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La Rondine
Alessandro Giuliani y Nicolò Sambucca llevaban dos días y tres noches camino de Monte Prato. La carretera que habían tomado y los atajos que habían hecho por colinas y desfiladeros de roca blanqueada los habían mantenido en la cresta de los Apeninos, en la frontera de la cordillera más occidental. Al caminar a la luz del día o bajo las estrellas se sentían como si avanzaran trabajosamente por encima de una muralla tan alta que los pueblos de Italia, resplandecientes a sus pies en la cálida atmósfera del verano, parecían salir de un libro infantil o de un cuento de hadas. Incluso el mar, una franja azul marino de noche y turquesa al mediodía, era la inconfundible creación de un compasivo dibujante, y encajaba a la perfección con las incrustaciones de los campos y el cielo abrillantado por el ingrávido vapor de una luz plateada.
Los dos estaban agotados y avanzaban con gran dificultad, pero el campo abierto, el silencio y la altitud los capacitaban para imaginarse a sí mismos avanzando sin esfuerzo, como si se elevaran y cayeran, impulsados por el viento, sobre el suave oleaje de un mar que se extendía como una cinta o una franja coloreada. Después de su encuentro con los granjeros no habían visto ni oído a un solo ser humano. El itinerario que habían seguido era lo bastante apartado para dejar los pueblos y las aldeas en silencio e inmóviles, excepto por el parpadeo de alguna luz o la suave ascensión de una columna de humo hacia una infinidad azul que muy pronto la eliminaba.
Habían pasado horas de movimientos pesados y corazones latiendo con fuerza, y horas de ingravidez, pero en el recuerdo todo parecía lo mismo, ya que la línea que habían trazado se encontraba ahora mayormente a sus espaldas, y no quedaba muy lejos su destino. Nicolò había pasado hacía mucho rato la bifurcación de la carretera donde tenía que haberse desviado hacia Sant’Angelo, y antes del amanecer él y Alessandro se habían detenido en una colina desde donde se divisaba Monte Prato.
La carretera giraba a la izquierda y luego regresaba hacia el pueblo por los salientes rocosos de las colinas, pero si se bajaba al fondo del valle, se cruzaba el río y luego se volvía a subir, se llegaba directamente a la iglesia y a la plaza después de pasar entre hileras de olivos, muretes de piedra y campos donde los haces de heno rubio plateado se levantaban como soldados de infantería.
—¿No va a seguir usted por la carretera? —preguntó Nicolò.
—No.
—Tendrá que bajar todo esto hasta abajo y luego volver a subir.
—¿No es eso lo que hemos estado haciendo?
—Pero usted ya está aquí. ¿Para qué poner en peligro su corazón, cuando ya ha hecho el viaje? Se quejaba usted de que le daba saltos.
—Yo no me he quejado.
—Ha dicho que le daba saltos.
—Y era cierto.
—Por la carretera es más fácil —insistió Nicolò.
Alessandro sacudió la cabeza con un gesto casi leonino de impaciencia.
—El sol no saldrá hasta dentro de dos horas. Descansaré aquí.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Nicolò, temeroso y solícito.
Alessandro se sentó sobre una piedra plana que sobresalía en una ondulación de la colina, y se inclinó hacia atrás hasta que la cabeza descansó sobre la blanda hierba.
—Desde mi propia juventud recuerdo lo que motivaba esa pregunta —dijo, dirigiéndose al cielo tanto como al muchacho que tenía a su lado—. Tú piensas que un viejo como yo tiene lagos de sangre que presionan contra un dique de papel, ¿verdad? Si doy un paso en falso, o me atraganto con la comida, u oigo que Octavio triunfó en Accio… ¡Bang! El dique revienta, todo se rompe ahí dentro, y muerto estoy.
—Yo no he querido decir eso, señor.
—Pues deberías. Comparado contigo, yo soy una espoleta de ave. Recuerdo muy bien cómo era antes.
—No es usted tan delicado, después de todo por lo que ha pasado.
—Pues lo soy, Nicolò. Lo soy, y eso es una suerte. Mi cuerpo no seguirá aguantando por mucho tiempo lo que aguantó en el pasado. Si algo me impresiona excesivamente, resulta demasiado desagradable o demasiado doloroso, Dios acudirá con la misma rapidez que una enfermera de turno. Cuanto más secos y delgados son los huesos, más fácilmente se quiebran.
—Entonces, ¿cómo puede eso ser una suerte?
—Te sorprenderías.
—Yo nunca querré morir. Resistiré hasta el final y me iré en medio de una fuerte lucha.
—Lo sé, lo sé —admitió Alessandro, con tono amable—. Apenas has experimentado el tiempo y ya estás más celoso de él de lo que nunca volverás a estarlo.
—Pero usted ha dicho muchas veces que, cuando ya nada queda, la fuerza surge de cualquier sitio; que fluye dentro de uno y que eso sorprende.
—Y así es —corroboró Alessandro—. Aún lo hace… Pero la fuerza, al igual que yo, es cada vez más inoperante.
—¡Señor! —exclamó Nicolò, protestando contra la vejez y la mortalidad.
—Me has preguntado cómo me encontraba…
—Sí.
—Me encuentro bien.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Y su corazón?
—Bueno, mi corazón no se encuentra tan bien, pero ¿qué más da?
—¿Cómo lo siente?
Alessandro volvió la cabeza hacia Nicolò, que permanecía sentado con el pie derecho y la pantorrilla debajo del muslo, tal como suelen sentarse las muchachas al ir a coger fresas, según pensó Alessandro.
—Como si dentro de él hubiera un hombre golpeando sus paredes con manos y pies. Y lo mismo siento en mi brazo.
—¿Eso es grave?
—Es cómico.
—¿No necesita un médico?
Alessandro se echó a reír y la potencia de su risa sorprendió a Nicolò.
—¿Qué le parece tan divertido?
—Lo que necesito es que no me atienda ningún médico. Cuando uno muere, los médicos dan vueltas en torno a su cama durante semanas, y los pobres desgraciados que uno deja atrás se ven obligados a vender hasta los muebles para pagarles. Pero… ¿qué hacen ellos? Les pagas para que utilicen su tacto y te oculten la verdad desnuda respecto a la persona que se está muriendo. Sin embargo, el dinero no importa. Lo que duele son las falsas esperanzas, de las cuales uno es tan culpable como ellos.
—Si alguien paga a mi padre para que le instale los palos del tendedero —expuso Nicolò—, y los dos se cayeran, mi padre tendría que devolverle el dinero.
—¿Pero…? —preguntó Alessandro.
—¿Pero qué?
—¿Pero?
—Yo no he dicho «pero».
—Pues deberías.
—¿Debería?
—Continúa.
—Pero… Pero… Pero… ¡No sé! ¡Pero la gente…, la gente es algo distinto!
—Sí. Continúa, continúa.
—La gente no son tendederos. Es más complicada. No viven eternamente. Incluso los tendederos pueden caerse con un terremoto. Eso no sería culpa de mi padre; así que podría quedarse el dinero.
—¡Exacto! —exclamó Alessandro, aspirando las sílabas al respirar con fuerza—. ¿Sabes una cosa, Nicolò?
—¿El qué? —preguntó el muchacho, sonriendo como un cordero.
—Estás reflexionando, y hace dos días no lo hacías.
Nicolò tuvo en cuenta esa posibilidad. De no haber sido por la oscuridad de la noche, Alessandro habría visto cómo el rostro se le iluminaba.
—Reflexionar, hacer preguntas, imaginar las cosas, es como una bola, ¿no te das cuenta? Cuando empieza a rodar cuesta abajo, aunque al principio lo haga lentamente, ya nunca para. ¿Comprendes?
—No.
—Claro que sí.
—No exactamente.
—Por supuesto que lo comprendes. Sólo que te sientes tan satisfecho de ti mismo que quieres que te lo explique para poder disfrutarlo. Pues no lo haré. El placer debe experimentarse sin los consejos de un experto, como el primer orgasmo.
—¿Qué es un orgasmo?
Alessandro suspiró.
—Ande —protestó Nicolò—. Yo no soy como usted. No tengo mucho dinero. Si no puedo permitirme una bicicleta, mucho menos un orgasmo.
—Dios mío —suspiró Alessandro, elevando los ojos al cielo.
—Un orgasmo es como un coche, ¿no?
—¿Quieres decir un… Hispano-Suiza?
—¿Es eso?
—No —dijo Alessandro, bajando la voz—, es un tipo de farolillo japonés.
—Nosotros no necesitamos orgasmos —replicó Nicolò—. Ya tenemos bombillas eléctricas.
—Pues pronto vas a querer cambiar todas tus bombillas eléctricas por un orgasmo.
—Eso es lo que usted cree —exclamó Nicolò, indignado—. Las bombillas eléctricas son muy caras. No cambiaría ni una sola por un orgasmo.
—Eso es lo que tú te crees.
—Está usted seguro de muchas cosas, ¿verdad? Según usted, yo voy a ser presidente de la FAI. —Aguardó a que Alessandro lo negara—. Viviré en una gran casa y tendré un montón de libros de piel…
—Encuadernados en piel.
—Encuadernados en piel. Que navegaré con mi yate hasta Suiza en verano.
—¿Desde dónde?
—Desde Capri.
Después de una pausa, Alessandro le contestó.
—Iba a burlarme de ti, pero el Ródano llega hasta Ginebra, y parte con toda su fuerza desde el lago Leman. ¿Quién sabe?
—¿Y por qué no ir directamente por el océano? —preguntó Nicolò.
—No puedes. Suiza no tiene costas que den al mar. Pero, como te decía, el lago de Neuchâtel se vacía en el lago Leman. Quizá puedas ir más lejos. Éstas son las cosas que propones a una revista de geografía y que nunca te aceptan.
—Tipos ricos.
—Sí. Los tipos ricos hacen propuestas a las revistas de geografía. Los pobres no saben por dónde empezar, y además no tienen yates. La diferencia entre las clases de hombres es que la inmensa mayoría recuerda su juventud como el momento culminante, mientras que la pequeña minoría, al escapar de una vida de duros trabajos y de crecientes dificultades, descubre algo incluso mejor.
—Quizá Dios me haga rico algún día.
—Posiblemente.
—Para empezar, Dios no me hizo rico. De todos modos, yo no creo en él. Mi hermana sí.
—Entonces, ¿cómo puede hacerte rico, si no crees en él?
—¿Y si luego no me hiciera rico?
—No creo que lo haga. Eres tú quien debe hacerse rico. A él le tiene sin cuidado.
—¿De veras?
—Sí. De eso estoy seguro.
—¿Por qué?
—El dinero es una de las pocas cosas que él no ha inventado. Él creó los pájaros, las estrellas, los volcanes, el alma, los rayos de luz… Pero no el dinero.
—Usted cree en Dios, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo es eso posible? ¿Qué ha hecho él por usted?
—La cuestión no es qué ha hecho o no ha hecho por mí. Lo cierto es que ha hecho muchas cosas, aunque para algunos ha hecho menos que nada. Por otro lado, uno no cree en Dios ni deja de creer en él. No es tema de discusión… Aunque yo solía discutir al respecto cuando era joven —añadió el anciano—. Incluso conmigo mismo. Pero su existencia no es asunto de discusión, sino de aprehensión. O percibes a Dios, o no lo percibes.
—¿Y usted lo ha percibido?
—Sí, con gran intensidad, aunque no siempre… Cuanto más viejo me hago, y más percibo cómo la vida se ordena y con qué certeza y predicción nos movemos de un escenario a otro, más creo en Dios, más percibo su presencia y más me sorprende el poder de sus obras. Aun así, cuanto más viejo me hago y contemplo el sufrimiento y la muerte, menos próximo me parece Dios, y más me parece que no existe. A pesar de ser tan listo, ha reducido la vida a una gran pregunta que abruma a los vivos y que solo responde a los muertos… Ahora me siento mucho menos seguro que cuando era joven. A veces creo; otras no.
—¿Y cómo explicaría esta diferencia?
—Mi fortaleza, la nitidez de mi visión, la fragilidad de mi corazón; tan solo eso… Ariane me dejó una carta. Aparte de la dirección, que leí mientras regresaba a casa, las suyas eran las primeras palabras que leía después de su muerte. Era como si me hablara a mí directamente, y me decía: «Mientras sigas con vida y respires, ten fe. Ten fe por aquellos que no la tienen. Ten fe aunque hayas dejado de creer. Ten fe por los que han muerto, por el amor, ten fe para mantener vivo tu corazón. Nunca te rindas, nunca desesperes, no permitas que el misterio te confunda y te haga llegar a la conclusión de que nunca podrás poseerlo».
—Con todos mis respetos, señor, pero tendrá que convencerme —lo desafió Nicolò, reflexionando, animándose, dispuesto a diez horas de discusión.
—No, yo no —suspiró Alessandro—. Ya he pasado bastantes veladas de sobremesa intentando poner las cosas en claro. No tengo por qué convencerte. El mundo te ofrecerá las pruebas y la elección será tuya. Descansará totalmente en la claridad con que veas a través de la maraña de tu cuerpo físico y tu orgulloso intelecto.
—¿Tengo yo intelecto?
—¿No he dicho yo eso?
—¿Qué es un intelecto?
Alessandro cambió de postura y resopló a fin de obtener más capacidad para el delicioso aire de la noche.
—Es algo que tienes en tu cerebro. Permite que recuerdes otras cosas y que las repases a fin de poderlas resolver.
—Oh.
—Tú posees uno, pero tienes que ejercitarlo a fin de que vaya aumentando.
—La gente que posee estos intelectos es lista, ¿verdad?
—No tanto como ella piensa.
—¿Ah, no?
—No. La gente no lo sabe, pero el intelecto es el atributo más fácil de desarrollar, y si crece desproporcionadamente en relación a los demás, la gente ya piensa que es lista… Pero no lo es más que un listín de teléfonos. Una constante de la humanidad a lo largo de la historia es la apetencia, la necesidad de un equilibrio entre el intelecto, el espíritu y la carne.
—¿La carne? ¿En qué sentido?
—La mortificación de la carne.
Nicolò retrocedió casi imperceptiblemente.
—¿Qué crees que hemos estado haciendo? —preguntó Alessandro—. Esta caminata, día y noche a la intemperie, sin dormir, bajo el sol, la luna y las estrellas, es una mortificación de la carne. Como la música atronadora sacude el espíritu hasta que éste se eleva. En el islam, los sufíes y los derviches utilizan drogas para llegar a ese estado. Nosotros disparamos nuestras almas por los cañones del arte y la disciplina, y en una noche cualquiera, flotando por encima de las delgadas cimas de Europa, a medio camino hacia las estrellas, hay ejércitos de espíritus que giran vivamente y suben como cohetes de fuegos artificiales, unidos a las almas de aquellos hombres y mujeres que, mediante la reflexión, la mortificación y la devoción, sin proponérselo han hecho sombra a los reyes.
—Sí, pero usted no…, usted no escala paredes así cada día —replicó Nicolò—. Y si todos lo hicieran, el mundo parecería haberse vuelto loco, ¿no le parece? Todo el mundo paseando por las montañas en medio de la noche… ¡Por Dios!
—Dime una cosa —le pidió el anciano, con disimulo—. ¿No crees que puedan existir otros caminos?
—¿Cómo cuáles?
—Entonces lo crees.
—Yo no he dicho eso.
—Sí lo has dicho.
—De acuerdo. ¿Cuáles son?
—¿A qué hora te levantas por la mañana?
—¿Yo?
—¿Quién más hay aquí?
—A las siete y media. ¿Por qué?
—¿Para ir al trabajo?
Nicolò asintió con la cabeza.
—¿Y los días en que no trabajas?
—A las nueve, las diez, a cualquier hora.
—Te levantas a las siete y media porque tienes que hacerlo.
—Sí.
—Yo soy un jubilado. No tengo por qué levantarme a ninguna hora.
»Si quiero, puedo dormir toda la mañana. ¿A qué hora crees que me levanto?
—¿Cómo puedo saberlo?
—Adivínalo.
—Ya se lo he dicho; no lo sé.
—Para eso están las suposiciones; para cuando uno no sabe. Yo ya sé que tú no lo sabes. ¿Cómo podrías saberlo…? Es por eso que te pido que lo adivines.
—¿A las nueve y media?
—No. A las cinco.
—¿A las cinco?
—A las cinco y media ya estoy sentado ante mi escritorio.
—Debe de estar loco.
—Tú eres un gran corredor —dijo Alessandro—. Te vi correr kilómetros y kilómetros detrás del autobús. ¿Cuántas veces a la semana haces ejercicio hasta el agotamiento?
—Cuando tenemos partido de fútbol. ¿Y usted? No está en condiciones de hacer ejercicio hasta agotarse. Se moriría.
—Pues cuatro veces. Remo. Remo hasta que veo visiones. Bebo limonada. Y oigo música, Nicolò; aunque nadie esté tocando. ¿Y tú?
—No. A veces ni siquiera la oigo cuando alguien toca.
—¿Duermes en una cama?
—Claro. ¿Quién no duerme en una cama?
Alessandro sonrió.
—¿Usted? ¿Y dónde duerme?
—En el suelo.
—¿En el suelo? ¿Duerme usted en el suelo? ¿Por qué?
El anciano miró al muchacho y contestó con el aire de alguien que va a explicar un gran secreto:
—Porque el suelo es duro y frío.
—No me lo creo —dijo Nicolò a una imaginaria tercera persona.
—¿A qué hora crees que se levantan por la mañana las monjas de tu hermana?
Nicolò se encogió de hombros.
—Pregúntaselo.
—¡Por Dios! —exclamó Nicolò—. Yo no quiero ser una monja.
—No te pido que lo seas —replicó Alessandro—. No te pido que hagas nada. Sólo te digo que el intelecto es inútil a menos que esté disciplinado por la mortificación de la carne, a fin de que pueda servir al alma. Nada más. El intelecto piensa. El cuerpo baila. Y el espíritu canta. Una canción, una canción muy sencilla. Cuando el amor y la memoria se ven oprimidos y el alma, aunque destrozada, emprende el vuelo, lo hace con una sencilla canción.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque la he escuchado.
—¿Y qué dice?
—Dice que al final, en la esencia última de todo cuanto sabemos, sólo nos queda una cosa, una cosa que puede viajar, aunque sólo Dios sabe cómo.
—¿Y qué se supone que puedo hacer yo con eso? —preguntó Nicolò—. Usted no hace más que hablar de esa manera. Déme un ejemplo más concreto.
—¿Te refieres a algo real?
—Sí, una cosa.
—Eso no tiene nada que ver con las cosas.
—No me importa, sólo déme una cosa. Una sola.
—De acuerdo —aceptó Alessandro, mientras miraba por encima del pueblo iluminado por la luna y más allá de las colinas plateadas y los campos recién segados—. Aquí tienes un pequeñísimo ejemplo, uno entre millones, microscópico, pero que podría calificarse de cosa, creo.
»Yo tengo un calendario de mesa, una agenda de piel que permanece abierta junto a mi codo derecho. Es una cosa. Ahora que soy viejo, siempre está en blanco. Pero cada año compro una nueva; por costumbre, y porque cuando tengo alguna cita aparece espléndida en sus páginas inmaculadas, como un barco aprisionado por el hielo en el polo Norte.
»La agenda tiene una cinta roja para marcar la fecha, y a lo largo de casi cincuenta años esta cinta había permanecido en la división de las páginas, recta como una plomada. Tan sólo recientemente, fui a contestar el teléfono con la mano derecha mientras mantenía la agenda abierta en la izquierda. No estaba mirando, pero, mediante un medio giro, corrí la cinta sobre la página, en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
»Después de terminar con la llamada telefónica, y cuando dejé la agenda, me di cuenta de la cinta. Tenía vida propia, independientemente de mis costumbres, mis intenciones, mis nociones sobre el orden, mis ideas y mis hábitos. La pequeña cinta formando ángulo destacaba sobre la página lo mismo que una bandera al viento, como una columna de fuego.
—¿Y eso qué significa?
—De algún modo me dice que no estoy solo. Y aunque no me dijera eso, yo querría creer que sí, pues con el tiempo duele mucho estar solo, aunque hayas llegado a la conclusión de que no puedes tolerar nada más. Cuando estás solo, eres capaz de anhelar intensamente algo tan sencillo como un abrazo que puedes obtener del aire.
»Y le encuentras significados que de lo contrario no podrías captar. Por eso resulta útil levantarse temprano por la mañana, cuando la mente está despejada y el corazón tranquilo.
—Con eso no basta.
—¿Tú crees?
—No es suficiente.
—¿Por qué?
—Es todo intelecto.
—¡Ajá! —exclamó Alessandro Giuliani—. ¿Y qué es lo que le falta?
—Le falta…, ya sabe. Déme otro ejemplo.
—¿Otro?
—Sí.
—¿Conoces el Madre, non dormi…, de Il Trovatore?
