VIII

VIII

El Palacio de Invierno

La primera semana de junio de 1918, cada mañana al amanecer, a Alessandro lo despertaban las feroces e ininteligibles discusiones entre los soldados búlgaros que sólo servían para guardar prisioneros de guerra. Aquellos antiguos obreros, campesinos y bandidos vestían casacas de piel de borrego, pantalones anchos y gorras de pieles o fez, prendas totalmente inadecuadas para el terrible calor que azotaba la llanura de Hungría.

El 2 de junio se detuvieron a orillas de un opalescente lago azul. El terreno era tan llano, que no se distinguía la otra orilla a menos que uno se subiera a un árbol. De pie en la cruz, rodeado de manzanos o cerezos en flor, podía ver la llanura al otro lado del agua y las silenciosas nubes redondas como ovejas que se deslizaban plácidamente sobre los océanos de trigo aún verde.

Los búlgaros parecían tener un gallo en la garganta y para Alessandro, que no conocía las lenguas eslavas, cada sílaba extraña representaba un placer. Peligrosa, prometedora y horrible, la lengua de los que lo tenían prisionero era un entretenimiento que a él le entusiasmaba tanto como ver a un tigre devorando la cuerda que a uno le ataba de pies y manos. Para él, sonaba a algo similar a esto: Blit sacaratch mi shpolgah. Trastritch minoya dravitz nazhkoldy aprazhga. Zharga mazhlovny booreetz.

Al levantarse, se empujaban, se daban puntapiés y palmadas unos a otros. Algunos incluso sacaban navajas pero, después de mucho gritar, solían abandonarlas en favor de los largos látigos que utilizaban para las mulas. Mientras se batían ceremoniosamente en duelo con los látigos, irguiéndose más allá de donde podían resultar peligrosos, escupían y hacían rechinar los dientes, a la vez que las venas y las arterias del cuello y del rostro se les abultaban como las enredaderas de una casa solariega.

Estaban frenéticos, pues incluso ellos, que no leían periódicos y se encontraban a más de mil kilómetros del frente más cercano, sabían que su causa estaba perdida, el imperio austro-húngaro condenado, que el mundo se desintegraba, y que ellos, incluso ellos, estaban literalmente perdidos. Sabían que se hallaban en Hungría, pero eran incapaces de precisar su posición. Entre ellos se habían creado dos bandos, cada uno convencido de que su destino se encontraba en dirección contraria. Los más instruidos sabían dónde estaban el sur y el este, y preguntaban a los más iletrados que querían ir al norte o al oeste cómo era posible que Bulgaria estuviera al norte y al oeste de Hungría. Los bandos del norte y del oeste no podían entender tal concepto, y se limitaban a señalar al horizonte detrás del cual creían —cada vez más a medida que transcurrían los días— que se encontraba Bulgaria. Inmovilizados por el equilibrio perfecto de cuatro deseos aparentemente explosivos, permanecían acampados a la orilla de un lago exquisitamente hermoso, languideciendo de hambre bajo un espléndido clima veraniego.

Alessandro, junto con varios centenares más de prisioneros —italianos, rusos, griegos, franceses, ingleses y sudaneses, algunos de los cuales eran lo bastante altos para poder ver el otro lado del lago—, habían sido entregados a la custodia de los búlgaros con el fin de que éstos los utilizaran para construir trincheras en el frente búlgaro contra griegos, franceses e ingleses.

A finales de marzo, los setenta búlgaros con gorra de piel de borrego, y los quinientos prisioneros, habían salido de Klagenfurt a pie, bajo una fría llovizna, en dirección a Sofía. El abastecimiento por tren era inadecuado, y en mayo la única solución que les quedaba a aquellos quinientos setenta hombres era vivir de lo que les proporcionaba la tierra. Efectuaban desesperados zigzags por Hungría, guiados no por la brújula o el sol, sino por la necesidad de llegar a un campo donde habían visto ovejas, o un granero donde pensaban que podía haber gallinas.

En el lago había peces, y las granjas que poblaban su entorno eran ricas. Aun así, en ellas había muy poco para comer, ya que, después de cientos de años de voraces recaudadores de impuestos y ejércitos enemigos, los campesinos de la región eran unos expertos en ocultar comida. Morir de hambre podía ser más placentero en verano que en invierno, sobre todo con aquel horrible calor, cuando se podía fingir que permanecer delgado era estar en plena forma; aun así, resultaba difícil.

Prisioneros y guardianes nadaban juntos por el lago, abriendo los ojos bajo el agua con la esperanza de encontrar algún pez. Los sudaneses habían construido redes redondas y las lanzaban con fuerza sobre el agua, donde se posaban con un siseo. Pero los peces europeos eran demasiado astutos para aquella técnica, aunque de vez en cuando alguno que otro quedaba atrapado por pura casualidad. Entonces iba a parar casi entero a una sopa, terriblemente aguada, de patatas y pescado.

En marzo y a principios de abril, con la columna a sorprendente distancia de las líneas italianas y del Adriático, escapar era algo corriente. Los búlgaros no se esforzaban mucho por evitarlo, pero cuando un prisionero regresaba —lo cual ocurría a menudo— después de pasar varios días bajo la lluvia y muerto de hambre, su irritación se desbordaba y le disparaban un tiro en la cabeza. A Alessandro ni siquiera se le había ocurrido intentarlo. Aún se estaba recuperando de las heridas, tenía dificultades en andar, y su cuerpo estaba cubierto de cicatrices recientes que no deseaba le atormentaran al tener que correr entre los matorrales o arrojarse de cabeza contra las piedras del suelo. Se preguntaba qué aspecto tendría, pues llevaba meses sin ver un espejo. Cuando pedía a los otros que se lo describieran, éstos le decían:

—Tienes una cicatriz que va de la mejilla hasta la oreja.

Y ahí acababan todos. No podían describir su rostro, en especial al no saber qué había cambiado en él. Uno de los sudaneses le dijo, en inglés, que parecía un animalito que hubiera escapado de las garras de un león, y que las cicatrices eran de color rosado, como una puesta de sol al finalizar una tormenta de polvo.

No lejos de donde habían acampado había una iglesia, adonde los búlgaros llevaban grupos de prisioneros para que descansaran sobre el frío suelo de piedra. Durante una hora, más o menos, permanecían tendidos de espaldas, contemplando la alta bóveda teñida de rojo y perdida en la oscuridad, o con la cabeza vuelta para ver los deslumbrantes retratos de las cristaleras emplomadas. En aquellas horas apacibles, ni siquiera los búlgaros hablaban, y tampoco los sudaneses, a pesar de que eran musulmanes. En cambio, tendidos de espaldas y moviendo continuamente los ojos, conseguían flotar por allí como si estuvieran bajo el agua, entre santos luminosos y niños envueltos en deslumbrante color blanco.

Aunque los santos y los niños estaban fijos en el cristal, se movían con la misma libertad que la luz que brillaba a través de ellos. El hecho de que en su quietud mostraran la animación más viva, hizo que Alessandro cobrase ánimos. Entonces oyó la voz de Guariglia diciendo: «Que Dios proteja a mis hijos». El recuerdo de la mano de su padre agarrando la suya por última vez hizo que él tensara su puño imitándole. Y Ariane flotó en un círculo plateado, tan flexible como las redes que lanzaban los sudaneses.

Los búlgaros comían pétalos de rosa con queso de cabra, cebolla, aceite de oliva, sal y pimienta. Aunque era demasiado pronto para las moras, era el tiempo justo para las rosas, que formaban barreras impenetrables entre los campos bañados por el sol, en torno a las casas y los graneros, y crecían sin inhibiciones en el corazón de los muros de piedra.

El aceite de oliva y el queso se reservaban estrictamente para los búlgaros, mientras que los cautivos comían sus rosas si sazonar. Aquellas delicadas flores, con olores tan sutiles, tenían no obstante un sabor más fuerte que el de la escarola, mucho menos agradable y que podía producir náuseas.

Como los prisioneros tenían que comer algo, los búlgaros les permitían recorrer los campos en busca de comida, pero si regresaban después del anochecer, los fusilaban. Hubo dos que fueron lo bastante desafortunados como para creer que el crepúsculo aún era de día, y murieron con una amarga sonrisa mientras los otros prisioneros los observaban. A partir de entonces fueron pocos los que no regresaban cuando el sol aún estaba en lo alto.

Alessandro se había dirigido a la orilla occidental del lago en busca de algo para comer. Aunque estaba muy débil a causa del hambre, disfrutaba paseando solo, entre campos, huertos y el agua azul. A veces se tumbaba en la hierba y dormía durante un par de horas, a fin de aliviar los vahídos que le provocaba el hambre.

A mediodía se encontraba a unas cuatro horas del campamento y no había hallado nada para comer. Se acostó, decidido a despertarse a las dos o las tres para estar de vuelta a las seis o las siete, horas totalmente seguras, dado que el sol estaba en el cielo hasta las nueve. Pero se durmió tan profundamente, que despertó a las seis. Estaba tan desorientado, que no sabía qué había ocurrido. Con la piel ardiéndole como si hubiera andado bajo el sol del desierto, se dirigió hacia el lago. El agua lamía la orilla con rápidas ondulaciones, no más altas que el grosor de un dedo. Apoyó las manos sobre dos piedras planas a nivel del agua y sumergió en ella cabeza. Después de beber hasta saciarse, se sentó en la orilla, intentando despejarse por completo. Entonces fue consciente de cuáles serían las consecuencias de lo sucedido.

Aunque corriera —y carecía de fuerzas para hacerlo—, no tenía la seguridad de llegar al campamento antes del anochecer. Podía atravesar más de mil kilómetros de territorio enemigo y llegar hasta los servios, o podía marchar directamente hacia el Adriático, pues cualquiera de las dos cosas representaría un notable éxito. Empezó a caminar en dirección a Italia.

Después de andar unos veinte minutos, con el sol cegándole los ojos, llegó a una ondulación en un prado, y en la cima hizo su aparición un grupo de seis jinetes búlgaros.

El jefe, un guardia que le era familiar, advirtió a Alessandro que iba en dirección contraria.

—¡Oh! —exclamó éste.

—Aunque fueras en la dirección correcta, llegarías demasiado tarde al campamento —le advirtió el jefe, quien desenfundó una pistola, con la que apuntó a la cabeza de Alessandro.

—Si me llevaras con tu caballo, llegaría a tiempo.

—Como no te voy a llevar, no llegarás a tiempo, así que voy a tener que pegarte un tiro.

—Eso es cierto, pero, si me llevaras, no te verías obligado a pegármelo.

—Pues me veré obligado, porque no te voy a llevar.

—Como tampoco vais a fusilarme vosotros, tendréis que llevarme de todos modos.

Mientras galopaban por la carretera, se desviaron del lago, y Alessandro preguntó por qué no se dirigían directamente al campamento.

—Puede haber comida en esta dirección —contestó el jinete, gritando por encima del viento.

—¿Y qué ocurrirá si no llegamos a tiempo?

—Lo sabes muy bien.

—¿Vais a tener eso en cuenta?

—No.

La carabina, que colgaba de la espalda del jinete, casi golpeaba el rostro de Alessandro cada vez que el caballo daba un salto. Si se apoderaba de ella y derribaba al jinete de la grupa del caballo, vencería a uno y dispondría de un arma para enfrentarse a los otros cinco. Si lograba hacerlo con bastante rapidez y en un momento ventajoso, cerca de algún sitio donde ponerse a cubierto, quizá tuviera éxito. Por una parte, quizá llegaran aún a tiempo al campamento; y por otra, los sitios donde ponerse a cubierto eran escasos.

Mientras se debatía con este dilema, el sol iniciaba lentamente su descenso. Pero nunca tendría que decidir entre una cosa u otra, pues el grupo giró hacia una granja situada entre unos pequeños árboles, junto a la carretera.

Un joven granjero salió de la casa, avanzó unos pasos y los saludó como si ya supiera que habían ido a robarle la comida.

—¿Dónde tienes algo para comer? —le preguntó directamente uno de los búlgaros.

—No tenemos.

—Mientes. De lo contrario estarías más delgado.

—Es que tengo los huesos grandes.

—Pégale un tiro a ese cabrón —ordenó el jefe.

El granjero se quedó sin habla. Aquéllos eran soldados amigos. No se dio cuenta de que el jefe bromeaba, pero tampoco lo comprendió uno de los jinetes, que, mientras los otros reían, levantó su carabina y disparó al granjero en la frente.

Una mujer salió corriendo de la casa y se abalanzó sobre su marido. Sus gritos no fueron sólo patéticos, sino, desgraciadamente para ella, horribles y espantosos. El hombre que había matado a su marido levantó de nuevo la carabina. Alessandro sintió como si el tiempo se hubiera detenido, y su dolor fue inconmensurable cuando, sin dudarlo ni un instante, derribaron a la mujer de dos disparos.

Una criatura, una niña de unos tres años, apareció entonces en el umbral y se quedó mirando a sus padres.

Alessandro no esperó a ver qué ocurriría. Puede que hubiesen matado a la pequeña, o puede que no, pero si él no hubiese reaccionado antes de conocer el resultado, habría sido demasiado tarde. No quería hacerlo, ya que estaba convencido de que si se oponía lo matarían, pero aunque intentó reprimirse, su mano agarró la carabina y tiró al búlgaro del caballo, al tiempo que lo asfixiaba con la correa del arma. El caballo retrocedió, el búlgaro perdió el resuello, y en medio de la confusión Alessandro tuvo tiempo de meter una bala en la cámara y efectuar un disparo, el cual se alojó en la pata delantera de uno de los caballos.

Mientras intentaban controlar sus monturas, los búlgaros no podían echar mano a sus armas, y al ver que los caballos corcoveaban, se enfurecían, se desplazaban de lado y saltaban, Alessandro tuvo la sensación de que se hallaba en una galería de tiro al blanco.

Girando la carabina, disparó contra uno de los búlgaros y lo derribó para siempre de su caballo. Avanzó medio paso y de nuevo efectuó un disparo, pero el movimiento fortuito de un caballo impidió que la bala diera en el blanco.

Dos de los búlgaros habían desmontado y corrían hacia Alessandro, uno empuñando una espada y el otro una bayoneta. Derribó a uno, pero al hacerlo le tiró al suelo aquel que había derribado de la silla de montar. El de la espada le arrebató de un puntapié la carabina, giró en redondo y se dirigió hacia la niña.

Alessandro se arrastró hacia ella bajo los golpes de las culatas de las carabinas y de los cascos de los caballos a los que importunaba. Entre las patas de color castaño y el polvo en suspensión vio que el búlgaro se aproximaba a la pequeña y que levantaba la espada por encima de su cabeza. La niña permaneció impasible. Tenía los ojos negros como uvas, y una melena al estilo paje. Sólo sus ojos se movieron al elevarse la espada y luego cuando cayó, a mayor velocidad de la que el ojo podía captar.

Alessandro cerró los ojos, pensando que a continuación lo matarían. Pero se equivocó.

Lo dejaron en el suelo mientras calmaban a los caballos —algo que realmente les preocupaba— y atendían a su muerto y a su herido. El herido, al parecer no muy grave, descansaba contra un pequeño árbol, mientras el muerto parecía una alfombra enrollada.

Dos búlgaros habían entrado en la casa y salieron con varias cajas de madera.

—¿Qué hay en estas cajas? —preguntó el herido, pensando que si había conejos o gallinas la herida habría valido la pena. Dentro de las cajas había cuatro ratas enormes.

Los búlgaros se apoderaron de todo cuanto pudieron. Sacaron colchas y mantas del interior de un gran baúl de pino y las desplegaron por el suelo. Cogieron las ropas del granjero y las joyas de su esposa. Tiraron allí una foto de la niña, que cayó boca abajo.

Mientras los caballos se tranquilizaban y los búlgaros examinaban las ratas, para decidir si se las comían o no, a Alessandro se le ordenó que cavara dos tumbas: una honda y la otra poco profunda.

Múltiples pensamientos cruzaron por la mente de Alessandro, y cuando los búlgaros bajaron la caja de pino en el hoyo, supuso que iba a ser el ataúd para su compañero. Pero entonces vio que lo enterraban en la otra tumba. Dado que los búlgaros no mostraban ningún interés por la familia a la que habían matado, y ni siquiera le echaban una ojeada, Alessandro llegó a la conclusión de que la tumba sería para él. Pero carecía de sentido que a su compañero lo enterraran en la tierra mientras a él le proporcionaban un ataúd.

Entonces vio que uno de los búlgaros salía de la casa con un martillo y un puñado de clavos de tipo casero. Alessandro se volvió hacia los búlgaros, que estaban riendo, y a continuación hacia las ratas.

Entonces echó a correr.

Casi había oscurecido. Se metió entre unos zarzales, corriendo con todas sus fuerzas. Aunque estaba abriendo un sendero para sus perseguidores, éstos iban cada vez más lentos, ya que su premio por correr entre los zarzales era mucho menor que el suyo.

Alessandro pensó que podría escapar si la oscuridad lo protegía, y corrió hasta mucho después de que los búlgaros dejaran de dispararle unos pocos tiros con sus carabinas. Al cabo de una hora se zambulló entre los arbustos y se quedó absolutamente inmóvil. Permaneció toda la noche escuchando con atención, pero lo único que oyó fue el canto de los ruiseñores y un arroyo.

Al anochecer del día siguiente, después de deambular por la llanura castigada por el sol, sin un solo bocado que llevarse a la boca, llegó a una pequeña colina cubierta por una gran cantidad de flores, sin mancillar y sin comer, con una profusión de colores tan espléndida como las cristaleras llenas de santos y niños envueltos en pañales que había dejado a los búlgaros y los sudaneses.

Mientras comía le pareció ver a un soldado, pero el hombre que se hallaba al otro lado de una zona cubierta de dedalera vestía unos pantalones rojos como las amapolas, una chaqueta de color azulón con ribetes blancos y un casco dorado. Se adornaba con alamares, trencillas y fajines de todos los colores, y tanto sus botas como sus bigotes eran tan negros y brillantes que Alessandro creyó que se trataba de una alucinación, o de un soldadito de juguete.

