un tono sospechosamente cercano a una orden directa. Me pregunté de nuevo por qué mi padre no habría llamado para fijar el regreso de Phillip.

El mensaje de Robin fue el tercero que escuché. Los dos primeros eran, respectivamente, de Cara Embler (decía que había encontrado a Moosie y que se lo quedaba en su casa hasta que decidiéramos qué hacer con él) y del chico de Scene Clean, Zachary Lee (quien esperaba que hubiéramos encontrado su servicio satisfactorio y se lo recomendáramos a nuestros amigos). Miré el reloj y decidí no escuchar los mensajes que quedaban. Estaba sucia, llena de polvo, y tenía una necesidad extrema de darme una buena ducha. Que hubiera aparecido Moosie me puso muy feliz e hice una nota mental para llamar a John David al día siguiente y contarle cual era el paradero del gatito.

Le dije a Phillip que tenía buen aspecto. De todas formas no tenía más ropa, y yo esperaba que Robin tomara ese dato en consideración al elegir el restaurante. Tiré en el cesto de la ropa sucia mi ropa, que pedía a gritos un inmediato día de colada, y dejé en la encimera del baño la pequeña bolsa de Wal-Mart que me había traído a casa. Tal vez mañana por la mañana, pensé. Ahora era el peor momento del mundo.

La ducha me pareció una bendición. Cuando salí estaba totalmente limpia, relajada y mucho más optimista. Me miré en el espejo con atención. Mi pecho estaba un poco diferente, las aureolas de los pezones más oscuras, y cuando me puse el sujetador, me di cuenta de lo dolorida que estaba.

Invertí toda mi energía en ignorar la pequeña bolsa y la dejé como estaba, cerrada.

Corinne era muy aficionada a la comida italiana, y había un nuevo restaurante italiano a medio camino entre Lawrenceton y la interestatal, en una zona antes vacía que ahora empezaba a llenarse de comercios esparcidos. De hecho, el restaurante no estaba demasiado lejos de la Grabbit Kwik, la estación de servicio donde Sandy Wynn había llenado el depósito de su coche el lunes.

Expulsé la muerte de Poppy de mi mente. Traté de no recordar todas las cosas desagradables que Melinda y yo habíamos descubierto ese día. Me obligué a no pensar en la bolsa que había dejado en la encimera del cuarto de baño.

Todo ese no pensar dejó mi mente bastante vacía. Me temo que no fui muy buena conversadora esa noche. Hice el intento de ser una buena oyente, para animar a Corinne a hablar y así no parecer estúpida por mis silencios. Además le hice muchas preguntas a Robin. Phillip decidió hablar sobre el consumo de drogas en su escuela de California, supongo que para impresionarnos a los demás, sureños de poco mundo. Robin le recordó algunas anécdotas bien escogidas vividas por él durante los últimos dos años de su estancia en Los Ángeles, anécdotas de la gente del cine, y por cada historia que Phillip elegía contar, Robin le superaba con facilidad.

Corinne, según nos contó, había dejado a su chihuahua y a su manchester terrier al cuidado de una de sus hijas, y esa misma tarde comprobó que estaban bien mediante una llamada. Corinne era una de esas mujeres que necesitan tener a alguien a quien cuidar; por lo que yo sabía, eso la hacía ser como la mayoría de las mujeres. Ahora que sus hijos eran mayores y se habían ido y sus nietos la visitaban de vez en cuando, pero no se quedaban varios días seguidos, los perros habían llenado ese hueco. Aunque era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que no todo el mundo quería escuchar historias detalladas de animales, estaba tan perdidamente enamorada de ellos que le daba igual, así que escuchamos muchas anécdotas sobre Punky y su pequeño truco con el balón hinchable y los hábitos diarios de Percy cuando se despertaba por las mañanas.

Eso me recordó que llevaba un par de días sin ver a Madeleine y durante un descanso en esta veneración perruna, le pregunté a Phillip si había visto a la vieja e inmensa gata.

—No —dijo—. Puede ser que no le caiga bien y que haya decidido quedarse fuera hasta que me vaya.

—Nada le haría perderse una comida a Madeleine —dije.

—¿Se llama así por la niña de los libros? —preguntó Corinne alegremente.

—No, por la envenenadora —contesté, resumiendo—. Madeleine Smith, Glasgow, 1857.

—Oh —dijo Corinne.

Dejamos de oír historias de perros por un tiempo.

Cuando Robin nos dejó en casa, Phillip me adelantó a paso largo para entrar a enchufarse algún programa de televisión que se moría por ver. Robin entró en el hall conmigo y cerró la puerta tras de sí. En su cabeza tenía un beso intenso, largo y romántico pero cuando me atrajo hacia sí, el dolor de mis pechos protestó.