—No.
—Entonces búscalo cuando llegues a casa. Empieza con una escala en progresión armónica que va desde el re bemol hasta el la mayor y regresa al re bemol.
—¿Y eso qué es?
—Un puñado de notas.
—¿Y?
—Pues que mi hijo tenía una peonza. Si tirabas de ella hacia arriba, daba vueltas y emitía precisamente la secuencia del Mare, non dormi… Cómo bajaba y subía es algo que yo ignoro. Quizás al perder fuerza caía una compuerta interna y abría un registro más alto. No sé cómo lo lograba, pero sí que lo hacía. Estaba diseñada con una brillantez misteriosa y hechizante.
»Al principio de la canción, la secuencia de notas es una de las más tristes y más hermosas que haya conocido en mi vida. Al escuchar su melancólica y lúcida progresión se diría que el tiempo se ha interrumpido. Hace que los rostros de los niños resulten infinitamente conmovedores, infinitamente hermosos e infinitamente tristes. Cuando yo la escuchaba con Paolo, me transportaba al punto en que nos separaríamos para siempre, y que yo creía sería cuando yo muriera.
»Aquella simple progresión tenía una fuerza muy superior a sus elementos, pues se acercaba a la verdad elemental en la que esperanza, recuerdo y amor se juntan. Después de toda una vida de reflexión acerca de la belleza, ya que era mi trabajo, como el tuyo es hacer propulsores…, no he encontrado nada que lo ilumine o lo exprese, salvo otra belleza. Sobre una pintura no existe mejor comentario que una canción, y sobre ésta no existe mejor comentario que su letra. Al final quizá no exista nada tan hermoso como una canción, debido tal vez a que nada puede ser tan triste.
»Hace mucho tiempo, aunque yo ya era lo bastante viejo para tener ese temblor de la mano, comprendí, demasiado pronto y demasiado tarde a la vez, que lo que había estado buscando en miles de bellezas estaba en una sola, y que yo la había experimentado, como nunca podría sentirla mejor, sentado en el suelo en el cuarto de Paolo, ayudándole a tirar de su peonza.
»Me pregunté a mí mismo por qué yo amaba, y cuál era la fuerza de la belleza, y comprendí que cada instante de hermosura era una promesa y un ejemplo, en miniatura, de una vida que podía finalizar en equilibrio, mediante simetría, resolución y esperanza; incluso sin explicación. La belleza no puede explicarse, pero su justa perfección despierta el amor. Me pregunté si mi vida habría sido la misma en caso de que al final todos los elementos se juntaran lo suficientemente para producir una sencilla melodía, tan poderosa como la de la peonza metálica de Paolo. Una canción que, si bien no explicara el desesperado y doloroso pasado, al menos hiciera que valiese la pena haberlo amado.
»Por supuesto, sigo sin saber la respuesta. Que Dios me ayude a conseguir un instante de su más triste belleza en lo que yo haga.
»Tal vez estoy divagando. Puede que fuera ésta mi intención. No importa. Puedo hacerlo, porque mi idea de lo que representa el descanso eterno es clara y está libre de trabas, y aún puedo averiguarlo.
»La peonza que mi pequeño de tres años hacía girar sin cesar tocaba una hermosa canción, ¿sabes? Una canción que, de vez en cuando, aún escucho. ¿Qué canción es? Esa canción es amor.
Después de permanecer en silencio durante un rato, contemplando cómo los árboles se mecían al impulso del viento que se arrastraba por las oscuras colinas con la lentitud de un ciego, Nicolò se sentó y señaló hacia arriba.
—¿Qué es aquello? —preguntó al estilo de un marinero que hubiera divisado un monstruo marino.
—¿Qué es qué? —contestó Alessandro, al estilo de un viejo soldado, el cual no hubiera olvidado la carga eléctrica que precedía a un ataque inminente.
—Allí arriba.
Alessandro se volvió a mirar.
—Las Perseidas —respondió.
—¿Las qué?
—Las Perseidas, un enjambre de meteoritos que aparece en agosto. Hoy debe de ser el primer día. Anoche no las vi, y anoche nos encontrábamos en una cordillera alta y despejada, desde la cual las estrellas resultaban visibles incluso más abajo de donde las nieblas marinas suelen velarlas.
—Déjeme sus gafas —pidió Nicolò.
Cuando se las hubo puesto observó el cielo con expresión a la vez contemplativa y atenta. En la forma con que el muchacho mantuvo elevada la cabeza, en la tersura de su cara y en la frescura de sus movimientos, Alessandro no vio la imagen de sí mismo cuando tenía su misma edad, pues hacía mucho que la había olvidado, sino la imagen de su hijo.
—¿De dónde vienen? —preguntó Nicolò—. ¡Mire! Las hay a miles. Parecen magnesio ardiendo.
—Se arrastran por el sistema solar —le explicó Alessandro—, y cada año por esta época se aproximan a la Tierra. Vienen de la constelación de Perseo y, al chocar con nuestra atmósfera, ésta las ilumina y enciende. Esos destellos que ves son los últimos y los más brillantes. Podrías contemplarlas toda la noche, imaginando que cada uno de sus minúsculos destellos es un hombre abatido, y aún así no verías las bajas siquiera de unas pocas divisiones.
—Son hermosas… —murmuró Nicolò—. Deben de estar muy calientes, y sin embargo todo cuando podemos ver es un rastro de fría luz.
—Una de las categorías de la belleza —declaró Alessandro, no tanto para Nicolò como para una invisible audiencia de compañeros suyos—, que tanto Aristóteles como Croce inexplicablemente omitieron, es la belleza de lo que ya se ha perdido. Con qué intensidad y con qué gran lealtad albergamos en nuestro corazón una existencia que de ningún modo podemos revivir.
—¿Y dónde caen? —preguntó Nicolò.
—La mayoría simplemente arden en la atmósfera —replicó Alessandro, pensando en unos ángeles lanzándose furiosos a través de la pálida e interminable luz—. De los meteoritos que alcanzan la superficie de la tierra, supongo que dos terceras partes caerán al mar, y la restante lo hará en los bosques o se deslizará por sábanas y estepas.
—¿Alguna vez han caído en Italia?
—Seguro que algunos habrán caído. Probablemente puedas verlos en los museos de ciencias.
—¿Y sobre las ciudades?
—No lo sé. ¿Por qué? ¿Te preocupa eso? ¿Crees que deberías llevar un casco?
—No, sólo que me gustaría ver alguno después de caer. No deben de saber lo que les espera, ¿verdad? Ahí afuera, en el espacio, durante millones de años, volando a un millón de kilómetros por hora, sin atmósfera ni ruido, sin otra cosa que los planetas por donde pasan… Y luego, ¡bum! Terminan en el suelo de una carnicería del Trastevere, con un puñado de viejas y un gato retrocediendo contra la pared, gritando porque ha estallado el mostrador de la carne.
»La verdad es que me entristece pensar que, después de millones de años silbando por el espacio, pueda uno terminar en una bandeja de chuletas de cerdo, pero me gustaría comprobar qué tacto tiene después de todo ese tiempo en la fría atmósfera. La Madonna! ¡Confío en que no me mordiese!
—Espera pues en la carnicería —le aconsejó Alessandro.
—No sé… Preferiría hacerlo en mi trabajo. Echo de menos construir propulsores.
—Pero si ni siquiera te está permitido tocarlos.
—Pues echo de menos pensar en hacerlos. Algún día los montaré, ¿por qué los meteoroides trazan esas curvas?
—Meteoritos. Y no trazan curvas; tan sólo lo parece. Lo cierto es que avanzan en línea recta y paralelos, como vías de tren, de modo que sólo da la sensación de que irradian en un punto central.
Nicolò le devolvió las gafas.
—Cuando vuelva a Roma, conseguiré unas para mí —aseguró—. Únicamente llevo dos días fuera, y sólo de pensar en volver ya me pongo nervioso.
—Roma es así. Siempre lo ha sido. La ciudad en sí es como una familia, como las novias, los enamorados, los niños… No puedo decirte exactamente por qué, pero se despliega ante ti con la gracia del agua derramándose en una fuente. Y pienso eso de Roma porque durante muchos años yo he sido un niño, un enamorado, un padre o un amigo en Roma, y eso ha formado un eco tras otro, que oiré hasta mi muerte.
—¿Qué sucedió? Cuando la mujer le dijo: «Sí. ¿La conoce usted?». ¿Era Ariane?
Alessandro pareció dudar, cerró los ojos y sonrió.
—Sí. Y el niño que había junto a la fuente era mi hijo. No quise atarlo, así que no dije nada. Refrené mis emociones. No lo abracé. Me agaché y le miré la cara: extraordinaria. ¡Qué hermoso era! Todo redondeado. Como una ardilla listada. Sus piernas eran rollizas como una salchicha. Y sus dedos tan delicados y diminutos que las uñas parecían granos de maíz, los más pequeños y blancos, los más pálidos y dulces que se encuentran al final. Y le dije: «Mira, tu velero se ha quedado en el centro del estanque. Tendremos que buscar un palo».
»No lejos de allí había un barrendero. Corrí hacia él y le di dinero, un fajo de billetes creo, ya que apenas sabía lo que estaba haciendo. De su carro cogí un rastrillo y regresé corriendo a la fuente, donde me incliné sobre el agua y suavemente tiré del barquito, cuyas velas se hincharon con la brisa.
»Sabía que no podría explicarle a aquella mujer, la prima de la que Ariane nunca me había hablado, quién era yo y lo que había ocurrido. Me contenté con jugar con Paolo mientras ella leía el periódico. De eso hace más de cuarenta años, pero lo recuerdo muy bien. Hicimos navegar el velero en torno a la orilla, ya que ahí es donde las velas recogen el viento.
»A él le seguían entrando piedrecitas en los zapatos, y cada vez que eso ocurría yo tenía que quitarle el zapato y sacar la piedra. “¿Cómo se llama tu mamá?”, le pregunté. “Mamá”, me contestó. Y cuando le pregunté el nombre de su padre, se limitó a mirarme.
»“¿Está en casa Ariane?”, le pregunté a la prima cuando se disponía a marchar. “Tendría que estar ya, cuando lleguemos”, me contestó la prima.
»“¿Puedo acompañarles?”.
»“Por supuesto”. La prima se preguntaba quién sería yo, pero no dijo nada. Y mientras caminábamos por Villa Borghese, y luego por las calles, empecé a pensar que estaba siendo víctima de un cruel engaño y que cuando viera a la madre del niño no la reconocería.
»Vivían en unos bajos, y en el quicio de la puerta había una brillante placa ovalada con el número de la casa. La prima tiró de una campanita para que Ariane acudiera. De ser yo un indeseable, podrían despedirme en la misma entrada. O quizá la prima pensaba que Ariane podía estar en el baño.
»En efecto, estaba en el baño, y cuando apareció ante mí, después de tanto tiempo, llevaba el cabello suelto y una toalla alrededor del cuerpo.
»La puerta se abrió. La situación era muy extraña. Durante todo aquel tiempo en que la había estado buscando, ella no tenía ni la más leve idea de que yo aún seguía con vida. Después del ataque aéreo, al no encontrarme por ningún lado, supuso que me habrían matado como a los centenares de soldados que habían muerto en la calle que atravesaba el pueblo, muchos de los cuales estaban tan destrozados que resultaba imposible identificarlos.
»Los supervivientes fueron trasladados a Trento, y luego a Verona, y en medio de la confusión a mí me incluyeron en las listas de bajas. Al regresar a Roma descubrí que el ejército italiano me había dado por muerto en Gruensee, en el puesto de observación y en la Cima Bianca. El hecho de que yo apareciera tres veces muerto en sus informes no pareció afectar la fe que sentían en estos documentos, sino que la reforzó. Dado que era el ejército quien lo decía, sin duda pensaron que alguien a quien habían matado tres veces probablemente estaría más muerto que si tan sólo lo habían matado una.
»En ningún momento me había esforzado por alterar mi situación. Estaba preocupado por el hecho de haber desertado, ya que en los años inmediatamente posteriores a la guerra, nadie, y mucho menos un exsoldado, podía estar seguro de que no volvieran a movilizarlo, bajo cualquier excusa.
»Ariane era, efectivamente, la mujer que yo había visto justo antes de que las bombas cayeran sobre la casa, pero lo que había fallado era mi concepción del tiempo. Ella había bajado los dos tramos de escaleras y corrió a reunirse conmigo, pero las camillas bloqueaban el vestíbulo que conducía a la salida delantera, de modo que dio media vuelta para salir por detrás. Oyó como la bomba penetraba por el tejado, y después comentó que había sonado como un cesto de paja que se quebrara antes de desecharlo. La bomba atravesó los techos del segundo piso, del primero y de la planta baja. Ariane recordaba que el ruido que hacía era similar al de las cartas al barajarlas.
»Estalló en la sala de delante y el impacto empujó los tabiques internos, de una sola pieza, contra las paredes exteriores, que se derrumbaron sobre sí mismas. En el instante de la detonación, Ariane se encontraba ya ante la puerta abierta, de modo que al comprimirse el aire del interior de la casa salió lanzada a unos diez metros del edificio. Cayó sobre la hierba, donde se quedó paralizada, sin apenas poder respirar. Todo cuanto había dentro del edificio quedó machacado, incinerado, destruido.
»Y entonces, de repente, en Roma, un día tranquilo del mes de junio, ella aparecía ante mí, envuelta en una toalla. La abracé… No podía soltarla. Debió de transcurrir una hora. Ariane no podía hablar, ya que cada vez que intentaba decir algo estallaba en sollozos. La toalla se le había resbalado, y ella permanecía desnuda entre mis brazos. Mientras la prima nos miraba atónita, Paolo, nuestro hijo, que se abrazaba con fuerza al cuello de su madre a causa del llanto de ésta, no parecía prestar atención a aquellas escandalosas circunstancias.
»Ella lloraba, y entre sollozos a veces reía, pero no mucho y el niño lloraba y acariciaba la cabeza de su madre. Y yo, yo me sentía subyugado, pero aun así me acordé del cuadro y, Dios mío, Ariane estaba desnuda con un niño en brazos, y yo la había encontrado, y aunque no pudiera creerlo era verdad, era indudablemente cierto, y si me preguntaras por qué o cómo había sucedido no podría decírtelo, pero la vida y la muerte tienen un ritmo, y uno nunca sabe qué esperar, porque están en manos de Dios, y yo estaba aguardando el estallido de una tormenta, que el cielo se oscureciese, los relámpagos y el viento. Estábamos todos tan aturdidos como la gente de la Biblia sobre la cual llovían los milagros y, aunque la tormenta no llegó hasta la noche siguiente, cada uno de los relámpagos, y cada uno de los truenos, fue todo un triunfo.
—Entonces todo salió bien —comentó Nicolò—. Todo se solucionó. Alessandro lo miró fijamente, como si, a pesar del comentario positivo de Nicolò, se sintiera ofendido.
—En absoluto —replicó—. Me has estado escuchando, ¿no? ¿Cómo puedes pensar que todo se solucionó?
—Usted ha dicho…, ha dicho que la encontró, como en el cuadro. Eso es perfecto: la mujer, el niño, usted sobrevivió a la guerra, había esperado y la encontró. ¿No cree que todo salió bien?
—Sí, si todo se hubiese detenido entonces y allí —suspiró Alessandro—. Pero no fue así; nada se detiene. ¿Qué pasa con los otros? ¿Con Fabio, Guariglia, el Guitarrista, los dos Milaneses, Rafi…? Ya te lo he dicho. Mira las Perseidas… Ya ves cómo centellean varias veces por segundo. Pues alcanzan el final de su largo y silencioso viaje casi más rápidamente de lo que tú puedes notar. Pero, aunque las observaras durante horas, ni siquiera notarías las bajas de varias divisiones.
»Cada destello es como la vida de un hombre. Nosotros somos demasiado insignificantes para percibir el alcance de semejante pérdida, y por eso seguimos adelante o lo reducimos a una simple abstracción, a un principio. Comprender la vida de otra persona exige más de lo que cualquiera puede dar, ya que ni siquiera somos capaces de entender la propia…, y también más energía y compasión de lo que es humanamente posible para conmemorar siquiera una sola vida que ha sufrido esa muerte.
»Uno tan sólo puede conocer una mínima parte del amor, el pesar, la excitación y la melancolía de uno de estos fugaces destellos. ¿Y de dos? ¿O de tres? Con dos ya entras en el terreno de la abstracción, y forzosamente debes pensar y hablar mediante abstracciones.
—¿Qué son abstracciones?
—Piensa en un vaso de vino, que vas bebiendo a lo largo de media hora mientras oscurece la tarde. Luego piensa en diez litros de vino, y seguidamente en diez mil. Si no puedes bebértelos, entonces se convierten en una abstracción. La gente va por ahí soltando abstracciones como quien no quiere la cosa porque no está obligada a vivirlas, pero luego las abstracciones se apoderan de la vida de esas gentes.
—Entonces las viven… —replicó Nicolò.
—No. La gente vive su existencia al dictado de sus propios caprichos, lo cual es muy distinto. Monstruosamente distinto. ¿Ya sabes a qué me refiero?
—No.
—¿Has oído hablar de la gente que se opone a la guerra por principio?
—Yo me opongo a la guerra por principio —replicó Nicolò, indignado—, aunque me gustaría combatir en una.
—En principio no puedes oponerte a la guerra si, en principio, no la conoces, y tú, en principio, no puedes conocerla. Tan sólo puedes intuir una mínima parte, lo cual ya es bastante.
—Entonces, ¿por qué no puedo oponerme a ella, en principio?
—Si dices conocer la guerra, en principio, es que estás aparentando, y si sólo puedes aparentar que la conoces, entonces sólo puedes aparentar que estás contra ella. A mucha gente tan sólo le interesa demostrar que piensa lo correcto, y como lo que es «correcto» cambia como el viento, la gente también cambia.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?
—Lo único que necesitas saber es la historia de uno de sus estallidos. Con esto basta. Eso es más poderoso que cualquier principio. Y, ¿sabes?, lo peor que tiene es que te trae pronto, y repentinamente, lo que tendría que haber llegado tarde y lentamente… Así que no hay que exagerar. Toda mi vida me he consolado con ese pensamiento, el cual no resulta muy consolador.
»El problema de la guerra, a mi entender, no reside tanto en que provoca miseria y dolor, algo que tiende a llegar con el tiempo. Lo malo reside en su brusquedad, en la privación de aquellos estados que de lo contrario podrían haberse unido brillantemente para crear una vida.
»Los hijos se quedan sin padres o madres, y tanto padres como madres mueren con la insoportable certeza de que dejan a sus hijos solos en el mundo. La guerra no permite que el amor de un hombre y una mujer llegue a consumarse, ni que pueda arder y luego apagarse. Se borran generaciones y las familias dejan de existir. Para algunos se interrumpe el linaje, la historia, y pienso que eso es lo peor de todo. Cuando los hijos mueren antes que tú, no existe recuperación, excepto quizás en la gracia inexplicable de Dios, en acontecimientos que uno ha transmitido, o en un lugar del que nunca nadie ha regresado.
»Y en la guerra, tal como ya la he conocido, los niños mueren, y a sus padres tan sólo les queda el dolor.
—No fue así con los hijos de Guariglia.
—No. Fue él quien pereció, y ellos se salvaron.
—¿Qué fue de su vida?
—Cuando regresé, el taller de guarnicionería aún seguía allí, aunque con otro talabartero, el cual había conservado las dos piernas y su familia. Habían comprado las existencias a la viuda de Guariglia.
»Le pregunté adónde se había llevado a sus hijos, y el talabartero me lo dijo: “Se fueron a trabajar al norte”. ¿A qué ciudad? ¿A Milán? ¿A Turín? ¿A Génova? No lo sabía. ¿Qué tipo de trabajo pensaban hacer? Eso sí lo sabía. Cualquier tipo de trabajo, le había dicho ella; cualquier cosa que pudieran hacer.
—Lo mismo que mi padre y mi madre; justo igual —intervino Nicolò—. Nos quedamos en Roma porque en la plataforma del tren había un tipo que ofreció trabajo a mi padre en un restaurante. Mi madre bajó del tren con los pequeños, y mi padre me pasó a mí y a las maletas por la ventanilla, al tipo del restaurante. Él tuvo que saltar del tren cuando éste ya se había puesto en marcha. Conseguimos que nos devolvieran algún dinero por los billetes, y mi padre trabajó en la cocina del restaurante de aquel tipo. Todo ocurrió por casualidad, sin haberlo previsto. ¿Los encontró usted? ¿Cómo lo consiguió?
