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Melinda estaba sentada junto a mí en la mesa más cercana a la puerta, y aunque habíamos dejado una silla vacía para Poppy durante toda la reunión, esta nunca apareció. La estancia estaba repleta de Mujeres Engreídas y todas ellas se giraron para mirarnos cuando, tras pronunciar el nombre de Poppy, tuvimos que decir que no se encontraba allí. Lo que las otras Engreídas vieron fue a una mujer muy bajita de treinta y tantos, con una melena de cabello castaño ridículamente abundante y unas maravillosas gafas de montura verde, y a otra más alta, muy delgada, de pelo negro, de la misma edad, con rostro alargado y agradable. (Yo era la más bajita de las dos). Estoy convencida de que todas las Engreídas que podían ver nuestros rostros se dieron cuenta de que ambas teníamos exactamente la misma expresión, una mezcla de sonrisa cortés y mirada sombría. Yo, personalmente, pensaba echarle una bronca de aquí te espero a Poppy en cuanto la viera. La presidenta de las Mujeres Engreídas, Teresa Stanton, nos estaba lanzando una mirada furibunda.

—En ese caso continuaremos la reunión con nuestro debate sobre el libro —dijo Teresa, con voz tajante y profesional. Iba arreglada a conciencia, tenía ese corte de pelo a la altura de la barbilla que se balancea hacia delante cuando una inclina la cabeza, y eso es justo lo que ocurrió cuando se agachó para comprobar el orden del día. Su cabello siempre hacía lo que le decían, en total contraste con el mío. Estaba convencida de que al pelo de Teresa le daba miedo no obedecer.

Melinda y yo permanecimos sentadas en un avergonzado silencio durante todo el debate, pero intentamos parecer interesadas y sumidas en profundas reflexiones. No sé cuál era la táctica de Melinda, pero la mía era guardar silencio para no llamar más la atención. Miré a mi alrededor, a las mesas redondas ocupadas por mujeres inteligentes y bien vestidas, y pensé que si alguna de ellas no se había visto nunca decepcionada por algún miembro de su familia pertenecía sin duda al grupo de las afortunadas. A fin de cuentas, todo lo que había ocurrido era que una mujer no se había presentado a uno de esos compromisos importantes que están sometidos a gran presión social. Seguro que no era algo tan excepcional.

Al menos, eso fue lo que le conté a Melinda entre el debate de lectura y el almuerzo. Me miró, con sus ojos oscuros muy abiertos y dijo al instante:

—Tienes razón. —Sonaba aliviada—. De todas formas, iremos a su casa en cuanto terminemos aquí. No puede hacernos esto otra vez.

Ajá. Incluso Melinda se lo tomaba como algo personal, y eso que era mucho más equilibrada que yo.

Una vez Teresa dio por concluida la reunión, nos escabullimos del comedor lo más rápida y educadamente que pudimos. Sin embargo, la señora Stewart Cole nos salió al paso para preguntarnos con su marcado acento sureño dónde estaba Poppy. No pudimos más que sacudir nuestras cabezas con ignorancia y murmurar una excusa poco convincente. La señora Cole Stewart tenía setenta y cinco años, el pelo blanco, pesaba solo cuarenta y cinco kilos… y daba mucho miedo. Por su ofendida mirada, recibimos claramente el mensaje de que nos declaraba culpables por asociación.

Cuando llegamos a mi Volvo, Melinda sugirió:

—Vamos a casa de Poppy a decirle cuatro cosas.

Yo no dije que no. De hecho, en ningún momento se había pasado otra cosa por mi mente.

—Por supuesto —contesté con gravedad. Estaba tan concentrada en las palabras que pensaba decirle a mi cuñada que no podía disfrutar del despejado y frío día de noviembre. Noviembre es uno de mis meses favoritos. Si por casualidad nos cruzamos con alguien a quien debíamos haber saludado, ni nos dimos cuenta.

—No es que Poppy dedique horas a trabajar en el aspecto y cuidado de su casa —dijo Melinda de repente, sin venir a cuento. Aun así, yo asentí con la cabeza, entendiendo la lógica que había detrás del razonamiento. Poppy ya solo trabajaba en casa, tenía un único bebé y si bien era cierto que cuidaba muy bien de su hijo, su hogar tenía un aspecto descuidado. Debería haber sido capaz de apañárselas con sus tareas; eso es lo que mi madre hubiera dicho.

Tal como esperaba, cuando llegamos a casa de Poppy vimos que su coche seguía aparcado en el garaje. Melinda se acobardó.

—Entra tú, Roe —dijo—. Es muy posible que llegue a enfadarme muchísimo, y podría empezar a soltar muchas otras cosas además del tema que nos ocupa.

Intercambiamos una mirada cargada de significado, de ese tipo de miradas que abarcan una conversación entera.

Saqué mis piernas fuera del coche. Noté algo en el suelo, a mis pies. Eran dos cintas largas de tela bordada.

—Oh, mierda —solté, contenta de que solo Melinda estuviera allí para escucharme. Las eché en el coche para que Melinda las pudiera ver y me dirigí a la puerta principal. Iba mentalmente preparada para lo que fuera.

—¡Poppy! —exclamé mientras giraba el picaporte de la puerta principal de la casa. La puerta se abrió. No había echado el pestillo. Dado que yo sospechaba que Poppy había tenido compañía, no me sorprendió del todo que estuviera abierta.