—No tan fuerte —le dije intentando sonreír.

—¿Qué pasa? —Estaba desconcertado. Y no me sorprendía. La noche anterior había sido una mujer apasionada y en ese momento prácticamente lo estaba apartando a empujones. En ese momento era tan reacia a la idea del sexo que le habría dado una patada en la espinilla si llega a sugerirlo. Le respondí echándome a llorar.

—¿Qué ocurre? —Robin, aterrorizado, me agarró por los codos—. ¿Qué pasa? ¿Estás disgustada por lo de Poppy? ¿Es Madeleine? Te juro, cariño, que mañana empiezo a buscarla.

—No, no es eso. —Quería contarle mi largo y desagradable día y decirle lo que estaba empezando a sospechar que podría ser verdad. Pero ese no era el momento y además su madre estaba esperando su regreso sentada en el coche, con el frío que hacía fuera.

—¿Tu madre se va el lunes? —sollocé.

—No, me olvidé contártelo. Se va mañana por la tarde. Antes de salir hacia aquí, cambió su reserva cuando la compañía aérea la llamó por una cancelación de última hora —dijo Robin—. Una de sus mejores amigas ha perdido a su hijo en un accidente en el extranjero y el funeral está programado para el domingo por la tarde. Mamá quiere estar de vuelta para el acto. Es increíble que haya podido conseguir un asiento libre en el avión; me ha dicho que estuvo al teléfono durante horas, pero finalmente lo ha conseguido. —Sonaba lleno de admiración—. Pero cuéntame qué es lo que te preocupa.

—No te lo puedo decir en este momento —le dije. Ya había dejado de llorar de forma activa, solo quedaba el habitual sollozo ocasional y la típica voz entrecortada. Esto era una locura. No tenía ningún control. Me sentía el copiloto de mis propias emociones—. Hoy han pasado muchas cosas. Podemos hablar mañana, cuando regreses de llevar a tu madre al aeropuerto. Llámame.

—Claro —dijo. Vacilante, se inclinó y me dio un beso en la frente. De todos modos, ahí llegaba mejor que a mis labios.

Estaba demasiado cansada hasta para quitarme la ropa. Le deseé a mi hermano buenas noches, le pedí que comprobara las puertas antes de irse a la cama, eché una mirada desconsolada al plato de comida de Madeleine (todavía lleno) y me metí en la cama. Pensé que quizá podría mantenerme despierta un rato para hacer un resumen de la jornada, pero en el momento en que mi cabeza rozó la almohada, me desplomé.

***

Me estaban zarandeando.

Alguien me había agarrado del hombro y me decía:

—Roe, ¡despierta! —con voz aterrorizada.

Abrí los ojos a la luz del sol. No había dormido dos horas o menos, como había supuesto; había dormido toda la noche y algo más. Phillip estaba de pie junto a la cama con rostro aterrado.

—¿Qué pasa? —pregunté, sentándome. Mi corazón estaba acelerado y sentía como si en mi boca se hubiera revolcado una manada de sucios animales, por ejemplo una manada de búfalos de agua cubiertos de barro—. ¿Qué pasa? —pregunté de nuevo, en esa ocasión con más nitidez. Ya estaba completamente despierta.

—Mi mamá se ha ido y tu gata está muerta.

Empecé a decir algo, cerré mi boca y la abrí de nuevo.

—Di eso otra vez —le exigí.

—¿Sabes esos mensajes que no escuchaste ayer por la noche? —El tono de sus palabras sin duda era acusatorio—. Uno de esos mensajes era de nuestro padre. Dice que mi madre se ha ido y que no sabe adónde. Dice que se ha ido con un señor.

Durante un instante de locura, me pregunté si Betty Jo también haría autostop hasta Lawrenceton. Después recupere mi sentido común.

—Eso es horrible —le dije—. Pero papá no piensa que esté en peligro, ¿verdad? Quiero decir, no hay duda de que ella se ha ido voluntariamente, ¿no? —Phillip palideció—. Tu madre planeó escaparse con ese hombre —continué, intentado ser más clara—. No es que la haya secuestrado.

—Exacto —dijo Phillip, calmándose un poco—. Definitivamente se ha marchado porque quiso. Le dijo a papá que se pondría en contacto con él pronto. Le pidió que me llamase y le dijo que sabía que contigo estaba bien.

Algo bastante cómico viniendo de la mujer que se había llevado volando a Phillip nada menos que a California para evitar mi compañía contaminante.

—Me alegra que piense eso —logré decir, queriendo tomarme una taza de café más que cualquier bebida en toda mi vida—. Hablaremos más sobre este asunto luego porque sé que sin duda es lo más importante, pero ¿has dicho que Madeleine está muerta?

