IX
La tempestad
El Adriático es un mar cerrado y poco profundo. Allí las tormentas son feroces tanto por lo que respecta al aire como a la luz, pero en el mar las olas rompen antes de llegar a parecerse a las móviles montañas del océano, y la superficie centellea con ensortijadas cabrillas hasta que recuerda una piel de oveja bajo la luz de la luna. La acción en el Atlántico, cuando éste se enfurece, es un ataque salvaje tanto en la tierra como en el cielo. En el Adriático consiste en un relampagueo disciplinado, una convulsión tan rápida y brillante como los rayos color mantequilla que danzan sobre el mar como si fueran zancos.
Casi todo esto se forma entre las largas cordilleras de montañas, en donde las tormentas se concentran después de haber forzado los collados, como inundaciones repentinas al desbordar una presa. Allí, con sus tonos púrpura, gris y negro, se elevaban formando coléricas murallas que el sol poniente pintaba de apacibles dorados.
Mientras una de esas murallas bajas y grises se hacía visible por el este, casi como un lejano banco de niebla, apenas nadie se dio cuenta. Por otra parte, los que sí la vieron, no le dieron mayor importancia. Las criaturas construían castillos y pozos en la arena; los ancianos leían, con un día de retraso, los periódicos de Roma o Milán; y las jóvenes muchachas que apenas habían entrado en la adolescencia paseaban altivas por la playa, deleitándose al ver que hombres de distintas edades se fijaban en sus piernas de cisne o en la suavidad de su dorado cabello.
Sólo Alessandro Giuliani, inmóvil en una tumbona de lona, seguía la evolución de la tormenta que se acercaba. A pesar de que lo había intentado, le resultaba imposible leer el ejemplar del Corriere della Sera del día anterior, pues aunque el sol brillaba y quemaba como podría hacerlo en África o en Sicilia, suaves ráfagas del frío viento de septiembre volteaban las páginas del periódico. Cuando las nubes estuvieron tan altas y tan próximas que la gente mayor empezó a ponerse en movimiento —pues, a diferencia de sus nietos, no podían correr sobre las dunas en dirección al hotel—, Alessandro dobló el Corriere della Sera y se lo puso debajo del muslo para protegerlo de las gruesas gotas que empezaban a llegar como la vanguardia de la tormenta.
El viento enredaba las cintas de los sombreros de gondolero que llevaban los niños, los viejos se alejaban entre las dunas, y madres y padres llamaban a hijos e hijas. Entonces, a lo lejos, un relámpago golpeó la superficie del mar con una silenciosa explosión de luz y la playa se transformó en una escena dominada por el pánico. Se levantaban a los bebés en el aire, como si el rayo se arrastrara por la arena. Las sombrillas se plegaron. Las toallas ondearon libres en el viento.
Los mozos de la playa eran muchachos delgados, de ojos grandes y húmedos. Con unos uniformes que les daban la apariencia de monitos de organillero, desesperados y jadeantes recogían las tumbonas y las sombrillas y corrían entre las dunas. Uno de aquellos muchachos, con enormes cejas negras que amenazaban con formar un puente sobre su nariz de macaco, se acercó a Alessandro.
—Tiene que entrar —le dijo—. Debo llevarme su silla.
Alessandro mantuvo el rostro hacia la tormenta.
—¿Señor?
Jugando a propósito con el tiempo, que corría rápida y peligrosamente, Alessandro se volvió con lentitud hacia el joven macaco y abrió los ojos como si preguntara: «¿Y qué?».
El macaco exhibió dos hileras de dientes increíblemente blancos.
—¡Señor! —le gritó, y, con un dedo extendido desde el puño cerrado, señaló la tormenta que había a sus espaldas.
—¿Sí?
—¡Tiene que entrar, debido a los relámpagos!
Mientras los ojos de Alessandro se llenaban con los hilos distantes de la encolerizada luz, las comisuras de su boca mostraron una sonrisa apenas perceptible. Entonces el asustado macaco salió disparado como un caballo de carreras al que le abrieran la puerta de salida, y cruzó las dunas justo delante de un fuerte aguacero. Buscando refugio bajo la galería del hotel, donde los huéspedes vestidos con albornoces y acarreando cestas permanecían detrás de las cristaleras para contemplar la tormenta, él y sus compañeros se dedicaron a apilar tumbonas y sombrillas a la luz de una bombilla eléctrica. Mientras, el joven les hablaba de Alessandro, que se convertiría en cenizas y saltaría en mil pedazos entre las nubes.
En la misma galería, todo el mundo podía ver a Alessandro sentado en su tumbona, inmóvil bajo la lluvia, con la cabeza visible justo por encima del respaldo y el cabello meciéndose salvajemente con el viento.
Los relámpagos del color del oro blanco danzaban torpemente sobre la rota superficie del mar y centelleaban contra la oscura madeja de nubes de la cual habían salido, cayendo sobre sí mismos en ángulos superficiales y miembros retorcidos. Los truenos chocaban en medio del aire, comprimiendo el agua en depresiones plateadas con forma de cuchara, y hacían vibrar las cristaleras del hotel.
—Lo van a matar —comentó una mujer, en la parte del porche más apartada de las cristaleras—. ¿Qué está haciendo?
—Lo mismo que nosotros —contestó un anciano—, pero con mayor intensidad. Parece que ha perdido la costumbre de ponerse a salvo.
—¡O quizá no la ha tenido nunca! —exclamó con alegre intolerancia la mujer, quien dio media vuelta para entrar.
«No —pensó el anciano—. Eso es algo de lo que, al final, uno aprende a prescindir».
Un relámpago estalló tan cerca de Alessandro, que éste le empujó contra la tumbona e hizo que las patas de madera se combaran como un arco. Cegado, aguardó a que el siguiente rayo lo liberara de la vacilante oscuridad, pues la lógica de los relámpagos y su aproximación sobre el mar era la del crescendo en la música. Estaba seguro de que la tormenta lo embestiría con total precisión, convencido de que la luz sería cada vez más intensa y el impacto geométricamente mayor, con la certeza de que la cortina de fuego en movimiento terminaría con él, y se alegraba de que así fuera.
Pero no fue así. Al final le faltó voluntad y no bajó con una especie de golpe rápido que lo llevara allá donde el corazón no pudiera romperse. La tormenta lo dejó en la playa que la lluvia había teñido del color del cemento armado, mirando el agujero azul verdoso que colgaba en el aire sobre Istria. Después de la tormenta apareció una lluvia apacible y fría, que duró hasta el anochecer. Sólo entonces se levantó Alessandro y se dirigió al hotel, que yacía entre las dunas y resplandecía con su luz artificial, como un vapor que cruzara el horizonte en una cálida noche de verano.
Como a menudo sucede después de las tormentas de verano, el aire se volvió más frío y más claro. En la playa, los niños llevaban suéters. Los barcos que se movían plácidamente arriba y abajo por los lejanos pasillos del mar aparecían tan nítidamente perfilados como un diagrama, y no porque el mar estuviera en calma, ya que aún conservaba una cualidad fresca, agitada y ventosa, y se mecía y oscilaba como placas imperfectas de cristal en bruto.
Alessandro se zambulló en ese mar para realizar sus ejercicios diarios. Él era el único que se aventuraba a nadar en las aguas más profundas, debido a lo cual medio se le respetaba y medio se le menospreciaba. Eso a él le tenía sin cuidado, pues tan pronto como había salido de los bajíos y se encontraba suspendido a una altura de vértigo sobre el fondo del mar, zambulléndose y atravesando las olas que le ocultaban de aquellos que le observaban desde la orilla, se sentía feliz. Cuanto más lejos de la playa nadaba, mayor era su serenidad y, en medio de aquellas olas que no rozaban nunca la orilla, ni chocaban contra el casco de un barco, se tumbaba de espaldas y flotaba, con la mirada fija en las enormes y blancas nubes que parecían inmóviles. A varios kilómetros mar adentro, flotaba, giraba, se zambullía, nadando recto hacia abajo, con los ojos abiertos Al llegar lo más al fondo que podía, se relajaba completamente, extendía las piernas y dejaba que las corrientes submarinas lo voltearan en medio de su oscura luz esmeralda, todo el tiempo que pudiera aguantar sin respirar. Luego, perforando el agua salada, nadaba desesperadamente en busca de la superficie y atravesaba un tejado de plata para salir al aire claro y a las aguijoneantes salpicaduras.
Le gustaba regresar nadando en diagonal, alcanzando la orilla algo lejos de donde había partido, ya que de este modo al llegar a su tumbona ya se había secado y recuperado totalmente. Después de reacostumbrarse a la gravedad y a la luz, con una visión más clara, solía abrir el periódico, se tumbaba hacia atrás, luego renunciaba, doblaba el diario y se sumergía en un sopor cargado de sueños.
—Le hablo en voz baja para que no se despierte si está usted dormido, que yo ya me iré. Pero, si no duerme, entonces quizá quiera usted indicármelo —le dijo alguien a Alessandro, quien mantuvo los ojos cerrados, fingiendo que no le había oído—. ¿Sabe usted? He instalado un teléfono en el despacho de casa, y cuando alguien me llama, la conversación siempre se inicia con un «¿Le he despertado?», aunque sean las dos de la tarde. Pero aunque yo utilice ese aparato para llamar a las cuatro de la madrugada y lo pregunte, siempre me dicen que no, que no les he despertado. ¿Por qué la gente se avergonzará de dormir?
»Pienso que el teléfono debería interrumpirse a medianoche, como los autobuses, aunque supongo que su utilidad abarca también las emergencias. De todos modos, debo admitir que no me gusta. No me gusta lo que el teléfono hace hacer a la gente. Si llamo a un cliente, su secretaria me contesta algo parecido a: “El señor Ubaldi está reunido”. “¿Y qué?”, digo yo. Y ella me responde: “¿Me da su nombre, por favor?”. Yo siempre contesto: “¡Ah! ¿Vamos a ir de luna de miel al Sudán?”. Pero nunca lo captan… Eso es lo que el teléfono hace hacer a la gente.
Alessandro abrió los ojos y, de pie ante él, sobre la playa barrida por el viento, vio a un hombre de mediana edad, cubierto con un grueso albornoz blanco. Medio calvo, fornido, turbado y con un bronceado color de la melaza, tenía una pátina de rojo volcánico que indicaba que poseía una importante cantidad de sangre en su cuerpo, y que ésta circulaba con gran vigor. También hablaba con gran vigor, con la agilidad de movimientos y la solidaridad en el combate sin las cuales un luchador turco no podría practicar su oficio ni aceptar su existencia. Sin embargo, como subrayando todo aquello, a pesar de que el color de su sangre subsistiera bajo el oscuro bronceado, en él se apreciaba delicadeza y reserva a la vez.
—Mi mujer pregunta si le apetecería tomar un refresco y unos canapés con nosotros. Mi hijo le ha visto nadar y le he comentado que resulta peligroso. Ahora piensa que es usted un héroe.
—Muy amable de su parte —contestó Alessandro y, antes de que pudiera añadir que no tenía hambre ni sed y que tan sólo quería descansar, el luchador exclamó: «¡Magnífico!», y dio media vuelta.
El hijo era una miniatura de su padre, con más pelo en la cabeza y menos en el cuerpo. La esposa era una mujer encantadora, de extrema y entrañable pequeñez. Desde un primer momento, y con cierto temor, Alessandro deseó abrazarla y besar su rostro diminuto y hermoso. La mujer le llegaba tan sólo a la altura del esternón, y sus manos eran tan pequeñas y delicadas que le recordaron los suaves e inocentes ratoncitos de los libros de cuentos. De inmediato vio que aquel luchador era perfecto para ella, un devoto y tierno protector. En seguida comprendió que el muchachito era especial, que con un padre tan fornido y una madre tan delicada, teniendo que oscilar continuamente entre dos cualidades tan divergentes, estaba destinado a ser muy perceptivo, aunque a los nueve años tan sólo pareciera un luchador turco. A Alessandro le cayeron bien. Eran tan imperfectos y tan admirables, que no pudo impedir que le gustaran, y no lamentó haberse visto arrastrado hacia ellos.
—Momigliano, Arturo —dijo el luchador, presentándose formalmente, con el apellido en primer lugar.
—Giuliani, Alessandro —replicó Alessandro, con una leve inclinación de cabeza.
—Mi mujer, Attilia, y mi hijo, Raffaello.
Alessandro pensó en Rafi, otro Raffaello con nombre judío.
—Un amigo mío se llamaba Raffaello… Raffaello Foa —le comentó Alessandro al muchacho.
El luchador se sobresaltó ligeramente.
—Todo el mundo conoce a los Foa —le dijo—. ¿Quién era su padre?
Alessandro se lo dijo.
—No, no lo conozco. ¿En qué trabaja?
—Es carnicero, en Venecia.