Entré en el vestíbulo y grité su nombre de nuevo. Pero la casa estaba en silencio. Moosie, el gato de Poppy, vino a ver qué pasaba. Moosie era una pálida sílfide comparado con mi enorme pelota de baloncesto felina, Madeleine. El gato maulló de forma agitada y fue corriendo del salón a la cocina y después al revés. Yo nunca había visto a Moosie actuar así de nervioso. Era la mascota consentida de Poppy, un medio siamés adoptado de una protectora de animales sin garras en las patas. A Moosie no lo dejaban salir a la calle, solo tenía permitido salir por la puerta corredera de cristal de la parte de atrás que daba a un patio totalmente cerrado con una valla de privacidad de dos metros de altura. Después de que Moosie se frotara contra mis tobillos un par de veces, noté una sensación pegajosa. Miré hacia abajo y vi que mis medias estaban manchadas.

—Mossie, ¿qué has estado haciendo? —le pregunté. Unas cuantas posibilidades desagradables me vinieron a la cabeza. El gato empezó a lavarse frenéticamente, lamiendo la mancha oscura de su costado. No parecía herido ni nada, simplemente se comportaba… como un gato—. ¿Dónde está Poppy? —pregunté—. ¿Dónde está tu mamaíta? —Sé que resultaba patético pero cuando uno está solo con animales, actúa de esa forma.

Además del gato, Poppy y John David tenían un hijo, Chase, pero el gato llevaba más tiempo con ellos.

—¡Eh, Poppy! —grité hacia el piso de arriba junto a las escaleras. Quizá había decidido meterse en la ducha en cuanto su invitado se hubo marchado. Pero, ¿por qué haría algo así? Incluso para Poppy perderse un compromiso tan importante era muy poco habitual. Y si estaba haciendo una de sus travesuras… Tuve que apretar los labios para reprimir mi enfado.

Subí las escaleras a toda velocidad, gritando el nombre de Poppy de forma continua. No había ido a la reunión de las Mujeres Engreídas y se había perdido el almuerzo. Y por Dios que quería saber por qué.

Parecía que mi cuñada acabara de salir del dormitorio principal. La cama estaba hecha y había tirado su bata a los pies de la cama. Sus zapatillas de andar por casa, tipo chinela, se encontraban en el suelo, en un pequeño montón. El cepillo estaba en su tocador, lleno de cabello cobrizo

—¿Poppy? —dije, con menos confianza esta vez. La puerta del baño estaba abierta y podía ver la ducha. La pared estaba seca. Había pasado bastante tiempo desde que Poppy se había duchado. Pude ver mi reflejo en el enorme espejo situado sobre los dos lavabos, mi aspecto era el de una chica asustada. Las gafas se deslizaban por mi nariz, un elemento de insignificante tamaño en mi rostro. Hoy llevaba las de montura verde para romper con la chaqueta de color bronce y el vestido marrón tabaco. Invertí un instante en pensar que sin duda los colores otoñales eran los que más me favorecían.

Pero vamos, que podía pensar en mí misma en cualquier otra ocasión y en ese momento lo importante era seguir con la búsqueda. Bajé las escaleras más rápido de lo que las había subido. Melinda, quien esperaba en mi Volvo, se estaría preguntando qué me habría ocurrido. Sin embargo, lo que yo me preguntaba era por qué la calefacción central estaba rugiendo a todo meter en ese día de temperatura fresca pero razonable, y por qué estaba sintiendo una corriente de aire frío a pesar de los esfuerzos de la calefacción.

Mascullé una palabra poco digna de señoritas mientras llegaba al hall de entrada, y continué hasta la cocina, dando grandes zancadas (la verdad es que grandes zancadas es un término discutible cuando una mide un metro cincuenta). Moosie se deslizó una y otra vez entre mis tobillos y salió escopetado cuando le convino. La cocina era un desastre, a pesar de ser grande y luminosa, había platos y migas desperdigados por todas partes además de cartas, biberones, las llaves del coche y el programa de la iglesia de St. James. En otras palabras, una cocina normal. A mi izquierda, como elemento divisorio del espacio, había una barra para desayunar. Al otro lado de la barra, estaba la mesa de comedor familiar, junto a las puertas correderas de cristal para que Poppy y John David pudieran mirar afuera mientras comían. Vi una taza de café sobre la barra. Estaba llena. Toqué uno de los costados con mi dedo. Fría.

Al mirar por encima de la barra para desayunar, me di cuenta de que la puerta corredera de cristal estaba abierta. De ahí venía el molesto aire frío. Un incisivo viento del este soplaba dentro de la cocina.

Un hormigueo recorrió mi cuero cabelludo.

Anduve por el estrecho espacio que había entre el final de la barra y la nevera y miré a mi derecha. Poppy estaba tendida en el suelo junto a la puerta corredera de cristal. Uno de sus zapatos marrones se había salido de su estrecho pie. El suéter y la falda estaban cubiertos de manchas.

Un chorro de sangre se había secado en el cristal de las puertas.

Podía oír una radio encendida saliendo de la casa vecina.

La melodía flotaba por encima de la alta valla. Pude escuchar a alguien chapotear en el agua de una piscina: Cara Embler, haciendo sus largos, como todos los días a menos que la piscina estuviese literalmente congelada. Poppy, que se había reído de la fidelidad de Cara a un régimen tan incómodo, nunca se reiría de nuevo. La cotidianidad y la vida, que continuaban su curso en las casas de alrededor, se habían detenido de golpe en el hogar de Swanson Lane.

Moosie se sentó junto al horrible y patético cadáver. Soltó un miau y se apretó contra su costado. Su cuenco de comida, en una alfombrilla junto a la barra, estaba vacío.

Ahora ya sabía cómo Moosie se había manchado la piel. Había estado intentando despertar a Poppy, quizá para que le pudiera dar de comer.

De repente sentí que necesitaba huir de esa cocina residencial con su horrible secreto. Me fui a todo correr de la casa, cerrando la puerta detrás de mí. Tuve el fugaz impulso de llevarme a Moosie conmigo, pero hacerme cargo de él era demasiado para mí en ese momento. Corrí por la acera junto al bordillo, donde Melinda me esperaba. Mientras corría, le hacía la señal de «teléfono» con el meñique y el pulgar apuntando hacia la boca y el oído respectivamente. Cuando llegué al coche, Melinda había encendido su teléfono móvil.