—Publiqué unos anuncios microscópicos en la última página de los periódicos. En aquel entonces estaban repletos de este tipo de anuncios. Yo no podía permitirme más que un par líneas: «Señora Guariglia, del Taller de Guarnicionería en Roma, contacte con Alessandro Giuliani», y mi dirección. El primer año lo publiqué seguido en dos ocasiones, el segundo en otras dos, luego aisladamente, de vez en cuando, con una frecuencia mucho menor que las llamadas que publiqué para Ariane, y que ella nunca leyó.
—¿Y la mujer de Guariglia?
—Ella sí lo leyó. Estaba en Milán, y allí vio el primer anuncio que yo publiqué. Lo recortó y lo metió en su costurero.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? ¿Puedes explicarme tú qué es lo que pasa por la mente de una romana viuda de un guarnicionero? Se lo pregunté a ella cuando, años más tarde, se puso en contacto conmigo. De pronto, recibí de ella una felicitación de Navidad donde me decía que, sin saber por qué, y no porque estuviera demasiado atareada o temiera que yo fuese un acreedor, pensó que algo como aquello pertenecía a su costurero, donde podría tenerlo presente. Y allí lo dejó reposar, ¿te das cuenta?
»En mil novecientos veinticinco vino a verme, acompañada de sus hijos. Se había casado con un obrero de una fundición y disponían de dinero suficiente, así que abrí en Milán una cuenta de ahorros para los niños, y cada año ingresaba algo. Llevaba a los niños al banco y efectuaba el ingreso en la oficina de cuentas de depósito; una cantidad cada vez más importante a medida que transcurría el tiempo. Luego íbamos a un restaurante donde, durante una hora y media, les hablaba de su padre.
»El obrero de la fundición no se sentía muy complacido con aquello, pero la abultada chequera, en una funda azul y dorada, le calmó los nervios. La madre había querido a Guariglia, pero no estaba muy capacitada para hablar de él a sus hijos. La suya había sido siempre una posición de subordinada, obligada a trabajar de sol a sol; era de ese tipo de mujeres que guardan en su costurero amarillentos recortes de periódicos.
»En cambio, yo les contaba cosas. Cada año era lo mismo. Les hablaba de lo valiente que había sido su padre en el frente, en el Campanario. Les hablaba de aquel otro mundo que juntos vimos en Sicilia, y de lo bien que su padre se portó en una batalla que muy bien pudo suceder en la Edad Media. Les hablaba del buque ganadero, o de cómo su padre llegó a cercenarse la pierna en un intento por conservar la vida…, para ellos.
»Eso me llevaba algún tiempo, como puedes imaginar. Al finalizar la comida, que sin duda duraba más de hora y media, el restaurante se había quedado vacío, exceptuándome a mí y a los niños, o los camareros apoyados contra las banquetas, el paño blanco doblado todavía sobre el brazo, dormitando, pero de cara a la calle por si algún cliente los interrumpía… Al final de la comida les hablaba de Stella Maris. Yo siempre lloraba cuando les contaba cómo su padre había dicho, con voz nítida, “Que Dios proteja a mis hijos”, y ellos también lloraban. Incluso cuando eran mayores, yo los abrazaba en medio de aquel maldito restaurante, pero eso no provocaba ningún problema, ya que por entonces no quedaban clientes y los camareros estaban demasiado adormilados para reparar en ello.
»Ellos eran tan pequeños cuando él murió, que podrían haberlo olvidado, pero pienso que la foto de él y la historia que yo les contaba cada año surtieron efecto, ya que, tal como se desarrollaron las cosas, lo quisieron por encima de todo lo demás.
»Una de las niñas me dijo: “Al principio le quise como a un santo, pero luego, cuando llegué a conocerlo mejor a medida que yo iba creciendo, y pude hacerme una idea más clara de él, ya no me pareció tan santo. Los santos te elevan con la emoción, y luego los olvidas. Yo echaba de menos a mi padre constantemente. Levantaba los ojos y descubría que había estado pensando en él, que deseaba que estuviese allí. A un santo nunca lo querrías a tu lado, ¿verdad?”.
»Los hijos de Guariglia crecieron tal como él habría querido. Cuando ellos tuvieron a sus propios hijos, abandoné mi custodia, y no volví a verlos nunca más. Ahora, de vez en cuando, evoco a su padre. De no haber sido tan feo, puede que no lo hubiese querido tanto, y tal vez sus hijos tampoco lo habrían querido como lo quisieron. Era un buen hombre. Uno de esos hombres que realmente te parten el corazón.
Un pájaro había empezado a cantar con un suave trino, el cual surgió antes del primer atisbo del amanecer y duró hasta mucho después de que hubieran cesado los cantos nocturnos. Alessandro se habría contentado simplemente con escuchar, pero Nicolò estaba impaciente y lo presionaba para que le contara más cosas.
—¿Y qué fue de Fabio? —preguntó.
—¿Qué quieres que fuera de él? Lo vi morir. Depositaron su cuerpo en un carrito de madera y se lo llevaron, el rostro perfectamente formado y sus ojos embelesadoramente azules, la carne que tantas mujeres habían deseado acariciar con sus dedos y sus bocas, abrazarla, estrujarla con sus piernas a fin de sentirla en su perfección, amarla y apreciarla como algo ligero que estuviera hecho de seda, algo que pudiera flotar con el viento y que ellas sentirían, estoy seguro, retorciéndose en la tumba.
»Los enterradores siempre tenían a muchos hombres por enterrar, y no acostumbraban a tenderlos con suavidad en la tumba, sino que los tiraban encorvados, con los miembros entrelazados y las manos lejos del cuerpo, en posición forzada, para que quedaran atrapados y comprimidos en la tierra, como si fueran ámbar.
—¿Intentó ver a la familia de Fabio?
—No; no me quedaban fuerzas para buscar a nadie que no fuera la familia de Guariglia. Yo ya tenía mi propia vida, mis propios problemas. Es indudable que Fabio tenía a alguien, pero el don que Dios le había dado fue su propio físico. Fabio lo gastó todo en apariencia y, teniendo en cuenta lo sucedido, puede que hiciera lo más adecuado. Así que cuando se fue, se fue. Nosotros lo queríamos porque, en su vanidad, resultaba maravillosamente estúpido. Cuando pienso en él siempre sonrío, pues estoy convencido de que eso es lo que él habría querido.
—¿Y de Orfeo?
—¿Pretendes que ate para ti todos los cabos sueltos de mi vida?
—Sólo quiero saber. Usted me ha hablado de esa gente, ha dicho que sus vidas nunca terminan. Quiero saber qué ocurrió.
Alessandro no dijo nada. Luego levantó la mano, como si dijera: «Aguarda». Llevaba mucho rato sentado en la roca, después de abandonar la posición de reposo y, al vacilar, Nicolò pensó que se disponía a tenderse de nuevo y descansar. Sin embargo, habló otra vez.
—Mira —dijo Alessandro—. No perdamos el tiempo en tonterías. Hoy voy a morir. Esta mañana. La caminata ha representado un gran esfuerzo para mi corazón. Mientras intento descansar, él lucha hasta el agotamiento y no consigo controlarlo. Truena dentro de mí y parece hacerlo arrítmicamente. Dentro de mi pecho hay espacios huecos como burbujas de aire. No logro tranquilizarlo ni detener el dolor.
—Voy a ir al pueblo para conseguir una ambulancia —resolvió Nicolò, tensando el cuerpo mientras empezaba a levantarse; Alessandro comprendió que el muchacho ansiaba correr.
—No quiero una ambulancia. Quiero permanecer aquí sentado, en silencio.
—Pero, señor, una ambulancia lo conduciría al hospital, y allí podrían ayudarlo.
—No quiero morir en un hospital.
—¡No morirá! ¡Usted va a vivir!
Alessandro le guiñó un ojo.
—Tampoco me interesa vivir en un hospital.
—¿Prefiere morir ahí afuera? ¿En el suelo?
—Siempre me ha gustado vivir al aire libre, sobre el terreno. Ésta ha sido mi salvación. Permanecer aquí sentado, bajo las estrellas, hace que sienta como si tuviera un lugar, como si hiciera lo correcto, como si fuera precisamente aquí donde quisiera estar. De modo que cierra la boca, por favor, y déjame continuar.
Nicolò se encerró en sí mismo, medio abatido.
—Dado que hoy voy a morir, creo que puedo contártelo. Nunca se lo he dicho a nadie; ni a mi mujer, ni a mi hijo… Nunca se lo he contado a un cura. A veces he pensado en confesarme, pero siempre que se me ocurría me echaba a reír, de modo que no creo que fuera a ir muy lejos en un confesionario. A ellos no les gusta que te rías de tus pecados, y yo siempre lo he hecho, que Dios me perdone. Pero eso es precisamente lo que me ha mantenido con vida. Aunque tal vez no debiera contártelo. ¿Quién ha dicho que hoy vaya a morir?
—Usted lo ha dicho.
—¿Quién sabe? ¿Y si no fuera así?
—Yo no se lo contaría a nadie.
—¿Y si lo cuentas?
—¿Qué pasaría?
—La idea que yo tengo de un apacible retiro no incluye seis o siete años de visitas y declaraciones.
—Usted me ha contado todo lo demás —protestó Nicolò, como si se sintiera ofendido.
—Ni siquiera he rascado la superficie.
—Existe un reglamento sobre prescripción de delitos.
—¿Y cómo sabes tú eso?
—De donde yo vengo es distinto de donde viene usted.
—Jura que no se lo dirás a nadie.
—Lo juro.
—La gente promete y luego se desentiende. Pero, entre tu juramento y mi salud, creo que puedo contártelo. Yo lo maté…
—¿A Orfeo?
—A Orfeo.
—No le creo.
—Aun así, ¿quieres conocer la historia?
—Claro.
—Incluso ahora, a los setenta y cuatro años, no consigo expulsar la guerra de mi interior. Fue algo demasiado intenso… Nunca nada había sido así. Sueño con la guerra más de lo que sueño en el presente o en mi juventud. Es la condición esencial a la que siempre recurro, y la que me sirve de referencia. Si resbalara es donde caería; si desfalleciera es donde descansaría.
»Ni todas las iglesias del mundo llenas de velas como la llama oscilando al viento, ni todas las misas, ni todas las fugas, podrían hacerle justicia. Mis sueños persistentes y repetitivos tan sólo cejaron después de veinte años, y sólo porque mi tiempo se había acabado y mi hijo iba a ocupar mi lugar en el frente.
»¿Qué cosa es la guerra, que recorre la historia y resulta más terrible que la muerte, pero en cuyos pliegues la vida se comprime más que la paz más gloriosa?
»Nunca he visto nada tan impresionante como una división de montaña, con mil equipos encordados, avanzando de noche, cada hombre con su lámpara, como ristras de linternas de papel flotando sobre un glaciar medio oscurecido por las nubes en medio de un lago negro. Era toda una ciudad de hombres, avanzando silenciosamente hacia el enemigo a las tres de la madrugada, por lugares que apenas había hollado pie humano desde el inicio de los tiempos. Los recuerdo luego subiendo, con sus lámparas oscilando, el hielo iluminado débilmente por los rayos de luz de las velas y de los espejos de la lámpara que llevaban en sus cascos. La cara sur de la montaña cubierta de hielo centelleaba a medida que la cruzaban.
»Y la caballería, tanto la austríaca como la nuestra… Incluso los más incultos se sentían conmovidos ante la visión de miles de jinetes que trotaban en fila india. Cuando ésta cambiaba de dirección en algún punto y empezaba a cargar, el corazón se paralizaba sorprendido, y el reloj del mundo se ponía en marcha como si fuera la primera vez. ¿Has visto en alguna ocasión un mercader que, de un solo manotazo, redujera a cero un ábaco? Cuando una carga de caballería gana impulso, todos los aparatos medidores regresan al punto de partida y la vida empieza de nuevo.
»Yo soñaba con esas cosas, mi mente no lograba liberarse de ellas. Tenían su propia vida, su propia lógica. La guerra no puede explicarse en términos del mundo que conocemos, pero, al deslizarse sobre lo conocido, lo hace con impunidad y sorpresa.
»En los años que siguieron al armisticio, yo, junto con otros miles como yo, seguíamos atrapados todavía en los combates que acababan de finalizar. La guerra había terminado, pero no para nosotros; al menos no para aquellos que eran lo bastante estúpidos para intentar hallarle algún sentido…, entre los cuales yo me contaba, sin lugar a dudas. Ahora atribuyo mi vano deseo a mi educación, que me inculcó la espléndida y temeraria creencia de que todo tiene una explicación.
»Tal como lo vi entonces, y en cierto modo aún lo veo, la guerra es un mundo aparte para el cual algunos han nacido y otros no. Guariglia, por ejemplo, era de los que no.
—¿Y usted?
—Yo nací para ser soldado —respondió Alessandro—, pero el amor me apartó del rumbo, lo cual hizo que a veces resultara insoportablemente difícil lo que podía haber sido una travesía sin dificultades. Me di cuenta de cuál era la causa de mi reticencia y la desterré a tiempo para salvar mi vida. Pero iba y venía. La suerte me la traía en los momentos oportunos y también permitía que la dejara de lado en los momentos en que debería haberme matado.
»Algunos no tenían ningún tipo de ambivalencia. Cualquier soldado del frente podía distinguir inmediatamente a aquellos que habían nacido para la guerra. Yo sin duda podía, ya que tanto ellos como yo habíamos salido del mismo cascarón.
»A mi hijo me lo entregaron de golpe y porrazo, ya hecho, como si saliera de la nada, la criatura más hermosa que hubiera visto nunca, y mía. Al principio desesperaba de que tuviera que vivir tal como había vivido yo. Luego, finalmente, me resigné a ello. A la fuerza, ya que nunca regresó. Él es la razón de que me haya agotado con todas estas preguntas y de que no pueda morir en paz. Él y los demás son la razón de que haya luchado inútilmente por una abertura hacia otro mundo. No puedo cambiar esa improbable posibilidad por la felicidad en esta vida, ya que recuerdo con demasiada exactitud a aquellos que cayeron. Me he mantenido al margen, si bien todos estos años lo haya hecho indirectamente, y he salvado el inmediato recuerdo por cada uno de ellos, tanto para honrarlos como para preservarlos eternamente.
—No lo entiendo.
—No hace falta. Basta con que prestes atención a la historia… Orfeo, aquel perrito de salón de baile italiano, aquella criatura encorvada y extraordinaria, difícilmente había nacido para la guerra, pero se pasó al campo de aquellos que sí habían nacido para ella Renunció a su cordura para que sus obsesiones pudieran fluir sin resistencia en su interior y elevarlo a un nivel de inmenso poder, el cual, sólo porque resultaba cómico, parecía accidental. Pero no lo era. Lo conocía lo suficiente para no haber visto cómo su locura se fundía irrevocablemente con el espíritu de la guerra.
»Desesperaba por proteger a mi hijo, y yo mismo estaba todavía algo loco. Lamentaba no haber matado a Orfeo en el retrete, porque él había enviado a Rafi a la Cima Bianca. Él había señalado mi destino y el de todos los demás. El mal no estaba en el acero, sino en los documentos, y aquel pequeño hijo de puta lo sabía y se entregaba a ellos en cuerpo y alma.
—Entonces, ¿qué hizo usted?
—Lo maté.
—¿De verdad?
—Para proteger a mi hijo y a los hijos de los demás, a otros bebés. Para proteger a todos los bebés de Italia.
—Pero no lo consiguió.
—No fui capaz de ver el futuro.
—¿Y cómo lo mató?
—Aunque yo ya había matado a hombres en las trincheras, en los reductos y entre los árboles, nunca lo había hecho a sangre fría. La diferencia resulta sorprendente. Para alguien que no esté loco resulta casi imposible clavar una bayoneta en el pecho de otro ser humano, si éste permanece indefenso e inmóvil. En todo el mundo, al soldado que en los entrenamientos empuña el fusil con la bayoneta calada se le ordena que grite al clavar la hoja. Los civiles piensan que ese grito pretende aterrorizar al contrincante, pero se equivocan. Su objetivo consiste en permitir que uno venza la natural aversión a clavar la larga bayoneta en un ser humano, y amortiguar el horrible sonido del acero sesgando la carne y los huesos. Por terrible que parezca esa tarea, si el enemigo te atacara la realizarías con mayor presteza y menor remordimiento que si… ¿Cómo te lo diría? Clavar la bayoneta no parece más difícil ni más inquietante que, por ejemplo, encender una cerilla.
»Era consciente de que, a sangre fría, nunca podría matar a Orfeo. Tendría que provocarlo, aunque no sabía cómo.
—Podía haberle insultado dándole apodos.
—Él ya los tenía. Tan sólo le habría halagado.
—Podría darle un empujón. Pincharle con un dedo. Eso lo habría irritado.
—Tan sólo lo habría deshinchado.
—Lo hubiese retado a un duelo.
—Era un enano medio ciego, gordo y viejo, lleno de temblores y de tics. Se habría reído.
—Entonces, ¿cómo se las arregló?
—No me creerías.
—Claro que le voy a creer —protestó Nicolò.
—No, no me vas a creer, aunque sea la verdad… Primero tuve que encontrarlo. Me dirigí a la enorme sala del Ministerio de la Guerra, donde Orfeo se sentaba en una plataforma desde la cual dominaba a todos los escribientes. La sala estaba vacía, a excepción de los estandartes de los regimientos que colgaban de las paredes; la plataforma había desaparecido.
»Un tipo gordo y pequeño, de uno de los despachos que había al fondo de la sala, me vio y me llamó: “¡Usted! ¡Oiga! —y me hizo señas de que me acercara—. Le he visto buscar por ahí con expresión sorprendida. Seguramente estuvo aquí cuando la guerra se dirigía desde esta sala”. Yo asentí. “Ahora es un salón por el que desfilan los nuevos reclutas a la espera de que los manden al centro de instrucción. ¿Quién diablos va a querer alistarse en el ejército, ahora que la guerra ha finalizado?”.
»“Los listos”, repliqué.
»“Es un poco como el coitus interruptus, ¿no le parece?”.
»“Hay gente que no puede evitarlo, sobre todo si son jóvenes”, le dije.
—¿Qué es coitus interruptus? —preguntó Nicolò.
—Coitus significa hacer el amor —explicó Alessandro—. E interruptus es cuando, de repente, paras de hacerlo.
Nicolò rió con fuerza.
—¿Y para qué querría alguien interruptus así?
—¿A ti qué te parece?
—No sé. A mí me parece realmente estúpido. ¿Para qué parar, cuando se ha empezado? Yo creía que al hacer el amor se paraba poco a poco, como un pato aterrizando en el estanque.
—Sí, pero ¿no se te ocurre algún motivo por el cual desees parar al llegar a cierto punto?
—No.
—Piénsalo detenidamente.
—¿Unas vacaciones?
Alessandro lo miró frunciendo el ceño.
—¡Y yo qué sé! ¿Qué quiere usted de mí? Me muero por hacer el amor. De acuerdo. Hay gente que se para a la mitad. ¡Boom! Pero ése es su problema. No quiero siquiera hablar de ello. Olvidémoslo. Es tan estúpido como alistarse en el ejército cuando ha terminado la guerra.
—¿Y qué me dices de los bebés?
—¿Qué pasa con ellos?
—El hecho de hacerlos.
—¿De hacerlos qué? —preguntó Nicolò, exasperado.
—Hacer que nazcan.
—¿Qué pasa con ellos?
—Tal vez ésa sea una buena razón para parar bruscamente.
—¿A fin de tener un bebé?
—¡No, idiota! ¡A fin de no tenerlo!
—No lo entiendo.
Alessandro se sentó con la espalda erguida.
—¿Cómo crees tú que nacen los hijos?
—Por algo que la madre y el padre utilizan antes de hacer el amor, algún tipo de tela o de hierbas, o un huevo duro que el padre pone en la madre, o algo por el estilo, con una pera de goma o una cápsula de cristal.
—No —dijo Alessandro— no es así exactamente.
—Ah, ¿no?
—No. Basta con hacer el amor… Cincuenta veces, si estás casado; y sólo una si no lo estás.
—¡Usted bromea!
—No, no bromeo.
—Yo creía que se trataba de algo que se añadía.
—Pues no se añade nada.
—Es bueno saberlo —observó Nicolò—, ya que, en fin, yo podría… Ya sabe.
—¿Te das cuenta de lo insensato que es el mundo, Nicolò? Por muy bello que parezca. ¿Cómo iba yo a imaginar que pasaría las ultimas horas de mi vida sentado en una roca, bajo las estrellas, y entre las adelfas, explicando higiene sexual a un aprendiz de una fábrica de propulsores?
—Bueno, ahora ya lo sé.
—Perfecto.
—¿Y qué pasó con Orfeo?
—¿Que qué pasó? El tipo obeso siguió hablando. «¿Se acuerda de los cientos de hombres que había aquí, sentados ante su escritorio?», me preguntó. Yo le dije que sí. «Cada orden o comunicado de guerra pasaba por sus manos, y si me promete que no se lo contará a nadie, le diré algo que le dejará sorprendido».