Personalmente, consideraba a Madeleine mucho más importante que lo otro, pero estaba intentando mostrarme sensible al dolor de Phillip.

—Oh, sí, esta mañana. Como hacía bueno, salí al patio trasero; me puse a jugar al fútbol con una piña y de repente esta aterrizó sobre algo que había en los arbustos junto a la pared. —El patio de mi casa, como pasaba con el de Poppy, estaba cerrado por una valla maciza de madera, aunque la mía era bastante más baja—. Fui a ver por qué el sonido era tan extraño y vi a tu vieja gata allí tumbada en el suelo; estaba toda empapada y eso, y está muerta. —Phillip me miró desanimado. El crío había tenido una mañana difícil y solo eran las…

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—Las nueve y media —contestó Phillip—. ¿Lo ves? Hay un reloj justo al lado de tu cama, hermanita. —Quizá estaba siendo un poco sarcástico.

—Vale, vale, no lo he mirado. —Busqué mis gafas en la mesilla de noche y me las puse. Respiré hondo, después me fui al baño a lavarme la cara, intentando preparar las actividades del día.

Creo que no llegaban a cuatro las veces que en toda mi vida había dormido hasta las 9:30 de la mañana, y una de ellas había sido después de mi baile de graduación, cuando me quedé despierta toda la noche, siguiendo la tradición local. Estaba aturdida por tanto sueño y me pregunté qué lo habría causado. Después, al ver la bolsa de Wal-Mart sospeché saber la razón, pero aparté el pensamiento con todas mis fuerzas. Tenía suficientes cosas de las que encargarme en ese momento. Cogí la bata más gruesa que encontré en el armario y deslicé mis pies en unos zuecos Birkenstock. Salimos al patio trasero. El día estaba despejado y hacía frío, y los tobillos me picaban por la fría brisa.

Madeleine yacía bajo un arbusto. Estaba prácticamente oculta. No me sorprendió no haberla visto antes desde la casa. Parecía tan tranquila, como cualquier ser vivo muerto. Parecía como si la vieja gata simplemente se hubiera tumbado y pasado a mejor vida.

Me dije que Madeleine estaba en el cielo con su dueña original, mi amiga Jane Engle. Esta convicción vino a mí con tanta nitidez y naturalidad que sabía que jamás podría cuestionarla.

—Phillip, necesito que vayas a buscar una pala al garaje —le dije—. Puedes enterrarla directamente donde está, o quizá sea mejor hacer el hoyo un poco alejado del arbusto para no toparte con demasiadas raíces.

—¿Yo? —Phillip sonaba absolutamente asombrado—. ¡Era tu gata!

—Anotada tu queja —le espeté—. Pero el que quiere menos al animal asume la responsabilidad de cavar el hoyo. Yo adoraba a esta vieja gata y estoy muy afectada. Además tienes veinte años menos que yo y ¡te toca cavar el maldito agujero!

Giré sobre mis talones, todo lo que se podía con esos zuecos, y me fui hacia la casa para escuchar los mensajes del contestador.

Lloré un poco y me limpié los ojos y la nariz con un pañuelo antes de darle al botón y escuchar el contestador automático. El primer mensaje (después de los tres que había escuchado la noche anterior) era de mi padre. Contaba lo que Phillip había dicho, aunque lo que no añadió, por supuesto, era que mi padre sonaba aturdido e indignado, como si nunca hubiera imaginado que su alejamiento de la fidelidad pudiera tener consecuencias nefastas. Y al parecer, papá nunca había considerado la posibilidad de que su esposa pudiera seguir su ejemplo. Me di cuenta de inmediato (y Phillip no había mencionado nada al respecto) de que mi padre no había dicho ni pío sobre el regreso de Phillip a su casa.

Mmm. Papá y yo teníamos que hablar.

El siguiente mensaje era de mi madre, quien confirmaba que el cuerpo de Poppy llegaría a Lawrenceton el sábado, es decir ese mismo día, y que estaría listo para el entierro el lunes. John David había concertado el funeral a la diez de la mañana en Saint Stephen. El entierro sería inmediatamente después.

Tendría que comprobar mi horario de trabajo y ver si necesitaba pedir la mañana libre. A ese ritmo, Sam me lo quitaría de la nómina. El presupuesto de la biblioteca siempre era ajustado. Yo había sido seleccionada para seguir un curso de informática para bibliotecarios en Atlanta y me hacía mucha ilusión, así que estuve a punto de pedirle a Sam volver a trabajar a tiempo completo, pero pensé que quizá era mejor no hacer esa llamada.

Melinda había dejado un mensaje diciendo que Aubrey podía vernos a las diez y media de esa mañana.