—Nueve−uno−uno —dije sin aliento. Melinda me lanzó una mirada penetrante pero marcó el número que yo había pedido y después me pasó el teléfono. ¿He mencionado ya que Melinda tiene un montón de sentido común?

—¿Cuál es su emergencia? —preguntó una voz lejana.

—Estoy en el ocho cero ocho de Swanson Lane —contesté—. Soy Aurora Teagarden. Mi cuñada ha sido asesinada.

Nunca llegué a recordar el resto de la conversación. Cuando me cercioré de que venían, le di al botón que puso fin a la conversación y me dispuse a explicarle todo a Melinda.

Pero en vez de eso, recordé las profundas heridas en las manos de Poppy, heridas provocadas mientras defendía su vida, y me incliné hacia la acera para evitar que el coche, mi vestido y el teléfono se mancharan con mi vómito.

***

Era la sexta o séptima vez que explicaba con detenimiento por qué Melinda y yo habíamos ido a casa de Poppy. Dado que la policía consideró que no debía permitirse el paso a la casa, Melinda y yo nos fuimos directamente a la comisaría, y desde allí llamé a mi madre a Select Realty[1], su agencia inmobiliaria. Fue una conversación difícil, con el móvil y en un lugar público, pero era una llamada que era necesaria para dejar las cosas claras. Su marido, John, ya había sufrido un ataque al corazón. Mi madre estaba aterrorizada de que pudiera tener otro, y las noticias referentes a su nuera preferida podrían acabar desencadenando uno. Mamá tenía razones para estar preocupada por ese asunto y, además, antes de haber terminado nuestra conversación se le ocurrieron un par de cosas más sobre las que preocuparse.

—¿Quién se lo dirá a John David? —preguntó mi madre—. Dime que no tiene que ser John. —John David era el segundo hijo de John, y el marido de la fallecida Poppy.

—¿Mamá, tu sabes dónde está? —La policía me había estado haciendo esa misma pregunta de forma muy persistente. Si John David no estaba en las oficinas centrales en Atlanta, no sabía dónde podría estar. Había sido vendedor de productos farmacéuticos durante los primeros años de su matrimonio, pero recientemente había conseguido un trabajo en la sede central de la empresa en el departamento de Relaciones Públicas. A John David siempre se le había dado bien mostrar al mundo su faceta más atractiva.

—¿John David? Supongo que estará en el trabajo. A las dos de la tarde de un lunes, ¿dónde más iba a estar?

—¿Tienes el número de teléfono y la dirección a mano?

Pude oír pequeños sonidos eficientes mientras mi madre buscaba en su agenda. De un tirón recitó un número que yo escribí en un trozo de papel; se lo entregué a la agente de policía sentada tras el escritorio.

—Es el mismo número —dijo la detective, y yo asentí.

—¿Van a dejar que te vayas para contárselo? —preguntó mi madre.

—Creo que es la policía quien se lo dirá a John David —contesté—. Si son capaces de encontrarlo.

—¿Qué quieres decir?

—Yo ya les había dado ese mismo número. La policía ha llamado y la gente de allí ha dicho que John David salió del trabajo temprano. Antes del mediodía.

—Entonces, ¿dónde puede estar?

—Supongo que eso es lo que a ellos les gustaría saber —dije, pensando en el resto de fichas de dominó que estaban a punto de caer.

Tras una apreciable pausa, mi madre dijo:

—Eso mataría a John. —Otra pausa. Prácticamente podía oír sus pensamientos—. Aurora, tengo que ir a hablar con él antes de que se entere de otra manera. Ya sabes, es probable que alguien llame a casa para contarle que hay un montón de coches de policía alrededor de la casa de John David. ¡Espera Roe!, ¿dónde está el bebé? La expresión de mi rostro debió cambiar de forma drástica, ya que la detective se levantó con brusquedad, enviando su silla a un metro de distancia.

—No sé dónde está el bebé —contesté aturdida. No podía creer que me hubiera olvidado de Chase, de solo once meses—. No lo sé. Tal vez Melinda… —Me giré sobre la dura silla, buscando a la cuñada que me quedaba. Un instante después, ya estaba de pie. La detective dijo algo pero no le hice caso. Buscaba a Melinda mientras mis zapatos taconeaban ruidosamente sobre el suelo de linóleo.

Estaba en un cubículo con el detective Arthur Smith, a quien yo conocía muy bien. Metí la cabeza dentro.

—¿Roe? —dijo Melinda, ya inquieta.

—¿Dónde está el bebé? ¿Dónde está Chase?

Ella me miró sin entender qué pasaba.

—¿Por qué lo preguntas? John David lo dejó en mi casa esta mañana. Mi niñera se ha quedado cuidando a mis dos hijos y a Chase para que Poppy y yo… —Entonces su rostro se descompuso de nuevo.

Salí pitando hacia el teléfono, que estúpidamente había dejado sobre la mesa.

—Chase está en casa de Melinda —le dije a mi madre. Me sentía tan aliviada que me había quedado sin fuerzas—. John David lo llevó allí esta mañana.

—Por tanto, esta mañana John David estaba en el pueblo. Al menos sabemos eso. —Mi madre ya había asimilado que Chase se encontraba seguro y decidió pasar a otros asuntos—. Escucha, Roe, tienes mi número de teléfono móvil. —Sí que lo tenía, sí, grabado a fuego en mi cerebro—. Llámame en cuanto sepas dónde está John David. Tengo que irme a ver a tu padrastro.