»“¿El qué?”, inquirí, fingiendo ignorancia.
»“Ni una sola orden, ni un solo comunicado salía nunca tal como había entrado. Si un despacho ponía Avance veinte kilómetros, gire a la derecha hasta que el enemigo se sienta atraído, y mantenga la posición en el flanco mientras el ataque principal se desarrolla en el sur, podía salir de aquí diciendo Avance quince kilómetros, gire a la izquierda y cambie de posición según las necesidades, mientras la estratagema se desarrolla por el este”.
»“O, en una orden naval, podían cambiarse las coordenadas, o los tipos de barco. Le juro por Dios que se enviaron barcos italianos a Polinesia, y que barcos japoneses terminaron en el Mediterráneo. ¿Sabe cuántos hombres fueron fusilados, cuando supuestamente no tenían que serlo? ¿Y a cuántos no se les fusiló, cuando tenía que ser todo lo contrario? No sé cómo el ejército lograba comer. Cada gramo de canela se envió a una batería antiaérea de Treviso. Eso es todo cuanto tuvieron para comer durante la guerra: veintidós toneladas y media de canela, mientras otros no tenían ni una pizca. Un batallón de infantería de la frontera francesa recibía un furgón tras otro cargados de tabaco de pipa, y le juro que durante siete años hubo un crucero que tan sólo recibió pasta de anchoas”.
»Le dije al tipo obeso que lo que me contaba parecía una descripción fantástica de lo que había sido la vida en el ejército, y le pregunté por qué, si estaba enterado de todo eso, no había intentando detenerlo.
»Me contestó que lo había intentado, que había acudido a los generales y a las autoridades civiles y que se lo había dicho, pero que la respuesta había sido: “¿Y qué? Estamos ganando”.
»Y ganamos, Nicolò, pero perdimos como mínimo a setecientos mil hombres, y los heridos superaron varias veces esa cifra. Se crearon comisiones para determinar el número de bajas, pero como los registros eran tan caóticos, no llegaron a ponerse de acuerdo siquiera en las cien mil. Nadie sabe cuántos murieron. Puede que cien mil, o doscientos mil, cayeran entre las grietas y desaparecieran. La pérdida de un solo hombre debería paralizar una guerra.
»Le pregunté por qué se cambiaban las órdenes, y él me contestó: “Un enano, una especie de pequeño vampiro cuyo nombre era Orfeo Quatta. Estaba sentado en una tarima, en medio de la sala. Era el jefe de los escribientes, y para sus empleados era como César Augusto”.
»“¿Y no se le podía sustituir?”.
»El pequeño gordito sonrió. “En su caja de seguridad guardaba los sellos, los formularios para patentes, comisiones, proclamas, declaraciones y decretos. Creó un gobierno dentro del Gobierno: mediante el desplazamiento de las comas en los decimales de las asignaciones y de los salarios, destinando a sus mudos enemigos a pequeñas aldeas de Calabria, y recompensando con prebendas a auténticos psicópatas. Sobre su plataforma sufría ataques de locura y megalomanía mientras los escribientes, con la cabeza gacha, fingían no oír nada”.
»Hablé con aquel tipo durante largo rato. Me contó que todo el mundo quería cargarse a Orfeo, que era una fantasía general. “Pero nadie se lo cargó —me dijo—. Del mismo modo que uno nunca llega a acariciar a la mujer más bella del mundo”.
»“La mujer más bella del mundo siempre tiene un amante, ¿verdad?”, le pregunté. Por supuesto, él se vio obligado a decir que sí. Luego añadí: “De modo que siempre hay alguien que consigue acariciarla…”.
»“Sí”.
—Entonces alguien tuvo que haber matado a Orfeo. O alguien tendría que haberlo intentado.
—No, nadie lo hizo nunca.
—¿Y cómo fue que lo trasladaron?
—La guerra finalizó. Fue lo mismo que dejar salir el agua de una cañería.
—¿Y adónde se marchó?
—A la mañana siguiente fui a comprobarlo. Vivía en una cueva excavada en la base del Testaccio.
—¿Qué es el Testaccio? —preguntó Nicolò.
—¿Sabes dónde está la pirámide?
—Sí, en Egipto.
—No. Me refiero a una que hay en Roma.
—¿Hay una pirámide en Roma?
—Alguna vez habrás ido a Ostia.
—Sí.
—¿Cómo?
—En tren.
—¿Y no has visto la pirámide que hay al otro lado de la calle, frente a la estación?
—¿Esa cosa?
Alessandro subió y bajó con fuerza la cabeza, de modo que Nicolò vio su respuesta incluso en la oscuridad.
—¿Qué creías que era?
—Pensé que estaban construyendo algo, y que no habían puesto la otra cara.
—No. Es una pirámide. Justo al final de la calle, detrás del cementerio protestante, se alza un enorme promontorio al que llaman el Testaccio. Está hecho de ánforas rotas que se utilizaban como lastre en los buques que fondeaban en el Tíber. Los antiguos sabían que se formaría un dique en el río si seguían tirando lastre en él, de modo que crearon ese montículo. Ese barrio también alberga el matadero, y a aquellos que son tan pobres que no se atreven a buscar sitio en otras partes de la ciudad, por temor a que otras gentes se sientan turbadas en su vanidad y en sus sueños de grandeza. Tanto tú como yo, o cualquier otro, estamos tan sólo a un paso de los indigentes de ojos brillantes y piel renegrida que avanzan a trompicones, sabedores de que al cabo de un par de semanas ya no estarán aquí. En estos momentos, la única diferencia entre ellos y yo reside en que yo estoy limpio y puedo hablar.
—Ya no va tan limpio, señor. Está cubierto de polvo, y sus ojos son como los de un lobo.
Alessandro sonrió.
—¿Cómo los de un lobo?
—Exacto.
—Bien, no estoy limpio, el corazón me falla, y estoy tumbado en el suelo pero puedo hablar. Y lo estoy haciendo con cierta velocidad, ¿no?
—Parece una turbina de aire —admitió Nicolò.
—Bueno —replicó Alessandro—, eso no te debe de resultar desagradable, teniendo en cuenta tu profesión.
—Hábleme de Orfeo, antes de que se muera —le pidió Nicolò, muy en serio.
—No moriré hasta que haga calor.
—¿Y cómo lo sabe?
—Porque así lo quiero. Así será.
—Si no me hubiese hablado de su corazón, nunca habría adivinado que estaba tan mal.
—Quería que lo supieras.
—¿Por qué?
—Porque estoy a punto.
—¿Está cansado de vivir?
—Hace tiempo que estoy cansado de este mundo, y en estos momentos medio me dirijo hacia otro reino. No resulta desagradable: no está oscuro. Todo lo contrario, es una tierra de luz y pronto tendré que preguntarte si estoy flotando.
—¿Desea que me quede a su lado?
—No. Cuando amanezca, regresa a la carretera y ve a visitar a tu hermana. ¿Es bonita?
—Un poco.
—Me habría gustado conocerla, aunque ella no lo habría entendido… Sin duda se mostraría recelosa, o al menos reservada.
—No creo. Antes era una prostituta.
—¿Y qué puede haber más reservado que una prostituta en un convento?
—Se vio obligada a hacerlo, aunque sólo durante seis meses. Un andamio se combó cuando mi padre estaba en lo alto sujetando unos travesaños. Permaneció inconsciente durante un mes, y luego tardó mucho en volver a andar. Él nunca se enteró. Le dijo que trabajaba en una cafetería, y se cambiaba de ropa en la pensión. Tan pronto como él consiguió trabajo en un tejar, ella lo dejó. No debería habérselo dicho… Ella me mataría si lo supiera. Pero como usted me ha contado lo de Orfeo…
—Deja que termine, pues, a fin de quedar en paz. ¿Que por qué vivía en una cueva en el Testaccio? Lo ignoro. Cualquiera pensaría que era lo bastante listo para transferir mil millones de liras a la cuenta secreta de un banco en Suiza y retirarse a vivir allí, como cualquier italiano que estuviera en su situación, rodeado de guardaespaldas, dobermans con collar de púas y mujeres de pechos enormes.
»Pero no, se quedó a vivir en la diminuta habitación excavada en una montaña de cascotes… Solía hablar de los marfileños valles de la luna, pálidos como huesos. Puede que creyera que vivía en una montaña de huesos, y que el enaltecido acudiría allí a rescatarlo. Bueno, el enaltecido se presentó.
»En la fachada de la cueva había dos ventanas y una puerta, y en las ventanas colgaban unas cortinas chillonas, de tonos amarillos y púrpura: lirios y narcisos. Yo nunca suelo fijarme en cosas como los zapatos o las cortinas, sino que veo a través de ellas, pero aquéllas resultaban hipnóticas. Cuando me detuve en la puerta del pequeño jardín que había delante de la casa, lo vi atisbando detrás de aquellas horribles cortinas.
»Orfeo no sabía que yo lo estaba vigilando y por eso creyó que yo no sabía que él me estaba vigilando. Su rostro expresaba una profunda concentración y preocupación, como el de un animal acostumbrado a estar en libertad, y que de repente descubriera que lo habían atrapado.
»Yo sólo podía distinguir una cuarta parte de su rostro, pero se movía con tal inquietud que finalmente se lo pude ver todo entero. El cabello negro le caía grasiento, y se le veía presto a saltar, acosado. Era un hombre viejo, pero de esos que son capaces de dar un salto mortal hacia atrás hasta los noventa. Yo pensaba que con el fascismo desembocaríamos en otra guerra, y por eso sentía un irresistible deseo de librarme de él.
»Aguardé varios meses y me dejé crecer la barba. Ariane se mostraba discreta, aunque me prefería sin barba. A Paolo le sorprendía y le divertía. Les prometí que me afeitaría antes del otoño. Bajo un nombre falso, me inscribí en un club de natación cerca del Tíber. Era un club horroroso, siempre atestado de gente y dominado por el caos, sobre todo cuando soltaban a los alumnos de un instituto cercano. Una piscina ideada con siete carriles para nadadores, de pronto se veía invadida por un centenar de adolescentes gritones. Había tal tumulto en los vestuarios, que ningún adulto que estuviera en su sano juicio se hubiera atrevido a acercarse por allí. En fin, esto formaba parte de mi plan.
»Me acerqué a mirar la choza que había junto a la de Orfeo, la cual se hallaba deshabitada. Una anciana que estaba sentada en el interior de otra de las chozas me advirtió que si quería alquilarla debía hablar con el dueño de una cafetería cerca del matadero.
»Era un bar al que acudían los trabajadores del matadero, y el hedor me mareó cuando me acerqué a la barra. El camarero que la atendía fue a buscar a su Jefe.
»“Trabajo como oficinista en una fábrica de gomas —le dije al dueño—, y hago el turno de noche. Mi madre sufrió un accidente al sacar el bote en Ancona, que es donde vivimos, de modo que ya no puede seguir limpiando pescado, y yo tengo que mantenerla”.
»“¿Y eso qué tiene que ver conmigo?”, me preguntó el dueño.
»“He aceptado un empleo de día para mecanografiar pedidos para una fábrica de muebles. Esta trabaja mucho con Grecia, y dado que mi padre nació en Grecia y hablaba griego, yo lo conozco un poco. Y aunque mi máquina de escribir carece del tipo de letra griego, yo escribo en griego debajo de lo que he mecanografiado”.
»“¿Y por qué me cuenta todo esto?”, me gritó el dueño, pensando que yo era un loco. Se parecía a Mussolini, e incluso creo que potenciaba ese parecido.
»“A mi casera del Trastevere le gusta dormir durante el día —le dije. Luego hice una pausa. Quería que él me recordara para siempre—. Dice que no puedo escribir a máquina en mi habitación. Saqué una mesa a la calle, pero hay demasiada gente para trabajar allí”.
»Parecía a punto de estallar, así que concluí: “Necesito un lugar y las habitaciones que alquila en el Testaccio son perfectas. Allí hay mucho silencio todo el día”.
»“¡Ah! —exclamó—. Pero usted la dejará en seguida… —Parecía decepcionado—. Allí hay un montón de lunáticos”.
»“¿Son peligrosos?”.
»“¿Quién sabe? Aquél no es un sitio para gente formal”.
»“Mi pobre madre… —le recordé—. La fábrica de muebles me compensa generosamente, dado que no tiene que facilitarme un despacho. Debido a eso podría pagarle bastante bien”.
»Cuando le dije la cantidad, tres veces mayor de lo que él podía esperar, corrió a buscar la llave. Además, a modo de cebo, le pagué varios meses por adelantado.
»“Espero que su madre se mejore”, me dijo en un tono que probaba que incluso alguien parecido a Mussolini podía mostrarse obsequioso.
»Mi intención era hacerlo de modo que la policía ni siquiera buscara al asesino, o al menos no con gran interés. Pero, si lo hacían, buscarían a un hombre solo y con barba, de origen griego, que vivía en el Trastevere, que trabajaba como oficinista en una fábrica de gomas y cuya madre había sufrido recientemente un accidente con un bote en Ancona.
—¿Y las huellas dactilares?
—No tenía intención de dejar ninguna. Por otro lado, mis huellas no estaban fichadas y, aunque lo hubiesen estado, yo no era sospechoso, así que no se les ocurriría compararlas. Además, por aquel entonces la policía aún estaba acostumbrada al sistema Bertillon, y se mostraba reacia a las nuevas técnicas.
»Durante un mes me acerqué a la piscina por el Ponte Sublicio, desde el Trastevere, y allí me detenía en un café, donde hablaba a todas horas de mi trabajo como mecanógrafo de pedidos de muebles. Cada vez que el camarero me veía entrar, el corazón le daba un vuelco. Una vez, de regreso a casa, compré un martillo y una palanca, y le dije al herrero que iba a efectuar unas reparaciones en un solar del Testaccio, que había alquilado para mecanografiar pedidos de muebles, y todo lo demás.
—Y se salió con la suya, ¿no es así?
—En efecto —contestó Alessandro—, y en más de un sentido, ya que, si bien lo maté, no tuve que ir tan lejos como pretendía. Fue él quien disparó el arma. Lo hizo por mí.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Se suicidó?
—No. Te lo voy a contar… Mi intención era instalar una mesa y una máquina de escribir, que lógicamente había comprado en el Trastevere, en el mísero jardín que había delante de la choza que había alquilado. Sabía que Orfeo no soportaría el ruido de las teclas al golpear, ni del carro, que él denominaba el infernal rollo de goma. Al mediodía, unas cuantas personas estaban en sus jardines, limpiando, o simplemente sentadas sin hacer nada, como heliotropos. Ellas serían mis testigos cuando Orfeo perdiera el control y me atacara con mis propias herramientas, destinadas a efectuar las reparaciones, que yo dejaría convenientemente cerca cuando el alterado rinoceronte irrumpiera por la decrépita valla que separaba su terreno del mío.
»Iba a dejar que me hiriera. Todo el mundo podría ver mi sangre antes que brotara la suya y, por supuesto, él estaría totalmente enloquecido, mientras que yo tan sólo parecería sorprendido.
»Pero uno no puede dirigir las cosas a su antojo. Estas ocurren según su propia voluntad, y así sucedió en aquella ocasión.
»Llegué a eso de las diez y media. El sol estaba en lo alto y unas tres o cuatro personas ociosas mantenían sus ojos fijos en todos mis movimientos. Yo no podía ver a Orfeo, pero le oía hablando solo, lo cual era un signo de buen augurio.
»Al cabo de unos minutos después de que yo empezara a teclear, salió como una tromba por su puerta, más encendido que unos altos hornos. Los ojos, la boca, las manos, los pies y los brazos se movían sin ningún plan preconcebido, pero sus piernas conducían a aquel cañón humeante, burbujeante, hacia la calle y luego hacia mi jardín.
»No me reconoció, probablemente debido a mi barba y a las gafas de sol que yo llevaba: un modelo extravagante que nunca antes me había puesto, y que nunca volvería a llevar.
»“¿Quiere usted hacer el favor? ¡Por favor! ¡Pare ya con ese horrible ruido! —me gritó de forma a la vez tan obsequiosa y violenta que me resultó completamente nueva, y que en aquel momento no pude evitar comparar con el aceite hirviendo—. Todo el mundo sabe que ciertas prácticas, y ciertas máquinas, máquinas infernales, no tienen cabida en los barrios residenciales. ¡Por favor! La máquina de escribir procede de Egipto, y ha arruinado a más gente decente de lo que pueda usted imaginar. Mis colegas han desaparecido entre sus fauces. ¡Párese ya, o le mataré!”.
»Yo me detuve y él se marchó. Pero cuando estaba a punto de cruzar el umbral, volví a empezar, tecleando con ritmo monocorde. Dentro de su choza, Orfeo empezó a tirar cosas al suelo, y la gente salió a la calle para ver qué ocurría.
»Orfeo aullaba, reía y gritaba con una tensión a punto de estallar en su interior, lo cual me indicó que su ataque era inminente. Tuve que ejercer un gran control sobre mí mismo para poder seguir mecanografiando una lista de tarugos y abrazaderas de distintos grosores, pero continué.
»Orfeo apareció tambaleándose en la puerta y, tal como yo había previsto, saltó la valla en estampida. Se detuvo ante mí, retorciéndose de rabia contenida. Vi que llevaba algo en la mano y me alarmé al pensar que podía tratarse de una pistola. Las gentes enloquecidas, rabiosas o alteradas no suelen tener muy buena puntería, pero a aquella distancia carecía de sentido pecar por exceso de confianza.
»No era una pistola lo que llevaba, sino una granada de mano. Éstas siempre me han puesto nervioso, e inmediatamente me levanté. Supongo que nunca habrás lanzado una, ¿verdad?
Nicolò negó con un movimiento de cabeza.
—Por muchas que hayas lanzado, nunca te acostumbras a ellas. Cuando tiras de la argolla realmente te anima, y cuando lanzas la granada y oyes la detonación de advertencia, tu espina dorsal parece un generador de Van de Graaff.
»Eso es lo que uno siente cuando la lanza. Pero la sensación es mucho más intensa cuando es otro quien te la tira a ti. Aunque uno nunca lo haga con la debida exactitud, hay que contar los segundos a partir de la primera detonación, si es que ha sido lo bastante afortunado para haberla oído. Luego hay que calcular si le queda tiempo para devolver la granada, buscar refugio, o simplemente lanzarse al suelo y enroscarse como un ovillo.
»Alguien con la suficiente experiencia retendría la granada en la mano después de que ésta se acelerara, dejaría que se descargara hasta la mitad, y luego la lanzaría. En el Isonzo, los alemanes retrasaban tanto su lanzamiento, que estallaban en el aire sobre su objetivo.
»Orfeo tiró de la argolla y empecé a pensar que en el fondo yo no era tan listo como creía. Por el rabillo del ojo vi que mis testigos se habían quedado paralizados en su sitio, con la boca abierta.
»Retrocedí. Orfeo avanzó orgulloso, el rostro moviéndose en cien direcciones distintas, y un discurso insondable brotó de sus labios. No era a mí a quien perseguía, sino a la máquina de escribir.
»Sus ojos se entornaron mientras se acercaba a mí. Maldijo, escupió, se estremeció, y con un gruñido primitivo lanzó la granada dentro del armazón de la máquina de escribir. Oí la primera detonación al soltarse la espoleta. Sin duda Orfeo nunca había lanzado una granada, y había mantenido los dedos en torno a la espoleta por casualidad. Al oír la detonación de advertencia pensó que había explosionado e instintivamente se echó hacia atrás.
»Entonces la manga se le quedó atrapada en la palanca con la que el carro pasa el papel y regresa al punto de partida. Llevaba una chaqueta de lana negra con el tejido gastado y abierto, y la punta cromada de la palanca lo atravesó.
»Cuando Orfeo retrocedió, la máquina de escribir cayó de la mesa y le golpeó en las rodillas. El enano lanzó un chillido, dio una patada al artefacto y lo golpeó con fuerza con la mano que le quedaba libre. “¡Déjame! ¡Suéltame ya!”. Pero la granada se había atascado en el armazón y la máquina de escribir permanecía firmemente sujeta a Orfeo.
»Cuando éste comprendió que la máquina iba a hacerle algo más que golpearle en las rodillas, que no lograría liberarse de ella y que tan sólo faltaban unos segundos para que su carne se entremezclara con varios miles de piezas de la máquina de escribir en el cóctel final de su existencia, sonrió y estalló en carcajadas.
»Sus últimas palabras fueron como si por fin hubiera descubierto aquello que había estado buscando toda su vida. ¿Sabes qué fue lo último que dijo? “¡Topos estrellándose al viento!”.
»Me dejé caer al suelo, detrás de una pila de asas de ánforas. Luego transcurrió otro segundo y oí una tremenda explosión… Orfeo y la máquina de escribir cayeron como lluvia sobre el Testaccio, tal como yo había presenciado cientos de veces en las trincheras. Y dije para mis adentros: “Bueno, ahora un pequeño fragmento de la guerra ha alcanzado al propulsor de papel”.