—Sólo conozco a los Foa de Roma y Florencia. Todos son contables o rabinos. Y el que era amigo suyo, Raffaello, ¿a qué se dedica ahora?
—Lo mataron durante la guerra.
—Lo siento. Espero que no sufriera.
—Sufrió terriblemente.
—¿Lo sabe a ciencia cierta? Los rumores son poco fiables y siempre se supone lo peor.
—Aún hoy puedo sentir su peso muerto y su sangre —suspiró Alessandro.
Attilia lo miró de tal modo que le hizo experimentar otra oleada de afecto, amplificada porque era indudable que ella se mantenía en un segundo plano, debido quizás a su extrema pequeñez. Alessandro dejó que la atracción que sentía por ella se transformara en respeto hacia su marido, aunque el hecho de que Arturo se lo mereciera tan sólo podía ser una suposición por su parte.
—Oiga, seguro que tuvo que estar relacionado con los Foa que yo conozco —insistió Arturo—. Se lo preguntaré cuando los vea. Los conozco porque también soy contable, aunque no haya triunfado…
—¿Triunfado?
—Sí. Por eso estamos aquí, en este hotel que no es precisamente una maravilla, y fuera de temporada, en vez de veranear en Capri en pleno agosto. Por supuesto, no quiero decir que todos aquellos que se hospedan aquí no hayan triunfado. Pero yo no.
—Pienso que quizá tenga usted razón. Yo mismo soy más pobre que una rata, por el momento —declaró Alessandro: no como alguien que soñara con ser rico algún día, sino con absoluta convicción—. Además, trabajo en un oficio de los más bajos y pesados. Soy ayudante de jardinero. Ni siquiera un jardinero, sino tan sólo ayudante.
—Para alguien que habla tan bien, y un nadador tan valiente… Nunca lo hubiera imaginado. Sin embargo, lo que yo hago es peor —aseguró Arturo.
—¿Cómo es que un hombre tan fuerte y entusiasta como usted trabaja de contable? ¿Acaso es un tonto?
—No, por desgracia.
—Entonces, ¿por qué no es dueño de fábricas o flotas de barcos? Tiene usted el aire de un magnate malhumorado. Y aunque parezca malhumorado, es indudable que parece un magnate.
—Yo nací para quedarme al margen —afirmó Arturo.
Alessandro se acomodó en una silla y Raffaello le trajo un vaso de limonada, sosteniéndolo como si el mundo fuera a estallar en caso de derramarla. Attilia pasó a Alessandro un plato con queso, apio y unos bastoncillos de pan. Por un instante, Alessandro olvidó que lo había perdido todo y a todos.
—Siempre me había parecido que, excepto en el arte —dijo Arturo—, excepto personas como Beethoven o Chateaubriand… —Alessandro lo miró con asombro—, los hombres de gran ambición y éxito recorren la vida por una senda sin fricciones, como si siempre se deslizaran sobre las olas, pero nunca dentro de ellas. He averiguado que el fracaso es un freno al tiempo.
—Eso es tan sólo una excusa, Arturo —intervino Attilia, aunque con un tono amable y cariñoso, que sugería que no estaba muy segura y que no importaba si lo estaba.
Mientras tanto, Arturo se hallaba absorto en sus inminentes declaraciones.
—No puedo ser un contable de éxito por una serie de razones. Primero, porque soy absolutamente honesto. Siento un enorme placer sacrificando mis propios intereses a fin de ser del todo honorable. ¿No es eso terrible?
—Sí —dijeron Alessandro, Attilia y Raffaello al mismo tiempo y en voz baja.
—Además —prosiguió Arturo, y sus palabras brotaron pacíficamente de aquella mandíbula de tortuga, bajo un rostro de centurión y de centelleantes ojos negros—, a la mayoría de los contables les encanta jugar, y realizan su trabajo como si se tratara de un juego. En cambio, yo detesto los juegos. En ellos no he visto nunca otra cosa que no sea una pérdida de tiempo. Para mí, la contabilidad es una tarea. Sufro cuando trabajo, y eso me permite tener hermosas visiones.
—¿De qué tipo? —preguntó Alessandro.
—Religiosas y poéticas.
—¿Se refiere a que entra en éxtasis cuando rellena sus columnas?
Arturo asintió con la cabeza:
—Yo no soporto los números. Me hacen enloquecer, del mismo modo que los trabajos forzados convierten en místicos a los condenados a galeras.
—¿Ocurre eso?
—¿No ha leído usted Digenis Akritas Calypsis?
—¿Se refiere a Digenis Akritas, la primera novela bizantina?
—No, a Digenis Akritas Calypsis —contestó Arturo—. La primera novela bizantina fue Melisa, ¿no?
—Yo debería saberlo —dijo Alessandro.
—Digenis Akritas le siguió poco después. O quizá yo haya invertido el orden.
—No importa.
—La otra razón de que yo no haya triunfado como contable es que me gustan los números redondos, equilibrados. Transformo mi oficio en una cuestión de estética.
»Por ejemplo, si fuera usted mi cliente y tuviera, digamos, setenta y tres mil cuatrocientas liras en bonos de guerra, sesenta y nueve mil doscientas treinta y dos liras en cuentas de ahorros, y cobrara un alquiler mensual de diez mil trescientas cincuenta liras, le efectuaría los cambios necesarios para que pudiera tener cien mil en bonos de guerra, cincuenta mil en cuentas de ahorros, diez mil en su cuenta corriente, y que cobrara diez mil por el alquiler mensual, pero que el inquilino se hiciese cargo de la factura del gas.
»Lo arreglaría para que sus intereses se ingresaran en una cuenta aparte para cobros, y en caso de que el balance diera un resultado irregular, lo cambiaría en dinero en efectivo y le compraría algo perfectamente simétrico, como por ejemplo una bola de cristal.
»A mis clientes les presento el estado de sus finanzas en unos libros de cuentas bellamente encuadernados en piel, agrupados por conjuntos de balances, con números y letras de imprenta sobre un papel pautado de máxima calidad. El sistema financiero de los clientes comprende unos vasos de volumen constante que, al desbordar, lo hacen en otros vasos de volumen constante. Los excesos desequilibrados entran inmediatamente en los gastos cotidianos. Incluso lo arreglo para que a mis clientes se les entreguen billetes nuevos y crujientes dentro de sobres bellamente proporcionados en color marrón y dorado, en cantidades de mil, dos mil, cuatro mil, cinco mil y diez mil liras.
»Negocio contratos, precios de venta y salarios para que se paguen con números grandes, enteros y redondos. Y lo hago porque las deshilachadas ristras de números sin ceros me recuerdan una plaga de insectos, o la sensación que uno tiene cuando lleva mucho tiempo sin bañarse —explicó Arturo, con los ojos centelleantes bajo el azul del cielo, y los puños apretados durante su perorata—. Lo dispongo todo para que los incrementos en la facturación de los servicios den números redondos, y si cometo un error, aunque sea al final de una página de cálculos, no lo tacho ni lo borro, sino que arranco la página y empiezo de nuevo. Para mí, una letra o un número de trazo poco claro equivale a un error.
—Aun así —dijo Alessandro—, tanto su forma de vestir como su aspecto no son inmaculados.
—No me preocupa mi aspecto, sino lo que hay fuera de mí. Por eso no he tenido éxito. Busco demasiados problemas, en un mundo donde el éxito fluye a los codiciosos que eluden los problemas. Pero no puedo evitarlo. Me molesta todo lo que es desaliñado y asimétrico. Quizá por eso me enamoré de mi esposa y aún lo estoy —dijo, sonrojándose, aunque no tanto como Attilia—, porque es una maravilla de graciosas proporciones.
»Pero es también el motivo de que hayamos venido fuera de temporada, en segunda clase, y de que vivamos en un piso sin vistas, en Via Catalana.
—En el segundo piso —puntualizó Raffaello.
—En el segundo piso.
—Es grande —comentó Attilia a su marido.
—Sí —admitió éste—, pero no tiene balcón, ni vistas, y está demasiado cerca de la calle.
—Y de la sinagoga.
—Lejos de mi oficina.
—Te gusta caminar.
—No cuando llueve.
—Casi nunca llueve.
—Y casi nunca camino.
—¿Te refieres a que llueve cuando caminas?
—Hay que limitar los juicios sobre la frecuencia de la lluvia a los momentos apropiados en cuestión. De lo contrario uno se convierte estadísticamente en un ser desdeñoso.
—No te entiendo, Arturo. Lo único que sé es que cubrimos perfectamente las necesidades, y que Raffaello se apoya sobre un pilar de granito: tú.
Arturo miró hacia la arena y luego, desasosegado por el cumplido, se volvió a Alessandro con una expresión que parecía decir: «¿Y usted? Ahora le ha llegado el turno de contarnos algo acerca de usted, a fin de equilibrar mi confesión».
—Yo soy ayudante de jardinero. Así de sencillo. Después de decírselo a los demás, nunca nadie me ha preguntado qué hago exactamente, ni por qué.
—Yo se lo pregunto —insistió Arturo—. Se lo pregunto. Y me interesa mucho.
Antes de empezar, Alessandro se retrepó en su asiento y miró al cielo, como si quisiera refrescarse con la luz.
—Cuando volví de la guerra lo había perdido todo, sin embargo me sentía agradecido por estar vivo. A pesar de lo que había visto, a pesar de la destrucción de todo aquello que había dado por seguro, a pesar de las heridas que había sufrido y del recuerdo de hombres mucho mejores que yo y que habían desaparecido, me sentía abrumado por la gratitud, una gratitud inexorable, embriagadora.
»Cuando me desmovilizaron, tomé un tren de Verona a Roma. Sabía que cuando llegara, por primera vez en mi vida, ni mi madre, ni mi padre, ni ninguna otra persona me estaría esperando. Era invierno. Haría frío y el cielo estaría gris. El tren iba repleto de exsoldados como yo.
»Era un tren militar, un expreso que no paraba en las estaciones, y que parecía ir cada vez más rápido, meciéndose suavemente atrás y adelante, ganando velocidad, acelerando entre campos y zonas de matorrales, en donde los pájaros asustados levantaban el vuelo como humo empujado por el aire.
»Yo me asomaba a la ventanilla y, aunque de vez en cuando podía ver mi propio reflejo en el cristal, contemplaba la campiña que pasaba veloz, viejas ciudades y edificios con toda sus persistencia, mientras el viento doblegaba las cañas en su interminable discusión con la tierra.
»Debido quizás a que ciertos pensamientos y recuerdos no podían abandonarme, el paisaje irrumpía en una visión como ninguna otra que yo hubiera presenciado. Se trataba de un paisaje gris y yermo, cubierto de paja y rastrojos en descomposición, medio enterrado en placas de nieve. Los árboles eran negros, con la corteza empapada y desprovistos de hojas, y las nubes y el cielo parecían las oleadas de humo que se curvan sobre una ciudad incendiada.
»Eso era lo que yacía ante mí, lo que esperaba encontrarme allí, y lo que quería ver. Pero no lo que vi.
—¿Y que fue lo que vio usted? —preguntó Attilia.
—Que Dios me ampare, pero lo que vi fue el indicio de un verano. Una explosión de luz verdosa flotando alegremente sobre los árboles. Espoletas y pimpollos desgarraban el suelo y hacían estallar las ramas, y allí donde no veía verde veía amarillo y azul. Los colores eran intensos y las formas exquisitas. El verano que yo imaginaba, o que recordaba, se había desprendido del tiempo y había vencido al invierno.
»Antes de la guerra puede que hubiera visto algo tan sorprendente y hermoso como lo que vi aquel día desde el tren… Pero ya no más. Nunca jamás. Por vez primera había mirado la victoria desde el punto de vista de los vencidos y, como la victoria no era la mía propia y yo me sentía alejado de ella, por eso lo sentí todavía más.
Era la victoria de Dios, la victoria de la continuación del mundo. No iba a proporcionarme nada, no contribuiría ni un ápice a aumentar mi fortuna. Era amarga, y yo siempre estaría fuera, pero nunca había sentido un placer más profundo, nunca me había sentido más satisfecho, pues aunque apenas nada me quedara, el mundo estaba en todo su esplendor. Y yo no era el único… Un millar de hombres llevaban siete horas en el tren, pero en todo ese tiempo no creo que ninguno hubiese pronunciado ni una sola palabra.
»¿Estuvo usted en el ejército? —le preguntó Alessandro a Arturo.
Éste inclinó ligeramente la cabeza y parpadeó. Cuando volvió a levantarla puntualizó:
—Era armero en Trento.
—Entonces ya sabe lo afortunado que es al haber podido volver con su hijo.
Arturo pasó el brazo derecho en torno al cuello de Raffaello y lo atrajo hacia sí.
—Claro que lo sé —asintió—. Era un chiquillo cuando lo dejé, y temía que tuviera que crecer sin mí.