—Una cosa sorprendente en la dedalera es que conserva sus colores durante meses después de cortarla —comentó la alucinación, en alemán—. Dura tanto porque es venenosa. Teníamos mucha en nuestra hacienda, y la cortamos para construir una pista de tenis. Tres meses después, cuando fui a buscar una pelota que había caído al otro lado de la valla, vi que, bajo una nube de mosquitos zumbando en torno a un rayo de luz, la enorme pila de dedalera conservaba aún todos sus colores.

—¿Y dónde se encuentra su hacienda? —preguntó Alessandro a la alucinación, en un vacilante alemán.

—Justo en las afueras de Viena.

—No me había dado cuenta de que el alemán fuera la lengua de mi subconsciente —comentó Alessandro, sin dejar de comer pétalos de flores.

—El alemán es el lenguaje de mi subconsciente —contestó la alucinación.

—¿Y no habla usted italiano? —preguntó Alessandro, mirándole fijamente.

—Sí, desde luego. ¿Prefiere que le hable en italiano?

—Sería más fácil.

—Con mucho gusto —contestó en italiano la alucinación, aunque con un fuerte acento alemán.

—¿No puede hablar sin acento?

—Me temo que no. De todos modos, su alemán tampoco es una maravilla.

—Sí, pero usted es producto de mi mente, así que debería utilizar un perfecto italiano.

—¿Cree usted que me está imaginando? —preguntó la alucinación.

—Lo sé con toda seguridad.

—Qué interesante. Nunca he conocido a nadie que creyera imaginarme mientras estuviéramos hablando. Por su indumentaria, no hay duda de que es usted un loco. ¿Me equivoco? ¿Dónde se encuentra su manicomio? ¿Se ha escapado o le han dejado salir para comer flores?

—Desaparece, juguete —exclamó Alessandro, haciendo un gesto con la mano en señal de rechazo.

—Me niego.

—¡Esfúmate! —ordenó Alessandro, haciendo chasquear los dedos.

La alucinación sonrió y se incorporó con agilidad. De pronto, Alessandro se enderezó y retrocedió unos pasos, admirando un rosal tan alto como él, cubierto con gran cantidad de capullos amarillos.

—Diría que la mayor parte de la gente no entiende a las rosas —comentó.

—Usted no, por supuesto. Usted se las come.

—Calle usted, que no tiene nada que ver con eso. La gente habla de espinas y de flores. Olvídese de las espinas; en cualquier caso, tan sólo los estúpidos se pinchan. Lo sorprendente de las rosas, unas flores exuberantemente femeninas que nos atraen con su fragancia, su suavidad y sus encendidos colores, como si fueran auténticas mujeres, no es que procedan de un arbusto con espinas, sino de un arbusto realmente extraño: deforme, sin elegancia y reseco. Como una muchacha terriblemente torpe durante la adolescencia, y que luego se transformara en la más hermosa de las mujeres. No tiene nada que ver con las espinas. A este respecto, habría que revisar los cánones de la metáfora, tanto poética como visual.

—¿Qué hacía usted, antes de ser un loco?

Alessandro se lo explicó mientras seguía comiendo flores.

—¿Así que es un prisionero de guerra italiano que se ha escapado, que come rosas porque está muerto de hambre y que piensa que yo soy sólo un sueño?

—En efecto —replicó Alessandro en tono sarcástico—. Soy tan sólo eso.

—Si deambula por aquí, lo más probable es que lo entreguen de nuevo a los búlgaros, los cuales le fusilarán.

—Sin duda.

—Voy a hacerle una pregunta —le dijo la alucinación—, y su respuesta determinará si se salvará. Como a menudo sucede en la vida, es así de sencillo.

Alessandro levantó la vista hacia la alucinación, que se le había acercado y resultaba misteriosamente real; incluso sus dientes eran imperfectamente humanos.

—Debe contestar con absoluta sinceridad, ya que si no es así descubriremos inmediatamente si dice o no la verdad.

—La verdad es lo único que me queda —dijo Alessandro.

—¿Sabe usted montar?

—Tan bien como un soldado de caballería.

—Entonces está salvado. Saldremos al amanecer.

Un par de fornidos soldados, vestidos casi igual que la alucinación, encontraron a Alessandro boca abajo, con la mano derecha agarrando un rosal. Lo levantaron y le ayudaron a subir la colina.

—Eres un macarroni afortunado —comentó uno de los dos soldados—. Strassnitzky te ha salvado, así que tienes un ancho camino por delante.

Desde lo alto de una pequeña elevación, Alessandro miró hacia una hondonada cubierta de hierba, junto a un riachuelo que salía de un lago azul. La escena que se desarrollaba ante él con el más extraordinario de los coloridos era más propia de Orlando furioso que de la guerra que él conocía, y más propia de la imagen que los hombres tenían antes de ir a la guerra y sentirse desilusionados.

En una línea perfectamente recta, cientos de caballos negros y castaños, todos de raza árabe y de la misma talla, pastaban entre el río y el campamento. Un centenar de tiendas blancas, con la lona tan tensa que podía rechazar el lanzamiento de una moneda, formaban una U, con la abertura de cara al río. Sillas de montar, rifles y espadas se apilaban formando construcciones en cuyo centro se alzaba una lanza con un gallardete. Los centinelas marchaban erguidos por el perímetro y entre las guarniciones y las armas, que brillaban bajo la luz del sol poniente. Calentadores de agua y fogones de latón y bronce echaban humo, y fulguraban con el fuego que guardaban en su interior.

Entre las carretas y los caballos había largas mesas de campaña preparadas con la vajilla de porcelana, la cristalería y los cubiertos. Medios venados doblados sobre asadores giraban encima de unas dunas de carbones al rojo vivo, y junto a una máquina de hacer hielo había una enorme bañera de zinc repleta de hielo picado y botellones de champaña.

Tanto los oficiales como los soldados de caballería vestían el uniforme rojo y azul que había asombrado a Alessandro. Algunos iban desnudos, y en el río o corriendo hacia la playa después del baño de la tarde. Otros leían, escribían o jugaban al ajedrez.

Alessandro se pasó una mano sobre los ojos y los cerró. Cuando volvió a abrirlos, nada había cambiado.

—Los Primeros Húsares del Belvedere —le informó uno de los soldados—, propiedad del emperador.

Alessandro no tardó en meterse en una bañera llena de agua dolorosamente caliente. Después de restregarse con jabón, un barbero se inclinó sobre el borde de madera y le afeitó sin hacerle un solo corte. Luego le cortó el cabello. Alessandro se lo lavó tres veces, y cuando salió de la bañera era como si se hubiera aseado para presentarse ante Dios.

Inmediatamente lo vistieron con pantalones de sarga gris y tiras azules en los laterales, botas de montar marrones que le llegaban hasta la rodilla, camisa de algodón egipcio azul marino, cinturón de cuero marrón con hebilla de bronce y espuelas también de bronce. Le dieron un peine de peltre y le indicaron que se peinara y que se enrollara las mangas.

La inteligencia, el porte y la seguridad de Alessandro hicieron que destacara no sólo entre los prisioneros, sino también entre los soldados y los oficiales.

—¿Qué soy? —preguntó.

El barbero se lo preguntó a un oficial, quien contestó que eso habría que preguntárselo a Strassnitzky. Durante la cena los prisioneros se sentaron a las mismas mesas que los soldados y oficiales. Alessandro incluso se sentó en la mesa de Strassnitzky, aunque a cierta distancia de éste.

Las ostras se sacaban de un tarro en lugar de sus conchas, pero aun así eran frescas, y Alessandro estaba demasiado asombrado para preguntar cómo una unidad de caballería conseguía tener mariscos congelados en verano y en el corazón de Hungría. Después de las ostras se sirvió caviar Sevruga con trozos de limón, huevo duro y cebolla picada. Un suboficial que se sentaba junto a Alessandro le pidió disculpas porque se había suprimido el plato habitual de pescado.

—No me diga —exclamó Alessandro.

—¿Por qué no debo decírselo?

—Es una frase hecha. Quiero decir que, a pesar de todo, la comida es espléndida.

El suboficial lo recompensó volviéndole a llenar la copa de champaña. El plato fuerte era el venado que había visto asándose sobre las hogueras de brasas. Con él trajeron unas excelentes garrafas de clarete, ensalada de endivias y tomate, y patatas nuevas asadas con aceite de oliva y pimentón. Como postre, tarta Sacher y té Darjeeling.

—¿Siempre comen así? —preguntó Alessandro a su vecino.

El suboficial, un checo, se turbó hasta sonrojarse.

—A veces comemos más sencillo. Consomé, una ensalada, pescado ahumado con huevos de codorniz y limón, y luego té, fruta y schnapps.

—¿Y cuando están en campaña?

—Eso es cuando estamos en campaña.

—¿Y el racionamiento durante los combates, entonces?

El suboficial, que parecía un poco entrado en carnes, aunque éstas se veían generosamente coloradas por una magnífica circulación sanguínea, empezaba a sentirse molesto con aquel interrogatorio. Su respuesta sonó como si se pusiera a la defensiva.

—Durante la batalla sólo comemos lo que todo el mundo: emparedados de pâté, tartaletas de trufa, albaricoques secos y brandy de un frasco.

—¿Y cuando regresan a los cuarteles? ¿Entonces qué comen?

—No pienso contestar.

—Oh, por favor.

—En los cuarteles, el cocinero y sus ayudantes se vuelven locos. Son felices cuando regresan a sus prensadoras de pasta, sus placas de mármol y sus neveras portátiles. Cuando volvemos a los cuarteles, después de las privaciones del campo, todos nos pasamos, sobre todo cuando el emperador se digna honrar con su presencia nuestra mesa. Incluso puede uno conocerlo personalmente.

—Qué extraño.

Los soldados no se demoraron en la mesa después de los postres, pero Alessandro, que no sabía qué hacer, permaneció en su sitio. Entonces se le acercó un oficial de mayor graduación.

—El mariscal de campo desea verle.

—¿El mariscal de campo? —preguntó Alessandro.

—El conde Blasius Strassnitzky. ¿No lo conoce?

Alessandro negó moviendo la cabeza de un lado al otro.

—No se preocupe, cuanto menos impresionado se muestre con él, más le apreciará. Sígame, por favor.

Reflexionando a toda velocidad sobre los motivos por los cuales se requería la presencia de un nuevo prisionero en la tienda de un mariscal de campo, Alessandro decidió averiguarlo antes de verse empujado frente a un pelotón de fusilamiento.

—Ese Strassnitzky no será un…, ¿eh?

—¿Qué cree usted que somos? ¿Griegos?

Strassnitzky estaba sentado en una silla de campaña en su tienda, con la camisa fuera de los pantalones y las mangas subidas. Vestía casi como Alessandro, con la única diferencia de que sus pantalones eran rojos y las botas negras. Estaba sentado entre unas mesas bajas cubiertas de mapas, gajos de hojas para despachos, periódicos, revistas y estuches de madera noble para telescopios, plumas y cosas por el estilo.

—¿Juega usted al ajedrez? —le preguntó, al tiempo que le señalaba una silla que había frente a él.

—No muy bien —le contestó Alessandro—. ¿Debo hacerle el saludo?

—No está usted en nuestro ejército, ¿verdad?

—A los guardias búlgaros teníamos que saludarlos. Ellos eran soldados rasos; usted es un mariscal de campo…

—Mientras mis hombres estén dispuestos a morir por mí —dijo Strassnitzky—, mientras obedezcan mis órdenes con presteza y hagan su trabajo con la habilidad que espero de ellos, no me entretengo en ceremonias. Excepto cuando la gente pudiera malinterpretarlo. Soy mariscal de campo porque éstos son los húsares privados del emperador. De ordinario yo sería coronel, pero como a nadie le está permitido dar órdenes a un comandante de la unidad del propio emperador, excepto al emperador, el coronel se ha convertido en mariscal de campo.

—¿Con todos sus privilegios?

—¿No ha cenado usted?

Alessandro sonrió.

—El emperador utiliza sus privilegios protegiendo a los suyos.

—¿Y se incluye en estos privilegios la obesidad?

—Aguarde hasta mañana. Si usted cabalga doce horas al día, puede comer cualquier cosa y aun así estar delgado como un galgo.

—¿Y cómo consiguen que las carretas no se queden atrás?

—Las carretas van en línea recta, mientras que nosotros batimos el campo en zigzag. Mientras las carretas recorren entre quince y veinte kilómetros al día, nosotros nunca hacemos menos de setenta y cinco. Si a eso añadimos los combates, entonces se gasta gran cantidad de energía que necesita reposición.

—¿Y cuándo tuvo lugar su último combate? —preguntó Alessandro.

—Hoy mismo.

El rostro de Alessandro se torció con una mueca de incredulidad. La guerra aún no había llegado a la puszta, en la llanura del este de Hungría.

—Los griegos están atascados en Salónica, los italianos en el Véneto, los rusos se han hundido y los servios han retrocedido hasta el mar. ¿Contra quién luchan ustedes?

Strassnitzky suspiró.

—Hace dos días nos enfrentamos a una columna de enemigos partisanos. Servios, rumanos, griegos, bosnios, y quién sabe qué más, todos montados como cosacos. En una batalla que duró dos horas y que se desarrolló a lo largo de veinte kilómetros de llanura, los barrimos por completo, a costa de perder a muchos de los nuestros. Hoy volvimos a luchar, y de los seiscientos ochenta y cuatro hombres que nos quedaban, perdimos a cuarenta y tres. Ahora somos seiscientos cuarenta y uno.

—Pues su salud y su aspecto son extraordinarios, después de una batalla así —comentó Alessandro.

—Todos se merecen una medalla —declaró Strassnitzky—. Mis hombres son los mejores.

—Señor… —preguntó de pronto Alessandro—, ¿y dónde se encuentra el otro grupo?

—¿Qué otro grupo?

—Los otros trescientos cuarenta y uno. He contado sus caballos… Treinta formaciones de diez.

—En la guerra, los números… ¿Cómo se llama usted?

—Giuliani, Alessandro.

—En la guerra, Giuliani, los números no son como en los tiempos de paz… —¿Ah, no?

—Seguro que usted ya lo sabe. ¿Cuántos años lleva en el ejército?

—Tres.

Strassnitzky se encogió de hombros.

—En fin, pues ya lo sabe. Debería saberlo. La guerra actúa sobre la aritmética como una lente gravitacional sobre la luz. Éste es un concepto muy antiguo a mi parecer que los italianos no han entendido del todo.

—A mí me resulta familiar —declaró Alessandro.

—Venga ya —replicó Strassnitzky, con desdén—. ¿Cómo es eso posible?

—Lo es porque en mil novecientos quince, cuando me encontraba en las trincheras en el Isonzo, leí en un periódico todo lo relacionado con la teoría de la relatividad general. Mi padre me lo envió. Fue lo último que consiguió pasar. El comportamiento de la luz supone para la estética lo que la física para la ingeniería. En cuanto al comportamiento de la luz, estoy familiarizado con los trabajos de Eddington, ya que los periódicos ingleses llegaban hasta nosotros con mayor facilidad. Más fácilmente que a ustedes, imagino. A nosotros nos llegaban simplemente por correo, mientras que sus espías en Londres tenían que esconderlos en los falsos fondos de sus maletines, o copiarlos con escritura lo suficientemente pequeña para que pudieran enrollarse en torno a la pata de una paloma mensajera.

—¿Es usted físico? —preguntó Strassnitzky, como alguien que cree haber dado en el blanco—. Yo sí lo soy. Bueno, no lo soy en realidad, pero estoy versado en física. Empecé con la balística…

—Mi trabajo me exige saber tanta física y cosmología como pueda, pero eso apenas me convierte en un físico —dijo Alessandro.

—¿Su trabajo es la estética?

—Lo era.

—¿Croce?

—Croce, entre otros.

—Nunca hubiera imaginado que nuestras profesiones estuvieran tan interrelacionadas, como para que usted esté enterado de lo que yo debo saber.

—En cierto modo, ambas son una misma. Uno no puede entender la ciencia sin el arte, o el arte sin la ciencia. Sólo los ignorantes en ambas disciplinas creen que son cualquier cosa excepto dos expresiones distintas de una misma entidad. —Alessandro se inclinó hacia él—. Pero ¿qué me dice de los números en la guerra? No estoy muy seguro de haberle entendido.

—Deje que se lo explique. Es fantástico. Los números, como usted ya sabrá, son ilusiones sutiles. No es necesario conocer las disertaciones de Arquímedes acerca de los conejos y las tortugas para saber que cuando uno empieza con los números negativos, como ocurre con nuestros escolares, está cantando como un druida. ¿Las conoce? Sí, claro.

»Bien. En la guerra, el terror, la reducción de las cuestiones escatológicas, el compendio de las leyes del hombre, la falta de sentido común en ellas, la confusión, la entropía…, todo se confabula para demoler por completo el significado y la integridad de los números. Observe los gastos de la guerra. Mire las increíbles cifras de las bajas en el Frente Occidental o, a este respecto, en el Isonzo. Mire la total confusión del tiempo. El tiempo, algo que se expresa de forma análoga mediante números, avanza completamente torcido durante la batalla, como usted muy bien debe saber. Lo mismo sucede con las abstracciones numéricas.

—Pero ¿dónde están los otros trescientos cuarenta y un hombres? —inquirió Alessandro.

—Confíe en mí… Algunos asuntos no pueden discutirse de forma tan abierta. Estamos en guerra, usted es un prisionero enemigo y yo soy un mariscal de campo. No esperará que discuta con usted asuntos que son secretos militares, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Sin embargo, puede llegar a entenderlo. Usted ha recibido una educación esmerada, pero, dígame, ¿tiene buena caligrafía?

—No.

—¿No? Qué lástima.

—Para mí, escribir una sola palabra es como agarrar un manojo de cables eléctricos. Mi mano y mi brazo quieren hacer cualquier cosa excepto lo que yo deseo que hagan, y eso duele. Sin embargo, debo escribir documentos y artículos casi continuamente, y no tengo ni el temperamento, ni la oportunidad para dictárselos a alguien. Cuando ayudé a mi padre en su bufete, que Dios me ampare, trabajé como escribiente. Nunca supo lo difícil que me resultaba; suponía simplemente que no me interesaba. Ya le he perdonado.