—Oh, Dios mío —murmuré, mirando el reloj. Me lavé la cara otra vez y me puse algo de maquillaje, a pesar de que mis ojos se veían rojos e hinchados detrás de las gafas. Ese día me decidí por las de montura negra, con toques dorados en las patillas. Pensé que con esas gafas parecía una persona seria pero amante de la diversión. Me puse unos pantalones de color cereza y un suéter a cuadros blancos y cereza, para evitar tener un aspecto fúnebre. A continuación pensé que parecía demasiado alegre, pero ya no había nada que hacer al respecto. Si no quería llegar tarde, me tenía que ir. Odio llegar tarde.

Además, pensé mientras bajaba por la rampa de entrada a mi casa, el día probablemente ya se encargaría de destruir cualquier atisbo de alegría.

Cuando llegué al aparcamiento de la iglesia, vi a Melinda bajar de su coche. Iba en chándal. Un chándal alegre de colores rojo y verde con una enorme cabeza de reno en la parte delantera de la sudadera. Para conjuntarlo, se había puesto unas bonitas zapatillas de color rojo con cordones verdes, y su abrigo rojo. La Navidad había comenzado.

—Avery se ha quedado con los niños —dijo—. Está muy molesto conmigo porque no he querido decirle por qué necesitábamos hablar con Aubrey. Trata de hacerse el duro y ocultar el enfado que tiene, pero se le nota mucho. No puedo ni recordar la última vez que oculté un secreto a mi marido. —Sonaba ligeramente contenta.

—¿Has visto a John David?

—Sí, también está en nuestra casa, haciendo preguntas sobre el cuidado del bebé y sobre cómo reaccionar ante situaciones concretas. Me siento como un gran traidora, viniendo aquí a preguntarle a Aubrey si deberíamos contarlo o no.

—Según recuerdo esto fue idea tuya —le dije un tanto indignada. Se me ocurrían mejores maneras de pasar mi mañana, bueno, lo que quedaba de ella.

—Lo sé, es que… Supongo que no preví lo complicado que sería. Emocionalmente quiero decir.

—Bueno, ya estamos aquí —dije, mostrándome descortés y gruñona. Empecé a caminar por la acera que llevaba a la entrada de la oficina de Aubrey, situada en la parte de atrás de la iglesia.

Aubrey no pareció muy contento de vernos un sábado por la mañana. El sábado y el lunes eran sus días de descanso. Bueno, pues mala suerte para él. Teníamos un gran dilema moral.

Me di cuenta de que su humor de perros era evidente, así que me propuse echar el freno.

Se atrapan más moscas con miel que con vinagre, me recordé a mí misma, mirando a mi alrededor para asegurarme de que me lo había recordado mentalmente y no en voz alta. Dado que Aubrey y Melinda discutían la rotación de las tareas en la asociación encargada del cuidado del altar, casi seguro que estaba fuera de peligro.

—Aubrey —dije con cierta brusquedad—. Melinda y yo nos hemos topado con un problema.

Empezamos a explicárselo.

Treinta minutos más tarde, Melinda y yo salíamos de la oficina de Aubrey sin sacar nada en claro. Hasta la fecha, consideraba a Aubrey una persona casi imperturbable, pero me había equivocado. Él parecía tan confundido como nosotras. Sus palabras de despedida fueron que pensaba rezar sobre el problema y que Dios le guiaría al respecto. Incluso nos confundió con más preguntas de las que ya teníamos. Una de ellas: ¿cómo podíamos estar seguras de que una de las muestras de ADN pertenecía a John David? Nos dejó K.O.

—Esto es extremadamente serio —dijo Aubrey—. No podemos precipitarnos. Mi primer impulso es pensar que debéis llevar el papel a la policía. Si Poppy estaba presionando al padre de su hijo, él pudo haber reaccionado de forma violenta. Pero dejadme que lo piense unos días.

Claro. Quién dice que esperar que Dios te guíe no pueda ser un plan tan bueno como cualquiera.

Mi única certeza era que no iba a ser yo quien le dijese a John David lo que habíamos descubierto. No, señor.

Pasé un momento a visitar a mi madre y John. Ciertamente parecían de mejor humor ahora que los planes para el funeral estaban definidos. Mamá estaba eufórica ante la idea de tener una cosa que hacer y concluir por fin algo. Era cierto que el asesino de Poppy aún no tenía nombre, pero al menos la familia podía llevar a cabo el ritual del entierro. Según me contó, John acababa de volver de la funeraria, donde había ido con John David para seleccionar un ataúd y hacer las gestiones pertinentes con el gerente.