—¡Papá! ¡Papá! —exclamó Raffaello, ruborizándose mientras Arturo lo besaba.
—¿Por qué no se entregó usted a la Iglesia? —preguntó Arturo a Alessandro—. Con tales sentimientos, podía haber entrado en la Iglesia del mismo modo que se supone los hombres se entregan a Dios: no como jovencitos, que aprenden de memoria lo que un hombre no puede aprender hasta que se siente desgarrado por dentro.
—Yo no tengo carácter para eso. Por otra parte, sabía que no podía volver a lo que había hecho antes de la guerra, al menos durante un tiempo; al menos no como un acólito.
—¿Y a qué se dedicaba usted?
—Era un universitario de segunda fila. Escribía ensayos sobre música y pintura porque quería escuchar música y mirar cuadros, y porque necesitaba ganarme la vida. Era una tortura. Yo era demasiado joven para aproximarme a una obra de arte con algo más que vigor y alegría. Ahora, en cambio, podría escribir ensayos contemplativos. La guerra es la responsable de eso, aunque la guerra en sí no resulte estética. Vidas que se habían unido para alcanzar un dichoso final, se han truncado bruscamente. Hay personalidades que no han reaparecido donde, siguiendo los dictados de la estética, deberían haberlo hecho, pues los han matado. El equilibrio entre hombres y mujeres se ha destruido… El tiempo ha perdido su plenitud. La tranquilidad no existe. La falta de una estética fortalece a los extremistas, que describen la guerra incorrectamente, ya sea glorificándola o glorificando su horror, mientras que se halla en algún punto entre el puro horror y la pura gloria, con toques de ambas cosas.
»Ahora podría escribir ensayos contemplativos, pero no lo haré, porque no lo deseo.
—¿Y es usted ayudante de jardinero?
—Sí. Muchos asuntos prácticos absorben mi atención desde que regresé a Roma. Es complicado, pero se debe al hecho de que no tengo dinero. Excepto por unos pocos placeres que estúpidamente se contradicen a sí mismos, vivo como un monje.
»Trabajo en media docena de jardines en el Gianicolo, incluyendo el de la casa donde yo crecí. Mi padre vendió el jardín a la gente que vivía frente a nosotros. Mi hermana pensó que yo había muerto, y mientras me encontraba preso en Austria vendió la casa y se fue a América.
»Las cosas pueden recuperarse. La gente que adquirió la casa volvió a comprar el jardín. Ahora casa y jardín vuelven a estar juntos, y tres niños crecen allí como propietarios suyos.
»En otro tiempo fue mía y fui feliz allí. Mientras trabajo, veo a mi padre, a mi madre y a mi hermana una y otra vez. Los antiguos jardineros desaparecieron y nadie sabe que hubo un tiempo en que aquél era mi hogar. Tengo que ir con cuidado para no sentirme excesivamente propietario, pero a veces les digo a los nuevos dueños, con una seguridad que no pueden entender, el lugar exacto donde hay algo enterrado, o qué solía haber en determinado sitio, aunque ya no esté.
»Soy afortunado al tener algo que realmente quiero. Aunque el jardín ya no me pertenezca, sin embargo es hermoso, y puedo recordar. Ver cómo los retoños emergen de la tierra, cómo las ramas de los pinos que yo cuido con tanto esmero se mecen contra el cielo azul, y cómo los chiquillos de la casa crecen con la ilusión de que es suya, me produce una gran satisfacción.
—¿Y será así para siempre? —preguntó Arturo.
—No. Ni siquiera aquel sitio será siempre verde para mí, pero ahora es precisamente lo que necesito. Estoy satisfecho.
—Usted se casará y tendrá hijos —dijo Attilia—. Ya lo verá. Todo cambiara. El tiempo le ayudará, incluso más que el jardín.
No mucho después de su conversación en la playa, Alessandro y la familia Momigliano se encontraron juntos en una mesa del comedor del hotel. Era uno de esos días de otoño en que el verano vuelve con todos sus atributos excepto uno: la intensidad de la luz. Tales días poseen la cualidad de un hombre muy anciano que está en posesión de todas sus facultades y su vigor no ha disminuido, pero que está condenado únicamente por el paso del tiempo. Aunque hacía calor, la luminosidad iba decreciendo.
Pero esta merma de la luz es la culminación del apogeo junto al mar y una especie de recompensa por los esfuerzos del verano. En verano, las olas avanzan con dificultad, pero cuando la temperatura es alta y la luz otoñal, las olas son las dueñas de un silencioso desvanecimiento: su sonido al romper no es mayor que un suspiro.
Alessandro introdujo la cuchara en un cuenco de sopa de pollo y gnocchi casi tan dorado como la luz del exterior.
—Es buena esta sopa —comentó—. No le ponen demasiada sal. El motivo de que la gente sale excesivamente las sopas de pollo es que pretenden comer algo que virtualmente no existe, aunque la verdad de ese algo que apenas existe sea infinitamente más valiosa que una mentira que convierte a casi nada en gran cantidad de algo.
—¿Y qué me dice del pan con mantequilla? —preguntó Arturo—. ¿Pone usted mantequilla en el pan?
—No, desde mil novecientos quince.
—¿En el ejército? Nosotros lo untábamos siempre.
—Nosotros teníamos manteca, así que me acostumbré a comerlo solo.
En la galería había una mesa de hierro forjado, sobre la cual descansaba un fonógrafo. La base del aparato era de caoba rojiza, la parte metálica un plato de níquel brillante, y la trompa una especie de flor hecha con marfil, ébano y ámbar. Durante el almuerzo, un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, demasiado inquieto para permanecer sentado con su familia, se había dirigido a la galería y ponía en el gramófono, una y otra vez, la Séptima Sinfonía de Beethoven.
El sonido tenía una frágil cualidad que resultaba muy adecuada a la moribunda luz. Alessandro estaba pensando en esta similitud y en la habilidad de lo frágil para convertirse en fortaleza, cuando oyó un gran alboroto, y luego la aguja del fonógrafo deslizándose sobre el cilindro igual que un afilado sable sobre los tendones.
Alessandro se levantó de la mesa y Arturo lo siguió con la urgencia de sus pequeños pasos. En la galería, con los ojos llenos de lágrimas, el muchacho que se encargaba del fonógrafo miraba ceñudo a seis matones locales, apostados en la galería, la barandilla y el jardín, todo en posición de marcharse y listos para saltar, empuñando con fuerza unos palos y totalmente quietos, con la intención de desafiar a quien pudiera presentarse. Al ver que sólo acudían Alessandro y Arturo —este último con una servilleta en la mano—, los seis maleantes avanzaron un paso en dirección al hotel.
Tan pronto como Alessandro vio ese gesto comprendió que iba a seguir un complejo ritual en el que, mediante la voz, el ingenio, el movimiento y el control del miedo, tendrían que vencer él y Arturo, o los seis muchachos… Aunque no deseara participar en aquel juego.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó, y al oír su voz los otros dieron una palmada a sus palos.
—En Italia no escuchamos música alemana.
Resultaba casi imposible distinguirlos unos de otros, y la expresión de sus rostros decía que lamentaban haberse perdido la guerra, y que estaban dispuestos a compensarlo atormentando a cuanta más gente mejor.
—¿Nosotros tampoco? ¿Y por qué? —preguntó Alessandro, y Arturo se rió.
—¡Porque los austríacos matan a los italianos! —afirmó uno de ellos, con deliberada provocación.
—¿Y tú qué vas a saber de todo eso? —inquirió Alessandro—. Además, los italianos escuchan música italiana, y a pesar de ello matan a italianos, como ahora vais a comprobar.
—Exacto —gritó Arturo.
Entonces éste y Alessandro se lanzaron contra los seis muchachos, que se desplegaron en medio círculo y luego lo cerraron con palos, puños y algunas patadas, y durante los diez primeros segundos nadie respiró.
Alessandro recibió un golpe en el brazo que mantenía levantado, en una oreja y en el cráneo. El muchacho que le había atacado esperaba que Alessandro se retirara, pero éste lo aferró por los hombros y utilizó su propia cabeza como yunque sobre el cual batir la cara del muchacho.
Tres se habían abatido sobre Arturo, pateándole las costillas y golpeándole la cabeza con los palos, pero él mantenía los brazos levantados y consiguió liberarse. Aunque los otros estaban encima de él, atrapó a uno de sus atacantes y, con los dientes, empezó a desgarrar la carne de su presa. El muchacho, horrorizado, emitió tal alarido que los demás se apartaron y saltaron por encima de la barandilla, momento en que tanto Alessandro como Arturo salieron en su persecución. Cuando les alcanzaron, empezaron a pegarles en la nuca y a darles patadas en el trasero. Luego, en vez de ensañarse con ellos —algo que habrían podido hacer a la perfección— les permitieron escapar.
Alessandro sintió que un hilillo de sangre caliente le recorría el cuello. Sus ropas estaban rotas y ensangrentadas, y renqueaba. Arturo se hallaba en una situación muy parecida.
Cuando se detuvieron junto a la arena, envueltos por el rumor de las olas y el olor a mar, Arturo se volvió a Alessandro.
—¿Ha visto? —inquirió, jadeante y feliz—. Está usted vivo. Aún hay espíritu de lucha en usted. Y lo habrá hasta que se muera.
—Pero yo no quiero que sea así —replicó Alessandro.
—¿Por qué?
—La auténtica fuerza está en los que se han detenido para siempre, y yo quiero unirme a ellos.
—Dios del cielo. ¿Por qué?
—Porque los amo.
—¿Quiere usted decir como Hamlet saltando a la tumba?
—Sí.
—¡No puede hacer una cosa así! —gritó Arturo—. Estamos en el siglo veinte. Además, él volvió a saltar.
—Volvió a salir.
—De acuerdo, volvió a salir. Es preferible que su alma siga ardiendo. Porque quema, y cuando usted la exponga al aire arderá como el mismo sol. Incluso yo… Mi alma está ardiendo… ¡Yo, un simple contable!
Esa noche llegó una tormenta desde el mar y convirtió el aire en un campo de batalla tridimensional, donde los rayos saltaban enfurecidos y los truenos que el viento transportaba hacían estremecer el hotel como si alguien lo sacudiera por los hombros.
Desde un sillón de mimbre en la galería, Alessandro observó cómo el mar se levantaba y agitaba como un gato que luchara tendido de espaldas. Cada vez que estallaba un relámpago, revelaba una lucha masiva en la oscuridad, con la superficie del mar tan llena de cosas esparcidas y desordenadas como una llanura en la que dos ejércitos hubieran combatido durante días.
Con el sonido del viento le llegaban palabras sin sentido, y oía una música que sonaba como si procediera del fonógrafo de la galería, junto con el último movimiento del Tercer Brandenburgo, oscilando con incomparable esplendor, le llegó una especie de sordo latido que Alessandro no logró identificar, y que fue creciendo hasta retumbar por encima del avance de la música, como un eco de cañonazos entre montañas.
Cuando era joven, pensó, era capaz de trasladarse ante la presencia de Dios estrujando la afilada espina de la belleza, pero ahora no se atrevía.
Todo el cielo se consumía en un doloroso destello, y aunque no tardaría en producirse otro, sabía que transcurrirían aún unos minutos antes de que pudiera distinguir los imprecisos perfiles del mar y la playa. Si bien estaba sentado, tenía la sensación de permanecer tendido de espaldas, o cabeza abajo, dando vueltas en el espacio. Y aunque el estruendo de aquel sonido —muy parecido a los golpes de un timbal— estaba medido para el tempo insistente de los instrumentos de cuerda, los anulaba. Incluso al decrecer, luego volvía a recuperar fuerzas y se hacía cada vez más intenso, hasta que todo el mundo parecía estremecerse.
Alessandro se tensó para identificarlo y su rostro se torció con el esfuerzo para oír mejor; no su volumen, sino las características del sonido sin el volumen. Era como si viera claramente a un ejército acercándose, pero quisiera distinguir qué elementos lo integraban.
Entonces, de repente, por alguna razón que no logró identificar, comprendió que el sonido que parecía cabalgar por encima del estruendo, manteniendo el ritmo, sin titubear, eran los latidos de un corazón, y que le decían que, a pesar de lo que sabía y de todo lo que había llegado a pensar, aún no había perdido del todo a Ariane.
A la mañana siguiente, envueltos en una espesa niebla gris, docenas de personas deambulaban tristemente por los pasillos y las dependencias del hotel, logrando que pareciera una especie de institución mental. Paseando nervioso sobre las alfombras persas del color del rubí, Alessandro interpretaba el papel de un interno. No se había afeitado y había dormido tan sólo un par de horas, gastando gran cantidad de energía en sus sueños.
Cuando Arturo se reunió con él para almorzar, pensó que estaba enfermo.