—¿Por qué no eligió otra profesión, en la que no tuviera que sufrir?

—¿Tan extraño resulta que alguien se ligue a aquello que lo incapacita?

—¿Y qué me dice de una de esas cosas, como las llamen, en las que uno imprime letras al golpearlas?

—Máquinas de escribir.

—No, es otro nombre. Un nombre francés, como rotopisseur.

—Eso es un quiosco para mear.

—Ah, ya sé. Lo llaman engrosseur papyréanne.

Alessandro empezó a preocuparse. Naturalmente, cualquier entusiasmo sobre la máquina de escribir, de la clase que fuera, lo desasosegaba, y ansiaba que Strassnitzky cambiara de tema.

—¿Sabría utilizar una?

—Aunque parezca sorprendente, debido a mis dificultades para controlar los músculos de la mano, bastante bien. Mi problema reside en el movimiento de prensión. Cuando mis dedos pueden volar libremente, son capaces de hacer casi cualquier cosa. Sin embargo, en los periódicos más eruditos miran por encima del hombro a los mecanógrafos, así que estoy mal visto. Por supuesto, no deja de ser un mal menor.

—Por eso se lo he preguntado. Necesito a un hombre instruido para que sea mi secretario particular hasta que lleguemos a Viena. Allí mi secretario se reunirá con nosotros después de recuperarse de una herida que se hizo con la ruleta rusa.

—¿Cómo logró que la bala no le atravesara los sesos?

—Eso fue fácil.

—¿Tiene una máquina de escribir?

—Una pequeña, que el ministerio envió al personal de todos los mariscales de campo.

—Perdone, pero ¿por qué no lo hace uno de sus oficiales? Su alemán será mucho más preciso, usted podrá confiar en él más que en un prisionero, y ellos conocerán mejor los encabezamientos y los saludos.

—No —replicó Strassnitzky—. Ellos prefieren no redactar la historia de sus propias hazañas. Eso los turba. Como ya le he dicho, mi secretario es un civil. Por eso he pensado que un prisionero podría ser un buen sustituto.

—Entonces, me alegro de poder hacerlo —contestó Alessandro.

—Bien. Le pagaré la tarifa estipulada. Dankwart está muy satisfecho con lo que le doy. Mantiene un piso en la ciudad y un chalet cerca de Innsbruck, donde practica el esquí.

—Pero yo soy un prisionero de guerra…

—Muy pronto la guerra terminará, el imperio está acabado, y todo cambiará. Que nos dejen reanudar nuestra existencia con equidad y decencia.

—Es usted muy amable —dijo Alessandro—, pero ¿qué será de mí cuando lleguemos a Viena?

—Al ritmo que avanzamos hacia el norte, llegaremos a Viena en septiembre. Para entonces la guerra puede haber finalizado. Y si no es así, no faltará mucho. Haga que le den esa máquina de escribir. Las cosas cambian rápidamente, y allí esperarán que los informes de un mariscal de campo vayan en aumento. ¿Por qué, si no, iban a enviar esa copiadora?

Después de que Alessandro invirtiera media hora en acomodarse él y la máquina, a fin de que los codos quedaran en la posición correcta, estuvo en disposición de que Strassnitzky le dictara.

—Ya pondré más tarde los datos de la unidad y los códigos. Basta con que deje los espacios necesarios. ¿Listo?

—Sí.

—04.00: Todavía de noche, levantamos el campamento en Szegy-Maszlow y proseguimos hacia el noroeste bajo la luz de la luna, en cuatro columnas espaciadas por unos dos kilómetros.

»06.00: A plena luz del día, las columnas se dirigen hacia el norte, dividiéndose en escuadrones para rastrear una franja de cincuenta kilómetros.

»07.00: Corcel imposibilitado a consecuencia de una Caída. Una pata rota. Sacrificado mediante un disparo. Montura sustitutoria proporcionada por el escalón de retaguardia, con el que nos encontramos en el flanco occidental a las 07.25.

»12.00: Parada para comer.

»12.30: Prosigue el rastreo hacia el norte.

»13.15: La línea de rastreo vira hacia el oeste, prosigue a toda velocidad unos quince kilómetros, hacia un grupo de colinas situadas en dirección noreste-sudoeste. Nuestros mapas señalan que detrás de esa pequeña elevación hay un lago. Durante el alto se envían patrullas para averiguar cuál es la situación en las colinas y el terreno que hay al otro lado.

»13.37: Un jinete avanzado de la patrulla occidental regresa e informa de que hay humo y disparos al borde del lago.

»13.40: Reunificación en cuatro columnas y avance hacia las colinas. Se envían jinetes a inspeccionar.

»13.50: Nos detenemos en lo alto de las colinas. Se oyen disparos y se distingue el humo hacia la parte nor-noroccidental del lago. Aguardamos el regreso de las patrullas.

»14.00: Las patrullas regresan formando un solo grupo, después de perder a dos hombres. (Véase el informe de bajas que se incluye). Un grupo de prisioneros de guerra acampados junto al lago se han amotinado después de coger desprevenidos a sus guardianes. La escolta, todos búlgaros, ha sido eliminada por completo, y los prisioneros, muchos de los cuales son soldados con gran experiencia, se han apoderado, como mínimo, de cien fusiles y pistolas. Aunque su munición sea limitada, nuestras patrullas han informado de que han desplegado posiciones defensivas y que están enterados de nuestra presencia. Es probable que sean lo bastante listos para juzgar, por el débil resplandor del polvo que se elevaba detrás las colinas, que ochocientos jinetes cabalgaban hacia ellos. Según la geología de una determinada región, a veces es posible oír a través del suelo cómo se acerca un grupo numerosos de jinetes. Por otro lado, durante semanas hemos presenciado espejismos en la llanura; quizá con el calor que distorsiona la luz nos hayan visto galopando por el cielo.

Alessandro tomaba nota de todo aquello casi sin respirar.

—Convencido de que cuánto más pronto atacásemos menos tiempo tendría el enemigo para levantar muros de contención, puntos clave y barricadas, he dividido el regimiento en ocho formaciones y de inmediato he ordenado la carga. El plan consistía simplemente en apoderarnos del campamento enemigo lo más rápido posible mediante un ataque directo por tres flancos. He ordenado a las tropas que disparen muy bajo a fin de no herir a los compañeros que ataquen por el lado opuesto.

»14.08: Contacto simultáneo con el enemigo por tres bandas. Sus parapetos aún estaban en período de construcción y no eran lo bastante altos para impedir que nuestros caballos saltaran por encima. Hemos penetrado en sus líneas saltando la barrera, y en menos de un par de minutos ya estábamos allí dentro. Después de una pequeña pausa, en la que tanto ellos como nosotros hemos recuperado fuerzas, el enemigo ha saltado al otro lado de los parapetos y ha empezado a disparar.

»Sin espacio para emprender la carrera, nuestros caballos no podían volver a saltar los muretes, sobre todo después de ver que derribaban a los que ya lo habían intentado.

»Hacia las 14.10, he ordenado al corneta que toque a desmontar. En esos minutos hemos sufrido la mayor parte de nuestras bajas. El fuego enemigo era muy preciso y perfectamente controlado. Cuando un enemigo caía, otro cogía su arma y lo sustituía. Por ese motivo, la batalla se ha prolongado con una sorprendente intensidad.

»A las 15.00 he ordenado al Segundo Batallón que montara de nuevo. Después de abrirse camino entre las brechas que habíamos provocado, han rodeado al cuerpo principal del enemigo, que se ha dispersado a eso de las 15.30.

»A las 16.00 he reagrupado a los otros batallones y he salido en busca de los soldados desperdigados.

»17.30: Volvemos a encontrarnos junto a la orilla del lago. Lavamos los caballos. Enterramos a nuestros muertos. Cuarenta y tres bajas; ni un solo herido. El enemigo había limado las balas para obtener el máximo impacto, y los disparos se efectuaban desde una distancia extremadamente corta. Hemos contado quinientos cuarenta enemigos muertos. Unos trescientos han escapado. Un prisionero. (Véanse anexo e informes suplementarios que se adjuntan).

»20.00: Se ha instalado el campamento en la vertiente sur del río que sale del lago, como ya se ha descrito. Mañana a las 04.00 proseguiremos hacia el noroeste.

Cuando Alessandro terminó de mecanografiar, los dedos le temblaban.

—No he sido yo quien inventó la guerra, y usted tampoco —afirmó Strassnitzky—. Nuestra única responsabilidad consiste en sobrevivir a ella lo mejor que podamos. El imperio está acabado, e Italia también. Italia ganará, pero se hundirá interiormente. Pienso que Dios ha desencadenado la guerra a fin de que tanto usted como yo podamos estar aquí sentados, junto a este río, a la luz de esta lámpara, cubiertos de sudor y sorprendidos de haber escapado a tener que matarnos mutuamente.

»De todos modos, mañana a las cuatro de la madrugada saldremos sin desayunar. Por eso hemos cenado de forma tan espléndida, aunque a algunos hombres les resulte difícil dormir después de una comida tan copiosa. Los caprichos del aparato digestivo no entienden de ritmos ni de razones. Algún día se utilizarán los rayos Roentgen para realizar planos del estómago.

A las tres de la madrugada, bajo un cielo resplandeciente con miles de estrellas, un suave toque de diana despertó a los soldados, a sus prisioneros y a los auxiliares civiles. Los centinelas se alegraron de que finalizara su guardia y de que ya no fueran los únicos en estar despiertos hasta el amanecer.

A las cuatro, formados según el escuadrón y la compañía, se enfrentaron a Strassnitzky y a sus oficiales, cuyos caballos, a diferencia de los menos irritables de los soldados, corveteaban atrás y adelante. Alessandro montaba una yegua que saldría ventajosa si se la comparaba con Enrico, y las guarniciones eran tan buenas como las mejores que hubiera poseído en toda su vida.

Alessandro había observado formaciones de caballería italianas por las carreteras que conducían a Roma, cabalgando entre hileras de álamos estilizados, brillando bajo el sol y el viento. Tanto los lanceros como los espadas siempre mostraban una expresión grave, como si no estuvieran muy seguros de que pudieran mantener el equilibrio sobre sus monturas, y su armamento parecía puramente de adorno. Los hombres de Strassnitzky, en cambio, iban armados más como soldados de infantería que de caballería. Un centenar eran lanceros, y cada hombre llevaba una espada, pero ahí finalizaban todas las similitudes con la caballería tradicional.

Cada soldado llevaba colgando del cinto una pistola semiautomática. Detrás de ésta se alineaban dos cartucheras de munición suplementaria, y en la silla de montar llevaban una bolsa de cuero con otra media docena de cartucheras. En la vaina que colgaba de la izquierda de la silla, y que se metía limpiamente bajo la pantorrilla del jinete, había un fusil Máuser 98, el cual nunca se atascaba, y era potente y preciso. En la vaina, al estilo de los canguros, había una bolsa con la bayoneta. En la parte posterior de la silla colgaban otras alforjas, firmemente sujetas a ella mediante correas. En su interior se guardaba munición para el fusil, tenazas para cortar alambradas, un casco de acero, un botiquín, una cantimplora y dos granadas de mano. Cada treinta hombres había uno que, en vez de fusil y alforjas, en la parte trasera de la silla de montar llevaba una ametralladora ligera, atada a un bastidor especial que se mantenía en equilibrio mediante una disposición geométrica de las correas, la cual permitía descargarla rápidamente. La gran cantidad de munición que transportaban para esas ametralladoras se repartía igualitariamente entre todos. Incluso el mismo Strassnitzky llevaba cincuenta balas.

Muchos de aquellos jinetes llevaban navajas cruzadas sobre el pecho, bandoleras suplementarias con munición y porras para asalto a las trincheras. Alessandro estaba convencido de que se precisarían más de mil soldados de infantería italianos, con todo su armamento, para igualar a aquellos trescientos hombres. Cada uno era un jinete experto y un soldado veterano. Profundamente impresionado, Alessandro imaginaba que al cabo de pocos días podría ver los feroces combates balcánicos que tanto se comentaban en el Isonzo. Éstos adquirían proporciones míticas, debido quizás a que cuando los soldados italianos miraban hacia el este al salir el sol, las montañas tenían un aire de lejanía no únicamente en el espacio, sino también en el tiempo. Sin embargo, se sentía desconcertado respecto a dónde podrían encontrar al enemigo, ya que la campiña que los rodeaba era totalmente pacífica.

Strassnitzky trotó hacia la unidad en la que Alessandro permanecía en su silla, esperando nervioso la orden de partir. Las estrellas giraban en el cielo y se vislumbraba una débil franja de luz tras el perfil de las colinas. Strassnitzky la observó y se izó sobre los estribos. Al sentarse de nuevo, se volvió hacia Alessandro. Su caballo se estremeció, retrocedió dos pasos y luego avanzó otros dos.

—Si no es usted capaz de cabalgar como un soldado de caballería, tal como me juró —le dijo en voz baja—, haré que lo fusilen.

—No será el primer austríaco que me dispare —le contestó Alessandro.

—Yo no he dicho que vaya a dispararle.

—La precisión en el lenguaje es lo mismo que la puntería en relación a un arma de fuego —replicó Alessandro.

—Exacto.

—¿Dónde está el enemigo? —preguntó Alessandro, pues estaban preparados como si fueran a entablar una feroz batalla, y sin embargo se encontraban a mil kilómetros del frente más cercano.

—El enemigo está por allí —contestó Strassnitzky, quien guió su caballo a campo abierto.

Allí volvió a levantarse sobre los estribos, a fin de que su voz pasara por encima de las cabezas de los soldados que estaban en las primeras filas:

—Seis grupos, a distancia corta, por el camino de la derecha hasta el amanecer. Luego viraremos hacia el norte. ¡En marcha!

Espoleó a su caballo y entró en el arroyo. En el agua, el animal se movió como un caballito de balancín, lanzando cortinas de espuma. Luego subió a la otra vertiente y desapareció por el camino tras el montículo. Los demás lo siguieron, revolviendo el agua del riachuelo. En pocos minutos, los trescientos caballos avanzaban a todo galope y sonaban como una tormenta perdida en la llanura.

A veces transcurrían entre hileras de pequeños árboles que delimitaban el camino como las columnatas de las galerías bajo cuya sombra los comerciantes y los abogados de Roma pasaban las tres horas del almuerzo. Incluso antes del amanecer, el aire más frío parecía detenerse en el espacio entre las dos hileras de árboles. Pero cuando el sol iluminó oblicuamente los campos y cubrió de sombras las laderas de las colinas, el olor a hierba y a rocío inundó el aire con su promesa de tranquilidad. Y cuando cayó sobre los hombros de los soldados y de sus monturas, proyectando sombras monstruosamente alargadas, las columnas giraron hacia el norte con asombrosa velocidad.

El sonido de los cascos herrados comprimiendo la hierba recordaba al de una plaga de langosta devorando todo un campo sembrado. Los caballos respiraban con regularidad y daban la impresión de que, como los motores de un aeroplano, podían seguir así durante horas sin una sola contracción nerviosa. Siempre eran capaces de abrirse paso entre los arbustos, de saltar un seto o un muro, o de soslayar los árboles. Volaban sobre las zanjas, los marjales o los troncos, a gran velocidad, sin dudar ni una sola vez, y reaccionaban ante los obstáculos no reduciendo la velocidad, sino incrementándola.

Cabalgar de aquella forma resultaba casi tan agotador como si el jinete tuviera que cargar con el caballo. Alessandro tenía que cambiar tan a menudo de postura que todos sus músculos estaban en constante tensión, los ojos le saltaban en las órbitas y pensaba con tal intensidad a medida que avanzaba, que el tiempo transcurrió con la misma rapidez que si él estuviera cayendo por un precipicio. Cuando al mediodía se detuvieron en un tórrido campo lleno de los descoloridos rastrojos que quedaban de la cosecha de trigo, Alessandro estaba empapado en sudor y respiraba como un ciervo herido. Durante ocho horas sólo había pensado lo que le obligaba el esfuerzo físico de seguir adelante. Se había convertido en un águila, o en un ciervo, sin poder de reflexión, sin tiempo para el porvenir, ni oportunidad para el pasado, sino tan sólo una profusión insoportablemente espléndida de movimientos, colores, aromas y sonidos. Eso le había encantado.

Sólo disponían del agua caliente de las cantimploras forradas de fieltro y algunos minúsculos melocotones tan duros como una piedra. Luego, sin apenas detenerse, reanudaron la marcha por tres valles que, según el mapa, convergían en un pueblo llamado Janostelek. A las seis de la tarde, el Segundo Batallón, donde iba Alessandro, entró en Janostelek después de haber rastreado el centro del valle, y se encontró con la plaza mayor cubierta de mesas y sillas donde estaban sentados los hombres de los otros batallones. Strassnitzky se hallaba acomodado en la esquina de una mesa, con tres hermosas rameras ya borrachas.

Los camareros entraban y salían de los restaurantes que daban a la plaza. Los asadores de delante de los restaurantes ardían con todo su esplendor, mientras unos chiquillos sudorosos daban vueltas a las manivelas y sus padres o madres lardeaban y cortaban los trozos de carne. Dos orquestas tocaban cada una distintas czardas: una que sonaba como si fuera turca, y la otra tal como debía sonar. Entonces Strassnitzky se levantó de la mesa y las unificó, tanto física como musicalmente, de modo que pudieran interpretar alegres valses de los que tanto gustaban en la capital y a los que tan aficionados eran los de su clase.

Los soldados seguían armados, las camisas blancas por la sal, y completamente sucios tanto sus rostros como sus manos. Comían bajo las enredaderas y las parras, consumiendo cualquier cosa que los camareros pudieran proporcionarles. Los caballos también estaban ocupados en largas hileras frente a la plaza, comiendo avena y bebiendo de un abrevadero por el cual fluía una corriente de agua fresca.

Alessandro contempló las estólidas formas de los edificios y los árboles adquirieron nueva vida a instancias de la música. Strassnitzky había pagado con oro, y todo el pueblo estaba a su disposición. Incluso en los comercios cada hombre estaba autorizado a llevarse más o menos lo que le apeteciera, y en Janostelek las tiendas vendían periódicos, comestibles, chucherías, dulces, libros; resumiendo, todo aquello que los soldados pocas veces podían ver.