—Me ofrecí a ir con ellos, igual que Avery —dijo mamá. Llevaba una blusa y una falda de un tono predominantemente azul oscuro, y su aspecto era tan correcto y elegante como siempre; sin embargo, el sol que entraba por la ventana le daba de lleno en el rostro y me di cuenta, como si fuera la primera vez, que una amplia red de pequeñas arrugas en las comisuras de los labios y ojos empezaba a cubrir el rostro de mi madre. Todavía era impresionantemente atractiva, y estaba convencida de que siempre lo sería, pero no se podía negar que la edad había puesto su mano sobre ella.

—Me alegré de ir con mi hijo —dijo John en voz muy baja—. John David vino conmigo cuando encargué el ataúd de su madre. Avery estaba demasiado afectado ese día. Por supuesto, jamás pensé que tendría que devolverle el favor. Poppy era tan joven, tan llena de vida…

Era verdad. Poppy había ansiado cada día de su existencia, al menos en los últimos años. De eso yo estaba segura.

No importaban los defectos que tuviese, le habían robado su vida. Igual que a John David y Chase.

Me despedí sin contarle a mi madre lo del mensaje de mi padre. Tendría que decírselo tarde o temprano, pero ahora mismo, hasta que supiera que tenía que hacer con Phillip, pensé que sería mejor guardarme los problemas maritales de mi padre para mí misma.

—Imagino que no quedaría bien que me fuera al club para jugar un rato al golf, ¿verdad? —dijo John con nostalgia cuando me detuve en el umbral. Mi madre le acarició la mano.

—No creo que haya nada malo en ello —contestó, y me maravillé de nuevo ante la tardía aventura amorosa de mi madre—. Necesitas salir de casa y quedan dos días para el funeral. El ejercicio te sentará bien. Pero tienes que abrigarte.

—Siempre estás con lo mismo —dijo John con cariño.

Sonreí pero traté de ocultarlo.

—Tengo que marcharme —les dije—. He dejado a Phillip en casa haciendo un trabajo para mí.

—Hablamos pronto —dijo mi madre de forma automática.

—Seguro que sí —sonreí con franqueza.

Pensé en Madeleine en el camino a casa. Y aunque creía que de momento no me quedaban ya más lágrimas, sentí gran tristeza por la muerte de mi vieja gata naranja. Había pasado un montón de años junto a Madeleine, tantos años como Jane Engle. Me acordé de lo lindos que habían sido sus gatitos y me pregunté cuántos nietos tendría. Probablemente, ahora que lo pensaba, también habría bisnietos y tataranietos.

Eso me hizo recordar la llamada de Cara acerca de Moosie. No era justo que el gato de Poppy tuviera que estar al cuidado de una vecina, no cuando yo me podría hacer cargo de él hasta que John David se recuperara. Después de todo, tenía comida para gatos y una valla en el patio trasero (aunque posiblemente era lo suficientemente baja como para que Moosie pudiera saltar por encima, tuviera garras o no).

Para llegar a la casa de Cara, que daba a la calle paralela a Swanson, tuve que sobrepasar la casa de Poppy una vez más. Para mi colosal enfado —no era capaz de expresarme en términos moderados esos días—, el coche de Arthur estaba aparcado delante de la casa de mi cuñada.

Por decirlo suavemente, eso ya era de mal gusto. Una vez que se había permitido a John David el acceso a la casa, este y Chase podrían llegar en cualquier momento y empezar a retomar su vida. John David no podía quedarse en un hotel para siempre. Ahora que el impacto inicial de la muerte de Poppy había pasado, podría estar listo para regresar a su (muy limpio) hogar.

Aparqué en el camino de entrada a la casa, detrás del coche de Arthur, y fui a paso ligero hasta la puerta principal. Todavía tenía la llave que me había prestado John David, así que abrí la puerta y grité.

—¡Arthur!

Apareció en el rellano de la escalera, considerablemente sobresaltado.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le pregunté, sorprendiéndome incluso a mí misma.

—Soy el detective encargado de la investigación de la muerte de la dueña de la casa —dijo de manera uniforme—. Tengo derecho a estar aquí.

—¿Ahora que le has dado a John David luz verde para regresar a su casa? No me lo creo —le dije con más confianza de la que sentía.

—¿Estás celosa de que empezara a querer a Poppy en vez de a ti? —preguntó Arthur mientras bajaba las escaleras. Recordé que el día anterior me había preguntado a mí misma si debería tener miedo de este hombre. El día anterior había tenido a una amiga junto a mí.

—No, no estoy celosa de Poppy, sobre todo en lo referente a tus afectos. Poppy amaba la vida, aunque me parece que la vivía mal. Creo que nunca llegó a apreciar lo que tenía ni se dio cuenta de todo lo que podía hacer.