—¿No ha dormido esta noche? —le preguntó, al tiempo que ambos se apresuraban en dirección al comedor, derribando casi a los ancianos que andaban apoyándose en su bastón.
—He dormido como una anguila. Apresúrese.
—¿Para qué? Lo único que haremos será aguardar mucho rato en la mesa antes de que nos sirvan el almuerzo.
—Si nos damos prisa, quizás ellos también se la den.
—¿Y eso qué importa? Aunque se levante la niebla, no será hasta media tarde. ¿Adónde piensa ir?
—No lo sé —contestó Alessandro—. Creo que voy a marcharme.
Antes de que Attilia y Raffaello regresaran de dar un paseo por el pinar invadido por la niebla, Alessandro jugueteó con los cubiertos, dando golpecitos en la loza y en el vaso de agua, haciendo equilibrios y molinetes con el cuchillo, y luego colocándoselo junto al oído como si vibrara, aunque no producía sonido alguno.
Arturo intentó atraer a Alessandro hacia asuntos más prácticos.
—¿A qué se refería cuando dijo que era más pobre que una rata, aunque tan sólo temporalmente? ¿Confía usted en las carreras o en la lotería?
—Yo no juego a la lotería —contestó Alessandro, distraídamente—. Toda mi suerte se agotó manteniéndome vivo durante la guerra. No me quedó para los números de lotería. Dentro de diez años, nueve desde ahora, recibiré algunos ingresos. Es algo complicado.
—Yo soy contable.
Alessandro se encogió de hombros.
—Mi padre era un modesto propietario: cuentas bancarias, algunas inversiones, una casa en el Gianicolo y una participación en el despacho del bufete. También poseía unos terrenos al final de Via Veneto.
»Tres veces me incluyó el ejército en sus listas, ya fuera como desaparecido, ya como muerto en acción, y eso después de que supuestamente me hubieran ejecutado por desertor. Mi hermana lo heredó todo, lo vendió todo excepto los terrenos y se trasladó a América.
»Dejó al cuidado de la firma de abogados de mi padre lo que quedaba y, para bien o para mal, éstos lo han invertido todo, incluyendo una fabulosa cantidad de dinero prestado, en la construcción de tres edificios en aquellos terrenos: un hotel, despachos, tiendas, apartamentos… Todos los ingresos se destinarán a la amortización del dinero prestado. En base a los alquileres, los cuales van a depender del desarrollo de la ciudad y de la economía en general, la amortización finalizará dentro de ocho o diez años.
»Por entonces, como propietario de la mitad del capital, yo tendré derecho a la mitad de los beneficios. —Alessandro tiró el cuchillo sobre la mesa—. Entonces yo ya tendré cuarenta años, y habré pasado los quince últimos de mi vida en la guerra y trabajando en cocinas, canteras y jardines.
—Pero en todo ese tiempo no habrá dejado de reflexionar.
—He reflexionado, sí. No he dejado de hacerlo.
—Es mejor tener una fuente de ingresos cuando se es mayor que cuando se es joven. A mediana edad es cuando uno necesita el dinero, y cuando lo aprecia.
—Yo nunca lo he apreciado. La vida me ha entrenado a vivir sin él. Yo no quiero dinero. Quiero mucho más. Quiero lo que muy raras veces ocurre. Quiero lo que la gente incluso teme imaginar.
—¿Y qué es eso?
—La resurrección, la redención, el amor.
—Perdone, Alessandro. Yo no soy instruido como usted, pero sí más viejo, y mi experiencia me dice que debería usted conformarse con menos, excepto en lo que respecta al amor.
En aquel instante, después de volver de la playa y con los cabellos salpicados de gotitas de agua que se habían desprendido de la niebla, Attilia y Raffaello entraron en el comedor. Farfullando a causa del resentimiento y de la insatisfacción, un camarero servía sopa de una enorme sopera blanca.
—Señora —se dirigió Alessandro a Attilia, en tono formal, como para compensar su aspecto desaliñado y su expresión demacrada—, ¿entiende usted de sueños? Mi madre era una experta.
—Para tales asuntos, su educación es apropiada y la mía inexistente —contestó Attilia.
—En una ocasión mi educación me permitió volar como un pájaro, pero ¿qué sucede cuando un pájaro tiene un ala rota?
—Cuéntemelo, pues.
—Anoche tan sólo dormí un par de horas, pero el sueño abarcaba semanas y meses. Yo estaba con mi familia en medio de una tormenta. Caía una especie de aguanieve y hacía mucho frío, y el viento casi nos tiraba al suelo. Luchábamos en medio de la oscuridad. Estábamos agonizando. A veces yo era el padre, otras el hijo. Cuando yo era el hijo me preocupaba por mis padres y no quería que murieran. Cuando yo era el padre, casi enloquecía al no poder salvar a mis hijos.
»También veía a la familia desde el exterior, y a veces yo era la niñera, la madre e incluso el viento. Pensaba que el niño estaba muerto en brazos de su madre. Delirando y estremeciéndonos, caímos a un lado de la carretera, pero allí tendidos no hacía más calor que permaneciendo de pie o tratando de seguir adelante.
»Luego todo se oscureció, sin un solo sonido. Ignoro cuánto tiempo pasó, pero cuando me desperté seguía nevando, y todos estábamos cubiertos de nieve. Divisamos una gran casa con luces en todas las ventanas y fuego encendido en el interior, y todos logramos ponernos de rodillas. “Seguro que allí nos ayudarán”, dijo mi padre, y me envió a llamar a la puerta.
»Ésta se abrió cuando llamé, pero no había nadie allí dentro. A pesar de que llamé, no obtuve respuesta. Aun así, entramos todos en el vestíbulo.
»La casa estaba bellamente iluminada, y pálidas sombras danzaban en los techos. Entramos en una sala donde un fuego ardía en la chimenea, como si lo hubieran encendido hacía tan sólo un cuarto de hora. Allí se estaba tan caliente, que nos quitamos los abrigos. La cocina desbordaba con todas las delicias que puedan ustedes imaginar, envueltas como si las hubieran traído de las tiendas más caras de Via Condotti. Sobre los divanes y los sillones habían extendido chales de la más pura lana, los libros se hallaban apilados sobre las mesas, y los juegos para niños amontonados en un rincón, todos completamente nuevos. “Deben de haber salido —comentó mi padre—. Quizás a buscar a sus invitados. Deberíamos esperarlos en el vestíbulo”. Y así lo hicimos. Mientras el fuego se consumía, dormimos toda la noche sobre la alfombra del vestíbulo, pero nadie se presentó.
»Desde el principio yo esperaba que volvieran los propietarios de aquella maravillosa casa, mientras observaba a mis padres y a mi hermana por el rabillo del ojo. Poco a poco fuimos tomando posesión. Comimos, atizamos el fuego, leímos y, finalmente, nos acostamos en las camas.
»Al principio íbamos con mucho cuidado para dejarlo todo en el sitio exacto. Nos sentábamos rígidamente sobre los divanes para que, en caso de que regresaran los dueños, pudiéramos levantarnos y arreglar los almohadones antes de pedir disculpas y dar explicaciones. Pero no tardamos en sentirnos más seguros, empezamos a dejar las cosas en sitios distintos, y cerramos con llave la puerta.
»Vivir allí era maravilloso. Mis padres estaban enamorados. Bromeaban. Mi hermana y yo jugábamos felices… Entonces nos miramos detenidamente unos a otros y vimos que nuestras caras tenían un color ceniciento, totalmente vacías del calor y los colores imperfectos que otorga la vida. Cuando comprendimos que habíamos muerto, el sueño se desvaneció en medio del más intenso horror que yo haya experimentado alguna vez… Y eso que he sido un soldado en el frente, o un prisionero, durante casi cuatro años.
—La mayoría de los sueños no suelen ser tan directos —comentó Attilia—. ¿Qué es lo que queda para interpretar? ¿No está lo bastante claro para usted? Pues resulta obvio, ¿no le parece? Todavía es usted capaz de sentir amor.
Cuando Alessandro dejó el hotel, lo hizo como si abandonara a los propietarios en el instante en que más le necesitaban. Ellos, sin embargo —y para ser más exactos la hija de ellos, que estaba en el mostrador cuando Alessandro partió—, no parecían necesitar que él los amparara. El verano había sido muy ajetreado y provechoso. Por lo general, en aquella época el hotel estaba ya vacío, y lo cierto era que los dueños ansiaban la tranquilidad del invierno.
Pero Alessandro se sentía culpable. La muchacha del mostrador no podía comprender por qué alababa el hotel como si fuera uno de los palacios de los lagos suizos, cuando, en el mejor de los casos, se trataba de un hotel apolillado. Cuando él le describió el establecimiento, e insistió en que no le devolviera el dinero de una semana que había pagado por anticipado, los ojos de la muchacha se abrieron asombrados. Casi podía sentir las tranquilas aguas del profundo lago abriéndose frías y lisas a cada lado de la silenciosa lancha que transportaba a los huéspedes. En el soleado claro del bosque de pinos donde se encontraba el hotel, hacía el frescor adecuado para permitir llevar cómodamente aquellos vestidos tan elegantes y elaborados. Y el servicio del que hablaba Alessandro sólo podía haberlo realizado toda una flota de cardenales o de nobles arruinados, no aquella flota de supersexuados macacos que el padre de ella atrapaba, un día sí y el otro también, espiando a través del ojo de las cerraduras.
—Lo siento profundamente —le dijo Alessandro.
—No se preocupe —contestó la muchacha—. Esperamos verle de nuevo el año que viene.
—Tenía pensado quedarme otra semana, pero he recibido una llamada urgente.
Al decir aquello pareció como si la tierra se abriera bajo sus pies, y la mentira bombeó con tal furia la sangre a su rostro que la muchacha del mostrador olvidó todo lo demás y lo contempló mientras él pasaba del color carmesí al púrpura.
—Sí —dijo ella—, es perfectamente comprensible. Le devolveremos la diferencia. Ésa es nuestra política.
—¡No! —exclamó él, con un aire enloquecido que bombeó aún más sangre a su rostro.
Las venas de su frente abultaron entonces de tal forma, que la muchacha pensó que se hallaba en presencia de un ataque cardíaco. Y entonces él se marchó.
Ella se había ofrecido para llamar un coche para que lo acompañara a la estación, pero Alessandro sólo llevaba su mochila y dijo que deseaba caminar, de modo que recorrió los diez kilómetros en medio de la niebla matutina que salía del Adriático. Oía voces entre la niebla. Ni siquiera a sí mismo podía explicar por qué se sentía tan melancólico, y tampoco se hallaba en disposición de identificar las voces, como el coro de una ópera, que en aquellos instantes —por culpa de haber oído demasiados disparos de fusil y estallidos de cañonazos— le resultaba difícil percibir, pero que parecían desvanecerse entre el sonido del oleaje o de una lluvia que cayera pesadamente sobre un lago.
Aunque tan sólo podía distinguir un poco de camino frente a sí, Alessandro pensó que éste era hermoso. Se trataba de un sendero estrecho y cubierto de arena, entre árboles encantadores que desplegaban sus ramas como si quisieran satisfacer al sol y al viento.
A pesar de saber que no era cierto, se sentía como si en Roma alguien lo aguardara. Quizá se debiera a que la magia de las ciudades reside en que éstas proporcionan la ilusión del amor y de la familia incluso a quienes carecen de ambos. Sus luces, el ajetreo de las calles, los edificios pegados unos a otros, su variedad y profundidad interminables, sirven para arrastrar hacia ellas a las personas solitarias e, independientemente de lo que ellas sepan, en el fondo de sus corazones siguen sintiendo que alguien las aguarda para abrazarlas con un cariño y una aceptación perfectos.
Aunque el nombre de Ariane no hubiese aparecido en ninguna lista, ni como muerta ni como desaparecida, o siquiera como que hubiese servido en el ejército, él la había buscado de ciudad en ciudad. Pero ella no había dejado ninguna huella. Las ciudades estaban desoladas, y su calor y su afabilidad eran pura ilusión, pero en cuanto el tren reducía velocidad al llegar a las afueras y empezaba a arrastrarse entre las fundiciones, chatarrerías y garajes que eran la escolta de los trenes al corazón de cada ciudad, Alessandro sentía renacer la esperanza y, como si fuera un vendedor, sus energías crecían a medida que ataba las correas de su mochila y se preparaba para recorrer las ajetreadas calles.
Eran las diez de la mañana cuando finalizó su caminata a la estación. En el cartel de horarios de trenes, el sábado estaba representado por dos breves columnas. El tren de Ancona a Roma saldría a las 11.32, el de Bolonia a Milán a las 13.45, y el de Rávena a Venecia a las 10.27.
Quería sentarse en la cantina y leer el periódico mientras tomaba un té y un cornetto, pero el quiosco y la taquilla de los billetes estaban cerrados. El pueblo, aunque visible en la ladera de la colina, se hallaba apartado, y la hosca mujer que atendía la cantina no estaba interesada en hacer té ni en explicarle por qué no tenía cornetti.