Si bien la mayoría de las mujeres decentes estaba en sus casas, las rameras habían salido en tropel, aunque la importancia del pueblo tan sólo permitía que hubiera ocho. Las tres que había en la mesa de Strassnitzky bebían demasiado, reían ahogadamente y le acariciaban el cabello de la manera apropiada y fascinante con que las rameras suelen acariciarlo, como si nunca hubieran visto nada semejante.

Cuando Alessandro hubo cuidado de la alimentación de su caballo, se acercó a Strassnitzky.

—Creo que redactaré mi informe bastante tarde esta noche —comentó Strassnitzky—. Incluso creo que no voy a informar de nada…

Las rameras estallaron en una cascada de risas.

—Le he visto montar. Pensaba que lo haría como un caballero, o como un mozo de cuadra; con un nivel que le permitiera seguir y no caerse. Pero luego he pensado… —Se interrumpió para beber un trago largo de champaña—. Luego he pensado, bueno, ese tipo cabalga como un cazador de zorros. Y luego le he observado un poco más, y he comprendido que usted era tan bueno como cualquiera de mis hombres. Cabalga como alguien que, al igual que yo, practicara la doma y la caza antes de cumplir los diez años, y que desde entonces, con su propio caballo, hubiera seguido adelante, con el campo como único maestro.

—Mi caballo se llamaba Enrico —explicó Alessandro—, y mi padre me lo compró en Inglaterra.

—¿Tú eres italiano? —preguntó una de las rameras—. En mi habitación tengo un libro que habla de repostería. Está escrito en italiano y nunca he podido saber qué pone. Quizá pudieras decírmelo…

—¿Por qué no la acompaña? —preguntó Strassnitzky.

—Ven —invitó la ramera, dejando a Strassnitzky a sus dos compañeras—. También tengo una locomotora de juguete que quizá te guste. Mi hermano me la regaló antes de alistarse en el ejército.

—¿Está vivo tu hermano? —preguntó Alessandro, mientras cruzaban la plaza.

—Sí. Es panadero y siempre está fuera del alcance de los cañonazos. Yo me he quedado su habitación.

—¿Y tus padres?

—Mi madre era una cantante. A mi padre nunca lo conocí, y ella tampoco. Mi madre nos confió a la abuela y, cuando ésta murió, no quiso que volviéramos con ella… Todavía es una cantante; va por ahí de un sitio a otro. Por entonces mi hermano ya era lo bastante mayor para entrar de aprendiz, y yo para trabajar de criada.

»Cuando él entró en el ejército, quiso que me quedara con su habitación, y al ser su hermana conseguí una pensión del estado. —Miró a Alessandro y le sonrió—. Yo soy muy libre —le dijo—. Hago lo que me da la gana. ¿Y tú?

—Yo nunca hago lo que me da la gana —contestó Alessandro.

—No me refería a eso, sino a tu familia.

—Todos han muerto, excepto mi hermana.

—Eso nos acerca, ¿no te parece?

—¿Por qué?

—Tú sólo tienes a tu hermana, y yo sólo tengo a mi hermano.

—No creo que eso nos acerque.

—Entonces quizá debiéramos intentar alguna otra cosa.

—Hablas igual que una mujer que conocí en Toulon —le dijo Alessandro—. Era la hija de un almirante, y se parecía mucho a ti… Alta, rubia, bronceada, quizá con una constitución menos atlética. Coincidimos en un mismo compartimento del tren. Aseguró que le encantaba hablar italiano, y mientras lo hacíamos, ella con cierta dificultad, me confesó que tenía algún problema con sus sostenes. Pensé que iba a disculparse y salir, pero en cambio me pidió que se los arreglara.

—Eso suena encantador.

—No pude arreglárselos. Ni siquiera supe ver qué era lo que no funcionaba, pero cuanto más lo intentaba y ella forcejeaba, más se desmontaba la prenda. Hasta que los sostenes quedaron colgados sólo de un tirante. Entonces ella lanzó un profundo suspiro y rompió el hilo que quedaba.

Los dientes de la mujer estaban parcialmente apretados y, al respirar, el olor a champaña precedía al impulso de sus pulmones. Sus ojos entornados miraban como si no pudieran enfocar correctamente. A través de las calles estrechas, corrieron hacia la habitación que ella tenía sobre la panadería.

Alessandro atravesó el pueblo para regresar al campamento de Strassnitzky. Los pórticos que habían alrededor de la plaza estaban desiertos, y las calles tan silenciosas que podía percibir el sonido de varias fuentes; incluso un arroyo que había sido canalizado entre unos muros de piedra. Cruzó aquel riachuelo por uno de los pequeños puentes de piedra que lo atravesaban y se detuvo a contemplar el agua que corría allí abajo. En las zonas más oscuras se reflejaban las estrellas.

El campamento de los húsares estaba emplazado en un campo enorme, bordeado en los cuatro costados por unos árboles altísimos que se mecían suavemente con el viento. Las proporciones del campo hacían que el campamento pareciera particularmente espacioso y tranquilo.

Cuando Alessandro se agachó para entrar en la tienda de Strassnitzky, el cual estaba sentado en una silla de campaña con los pies en alto y la mirada fija en la lámpara, su aspecto era de profunda satisfacción.

—Me temo que las mías eran más exigentes —comentó Strassnitzky.

—¿De veras?

—Quizá debiera haberse quedado usted con las mías y yo con la suya. Las mías eran voraces, casi violentas. A lo mejor creen que los soldados necesitamos que nos traten así. Ellas, más que nadie, deberían saber que ciertas partes del cuerpo no llegan a endurecerse, por mucho que se ejerciten.

Alessandro se sentó ante la máquina de escribir e hizo sonar los nudillos para darles flexibilidad.

—Nosotros no pasamos de la panadería. El panadero nos dio pan recién horneado y té, y ahora no puedo dormir.

—Eso no importa —dijo Strassnitzky—. Cuando hayamos terminado ya será hora de partir. Dígame, ¿por qué los italianos son siempre tan impredecibles por lo que se refiere a las mujeres?

—¿Qué quiere decir?

—Ella le quería a usted. Lo deseaba. Me di cuenta.

—Yo no la quería.

—¿Por qué? —preguntó Strassnitzky.

—Mientras permanecíamos sentados en la panadería, viendo cómo el panadero trabajaba la masa sobre la mesa de mármol, el deseo que había sentido por ella, el cual había sido bastante intenso, se desvaneció… La muerte no consigue debilitar la fidelidad, sino que la fortalece.

—¿Quién ha muerto? —preguntó Strassnitzky.

—La mujer a quien yo amaba.

—Comprendo.

—Sólo cuando ya no quedan esperanzas, renace la devoción.

—Como Dante y Beatriz.

—Es posible.

—Ya sé cómo piensan los italianos —dijo Strassnitzky, que no necesitaba mostrarse considerado con su prisionero—. Piérdete en el mundo espiritual ahora, y estarás preparado para cuando éste se te presente. Entrégate a la devoción según las exigencias de la eternidad y sufre, pero sufre sin sorpresas. Usted es romano, ¿verdad?

Alessandro asintió.

—Naturalmente. Roma es un buen entrenamiento para la ciudad celestial, un buen lugar para dar el salto. Allí se consiguen placeres terrenales que fácilmente se traducen al lenguaje divino.

—A eso lo llaman arte —puntualizó Alessandro.

—Pero ¿y si la muerte es tan sólo un vacío?

—Si el cielo no existe, entonces yo lo habré experimentado de antemano, dado que yo mismo lo habré inventado.

—¿Qué me dice del placer y la alegría?

—Puede usted ser tan alegre como quiera, y devoto al mismo tiempo.

—¿Cómo Tomás de Aquino y san Agustín?

—Se lo pasaron bien.

—¿Verdad que sí?

—Sí —le contestó Alessandro—. Sobre todo san Agustín.

—Diría que lamenta no haber subido con aquella chica, haber hecho que se abriese de piernas y habérsela metido hasta el fondo. A ella le habría gustado. Y usted se lo habría pasado bien.

—Seguro que tiene usted razón —concedió Alessandro—, pero yo veo en lo alto una ventana que brilla entre la oscuridad que la rodea. Está llena de luz, como si el sol se ocultara allí detrás. Y en esa ventana, aunque yo no puedo verla, se encuentra Ariane, como si estuviese viva. A medida que el tiempo transcurre, ella brilla con más fuerza, y yo la quiero cada vez con mayor intensidad.

—Al final, Dante encuentra a Beatriz.

—Sí —admitió Alessandro—. De un modo u otro.

—¿Cómo murió ella?

—Fueron sus aviones. Ustedes bombardearon el edificio en que ella se encontraba, y éste se vino abajo. El fuego fue tan intenso, que todo quedó reducido a cenizas.

—La guerra es la guerra —suspiró Strassnitzky.

—Sí, la guerra es la guerra —replicó Alessandro—, pero yo encontraré al piloto.

—¿Cómo? Seguro que no lo vio.

—Sí lo vi. Vi su rostro, aunque no podría identificarlo a causa de las gafas y el casco.

—Entonces nunca lo encontrará.

—Incluso los alemanes más latinos —dijo Alessandro, mirando a Strassnitzky como a través de un túnel—, los más relajados y los más humanos, mantienen y conservan meticulosos registros.

—¿Y?

—El avión tenía un número.

—¿Y usted lo vio?

—Así es.

Asustado en cierto modo por lo que intuía eran corrientes germánicas en un hombre a quien había considerado tan sólo un intelectual italiano, Strassnitzky replicó con cautela:

—Los registros son secretos, propiedad del Ministerio de la Guerra ¿Cómo piensa identificar al hombre con el número del avión?

—No tengo ni la más remota idea —contestó Alessandro, casi con arrogancia—, pero Dios se encarga directamente de todo lo relacionado con la vida y con la muerte. Eso lo he aprendido en la guerra.

—¿Piensa que Dios le facilitará los registros de las operaciones del ejército austríaco?

—No lo sé, pero, en ese caso, ¿no cree que lo primero que haría sería arreglarlo todo para que yo llegase a Viena?

Strassnitzky era capaz de grandes cambios. Al día siguiente de que ni él ni la mayoría de sus hombres durmieron ni un instante en el campamento profusamente iluminado de las afueras del pueblo, les hizo galopar hacia una cordillera de montañas cuyo color era púrpura entre la luz de las estrellas y el amanecer, pero luego rojo como la sangre, asalmonado, rosa y finalmente blanco como el yeso, con una neblina luminiscentes que flotaba como una cortina de manchitas doradas en las paredes de los riscos.

En busca de un lugar que conocía de antes de la guerra, condujo a sus columnas de jinetes a través de bosques de robles al pie de las colinas, donde hollaron los senderos, saltaron sobre troncos caídos y pasaron ante un jabalí listado, que contempló con horror cómo trescientos jinetes misericordiosos no le hacían el menor caso.

Luego, tras la barrera de robles, salieron a una región de rocas rojizas, abetos enanos, pastos y marjales, llegando a un hermoso lago rodeado de promontorios de limpio granito y playas de arena tan fina y tan blanca como la de los relojes.

Todos querían detenerse en cualquier parte, pero Strassnitzky los condujo al extremo occidental del lago, donde el río que lo alimentaba bajaba desde las montañas. Una lengua de granito, enorme y plana como el mismo río, formaba una rampa que bajaba hasta el agua, y el río fluía sobre ella a través de media docena de cálidos arroyos, trazando círculos y demorándose en pequeñas piscinas, precipitándose en cascadas y desperdigándose mediante una capa fina sobre un cuenco de roca tan gris como la espalda de un elefante. El sol calentaba el agua a medida que ésta recorría los bajíos, de modo que al volver a ganar profundidad en una especie de hoya estaba oxigenada y agradablemente tibia.

Allí pasaron el día. Agruparon sus armas y durmieron apoyándose en la silla de montar. Se deslizaron por las corrientes que conducían a las piscinas de la roca, se tumbaron entre las embestidas del agua donde era tibia y poco profunda, y saltaron por la cascada de diez metros que llenaba el lago, tras lo cual volvían a subir por la superficie de granito mediante los asideros en forma de peldaño y las resinosas ramas de pino que se introducían firmemente en la pared.

No comieron nada, pero bebieron gran cantidad de agua. Al cabo de varias horas, que la mayoría de los soldados pasaron durmiendo, Strassnitzky llamó a Alessandro. Éste lo encontró sentado en una roca plana, con la mirada perdida más allá de los pinos y fumando una pipa que desprendía un olor tan dulzón como el de los abetos. Se volvió hacia Alessandro.

—Sorpresa —le dijo, señalando la pequeña máquina de escribir que se hallaba sobre una roca cercana, con una hoja de papel ya lista y meciéndose suavemente atrás y adelante bajo el impulso del viento—. La copiadora… Bernard, que es capaz de hacer cualquier cosa con las máquinas, la desmontó para poder transportar el carro en una de sus alforjas, y los engranajes junto con el teclado en la otra. ¡Menudo decorado para un trabajo de oficina! Durante dos días vamos a redactar informes en este agradable entorno; quizá durante tres o cuatro…

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Alessandro—. Si el día de hoy aún no ha acabado.

—Haremos matrices —contestó Strassnitzky—. Matrices y copias.

Para no contradecirle, Alessandro se colocó la máquina de escribir sobre el regazo e hizo chasquear los nudillos. Con la máquina tan cerca, pensó, podía terminar con los codos destrozados.

—¿Listo con la copiadora? —preguntó Strassnitzky, protegiéndose los ojos de la intensa luz.

—Sí.

—Muy bien. Allá vamos. Voy a pasar de las horas y todo eso, e informar que hemos redactado lo sucedido mucho después de que aconteciera.

Strassnitzky empezó a dictar, y Alessandro a teclear.

—Debido a los acontecimientos que a continuación paso a describir, redacto este informe después de reflexionar, un día después de que ocurrieran los hechos. Después de levantar el campamento a la hora habitual, nos dividimos en seis columnas y proseguimos hacia el oeste-suroeste unos veinte kilómetros antes de girar hacia el norte, tal como solemos hacer. Debido a las montañas y las colinas al pie de la sierra que se introducen en la puszta, ya no pudimos seguir avanzando a la velocidad que permitiría un terreno llano e ilimitado.

»Finalmente llegamos a tres pequeños valles que convergen en el pueblo de Janostelek. La información obtenida de la población local nos hizo pensar que los servios controlaban uno de los valles, o más, y también el pueblo. El primero que se encontró con los servios fue el Segundo Batallón, que avanzaba por el valle central.

Alessandro levantó los ojos hacia Strassnitzky.

—Yo iba en el Segundo Batallón —indicó.

—¿Y qué?

—Que no nos encontramos con los servios. No encontramos a nadie. Esto es Hungría, y los servios están en Servia. Son los húngaros los que habitan en Hungría.

—Todo está en la mente —dijo Strassnitzky, dándose unos golpecitos en la cabeza al tiempo que cerraba los labios en torno a la pipa.

—¿El qué?

—Todo.

—Quizá se refiera al Primer Batallón, o al Tercer…

Strassnitzky reflexionó un momento.

—De acuerdo, el Tercer Batallón. Como muy bien sabe, usted es italiano, yo soy vienés, y ambos estamos aquí, en Hungría. ¿Por qué no pueden los bosnios estar aquí también?

—Ha dicho los servios.

—Eso, los servios… —Entonces reanudó su informe—: El Tercer Batallón fue el primero en encontrarse con los servios, que se ocultaban detrás de los árboles y en los salientes rocosos que dominaban la ruta que debíamos seguir. Los servios, haciendo gala de su característica disciplina, no abrieron fuego hasta que tuvieron completamente rodeada la columna. Sin esperar la orden, nuestros hombres desmontaron y formaron grupos de asalto. En una lucha cuerpo a cuerpo entre los árboles y por las pronunciadas pendientes del valle, lograron ahuyentar al enemigo y mataron a dieciocho. Seis hombres del Tercer Batallón murieron y hubo nueve heridos.

»Mientras tanto, el Segundo Batallón, que iba por el centro, al oír a lo lejos un tiroteo dio media vuelta para evitar una emboscada.

—No ocurrió así —replicó Alessandro.

—Claro que ocurrió así.

—No, no es cierto. Yo fui con él todo el día. No oímos ningún tiroteo y en ningún momento dimos media vuelta.

Strassnitzky golpeó la pipa contra la roca y la vació del tabaco que quedaba.

—Está bien —concedió—. Corrección: Tercer Batallón.

—Pero usted ya ha dicho que el Tercer…

—Perdone, el Primer Batallón.

—Primer Batallón —repitió Alessandro, tecleando con rapidez.

Strassnitzky prosiguió:

—Al dar media vuelta, el Primer Batallón cayó directamente en una emboscada con fuego de morteros y ametralladoras. Sin embargo, al disparar, los morteros se precipitaron y tan sólo uno estalló cerca de la columna, avisando a nuestros hombres y permitiéndoles que se detuvieran antes de estar a tiro de las ametralladoras. La columna avanzaba en formación de artillería, una línea larga y delgada, debido a que atravesaba un estrecho sendero que cruza el valle. Por ese motivo las bombas provocaron daños menores, matando a un caballo e hiriendo a otro, aparte de cortar la cinta de los prismáticos de un soldado. Los hombres que habían perdido sus monturas pasaron rápidamente a otras dos, y todos cabalgaron hasta situarse fuera del alcance del fuego enemigo.

»Los servios dejaron de disparar y se mantuvieron en sus puestos, pensando que el combate había finalizado. Pero el Primer Batallón descubrió que el camino que habían tomado conducía a un nivel superior sobre la situación del enemigo. Se ordenó desmontar y los soldados apuntaron sus fusiles hacia abajo, en posición de disparo. Al verlos, los servios dispararon unas cuantas cargas de mortero y las ametralladoras, pero fue en vano, ya que nuestros hombres estaban lejos de su alcance. Ellos, en cambio, estaban más o menos bajo el nuestro, a unos doscientos metros… Dado que disparábamos desde arriba, había razonables posibilidades de que diéramos en el blanco, en especial debido a la concentración y a la intensidad del fuego. Cuando los Máusers abrieron fuego, tres de los contrarios cayeron inmediatamente, y los demás se retiraron de los lugares que se encontraban al descubierto, perdiendo a otro de sus hombres.