Pensé que mi madre había utilizado un tono de voz un tanto afectado al referirse a John como «mi padrastro», algo que por cierto hacía en cada ocasión que se le presentaba. Después de todo, yo ya tenía treinta y pico años cuando John, viudo, se casó con mi madre. Él había sido amigo mío antes de empezar a salir con ella y yo sentía hacia John una mezcla contradictora de confianzas y obligaciones. Y por supuesto, nunca me dirigía a él como «padrastro».

Colgué y miré a la mujer que había estado tomando mi declaración. Se llamaba Cathy Trumble y era la primera vez que la veía. La detective Trumble era corpulenta, llevaba su pelo canoso rizado, en un corte fácil de peinar, y tenía unos ojos claros y avispados detrás de unas gafas sin montura. Era una verdadera profesional, supongo; yo no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus sentimientos ante la información que le estaba dando (la muerte de Poppy Queensland y la ausencia de mi hermanastro) o ante nada en absoluto. Era como hablar con un pedazo de acero inoxidable.

—¿Cómo es que usted no tiene un cubículo? —le pregunté. Yo había estado volando por mi universo mental mientras la detective Trumble escribía en un ordenador y vi que la pregunta la desconcertaba un poco. El edificio de la ley y el orden del Condado de Sparling, conocido como SPACOLEC, albergaba la oficina del sheriff, la comisaría de policía y los calabozos. En el mundo de SPACOLEC, los detectives tienen su propio y reducido espacio formado por paneles enmoquetados que llegan hasta la altura de la cabeza.

—Acaban de contratarme —explicó. Pareció sorprendida de responder a la pregunta.

Recordé un artículo de Sally Allison en el periódico que explicaba cómo el condado había tenido que aumentar el presupuesto de la policía debido al incremento de población, algo que había repercutido directamente en el aumento de la delincuencia. Pues bien, la Detective Cathy Trumble era el resultado de esos cambios.

—¿Dónde vives? —pregunté, tratando de ser sociable. Con una madre ganándose la vida en el sector inmobiliario, era una reacción instintiva.

—¿Desde cuándo tenía planeado ese almuerzo con sus hermanas? —preguntó sin rodeos.

De acuerdo, no íbamos a ser las mejores amigas.

—Son mis hermanas políticas, es decir, mis cuñadas, pero más bien… lejanas —contesté por lo que me pareció la millonésima vez—. Habíamos estado planeando ir juntas a la reunión de las Mujeres Engreídas durante un mes. Melinda acaba de unirse hace tres meses y yo soy miembro desde hace medio año aproximadamente.

—¿Y Poppy?

—Oh, ella ha acudido como nuestra invitada en dos ocasiones, pero hoy iba a ser admitida en el club. Alguien tuvo que morirse para que pudiese entrar —expliqué.

Sus claros ojos se clavaron en los míos fijamente. Me sentí como si de repente, en la oscuridad, me hubieran apuntado con un foco.

—¿Alguien tuvo que morirse? —dijo.

Por primera vez en mi vida lamenté no estar siendo interrogada por Arthur.

—Bueno, para entrar en las Mujeres Engreídas (en realidad es El Club de Lectura y Almuerzo de las Mujeres Engreídas, pero todo el mundo lo llama Mujeres Engreídas) una tiene que cubrir una vacante. Los estatutos limitan el número de miembros a treinta —contesté—. Primero te tienen que proponer y si se vota que sí entras en una lista de espera. La lista se limita a cinco aspirantes. Después, cuando un miembro muere, la primera persona de la lista sustituye a ese miembro. Etheline Plummer murió por mí.

—Entiendo —dijo la Detective Trumble a regañadientes. Parecía un poco aturdida.

—Así que cuando Linda Burdine Buckle murió hace dos semanas —continué—, llegó el turno de Poppy. —Me limpié las mejillas dándome unas palmaditas con un Kleenex húmedo.

—¿Qué se hace en las reuniones de las Mujeres Engreídas? —preguntó la Detective Trumble, aunque sonaba como si no quisiese oír la respuesta.

—Bueno, podemos hablar de política local y luego decidir cómo vamos a gestionar los asuntos del pueblo. Tenemos representantes en todas las reuniones del ayuntamiento y del consejo escolar, y estas entregan su informe al club. También decidimos a quién vamos a apoyar en las primarias y cómo vamos a hacerlo. A continuación debatimos sobre un libro que todas hemos leído y por último almorzamos.

A mí no me parecía nada extraordinario, pero Trumble lanzó una especie de suspiro y bajó la mirada a su escritorio.

—Así que ustedes tienen un plan de actividades relacionadas con la política, la literatura, asuntos sociales…

Asentí.

—Todas ustedes leen… ¿Qué? ¿Algo parecido al Club del Libro de Oprah?[2] ¿Algo tipo Desde mi cielo[3]?

—Eh… no.

—Bueno, pues ¿cuál ha sido el libro de este mes?

Lo sublime y lo ridículo: corrientes económicas del Sureste de Estados Unidos escrito por una Doctora de la Universidad de Georgia que se suponía debía venir a hablarnos sobre el libro, pero que ha cogido la gripe. —Había conseguido leer todas las páginas, pero no había sido fácil.

La mirada que me lanzó Trumble habría congelado un estanque.

—¿Podría decirme lo que ha estado haciendo, por ejemplo, anoche y esta mañana? —preguntó la detective Trumble, su voz firme a pesar del delgado revestimiento de cortesía.

—Lo que hice anoche no le va a servir de mucho —le dije, sorprendida de que hubiera preguntado sobre la noche anterior—. No ha muerto hasta esta mañana.

—¿Cómo sabe eso? —Trumble se inclinó hacia delante, con la mirada fija y decidida.

—Pues por una veintena de cosas diferentes. En primer lugar, he hablado con ella esta mañana. Después, por su ropa. Llevaba el atuendo adecuado.

—¿El atuendo adecuado?