Arthur se quedó de pie justo en frente de mí, mirándome. Quizá con cierta perplejidad.

—¿Qué pudo querer Poppy que no tuviese? —me preguntó.

Para empezar, amantes más inteligentes.

—Poppy pudo querer estabilidad, pero en vez de eso creó inestabilidad. Pudo haber querido curarse de la maldad de su pasado, pero en vez de eso se aferró a los… a los problemas emocionales que la llevaron a vivir tan… peligrosamente. —Quizá estuviera sonando un pelín pomposa.

—Era maravillosa —dijo Arthur, sin creerse mis palabras—. Era inteligente, y divertida, y era preciosa. Igual que tú.

—Pero a diferencia de mí, le gustaba hacer trampas —le dije sin rodeos—. A diferencia de mí, le gustaba tener múltiples parejas. Y esto no se trata de lo genial que soy yo en comparación con Poppy. Esto trata de ti, de que tienes que olvidar tu idealización de Poppy, una Poppy que nunca existió realmente. No puedes permitirte el lujo de definirla de una forma tan limitada, Arthur. Déjala marchar, para así poder buscar a quien la mató.

Me pregunté cuántas horas estaría durmiendo Arthur. No olía muy bien que digamos y era evidente que necesitaba un afeitado. Su claro y rizado cabello estaba sucio y su camisa arrugada.

—¿Fuiste tú quien registró la casa después de su muerte, Arthur? ¿El que buscó en su dormitorio?

—Creo que fue Bubba Sewell —dijo Arthur—. Parecía muy preocupado por saber cuánto tiempo estaría la casa cerrada a la familia. No sé lo que estaba buscando.

Yo sí.

—¿Poppy no te hizo fotos? —pregunté, imprudentemente.

—¿Fotos? ¿De qué demonios estás hablando?

—¿Cuándo estuviste con ella? Han pasado casi dos años, ¿no? —de repente me vino el peor pensamiento del mundo a la cabeza. Me preguntaba que si sumábamos la edad de Chase y nueve meses…

—Ni siquiera —contestó. Y mi corazón dio un vuelco. Arthur era candidato a ser el padre de Chase.

—Bueno, no cambia nada —le dije envalentonada—. ¿Qué estabas haciendo realmente aquí, Arthur? ¿Estabas deambulando y soñando despierto o estabas trabajando en la investigación? —Poppy debió de tener una mayor consideración hacia Arthur que hacia los demás, pero yo no estaba por la labor de explicarle a Arthur el porqué de este razonamiento.

—Un poco de ambas cosas —contestó Arthur. Su tono era tranquilo, lo cual fue un alivio—. Estuve hablando con Sandy Wynn. Llamó a Poppy ese día y le dijo que iba a venir a hablar con ella. Ha admitido que estuvo aquí la mañana en la que Poppy fue asesinada.

—¿Ha sido ella?

—Dice que cuando llegó aquí, Poppy ya estaba muerta.

—¿Dónde aparcó su coche? ¿Alguien lo vio?

—La vecina de enfrente. Casi todo el mundo en esta calle sale a trabajar por la mañana, pero esa mujer, quien también ha dado una descripción de la furgoneta de los Sewell, casualmente estaba en casa con descomposición. Entre viaje y viaje al cuarto de baño, se sentaba en el salón para ver la tele, con las cortinas que dan al frente abiertas. No vio bien a Lizanne, pero sí a Sandy. Identificó su foto de entre un montón. Sandy aparcó más abajo, en la rampa de entrada de una casa que está a la venta y subió la calle caminando.

—¿Por qué hizo algo así si no tenía intención de hacer nada malo?

—Su plan era hablar con Poppy para que le diese algo que pertenecía a Marvin Wynn. Por supuesto, gracias a ti y a Melinda, ahora sabemos de qué se trata: la carta. Sandy se derrumbó cuando se la enseñé. Dijo que Poppy obligó a Marvin a escribir esa carta amenazándolo con contarle a John David y al resto del mundo lo que le había hecho Marvin cuando ella era una adolescente. Poppy juró que si Marvin escribía una carta así, ella jamás le delataría. Él hizo lo que le exigió, pero a medida que fue pasando el tiempo, Marvin se fue arrepintiendo más y más. Empezó a dejar de dormir y a caer en una depresión. Sandy temía por su salud.

—¿Permanecer en silencio? ¿Por qué haría algo así Poppy? ¿Por qué no lo contó? ¿Por qué hacer un trato? Él actuó terriblemente mal, y ella era tan joven…

—Era su palabra contra la suya. No hay pruebas. Poppy estaba en la treintena, su adolescencia quedaba lejos. No habría tenido consecuencias.