»Mientras tanto, el Segundo Batallón avanzó por el centro sin problemas —dictó Strassnitzky, y luego puntualizó—: a excepción de un desprendimiento de piedras que provocaron los partisanos desde arriba.

—¿Qué desprendimiento?

De pronto, Strassnitzky se enojó. Se volvió hacia Alessandro y, entre la pipa que desprendía excesivo humo, masculló:

—¡Oiga! ¡Usted escriba lo que le dicto o lo despido!

—¿Cómo puede despedirme? Soy un prisionero.

—Tiene usted razón. No puedo despedirlo, pero sí hacer que lo fusilen. Tome nota.

Alessandro colocó los dedos sobre las teclas, en señal de obediencia.

—Cuando los batallones convergieron en las afueras del pueblo, descubrimos que el enemigo se había apoderado de él, había instalado cañones, ametralladoras, alambradas, campos de minas y barricadas de sacos de arena.

Los ojos de Alessandro saltaban de un lado al otro mientras tecleaba a gran velocidad.

—Al pertenecer nosotros a la caballería ligera, estamos mal equipados para sitiar una ciudad. No disponemos de ningún tipo de artillería y tan sólo de unas cuantas ametralladoras. Las fuerzas enemigas eran relativamente escasas, unos ciento setenta y cinco hombres, lo cual convertía sus emboscadas en poco más que hostigamientos, pero no nos quedaba suficiente luz natural para intentar un asalto. Su artillería era impresionante, lo mismo que sus defensas. Además, el pueblo se hallaba rodeado por un río que transcurría por un canal amurallado. Eso hacía que la defensa fuera muy sencilla. Sólo la parte abierta del pueblo necesitaba una defensa potente, y por eso habían instalado allí alambradas y ametralladoras.

»Nada más llegar, las bombas empezaron a caer a nuestro alrededor. Lo que más nos preocupaba era que los grupos de las emboscadas nos rodearan por la retaguardia, quizá con la ayuda de otros cuya presencia ignorábamos. El ánimo entre la tropa no era muy alentador, y todos estábamos cansados y hambrientos. Mis oficiales me apremiaron para que pasáramos de largo por el pueblo.

»Yo no sólo rechacé tal acción, sino que me negué a ordenar la retirada para huir del bombardeo. Había algo que me intrigaba… Aunque cayeran bombas, los artilleros no nos veían, y nuestros hombres, incluso montados, eran capaces de suprimir a sus vigías, que estaban situados en lo alto del campanario, con sólo unas descargas de sus fusiles. Ése fue el segundo incidente, en un solo día, que confirmaba la sapiencia de la caballería al llevar fusiles de cañón largo.

»Mientras las bombas caían a nuestro alrededor y los caballos pateaban en señal de protesta, descubrí lo que estaba buscando. Ordené a uno de los soldados que desmontara y que midiera el ancho del río. Para eso hicieron falta dos, ya que había que utilizar una cuerda. Cuando regresaron, hice, que extendieran la cuerda en el suelo. Luego ordené que arrancaran una valla y que la tendieran a lo largo de la cuerda. Hice dar la vuelta al caballo y lo conduje hasta el camino. Luego lo obligué a girar y lo espoleé recto hacia la valla. No le sobró espacio al saltar, pero lo consiguió.

»Eso animó a mis hombres. Ellos sabían, al igual que yo, que un tramo de unos quinientos metros a lo largo del río estaba defendido sólo por una docena de fusileros, quienes supuestamente tenían que derribar a los que pretendieran bajar el muro hasta el río, cruzar a nado, y luego volver a subir.

»Formamos dos hileras y nos situamos de cara al río. Los doce fusileros comprendieron lo que nos disponíamos a hacer y empezaron a disparar. Entonces cargamos. Yo mandé la primera fila, y pasamos por encima de los fusileros para coger a los otros por detrás antes de que pudieran volver sus armas contra nosotros.

»La segunda oleada mató a los fusileros, ya fuese con las pistolas o con las espadas. Ocho de los nuestros murieron a consecuencia de los disparos o porque los caballos no lograron pasar del otro lado y los tiraron contra el muro, cayendo al río. En total fueron diecisiete caballos los que no lograron saltar, pero, de éstos, seis se recuperaron más tarde en un prado próximo al pueblo, con las sillas colgando entre sus patas.

»La batalla por el pueblo fue rápida, feroz y costosa. La primera fila se metió entre las callejuelas y batió las defensas del enemigo no en masa, sino formando pequeños grupos; y no todos a la vez, sino en cuestión de minutos. Al parecer, el enemigo aceptó la derrota no tanto como consecuencia de nuestra irrupción tras ellos, ni por nuestros disparos o por la amenaza de nuestras espadas y lanzas, sino por su propia convicción de que estaban condenados. En tales circunstancias, los locos o los aficionados a las drogas están más capacitados que los soldados corrientes para luchar, pues no entienden la posibilidad de la derrota y siguen peleando, a veces haciendo dar un gran vuelco al peso del combate.

»Sólo con que uno de los contrarios hubiera lanzado un grito de rabia, o hubiera mostrado entusiasmo por la lucha, el resultado habría podido ser muy distinto. Pero nuestros caballos nos condujeron veloces por detrás del enemigo, que al volverse se encontró atrapado en sus propias barricadas. Nosotros sufrimos veintiocho muertos y cincuenta heridos. Algunos de los heridos morirán. Por parte del enemigo, vamos a entregar sesenta y un prisioneros a la próxima columna de trabajo que nos encontremos por el camino. Aquellos que resultaron heridos, los dejamos con guardias de la localidad. El resto, más de un centenar, murieron todos.

—¿Eso es todo? —preguntó Alessandro.

—No —contestó Strassnitzky, y prosiguió—: Nuestras filas van mermando a causa de los enfrentamientos casi diarios con fuertes grupos enemigos, los cuales se hallan apostados por las montañas del oeste. Al respecto, nuestro sistema de espionaje ha resultado de ser de incalculable valor, ya que la población local nos encamina hacia un enemigo que prefiere evitar el enfrentamiento con un oponente más fuerte.

—Ahora comprendo dónde está su otra unidad —exclamó Alessandro—. Está en su imaginación. Usted la conduce poco a poco hacia batallas ficticias e inútiles, hasta que, en el momento de regresar al Belvedere, habrá sufrido enormes bajas y todos sus integrantes habrán muerto, mientras todos ustedes, ilesos, sin haber participado en una sola batalla, entrarán a caballo como un solo grupo. ¡Vaya sistema! La guerra finalizará y usted será un gran héroe, después de haber atravesado con éxito los más profundos valles de la muerte.

Strassnitzky sacó su pistola de una funda recargada de adornos.

—Prepárese a morir.

—¡Mira por dónde! —exclamó Alessandro—. Le dije que lo único que me quedaba era la verdad, y ésta me conducirá a la muerte. Pero, desde el primer momento que vine al frente, estoy preparado para morir. Todo cuanto le he dicho es la verdad. Puede usted dispararme un millón de veces, pero la verdad seguirá inalterable.

—¿Y vale la pena morir por la verdad? —preguntó Strassnitzky, mientras amartillaba el arma.

Alessandro descubrió que la seguridad lo abandonaba. Pensó que su vida estaba a punto de finalizar y experimentó una gran sensación de júbilo y pureza.

—Sí —contestó—. Vale la pena.

Strassnitzky apuntó a Alessandro en el corazón y apretó el gatillo El martillo hizo clic, pero no se oyó ningún disparo. Alessandro había permanecido tranquilo todo el tiempo. Casi estaba acostumbrado a tales situaciones.

Sintió que estaba a punto de que tiraran de él con los hilos que colgaban de arriba, pero pensó que antes de su vertiginosa ascensión iba a oscilar a través de la historia.

—No está cargada —anunció Strassnitzky—. Lo ha hecho usted muy bien. Al aceptar las condiciones de la muerte, su vida será maravillosa, independientemente de lo que le ocurra.

—¿Por qué no está cargada? ¿Teme que se le dispare y le hiera mientras monta?

—Por supuesto que no. Estas armas no se disparan accidentalmente. Hay que hacer cinco cosas seguidas antes de disparar, y un accidente apenas sabe contar hasta tres. Éste es un misterio de la probabilidad, que mi intuición me aconseja buscar en la misma base de la física… No, nunca la llevo cargada. Yo soy un pacifista.

—¡Un pacifista!

—Cuando yo iba a la escuela —explicó Strassnitzky—, una mañana salía con mi traje de montar y mis botas altas, y al ir a saltar el último escalón caí sobre un pajarito que estaba parado al pie de la escalera, herido brutalmente por un halcón. Mi peso al caer sobre él le vació de aire los pulmones. Cuando me volví para ver qué era lo que había provocado aquel ruido tan extraño, el pajarito me miró de tal forma que comprendí que los animales tienen alma. Sólo una criatura con alma podía tener unos ojos tan expresivos e inteligentes, y yo la había aplastado mientras estaba allí agonizando. Tardó todo un día en morir, y desde entonces he sido eso que llaman un pacifista. El término es inexacto y degradante, ya que un pacifista no tiene paz en su espíritu y conoce la rabia como el que más, sólo que no quiere matar.

—¿Y qué me dice de la gente indefensa que tiene a su cargo? ¿Mataría para salvarlos, si se viese obligado?

—Los sujetaría entre mis brazos y partiríamos juntos.

—Perdone —dijo Alessandro—, pero, aunque soy italiano y religioso, y sus principios despiertan mi curiosidad, me gustaría encauzar la conversación hacia algo más práctico.

—¿Cómo qué?

—¿Cómo es posible que un pacifista se haya convertido en mariscal de campo?

—Si el emperador se enterase, ordenaría mi ejecución.

—Por supuesto. Para alguien con poder, la disconformidad se convierte en traición, y es indudable que usted es el único mariscal de campo en el mundo, si no en toda la historia, que vive según los principios de la no violencia. Pero ¿cómo logró el ascenso?

—Mediante el matrimonio. Nunca creí que fuéramos a intervenir en una guerra de verdad; nadie lo creyó. Yo era un magnífico jinete, mi familia pertenecía a la nobleza y poseíamos gran cantidad de dinero. Era lógico que me incorporara al cuerpo de húsares, aunque éstos eran como una compañía de circo. Todo se resumía en desfiles, hermosos caballos, bayonetas deslumbrantes, una espléndida lavandería y un cuerpo completo de sastres. Íbamos vestidos para matar, pero ni uno solo en el regimiento había disparado nunca con rabia. Así pensaba yo que debía ser la guerra.

»Cuando no montaba en los desfiles, bailaba en las recepciones reales. En verano de mil novecientos ocho yo bailaba con una princesa, la predilecta del emperador, y por Navidad ya nos casábamos. A partir de ahí los ascensos fueron muy rápidos. Cuando estalló la guerra, yo ya era coronel, y luego el general en jefe murió a consecuencia de un ataque de gota. A mí me pusieron al mando, me nombraron general y me enviaron a Servia, donde, a pesar de mi propia ingenuidad, he servido honorablemente y sin matar a nadie. Y eso, créame, es algo muy difícil tratándose de los servios, porque ellos también son muy ingeniosos y sienten pasión por el martirio.

»Hace dos años que soy mariscal de campo. Poseo tantas medallas, que cuando me las pongo parezco el escaparate de un chatarrero.

—Y no se ha ganado ni una sola —intervino Alessandro.

Au contraire —replicó Strassnitzky—. Absolutamente todas. De los trescientos hombres que existen en realidad, no he perdido ni uno solo. No he privado a un solo hijo de su padre, ni a una madre de su hijo, ni a una mujer de su esposo o de su hermano. No hemos incendiado ni una sola ciudad, ni destrozado un solo campo. Cuando encontramos campesinos que se mueren de hambre, utilizamos nuestros considerables recursos para alimentarlos. Hemos liberado a los presos, curado a los enfermos, y no hemos matado.

—¿Y cómo ha evitado que lo descubran? ¿Cómo puede usted seguir viviendo sin haberse visto obligado a entrar en batalla? No lo entiendo.

—Era más difícil cuando yo era un simple general —explicó Strassnitzky, mirando más allá de los troncos oxidados de los abetos, hacia las montañas que resplandecían bajo el cielo azul—, pero siendo mariscal de campo es muy fácil. Por norma general, un mariscal de campo está al mando de uno o varios ejércitos. El puesto es semipolítico, y normalmente está al mando de todo un frente.

»Pero, como yo tan sólo dispongo de trescientos hombres, esto está fuera de mi alcance. En cambio, voy adonde quiero y hago lo que me da la gana, procurando no pisar el terreno de otro. Si entrara en el campo de operaciones de otro mariscal, mi presencia desafiaría su autoridad, así que se considera una deferencia política el hecho de que yo desaparezca. Todo el mundo lo agradecerá. De este modo, nosotros viajamos, vamos a cualquier sitio excepto allí donde se desarrolle una batalla, y participamos en combates imaginarios que nadie más puede confirmar o negar.

»He inventado a los otros trescientos hombres, me he apoderado del dinero para su entrenamiento y manutención, he cogido a trescientos hombres auténticos procedentes del frente ruso, los he mandado a casa con sus familias, he alterado ligeramente sus nombres y, voilà!, ya tengo a mi unidad fantasma, integrada pelotón a pelotón, hombre a hombre, con la que realmente existe. En las batallas, sólo ellos mueren.

»El auténtico soldado podría haber sido Hartmut Dinkhauser, que fue rebajado de servicio antes de que nosotros partiéramos, y un tal Hartmut Dinkhauser se vino con nosotros. Cuando Dinkhauser muera, su nombre saldrá publicado en los periódicos, pero ¿a quién le importará eso? ¿Cree usted que alguien sigue realmente la pista a estas cosas?

—Hay todo un ejército de burócratas para hacer sólo eso —protestó Alessandro.

—Exacto. ¡Un mariscal de campo dispone de su propio personal! En un estado industrial o en un ejército de reclutamiento, si posees el control de la burocracia puedes conseguir cualquier cosa. La guerra empieza con una declaración en un documento y termina con un tratado en un documento. Las batallas son un trámite secundario. Duran muy poco tiempo, los resultados no son en absoluto decisivos y se las recuerda… en los papeles.

»De no haber sido un pacifista, podría haber luchado con los mongoles o los turcos en caso de haber llegado hasta las puertas de Viena, pero ahora todos luchamos absolutamente por nada. Nadie sabe qué está protegiendo y nada se protege. Un millón de hombres mueren atacando y defendiendo un trozo de terreno que carecía de importancia antes de la guerra, y que seguirá careciendo de ella cuando termine. Cuando miren hacia atrás en el tiempo, lo harán con los ojos de los vencidos. ¿Ha visto usted los campos de batalla cubiertos de cadáveres? Por supuesto que sí. El primero que vi destruyó mi fe en todo lo que no fuera amor y paz. Lo contemplé y pensé que se habían necesitado varios miles de millones de hombres durante miles de años para llegar a perfeccionar aquello y la cafetera exprés. Ya no luchamos por una idea ni por sobrevivir. Y a los gobiernos de cada bando les sucede otro tanto. Antes de la guerra disfrutábamos de la compañía unos con otros, y lo mismo ocurrirá cuando la guerra haya terminado.

»Es cierto que ustedes fueron unos oportunistas cuando nos atacaron en el Südtirol, pero nos lo merecíamos después de lo que nosotros habíamos cometido en los Balcanes. Los tiempos modernos son demasiado acelerados para los imperios, que sólo pueden formarse, y mantenerse, en un mundo que avanza a ritmo lento. Cuanto más rápido pasan las cosas menos probable es que alguien pueda controlar a muchas, pues el movimiento y los cambios en las posiciones relativas son demasiado frecuentes. Austria y Hungría no pueden tardar en disolverse.

»Pero en el Hofburg no quieren que se les escapen. ¿Por qué iban a quererlo? Como todo el mundo, allí saben lo que sucederá si Austria deja sueltas a sus nacionalidades: que en el mapa parecerá una cagarruta de rata. Pero la reducción se producirá. En vistas a eso, y a todo lo demás, nuestro comportamiento, el de mi unidad en esta guerra, es ejemplar.

—¿Cómo es posible, en conciencia, que usted pueda cabalgar por el campo con total seguridad, como si estuviera de vacaciones, deteniéndose principalmente para nadar y comer ostras, mientras los hombres se ven aplastados y convertidos en polvo entre la porquería de las trincheras…? —preguntó Alessandro.

—Porque el objetivo de la guerra es la paz, y yo simplemente me he lanzado en el medio. Si todos me imitaran, nadie se vería aplastado ni convertido en polvo entre la porquería de las trincheras.

—No todos disponen de este privilegio. Usted sí, porque es un mariscal de campo al mando de una minúscula unidad.

—Soy consciente de ello —le contestó Strassnitzky—, y, dado que se me ha presentado esta rara oportunidad, en la cual la mayoría de los hombres no pueden ni soñar, sería imperdonable mi negligencia si no me aprovechara de eso. ¿No le parece? Por eso la aprovecho al máximo.

Alessandro se había quedado atónito. Estaba convencido de que nadie conocería nunca la guerra en su verdadero alcance, dado que era tan variada como la vida misma. Representarla únicamente como un combate sería un gran error.

—¿Y no liquidó a la columna de prisioneros?

—Les dimos una carreta cargada de carne en conserva y galletas, pero nunca llegarán a Bulgaria, sea cual fuere el estado en que se encuentren. Dígame una cosa…

—¿El qué?

—Algunos oficiales llevan consigo a cantantes de ópera que han capturado. Para mí es todo un triunfo tener conmigo a un intelectual italiano, sobre todo cuando, según la opinión de los vieneses, existen tan pocos. Aun así…, ¿sabe usted cantar?

—No.

—¿De verdad?

—No sé cantar mejor que cualquier persona que no sabe cantar.

—Ah, pero usted es italiano.