—Para la reunión. Poppy generalmente vestía de una manera un poco extrema para Lawrenceton y Melinda y yo le advertimos de que para este público tenía que parecerse más a una monja seglar, por lo menos hasta que la conocieran bien. Por esa razón quise saber cómo pensaba ir vestida y se lo pregunté. Me lo contó. Y coincidía con el atuendo que llevaba cuando la encontré.

Trumble asintió. Muy bien. Esa era la clase de hechos que le gustaban.

—Así que esta mañana me levanté a las seis y media, me duché, me tomé un café, leí el periódico, recibí una llamada telefónica de Melinda —incliné mi cabeza hacia el cubículo donde Arthur estaba «entrevistando» a Melinda—, hablamos durante unos cinco minutos, me vestí, a continuación llamé al veterinario para coger cita para mi gata y llamé a Sears porque la máquina de hielo de la nevera no funciona bien; llamé a mi trabajo para saber cuándo podía ir a recoger mi agenda de este mes y llamé a mi amiga Sally para invitarla a comer por su cumpleaños.

La Detective Trumble me miraba boquiabierta.

—¿Ha hecho todas esas llamadas esta mañana?

—Bueno, sí. Es mi mañana de llamadas telefónicas.

—¿Su «mañana de llamadas telefónicas»?

Dios santo, parecía encantarle repetir las cosas.

—Sí, mi mañana de llamadas telefónicas. La mayoría de los lunes no voy a trabajar hasta la tarde, así que hago todas mis llamadas temprano. Tengo una lista.

Movió la cabeza ligeramente, como si se estuviera sacudiendo gotas de lluvia.

—Está bien —dijo—. Y ¿cuándo calcula usted que acabaron esas llamadas?

—Vamos a ver. El veterinario abre a las ocho y media así que probablemente comencé alrededor de esa hora. —Una vez más, aunque me costara creerlo, deseé estar siendo interrogada por Arthur. Conocía Lawrenceton, y me conocía a mí, y no me hubiera hecho perder el tiempo complicando las cosas más de lo necesario—. Verá: no quieren ver a Madeleine así que concertar una cita lleva su tiempo. No obstante, el nuevo recepcionista parece más dispuesto que el anterior.

—Madeleine.

No soy lela (o al menos no creo serlo; simplemente tiendo a soñar despierta muy a menudo) así que estaba un poquito cansada de sentirme una cabeza hueca.

—Mi gata. Madeleine. Tenía que ir al veterinario.

—¿Su gata es problemática? —por fin parecía que empezaba a entender algo. Tal vez ella tuviera gato. Pensé en Moosie y me pregunté quién estaría cuidando de él. No debía salir de la casa. Estaba dispuesta a apostar a que la policía lo había dejado salir. Estaba enfadada conmigo misma por no decirles que a Moosie le habían quitado las garras antes de que Poppy lo adoptara, y, por tanto, no era un gato capaz de sobrevivir por su cuenta. Se lo expliqué a la detective. Para mi sorpresa, llamó a la casa de inmediato.

Cuando colgó parecía preocupada.

—El equipo que está registrando la casa dice que nadie ha visto un gato.

—Oh no, eso es horrible. Ese gato no tiene uñas. No puede trepar la valla.

—Ordenaré que los coches patrulla lo busquen por la calle y avisaré a la protectora por si alguien lo lleva. Antes de que se vaya de aquí, déjeme una descripción. Ahora volvamos a esta mañana. Ha dicho que su cuñada la llamó más tarde, una vez que usted acabó de hacer todas sus llamadas telefónicas, ¿verdad?

—Sí. El teléfono sonó cuando me preparaba para salir. Poppy me sugirió que Melinda y yo fuéramos por delante y que se encontraría con nosotras allí.

—¿Y no dio ninguna razón para esto?

—No. —Dudé—. Dijo que tenía que ocuparse de un asunto, sonó como si fuera algo inesperado, pero aparte de eso, no dio ninguna razón. —También estaban los momentos en los que no había prestado atención, pero eso quedaba exclusivamente para mi conciencia, no para el uso de la detective Trumble. Ya no se podía hacer nada al respecto—. Simplemente dijo que tenía que ocuparse de un asunto —repetí.

Arthur salió de su cubículo y le hizo una seña a la detective Trumble, quien se levantó de su escritorio y se reunió con él a medio camino. Posiblemente pensó que yo no podía oírla ya que me puse a hurgar en mi bolso.

—¿Es eso un ejemplo típico de lo que llamáis «belleza sureña»? —le murmuró a mi exnovio. Miré hacia arriba, para ver cómo su cabeza hacía un gesto hacia mí.

—¿Aurora? —la sorpresa hizo que su tono de voz fuera más elevado de lo que pretendía.

—Es medio lela. Su cerebro está disperso, como si lo hubieran esparcido por un oscuro solar lleno de agujeros.

—Eso es que está ocultando algo —dijo con rotundidad.

Maldito Arthur.

Vi a Melinda asomarse desde el cubículo de Arthur, haciéndome pequeños gestos a su espalda. Hasta el momento, la nueva detective no había visto a Melinda, pero pronto lo haría. Negué con la cabeza con ímpetu para, a continuación, poner una dulce sonrisa en mi cara en cuanto Arthur se inclinó hacia un lado para fijar su mirada reprobadora en mí. En cuanto mis labios empezaron a moverse, me di cuenta de que una dulce sonrisa era algo extremadamente inapropiado, así que la borré de inmediato, intentando pensar en una expresión que no empeorara las cosas.

Arthur se abrió paso a través de las mesas y sillas que había en el camino hacia la zona de Trumble, e incluso yo pude leer la reticencia en sus andares. Su actitud era la de un hombre que acaba de dejar de fumar pero que se ve obligado a visitar la fábrica de Marlboro.

La fábrica de Marlboro era yo.