»Aunque en otro tiempo le había mirado con afecto, no lo lamenté. Me había endurecido y estaba medio loco, y en tales condiciones yo era capaz de transferir parte de lo que había visto, en vez de soportar a solas el estacazo. Hoy en día es un sacrilegio que se abra un boquete en los muros que separan al soldado común de los burócratas y oficinistas que lo envían a la muerte. Se supone que uno no debe hacer tal conexión, y que ellos, los funcionarios, deben ser inmunes.
»Pero si coges a un soldado y le haces oler la sangre, nadie está a salvo; ni siquiera los generales. Pensaba que lo que era bastante bueno para Fabio y Guariglia, también lo sería para Orfeo, y me aseguré de que así fuera.
»Me dirigí luego a la piscina y, en medio de varios centenares de adolescentes gritones, me afeité la barba en el lavabo de un cubículo medio oculto de la multitud. Nadie se dio cuenta.
»Nadé un centenar de largos y me cambié, poniéndome un traje blanco. Puse mis prendas en una bolsa de papel y las tiré a la basura. Camino de casa por el Aventino, me crucé con la policía en varias ocasiones. Ni siquiera me miraron. Yo me sentía aturdido. Lo había hecho. Realmente había matado a un burócrata.
»Ariane me dijo que parecía algo debilitado, pero yo le contesté que después de afeitarme, simplemente me veía extraño. Después de un día al sol, le dije, ya no parecería una manzana pelada.
»En cuanto a Paolo, se alegró de tener de nuevo a su padre. En mi insensatez, cuando lo miraba me sentía lleno de júbilo, pues imaginaba que había despejado su futuro por lo que se refería a la guerra.
»A medida que los años transcurrieron lentamente y yo comprendí que había sufrido una ilusión, sentí cierta pena por Orfeo, pero no me resultaba difícil cambiar mis remordimientos y pensar en aquellos que habían partido antes que él.
—El sol está a punto de salir —observó Alessandro.
Como una lechuza, Nicolò volvió la cabeza hacia el oeste.
—Según mi experiencia —le dijo Alessandro—, el sol siempre ha salido por el este, que es por allí. —Mientras señalaba al este, su brazo pareció tan recto y firme que Nicolò no se habría sorprendido de ver que un estandarte se desplegaba repentinamente a lo largo del brazo—. Aunque, por supuesto, quiero dar pruebas de un espíritu abierto. ¿Por qué no? Yo vigilaré el norte y el sur, y tú vigila el oeste.
—Ya sé que el sol sale por el este —exclamó Nicolò—, que es donde crece el musgo. Sólo que no sabía por dónde estaba el este, eso es todo.
—Está.
—¿El qué?
—El este está. Nunca deja de ser el este.
—¿Y cómo sabe que está por allí? —preguntó Nicolò.
—Hemos andado de norte a sur. A cada paso, el este se encontraba a nuestra izquierda, y el oeste a la derecha. Lo he percibido constantemente, y cada vez que me desviaba del eje norte sur, sentía la presión y la rosa náutica giraba.
—¿Es usted una brújula? —preguntó Nicolò.
—Una de las grandes satisfacciones de mi vida ha consistido en saber siempre de dónde vengo, dónde estoy, adónde me dirijo y de cara a qué dirección me encuentro. Nosotros obtenemos esa idea de los ángeles, y no es casual que ellos sean unos maestros de la orientación, sino que se debe a que desde lo alto disponen de una buena perspectiva… El mundo se ve menos confuso cuando se contempla desde arriba, y gracias a la enorme velocidad con que ellos vuelan y giran, la gravedad y el magnetismo se ven exagerados. Los pájaros pueden sentir la inercia de la orientación.
—¿Cómo sabe tantas cosas acerca de los pájaros? —preguntó Nicolò, ya que no era la primera vez que Alessandro se refería a ellos.
—Pasé mucho tiempo observándolos, cuando me sentí tan destrozado que no podía experimentar la sensación de superioridad de los humanos.
—¿Y ahora?
—¿Cómo podría sentirme superior a algo como una golondrina, que se eleva con tal velocidad y cae con tal abandono una y otra vez, aprendiendo rápida y simplemente lo que exige la vida, y que a pesar de todo cuanto sabe se queda allí arriba?
—¿Los observa con un telescopio? ¿O posee una guía, como los ingleses?
—No. Ellos se me acercan. No preciso un telescopio. Tampoco estoy interesado en coleccionar fichas. Si he de ser sincero, no estoy interesado en lo que pueda averiguar de ellos a través de los libros. Admiro las extraordinarias cualidades que resultan obvias y aparentes: que son capaces de girar en el azul y flotar entre las nubes, y que aún así siempre prefieren regresar a la tierra, a los nidos de paja o de ramitas entrelazadas bajo los aleros de los pajares o de las iglesias; que, a pesar de todo cuanto han visto, siempre permanecen en silencio, excepto para cantar; que, a pesar de que son el emblema de la libertad, forman familias; que, poseyendo una fuerza y una resistencia inimaginables, aun así duermen serenamente y son, en su mayor parte, tan mansos como santos.
»Los he observado en las terrazas y en los tejados, en cabañas de madera, en bosques y prados, en plataformas como ésta, desde las barandillas de los barcos y de los acantilados junto al mar. Cuando mi hijo era muy pequeño, pasábamos mucho tiempo al aire libre. En las montañas, en las llanuras que rodean Roma, en la campiña, bajando por los ríos… Menuda existencia llevábamos. Me habría parecido imposible… Mucha gente que disfruta de libertad para hacer exactamente lo que le da la gana, no entendería la forma en que vivíamos.
—Eso es lo que estaba yo pensando —exclamó Nicolò—. ¿De dónde sacaba tanto tiempo? A mi padre tan sólo lo veo los domingos. Siempre está preocupado. Lo único que le interesa de los pájaros es si están sabrosos.
—Después de la guerra —dijo Alessandro, quien descubrió por el este una sombra algo más ligera que la oscuridad y, por tanto, que el sol ascendía en lo alto sobre la India, y que dentro de muy poco iluminaría el Mediterráneo—, como muy bien puedes suponer, había gran cantidad de enfermeras y guardias armados. Europa tenía más enfermeras que el resto del mundo en su totalidad. Mirabas a una mujer, y era una enfermera…
»Toda una generación de muchachos había crecido con el fusil y la bayoneta como instrumentos de su oficio. Para ellos nada parecía tan real como las trincheras, de modo que no se entregaban con gran fervor a las ocupaciones tradicionales. Creían que la paz era tan sólo un sueño, y les resultaba difícil invertir en una ilusión. Algunos se quedaron en el ejército, o volvieron a alistarse al cabo de un par de años de haberse licenciado; otros se convirtieron en vigilantes de bancos. Como no había ningún trabajo que quisiéramos hacer, terminamos haciendo los trabajos que nadie más quería.
—Usted fue jardinero.
—Durante unos pocos años. Luego hice algo que habría asombrado a mis estudiantes a lo largo de dos décadas, de haberse enterado.
—¿Y qué fue eso?
—Durante diez años fui partidor de leña en un aserradero cerca de la estación Tiburtina. Lo hice porque así podía disponer de mi propio horario, y trabajar tanto o tan poco como me diese la gana.
—Yo no habría partido leña —dijo Nicolò.
—¿Por qué no?
—Es lo más bajo que uno puede hacer.
—Yo estaba satisfecho. Me levantaba a las cinco, y a las seis ya estaba trabajando. Por lo general partía leña desde las siete de la mañana hasta las doce. Eran cinco horas de batir el hierro, cinco horas de coordinar el ojo y la mano, y cinco horas de sueños. Mis manos olían a cuero y al liquen dulzón de la corteza, pero yo regresaba a casa a la una. Como Ariane entraba a trabajar a las diez, Paolo llevaba tres horas con Bettina, la prima de Ariane.
»Entonces almorzábamos, sólo Paolo y yo, y a la una y media, cuando todo el mundo hacía la siesta, salíamos y empezábamos a caminar. A veces cogíamos el tranvía y tardábamos cuatro horas para regresar a pie. Otras salíamos corriendo, con el almuerzo en una mochila, y cogíamos un tren que salía temprano hacia la playa.
»Hacíamos eso casi a diario, y a las cinco y media ya estábamos ante la puerta del hospital, esperando a Ariane. Cenábamos en la terraza, contemplando cómo las luces de Roma se encendían lentamente a millares, y a los pájaros y los murciélagos que se precipitaban en medio de la oscuridad, recortándose contra el sol poniente.
—¿Y cuánto dinero ganaba? —preguntó Nicolò.
—Te sorprenderías. Entre los dos ganábamos lo necesario para cubrir nuestras modestas necesidades, y el gasto mayor lo representaba el hecho de vivir en un sitio precioso, una villa medio en ruinas, en la falda de una colina, con muros agrandados y oscurecidos por el paso del tiempo, ni un solo ángulo agudo, y peldaños combados en el centro a causa de las pisadas que durante siglos los habían gastado. Era un lugar tranquilo. De pie en aquel jardín apacible, descuidado y medio olvidado, me parecía un refugio que hubiera sobrevivido a miles de años de guerra. Las paredes color azafrán, suavizado por el tiempo, constituían una enorme protección para los recuerdos y la tranquilidad.
»Comíamos sin grandes lujos, gozábamos de buena salud y no estábamos interesados en esas cosas que llamamos posesiones, no porque las poseamos, sino porque son ellas las que nos poseen. Aquellos diez años fueron los más felices de mi vida, exceptuando los diez primeros, aquellos en los que yo no tenía nada ni gozaba de éxito, y nadie se preocupaba de mí. Aquéllos fueron los años en que los padres sostienen al hijo en brazos, lo levantan al aire y luego se lo acercan. Cuando yo elevaba así a mi hijo, en su infancia, Dios estaba justo allí.
—Entonces, ¿por qué lo dejó?
—¿El qué?
—Su trabajo como partidor de leña.
—Después de cumplir los cuarenta, me resultó cada vez más difícil realizar aquel tipo de trabajo. Me cansaba con mayor facilidad y las heridas tardaban más en cicatrizar. Necesitaba más horas de descanso. Y cuando Paolo empezó a ir a la escuela, ya no podíamos salir cada día a caminar. Los tres solíamos salir los fines de semana y recorríamos grandes distancias. Creo que la gente pensaba que éramos turistas del norte de Europa: yo, una mujer rubia y un niño rubicundo, los tres con mochila. ¿Cuándo has visto tú que los italianos lleven mochila? Durante unas vacaciones de verano, cogimos la Via Appia allí donde pudimos dar con ella, y fuimos de Roma a Brindisi, improvisando a lo largo del trayecto lo relacionado con los sitios donde comer o dormir.
»Yo llevaba un Máuser de largo alcance, no porque fuera a cazar, sino porque en los senderos de montaña, por el sur de Italia, había muchos bandidos. Ahora se me antoja una temeridad, pero en aquel entonces no dudaba de que si nos veíamos obligados a luchar, yo triunfaría. Sabía dónde dormir de noche, cómo vigilar de día y qué hacer si era necesario entrar en acción. El terreno era vasto, despejado y montañoso, de modo que me sentía como en casa, incluso con la presencia de los bandidos.
—No es necesario que me lo diga —aceptó Nicolò, con admiración—. Era usted un auténtico asesino.
Alessandro sintió una oleada de remordimiento.
—Sí —contestó, agotado por las implicaciones que ya no deseaba considerar—, lo era… No me siento orgulloso de ello, pero tampoco me avergüenzo.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo Nicolò—. Alguien como usted, capaz de hacer cualquier cosa, y que se dedicara a partir leña, que es algo que la gente como yo nos vemos obligados a hacer… ¿por qué eligió este trabajo?
—No tienes por qué preocuparte, a menos que yo me quejara. Y a mí me gustaba.
—Eso es porque cuando se cansara volvería a ser profesor y haría lo que quisiera, leer libros y hablar acerca de ellos. De acuerdo en que yo no podría hacerlo, pero, si pudiera, yo no lo llamaría trabajo.
—Es una lástima que la gente que elige rumbos diferentes en la vida piense que nadie trabaja excepto ella… —comentó Alessandro—. Que tan sólo ella tiene dificultades. La mayoría de los profesores que tú consideras que no trabajan, piensan que tú tampoco lo haces. Para ellos, lo que tú haces es algo sin valor, y piensan que la gente como tú es algo menos que idiota.
—No es trabajo si uno no se cansa.
—Pero nosotros nos cansamos. El cuello se cansa, y para algunos el cuello es muy importante, ya que sostiene la cabeza. En aquel entonces no había modo alguno de que yo ejerciera como profesor, o siquiera enseñara en un puesto auxiliar. Las universidades estaban muy ligadas al fascismo. Simplemente, no se toleraba la auténtica independencia intelectual. Obtenía un destino aquí y otro allá, pero nunca me quedaba. Al principio no podía soportar el conformismo ni la cobardía, y luego, con los resultados ya predeterminados, me enfrentaba a los juramentos de lealtad y a los informadores. De un modo u otro, lo habría abandonado. Después de haber sobrevivido a la guerra, no podía comprender la buena disposición de mis colegas para valerse de las argucias u ofenderse por el significado de algún pasaje, o vivir, morir y desmembrarse por culpa de sus estúpidas teorías y escuelas. Todo cuanto decían parecía estar en contradicción con la verdad de lo que yo había visto.
»Pero, si me preguntaras en qué consistía esto, no podría decírtelo. Sólo podría decirte que me superaba, que todas las cosas sorprendentes y maravillosas del mundo son sólo el marco para un espíritu, como el fuego y la luz, que es el incesante batir del amor y la gracia. Tan sólo podría decirte que la belleza no se puede expresar ni explicar mediante una teoría o una idea, y que se mueve según su propia ley, que es la forma con que Dios consuela a sus hijos desmembrados.
»Semejante punto de vista no es adecuado para una clase. No. De modo que volvía a la universidad sólo después de que finalizara la Segunda Guerra Mundial, e incluso entonces, al no haber participado en la resistencia, tuve ciertas dificultades de tipo político.
—¿Y por qué no se alistó en la resistencia?
—Estaba cansado. Y hace falta tener cierta disposición de ánimo. Hay que sentirse atraído por la situación. Se precisa algo de lo que los políticos andan sobrados: la ausencia de un sentido de la moralidad. Como las drogas, éste se obtiene de la adoración y la consideración. Los revolucionarios lo consiguen de los sueños. Dicen que nada es apolítico, que la política, el sustrato de la vida, es algo de lo que uno no puede desligarse. Yo diría: que se vayan a tomar por el culo.
»A mí me interesaban los pájaros. ¿Acaso los pájaros tienen algo que ver con la política? Yo pensaba que lo más maravilloso de mi vida era estar con mi hijo cuando éste era pequeño. La gente solía quedarse mirándonos cuando salíamos a dar una vuelta durante el día, y se preguntaba qué estaría haciendo un hombre que cuidaba de una criatura, pero cada palabra que salía de él, cada expresión, cada sonrisa, incluso sus lágrimas, valían un millón de veces más que la más honorable de las profesiones.
»Yo escribía mis libros en aquel entonces. No eran sediciosos en un sentido político, sino apolíticos, aunque en algunos países el hecho de ser apolítico es la afirmación política más extremista que uno puede hacer. Ni siquiera Mussolini los encontraba sediciosos, a pesar de mi admiración por Croce. Sin embargo, tuve que publicar en el extranjero, ya que mis libros no estaban escritos según el espíritu del fascismo, y no acataban obediencia a los temas y principios según los cuales a uno se le consideraba aceptable o repudiable.
»Salvemini me ayudó a publicarlos en Estados Unidos, lo cual me proporcionó un pequeño medio de vida. La gente me preguntaba: “¿Pero dónde has estado metido?”. Y yo contestaba: “Siempre he estado aquí. ¿Y tú?”.
»En los años treinta empezamos a recibir algunas rentas de la propiedad en Via Veneto, la herencia de nuestro padre. Sin embargo, Luciana no la necesitaba al parecer: se había casado con un hombre que tan sólo sabía ser cada vez más rico… A veces ocurre eso en América, ya que allí hacen sus guerras fuera del país, de modo que, como nación, pueden conservar todo lo que han creado con anterioridad. Luciana nos cedió todos los intereses que le pertenecían, ya que para ella representaban una insignificancia.
»Fui a visitarla en mil novecientos cincuenta y cinco, un año después de la muerte de Ariane. Luciana vivía en una enorme granja al norte de Nueva York, donde criaban ovejas para concursos. Éstas tenían tanta lana que apenas podían moverse y los hijos de mi hermana solían tirarlas rodando colina abajo. Eso a ellas no parecía importarles, ya que las habían lanzado así desde que eran simples corderitos. ¿Te das cuenta? Ésa es la diferencia que hay entre nosotros y los norteamericanos. Nuestro suelo es demasiado rocoso para lanzar ovejas cuesta abajo, pero, aunque no lo fuera, ¿crees que nosotros seríamos capaces de hacer semejante cosa?
Nicolò movió la cabeza lentamente, de izquierda a derecha.
—Claro que no —sentenció Alessandro—. No sería muy agradable. Sería divertido, en cierto modo. Gracioso. Pero no está en mi sangre hacerlo.
—Hábleme de Estados Unidos.
—¿Qué quieres que te cuente? Íbamos a un cine para automóviles, los museos estaban bien iluminados, los italianos parecían sicilianos, no se podía tomar un buen café y los periódicos publicaban fotos de mujeres en ropa interior.
—¿Se había hecho americana su hermana?
—Sí. Llevaba allí mucho tiempo y hablaba inglés casi sin acento, creo. No le resultó difícil encajar, ya que era rubia y tenía los ojos azules, tal como allí les gusta. Cuando la vi sobre el muelle, en julio del cincuenta y cinco, lloré. No quería hacerlo. Su marido y sus hijos estaban allí con ella, y los norteamericanos no son tan emotivos como nosotros.
»Quiero a mi hermana. La quiero por distintas razones, la menor de las cuales no es que sea el único vínculo que tengo con mis padres, con mi infancia, todo lo cual tiende a desaparecer. Después de cuarenta años aún se la veía hermosa y su aspecto era idéntico al de mi madre. Por un momento pensé que realmente era mi madre, y debido a que nos encontrábamos en el enorme hangar de los muelles, con los rayos de luz atravesando las tinieblas, el estruendo de la gente y el polvo, pensé por un segundo, o por menos de un segundo, que yo había efectuado un círculo completo. La última vez que había visto a Luciana era cuando estaba sentenciado a muerte en Stella Maris. Así que ambos lloramos, y aunque ninguno de los dos mencionó a Rafi, ni entonces ni después, sé que ella lloraba por él.
—¿Sus hijos se parecían a usted?
—No, se parecían a su padre. Ambos habían luchado en el Pacífico. Uno como piloto de caza, y el otro en infantería. Me dijeron que lamentaban no haber conocido a su primo, a mi hijo, y no lo decían sólo por mostrarse corteses, pues ambos habían sido soldados y sabían lo que eso significaba.
—Lo realmente importante es el recuerdo que conservo de este muchacho —dijo el anciano—, de su madre, de los hombres a los que mataron en la guerra y de mis propios padres. Éste es el problema que no puedo resolver, la pregunta que no logro contestar, la esperanza a la que no puedo renunciar, y el riesgo que debo aceptar. No los he olvidado. ¿Puedo contarte lo que…, lo que esto…?
—Sí —contestó Nicolò—. Voy a quedarme con usted.
—No, cuando despunte el día te irás —replicó Alessandro, con decisión.
Nicolò se encogió de hombros en señal de aceptación. Para él, el anciano parecía desahuciado, y aunque sospechaba que separarse de él podía ser difícil e innatural, sabía que cuando hubiera suficiente claridad se marcharía.
—Algún día, Nicolò, cuando se te presente la ocasión, ve a Venecia a ver La tempestad. Imagina entonces que, por la gracia de Dios, el soldado pierde su distanciamiento, y que, por la gracia de Dios, la tormenta de donde ha surgido también pasa, y que, por la gracia de Dios, el niño que está en brazos de la mujer es el suyo.
»En el cuadro de Giorgione hay muy poco rojo. Los colores que predominan son el verde y el dorado: el verde, lógicamente, por ser el color de la naturaleza, y el dorado, un color divino y apacible que, al igual que la perfección, tan escaso resulta. Por lo general, los pintores de la época de Giorgione se expresaban en tales términos. El rojo era el instrumento con que retrataban la mortalidad; el verde, la naturaleza; el dorado, a Dios. Con notables excepciones, verás que esto queda corroborado, sutil y sencillamente, de un pintor a otro, y de una escuela a otra.