—¿Y por eso debería saber cantar?

—Claro.

—Usted es austríaco.

—¿Y qué?

—Suelte un gorgorito tirolés.

Strassnitzky sonrió.

—Redactemos el informe para la batalla de hoy —dijo—. Y, si aún nos sobra tiempo, para la de mañana.

En julio y agosto, la columna de Strassnitzky se movió con furia de una frontera del imperio a otra. Los trescientos jinetes fuertemente armados, con sus monturas de color castaño y caoba, representaban su papel. Cuando galopaban en masa formando una doble o triple hilera, o en escuadrones y grupos que se separaban y se acercaban a la carrera con tanta facilidad como si se deslizaran en una pista engrasada, levantaban un gran estruendo junto con el polvo, y sus armas no paraban de traquetear. Siempre se dirigían hacia un frente de combate… o se alejaban de él, y de este modo todos daban por sentado que iban a luchar o que el combate había finalizado. A pesar de que nadie preguntaba nunca en qué punto iban a dar media vuelta, por lo general ocurría cuando Strassnitzky oía el estampido de los cañones o vislumbraba los destellos de los cañonazos. Entonces ordenaba el alto a la columna y todos se detenían a escuchar. Elevándose sobre la silla y señalando en dirección contraria a donde surgían los estampidos, gritaba: «¡Adelante!», y todos daban media vuelta y galopaban, tan rápido como podían, por lo menos durante cinco horas.

Viajaron durante dos semanas para alcanzar el frente ruso, aunque allí los combates habían cesado. Además, para asegurarse de que los rusos no intentaban ninguna estratagema, patrullaron por la zona la mayor parte de agosto, dirigiéndose luego a pasar los períodos de descanso y recuperación junto a lagos inmaculados y praderas de montaña, donde jugaban al fútbol y al tejo.

Los pueblos y aldeas del interior, a los que la guerra no había tocado excepto por la ausencia o la muerte de muchos de sus hombres, eran tranquilos y como si estuvieran de veraneo, y a Alessandro le recordaban Italia antes de 1911. En aquellos enclaves silenciosos, donde nunca pasaba nada, la columna de Strassnitzky se dirigía a la estación para recibir provisiones procedentes de Viena, y tenían que esperar horas antes de que el jefe de estación bajara de la ladera de la montaña, donde estaba vigilando sus cabras. Los trenes llegaban una vez a la semana, y después de llover las vías desarrollaban una ligera capa de orín.

Finalmente se detuvieron para descansar en un pequeño pueblo de las montañas de Eslovaquia, donde Strassnitzky se detuvo para escribir sus informes.

—Dejémoslos intrigados algún tiempo antes de regresar a Viena —le dijo—. Dejemos que olviden las últimas batallas, así no harán demasiadas preguntas. Debemos aparecer cansados y, por otro lado, hay que terminar con los combates. Todos los que no existían, ahora ya han muerto.

Alessandro no tenía nada que hacer. Estaban tan sólo a cuatro días a caballo del Belvedere y no harían falta más provisiones. La máquina de escribir se guardó en una de las carretas y a su lado apilaron las cajas con los despachos. Durante la primera semana de septiembre, con las tiendas montadas en un prado por encima de la iglesia, la columna aguardaba a que finalizara la guerra y el tiempo cambiara.

El tiempo cambió. Por la noche los caballos tiritaban, mientras que de día el sol era brillante y el aire frío. Alessandro nadaba por el río que atravesaba el pueblo y sólo podía permanecer en el agua el tiempo suficiente para alcanzar algunas de las rocas que asomaban en medio de la corriente, donde se tumbaba a tomar el sol. Durante una semana hizo eso cada día a la hora del almuerzo, ya que éste se había suprimido.

Strassnitzky había llegado a la conclusión de que todos estaban demasiado gordos, y que si regresaban a la capital cebados como gansos estimularían las indagaciones acerca de la existencia que habían llevado. Las carretas se marcharon y se instalaron guardias para que vigilaran las reservas de alimentos, y el mariscal de campo declaró pena de muerte para cualquiera que incrementara la dieta de régimen mediante provisiones que obtuviera en otra parte. Las dos comidas eran totalmente uniformes. Por la mañana comían un huevo, una galleta y un cuenco de caldo de res. Por la noche tomaban también un huevo, una galleta y un cuenco de caldo. En días especiales se les permitía una zanahoria.

Todo el mundo comía despacio y deambulaba como si estuviera en trance. Debido a la equitación y la natación, la verdad era que no estaban obesos, pero Strassnitzky quería que tuvieran aspecto demacrado. También quería verlos bronceados y fuertes, de modo que les obligaba a hacer gimnasia y permanecer al sol desde el amanecer hasta el ocaso. Esto no resultaba desagradable, ya que en la sombra hacía frío.

La jornada de Alessandro empezaba a las seis, cuando se despertaba a causa del hambre. El desayuno era a las ocho. De las ocho y media hasta mediodía hacía gimnasia junto a los demás. Luego, demasiado cansados para proseguir, muchos de ellos bajaban al río y nadaban hasta las rocas, donde se tendían inmóviles durante horas, como lagartos. La roca de Alessandro era la mejor situada y la más cómoda, y era suya porque él era el único capaz de escalarla. Allí arriba, por encima del agua pero lo bastante cerca para que casi le superara el ruido de la corriente, Alessandro comprendió que había logrado sobrevivir a la guerra.

Aunque no tuvieran periódicos, los hombres del batallón de Strassnitzky percibían que la guerra estaba a punto de finalizar. Los soldados del frente experimentaban la peculiar ansiedad que se presenta sólo cuando se está cerca del auténtico final y temían que los mataran cuando tan sólo faltaba un mes, una semana, una hora o incluso un minuto para que se firmara el armisticio. Cuando todo el mundo sabía que un día determinado iba a ordenarse el alto el fuego, y que el retraso entre la acción y la intención era sólo cuestión de burocracia y de comunicaciones, el día anterior a ese día era el más difícil.

Para Alessandro y la extraña formación a la que estaba ligado, la sensación era diferente, ya que ellos estaban a salvo. La vida civil y sus placeres quedaban allí cerca. El tiempo estaba cambiando, como suele suceder cada otoño electrizante; pronto el aire sería muy frío y los vientos traerían a los cuervos desde las estepas de Rusia hacia el clima comparativamente cálido de Viena. Todo empezaría otra vez, desde el nuevo año escolar hasta la ópera, los nuevos gobiernos y el nuevo mundo. Los soldados regresarían y encontrarían mujeres nuevas, que llevarían vestidos nuevos, y nacerían nuevos niños.

Aquí y allá, los especialistas redactarían nuevas historias. De algún modo, Alessandro regresaría a Roma, aunque no tuviera a nadie para quien regresar. Se preguntaba si, en el agotado mundo del claro otoño romano, sus conocidos serían tan importantes como lo habían sido en el pasado. Quizá tuviera que empezar simplemente de nuevo, desde el principio.

Strassnitzky desapareció el siete y regresó el diez. Había marchado solo a Praga, donde averiguó que, tal como sospechaba, la guerra estaba a punto de terminar. Por seguridad, mantuvo a sus hombres en el prado por encima de la iglesia hasta el primero de octubre.

Habían tenido una semana de heladas. Por la noche, hasta que se retiraban a dormir, solían permanecer en el interior de la iglesia. Allí se estaba caliente gracias a una enorme estufa blanca y dorada donde el pino y el abeto crepitaban como el enfrentamiento de dos ejércitos. Alessandro ya no podía nadar hacia su roca, pues la corriente había crecido y era más fría.

En la comida del 29 de septiembre les sirvieron pollo asado y el 30 comprendieron que, dado que las carretas habían vuelto, no tendrían que volver a montar las tiendas que habían permanecido en el prado durante un mes. El primero de octubre hubo té, pan, mantequilla y mermelada para desayunar. Empaquetaron sus alforjas y a las nueve de la mañana formaron. Dejando las tiendas a sus espaldas, bajaron el prado y cruzaron lentamente las serpenteantes callejuelas del pueblo, y al llegar a la carretera emprendieron el galope. Después de cuatro días de dura cabalgata, durante los cuales apenas comieron, durmieron poco, y no se afeitaron ni se cambiaron de ropa, llegaron a las llanuras que conducían al Danubio.

A primera hora de la tarde divisaron el Kahlenberg y no tardaron en contemplar la mismísima ciudad. Después de los pequeños pueblos y las aldeas de montaña, aquélla parecía irradiar energía como una hoguera. Los tejados y las negras cúpulas brillaban vivamente y los jinetes distinguieron las largas y enormes sombras que dejaban las grandes cimas. El tráfico llenaba la carretera y, aunque era fluido y sosegado, no dejaba de ser tráfico. Alessandro se sentía profundamente nervioso ante la perspectiva de poder ver la luz del sol reflejándose en una taza de té, a una familia en el parque, a una bella muchacha bajando una escalera…, cosas todas por las cuales se había luchado en las grandes batallas, y que hacían que éstas palidecieran al compararlas entre sí.

Se sentían tan ansiosos ante la perspectiva de la paz, que espolearon sus caballos hasta llegar al Danubio.

Los guardias del Hofburg condujeron a Alessandro a una sala encalada en los sótanos, con el techo abovedado. De pie, en mansa actitud de firmes, había un centenar de prisioneros italianos, vestidos con uniformes que parecían pijamas y que Alessandro asoció con los hombres que deambulaban servilmente por los pasillos de los hoteles, barriendo servilmente las migajas de una caja de latón que colgaba servilmente de un palo.

Los italianos, que eran blandos, regordetes y pálidos, parecían haber estado lejos del frente de batalla desde el inicio de los tiempos. En cambio, con sus botas, sus pantalones de montar y una chaqueta de piel, Alessandro parecía un caballero. El hecho de que estuviese delgado, fuerte y bronceado contribuía a acentuar la diferenciación.

—¡Tú, tú! —le gritó abusivamente un criado con peluca empolvada—. ¿Eres italiano?

Alessandro asintió, percibiendo sólo entonces la música que se filtraba de arriba, con el rítmico golpeteo de pies que circulaban incesantemente por encima de la bóveda. Los prisioneros permanecían formados bajo un salón de baile. Levantando los ojos hacia el techo, Alessandro imaginó todo cuanto se desarrollaba allí arriba.

—Pues no pareces italiano —comentó el criado de la peluca, con cierto tono burlón.

Debido a su larga experiencia como subordinado, Alessandro sabía que se esperaba de él que sonriera cobardemente e intentara algún comentario degradante sobre sí mismo. En cambio, miró más allá de su interrogador, a los italianos, que ya habían tomado nota de su actitud. Los prisioneros observaron nerviosos a Alessandro, y luego a una veintena de criados de menor grado que permanecían de pie ante las paredes, cada uno con un bastón de cabeza redonda que les llegaba hasta el cuello.

—Yo soy Klodwig —informó el criado, en un tono histérico y superrápido—. Soy el director. Y éstos son mis ayudantes —añadió, señalando a los otros lacayos de peluca empolvada y chaqueta dorada, con medias blancas hasta la rodilla, zapatos planos de charol y hebillas enormes—. A tus superiores debes llamarles Hoheit. ¿Sabes alemán? Eso significa alteza. Pero también debes memorizar sus nombres, como referencia.

—¿Cómo referencia?

—¡Cómo referencia, Hoheit!

—¡Cómo referencia, Hoheit!

—Por ejemplo, si uno te pide que lleves jabón a otro, o que vayas a buscarlo a la despensa.

—Comprendo.

—¡Comprendo, Hoheit!

—¡Comprendo, Hoheit! —repitió Alessandro, gritando la palabra Hoheit con toda la fuerza de sus pulmones, de modo que incluso se oyó en el salón de baile por encima de la música, logrando que algunos de los danzantes miraran al suelo.

—No hace falta exagerar.

—Y usted tampoco.

Klodwig no oyó el comentario de Alessandro, pero los italianos sí, y se sintieron aterrorizados. Ellos habían entendido perfectamente el tono, mientras Klodwig aún lo ignoraba, y pensaron que Alessandro era un desesperado idiota o un fenómeno.

Klodwig se volvió hacia sus ayudantes y esbozó la especie de saludo microscópico que alguien de sangre real podría haber dirigido a una hormiga.

—Recuérdalos bien. Si se te olvidan, pregunta a los demás. —Y entonces le dijo los nombres—: Liborius, Mamertus, Markwart, Nepomunk, Nabor, Odo, Onno, Ratbod, Ratward, Pankratius, Hilarius, Knud, Polypark, Gangolf, Kilian, Cacilia, Saturnin y Cornelts.

Cuando finalizó con la lista, Alessandro le preguntó:

—¿Lo dice en serio?

—¿A qué te refieres? —inquirió Klodwig, medio sobresaltado.

—Debe de estar bromeando.

—¿Respecto a qué?

—Eso no son nombres.

Cada uno de los ayudantes dio un paso hacia adelante, sujetando anticipadamente el bastón.

—¡No! —gritó uno de los italianos a Alessandro, pero tan pronto como hubo cerrado la boca, una peluca blanca sufrió una sacudida, un bastón voló por los aires y el prisionero cayó al suelo, sujetándose el estómago.

Klodwig entornó los ojos y se aproximó a Alessandro, a un palmo de su cara.

—¡Yo pensaba destinarte ahí arriba! —gritó, señalando al techo—. Debido a que eres muy apuesto. ¡Pero ahora no! —exclamó, sonriendo con lo que Alessandro calificó de inaccesible locura—. De un modo u otro, vas a tener que mostrarte obsequioso. Lo necesitamos.

Alessandro parpadeó.

—¿Y bien? ¿Puedes mostrarte obsequioso?

Los italianos contuvieron la respiración.

—Sí, puedo mostrarme obsequioso —contestó Alessandro, decepcionando a sus compatriotas—. Soy un maestro en obsequiosidad…, al estilo italiano. Claro que estando al frente de tantos italianos, sin duda debe usted conocer ese estilo, Hoheit.

—No, no lo conozco —contestó Klodwig, con sincera curiosidad.

—¿Le gustaría ver una demostración?

Klodwig asintió.

—Pues mire cómo se hace —dijo Alessandro.

Entornando los ojos, retrocedió un paso y, al tiempo que se mecía hacia adelante sobre un pie y luego sobre el otro, lanzó a la mandíbula de Klodwig el puñetazo más fuerte, rabioso y brutal que había asestado en toda su vida.

Mientras Alessandro colgaba de unos grilletes encadenados a una pesada viga y Klodwig le azotaba con una correa, la orquesta de arriba interpretaba An der Schönen, Baluen Donau. Alessandro conocía aquella pieza desde su infancia. La había oído en los refugios de montaña y la había bailado en las embajadas.

En el Palacio de Invierno, con el sentenciado emperador austrohúngaro justo encima de su cabeza, él colgaba de unas cadenas mientras le azotaba un criado demente con una peluca empolvada. Aparte de su hermana, casi todos aquellos que en su vida había amado o por los que había sentido algún afecto habían fallecido. Algunos habían muerto ante sus propios ojos, consumidos por las llamas, ejecutados, destrozados, o en medio de una explosión. Tal como aquel centenar de italianos sin duda habría afirmado, el mundo llegaba a su fin. Por muy bellos que fueran los acordes de An der Schönen, Baluen Donau, en aquellos instantes parecían una burla cruel. De haber sido un revolucionario o alguna especie de cínico, habría odiado a los oficiales de pantalón blanco y trencillas doradas y a las damas exquisitamente ataviadas que centelleaban sobre su cabeza, pero era incapaz de sentir odio hacia ellos, ya que se encontraba en un mundo que él mismo se había creado.

Con cada latigazo de la correa de Klodwig, la sala se inundaba de luz roja y amarilla, y cuando finalizaba cada golpe, Alessandro seguía siendo el mismo. Incluso Klodwig, cuya intención era golpearlo hasta que se ablandara, estaba horrorizado de que en una hora Alessandro no hubiera gritado ni una sola vez.

Hubo un momento, en mitad del castigo, que Klodwig pasó al otro lado para ver si Alessandro estaba vivo. Éste lo siguió con los ojos y sonrió para sí, pues comprendió que a partir de aquel momento había logrado un completo control. No sobre Klodwig, ni sobre el Hofburg, y tampoco sobre la guerra o sobre el mundo, sino sobre sí mismo.

Por cada uno de los latigazos y por cada uno de los acordes de la delirante música de allí arriba, Alessandro percibía débilmente otra música que lo subrayaba todo, más allá de la cual no había ninguna otra. Esa música era extraordinariamente apropiada tanto para los exaltados compases del salón de baile como para su tormento en el sótano, ya que conseguía unificar ambas cosas y lograba que resultaran igualmente insignificantes. Entonces se estremeció, los cabellos se le erizaron y una descarga eléctrica le recorrió todo el cuerpo.

—¿Cómo? —exclamó Klodwig, sorprendido de que, a pesar de la sangre que chorreaba en el desagüe, Alessandro hubiera empezado a canturrear.

Los civiles apenas comprenden que los soldados, una vez reclutados para la guerra, siempre la consideran como el estado natural del mundo, a pesar de todos los demás espejismos. Un exsoldado imagina que, cuando los sueños de la vida civil y la que los sustenta se hundan, él regresará al estado que siempre le ha mantenido el corazón en un puño. Sueña con la guerra y la recuerda en tiempos de paz, cuando podría dedicarse a otras cosas, y eso le incapacita para la paz. Lo que ha visto es tan potente y misterioso como la misma muerte, y aun así él no ha muerto, y se pregunta por qué.

Cuando Alessandro se encontró lo bastante recuperado para trabajar, Klodwig se le acercó y lloró. Al parecer, Klodwig nunca había pegado a nadie que no hubiera gritado, y esto, junto con el estorbo del final de la guerra y los grandes cambios que se producían en el Palacio de Invierno, le habían provocado una especie de remordimiento al estilo de las temblorosas pelucas empolvadas.

—Dime qué puedo hacer para ayudarte —preguntó Klodwig, sentándose en la cama junto a Alessandro.

—Lo primero de todo, quedarse un poco más lejos.

Klodwig se sintió turbado.

—¿Qué puedo hacer? —suplicó.