Se conformó con una sopa de tomate y unos bastoncitos de pan, y a no poder leer el periódico.
—¿Es que nadie viaja los sábados? —preguntó mientras pagaba la sopa.
—¿Y quién hay por aquí? Ya no estamos en verano. Todos duermen.
Alessandro se sentó ante una mesa frente a las puertas abiertas que daban al desierto andén. La niebla penetraba en la cantina donde en verano los turistas acudían para escapar del calor. La mujer desapareció, y Alessandro se quedó solo en la estación. Con su mochila en la silla como si fuera un compañero de viaje, los bastoncitos en la mano izquierda como una espiga de trigo y los pies dando golpecitos en el suelo de mármol, se tomó la sopa y escuchó el tictac del reloj.
Era un reloj de estación enormemente sonoro, cuyos tictaques llenaban todo el recinto. Cuando Alessandro lo miró marcaba las 10.26. Los tics y los tacs se sucedieron con estruendo al tiempo que observaba los saltitos del segundero por el perímetro del reloj, hasta que el minutero saltó a las 10.27. Entonces dejó la cuchara en la sopa y con una mano tanteó la mochila. Mientras la aguja segundera proseguía con su carrera de mantis religiosa, Alessandro oyó el ruido de una locomotora.
Un tren se detuvo en la estación. Resopló, suspiró y lanzó chispas. Unos hombres saltaron al suelo. Las puertas se abrieron. Las puertas se cerraron. Aunque aquél era el tren de Venecia, Alessandro se levantó, cogió su mochila y corrió hacia la plataforma.
Un revisor estaba allí de pie, mirando su reloj y con la mano en alto, a punto para indicar al maquinista, con un pitido y un hachazo de la mano, que podían partir. Cuando vio a Alessandro gritó:
—¡Vámonos!
Después de Rávena, en un marjal que se extendía hasta un horizonte completamente circular, el tren salió de la niebla a una cúpula de brillante azul donde cada color aparecía concentrado y luminoso, ya fuera el de los hierbajos, el de los centelleantes canales plateados que había entre ellos o las planas nubes aborregadas que flotaban por encima.
Los asientos junto a la ventanilla lucían ahora unas pequeñas placas en las que ponía que estaban reservados a los mutilados de guerra. Si la diferencia entre los mutilados y los que simplemente habían sido heridos consistía en que éstos podía recuperarse, Alessandro no estaba muy seguro de si estaba autorizado a sentarse allí. Si él estaba en un asiento de ventanilla, y se le acercaba un hombre al que le faltaba una pierna o un brazo, probablemente tendría que cederle el asiento. Pero ¿y si el hombre al que le faltaba una pierna o un brazo estaba satisfecho u orgulloso? ¿Y si era un criminal? ¿Tendría que cedérselo entonces? ¿Debería desnudarse para entrar en una guerra de cicatrices, o éstas perderían automáticamente ante un miembro amputado, o una placa en la cabeza? ¿Y cómo comparar una amputación a un ojo de cristal? ¿Se aplicaría a los ciegos, aquella reserva? ¿Para qué necesitaría un ciego sentarse junto a una ventanilla, como no fuera por la sensación del aire o del sol de la tarde en su rostro? Al principio Alessandro quiso creer que había subido al tren de Venecia porque aún le quedaba una semana de vacaciones, y a que de repente un tren convenientemente vacío estaba dispuesto a conducirlo a Venecia sin turistas, en una época que podía ser neblinosa o inimitablemente dorada. Aquello, de habérselo creído, habría sido una mentira inútil para suprimir un sueño.
Él no alargaba sus vacaciones. Éstas le tenían sin cuidado. En el ejército no las había tenido, y antes, como ensayista o estudioso de la pintura, no las había necesitado. Si iba a Venecia era porque, después de tantos años de bajada, pensaba que había indicios para subir.
—¿Dónde está su billete? —le preguntó el revisor—. Es la tercera vez que se lo repito. ¿Está usted sordo?
Alessandro saltó sorprendido y eso provocó que el revisor hiciera exactamente lo mismo.
—¿Mi billete?
—Sí, su billete. Esto es un tren y usted necesita un billete.
—¿Para dónde?
—¿Adónde quiere usted ir?
—A Venecia, pero no tengo billete. Tendré que comprarle uno.
—¿Cuántos años lleva ausente? —preguntó el revisor.
Alessandro reflexionó un momento.
—Unos cuatro.
Cuando el revisor se hubo marchado, Alessandro se metió el billete en el bolsillo y regresó a su posición ante la ventanilla, como un soldado que montara sobre el escalón de la mirilla de disparo y sintiera que el corazón le late a medida que se acerca al borde. El mar se curvaba hacia el noreste, donde se hallaba Venecia, y el tren se inclinaba suavemente a la derecha al tiempo que aceleraba hacia aquella prometedora dirección.
Alessandro llegó a Venecia lo bastante tarde para que, después de deambular desde la estación hasta el Ponte Del’Accademia, la oscuridad hubiera suavizado el cielo. La luna había aparecido ya, llena y gigantesca, como si fuera a chocar con las cúpulas de Santa Maria della Salute, pero logró pasar por encima y flotó por el aire luminoso, tan ingrávida como una melodía.
Los vaporcillos permanecían anclados en el canal de San Marcos, con guirnaldas de luces que les conferían un aspecto de ciudades encaladas o montañas de nieve iluminadas. El lánguido tráfico del canal quebraba la alfombra plateada que la luna había tendido y se deslizaba por ella a través de olas apenas audibles. Las gentes habían empezado a filtrarse a través de las callejuelas hasta las plazas, donde tomaban asiento en las terrazas del exterior después de cubrirse con algún suéter. El tiempo era perfecto, el aire claro y la ciudad desierta.
Alessandro encontró una pensión cerca del puente y dejó su mochila en el centro de una cama donde, según le dijo la dueña, se habían acostado cinco soldados a la vez, y hasta ocho turistas holandeses. Era tan grande, le explicó, que también la utilizaba para los huéspedes borrachos, ya que, una vez se encontraban en el centro, era casi imposible que llegaran a caerse.
Volvió a salir al aire libre y se dirigió a un café que había en un jardín, detrás de una verja de hierro forjado. Aunque no tenía hambre, empezaba a sentirse mareado y se obligó a comer a fin de coger fuerzas por lo que pudiera avecinarse.
La comida que encargó era muy sencilla: pescado al vino blanco, pan, ensalada y agua mineral. Cuando el camarero le trajo el pan, Alessandro se sintió débil y con fiebre. Cuando pagó la cuenta, el corazón le latía con fuerza en el pecho, jadeaba, sudaba y unos agudos dolores le recorrían todo el cuerpo, sin olvidar ni un solo rincón.
Regresar andando a la pensión le resultaba tan difícil, que desesperó al creer que había tomado una callejuela equivocada y que tendría que retroceder sobre sus pasos. La dueña no estaba en la entrada. Encontró su habitación, abrió la puerta y se arrastró hasta la enorme cama.
Había abierto la ventana y la luna, ahora tan fría y blanca como lo era en invierno, desprendió tal brillo, que a Alessandro le dolieron los ojos. Todo le hacía daño en los ojos. No se atrevía a gemir por miedo a que si le oían le obligaran a ingresar en un hospital, así que respiraba dolorido pero sin emitir sonido alguno. En cambio, hablaba con sus manos, dando manotazos en el aire o apretando los puños, y descubriendo que tal lenguaje era perfectamente adecuado a su propósito, o quizás incluso superior. El movimiento le aliviaba más que si gemía, aunque la dueña pudiera sospechar, por el traqueteo de la cama, que había traído a una mujer a la habitación y al día siguiente pretendiera cobrarle el doble.
Fuera lo que fuese que le recorría el cuerpo, tanto si se trataba de una intoxicación provocada por algo que había comido, una infección que le hubiese contagiado alguno de los inválidos del centro de veraneo o cualquier otra cosa, era de efectos rápidos, pertinaces y progresivos. Al cabo de pocas horas, la luna había cruzado ya la ventana de la habitación y lanzaba descargas de fría luz sobre los edificios del otro lado del canal.
La idea de morir solo, en una cama que había aguantado a ocho holandeses, lo enfurecía y lo entristecía al mismo tiempo. Después de tantos años de ir a gran velocidad sobre la grupa de caballos peligrosos, después de tantos años de escalar precipicios y salientes por encima de las nubes, después de que tantas bayonetas, bombas y balas de ametralladora se hubieran desviado maravillosamente al llegar a su lado, le iba a vencer un microbio que acabaría con él en un hotel barato. Aquella mujer lo encontraría por la mañana, ni un alma acudiría a su entierro, y lo enterrarían lejos de sus padres, en una tumba anónima sobre el suelo húmedo y en descomposición de una isla en la laguna.
Ya no le quedaba espíritu de lucha. Cogió la Mochila e inclinó la cabeza sobre ella como si fuera un ser amado. Acarició una de las correas de cuero de la mochila como si se tratara de la mano cálida y delicada de Ariane y contempló la luz de luna que blanqueaba la empalizada de piedra al otro lado del canal. A lo lejos, de forma confusa y suave, se oía la voz clara y encantadora de una mujer entonando una bella aria, y Alessandro pensó que iba a morir mientras la escuchaba.
¿Quién era aquel que había llegado media hora antes de cerrar y que había subido lentamente las escaleras, sin hacer caso de los cuadros? Todos los guardianes de los museos del mundo sentían que los nervios se les ponían en el estómago cuando los tipos como aquél entraban en sus recintos, pues hombres como aquél, de ojos opacos y barba sin afeitar, eran los que se sacaban una navaja de la chaqueta y destruían las obras más próximas al espíritu del hombre. Aquéllos eran los que utilizaban un martillo de punta roma para arrancar la nariz a las Madonnas de mármol. Destruían los cuadros porque en cada gran pintura percibían el sombrío reflejo de Dios, se consideraban a sí mismos como dueños de la verdad, y se irritaban al contemplarlo porque carecían de ello.
Un guardián del museo que parecía, en el mejor de los casos, una especie de ferroviario francés —de muy baja estatura, cabello lacio, salud desmejorada y abuso del alcohol— siguió a Alessandro a través el piso finamente abrillantado, con pasos recelosos y lleno de temor a que sonaran como las cabriolas de un perro al que no le hubieran cortado las uñas.
Alessandro dio media vuelta y se lo quedó mirando.
—¿Acaso pretende morderme el trasero? —inquirió, levantando la voz.
La boca del guardián se tensó, sacando fuera toda su rabia.
—Esto es un museo —espetó.
—Ya sé que es un museo —replicó Alessandro.
—Eso es todo cuanto quería decirle.
Alessandro dio media vuelta y pasó de sala en sala a través de los amplios portales, hasta que llegó ante el cuadro de Giorgione.
—Éste es La tempestad —le informó el guardián, que se había detenido a sus espaldas.
—Ya lo veo —dijo Alessandro.
—Es muy hermoso, y nadie sabe qué significa.
—¿Y usted qué cree que significa? —preguntó Alessandro.
—Pues que está a punto de llover, y ese tipo se pregunta por qué la mujer va a tomar un baño.
—Es probable que así sea.
—Dicen que nadie nunca lo sabrá con seguridad.
—Podría haber sido la historia de mi vida —comentó Alessandro, con el tipo de afecto que uno siente por los vencidos que han estado tan cerca de la victoria, que hubieran podido besarla—. Yo era un soldado, y el mundo sufría los impactos de una tormenta mientras ella se encontraba bajo un dosel de luz, inmaculada, con el bebé entre sus brazos.
—¿Participó usted en la contienda? Entonces pudo ser así —asintió el guardián, de repente convencido que Alessandro no era de los que acuchillaban cuadros, sino uno de tantos soldados desdichados que llenaban las calles de la ciudad, con el corazón y la mente perdidos en los recuerdos de la guerra—. Uno encuentra una mujer, se casan, chaca, chaca, chaca, y se tiene una criatura.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué?
—Créame.
—Está bien, le creo.
Alessandro podía percibir los altos vientos al acercarse, y oír el golpeteo de las hojas que se estremecían y se balanceaban. A medida que la lluvia se aproximaba, la luz parecía a la vez tranquila y amenazadora. El soldado conservaba la calma porque había pasado ya por muchas tormentas y la mujer permanecía serena porque mantenía contra su pecho la realidad de toda la historia y al agente de su infatigable energía. Entre ambos flotaba la chispa de un relámpago, que los unía y consagraba.
—A veces la gente viene y se queda mirando este cuadro durante mucho rato —explicó el guardián—. Incluso hay quienes lloran.