—Solo la ruina de la reputación del reverendo —le corregí—. Le hubiera llevado a los tribunales o no, Poppy le habría hundido para siempre. Mucha gente la habría creído.

—Pero en el proceso, habría arruinado también la suya. Como poco, habría conseguido que su vida, la de John David y la del bebé, se convirtieran en algo muy doloroso durante unos meses.

Lo consideré durante un momento.

—Entonces, exigiéndole que escribiera esa carta, él podía confiar en que Poppy nunca le delataría y ella en que él nunca se aprovecharía de otras niñas.

—Supongo que esa era la idea de Poppy.

—¿Crees lo que dice Sandy? ¿Crees que no mató a Poppy?

—Sí. Estaba demasiado impactada como para entrar en la casa y pasar por encima del cuerpo de Poppy para ponerse a buscar la carta esa mañana. La creí cuando me dijo que simplemente no se atrevió. Hizo todo lo posible por conseguir la carta más adelante, pero no creo que matara a Poppy para eso. Debió de ir hasta la portezuela de la valla cuando Poppy no contestó a la puerta principal, la cual, según Sandy, estaba cerrada con llave.

Y yo cada vez más confundida: la puerta no estaba cerrada cuando yo llegué.

—Así que se acercó a la valla del lateral de la casa, entró por la portezuela y caminó hacia las puertas correderas de cristal —le dije—. ¿Y allí vio el cuerpo de Poppy?

—Sí. Dice que lloró durante un rato, que se marchó por donde había venido y que condujo de vuelta a su casa. Cuando llegó allí, supo por nosotros que Poppy estaba muerta. Ella y Marvin hicieron la maleta y regresaron a Lawrenceton. Nunca le dijo a Marvin dónde había estado.

—De acuerdo —dije lentamente, intentando que el torrente de indignación que sentía por haberlos metido en mi casa no desviara mi concentración—. Entonces, Sandy se marcha, sin la carta, y la puerta principal está cerrada. ¿Y a continuación llega Lizanne?

—No, Lizanne vino antes. Ella, también, llamó a la puerta de entrada, no obtuvo respuesta, se dirigió a la valla y oyó una pelea, escuchó la radio de Poppy, decidió que no podía cantarle las cuarenta a Poppy, no con alguien más allí. Tiró algo al suelo… —en ese momento Arthur me lanzó una mirada cargada de intención— algo que más tarde desaparecería. Y se marchó. A continuación, apareció Sandy y se marchó a los cinco minutos aproximadamente. Después llegasteis tú y Melinda y encontrasteis la puerta abierta.

De repente, algo me vino a la cabeza y comencé a andar por el pasillo hasta llegar a la cocina. Estaba en mejor estado que cuando llegamos el día anterior. Aunque Melinda y yo no la registramos, sí habíamos recogido y limpiado las encimeras y los armarios. La pequeña radio de Poppy seguía sobre la encimera, aunque ahora sin polvo.

Le di al botón de encendido y cuando la música empezó a sonar miré a Arthur expectante.

—¿Qué? —dijo. Su tono era bastante serio y enérgico. Vuelve a ser el mismo de siempre, pensé.

—Cuando Lizanne describió su experiencia aquí ese día, el día de la muerte de Poppy, ella dijo que había caminado hasta la valla. —Señalé hacia mi izquierda, que era donde estaba situada la puerta de la valla—. Dijo que la música estaba tan alta que no pudo oír lo que las voces decían, pero aseguró que se trataba de música clásica y que la emisora sintonizada era la NPR. Esta radio de aquí no está puesta en una emisora de música clásica. Lo comprobé el otro día, así que, si suponemos que la persona con la que Poppy hablaba es el asesino, y si Poppy, por lo tanto, no sobrevivió a esa visita, ella no pudo cambiar la emisora. Eso quiere decir que no era la radio de Poppy la que estaba encendida.

Rodeé la barra de desayuno y miré por la puerta corredera de cristal. Arthur se acercó a mí. Intercambiamos miradas.

—Era la radio de la señora Embler —dijo.

—Es lo que estoy suponiendo. ¿Qué te dijo ella de lo que pasó esa mañana?

—Solo que estuvo nadando como de costumbre. No oyó ni vio nada fuera de lo normal. No resulta demasiado sorprendente teniendo en cuenta que llevaba un gorro de natación y la radio estaba encendida; además hay una valla de privacidad entre ambas casas.

—Pero la puerta de esa valla ha tenido que estar abierta en algún momento —le dije—. Tiene a Moosie.

—¿El gato? ¿Viste a Moosie en la casa después de estar Poppy muerta?

—Sí, lo vi. —Me quedé mirando las maderas de la alta valla, una valla que Moosie, sin uñas, no podría trepar—. Sabes, Arthur, podría jurar que el día que Poppy murió, cuando estuve aquí de pie, mirando hacia el exterior, Cara estaba nadando. Tenía la radio puesta.