»Puede que nunca hayas pensado en el rojo más que en un simple color para decorar, pero el rojo es el indicio más precioso cuando te encuentras junto al lecho de alguien a quien acabas de perder, ya que allí no hay ni un solo rastro de ese color. El rojo es el color del amor auténtico entre un hombre y una mujer. Su ausencia en la carne durante el acto de hacer el amor es mucho más significativa que cualquier protesta o promesa. De hecho, en la ceremonia del matrimonio, el rojo en las mejillas de la novia es una auténtica promesa, y todo lo demás resulta inútil y profano.
»Pienso que si Giorgione hubiera pintado una continuación de La tempestad, en la que el soldado se hubiese aproximado a la mujer y al niño, les habría dotado de una tonalidad rojiza y habría hecho que algunas partes del paisaje reverberaran de color carmesí. El dorado y el verde, el relámpago, los reflejos de la luz solar, y los colores fríos de la tormenta, son idóneos para una atmósfera como de ensoñación. Es como navegar por los claros bajíos del verano en el Egeo, o la separación del cuerpo y sus sensaciones, previa a la separación de los sentidos y el alma antes de la ascensión de ésta. Es el orden natural, sobre el cual, tanto Giorgione, como Rafael, o los demás, firmaron su obra. También en Dante los colores aparecen bruñidos por el alma, hasta que al final uno destaca entre los cada vez más pálidos azules, plateados y dorados, y lo que queda es únicamente un blanco de resplandor plateado, excesivamente brillante para poderlo ver o percibir.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué? —preguntó Nicolò, convencido de que el anciano desvariaba y que no sería capaz de concretar su discurso sobre los colores.
—¿Y si luego no quisieras ir en esa dirección? —preguntó Alessandro con tal intensidad, que el vello de los brazos y de la nuca de Nicolò se erizó.
—Sigo sin entenderlo.
—¿Qué pasaría si, al llegar ante la presencia de Dios, con muda perfección, en la perpetua quietud que va asociada al eterno movimiento, pidieras sin embargo que te soltara, regresar, descender, bajar, retroceder? ¿Y si, en vez del plateado y el dorado, o el blanco demasiado brillante para que puedas verlo o percibirlo, prefirieras la viva pulsación del rojo?
»Yo he percibido esta perfección. He echado una ojeada a esa luz… Tengo una idea, o puede que incluso algo más que una idea, de la eternidad en su equilibrio perfecto e inmaculado. Comparados con ella, los momentos más brillantes son sólo oscuridad, y el canto es sólo silencio. ¿Qué gran pecado cometería, por tanto, si sostuviera que esto es insuficiente?
»Pues cuando abrazaba a Ariane, ella enrojecía. Sus mejillas y la parte superior de su pecho resplandecían como una quemadura, o como colorete, y el color que se extendía por sus pechos y sus hombros tan sólo se diluía al resbalar, como una viscosa cascada, a lo largo de su espalda.
»El niño seguía a su madre en ese destello de color como un camaleón que persiguiera la luz. Ariane desviaba los ojos. No los levantaba. Y sus labios temblaban como si rezara o se concentrara.
»¿Qué sucedería si ese instante perdurara? ¿Qué éxtasis metafísico podía igualarlo en su sustancia, en su fragilidad y en su belleza? ¿No se nos ha enseñado que es mejor vivir en una casa sencilla dominando un jardín o el mar, que residir en un palacio de grandes proporciones?
—¿Qué está usted diciendo, señor?
—Estoy diciendo que ahora sé exactamente lo que quiero, y que a pesar de que no creo que encaje en el esquema de las cosas, no obstante me arriesgaré.
—¿Qué ocurre cuando uno tiene un hijo sin estar casado? —preguntó Nicolò, regresando, como siempre, a los temas prácticos, y arrastrando con él a Alessandro.
—Fue ella quien lo tuvo. Yo no estaba allí.
—Ya sabe a qué me refiero.
—¿Te he hablado del cura del Campanario?
—No.
—En el Campanario, sobre el Isonzo, él venía a decir misa, aunque no siempre en domingo, sino cuando no tenía que ir a otro sitio o el fuego de la artillería era lo bastante suave para permitirle saltar sobre las trincheras de comunicación.
»Se llamaba padre Michele y tendría mi edad. Tenía una forma de hablar poco habitual, y todo cuando decía parecía que lo había estado cuestionando y examinando justo antes de expresarlo, como si en su cabeza tuviera una pequeña garita de inspección donde cada frase sufriera un riguroso examen respecto a su autenticidad y a sus efectos.
»Su expresión encajaba con su forma de hablar. Tenía una nariz enorme, ojos profundos tras unas gafas de montura metálica y una boca casi torcida, que había adquirido aquel rasgo, imagino, al pronunciar cuidadosamente cada una de sus palabras escogidas con sumo cuidado.
»Muchos de los soldados interpretaban como debilidad sus vacilaciones. Al principio yo también lo creía, pero luego, al observarlo, comprendí que no era la debilidad lo que le hacía pensar cuidadosamente y hablar de modo vacilante, sino la integridad. La necesidad de afirmarnos nos otorga el hábito de la afirmación; él rechazaba ese hábito y hablaba como si todo fuera nuevo y sin experimentar.
»Un día… Ni siquiera recuerdo en qué estación era, o qué tiempo hacía, ya que en el Campanario a veces no se veía nada más que un círculo de cielo sobre el patio, y el azul no siempre proporciona mucha información… Un día vino a decir misa y se quedó allí inmovilizado, pues los austríacos habían concentrado sus cañones en nuestro sector, y el fuego se abatía sobre nosotros incesantemente.
»Nadie fue herido hasta el amanecer del día siguiente. Un soldado de Otranto… En realidad yo no lo conocía. Tendría diecisiete o dieciocho años. —Alessandro se interrumpió y se volvió hacia Nicolò—. Se parecía a ti. Era joven y tenía muy poco que decir, y siempre que hablaba contaba cosas de sus padres. Su padre era albañil, y el hijo lo veneraba como si fuese el Papa. Los otros soldados le gastaban bromas, y eso lo hería profundamente. En cuanto a su madre, en fin, ya puedes imaginar qué sentía por su madre. Aún la necesitaba.
»Yo apenas lo conocía. Al amanecer salimos al patio para colgar los calcetines. Todo el mundo se aventuraba un par de segundos para este tipo de cosas. Era un riesgo que debíamos correr.
»De pronto, cayó un proyectil de cuarenta y cinco milímetros. Eran tan pequeños que no los oías llegar hasta que ya no podías hacer nada al respecto. Aquél cayó a sus pies y lo lanzó contra el muro, cercenándole una pierna y abriéndole un túnel en el cuerpo. Estaba cubierto de sangre y le salían las entrañas… Lo habíamos presenciado demasiadas veces para no saber que no podía hacerse nada al respecto.
»Siguió con vida unos diez minutos. Se hallaba consciente y no sentía dolor, ya que estaba demasiado grave para experimentarlo. Pero comprendió que se estaba muriendo y sintió el terror sagrado a medida que se iba.
»El padre Michele se le acercó, pues ésa era la tarea que, al fin y al cabo, había elegido. Había memorizado muchas cosas que podía decirle, cosas que se habían puesto a prueba durante siglos, que habían surtido su efecto y que se esperaba que dijera. Se suponía que debía administrarle la extremaunción a fin de salvar el alma del muchacho.
»Pero ya te he dicho que el padre Michele lo tomaba todo en su justa medida, y que lo juzgaba como si fuera algo realmente nuevo. Así que no hizo lo que se esperaba de él. Nos observó desde el umbral, con la puerta abierta de par en par.
»Había cogido al muchacho entre sus brazos y estaba bañado en su sangre, pero lo sostenía como tú mecerías a un bebé, y lloraba, y no dejó de hablarle hasta que murió.
»“No puedo ver —sollozaba el muchacho—. No puedo ver”. Entonces fue la única vez que el padre Michele recurrió a la Biblia, y le dijo: “Como… una golondrina…, mis ojos fracasan al mirar hacia lo alto”. El soldado se moría rápidamente. Su alma ya estaba a medio camino hacia otra parte.
»Y el cura le dijo: “Allá donde tú vas, no existen el miedo ni la muerte. Tu madre y tu padre estarán allí, y te mecerán como a un bebé. Te acariciarán la cabeza y así te dormirás entre sus brazos, dichoso”.
»“Me gustaría que fuera cierto”, dijo el muchacho.
»“Lo será —aseguró el padre Michele, y lo repitió una y otra vez—. Lo será, lo será”, dijo hasta que el muchacho se murió.
»Más tarde, cuando él ya se había limpiado, me acerqué y le pregunté si creía en lo que había dicho. “No —me contestó—, pero he rogado a Dios para que así sea”.
»“¿No se supone que hay que callar y esperar ciertas cosas? ¿La oscuridad total si se es ateo, o una sorprendente luz si se es creyente?”.
»“Doy por sentado que uno lo es —me contestó—. Pero, aun así, corro el riesgo de decirle a Dios en su propia cara que ha tropezado con su diseño, que el muchacho que hoy ha muerto no necesitaba esplendor, sino tan sólo a su madre y a su padre. Puede que esto sea una herejía, pero ya me enfrentaré a ello después de la guerra”.
»Lo encontré. Fue sencillo. La Iglesia siempre parece saber dónde están sus sacerdotes, incluso cuando están de viaje. El se acordaba de mí. Casi todo su cabello había encanecido, pero él aún conservaba su estilo amable, dubitativo. Le conté la verdad, exactamente tal como había sucedido.
»“La criatura fue concebida fuera del matrimonio —me dijo—, pero su padre pereció supuestamente en la guerra. Si te casaras ahora con su madre, podrías adoptarlo. Entonces ‘descubriríamos’ que no es únicamente tu hijo adoptivo, sino tu hijo natural. Por consiguiente, él era tu hijo, es tu hijo, seguirá siendo tu hijo, tú te casarás con su madre, y además habrás vuelto de entre los muertos —añadió, contando con los dedos—. ¿Qué más quieres? ¿Cinco de seis? Ya no me quedan más dedos en esta mano”.
»“No quiero que sufra por ser ilegítimo”.
»“No sufrirá”.
»“¿Por qué?”.
»“Porque yo me encargaré de ello”.
»“¿Cómo?”.
»“No lo sé, pero lo haré”.
»Y cumplió su palabra.
—¿Cómo? —preguntó Nicolò.
—Luchó por obtener una dispensa, y la consiguió. La Iglesia hizo muchas excepciones durante la guerra y después de que ésta finalizara. El mundo entero estaba destrozado, y supongo que el Papa intentaba ponerlo todo en orden.
—¿Así que finalmente se casó con ella?
—Por supuesto. ¿No recuerdas lo que te he dicho acerca del rojo en las mejillas de la novia? Hablaba por experiencia propia. Ella llevaba un sencillo traje de novia; no podíamos permitirnos nada más. La sortija era tan delgada que parecía un alambre. No llevaba ninguna otra joya, pero el cabello coronaba su rostro, y a través de la pechera de su vestido se le veía la parte superior del pecho, siempre tan hermoso, en especial cuando ella enrojecía. Por debajo del encaje de raso parecía un lecho de rosas.
»Sólo de pensar en ella ya me siento feliz. Cuando yo muera, ya nadie pensará en ella; por eso he aguantado. Por otro lado, si todos se han ido a alguna parte, ¿no debería sentirme feliz de reunirme con ellos, aunque esto no signifique otra cosa que la extinción? Al menos tendré la certeza, mientras me deslizo hacia la oscuridad total, de que les sigo y de que he sido leal en mis afectos.
—¿Y se acostó con ella? —preguntó Nicolò.
Alessandro lo miró con incredulidad.
—¡Por supuesto que me acosté con ella! ¡Era mi esposa! ¡Estuve casado con ella durante treinta y tres años!
—¿Y cómo era eso?
—La verdad es que debes de estar muy desesperado —musitó Alessandro.
—No —protestó Nicolò, sin convicción.
—Debería soltarte un tiro por hacerme esa pregunta.
—¿Lleva usted una pistola?
—No, no llevo ninguna pistola. Pero seguro que no pensarás que voy a hablarte de un asunto tan íntimo como éste…
—¿Por qué no? Usted la amaba. Ha dicho que era muy hermosa. No ha parado de hablar de ella. ¿Por qué no?
Alessandro reflexionó.
—Tienes razón —convino—. ¿Por qué no? Al fin y al cabo todo sale a la superficie, y si no te lo cuento se desvanecerá conmigo en el aire, como el humo. En cambio, si te lo cuento, no desaparecerá. Tal vez a ella la complaciera.
»En mi juventud yo era un buen remero, montaba a caballo, escalaba, practicaba la esgrima y era ágil como un leopardo. Una vez, en Bolonia tuve una aventura con una mujer que trabajaba en la biblioteca. Ambos vivíamos en el mismo edificio, de modo que la saludaba con una inclinación de cabeza al pasar por el mostrador de nuevas adquisiciones, o cuando me la encontraba en la puerta de la entrada. No te diré su nombre.
—¡Pero si debe de tener setenta años!
—Eso no significa el fin del mundo. Probablemente ella estará cerca de los ochenta. Pero tiene memoria, ¿no te parece? En cualquier caso, a pesar de que era muy hermosa, nunca la había asociado con el sexo ni con el deseo físico, e imagino que nadie más lo haría tampoco. Nunca la había visto con otra persona y siempre estaba muy ocupada. Vestía con recato, incluso en verano. Difícilmente habrías dicho que se trataba de una mujer.
»Una noche de julio yo bajaba de la azotea, donde había ido a dormir porque en mis habitaciones hacía demasiado calor. A eso de las cuatro de la madrugada, empezaron a caer sobre mí ceniza y pavesas, sin duda de alguna herrería donde pretendían finalizar el trabajo y apagar los fuegos antes del mediodía.
»Al bajar las escaleras, vestido únicamente con calzoncillos de deporte y acarreando una colcha de algodón y una sábana, la puerta de ella se abrió sólo un dedo. Me detuve para atisbar en la oscuridad, y al hacerlo la puerta se abrió bruscamente de par en par, revelando a aquella mujer, con el cabello suelto, sin las gafas, el rostro colorado y los ojos entornados.
Los ojos de Nicolò danzaban como luciérnagas.
—Tal vez no debiera contarte esto —se interrumpió Alessandro.
—¡Oh, vamos! —casi gritó Nicolò.
—Es sólo a modo de ilustración. No pienso ponerme lascivo, y menos el día en que voy a morir.
—¡Ilústreme! ¡Ilústreme! —pidió el muchacho.
—Ella llevaba una de esas prendas de algodón… Nunca he sabido cómo se llaman las prendas de las mujeres… Esa que no lleva mangas, que llega justo debajo de los brazos y baja sobre los muslos. Se supone que debía sostenerse con un tirante, pero éste estaba sin atar, y los dos cabos estaban entre los pechos de la mujer. Lo único que impedía que la prenda resbalara al suelo era el hecho de que ella tenía los pezones rígidos y erectos.
—¿Y usted qué hizo? —preguntó Nicolò, apenas sin poder hablar.
—¿Que qué hice? —repitió Alessandro, despreciativamente—. Es la pregunta más tonta que he oído en mi vida. Me lancé sobre ella y ella me devoró con todas las partes de su cuerpo que podían moverse. Aunque resultó extraordinariamente agradable, me sentí como un ñu acometido por la arrogancia de los leones. Ella parecía estar en todos lados a la vez. Cada caricia, al principio tan sólo por parte de la mujer, y luego por la mía, apagaba diez irritantes hogueras, tan sólo para encender quince más. Ella podía trabajar en una biblioteca, pero era capaz de derramarlo todo sobre mí a manos llenas, con gemidos, jadeos, mordeduras de dedos y todo eso.
»Durante un mes, cada noche. Luego yo me fui a las montañas, y cuando regresé, ella se había marchado. Nunca volví a verla…
»Te lo cuento a modo de ejemplo.
—Por supuesto. ¿Y con Ariane también fue así?
—No. La mujer de la biblioteca, a quien siempre he recordado como a un succubus…
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Nicolò.
—Es latín. Míralo en el diccionario. Una noche, ella me había dejado en su cama, desnudo. De pronto pasó al otro lado, con los ojos fijos en mí, y de nuevo estalló.
»Tan sólo una mujer ligeramente dispuesta a ello, en medio del calor de julio, podía mirarme de aquel modo. Pero su adoración abrió en mí, y en ella misma, surcos que eran… ¿Cómo te lo diría…? Enormemente anchos y profundos.
»Yo adoraba a Ariane con esa misma excitación, pero con mucha mayor convicción. Claro que nosotros vivíamos unas circunstancias especiales. Ambos creíamos que nos habíamos perdido mutuamente, y al descubrir que no era así, éramos capaces de ser totalmente libres. Pienso que es necesario un acontecimiento terrible y enorme para que dos personas se fundan sin ningún tipo de inhibiciones. Sin pasión, o sin una conmoción, esto no es posible. Creo que por este motivo el amor sexual, que no necesita serlo, se halla tan íntimamente relacionado con el pecado.
»Cuando Ariane, la mujer a la que había amado casi toda mi vida, y yo hacíamos el amor, hacíamos todo lo contrario a lo que comúnmente se espera. Como debes saber, por lo general hay gran cantidad de movimiento durante un corto espacio de tiempo. Pero nosotros apenas nos movíamos, y así podía durar horas. Ambos permanecíamos abrazados, atónitos, entrelazados como gatos. Y aunque apenas nos movíamos, sudábamos, carne contra carne, y nuestro acoplamiento era tan intenso, tan rígido y agotador que parecía irreal. Ella era muy hermosa, con una figura espléndida y dientes blancos como la nieve, que lanzaban destellos al humedecerse con la saliva, y yo pensaba que eran como la puerta de su alma. Y los besaba, una vez, y otra vez. La amaba.
—Yo nunca he acariciado a una mujer —se lamentó Nicolò, con profunda desesperación.
—Ya lo harás. Necesitarás años para aprender cómo hacerlo, y no porque sea cuestión de técnica, sino precisamente porque no lo es. Es cuestión de profundo entendimiento, y de amor. Hoy en día, la gente no tiene ningún problema con el sexo, según tengo entendido… La cultura popular está obsesionada con él. Se ha transformado casi en una enfermedad. En mi infancia no era así, y tampoco cuando yo estaba en mis mejores años.
»Todo el mundo parece haber olvidado que el amor sexual existe para dos propósitos —añadió—: para unir a un hombre y a una mujer y, por consiguiente, para crear hijos. Si uno no entiende eso, el placer será meramente superficial.
—¡Eso es lo que dice el Papa! —exclamó Nicolò, con la urgencia de un faisán que acabara de cubrir a una hembra—. ¡Es exactamente lo que propone el Papa!
—Y tiene razón, aunque vete a saber cómo lo sabe él. ¿Por qué crees que los curas se mantienen célibes? Sí, sí, para entregarse a Dios; pero ¿qué quiere decir eso? Pues que no están obligados a elegir entre Dios y la familia. Significa que, al final, son libres para alcanzar la gloria, los rayos de luz y todo eso… Porque, si ellos tuvieran una esposa e hijos, todo el éxtasis y los rayos de luz no bastarían.
—No hay duda de que es usted un antiguo, ¿verdad?
—Lo soy. Tú, por otro lado, eres un moderno. Tú estás en la verdadera cumbre de la historia, mirando hacia atrás y hacia abajo. Observas a los viejos como yo vestidos con ropas extrañas, avanzando rígida y estúpidamente, mientras tú, tú puedes hacer volteretas. Recuerdo esa sensación. Me acuerdo del placer que obtenía simplemente de la dicha de mover mis piernas…, como una corriente eléctrica, una corriente llena de felicidad.
—Sí.
—¿Pero qué imagen darás a las generaciones que te van a sustituir? En primer lugar, no sabrán ver la diferencia que hay entre tú y yo. Para ellos seremos los mismos, nosotros, que somos tan modernos, la culminación de todas las gracias humanas… Nosotros, que llevamos monturas con cristales delante de los ojos, cuyos dientes llevan incrustaciones de oro y plata, que llevamos la piel pintada con figuras de bestias y de barcos, que llevamos abrigos de piel de animales y lana, y andamos con los pies embutidos en cueros de vaca curtidos. Nosotros, que saltamos por los aires con las granadas y las bombas que nos lanzamos, y que llevamos tubitos de hojas ardiendo para poder inhalar el humo, que engullimos con arrobamiento el zumo fermentado de la fruta y luego lo vomitamos en la calle, que comemos extasiados la carne viva de los moluscos, carne cruda, y leche vieja de cabra salpicada de moho…
—Lo que pasa es que está usted celoso.
—Es posible.
—Nunca he conocido a ningún tipo que esté de acuerdo con el Papa en cuestión de sexo.
—No al ciento por ciento.
—¿Cuánto?
—Setenta y cinco.