Debería haberme sentido feliz. Dios sabía que llevaba años esperando a que Arthur superara los confusos sentimientos que tenía hacia mí. Y vaya si los tenía. Yo simplemente no entendía por qué en ese proceso de superación me considerada «la mala». El hecho de que me importara que Arthur pensara eso de mí, posiblemente no era más que un pensamiento infantil, del que me sentiría avergonzada en algún momento. O eso esperaba.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó sin preámbulos.

—Mi cuñada ha sido asesinada, Arthur. No estoy «haciendo» nada.

—Ya. Cada vez que juegas a ser una excéntrica cabeza de chorlito sureña significa que estás lanzando una cortina de humo. Para mí esto es muy serio, Roe. En este asunto soy intransigente.

Consideré mis opciones. Miré a Melinda de nuevo. Me encogí de hombros. Ella pareció aliviada. Estaba liberándola de la carga del encubrimiento.

—Encontramos algo en el camino de entrada a la casa mientras estábamos allí sentadas esperando —le dije. Miré hacia arriba. ¿Por qué demonios no podría Arthur sentarse en la silla de la detective Trumble? De esa manera no tendría que hacer un esfuerzo como el que estaba haciendo. Bajé la mirada hacia mis manos, entrelazadas sobre mi bolso, hice movimientos con la cabeza para relajar el cuello.

—¿Qué encontrasteis?

—Un chupete.

—¿De quién era? —preguntó Arthur, su tono de voz era bastante amable. Podría haber creído que no estaba furioso si no lo hubiera vuelto a mirar.

—No lo sé con certeza —contesté.

—Sí lo sabes.

—No, no lo sé.

—Tu cuñada Melinda también lo vio.

—Sí.

—¿Y os habéis puesto de acuerdo para no decírnoslo?

—No —protesté—. Simplemente no estamos seguras de a quién pertenece.

—Creo que estás más que segura.

Esta era la parte que resultaba imposible de explicar. Traté de pensar en cómo sortearla. Tuve un golpe de genialidad (o al menos eso me pareció en ese momento).

—Es solo un chupete —le dije. Lo saqué de mi bolso y se lo entregué.

Lo giró y giró entre sus dedos. Era un chupete azul y había millones iguales a ese.

—Podría ser incluso de su propio bebé —dijo—. Es posible que se cayera de uno de los coches de la familia.

Melinda había salido del cubículo y se había acercado para escuchar nuestra conversación. Parecía profundamente aliviada. Arthur se irritó bastante al verla cuando se dio la vuelta. Suspiró.

—¿Confirma usted eso, señora Queensland? —preguntó. Melinda asintió.

—Ahí es donde lo encontramos. Ha podido salir de cualquier parte. Roe simplemente lo recogió mientras caminaba hacia la casa pensando que era de Chase.

Que Dios bendiga el corazón de Melinda. No podía haberlo hecho mejor.

Seguidamente Melinda estuvo a punto de arruinarlo todo al lanzarme una mirada triunfal que prácticamente gritaba: «¡hemos conseguido ocultarles el resto, los hemos despistado!». Sentí como si mi bolso tuviera dentro una sirena delatora a punto de empezar a sonar.

—Si eso es todo, agentes, tenemos que ir a nuestras casas con nuestras familias —me apresuré a decir—. El bebé está en casa de Melinda con sus hijos y tenemos que ir a ver a John. Además, Avery querrá saber todo al respecto.

—¿A dónde vais a ir? Por si necesitamos hablar con vosotras de nuevo —la persistencia de Arthur no tenía límites.

—En primer lugar, iremos a mi casa para comprobar que todo está bien con los niños y la niñera —se adelantó Melinda de forma enérgica. Estaba feliz de haber regresado a su terreno familiar, donde sabía qué era qué y donde podía ser ella misma, normal y eficiente—. A continuación, con toda seguridad, iremos a la casa de John y Aida. Tenéis el número de móvil de Roe, el mío también y los números de las diferentes casas, de forma que nos encantaría que nos llamaseis cuanto antes si os enteráis de alguna cosa.

Cuando me quise dar cuenta, Melinda y yo estábamos en el aparcamiento del SPACOLEC abrazándonos y llorando, algo que no tenía precedentes. Quizá por eso sentimos cierto alivio cuando nos separamos para rebuscar en nuestros bolsos unos pañuelos.

—Van a enterarse —dijo Melinda.

—Sí que lo harán, pero al menos no habremos sido nosotras quienes se lo hayamos dicho.

—No sé por qué eso me hace sentir mejor —confesó Melinda, acompañándolo con unos cuantos sollozos y algún que otro hipido—, pero así es. Ya sabes que si Arthur Smith se entera de que estamos mintiendo, nos lo va a hacer pasar mal. Y Avery nunca me perdonará.

Asentí con tristeza. Si Melinda pensaba que Avery era la cosa más aterradora a la que podía enfrentarse, significaba que nunca había visto a mi madre enfadada.

—¿Qué debemos hacer con… ellas?

Saqué las cintas de tela de mi bolso y las miré. Más preciosas no podían ser. Poppy, aficionada a la costura, las había bordado para los hijos de Cartland (Buba) Dewey y mi amiga Lizanne: Brandon y Davis. Brandon era un bebé mayor y Davis ya podía sentarse solo. Las cintas, que se cerraban con corchetes formando un círculo, habían sido diseñadas para que pasaran a través de la anilla de plástico del chupete de tal forma que si al niño se le caía de la boca, no fuera a parar al suelo. La cinta se podía poner alrededor del cuello del bebé o alrededor del respaldo del asiento del coche o de lo que fuera. La de Brandon tenía bordado su nombre y unos conejitos mientras que la de Davis tenía balones de fútbol y sus iniciales. Cuando Poppy se las regaló, a Lizanne le habían encantado. Recordé el día que abrió el pequeño paquete. Y ahora yo las había encontrado en el suelo del camino de entrada a la casa de Poppy. Melinda y yo intercambiamos una larga mirada y después las metí de nuevo en mi bolso.