—¿Y?

—¿No paró de nadar en todo ese tiempo? ¿Desde la llegada de Lizanne, su rato de espera, su marcha, la llegada de Sandy, el descubrimiento del cadáver, su marcha… en fin, hasta el momento en que entré yo y encontré su cuerpo? ¿Nadando? ¿Y con esta temperatura?

—Podría ser —dijo Arthur, pero sonaba dubitativo.

—Y Moosie (que no puede trepar la cerca porque no tiene garras) desapareció en algún momento entre mi llegada a la casa y la llegada de la policía.

Arthur se quedó mirando la puerta de atrás.

—Lo que la mujer del otro lado de la calle no vio fue a alguien marchándose —dijo en voz muy baja—. A nadie, excepto a Sandy y Lizanne, claro. Sin embargo, estoy bastante seguro de que ninguna de ellas mató a Poppy. Por tanto, ¿a dónde fue esa persona a la que Lizanne escuchó? —Se giró para volver a mirarme—. Yo debí haber sido retirado de esta investigación —reconoció inexpresivamente—. Debí haber ido a mi jefe. Debí haberle contado toda la historia de mi relación con Poppy y él habría puesto a alguien distinto al frente de este caso. Pensé que había estado alejado de ella el tiempo suficiente, pero no es así.

—Quizá alguien salió a escondidas entre el momento de la marcha de Sandy y mi llegada con Melinda. Quizás Moosie se escapó por la puerta principal. Quizá yo la dejé entreabierta mientras esperábamos a la policía y la ambulancia después de encontrar el cuerpo. Pero no creo. Creo que dejé dentro a Moosie cuando salí a contárselo a Melinda y que, mientras Melinda y yo estábamos sentadas en la parte delantera de la casa, alguien entró a hacer una comprobación en el patio de atrás, a lo mejor a coger algo que se había dejado allí. Creo que esa persona entró por la puerta de la valla desde el patio de los Embler. Oí a Cara chapotear mientras yo estaba aquí, con esta puerta abierta, junto al cuerpo de Poppy. Lo recuerdo claramente. Pero Cara, generalmente, nada a las diez de la mañana y a las tres de la tarde. Todo el mundo lo sabe. Cuando estuve aquí, era más o menos la una… Y ahora sé qué es lo que creo que vi en el suelo, junto a la piscina.

—¿Qué?

—Manchas de agua. Creo que eran huellas de pies.

—¿No lo has recordado hasta ahora?

—No caí en lo que eran. Me quedé tan impactada al ver el cuerpo que no pensé demasiado en las manchas sobre ese hormigón. Pero ahora que pienso en ellas teniendo en cuenta lo que acabamos de descubrir, sé que lo que vi eran huellas.

—Eso difícilmente es una prueba concluyente.

—Lo sé. ¿Viste tú alguna huella al llegar? —pregunté.

—Estaba tan abrumado por ver a Poppy muerta… Le debo a tu familia mis más sinceras disculpas porque… Porque no vi la mitad de las cosas que tenía que haber visto, no pregunté la mitad de las cosas que tenía que haber preguntado.

—Arthur. Déjate de disculpas y captura a la persona acertada. Me alegra saber que te preocupabas por Poppy. Me alegra saber que alguien que se preocupaba por ella estuvo con ella. —No era del todo sincera, pero no quería que Arthur perdiese más tiempo flagelándose a sí mismo. Había que pasar a la acción—. Apuesto a que regresó atravesando la valla para secar el agua —dije, ausente—. Por eso no lo vi. Y fue entonces cuando se escapó Moosie.

—Tal vez, si consigo una orden, podamos encontrar el cuchillo.

—Apuesto a que se ha deshecho de él. Estará en la basura. Hoy es el día de recogida en esta parte del pueblo. —En todas las casas, excepto en la de Poppy, había cubos de basura en la acera esperando a ser vaciados.

—En ese caso más me vale darme prisa en conseguir esa orden —Arthur se giró sobre sus talones dispuesto a salir corriendo. Puse una mano en su brazo. Podía oír el camión de la basura bajando por la calle de Poppy, a continuación giraría hacia la de los Embler. No había tiempo. Tenía que hacer algo.

—¡Espera un minuto! —le dije.

—¿Qué vas a hacer?

—Ven conmigo y espera en este lado —contesté. Había tenido una idea repentina y estaba decidida a llevarla a cabo. Pensé en Poppy abatida sin piedad en el suelo de su cocina. Se lo debía.

Rodeé la piscina de Poppy, llamé a la portezuela, giré el pomo y atravesé la valla.