—¿Cree usted en setenta y cinco cosas?
Comprendiendo que Nicolò no entendía sobre porcentajes, Alessandro contestó:
—Sí.
—¿Y espera que yo crea en ellas también?
—Me tiene sin cuidado. Eso es cosa tuya… Yo ya tengo mis propios problemas.
—Pero, por lo general, los viejos como usted quieren que todos los demás creamos lo mismo que ellos… Y cuidado si no es así.
—Los estúpidos, aquellos que ya están acabados.
—¿Y los curas?
—Ése es su trabajo, como hacer propulsores o limpiar campanarios. Un trabajo siempre vence las reticencias. Además, a los mejores, como el padre Michele, nunca parece importarles lo que uno piense… Aunque la verdad es que sí les importa, pero le dejan a uno en paz.
—¿Entonces a usted no le importa lo que yo haga?
Alessandro levantó las manos en alto.
—Deseo lo mejor para ti. Tendrás que tomar mil decisiones correctas, y sufrirás diez mil errores, pero yo no estaré allí. Ni siquiera lo estuve para mi hijo.
—¿Fue el único que tuvo?
—Sí.
El sol bordeaba las cumbres orientales de los Apeninos, después de haber empujado media circunferencia sobre las colinas encendidas, como si iniciara una blanca cortina de fuego desde su puesto de disparo. Alessandro entornó los ojos para mirarlo, pues toda su vida los había reservado para descubrir ahora que la superficie del astro era como una hondonada en las olas bajo un fuerte viento girando en oposición y contrapunto en el interior de un arco tan luminoso y claro como el cristal. Ascendía con perfecta contención, con explosiones silenciosas, comprimido su fuego, flotando sobre las montañas, cubriéndolas de luz.
—Sólo ahora me doy cuenta de que he pasado frío —observó Alessandro, al sentir que el sol lo calentaba—. ¿Te has preguntado alguna vez cómo serían las estrellas si estuvieran muy cerca? —le preguntó a Nicolò—. Serían así —dijo, protegiéndose finalmente los ojos con la mano—. Si pudieras alcanzarlas y pasar por su lado, lanzarían llamas y quemarían, y sus gases tumultuosos parecerían la charca bajo el émbolo del Niágara.
»El sol es lo que pone a Roma en funcionamiento por las mañanas. El sol empuja los autobuses fuera de las cocheras, despliega las velas de las embarcaciones y abre las puertas de las oficinas. Pone todos esos pequeños coches en las carreteras, con sus motores gimiendo como tripas sin control. Odio los coches; siempre los he odiado. Son espantosos. Al menos lo son comparados con los caballos, que son hermosos. Con sus tubos de escape remueven el aire y lo ensucian, y ahora toda la ciudad ruge, cuando antes era lo bastante silenciosa para poder oír el viento entre los árboles.
—Usted ya habla como Orfeo —sentenció Nicolò.
—No. Yo me he amoldado a las cosas tal como son, pero nunca he olvidado cómo eran. Él fue un estúpido al no enamorarse de la máquina de escribir. Algún día ésta será un artefacto pasado de moda, antiguo. Orfeo debería haberse dado cuenta.
»Cuando yo era pequeño, la mayor parte del campo que rodeaba Roma era bueno para la caza. Podías cabalgar hasta el mar a través de bosques y campiñas sin encontrar una sola carretera. Los campos eran de un verde intenso, y cuando una acequia los cortaba, o quedaba expuesta la margen de un río, el rojo era encendido…
»Hará un par de meses, en junio, una tarde salí de paseo y proseguí toda la noche.
—¡Oh! ¿Acostumbra a hacer esto?
Alessandro sonrió.
—Yo diría que sí. A las cuatro de la madrugada crucé el nuevo cinturón que trazan en torno a Roma. Los hombres trabajaban bajo una batería de focos eléctricos. Mientras las máquinas rugían, ellos parecían estar poseídos, como escuadrones de infantería a los que presionaran al límite de su resistencia y prosiguieran a fuerza de voluntad o por miedo. Apretaban los dientes mientras atacaban la ladera de una colina. La volaban con explosivos y la cortaban, y antes de llegar a la capa de creta que llenaba el aire de polvo y humo, tenían que atravesar un ribazo de greda. Allí, mientras las máquinas gemían, divisé el mismo color rojo que había conocido cuando el terreno que hoy es una autopista era una larga avenida cubierta de ranúnculos sobre dorados matojos.
»Si cortaras una extremidad al mundo moderno, verías que la sangre es la misma. Yo lo había visto en el Isonzo, pero tardé mucho en aprender la lección.
—Sí, pero… ¿qué fue de su hijo?
—Cuando yo estaba en los campos de instrucción, antes de saber cómo sería todo, a pesar de que había leído acerca de la carnicería que habían cometido en Francia… Aunque la verdad es que uno no puede entenderlo hasta que no se ha enfrentado a ello… Nos llevaron a todos a un teatro de Lucca, a medio día del campamento.
—Señor…
—Pensábamos que aquella marcha era un ejercicio de campo o que formaba parte de nuestro entrenamiento físico. Los oficiales nunca nos daban explicaciones. Eran como Dios. Uno tenía que aprender a vivir en el misterio y la rabia.
»Llevábamos mochilas medio llenas y un fusil con la bayoneta. No recuerdo la formación de los cuadros de entrenamiento, pero seríamos unos dos mil soldados. La lluvia había estado amenazando con estallar toda la mañana, y de vez en cuando una gota enorme y polvorienta nos caía en la cara, pero el cielo no se abrió hasta que llegamos al teatro.
»La mitad de nosotros entró, y la otra mitad avanzó en fila hasta el frente. Acababan de remodelar el teatro y los arquitectos querían probar la acústica. Para ello necesitaban gente, y la analogía militar debió de sorprenderlos, como realmente ocurrió.
»Tan pronto como tomamos asiento, presenciamos un anticipo de la guerra: una discusión de épicas proporciones entre el director de escena y el arquitecto por un lado, y nuestro comandante por el otro. Los civiles estaban disgustados porque la prueba, para la cual habían instalado todo tipo de medidores y conos para controlar y absorber el sonido, se vería desvirtuada debido al bosque de bayonetas que se elevaba por entre los asientos.
»Aquellos dos idiotas de la acústica cometieron el error de atacar e insultar a nuestro comandante frente a la mitad de sus hombres. Él no podía echarse atrás. “¡Desenvainen bayonetas!”, nos gritó. Las fundas desaparecieron realmente en un segundo. El ruido que produjeron fue escalofriante, y el olor del aceite con que las engrasábamos inundó inmediatamente el aire.
»Recuerdo la expresión de aquellos dos idiotas. Ellos, al igual que el resto del mundo, no se habían dado cuenta de a qué se estaban enfrentando, y tampoco que nuestro comandante bromeaba. “Primero y Segundo Batallones, Infantería, ¡en pie!”. Todos nos levantamos al unísono. Y, al unísono, los asientos se plegaron. “¡Listos!”, aulló. Nuestros fusiles se elevaron hasta nuestros hombros. “¡Apunten!”, gritó.
»Todos apuntamos a aquellos dos idiotas. No habíamos cargado, pero ellos no lo sabían. El comandante se volvió a mirarlos y les dijo: “Hagan el favor de retirar todo cuanto han dicho y pidan disculpas”. Cuando lo hubieron hecho, el comandante nos ordenó que desmontáramos nuestras bayonetas.
»Con la paz ya restaurada, empezó el ensayo. El teatro se quedó a oscuras, se levantó el telón y, aunque el escenario estaba vacío, las luces, con todos sus maravillosos y excitantes colores, subieron de intensidad hasta crear un expectante resplandor, en cuyo círculo apareció una joven. Un murmullo se elevó entre los mil reclutas. La mayoría de espectadores en la ópera no van armados, ni se han visto privados durante meses de la presencia femenina. La joven estaba tan nerviosa como una vela en el infierno, pero cuando la orquesta empezó a tocar, ella inició su canción.
»De la boca de los soldados, yo entre ellos, brotó un enorme “¡Ah!” al ver que cantaba el Addio del passato de La Traviata, una canción sobre una mujer que contempla el pasado que se desvanece, y suplica a Dios que se apiade de ella.
»La joven cantaba como los ángeles, o puede que no, pero aquélla fue la canción más maravillosa que he oído en mi vida. La cantante nos miraba a todos nosotros, y creo que ella también estaba emocionada. Luego empezó a llover. Oíamos el viento y la lluvia golpeando contra el tejado, sobre nosotros, y algún que otro trueno, como cañonazos, formando eco entre las colinas de Lucca.
»En medio de la tormenta, su canto se hizo cada vez más bello. A cada repetición, una compañía salía y otra entraba. Aquellos que habían estado de pie bajo la lluvia temblaban. Los que salían mostraban una expresión desesperada. Eso la conmovió. No podía ser de otro modo.
»Entonces ella tuvo que descansar y apareció un tenor, el cual cantó el Parigi. Su canto fue de una hermosura incomparable, y nosotros, que éramos tan duros como una roca y estábamos acostumbrados a los fingimientos de desesperación, permanecimos sentados en la oscuridad y lloramos. Los dos cantantes sabían que muchos de nosotros moriríamos muy pronto, y su canto salía del corazón. Todavía puedo oírlo. Puedo evocarlo. Aún oigo la lluvia sobre el tejado. Oh, a veces uno no percibía la lluvia, pero allí estaba…
—Señor —lo interrumpió Nicolò—. Antes de irme, si es que me voy…
—En una gran aria —prosiguió Alessandro, como si no hubiera oído a Nicolò, y quizá fuera así—, la pureza y la perfección de la forma se hermanan con la impresionante fragilidad del alma humana y cuando esos elementos se unen, se desencadena una sorprendente batalla. En una ocasión, en la Cima Rossa, vi a un águila que se lanzaba a gran velocidad sobre una bandada de pájaros que había estado planeando en torno a la montaña. El águila iba al mando de las fuerzas que te esclavizan lo suficientemente para que abandones y renuncies a la vida; los pájaros eran la vida que, a pesar de su debilidad y de su vulnerabilidad, o quizá precisamente por eso, se eleva sobre las perfecciones que se alinean contra ella. Apenas podía respirar, al ver cómo el águila destrozaba a la bandada de pájaros. Para alguien acostumbrado a convivir con la violencia y la muerte, resultaba conmovedor ver que los atacaban, pero yo tenía la sensación de que el significado de aquello no se detenía allí, que de aquel combate saldría algo, además del sufrimiento. Todavía tengo esta impresión, todavía lo siento, todavía lo deseo, y aún sigo sin verlo. Pero pienso que si la oscuridad no existiera, ¿cómo podríamos apreciar la luz? No podríamos.
—Su hijo… —lo interrumpió Nicolò.
Alessandro se irguió e inclinó la cabeza hacia atrás a fin de contemplar un cielo que ahora estaba demasiado cargado con la primera luz de la mañana para ser azul. Luego dejó caer la cabeza sobre sus dedos curvados y sus curvadas muñecas, y se presionó la frente con tal fuerza que ésta palideció. Su respiración, lenta y deliberada, parecía la de un sueño profundo.
Entonces abrió el ojo izquierdo, sólo el izquierdo, y miró de reojo a Nicolò. Levantó la cabeza. La marca blanquecina empezó a recuperar el color rojo del círculo que se perfilaba en torno a ésta. Por vez primera, que Nicolò pudiera recordar, la expresión de Alessandro era amarga, contorsionada, colérica.
—A mi hijo lo mataron en Libia en el cuarenta y dos —musitó Alessandro—, cuando tenía veintitrés años.
—¿Cómo murió?
—No lo sé. Estaba destinado a ametralladoras, y al principio le dieron por desaparecido. Sin embargo, dada mi propia experiencia durante la guerra, sabía que podían haberlo capturado.
»Los británicos habían destrozado nuestras divisiones. De no haber sido por el Afrika Korps, todo habría terminado rápidamente, pero con los alemanes estimulándonos, tuvimos la oportunidad de perder a muchos hombres. Los alemanes mataban y morían por principios de orden. Para ellos, éstos eran más fuertes y atractivos que la vida misma. Aquel frenesí nos desconcertaba por completo y no sabíamos qué hacer cuando nos enfrentábamos a ellos. Ocurrió en el desierto, en el cuarenta y dos, y no sé cómo lo mataron.
»No admitimos que hubiese muerto hasta varios años después de que finalizara la guerra, cuando todos los prisioneros habían vuelto al hogar; incluso los de los labios pálidos, los que llegaban de Rusia. No lo admitimos hasta que visitamos el mismo campo de batalla. Un oficial británico nos acompañó entre las minas. Dijo que ninguno era reconocible, y que tan sólo encontraríamos huesos que habían sido limpiados y desparramados en las peleas entre buitres y perros. Nosotros le contestamos que, a pesar de todo, queríamos ir. Queríamos verlo… Él había sido nuestro único hijo…
»Lo más probable era que cualquier testigo del destino de Paolo también hubiese muerto. Y, dado que avanzaban en compañías por el desierto, los hombres de su compañía que quedaran con vida para poder contar la batalla en la que él había muerto no habrían estado lo bastante cerca de él para poder contarlo.
»El campo de batalla era lo que podía esperarse: arena, metal y huesos. Al final trajeron aquí aquellos huesos, y los enterraron todos juntos. Nosotros tocamos algunos, a fin de identificar las placas. Ariane mantuvo los dedos cerca del corazón en los días que siguieron, pensando que quizás había tocado a nuestro hijo. Al dirigirnos al campo de batalla, la pista por la cual avanzábamos de vez en cuando pasaba por encima de lo que unos pocos años antes había sido un hombre. El oficial fue muy amable; no hacía más que pedir disculpas una y otra vez, y nosotros avanzábamos por el terreno rocoso casi sin parpadear. En todo el rato yo no logré liberarme del pensamiento de que aquél había sido el último sitio que mi hijo había contemplado y, dado que el enfrentamiento se había producido de noche, que aquel paisaje desolado, sin nada blando en él, sin un solo matiz de color verde, había estado iluminado únicamente por las explosiones y sus reflejos en el humo. Yo estaba familiarizado con los ruidos y los dibujos luminosos que él había visto, y también Ariane, aunque de lejos.
»Es indudable que, después de la Primera Guerra Mundial, ambos comprendimos que la vida constituye una serie de intervalos, cada uno entretejido de forma distinta. Habíamos aprendido que nuestra felicidad iba a finalizar, pero no que acabaría siendo totalmente destruida, como si de una venganza se tratase.
—¿Lo alistaron o fue voluntario? —preguntó Nicolò, ya que se acercaba a la edad de hacer el servicio militar.
—Lo alistaron. Ya en el treinta y siete yo quería que se fuera a Estados Unidos y se quedara con Luciana, y casi estuvo a punto de irse. Ambos discutimos acerca de un centenar de temas, lo cual duró hasta casi medianoche. Yo recurrí a todo cuanto conocía, pero, a pesar de que él tenía poca experiencia, sabía discutir tan bien como yo, o mejor aún, y al final no supe convencerlo. No conseguí transformar adecuadamente los argumentos de la experiencia en argumentos de principios, y él, a quien le faltaba la experiencia, no comprendió el único lenguaje con el cual yo podía haberle convencido. Por otro lado, él me conocía. Como cualquier padre, yo había tratado de apartar de él todas aquellas cosas, pero él lo averiguó por otros caminos. Tenía mi ejemplo para poderlo seguir, y mi ejemplo socavaba persistentemente mis palabras.
»Yo creía que, a pesar de todo lo demás, como mínimo había sobrevivido a la guerra, pero no era así. La muerte estaba en mí, como una semilla, y al cabo de un tiempo ésta floreció incluso más cruel que para Guariglia.
»Recuerdo nuestras discusiones. Yo estaba sentado. Él paseaba… Ni siquiera a las dos de la madrugada parecía cansado. Gesticulaba con ambas manos y hablaba con brillantez. Era un antifascista y pensaba que después de la guerra, al margen de cuál fuera el resultado, tendría menos autoridad y menos atractivo si no la padecía junto a los de su generación. Por supuesto, él tenía razón, pero yo mantenía que el riesgo no valía la pena. Él aseguraba que sí. “Toda la vida es un riesgo”, afirmaba. ¿Y cómo podía yo discutírselo, excepto por lo que se refería al concepto “toda”?
»Le hablé de todos aquellos que se habían arriesgado y habían perdido, uno a uno. Fui muy concreto, tal como lo he sido contigo, y eso lo conmovió. Era un buen muchacho, desinteresado e idealista, como se suele ser a esa edad. Se quedó tan impresionado por lo que le conté, que, maldita sea, quiso honrarlos poniéndose en su misma situación, compartiendo su mismo riesgo y, si era preciso, su mismo destino. Y así fue.
»Yo lo quise desde el primer momento en que lo vi, junto a la fuente de Villa Borghese, hasta el último, cuando nos abrazamos en la puerta y él se volvió para girar en la esquina, con el macuto cargado sin esfuerzo sobre el hombro. Sé que él quería que yo creyera que lo llevaba sin esfuerzo. Yo había hecho exactamente lo mismo por mi padre.
»Pero hubo una diferencia. Antes de que cruzara al norte de África supo que su esposa estaba embarazada. Si hubiese podido asistir al nacimiento de su hija, de pasar unos días abrazándola, cuidando de ella, de haber tenido esta oportunidad no se habría marchado. Todo su idealismo se habría marchitado ante el llanto desnudo de la criatura, pero no la conoció…
Alessandro se volvió a mirar a Nicolò.
—¿Tú qué crees que prefiero: vivir y mantener vivos todos estos recuerdos, aunque sean unos pobres sustitutos de la vida misma, o morir y correr el riesgo de que quizá, mediante algún modo que no logro imaginar, por algún milagro, por muy improbable que parezca, yo me reúna con ellos?
—Vivir —contestó Nicolò, que en una ocasión había vendido objetos en la calle y podía sopesar una simple proposición.
—Yo habría estado de acuerdo durante todos estos años, ya que eso es precisamente lo que hecho, pero con la muerte en camino, aunque no sea hoy, ni mañana o este año, la elección no está en mis manos, y voy despertando a la posibilidad de que no haya elegido bien. Quizá mi entendimiento se halle demasiado empañado por el miedo, poco estimulado por la fe y la verdad.
»Toda mi existencia he visto la vida y la muerte alternándose, apareciendo una detrás de la otra, y ambas presentándose cuando menos las esperaba. Si no existe razón alguna para creer que la vida se impone después de la muerte, ¿cómo puedes explicar su principal e inexplicable aserción?
—¿Yo?
—Sí, tú. Tú has entrado en la vida. ¿No sería eso más lógico o explicable que si, después de morir, te encontraras aún con otra sorpresa ilógica e inexplicable?
—¿Usted cree? —preguntó Nicolò, con la esperanza de que Alessandro lo hubiera resuelto realmente, y pudiera responder a su propia pregunta justo delante de él, allí mismo. Al fin y al cabo, Alessandro era viejo, y Nicolò pensaba que era capaz de ver al otro lado.
—No lo sé, pero pienso que para mí resulta apropiado decidir cómo voy a morir: no para controlar la posibilidad de abandonar inmediatamente, sino para dar unidad a mi vida, para otorgarle una forma artística, para afirmar en el último momento que no todo es puro azar, para honrar aquello en lo que creo y, quizá por última vez, aunque eso nada signifique, para expresar mi amor.
»Nicolò, por mucho que haya disfrutado recorriendo contigo el camino a Monte Prato, por mucho que tu vitalidad se haya derramado en mi interior hasta despertar la parte de mi alma que se disponía a dormir, esto es algo que sólo puedo hacer yo solo. Estoy cansado y el sol ya despunta.
—¿Quiere que me vaya? —preguntó Nicolò.
Alessandro movió lentamente la cabeza de un lado al otro.
—Entonces me quedaré.
—No.
—¿Por qué?
Alessandro sonrió.
—De acuerdo, me iré —dijo Nicolò.
Éste no quería marchar, no tanto porque pensara que Alessandro pudiera necesitarlo, sino porque no podía imaginar que se sintiera feliz recorriendo a solas el camino, separado no sólo del anciano, sino de su historia, aunque pudiera llevársela consigo. Sin embargo, deseaba proseguir. Aunque sabía que antes de poder entender la existencia de Alessandro tendría que vivir mucho más la suya propia, sabía muy bien que Alessandro había hecho algo maravilloso: había conservado vivo su amor a pesar de todo lo ocurrido, y esto era algo de lo que Nicolò no quería desprenderse.
Se imaginaba a sí mismo regresando a la carretera, retrocediendo sobre algunos de sus pasos y luego girando para seguir por su cuenta. Aunque lo hiciera bajo el calor de pleno día, haría frío y reinaría el silencio.
—¿Qué ocurrirá? —preguntó.
—¿A quién?
—A usted. A mí.