Me dirigí a la casa de Melinda y Avery, intentando prestar mucha atención a la carretera ya que era muy consciente de lo aturdida que estaba. Esperé en el camino de entrada mientras Melinda corría para ver a los niños, contar a la niñera lo que había pasado y cambiarse de zapatos. Los zapatos de salón se vieron sustituidos por unos lustrosos zapatos planos. Cuanto más tiempo pasaba con Melinda, más me gustaba. Su carácter práctico no era una de las razones de menor peso.

—¿Dónde está Robin? —preguntó mientras aparcábamos frente a la casa de mi madre.

—Está en Austin —expliqué—. Le han nominado para un premio literario así que va a la convención de escritores de novelas de misterio donde se otorga. Me preguntó si quería ir, pero… —me encogí de hombros—. La convención ha terminado, pero está haciendo un poco de promoción de camino a casa. En principio regresa el miércoles, a tiempo para recoger a su madre en el aeropuerto.

—¿No has querido ir con él? —preguntó con timidez. Mi relación con Robin Crusoe, escritor de novelas de misterio (tanto de ficción como basadas en historias reales) era lo suficientemente nueva como para que la familia se mostrase cauta a la hora de hacer ninguna suposición.

—Pues en parte, sí —contesté—. Pero él iba a estar con un montón de gente que conoce muy bien y no llevamos juntos mucho tiempo.

Ella asintió. Era necesario tener los pies bien asentados en una relación antes de ser arrastrada a una situación de «conoce a mis amigos» a gran escala.

—Aun así, te lo pidió —dijo Melinda.

Era mi turno de asentir. Las dos sabíamos lo que eso significaba.

***

Ese fue el último momento agradable del resto del día para nosotras. Nuestra cuñada había sido víctima de una muerte terrible, una muerte violenta, y John David seguía sin estar localizado. Había que llamar a los padres de Poppy, una horrible tarea que Avery acordó llevar a cabo. Todos los hombres Queensland eran altos y atractivos. Avery era sin duda el contable más guapo de Lawrenceton, pero su personalidad no estaba a la altura de su bello rostro. Podía haber tenido un aspecto interesante y pícaro si hubiera tenido esa chispa en su carácter. Avery era uno de esos hombres a los que siempre se les describe como «estable», algo que, por otra parte, es lo que una espera de su gestor. Era el hermano mayor y había ido un año por delante de mí en el instituto. En vez de jugar al fútbol americano, como John David, Avery había escogido el tenis; en lugar de ser elegido delegado de la clase, Avery fue editor del periódico de la escuela. Había contribuido al patrimonio genético local al casarse con Melinda, quien creció en Groton, a pocos kilómetros de distancia.

Poppy también había ido al instituto de Lawrenceton. Ella y John David iban cinco años por detrás de mí, algo que en esa época significaba que yo apenas era consciente de su existencia. Una vez que Poppy se graduó, sus padres, que la habían tenido siendo ya mayores, se mudaron a una comunidad de jubilados a un par de horas de distancia en coche. El padre de Poppy, Marvin Wynn, había sido el pastor luterano local, y su esposa, Sandy, había trabajado en el registro de la escuela universitaria del condado. Toda la comunidad de Lawrenceton se había compadecido de esas buenas personas cuando Poppy, su única hija, alcanzó la adolescencia.

No obstante, a Poppy nunca la habían detenido por nada ni se había quedado embarazada, sufriendo los incidentes típicos de una adolescencia salvaje. Y para cuando se fue a la universidad ya tenía, más o menos, una relación algo estable con John David Queensland. Ciertamente había sido una relación turbulenta en la que habían roto y se habían reconciliado más veces de las que cualquier testigo podía contar. Ni Poppy ni John David habían sido fieles durante las temporadas de distanciamiento, y quizá ni siquiera cuando se suponía que les iba mejor. Ese patrón parecía haber continuado incluso después de haberse casado, cinco años después de licenciarse ambos en la universidad, y de iniciar cada uno sus actividades profesionales. Sorprendentemente, Poppy se reveló como una gran maestra de escuela. Había escuchado hablar de sus virtudes a más de una pareja de padres. Y John David parecía ser capaz de convencer a cualquier médico para que comprase los fármacos de su compañía.

Más tarde, Poppy había tenido a Chase, y casi cualquier observador habría asumido que la vida, para estos dos exniños salvajes, se había asentado.

Pero no era así.

Aunque Poppy siempre me cayó bien y a menudo había admirado su aterrador hábito de decir exactamente lo que pensaba, no aprobaba algunos aspectos de su matrimonio. Para mí, el matrimonio es la vía para aparcar los líos de la vida de soltera y concentrarse en hacer que algo bueno funcione. La piedra angular de la unión tiene que ser —en mi opinión— la fidelidad. Una debe hacer algunas suposiciones al aceptar unir su vida a la de otra persona, y la suposición más básica y, tal vez la más importante de todas, es que esa otra persona recibirá tu atención exclusiva.

Que yo supiera, Poppy había tenido al menos dos aventuras, pero no me habría sorprendido enterarme de más. Yo había intentado —con mucho empeño— no juzgar a Poppy para poder disfrutar de la parte de ella que me gustaba y pasar por alto la parte que me hacía sentir incómoda. Me comporté así por varias razones. La más importante era que yo también estaba unida a ella por el matrimonio: el matrimonio de mi madre, y para hacer que la familia funcione, uno tiene que estar dispuesto a mantener la boca cerrada y aparcar los juicios de valor en el quicio de la puerta de entrada. Lo último que yo quería hacer en el mundo era complicar la vida de mi madre causando problemas en nuestra nueva familia.