Después de una pausa en la que algo pareció materializarse rápidamente, Alessandro preguntó:
—¿Qué clase de gente? ¿Soldados?
—Bueno, soldados no.
Sin cambiar la posición de los pies, Alessandro efectuó un cuarto de giro hacia el guardián.
—¿Quiénes?
—Todo tipo de gente.
—¿Y qué más?
—¿Qué quiere usted? ¿Qué le dé nombres? —preguntó el guardián.
—Hábleme de esa gente.
—¿Por qué?
—Yo soy uno de ellos, ¿no? Quiero saber qué clase de gente es.
—Ya es casi la hora de cerrar.
—¿Estará usted aquí mañana?
—Estaré aquí, pero mañana no podré decirle nada que no pueda decirle ahora.
—Entonces, dígamelo.
—¡Oh! ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que se los describa?
—Sí, descríbamelos.
—De acuerdo… Hubo un caballero, unos diez años más que usted…
—Pase al siguiente.
—¡Pero si no le he contado nada!
—No me interesa ése. Prosiga.
El guardián lo observó con una expresión que indicaba que había vuelto a su idea original respecto a la salud mental de Alessandro.
—Hubo otro individuo… —empezó a decir.
—Tampoco estoy interesado en él.
—Esto es absurdo —exclamó el guardián.
—Continúe.
—Supongo que tampoco estará interesado en la anciana…
—No.
—… que perdió a su marido.
—No.
—O en la mujer… que vino… con un niño pequeño…
Alessandro no lo interrumpió. Acostumbrado a que no le dejara terminar, el guardián hizo eco de sus propias palabras:
—Con un niño pequeño. —Después de un largo silencio, prosiguió—: Se quedó delante del cuadro y lloró.
Asaltado por una descarga eléctrica que le recorría la espalda y que viajaba por el sendero de sus extremidades inferiores, Alessandro preguntó en voz baja:
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace algún tiempo. Durante la primavera. Aún llovía y hacía bastante frío. Yo llevaba traje de lana y tomaba sopa para almorzar, pues hacía mucho frío.
—Si recuerda usted eso —murmuró Alessandro, con cautela—, entonces quizá posea una extraordinaria memoria para los detalles…
—No tan extraordinaria —replicó el guardián, ufano—, pero, ya sabe. Uno está todo el día mirando los cuadros y, a menos que sea un estúpido, aprende a distinguir las cosas. Y las recuerda.
—¿Cómo era ella? —preguntó Alessandro.
—Era muy bonita.
—¿De qué color tenía el pelo?
—Rubio, aunque era italiana.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque hablaba italiano —contestó el guardián, legítimamente orgulloso de haberlo recordado—. También hablaba en francés al niño. Era muy educada, de esas que hablan en francés a sus hijos.
—¿De qué color tenía los ojos?
—No lo recuerdo. Nunca recuerdo el color de los ojos de la gente.
—¿Cómo iba vestida?
—Eso tampoco lo sé, pero mi esposa podría decírselo. Ella recuerda vestidos de hace cuarenta años.
—¿Su esposa la vio?
—No, no. Me refiero a si la hubiera visto.
—¿Y usted tan sólo la vio una vez?
—Una, que yo sepa. Aunque eso no significa que no estuviera aquí en más de una ocasión.
—¿Qué más sabe de ella?
—Nada. El niño se portó muy bien. No lloró en ningún momento.
—¿Qué más?
—Nada. Eso es todo.
—¡Recuerde!
—No puedo.
—Cierre los ojos.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Está bien, pero si usted se va allí —dijo el guardián, señalando el centro de la sala.
Alessandro se dirigió obedientemente hasta el centro.
—¡Cerramos! ¡Cerramos! ¡Cerramos! —avisaban los guardianes, mientras el de Alessandro mantenía los ojos cerrados.
Alessandro rezó con todas sus fuerzas para que supiera lo que él estaba implorando.
—¡Ya lo tengo! —exclamó el guardián, con los ojos aún cerrados.
—¿Qué es lo que tiene?
—Me he acordado de algo —aseguró mientras abría los ojos—. De otra cosa más. Llevaba al crío en la cadera con una especie de faja. Los cochecitos para bebés no son muy prácticos en Venecia. Cuando se va con una criatura, hay que acarrear muchas cosas. Ella llevaba todo cuanto necesitaba en una bolsa de lona, de esas que regalan a los turistas que hacen una excursión de un día completo al Lido. En esas bolsas suelen llevar el almuerzo, algún libro y los trajes de baño. En verano se las puede ver por todas partes.
—¿Y eso de qué me sirve?
—Esas bolsas acostumbran llevar grabado el nombre del hotel —dijo el guardián, sonriendo.
—¿Y usted lo recuerda?
—En efecto. ¿Y sabe usted por qué? Se lo voy a decir. Se trata de un pequeño hotel cerca del Campo Santa Margherita. Lo conozco porque antes yo vivía allí cerca, y pasaba por delante cada día al venir a trabajar. Era del hotel Magenta. Eso es lo que ponía en la bolsa: Magenta… Estaba seguro de que había algo más.
—¡Cerramos! ¡Cerramos! —insistieron los otros guardianes, y sus gritos formaron eco por las galerías.
El guardián que estaba con Alessandro comprobó su reloj.
—Es cierto —dijo—. Ha llegado la hora de volver a casa. Despídase de ese cuadro, porque ya es hora de regresar a casa.
Alessandro se apoyaba contra una verja de hierro forjado, entremezclada con las suaves espirales de las jóvenes enredaderas. Al otro lado de la calle estaba el hotel Magenta, que se veía casi vacío, a pesar de que hacía un tiempo de principios de otoño. Con la regularidad de un metrónomo, un empleado con una pobre imitación de un uniforme de almirante británico aparecía y desaparecía detrás del mostrar. Alessandro le veía fluctuar en silencio entre las brillantes lámparas de bronce pulimentado.
El hotel, aunque pequeño y no muy conocido, era elegante. El único indicio de color magenta era la especie de banda en ese color que cruzaba la esquina superior izquierda de un menú, el cual se exhibía dentro de una caja de cristal iluminada, que colgaba de la verja frente a donde se encontraba Alessandro.
Tenía pensado quedarse en el hotel, en vez de limitarse a interrogar al personal, que no recordaría nada a menos que se hallara en el estado de ánimo adecuado. Pero no estaba seguro de lo que debía preguntar exactamente, o por quién debía preguntar. Había muchas mujeres que llevaban consigo a sus hijos y que hablaban francés. ¿Qué tendría eso que ver con él? ¿Y si estaba equivocado desde el primer momento, y la mujer que había visto en el piso superior de la clínica no era Ariane, sino alguien que se le parecía mucho? ¿O si en el instante en que había levantado la vista hacia los aviones atacantes el tiempo se hubiese alargado, como solía suceder durante los combates, y ella simplemente hubiese salido por la parte trasera momentos antes de que el edificio se desmoronara?
¿Y la criatura? El niño podía ser suyo. Entonces, ¿por qué ella no le había buscado? La pregunta era fácil de responder, si se pensaba en cuántas veces habían publicado la noticia de su muerte.
Igual que el empleado a quien vigilaba, Alessandro fluctuaba de un lado para el otro. La esperanza brillaba y él se estremecía con la intensidad apropiada a la presencia o a la intuición de algún milagro.
Pero cuando creía que se estaba engañando a sí mismo, su mente se hundía y se retiraba a un estado de ánimo totalmente distinto al que lo había precedido, sintiéndose abrumado y dominado por una resistencia inexplicable.
Sería mucho más saludable, menos doloroso y más barato regresar a Roma. Si empezaba poco a poco a trabajar y se adaptaba gradualmente a la vida burguesa dando clases y escribiendo hasta que ganara dinero, el tiempo podría convertirlo en un hombre distinto.
Sin embargo, sabía que el tiempo tan sólo despojaba y desvelaba, y él nunca se había enfrentado a un asunto importante como no fuera cuestionándolo todo. Mientras seguía en aquella calle que poco a poco se quedaba en penumbras, reconoció una de las constantes de su vida. Si había aprendido con gran rapidez —no únicamente debido a su dedicación al estudio, sino a alguna especie de cualidad natural—, era para penetrar de modo tan completo en un cuadro o una canción que le permitiera cruzar todo un mundo de desgarradora belleza y allí recibir, mientras flotaba por los aires, la profunda, absoluta e instantánea confirmación de las esperanzas y deseos que en la vida cotidiana son sólo materia de especulación y de debate.
Sin embargo, durante la guerra todo eso había cambiado, y a gran velocidad. A veces, después de estallar una bomba, la sangre y los miembros se elevaban por encima de los soldados, los cuales se sentían demasiado aturdidos para moverse y se quedaban como si les hubiese sorprendido un repentino aguacero. En tales momentos, Alessandro se avergonzaba de la vida en la cual le habían enseñado a confiar y esperar.
Aquel debate entre la alternancia de sus estados de fe no se solucionaría hasta que fuera capaz de dictaminar un resultado y, al igual que la oscuridad y la luz, su convicción no se prolongaba al anochecer ni al amanecer. ¿Por qué tenía que hacerlo…? La respuesta no residía en el compromiso, sino en una cosa o en la otra.
—He estado caminando a lo largo del Brenta —le comentó al recepcionista—. Necesito una buena cena, una habitación con baño y un lavado de ropa.
El empleado le informó del precio de la habitación. Era excesivo.
—¿Tiene balcón?
—No. La de encima sí tiene, y un baño mucho más grande… Sin embargo, cuesta casi el doble.
—Démela —le ordenó Alessandro, escribiendo rápidamente su nombre en la ficha de registro, y dio al sorprendido empleado una propina que suponía una semana de su propio salario.
—Ten —dijo Alessandro al llegar a su habitación, y entregó al asombrado botones otra semana de su salario.
Durante la cena se mostró especialmente generoso, pero no formuló ni una sola pregunta. Confiaba en que por la mañana, cuando se hubiera extendido el rumor de su generosidad, ni una sola persona en el hotel dudaría en proporcionarle la respuesta a cualquier pregunta que él quisiera formular.
Intentó evitarlo, pero esa noche, en una habitación con balcón en el hotel Magenta, en una cama con gruesas y planchadas sábanas blancas, que resultaban frías al tacto, permaneció acostado pensando en Ariane como si estuviese viva.
Durante el desayuno, Alessandro tuvo dos camareros y el jefe de cocineros salió de la cocina para verlo. Hizo circular todavía más dinero, no como si fuera rico, sino un loco. Cada vez que ponía un billete en manos de alguien no pensaba en él como un posible par de zapatos, una pluma estilográfica o una suscripción para dos años de la que tendría que sacrificarse, sino como una suma insignificante que colocaba sobre una apuesta cuyos beneficios podían ser inmensurables, aunque dudara de que sucediera así. Uno no podía forzar los acontecimientos según su propia voluntad, se decía. No podía esperar resucitar a los muertos atacando a la estructura salarial de un pequeño hotel. Y tampoco podía hacer milagros subiendo a un tren que no debía.
Mientras se demoraba con el desayuno, pensó en las muchas veces que había visto a los muertos saltar de un tranvía o cruzar apresuradamente una calle. Había reconocido sus rostros, sus ropas, su porte, e incluso después de que protestaran porque los estaba mirando como si hubieran salido de la tumba, seguía pensando que los había visto y se sentía como seguramente se sentían las pastorcillas al ver a la Virgen sobre las fragantes y rocosas laderas de la montaña.
Su padre había aparecido en las trincheras, a su lado, vestido con el uniforme de comandante y, aunque no había reconocido a su hijo, era él. Otros también se le habían presentado, al menos momentáneamente, tal vez porque él lo deseaba. Los sudarios son muy livianos, y cuando se extienden sobre un cadáver el aire de la habitación puede agitarlos lo suficientemente para que alguien abatido por la pena piense que la persona por la cual llora está viva y respira. Llama a las enfermeras. Llama a los médicos. Algo sorprendente se ha producido. ¡Él está vivo! Sólo tú creías que estaba muerto. Incluso cuando le retiran el sudario, el pecho parece subir y bajar con suavidad. Algo ha estado aguardando mucho tiempo para que la persona que respira se despierte, en unos instantes más dramáticos que la caída de un imperio.
—¿Podría usted orientarme respecto a una mujer que se hospedó aquí, a comienzos de este año? —preguntó Alessandro al recepcionista, que había vuelto a ocupar su puesto.
—Desde luego. ¿Cómo se llamaba?
Alessandro se lo dijo.
—La acompañaba un niño pequeño.
El recepcionista revisó su libro de registro, pasando rápidamente las páginas.
—No —dijo—. Esta persona no aparece, desde primeros de año hasta ahora.
—¿Tiene usted alguna anotación que indique las mujeres que vienen con algún niño? ¿Está diseñado su registro para ver…?