Alessandro colocó ambas manos sobre la boca y las abrió como para formar un megáfono.

—Proporcionarme información —susurró.

—¿Información?

—El nombre del piloto de cierto avión que voló sobre las montañas el último invierno, y dónde se encuentra ahora.

—¿Un piloto?

—Me gustó su forma de pilotar. Aunque era nuestro enemigo, lo admiramos y me gustaría decírselo personalmente. Ahora que la guerra está a punto de finalizar, querría estrecharle la mano.

—¿Era guapo?

—Sí —contestó Alessandro—. Mucho.

—¡Entonces no te lo diré! —chilló Klodwig, retorciéndose interiormente.

—No, no era guapo.

—¿No?

—No.

—¿Qué aspecto tenía?

—Parecía un cántaro bizantino, como una ánfora.

Klodwig estaba hipnotizado.

—Sus orejas parecían unas asas de barro —prosiguió Alessandro—, y su rostro parecía moteado con cuadraditos de cerámica roja y dorada. No llegué a verle el cuerpo, sólo la cabeza, pero tenía los ojos enrojecidos. El aeroplano parecía girar en torno a su cabeza cuando efectuaba la vuelta o volaba cabeza abajo, ya que era muy valiente.

—No te lo diré —exclamó Klodwig—. Todo cuanto me has dicho de él me ha hecho muy desgraciado.

Alessandro se vio obligado a aceptar la negativa de Klodwig.

—He venido a decirte que, dado que aún te estás recuperando, no te obligaré a transportar basura, fregar orinales o moler estiércol. En cambio, te destinaré a pescar bandejas por los pasillos.

—¿Y eso en qué consiste?

—Entre la nobleza, los invitados y el personal, residen aquí cientos de personas. Cuando piden algo, no importa cuál sea la hora del día o de la noche, se les sirve con suntuosas bandejas. A veces llaman para que un criado las retire, pero la mayor parte de las veces ejercen su calidad de nobles y dejan las bandejas ante la puerta. Algunos prisioneros italianos ya lo han hecho otras veces. Tienes que ser muy discreto y, en caso de encontrarte con un superior cuando llevas alguna bandeja, debes hacer una leve inclinación de cabeza a la vez que bajas la mirada al suelo. En caso de no llevar ninguna bandeja, entonces debes hacer una profunda reverencia y bajar la mirada al suelo. Verás que todos joden con todos constantemente, pero se supone que somos invisibles y que no vemos nada.

—¿Y cuál sería la alternativa?

—¿Has molido estiércol alguna vez?

—Pongamos por caso que a las cuatro de la madrugada una de esas personas se despierta y pide alcachofas con caviar, o un soufflé de salmón. ¿Se levanta el cocinero y enciende los fogones?

—Los cocineros siempre están aguardando con los fogones encendidos. Todo está apunto. Todo listo. Las cocinas son tan grandes como Palermo.

—Sorprendente —exclamó Alessandro.

—Tengo la impresión de que el rey de Italia debe de ser bastante vulgar —comentó Klodwig—, o incluso pobre. No tiene todas estas cosas, ¿verdad?

—No —replicó Alessandro—, pero posee un trono de goma especial, con bombillas eléctricas, y un sombrero que puede resucitar ostras muertas.

—¿Bombillas eléctricas? —preguntó Klodwig, acercándose un poco.

Hoheit, ¿sabe usted por qué los cuervos son negros?

—No, nunca se me había ocurrido pensar en ello.

—Su sabor es repugnante, y son negros para avisar a los depredadores de que son cuervos y que su sabor es repugnante.

—¿Y por qué no son amarillos?

—Porque viven en climas fríos, y el negro absorbe el calor. Como no necesitan camuflaje, pueden aprovechar la ventaja de que su color absorba la luz del sol.

—¿Y por qué me haces todas estas preguntas? —inquirió Klodwig.

—Para recordarle, Hoheit, que no se puede ir contra la naturaleza.

A la mañana siguiente, Alessandro empezó a trabajar. Los vientos invernales hacían que la ciudad fuera lo suficientemente helada y gris para encender las estufas en los enormes salones e inmensos pasillos de palacio. Durante varias horas, uno de los ayudantes de Klodwig lo acompañó por los pasillos, y Alessandro descubrió que todas las personas con las que se cruzaban tenían una expresión de desánimo y abatimiento.

Atribuyó aquel humor a la situación en que se encontraba el imperio y a la llegada del invierno, pero aunque éste fuera gris hasta la primavera, no podía comprender por qué algunas mujeres lloraban al pasar, o que algunos hombres se tambaleaban y apenas podían caminar. Casi podía ver sus corazones golpeando contra la tela de sus camisas y chalecos de corte perfecto.

—¿Por qué está tan abatida toda esa gente? —preguntó Alessandro a su guía.

—¿No te has enterado?

—No.

—Hoy Austria se ha rendido. La guerra ha terminado.

Alessandro se detuvo y pensó en los hijos de Guariglia.

—Cuánto despilfarro —musitó—. ¿Cuándo me van a liberar?

—Los italianos han cogido a cientos de miles de prisioneros, y el intercambio formará parte del tratado. ¿Quién sabe cuándo será? Al final puede que en primavera —dijo el criado—. No te preocupes, volverás a casa.

—¿A qué?

Alessandro empezaba su trabajo a las diez de la noche y finalizaba a las ocho de la mañana. En teoría tenía que ser una especie de portero nocturno invisible, que vagabundeaba por los pasillos con zapatos de suela de fieltro, descubriendo imágenes fugaces de aristócratas que se introducían en habitaciones ajenas. Pero iniciar su jornada a esa hora le permitía tener tratos con los moradores de palacio cuando eran más alegres y confiados. Se trasladaban como si galoparan frente a un incendio en la pradera, pues a las diez ya estaban borrachos de brandy o de champaña, y excitados después de tomarse media docena de tazas de café y chocolate.

Aquella mezcla de estimulantes, junto con los valses que fluctuaban por los patios y los interiores, eran las fuentes de un delirio adecuado a la espera del fin de una forma de vida y el obligado comienzo de otra.

Aunque se suponía que Alessandro tenía que bajar la vista, no lo hacía. En cambio, buscaba los ojos —y a través de ellos el alma— de todos aquellos con que se cruzaba. La mitad de la gente daba tumbos por los espaciosos pasillos, rebotando en las doradas paredes después de cada choque amortiguado.

Pasaban apresurados junto a Alessandro, hablando desesperadamente consigo mismos, o avanzaban con paso lento, casi al borde del llanto, la mirada fija en el suelo, como se suponía que tenía que hacer él. Las canciones de sopranos y barítonos famosos que se filtraban por los pasillos, los ejércitos de orquestas y conjuntos de cámara que interpretaban música compuesta cuando el imperio era vital e iba en ascenso, los fuegos y las luces de las velas, las conversaciones en francés y en inglés entre personalidades de sangre azul, y la intensa sensación de que viajaba en un barco que se hundía, mantenían a Alessandro en un gran estado de nerviosismo todas las noches.

Aunque aquellas gentes hablaran el lenguaje altisonante y afectado de la corte, en que cada palabra pretendía ser una perla para la joya del emperador, a la una o las dos de la madrugada, cuando la música se detenía y los que se habían encontrado se separaban, Alessandro escuchaba el auténtico concierto del imperio: hombres que hablaban como mujeres y mujeres que hablaban como hombres, los clics de los pestillos, suspiros, gruñidos, ventosidades, chillidos, sollozos, el sonido de pequeños látigos, peleas tan salvajes que podían haberse producido entre jaguares en medio de selvas esmeralda, y el constante ruido de gente que hablaba consigo misma, a solas, ya que la guerra había destrozado muchas familias incluso entre los aristócratas, o quizás especialmente entre ellos.

Ellos necesitaban las canciones de los gitanos y de los judíos, las baladas sicilianas, los lamentos moravos, música sentimental que elevara los ánimos en la derrota, pero todo cuanto tenían era la música del delirio y del dominio moral, la cual, tan pronto como surcaba los aires, se desmoronaba sobre el suelo y se hacía pedazos como el cristal. Los prisioneros vivían en una cárcel subterránea, y la luz que llegaba hasta ellos lo hacía a través de las ventanas del sótano. Unas filas de literas cubiertas con mantas grises se alineaban contra las paredes y bajaban por el centro de la sala. Dos lámparas de gas iluminaban todo cuanto había bajo el techo encalado.

Trabajaban demasiado, se alimentaban mal (una de las desventajas de ser italiano era la incapacidad para alimentarse a base de patatas y sal) y estaban mentalmente enfermos. La mayoría habían sido capturados durante los primeros enfrentamientos y habían permanecido sin noticias de la evolución de la guerra. Cuando se enteraron de que ésta había finalizado y que ellos eran los vencedores, se desesperaron, ya que su situación no podía cambiar, y pensaban que para el resto de la eternidad tendrían que ir vestidos con pijama mientras los sádicos lacayos seguirían besándolos y apaleándolos. Cuando Alessandro les dijo que iban a liberarlos al cabo de un par de meses, se negaron a creerlo.

Debido a su forma de hablar y a que su actitud desafiante lo había convertido en un líder, era codiciado tanto por los socialistas como por los anarquistas, quienes estaban interesados principalmente en impartir instrucciones y órdenes, y en castigar a todo aquel que no estuviera lo bastante convencido de su visión: en contra de su voluntad, por supuesto (pensaban que el castigo era algo de lo que el mundo podía prescindir, siempre que fuera adecuadamente uniforme), pero con entusiasmo.

Lo que les molestaba principalmente era el fuerte sentimiento religioso que reinaba entre los soldados de aquella prisión subterránea, los cuales creían místicamente y rezaban abiertamente, y cuyos recuerdos del hogar se entremezclaban con los de la Iglesia y los sacramentos. Mediante la propaganda entre los soldados, los socialistas y los anarquistas habían iniciado en la cárcel una guerra de religión, y entre los agotados prisioneros se producían discusiones teológicas que subían de tono a paso lento.

A las ocho de la mañana, cuando Alessandro permanecía tendido en su litera en espera de que los trabajadores diurnos se marcharan para poder dormir, se le acercó una comisión integrada por tres prisioneros, con actitud apacible pero dispuestos a entablar un combate ideológico. Durante la conversación que siguió, Alessandro continuó tendido boca arriba, como el paciente de un hospital rodeado por los estudiantes de medicina. Observaba un diminuto ácaro rojo que se había visto atrapado en un hueco liso, de unos cinco centímetros, en la barandilla lateral de su cama. El insecto luchaba por escapar y continuamente evaluaba su situación, retrocediendo para examinar el borde de la depresión, tomando carrerilla para escalar las paredes e intentándolo sin desmayo. Parecía estar lleno de convicciones, contrariedades y proyectos.

—Tú eres valiente e instruido —le dijo el jefe de la comisión.

—¿De veras? —preguntó Alessandro.

—Aquí estamos metidos en una importante discusión —prosiguió, incapaz de mantener una conversación intrascendente—. Nos gustaría saber si crees en Dios.

—¡Cristo! —exclamó Alessandro.

—¿Significa eso que eres creyente?

—Sí —contestó Alessandro.

—¿Y puedes probar su existencia?

—No mediante la razón.

—¿Por qué?

—Porque la razón excluye la fe —replicó Alessandro, contemplando al ácaro rojo, que hacía un intento hacia el borde—. Es deliberadamente limitada. No funciona con los materiales de la religión. Puedes llegar casi a probar la existencia de Dios mediante la razón, pero nunca lo lograrás del todo. Eso es debido a que mediante la razón no puedes llegar a hacer cualquier cosa de modo absoluto. Eso es porque la razón se basa en postulados. Los postulados se resisten a las pruebas, y aun así son esenciales para la razón. Dios es un postulado. No creo que Dios esté interesado en la verificación de su existencia y, por tanto, yo tampoco. En todo caso, tengo razones profesionales para creer. Tanto la naturaleza como el arte giran fielmente en torno a Dios. Incluso los perros saben eso.

—Hay formas para razonar con la fe ciega —manifestó el líder de la comisión—. Luego podemos hacerlo. Pero, dime, ¿qué crees conseguir con la fe?

—Nada —contestó Alessandro.

—¿Nada? ¿Entonces crees realmente?

—La verdad es que nunca he tomado muy en serio mi educación religiosa —explicó Alessandro—, dado que siempre me la impartieron con el lenguaje de la razón… A todos aquellos que podáis imaginar, desde las monjas cuando era un niño, hasta los obispos, filósofos y teólogos más tarde, les pregunté por qué hablaban de Dios con el lenguaje de la razón. Todos me contestaron que se debía a que Dios nos ha cargado a todos aquellos que creemos en él con la incapacidad de probar su existencia, a no ser que utilicemos el lenguaje de sus enemigos, que es con el que no se puede probar su existencia. ¿Para qué preocuparse, pues?, les pregunté. Sus respuestas me confirmaron que ellos no creen en Dios con mayor convicción de lo que podáis creer vosotros. ¿Podéis imaginaros a un grupo de gente en la playa durante una tormenta, ensordecido por el oleaje, con el cabello impulsado hacia atrás desde la frente y los ojos llorosos, intentando probar la existencia del viento y del mar?

»No deseo más de lo que tengo, ya que lo que tengo me basta. Me siento agradecido por eso. No preveo ninguna recompensa ni una vida eterna. Tan sólo espero dejar algunos fragmentos de mi corazón en un sitio u otro. Aun así, amo a Dios con todas las partículas de mi ser, y lo amaré hasta el instante en que me sumerja en el más oscuro de los olvidos.

—¿Te sientes agradecido con lo que tienes? —le preguntaron, curvando sus labios en una amarga sonrisa.

—Si eres tan sólo una mierda en un calabozo —añadió el líder—. Vives de patatas y sal, y eres el criado de una chusma que se muere en un mundo que se hunde. ¿Por eso te sientes agradecido?

Alessandro reflexionó un momento, antes de responder.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque sé lo que soy, lo que tengo y lo que me falta. Puedo cerrar los ojos y ver caras. Incluso cuando los cierro sigo viendo luz. Y en el Alto Adigio conocí a un hombre, un milanés, que siguió agarrado a su fusil incluso después de que le destrozaran los dedos de las manos. ¿No es extraño? —preguntó Alessandro—. Creo en Dios sin ninguna esperanza, en un Dios de esplendor y de terror, y vosotros no creéis en él porque queréis estar seguros, porque queréis que cierto espíritu colectivo, como el mismo Dios, sepa que os portáis bien y que no sufrís ilusiones. Por encima de todo, tenéis miedo a apoyar vuestro peso en una viga que pueda partirse.

—Esas ilusiones, las tuyas, constituyen tu propio castigo —le dijo el líder a Alessandro—. Si te liberaras de ellas sentirías algo que podrías interpretar como beatitud. Te librarías de un gran peso.

—Me libraría del peso del amor y llegaría a las puertas de la muerte sin resolución, sin determinación, sin lucha.

—Dime una cosa —le preguntó el líder—, ¿de qué te servirá la resolución ante las puertas de la muerte?

—La vida es tan intensa que se agota por completo ante las puertas de la muerte, y el valor de la resolución consiste en que vivifica la vida.

—Me resulta difícil entenderlo.

—Por supuesto —convino Alessandro—. Por supuesto. Tú no puedes ver la luz. La luz no te inspira nada. Para ti, no lleva consigo ningún mensaje.

—¿Y para ti sí?

—Sí. Y eso me satisface.

Cuando los otros se fueron, Alessandro volvió a dejarse caer sobre la litera sin almohada, profundamente entristecido, e intentó pensar en Roma, conjurar la visión de unos edificios rosados y unas palmeras de un color verde luminoso, de un sol que danzaba en los reflejos metálicos de tejado en tejado, de las profundas sombras en los jardines frondosos, y del chorro de una fuente bailando contra el cielo intensamente azul.

Se preguntó si frotándose la frente y acordándose de cuando era pequeño, en brazos de su padre mientras su madre le acariciaba lentamente las cejas, podría hallar el sosiego. La camisa de su padre olía a tabaco de pipa y la mano de su madre le decía lo que él no habría podido comprender si ella se hubiera limitado a decírselo. La fiebre le había provocado fuertes convulsiones y ellos, temiendo perderlo, habían hecho todo cuanto podían, de modo que se limitaron a abrazarlo y a acariciarle la frente. El niño jadeante no podía apartar los ojos de la ventana, cuyas persianas estaban cerradas, pero la luz se filtraba por las grietas y centelleaba entre las tablillas.

Mientras la nieve caía dejando rastros grises ante los viejos cristales de las ventanas de palacio, Alessandro permanecía sentado ante la larga mesa de madera donde los prisioneros comían. Él, junto con otros miles, estaba furioso y desesperado por el hecho de seguir prisionero cuando las hostilidades habían cesado, y decidió que, ocurriera lo que ocurriese, se marcharía por Navidad. A medida que afuera se debilitaba la luz, las lámparas se volvían más brillantes y cálidas, como el color del ámbar o el sol de África… Alessandro comió lentamente sus patatas con sal. A cada prisionero se le daba medio litro de cerveza, lo cual ayudaba a que las patatas tuvieran algún sabor y a que el humor de todos no fuera tan terrible.

Se había sentado cerca de donde solían hacerlo los moledores de estiércol y, mientras aguardaba a que llegaran de la escuela de equitación, había estado reflexionando sobre su fuga. Un uniforme con trencillas doradas y medallas, junto con un caballo de exhibición, le permitirían ir a cualquier parte de la capital. Conocía el enclave del Ministerio de la Guerra, podía hablar un pasable alemán, e incluso fingir un acento húngaro. Se mostraría lo más altanero e impaciente posible, exigiendo información, y cuando la tuviera cabalgaría directamente en busca de aquel piloto, aunque se encontrase en la frontera más lejana del imperio. La mayoría de los pilotos sin duda habrían sido los primeros en licenciarse, y probablemente vivirían en la capital o por los alrededores.

Las conjeturas de Alessandro se vieron interrumpidas con la llegada de los moledores de estiércol. Más que prisioneros, parecían trabajadores oprimidos.