Otra de la razones era mi intento de ser consecuente con mi religión. En la época en la que yo salí con nuestro sacerdote, Aubrey, en un par de ocasiones hizo comentarios sobre mi ardiente deseo de no meterme en problemas hablando del comportamiento de otras personas. «Hay que posicionarse sobre lo que uno cree», me había dicho. Y tenía razón. ¿Qué sentido tiene creer en unas ideas determinadas si uno no las expresa ni las pone en práctica?

—No tengo por qué posicionarme diciéndole a la gente que está equivocada —había protestado yo—. No es asunto mío.

—Si los quieres, es asunto tuyo —había respondido con firmeza—. Si su mal comportamiento se está entrometiendo en la felicidad y el bienestar de otras personas, es asunto tuyo.

No sé qué habría dicho Aubrey sobre Poppy y John David, ya que nunca le pregunté. Siempre sentí que yo misma tenía tantos puntos débiles que lo último que debía hacer era señalar sus defectos a los demás. Por lo tanto, nunca les saqué el tema de sus infidelidades ni tampoco quise que hablasen de esos asuntos conmigo.

Era lo último que quería.

Cuando otras personas intentaban decirme lo que mi hermanastro y su mujer andaban haciendo, yo trataba de cambiar a otro asunto de inmediato.

Avery interrumpió esos desagradables recuerdos para decirnos que los padres de Poppy venían ya hacia Lawrenceton. John, mi madre, Melinda y yo estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina, con unas tazas de café frente a nosotros. Intentábamos… Intentábamos pensar qué hacer a continuación. Intentábamos no hablar de dónde podría estar John David. Intentábamos no pensar en qué haríamos con Chase, un bebé con una madre muerta y un padre ausente.

—Al menos ya está destetado —murmuró Melinda para sí misma.

Levanté una ceja en su dirección.

—Apuesto a que Avery y yo acabamos quedándonos con el pequeño —dijo, tratando de parecer más feliz al respecto—. Es un bebé amoroso, pero… —Melinda peleaba por hacer que las palabras «yo ya estoy hasta arriba» no salieran de su garganta—. Los padres de Poppy son demasiado mayores, John y tu madre son demasiado mayores y no puedo imaginarme a John David criando a un niño él solo, ¿o tú te lo imaginas?

No, no podía.

—Poppy era una buena madre —dijo Melinda en voz baja—. Uno podría pensar que no, pero sí que lo era.

Asentí.

—Poppy tenía un montón de buenas cualidades.

—¿Qué, y discúlpame, Roe, pero es que necesito saberlo, … qué le paso realmente? —preguntó Melinda, manteniendo la voz baja.

—Creo que fue apuñalada —contesté, evitando que mi mirada coincidiera con los oscuros ojos de Melinda. En realidad estaba bastante segura de ello, pero no soy médico forense, y no pensaba ofrecer una opinión definitiva sobre la muerte de Poppy.

Melinda emitió un pequeño sonido de horror y yo le dirigí un gesto de compasión. Lo asustada que debió estar Poppy… el dolor que debió sentir. ¿Albergó la esperanza de que Melinda y yo fuéramos a salvarla en el último momento?

Alejé mi mente de esta inútil conjetura y me di una buena reprimenda. Poppy debió de morir de forma muy rápida, tal vez en pocos segundos. Melinda se apartó de la mesa y salió de la habitación. Avery la siguió. Un instante después pude oír el murmullo de sus voces provenientes del salón.

Mi madre observaba a John como si fuese un halcón en estado de alerta, por si detectaba algún signo de un problema cardíaco. La mirada de John estaba concentrada en la mesa; estudiaba un cuaderno abierto por una página en blanco. Había manifestado su intención de iniciar una lista de gente con la que necesitaba ponerse en contacto además de la funeraria y la iglesia, pero se había quedado atascado. Yo sabía que no se podía esperar más, así que subí las escaleras, llevando conmigo el teléfono inalámbrico a mi antiguo dormitorio. Llamé a la casa de Aubrey.

—Hola —contestó la fría y serena voz de Emily, la mujer de Aubrey.

—Emily, soy Aurora —indiqué con tono igual de tranquilo y dulce. No nos podíamos soportar.

—Hola, ¿cómo estás?

—Bueno, estoy bien, gracias, pero tenemos un problema familiar, y si Aubrey estuviera a mano…

—Roe, está en el club de campo, jugando al golf. Jeff Mayo le pidió formar parte de un equipo de cuatro personas. Ya sabes, el lunes es, supuestamente, su día libre… —su voz se apagó con delicadeza.

Perra.

—Sí, y si no hubieran asesinado a mi cuñada, no se me ocurriría molestarlo —continué un poco menos dulce.

Un largo silencio.

—Se ha llevado el móvil —admitió Emily—. Permíteme que te dé su número.

—Muchas gracias —dije de forma absolutamente inexpresiva. ¿Por qué no habría salido yo con un veterinario, un camarero o un agricultor? ¿Por qué había tenido que salir con un policía y un sacerdote antes de conocer a mi primer y ya fallecido marido, Martin Bartell?

¿Quién aparece en situaciones de emergencia? ¡Policías y sacerdotes!

Repetí el número para asegurarme de que lo había apuntado correctamente y a continuación me despedí de Emily. Yo sabía que haría sonar los tambores para alertar a las Mujeres de la Iglesia de que una comida por un funeral era inminente. Emily siempre cumplía con su deber.

Respiré profundamente y llamé a Aubrey antes de cambiar de opinión.

No me gustan los teléfonos móviles y yo apenas enciendo el mío. Tal y como yo los entiendo, son una herramienta de emergencia, como el gato de un coche o un rifle. Pero en ese momento me alegré muchísimo de que nuestro sacerdote tuviera uno.

Dijo que estaría en la casa en treinta minutos.