—Sí —contestó el recepcionista, haciendo girar el libro sobre sí mismo—. Aquí diría «y niño» u «ocupado por» tal y tal, «hijo» o «hija» cuando los niños ya son mayores.
Alessandro pasó media hora con el libro de registros. Incluso buscó a Ariane bajo su propio nombre, por si ella se había registrado así. No encontró nada. Sólo en dos ocasiones se habían registrado mujeres con niños. Eran inglesas. Tal vez fueran viudas de guerra, o que iban al este a reunirse con sus maridos. En verano e invierno los británicos viajaban a menudo a Venecia porque el Adriático estaba más resguardado de las tormentas que el Tirreno.
—¿Está seguro de que todo el mundo que se hospeda aquí aparece registrado en este libro?
—Así lo ordena la ley.
Alessandro volvió a darle una propina y regresó a su habitación. Empezaba a quedarse dormido, pero antes alcanzó a soñar que saltaba de la cama y salía apresuradamente de la habitación. El largo pasillo estaba alfombrado en rojo y oro, y recorrió este sendero hasta que llegó a las escaleras. Entonces apresuró aún más el paso, recorriendo los pasillos mientras intentaba encontrar a la camarera.
En el tercer piso vio un carrito del que sobresalían las escobas con el palo hacia arriba, como trompas de narciso, y se quedó sin aliento, lo mismo que si hubiera descubierto el Carro de Ur.
—¡Me olvidé de darle propina! —le gritó a una anciana, quien, asustada, se apretó el corazón.
Alessandro contó desesperadamente unos billetes del fajo que llevaba y, como si estuviera sobornando al verdugo, se negó a detenerse.
Cuando la mujer recibió un mes de su salario, le dio las gracias de forma tan efusiva que él no pudo intercalar ni una sola palabra. Entonces se puso un índice sobre los labios y gritó:
—¡Señora!
Y cuando ella se calló, Alessandro pudo interrogarla. Aunque se había metido el dinero en uno de los bolsillos y había abrochado la presilla, sin duda temió que Alessandro quisiera que se lo devolviese, pues no pudo decirle lo que él deseaba saber. Se mostró afligida cuando le habló de las dos inglesas y de sus hijos, pues ninguna de las dos hablaba italiano ni francés, y una tenía un muchachito de unos ocho años, mientras la otra tenía dos niñas ya adolescentes.
—¿No hubo ninguna otra? ¿Un niño, con una madre rubia?
—No —contestó la camarera—. Lo siento, pero no.
Alessandro abrió de par en par las ventanas de su habitación y la brisa marina, filtrándose entre varias filas de edificios y las copas de los árboles, llegó procedente del Adriático. Al principio, la franja de mar que asomaba por encima de los árboles era azul, pero a medida que la tarde iba transcurriendo se volvía de un color gris perla, moteado por la agonizante luz solar. El aire era fresco y transparente cuando Alessandro se quedó dormido, cubierto con la gruesa colcha. Siempre que se quedaba dormido durante el día, ardía como si tuviera fiebre. Al anochecer, el mar y el cielo mostraron un color azul verdoso que no permitía distinguirlos claramente. Pensó que estaba soñando y tuvo que salpicarse con agua la cara varias veces antes de obtener la seguridad de que estaba lo bastante despierto para bajar a cenar.
Debido tal vez a que un barco había amarrado en los muelles, o a que una excursión tenía reservado el hotel, el comedor estaba completamente lleno, con al menos un centenar de personas que le daban el aspecto ruidoso, caluroso y como de colmena de los establecimientos de comidas cuando están a tope. El ruido de metal golpeando porcelana, porcelana contra porcelana, y de nuevo metal contra metal, parecía no interrumpirse en ningún momento. Tampoco la puerta giratoria de la cocina paraba de oscilar, lo mismo que una válvula en el corazón.
A pesar de que lo intentaban, los camareros no podían mostrarse tan atentos como les hubiera gustado. Alessandro consiguió su sopa, su pan, su bistec y su ensalada, y una botella de agua mineral sólo cuando la reclamó. Comió rápidamente, observando las mujeres con sus sombreros a la nueva moda, y una mesa donde una familia de cinco miembros comió sin pronunciar palabra, para luego levantarse de sus sillas y alejarse en direcciones distintas.
Se marcharía al día siguiente por la mañana. Le quedaba dinero suficiente para un billete de tercera clase hasta Roma.
En Roma las hierbas crecían incluso en enero y los campos de trigo brotaban, aunque lentamente, en diciembre y febrero. Sin los impedimentos del frío o de la lluvia, un brillante día podía brotar entre los restos de un otoño dorado. Los jardineros podaban y recortaban, nivelaban los setos, rastrillaban las hojas, perseguían a los gatos y, si el tiempo era lo bastante seco, encendían hogueras con las ramas y los tallos muertos; el humo blanco se elevaba por toda la ciudad. Dado que la hierba y los árboles no estaban secos, como en agosto, los jardineros nunca temían abandonar esos fuegos cuando llegaba la hora de regresar a sus casas, y las hogueras, o lo que quedaba de ellas, resplandecían en la noche como linternas hechas con calabazas, chirriando al sentir que las abandonaban.
Cuando los otros jardineros se marchaban a sus casas, Alessandro solía acuclillarse y tender las palmas de las manos hacia las cenizas y las brasas, escuchando al viento que silbaba a través de la muralla Aureliana, los huertos y los pinos, que susurraban como las olas. Cuando se quedaba esa hora de más en la oscuridad, nadie lo veía, pues todo el mundo se encontraba en el interior de sus hogares, donde las luces brillaban.
A menudo cenaba en la cafetería de los empleados del ferrocarril, en donde lo consideraban uno de los suyos. Aunque estaba abierta a todo el mundo, los que no estaban en su papel se sentían incómodos allí dentro. A Alessandro no le gustaba comer en casa, ni siquiera para desayunar. Cuando uno se acuesta solo y se levanta solo, el sonido de una cucharilla en una taza de porcelana, a primera hora de la mañana, puede resultar tan desagradable como el ruido de un tren de mercancías cruzando en diagonal la terminal de trenes, con deliberada lentitud, chirriando cada vez que roza con un cambio de agujas.
Una noche de diciembre acudió allí bastante tarde y comió pollo frío, sopa, un huevo duro y ensalada. No había leído el periódico y no se sentía cualificado para unirse a las continuas discusiones sobre comunismo, leninismo, socialismo, capitalismo, fascismo y sindicalismo. En todo caso, los que protagonizaban la polémica eran gentes con las que se había encontrado durante toda su vida, las cuales pensaban que el arte era algo que debían olvidar y consideraban la política la base de la pasión y de las emociones. Aunque Alessandro era muy versado en teoría política y podía llegar fácilmente al núcleo de cualquier cuestión intelectual, a todos aquellos que intentaban discutir con él sobre teoría y revolución les decía que no estaba cualificado para hablar de aquellos temas, que prefería podar y quemar las ramas. Prefería ver brotar el capullo de una flor sobre un corto tallo surgiendo del suelo, que hablar acerca de cómo rehacer el mundo.
—Yo soy un hombre sencillo —solía decir.
Pero, a medida que iba comiendo, no le quedaba más remedio que escuchar a algunos fascistas que habían llegado de Milán. Uno de ellos, un auténtico fanático, desplegaba un gran magnetismo, dando muestras a la vez de una increíble insignificancia y una especie de falsa grandeza. Muchos de los ferroviarios habían dejado de comer mientras él hablaba, lo cual significaba que algo importante estaba ocurriendo. Alessandro temía que los fascistas coquetearan con la izquierda; que, en vez de destruirse mutuamente, se confabularan. Sin embargo, no creía que esto pudiera suceder al menos hasta al cabo de cinco o diez años, pues el país estaba demasiado agotado. Sin duda el fanático, que era tan ridículo como dominante, no podría llegar a ninguna parte.
Por lo general, Alessandro siempre llegaba tarde a casa. Su habitación era tan austera que servía tan sólo para dormir, pero cada mañana el mundo empezaba de nuevo. Él siempre salía temprano, antes que nadie —exceptuando los panaderos y los repartidores de periódicos—, pues lo que lo mantenía con vida eran el aire y el cielo, y él lo sabía.
Una noche, al llegar a casa, encendió la lámpara y ajustó la mecha hasta que la luz fue tan metálica como el sol en la India del sur. Ya casi se había quitado la chaqueta cuando vio la carta que habían deslizado por debajo de la puerta. Volvió a ponerse la chaqueta y se quedó mirando el sobre. Él nunca recibía cartas. Sus asuntos financieros, tal como estaban, los manejaba la antigua firma de su padre. Si todo funcionaba como esperaba, iba a transferir algunos a Arturo, pero de momento utilizaba la dirección de la firma de abogados para todo lo relacionado con esos temas. Él no recibía ningún otro tipo de correspondencia, dado que ya no conocía a nadie.
Había escrito a Ariane, pero inició su primera carta con la convicción de que ella había muerto, lo cual convirtió tales cartas en simples soliloquios. Lógicamente, no las había echado al correo. De haberlo hecho no habría sabido qué dirección poner y si se la hubiera inventado no habrían llegado a su destino, ni nadie las habría contestado.
Se detuvo a recoger el sobre y regresó junto a la lámpara. La carta procedía de Venecia, con el membrete del hotel Magenta. Pasó rápidamente por el párrafo de los saludos y por cuatro o cinco formalidades redactadas con mano inexperta. Luego leyó con extrema atención:
No le he escrito hasta ahora porque la hija de mi hermana Gisella recibió la confirmación en diciembre y tuve que hacer algo para ella, ya que trabajo la madera. Le construí un vapor transatlántico con lucecitas eléctricas que brillan a través de los portones, y ella lo tiene en su dormitorio y lo mira antes de dormirse.
María me dijo que usted preguntó por ciertas personas. También otros me comentaron lo mismo. Yo soy camarero y no estaba trabajando cuando estuvo usted aquí. La primavera pasada, una madre y un niño pequeño, de unos dos años, comieron varias veces en nuestro restaurante. Probablemente no los recordaría si no fuera porque me encantan los niños, y aquél era muy hermoso, como su madre, y tenía un barquito, un velero de madera. Me fijé en ello porque desde que estuve con la armada en Libia, o frente a Libia, no lo sé, me he dedicado a hacer barquitos de madera.
Era una de esas goletas de regatas que los críos intentan hacer navegar en las fuentes, pero que no están bien aparejadas para que puedan navegar de verdad. ¡Hay que asegurarse de que hay algún palo cerca, a fin de poderlas recuperar! Bueno, he pensado que a usted le gustaría saberlo. Estuvieron aquí. Aunque no fueran huéspedes del hotel, le regalé a la madre una bolsa para que llevaran la goleta: una bolsa de merienda que tenemos en la cocina, y en la que encajaba perfectamente el barquito. Cuando vi que éste encajaba en ella a la perfección le dije que se la quedara, y ella se la quedó. La mujer era romana. Me contó que su marido había muerto en la guerra, pero que no había podido conseguir la pensión y que vivía con una prima o una hermana, o alguien por el estilo.
El niño acostumbra ir a Villa Borghese para hacer navegar su barquito. Lo cogí en brazos y lo besé, y la madre se sintió tan conmovida, que me recordó el tiempo en que mi propio hijo era muy pequeño. Creo que vinieron dos veces, y nunca regresaron. Si vuelven alguna vez, les hablaré de usted. Liemos puesto una nota junto a su nombre en el libro de registros, por si se nos olvidara.
Sinceramente suyo,
Roberto Genzano
Durante el invierno de 1920-1921, Alessandro acudió a la fuente de Villa Borghese, donde en verano los niños intentaban hacer navegar sus barcos sin que soplara la brisa, y veían cómo éstos se inmovilizaban lejos de su alcance. Excepto por las hojas del tamaño de una moneda que las ráfagas de viento acumulaban a su alrededor, la fuente estaba vacía. En primavera, un hombre como Alessandro, alguien que había estado en la intemperie casi todo el invierno y conocía las inclemencias del frío, del viento, de la lluvia y de la oscuridad, pasaría un par de horas limpiando el estanque. Daría lustre a las grisáceas espitas, limpiaría los desagües y daría vuelta a la válvula que abriría las tuberías a un centelleante chorro de agua. Ésta se derramaría fuera y salpicaría contra el suelo, alisándolo todo, y luego subiría hasta ocupar varios centímetros de profundidad.
Sin nadie que lo vigilara, el chorro fluiría regularmente hasta que el estanque estuviera completamente lleno, un lago perfecto de agua fresca que nunca permanecía quieta, donde los perros podían beber, los ancianos mojar sus pañuelos antes de atárselos en torno a la cabeza y los niños hacer navegar sus veleros.
A veces, al anochecer Alessandro regresaba a la fuente, y durante media hora o más transformaba lo que era gris en azul. En medio del silencio y del frío, prendía el sol, dotaba de hojas a los árboles y poblaba el parque con niños y sus respectivas madres.