—Es muy sencillo —contestó Alessandro—. Yo moriré y tú crecerás. Nada de lo que te he dicho te habrá hecho cambiar de idea, ¿verdad?
—No.
—Me lo temía. Sin duda ansias las penas del mundo con la misma intensidad que deseas el amor de una mujer.
Nicolò hizo un gesto de agradable aquiescencia. Era verdad.
—Mientras esto acontece, puede que no te sientas tan inseguro, aunque haces bien en desearlo con pasión. De lo contrario, nunca podrías superarlo.
—No lo entiendo muy bien —dijo Nicolò.
—Ya lo entenderás. Pienso que te estás espabilando tanto como yo. Cuando decidiste atrapar el autocar, aunque éste quisiera dejarte, encendiste cierto número de espoletas que centellean a lo largo de su recorrido.
—Señor, puede que esto le parezca divertido, pero quiero hacer algo por toda la gente de su época de la que me ha estado hablando. Lo deseo de veras, pero es imposible, ¿no cree?
—Claro que es posible. Es muy sencillo. Puedes hacer algo justo: acordarte de ellos. Recordarlos. Pensar en ellos en su propia carne, no como abstracciones. No formules generalizaciones acerca de la guerra o la paz que anulen el alma de esta gente. No saques lecciones de la historia a su costa. Su historia se ha terminado. Acuérdate de ellos, sólo recuérdalos, a todos esos millones de personas, pues no son historia, son sólo hombres, mujeres y niños. Recuérdalos, si puedes con afecto, y recuérdalos, si puedes, con amor… Eso es todo cuanto necesitas hacer por ellos, y todo cuanto ellos piden.
Mientras Nicolò recogía sus pocas pertenencias, preparándose para partir, la emoción se apoderó de él. A pesar de su edad y de trabajar en una fábrica de propulsores, de vez en cuando lloraba, y su padre lo abrazaba como si fuera un niño pequeño. Él mismo se sorprendía de la rapidez con que ocurría aquello, de su naturalidad, y de que su padre siempre se mostrara inexplicablemente agradecido cuando acontecía. De modo que, aunque lo intentara, nunca podía evitarlo. Contenía las lágrimas al máximo, y luego, cuando ya no podía más, dejaba de intentarlo.
Alessandro lo miró comprensivamente.
—Nicolò —le dijo—. Tú eres un buen muchacho. Extraordinario. Me gustaría abrazarte tal como solía hacerlo con mi hijo, pero no puedo. Eso le corresponde a tu padre. En cuanto a mí, eso es algo que, hace ya muchos años, comprendí que nunca más podría volver a hacer.
—Lo entiendo, señor… De verdad —asistió Nicolò, pasándose una mano por la cara y recuperándose poco a poco, hasta que se levantó, respiró con un suspiro de alivio y carraspeó. La tormenta que se había cernido sobre él había pasado rápidamente, y ahora se sentía tranquilo—. ¿Significa esto que debemos separarnos aquí? —preguntó.
—No te preocupes por mí —lo tranquilizó Alessandro—. No te preocupes.
—De acuerdo —contestó Nicolò, mientras cogía la bolsa de Alessandro por las asas y la balanceaba.
—Ésta es mía, pero puedes quedártela si quieres.
—Ya no me acordaba… —dijo Nicolò, quien la dejó en el suelo.
Alessandro hizo esfuerzos por levantarse.
—No lo haga —le dijo Nicolò—. No se levante.
—Me encuentro bien —replicó Alessandro—. Voy a dejar este lugar y empezaré a bajar la colina, donde habrá más sol.
Alessandro se incorporó con gran dificultad y se quedó en pie, meciéndose atrás y adelante sólo lo suficiente para que Nicolò lo percibiera.
Nicolò se adelantó un paso hacia él y ambos se abrazaron.
—No te pierdas —le dijo Alessandro.
Lo que a él le quedaba era la cosa más sencilla del mundo. Aunque tenía que luchar por cada paso que daba entre los matorrales, a fin de salir a campo abierto, Alessandro experimentaba una oleada de satisfacción, ya que por fin se acercaba a la puerta respecto a la cual se había interrogado y había especulado toda su vida; lo que en otro tiempo había sido especulación se transformaba, milagrosamente, en una aria, y se sentía mecido por un sonoro cántico. Imaginó que éste le llegaba sencillamente del recuerdo, y se estremeció ante la plenitud y la claridad de aquel sonido. En el canto había hallado siempre una huida momentánea a las cargas del género humano, y ahora, mientras se preparaba para elevarse o caer, quizá para reunirse sobre corrientes de centelleante velocidad, no se sorprendía al percibir voces que se entrelazaban con cánticos tan alegres, resonantes y bellos que sobre ellas las dificultades del pasado se elevaban sin esfuerzo, lo mismo que un bote en una esclusa.
Aunque no se tratara de la canción sencilla y hermosa que había anhelado toda su vida, era no obstante bella, y con ayuda de aquella música él se abría paso entre los pinos y las adelfas, quebrando tantas ramitas secas que producía el mismo ruido que un fuego al estallar entre los matorrales. Un hombre que en el pasado había escalado miles de metros sobre paredes verticales tan lisas como las de un edificio de piedra, ahora tenía que esforzarse al máximo en bajar salientes y peldaños no más altos que su rodilla. El aire estaba impregnado con el aroma de las fragantes hojas y agujas de pino que pisaba, y los vapores se elevaban y caían siguiendo las corrientes que se arrastraban en múltiples y confusas direcciones por la falda de la colina.
Cuando Alessandro llegó al claro, jadeaba como si hubiera efectuado una carrera, y su respiración se adecuó perfectamente a las pequeñas explosiones que sentía en el corazón, los latidos suaves y vacíos, no del todo desagradables, y los sorprendentes momentos —a los que seguía una estática sensación de ingravidez— en que el corazón parecía haberse detenido realmente.
Sosteniendo el bastón por la mitad y en lo alto, como el remo de una canoa, Alessandro se sentó. Sus dedos estaban pálidos porque no les llegaba suficiente oxígeno, pero él apenas necesitaba mirárselos para saberlo. Se sentía terriblemente cansado de que los acontecimientos llegaran, los pensamientos se elevaran y las imágenes aparecieran de forma torrencial, en remolinos que desgarraban el aire de la memoria como el golpeteo del follaje en la ladera de la colina. Pensaba: «Dejadme descansar un instante en mi muerte, a fin de que pueda ver dónde me encuentro».
Él se encontraba en la falda de una colina. Así de sencillo. Podía quedarse allí hasta el anochecer, descansado y aún con vida, para agitar el bastón y llamar la atención de algún granjero que le ayudara a regresar a la carretera. También era posible que su corazón se recuperara, y que él pudiera seguir colina abajo y luego subir por el otro lado.
Una vez, en el Alto Adigio, había bajado al valle del Talvera, pasando en menos de medio día desde las cumbres cubiertas de nieve hasta las márgenes del río, donde, a pesar del frío de sus aguas debido a los arroyos helados que desembocaban en él, se internaba por tierras cubiertas de denso follaje que podían haber igualado a los márgenes del río Po. El calor había hecho que los soldados se despojaran de sus chaquetas y de sus camisas de lana, y bajo el peso de las mochilas sudaban como en pleno verano. El sol brillaba, la carretera se extendía polvorienta, y ellos, apoyando la palma de las manos sobre las piedras planas, bajaban hacia las aguas heladas y bebían directamente del río. Mientras permanecía sentado sobre la colina de los Apeninos, Alessandro recordó el golpeteo de los fusiles contra las rocas y el sonido que hacía el río al pasar veloz por su lado, como si cayera sin obstáculos en el abismo, y lo único que podía percibir al descomprimirse el agua sobre los bordes era un leve siseo.
En el valle del Talvera, las casas en ruinas y los jardines invadidos por la maleza eran el refugio de hombres y mujeres que observaban con ojos vacíos a los soldados que pasaban por su lado. Allí el sol brillaba sólo hasta mediodía, y apenas nadie se aventuraba a aproximarse, ya que los puentes estaban muy lejos, y para bajar al río en aquel punto había que abrirse paso a través de matorrales que habían crecido en libertad desde el inicio de los tiempos. ¿Quiénes eran aquellas gentes, pues? Parecía como si carecieran de idioma. El aspecto de aquellos hombres era demacrado, sin afeitar, como si padecieran hambre. Ponían nerviosos a los soldados que se cruzaban con ellos, ya que los soldados se limpiaban las botas, daban lustre a sus hebillas y se lavaban la cara en la nieve, todo lo cual contribuía a que se sintieran orgullosos de sí mismos y a que desearan conservar la vida.
De haber sido desertores, no habrían salido a contemplar la columna que desfilaba. De haber sido granjeros, su aspecto habría sido muy distinto y habrían poseído granjas. Aquello permaneció en el misterio y, después de que la columna encontrase un puente en forma de media cúpula y cruzara sobre sus vigas rotas y las cuerdas colgantes que se mecían por encima de los rápidos, Alessandro y los demás prosiguieron su camino hacia el aire claro y la luz del sol, lejos del río que parecía haber caído en un mundo subterráneo.
El valle de ahora, en los Apeninos, era totalmente distinto. Era ancho en el fondo y, allí donde en otro tiempo había habido un río, se veían campos sembrados de cereales. En las partes altas crecían vides que reptaban por antiguos emparrados, y más arriba aún, en el collado de la colina, cerca del pueblo, se extendían los olivares. Todo aquel conjunto se había organizado mediante claros y cercados, divididos por serpenteantes zonas de matorrales y árboles bajos que llenaban pliegues y quebradas, en las que habían buscado refugio cientos de miles de golondrinas. El amanecer las había despertado y el sonido de sus cantos inundaba el valle —aquél era el material básico que la prolongada memoria de Alessandro había perfeccionado en una canción—, pero todavía no habían abandonado sus palos ni sus perchas, aún no se habían levantado sobre la marea de la luz diurna que pronto barrería la mañana.
Tal vez Alessandro pudiera bajar lentamente la colina, cruzar los campos y luego volver a subir, midiendo sus pasos, tal como hacía su padre, muchos años atrás, al subir a su oficina. Si llegaba al pueblo dirían que, como muchos ancianos que viven en el recuerdo y que deben enfrentarse con el presente, se había perdido y que había deambulado sin rumbo por las colinas. Tal vez ya no hubiera motivo alguno para seguir cayendo o elevándose, y estuviera mejor en la falda de la colina, si no en la cumbre, lo bastante alta para contemplar las bellezas que de cerca resultaban tan huidizas.
Él no necesitaba juntar todos sus pensamientos, ya que éstos se arremolinaban como si los empujara una tormenta, como hojas o pájaros, empujados por el viento. A pesar de que el ritmo fuera rápido y las imágenes y los recuerdos pasaran centelleantes, como las notas de muchos instrumentos y muchas voces que confluyeran en el océano de una ópera, Alessandro sentía que los elementos se juntaban, pues habían empezado a fluir unidos en una sola corriente.
Cerró los ojos y vio el Isarco y el Adigio después de que la nieve se fundiera en primavera, brillando con las pequeñas olas que se curvaban hacia dentro, bajando veloces con el tema y la intención de una fuerza única. A pesar de que las aguas se transformaban en largos tramos de río plateado y blancas cascadas que salían despedidas en todas las direcciones, se combinaban en una hermosa carrera hacia abajo que las conduciría hasta el mar.
En un tiempo sorprendentemente corto, y por razones que no lograba discernir, aunque sí sentir, quedó limpio de las pequeñas vergüenzas y turbaciones de toda una vida. Sonrió al verse de nuevo, poco después de la Marcha sobre Roma, en la oscuridad de su estudio, con la pistola en la mano, dispuesto a defenderse contra los intrusos que estaba seguro había oído entrar. Antes de que pudiera encender la luz, a su derecha, arriba, se produjo un golpe tremendo. Efectuó tres certeros disparos, cada uno desde un sitio distinto a medida que saltaba de lado, para apartarse del destello revelador que había dejado la boca del cañón. Después de que desapareciera la vibración en sus oídos, escuchó por si oía la respiración de alguien o el goteo de la sangre. Cuando encendió la luz, Ariane llegaba con Paolo sollozando entre sus brazos, y la policía se apresuraba a acudir al lugar de los hechos. El ruido de intrusos lo había provocado una hilera de libros al caer, y Alessandro había recurrido a sus habilidades durante la guerra para proceder a la ejecución de un libro de texto sobre física. El primer disparo había dado en el lomo y había arrancado las tapas del libro, y los otros dos disparos lo habían lanzado contra la pared. La policía le obligó a repetir veinte veces lo sucedido, negándose a creer que pudiera disparar tan bien en plena oscuridad, pero él había efectuado disparos más certeros en lugares mucho más oscuros.
Su corazón se animó al recordar los entusiasmos infantiles que había experimentado de pequeño —las canciones que no se avergonzaba de cantar en presencia de adultos a los que apenas conocía, la forma en que había brincado y bailado en la calle, sin inhibiciones—, pues lo devolvían a su propia infancia. Aunque se había contemplado con gran cariño a sí mismo mientras lo hacía, nunca había podido desprenderse de cierta incomodidad; sin embargo, ahora su vergüenza lo había abandonado. Recordó que en una ocasión había bailado de pura felicidad en la calle, delante de su casa. Un adulto que pasaba por allí había gritado: «¡Mirad a ese muchacho loco!»; durante años Alessandro se había ruborizado de vergüenza al recordar aquellas palabras y la carcajada que las había seguido. Sin embargo, ahora era capaz de limpiarse de la vergüenza y la turbación porque había comprendido que éstas eran el resultado de replegarse sobre sí mismo, nada más, tan sólo pruebas de gracia y de perdón, el despojo del orgullo y la momentánea muerte de la vanidad, como un claro en la densidad del bosque o el núcleo en una tormenta.
Las turbaciones habían desaparecido y el amor había ocupado el lugar vacío: amor por los niños que habían saltado como corderos, entre los cuales se hallaba él; amor por todos aquellos que eran desmañados; y amor por todos aquellos que habían fracasado. La corriente seguía su curso, cobrando fuerza, bailando entre paisajes y cayendo en las ciudades, siempre rumbo hacia el mar.
Lo mismo que si fueran escenas de su propia vida, recordaba los cuadros que lo habían cautivado. Imaginarlos en todo su colorido, mezclándose y extendiéndose, uno tras otro, constituía un gran don, pues ellos le habían enseñado a ver. Como la música, ellos habían rozado inexplicablemente la verdad, y se habían consumido y desaparecido con la belleza del análisis y la edad. Los pintores habían plasmado paisajes, batallas, milagros y el cuerpo humano. En la batalla, incluso valía la pena reparar en las expresiones de los caballos. Los rostros tensos, receptivos y sobrenaturales de los soldados resultaban tan reales como si la presencia de la muerte hubiera rozado las telas con la veladura de la verdad. Y Rafael, sin cansarse nunca de los ángeles y los niños, pintaba milagros porque su pintura ya era en sí un milagro, y de esta forma el tema se desarrollaba con la levedad y la gracia del viento.
La estética de Occidente se hallaba ligada a los principios de la religión, y ésta se hallaba vinculada a los principios de la estética. Color, milagro y canción se hallaban bellamente entrelazados, siempre con la fuerza suficiente para capear los pecados de la política y de la guerra, un hilo inextricable, una norma que no podía echarse por tierra. Alessandro se había dedicado a eso principalmente —incluso durante la batalla, incluso en Stella Maris, incluso en la oscuridad del bosque donde había dejado al Milanés— porque ahí residía la verdad, donde era fuerte y brillante, y donde sus grandes monumentos aún estaban construidos en honor a la aflicción del ser humano. Por último, finalmente —aunque no sabía muy bien de qué le iba a servir—, se había dedicado a ello porque lo consideraba tan hermoso que no podía apartarse de ello.
Mientras pensaba en todas estas cosas, había permanecido sentado en el suelo bajo un brillante sol, con el bastón en el regazo y el cabello cano revoloteando al viento. La capa del suelo era fragante y reseca, casi tan desolada y rubia como las colinas de Sicilia. Durante todo el rato en que había estado pensando estas cosas había sentido un gran afecto y una gran tristeza. Sólo con la imaginación, sin mover los brazos y sin ningún indicio de solidez, había sentido como si sostuviera a su esposa y a su hijo.
Ya era media mañana y su corazón estaba colmado cuando las golondrinas levantaron el vuelo. Abandonaron los árboles formando una masa animada, que flotó por el aire como una nube. Había tal cantidad y eran tan veloces y ágiles en sus giros, en sus caídas y en sus deslizamientos, que parecía como si el cielo hubiese estallado en una llamarada negra que proporcionaba una profundidad y un volumen extraordinarios al aire vacío y transformaba su carácter como si de pronto se hubiera solidificado.
Al ser un soldado de nacimiento, Alessandro distinguió por el rabillo del ojo algo que provocó en él una antigua respuesta. Se volvió para concentrarse en la intrusión de un cazador que avanzaba entre los olivos y bajaba lentamente por la derecha, hacia el valle que habían llenado las golondrinas y del cual habían empezado a elevarse cada vez a mayor altura.
Alessandro se volvió de nuevo hacia las golondrinas. Aunque el sol las iluminaba por detrás, en un imaginario reguero plateado, se olvidó de protegerse los ojos y las contempló mientras llenaban el cielo. A medida que el cazador se acercaba a la base de la nube, no se esforzaba en absoluto por avanzar en silencio u ocultarse.
Alessandro siguió el rastro de las golondrinas solitarias que trazaban pronunciados arcos al salir disparadas hacia arriba o al bajar. ¡Qué rápido era su giro cuando se veían obligadas a ello, o al dar media vuelta entre los grupos de compañeras que salían disparadas hacia ellas, como si salieran de un cañón, en medio de una estrella explosiva! Aquello era algo que hacían por voluntad propia, y lo repetían hasta la saciedad.
Para Alessandro, ellas representaban la unificación del riesgo y la esperanza. Resultaba difícil seguirlas en los fuertes vientos que soplaban en el azul del cielo, donde parecían fundirse en el mismo color. Sin embargo, a medida que corrían aquellos riesgos en el aire, y mientras se dejaban caer en vuelos que las acercaban a la muerte, resultaba imposible decir si, después de elevarse, se dejarían caer en picado, o si, después de haber caído, podrían elevarse de nuevo.
Las golondrinas que planeaban veloces y a solas por el cielo azul estarían fuera del alcance del cazador, pero cuando de nuevo se dejaran caer, el cazador seguiría allí.
Aquéllos eran los pájaros que Alessandro había visto toda su vida, anidando en los aleros y en las cornisas, los sencillos moradores de los graneros y los campanarios, los que cuidaban de sus pequeños y llenaban de aceleración el aire de la mañana, una generación tras otra… Imaginó sus corazones latiendo con fuerza al volar y los imaginó descansando.
Sabía lo que iba a acontecer. Los sacrificarían en medio del aire, en mitad de su vuelo, y su existencia finalizaría en un instante. Al principio esto no lo conmovió, pues había presenciado cosas mucho peores, y estaba preparado para seguirlos aquella misma mañana. Pensaba que no los compadecería, ya que, al formar parte de ellos —por así decirlo—, los seguiría, sin simpatía, hacia la muerte, tal como hacen los soldados al enfrentarse a un destino común. Pero no fue así, ya que Alessandro se consumía con las imágenes de aquellos a quien había amado. Dejó a un lado todas las grandezas que conocía, dejó a un lado las bellezas inefables, los principios de la luz, y se quemó con el recuerdo de los seres queridos.
El cazador alcanzó su posición y levantó la escopeta. Dos disparos sonaron con rápida sucesión, y los pájaros empezaron a llover del cielo, dando vueltas y más vueltas mientras caían sorprendidos y con las alas rotas. El cazador volvió a cargar y disparó una y otra vez.
Los disparos perforaron unos agujeros en el cielo, allí donde docenas de golondrinas se habían visto sorprendidas en mitad de su vuelo, por grupos, por parejas, cayendo familias enteras. La puntería del cazador era certera, pero mientras aquellas golondrinas caían otras se elevaban y seguían subiendo.
Alessandro no imaginó que le quedara elección, ya que, mientras observaba aquella matanza, se sintió conmovido más allá de lo soportable. Recordó una vez que su hijo había llorado por algún motivo que él había olvidado hacía mucho tiempo. El muchacho no se había reprimido, sino que había puesto todo su corazón en aquel llanto, para luego quedarse tranquilo. ¡Qué hermoso era cuando el rostro se le cubrió de lágrimas!
Ante la visión de las golondrinas muriendo en medio del aire, por fin Alessandro fue capaz de musitar su propia bendición:
—Dios mío, tan sólo una cosa te suplico. Deja que me reúna con los que amo. Llévame con ellos, júntame con ellos, deja que los vea y permíteme que los acaricie.
Luego todo armonizó, como en una canción.