Durante el recorrido desde el Gianicolo hasta Villa Borghese, sus sueños se hacían más y más exquisitos. Cada vez que cruzaba la ciudad se sentía más feliz al pensar en lo que podía estar aguardándole. En ningún momento se le ocurría pensar que aquello fuera una ilusión, que hubiera nacido de su amor, de su soledad, en cada uno de los cuadros de la Virgen y el Niño que había contemplado en su vida. Tal vez hubiera nacido en el mismo Giorgione y él empezara a revivir la escena del cuadro.
Durante el invierno, mientras trabajaba, imaginaba un mundo tan perfecto y justo que a veces se olvidaba de que no era real.
—¿Acaso te has metido en asuntos de religión? —le preguntó uno de los jardineros, mientras cavaban los cimientos para un invernadero.
—No, ¿por qué lo dices? —preguntó Alessandro.
—Por cómo hablas contigo mismo, y por cómo sonríes a los gatos y a los pájaros. Sólo los curas y los locos sonríen a los gatos, y tú hablabas con alguien.
Alessandro siguió cavando.
—¿Y qué, si fuera así?
—¿El qué?
—Si me hubiese metido en religión.
—Nada. No hay nada malo en eso —contestó el jardinero, inclinándose hacia adelante y sacudiéndose la tierra de las manos—. Pero ¿cuál es esa religión?
—¿A ti qué te parece?
—¿El budismo?
—¡El budismo! ¿Por qué precisamente el budismo?
—¿No adoran a los gatos?
Alessandro soltó una carcajada.
—A los gatos no. A las ranas.
—¿A las ranas? ¿Tú adoras a las ranas?
—El dios rana vive en lo más profundo de los desagües —replicó Alessandro, sin dejar de cavar—. Si llegas a verlo, aunque sólo sea la punta de un pie, hará que vomites incontroladamente durante sesenta y ocho horas.
—¿Por qué?
—Le gusta estar solo.
—¿Y por qué le gusta estar solo?
—Necesita tiempo —explicó Alessandro, quien se irguió y se encaró directamente con el jardinero.
—Estás bromeando —dijo éste—. No hay ningún dios rana.
—Antes de que dejes de creerme, pregúntate cómo sé donde están enterradas todas las tuberías —replicó Alessandro.
—¿Y cómo lo sabes?
En marzo se despidió.
Aunque ya no trabajaba en los jardines del Gianicolo, los conservaba en su memoria y recordaba cada árbol meciéndose al viento, cada retoño, cada susurro de hojas, los olores de la hierba, el color del cielo, el anochecer, el amanecer y la lluvia. Pero, más que nada, recordaba el calor y el brillo de las hogueras que él y sus compañeros hacían con las ramas que habían acumulado en altas pilas, astilladas y húmedas, negras a causa de la lluvia, y que aun así ardían; y el calor que brotaba del corazón de la madera, que servía para combatir a la perfección las noches invernales.
Empezó a cuidar su aspecto por Ariane, como si la estuviera cortejando. Aceptó un empleo nocturno en una oficina de telégrafos, donde traducía breves párrafos a media docena de idiomas. Las líneas estaban ocupadas la mayor parte del tiempo, vibrando a través de las cordilleras de montañas y los mares, con mensajes de trascendental importancia: felicitaciones de cumpleaños y pedidos de cuellos de pajarita.
Alquiló un apartamento mucho más respetable que el que había dejado. Era pequeño, pero daba a un jardín, y Alessandro lo arregló con auténticos muebles. Había empezado a crear una nueva biblioteca. El hecho de que Luciana hubiera vendido sus libros había representado un golpe similar a una nueva muerte. Ahora, como mínimo, los nuevos libros le hacían creer que no todo había cambiado.
Llevaba un traje blanco cuando el tiempo le proporcionaba la más leve excusa, pero no el blanco luminoso de México o la India, sino un color mucho más cálido, casi crema, que hacía que su cara resplandeciera, sus ojos parecieran mucho más profundos y su expresión más pausada. Cualquiera podía ver que sus pensamientos se arrastraban como nubes apresuradas.
Alessandro se sentía feliz al comprobar que después de tantos años como habían transcurrido desde que abandonara la vida civil, aún podía ser lo bastante frívolo como para adoptar una afectación: un bastón que ayudaba a completar el traje y que sonaba como un caballo sobre los adoquines.
Cuando se dirigió a Villa Borghese, a finales de abril, parecía un hombre mucho mayor. Cogió un banco al sol, cerca de la fuente, y se dedicó a vigilar, con el bastón apoyado junto a él, un libro o un periódico en el regazo, y el cabello meciéndose al viento como un césped sin cortar.
Abril fue un mes excesivamente frío. Aunque él se quedaba horas escuchando el gracioso sonido de la fuente al descargar el agua —y de eso nunca se cansaba—, nadie apareció por allí. Es decir, nadie para entretenerse haciendo navegar un velero. Cada noche, Alessandro regresaba a casa y, en el intervalo entre su llegada y la hora en que tenía que salir hacia su trabajo, se quedaba sentado, abatido, con la cabeza agachada. Respiraba tan lentamente como alguien que hubiera sufrido una herida, pero luego la imagen de Ariane lo llenaba de felicidad y de calor, como si la tuviera entre sus brazos, y al día siguiente volvía a encontrar la fuerza necesaria para acudir de nuevo a Villa Borghese.
A veces se quedaba dormido un par de horas bajo el sol y temía que ellos hubieran llegado y se hubiesen ido mientras estaba durmiendo. Las primeras dos semanas de mayo fueron excepcionalmente frías; luego apareció el calor.
La gente salió en tropel a la calle. Alessandro vigilaba con atención los veleros que quedaban inmovilizados en la fuente y los niños que permanecían al borde. En la tercera semana de mayo abandonó el periódico y se concentró en los niños, hallando una gran satisfacción en observar sus rostros. Cuando veía a un padre acunar a su hijo entre sus brazos, el padre admirando a la criatura y ésta en suspensión, Alessandro no experimentaba envidia ni rechazo.
Las postrimerías del mes se complicaron con la lluvia, y hubo algunos días en que Alessandro no se despertó a tiempo para acudir a Villa Borghese, excepto a última hora de la tarde. Pensaba que el mes de junio sería el mejor, y que si un experto en estadística le hubiese preguntado cuándo era más probable que los niños acudieran a las fuentes con sus veleros o, si no eso, cuándo las madres estarían más dispuestas a llevarlos a pasear por el parque, la respuesta habría sido siempre en junio. Entre otras cosas, junio era el mes en que los niños identificaban el verano y en que sus madres se mostraban más positivas respecto a su llegada. Era el mes de las vacaciones escolares y de la afluencia de turistas, y cuando el sol alcanzaba su esplendor, aunque no su extremo calor.
Tal vez la mujer, tanto si se trataba de Ariane como si no, hubiera estado enferma. O tal vez el niño. Acaso hubieran cambiado de residencia, o marchado de visita, o perdido interés por el parque, o simplemente que hubieran acudido al lugar cuando él no estaba. O puede que hubiese visto muchas veces a la madre y al hijo de Venecia, y que para él fueran unos completos desconocidos.
A finales de junio, Alessandro abandonó su banco de costumbre y se trasladó al lado sur de la fuente. Había mucha más gente que se colocaba en el lado sur, ya que allí los árboles eran más frondosos que en el lado norte, y sus sombras formaban una especie de barrera. En el lado sur, sin embargo, el sol no daba adecuadamente para Alessandro: parecía como si apuntara a su ojo derecho y al lado derecho del cuello, y si aquellas partes que no habían estado expuestas a la luz permanecían horas al sol, podía sufrir fuertes quemaduras.
Sin embargo, no podía permitirse cambiar de sitio. Se dijo que eso carecía de importancia, y no se movió. Inmovilizado en su banco, recordó historias que había oído acerca de los soldados en el frente, que habían visto ángeles, auténticos batallones. Los ángeles volaban en tierra de nadie sobre las trincheras y, al volar, las almas de aquellos cuerpos que yacían entre la tierra revuelta por el impacto de los cañonazos, descomponiéndose en una masa rosada, se elevaban para reunirse con ellos Tan sólo las formaciones destrozadas informaban sobre la presencia de ángeles, y sólo durante los combates más difíciles. No había disidentes que contradijeran aquellos informes. Nada era tan hermoso como un ángel, afirmaban los soldados. Se movían en grandes multitudes, entre diez y veinte metros por encima del suelo, y todos miraban al frente sin que nada los distrajera, proyectando luz de manera intermitente, lo cual hacía resplandecer el paisaje. Hermosos seres incorpóreos que habían contemplado al mismo Dios. Las almas también eran visibles cuando ascendían, y desde la distancia podía verse al luminoso anfitrión moviéndose por los inmensos y horribles espacios a lo largo del frente… Muchos de los soldados imaginaban que el mundo se acabaría la noche en que vieran a los ángeles, y para algunos así había sido.
Alessandro no sólo había abandonado su sitio habitual, sino que era incapaz de leer el periódico. Solía empezar una columna y llegaba al final sin recordar absolutamente nada. ¿Sería pedir demasiado que, varios años atrás, Ariane hubiera abandonado un edificio antes de que éste se desplomara? ¿Exigiría eso la reordenación del universo? ¿La contradicción de la física? En absoluto. Y aunque se tratara de un milagro, sería sin embargo irrecusable siquiera por divisiones, o ejércitos enteros, de escépticos.
Aun así, por mucho que lo deseara, eso sería pedir demasiado; de modo que dejó de pedirlo. A medida que la tarde se hacía más calurosa, empezó a sentirse cansado y pensó que el futuro debía seguir su camino. Nada conseguiría con sus creencias o sus deseos.
Dobló el periódico y ya se disponía a levantarse cuando por el rabillo del ojo divisó un destello blanco en el lado derecho de la fuente, en el momento en que el estilizado triángulo de una goleta de regatas salía disparado hacia su puesto de paralización cerca del centro, donde tan sólo el agua podría devolverlo lentamente a la orilla, pero no el viento ni la vela.
La criatura que había lanzado el velero era un niño de unos tres años, cuyo cabello era de oro puro bajo los rayos del sol. Sus ojos eran de color castaño, llevaba pantaloncitos azules y una camisa blanca de algodón, y tenía el rostro de una criatura que debía soportar un gran peso.
Alessandro miró más allá del muchachito, a las tres mujeres que permanecían sentadas en un banco. Dos estaban hablando. La tercera cosía, y era la que mantenía los ojos fijos en el niño del velero.
Ariane no aparecía por ningún lado. Alessandro se levantó y empezó a caminar en dirección al Tíber. Pero, apenas había dado unos pasos, dio medio vuelta y se alejó en dirección contraria, pues había decidido pasar por las obras en la parte alta de Via Veneto y ver los cambios que se habían producido en los terrenos, para cuya adquisición su padre había vendido el jardín.
La última vez que había estado paseando por allí, las columnas empezaban a subir desde los cimientos, y quería ver hasta dónde habían llegado.
Al dar la vuelta por la fuente, volvió a echar un vistazo al muchachito. Entonces éste se volvió directamente a Alessandro y señaló su velero. Quería que él se lo alcanzara con el bastón.
—Es demasiado corto le dijo Alessandro, —y el agua demasiado profunda.
La criatura se negó a aceptar que Alessandro no pudiera ayudarlo, y le señaló una vez más el velero.
Alessandro se le acercó. Iba a agacharse junto a él para darle una explicación, pero de pronto se detuvo y las palabras quedaron paralizadas en su pecho: justo detrás del muchachito, oculta a la vista de Alessandro hasta que éste se acercó, había una bolsa de lona gastada, con unas anillas a modo de asas.
En el lado de la bolsa que tenía a la vista no había nada. Agarró entonces la bolsa por las anillas, y al hacerlo la mujer del banco se levantó y se aproximó a donde ellos estaban. Cuando Alessandro dio la vuelta a la bolsa, casi a cámara lenta, divisó las letras grabadas en el otro lado, las cuales hacían referencia a su propio color: Magenta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Alessandro al niño.
—Paolo.
—¿Y tu apellido?
Antes de que pudiera contestar, el niño levantó la mirada: la mujer había llegado a su lado. Aunque no se trataba de Ariane, también sus ojos eran azules, y Alessandro intentó refrenar la temeraria conclusión de que pudiera ser su prima.
—Buenas tardes —dijo ella, con tono cauto pero desafiante.
Alessandro apenas podía respirar.
—¿Es usted su madre?
—No —contestó la joven, como si en realidad quisiera decir: «¿Y qué?». Alessandro se estremeció.
—¿Es Ariane el nombre de su madre?
—Sí —contestó la mujer, relajándose—. ¿La conoce usted?