Llevaban casi cuatro años moliendo el estiércol de los caballos de exhibición, y en ese período habían sido incapaces de superar la normal inclinación de los humanos por la rutina.

Al principio Alessandro se dedicó a los dos que parecían más limpios y educados que su compañero, el tercero: un gigante desaliñado, de carnosos labios sonrosados y ojos saltones. Pero los de aspecto más normal ya estaban bien como estaban y no querían ni oír hablar de intercambiar sus trabajos. ¿Y si Klodwig lo averiguaba, como sin duda haría? ¿Por qué motivo quería Alessandro cambiar? ¿Para qué buscarse problemas cuando pronto estarían en libertad? No querían tener nada que ver con él.

Alessandro se volvió de mala gana al gigante, en cuyos ojos saltones e inyectados en sangre apenas podía mirarse.

—¿Y tú qué? —le preguntó.

—¿Yo qué de qué?

—¿Te gustaría cambiarme el trabajo?

—¿Para hacer qué?

—Sólo tienes que pasear por los pasillos y, de vez en cuando, recoger algunas bandejas. Podrás comer el chocolate, los langostinos y panecillos que dejan, y además oír mucha música.

—¿Qué son langostinos? —preguntó el gigante.

—Un tipo de marisco —explicó Alessandro.

El gigante se removió en su asiento.

—¿Y cuál es la ganancia? ¿Por qué quieres dejar tu trabajo y hacer el mío? ¿Por qué iba yo a querer cambiar? ¿Qué conseguirás tú?

—Pues yo conseguiré… unos terribles dolores de cabeza como no consiga un poco de aire fresco y haga mucho ejercicio. No me gusta trabajar encerrado, ni siquiera en invierno. La mayoría de la gente no está tan viciada como yo, y apreciaría la ventaja de mi actual posición.

—A mí me gusta mi trabajo —exclamó el gigante—. Podemos tumbarnos a dormir en el heno y nadie se mete con nosotros.

—¿No hay nadie que os vigile?

—¿A tres hombres solos? ¿Para qué van a molestarse?

—Podríais coger un caballo y salir al galope.

—¿Y quién sabe montar un caballo? —preguntó el gigante, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿Qué conseguiría yo? Nunca había oído hablar de langostinos. —Sus ojos brillaron, al menos hasta donde eran capaces de brillar.

Alessandro tuvo que reprimirse para no hacerle más preguntas, consciente de que fuera lo que fuese que daba vueltas dentro de su cabeza, al final terminaría por salir, lo mismo que el hombre que cuenta una y otra vez sus monedas y nunca puede evitar que se le caiga alguna.

—Además —añadió el gigante, con una sonrisa perversa—, en tu trabajo no hay nada que compense lo que yo tengo en el mío.

—¿Y qué es eso?

—Klodwig es un marica. Todos los lacayos son unos maricas. Y muchos de vosotros, después de tanto tiempo sin una mujer, os habéis vuelto maricas también.

—¿Y tú no?

—Yo no —declaró el gigante, con una sonrisa que dejó caer varias bombas de baba.

—Porque tú —musitó Alessandro—, tú…

—¿Qué pasa? ¿No te atreves a decirlo? Puede que tú también seas un marica… Dilo. Yo lo hago.

—¿Qué es lo que haces? —preguntó Alessandro, con delicadeza.

—Me tiro a los caballos.

—¿También a los machos?

—Claro que no. Sólo a las damas. Me subo a un taburete, cierro los ojos y me imagino que jodo con Quagliagliarella. Pero cuando regrese a casa no volveré a joder con Quagliagliarella. Trabajaré en un parque zoológico, y algún día mantendré relaciones con un rinoceronte, o quizá con una jirafa.

—¿Y qué me dices de un elefante?

—No, con los elefantes no. Ni éstos ni los hipopótamos me atraen. De modo que… —dijo el gigante, inclinándose hacia atrás—, ¿qué puedes tú tener allí, que sea mejor que lo que yo tengo aquí?

De noche, mientras recorría los pasillos desiertos del palacio, Alessandro disponía de tiempo para hacer inventario de cuál era su situación. En los pasillos de los aposentos de arriba, cuyos extremos estaban tan distanciados que no podían verse ambos a la vez, oscuras sombras como la boca de un lobo bailaban con la luz anaranjada que salía de las estufas esmaltadas, grandes como unos altos hornos. Aquél era el lugar en donde uno podía convocar a sus fantasmas.

Entre las dos y las seis, raramente encontraba alguna bandeja, y tenía libertad para sentarse en alguna de las sillas doradas y tapizadas de terciopelo que se alineaban a lo largo de su trayecto, aunque le estuviera prohibido hacerlo. Klodwig le habría azotado de haberlo sabido, pero tanto él como sus lacayos tenían un paso pomposo que los delataba antes de que llegaran, y alguien que se moviera era mucho más fácil de descubrir que una persona que permaneciera quieta. Lo único que tenía que hacer Alessandro era no dejar que lo venciera el sueño. Una vez en que le ocurrió, le despertó un lacayo gritando «Schlafen Sie?», pero era el criado de una duquesa polaca, y ni siquiera se enteró de que Alessandro era un prisionero.

A veces Klodwig se deslizaba por allí con la suavidad de un murciélago, para cazar a criados dormidos, pero al dar la vuelta en las esquinas se delataba con el aire que ponía en circulación. En cuanto enfocara la vista, Alessandro ya estaría de rodillas en el suelo, barriendo las migajas de debajo de la silla donde había descansando. Klodwig siempre palpaba el asiento, por eso Alessandro soplaba aire frío sobre el tapizado mientras barría las migajas, y siempre había funcionado.

Una semana antes de Navidad, sin que sus planes para escapar hubiesen avanzado en lo más mínimo, Alessandro permanecía de pie junto a una de las enormes estufas, en el extremo de un pasillo de medio kilómetro de longitud. La estufa era un armatoste abultado, liso, blanco como la nieve, tan alto como cinco hombres y con tantas incrustaciones de pan de oro que ofendían la vista. Cuando las corrientes de aire ascendían en espiral a través de los tubos de la chimenea, hacían que las llamas brotaran de forma irregular y las sombras flotaran por las paredes y el techo como bandadas de enormes pájaros negros animadas místicamente.

Eran las cuatro y media de la madrugada. Durante la cena, Alessandro y los demás prisioneros habían oído una orquesta ensayando al otro lado del comedor de los lacayos. Una y otra vez, quizá durante ciento cincuenta ocasiones, fagots, oboes y flautines se habían unido a los instrumentos de metal y de cuerda, como pájaros cantores sobre una cerca, para interpretar la Canción Tirolesa, y ahora Alessandro no lograba quitársela de la cabeza. Era el acompañamiento perfecto para las frías nieblas y la nieve que se arrastraban al otro lado de las ventanas de palacio, ya que más allá de la niebla y el humo del carbón estaban las altas montañas cubiertas de hielo, a las que él siempre había acudido para desprenderse de la confusión de los humanos.

Mientras se mecía con suavidad atrás y adelante, terriblemente fatigado, y la Canción Tirolesa creaba ecos en su alma, logró comunicarse con su padre y, como cuando estaba vivo, le transmitió las novedades. Aunque Europa se hallara ahora en paz, Alessandro era un prisionero de guerra vestido con una especie de pijama con presillas rojas en los puños y en los hombros. Deambulaba por los pasillos del palacio imperial austríaco desde el ocaso hasta el amanecer, recogiendo bandejas de las que robaba chocolatinas y langostinos, y probaba el mejor de los champañas, caliente y desbravado, de los restos que quedaban en muchas de las botellas.

Aparte de todo esto, Alessandro se alimentaba con una dieta a base de patatas y sal. Dormía durante el día y por la noche jugaba continuamente al gato y al ratón con un lacayo de peluca empolvada.

Para escapar, Alessandro tendría que hallar alguna forma de atraer un hombre cuyo sueño consistía en copular con un rinoceronte, robar uno de los caballos más famosos del mundo —y no hace falta decir que de los más vistosos—, cabalgar por toda Viena para sustraer un uniforme, conseguir lo que quería del Ministerio de la Guerra hablando alemán con acento húngaro, encontrar y matar a un desconocido piloto de aviones, y llegar hasta los Alpes, cuya fatal y blanca inmensidad debería cruzar a pie; y todo para poder regresar a Roma.

A las seis de la mañana, mientras intentaba borrar las visiones que le provocaba la fatiga y avanzando lentamente a fin de ahorrar fuerzas, Alessandro atravesó las cálidas cocinas del sótano donde miles de cosas despedían vapor o se asaban, los pasteleros apretaban los tubos de pasta como si lucharan con anacondas y cansados prisioneros tenían los codos metidos en enormes calderos mientras restregaban los restos de comida seca dentro de lagos de agua caliente saturados de espuma y suciedad Ante sí tenían aún doce o quince horas de trabajo, y no era precisamente la mejor hora del día.

Pasó ante las cámaras frigoríficas, los talleres de guarniciones, el estudio de los carpinteros, el salón de pelucas y el vestíbulo donde legiones de lacayos aguardaban a que los llamaran, y saltaban como un muñeco de resorte cuando su campana sonaba en un enorme tablero de caoba.

Pasó ante la armería, donde miles de fusiles perfectamente engrasados y bayonetas muy resplandecientes aguardaban en hileras simétricas. Justo antes de la curva de guijarros que había en el largo túnel, que por un lado ascendía a la Spaniche Reitschule y por el otro a la Winterreitschule, llegó hasta la lavandería.

Treinta calderos de cobre, enormes como carrozas, se levantaban sobre llamas salamandrinas de brillante metano que oscilaban lentamente atrás y adelante, como ramilletes de azúcar en rama que meciera el viento. Dentro de mares hirvientes, atrapados bajo cúpulas de cobre, había vestidos, camisas, uniformes, ropa interior, abrigos, toallas, sábanas, servilletas, manteles y tapices estilo imperio. La lavandería anunciaba que se lavaba en tres tandas y que nunca cerraba. Una fila de lacayos y doncellas, algunos con cestas y otros con pequeños carritos, permanecía de cara al mostrador, detrás del cual media docena de empleados de la lavandería recibían o devolvían diferentes artículos que pasaban entre los calderos. Los empleados desaparecían en un bosque de oscuros colgadores de hierro y volvían a salir con los brazos repletos de prendas o ropa de lencería. Alessandro se detuvo en la cola y observó el procedimiento.

Después de los veinte lacayos y doncellas que lo separaban del mostrador estaban los empleados. Con un tono de voz demasiado bajo para que pudiera oírlo, las doncellas hablaban mediante el código de la lavandería, y poco después sus brazos se curvaban en torno a suntuosos vestidos de seda y terciopelo. La cola avanzaba rápida y Alessandro no sabía qué hacer, hasta que un frágil lacayo depositó un vistoso uniforme cargado de medallas y anunció que lo dejaba a nombre del teniente Fresser. Un hombre de avanzada edad se lo llevó a la profunda oscuridad de los colgadores.

Algunos minutos más tarde, Alessandro se enfrentó a una robusta mujer de brazos fuertes y con gafas. El anciano había vuelto a desaparecer entre el mar de prendas y no se le veía por ningún lado, de modo que Alessandro se dirigió a la mujer con el tono más natural que pudo modular:

—El teniente Fresser necesita ahora su uniforme.

—¿Había que entregarlo esta mañana? —preguntó ella, como si le dictara las normas.

—No, lo han traído hace poco.

—Se necesitan cinco días para desmontarlo, limpiarlo y volver a coserlo —le informó la mujer, feliz de instruir a un esclavo acerca de las costumbres de la elevada clase de los lavanderos.

—Al teniente Fresser lo han destinado fuera.

—Mientras no nos culpe por no tenerlo a punto —dijo la mujer, que no se movió hasta que no tuvo el consentimiento de Alessandro, quien se lo dio después de fingir que se lo pensaba detenidamente.

Entonces la mujer desapareció y regresó sosteniendo el uniforme como si mostrara a un recién nacido.

—¿Es éste?

—Sí. Hay una medalla que obtuvo en la batalla de Sbornki Setaslava.

Alessandro se alejó apresuradamente con paso servil. Advirtiendo que el uniforme parecía de su talla, lo enrolló, se lo colocó bajo el brazo, regresó a los desiertos dormitorios y lo estiró debajo del colchón, donde estaría más seguro que las joyas de la corona austríaca, pues, ¿quién iba a mirar debajo del colchón de un italiano prisionero de guerra?

Alessandro tomó un trago de agua, se limpió los dientes y se acostó. Aunque tuviera que esperar un mes o dos, o quizás hasta la primavera, al final lo liberarían. Sin embargo, no quería abandonar el Palacio de Invierno en una fila gris de prisioneros, sino sobre un caballo blanco. Deseaba cruzar la campiña austríaca y las montañas no en un vagón de tercera clase, sino con los restos del ejército austríaco pisándole los talones.

Sabía que eso se debía a que aún llevaba la guerra dentro de sí, y que la seguiría llevando con él durante el resto de su vida, pues los soldados que han dado su sangre son soldados para siempre. Nunca llegan a encajar en ninguna parte. Incluso cuando sientan la cabeza, ese asentamiento es muy débil, pues al cerrar los ojos ven a los compañeros que murieron. Es algo que no pueden olvidar, que no quieren olvidar, y que nunca permitirá que curen del todo; ésa es su forma de expresar el amor que sienten hacia los amigos que han perecido. Nunca cambiarán, pues se han convertido en lo que son a fin de mantener con vida a los que cayeron.

En uno de los pisos superiores había un largo pasillo con las habituales estufas en cada extremo. Debido a que se llegaba a él mediante unas escaleras de caracol y que conducía a un callejón sin salida en el cual había tres aposentos, apenas se utilizaba. Los invitados que se apartaban a aquellas habitaciones solían ser de posición social relativamente baja, sabían que debían mantenerse al margen y, dado que procedían de provincias lejanas, solían acostarse temprano. En varias ocasiones, Alessandro había dispuesto de todo el pasillo para él solo, del anochecer hasta el alba.

Con todo descaro, se acostó sobre la alfombra después de cargar las estufas hasta que estuvieron al rojo vivo, como unos altos hornos. El pasillo aparecía moteado con un estallido de sombras, y diminutas explosiones de luz rielaban desde los helados cristales hasta los ángeles pintados en los paneles del techo. Aquéllos hacían guiños, sus alas aleteaban como las de los colibríes y los sinuosos dibujos que nacían de los miles de bruscos aleteos eran como las vueltas mágicas de una rueca. La nieve, que chocaba contra las ventanas y luego desaparecía, parecía la creación de un prisionero que alucinara a consecuencia de la melancolía y la fatiga.

Alessandro pasó horas con el pensamiento vuelto hacia Roma y el sur, con el cuello tenso a causa de la tarea de sostener la cabeza, en posición forzada para que sus ojos pudieran capturar la luz invisible del recuerdo. La electricidad discurría a través de él hasta el punto de que si hubiese sido de metal, habría lanzado chispas. Durante algunas charlas en las que se hacían confidencias, los centinelas del Isonzo había aludido a aquellos fenómenos, a fantasmas y visiones que se les aparecían justo antes del amanecer, haciendo que su corazón latiera al borde del ataque de nervios y los ojos permanecieran abiertos como si los sostuviera un gancho invisible.

A eso de las tres de la madrugada, cuando los copos de nieve batían el exterior de las ventanas como la exageración de una tormenta en alta mar que un pintor hubiera reflejado, Alessandro percibió un débil sonido procedente de uno de los aposentos. Pero pronto lo oyó cada vez con más intensidad, como si quien lo producía hubiera perdido su miedo inicial a que lo descubrieran y se sintiera consumido por la música que él mismo producía.

Y vaya música… Alessandro nunca había oído sonidos como aquéllos. No reconocía ni los instrumentos ni las escalas, que parecían surgir de las vastas y lánguidas llanuras de un mundo diferente. Creyó que estaba soñando.

A medida que se aproximaba a aquel sonido se sentía tan cansado, que debía hacer esfuerzos por recordar su propio nombre; pero no podía, como si acabara de despertar de una siesta invernal. Al estarle prohibido mirar directamente a sus superiores y mucho menos entrar en sus aposentos sin que lo llamaran, levantó el pestillo y entró con sigilo, protegido tan sólo con el recurso de preguntas y afirmaciones tales como: «¿Me han llamado para que recoja la bandeja?», o «Mi jefe le recomienda el pâté de salmón».

Tan pronto como se encontró en el recibidor, olió un tipo de humo muy peculiar, que disparó todos sus sentidos para luchar contra él y conservar el control. Después de vencer en aquella lucha, prosiguió hacia el salón principal, de donde surgía la música, ahora más fuerte, envolvente e insoportablemente hipnótica.

Bajo una nube azulada, que subsistía a pesar de que habían abierto las ventanas hasta el punto de que el viento y la nieve invadían periódicamente la estancia, tres músicos permanecían sentados, con las piernas cruzadas sobre una alfombra persa. Podían ser indios, turcos o gitanos, y sus instrumentos tenían las extrañas proporciones y formas redondeadas que los instrumentos occidentales habían perdido hacía mucho tiempo. El traste del instrumento de cuerda era tan alto como el hombre que lo tocaba, y su base tenía forma de calabaza. De hecho, se trataba de una calabaza. Los tambores sonaban con golpes rápidos y secos, no como un trueno o un tiroteo, sino como las rápidas pisadas de las cabras. Alessandro se preguntó para quién tocarían aquellos músicos. ¿Para ellos mismos? ¿Para alguna personalidad? ¿Para un sátiro que se entretenía detrás de un biombo con una caja de artículos sexuales procedentes de Egipto? Al pasear la mirada por la estancia, Alessandro sólo descubrió una enorme tarima cubierta por lo que parecía una pila de ropa que hubieran arrancado a los muertos después de una gran batalla. Se preguntó qué haría aquello en los aposentos de los invitados en el Hofburg, bajo la vigilancia de unos músicos indios que tocaban envueltos en una nube de humo de opio. Quizá se tratara de un objeto religioso, pensó, algún santuario, algo parecido a la Ka’aba de la Meca. O quizá fuera una tienda en la que un disoluto noble austríaco permanecía tendido mientras chupaba una pipa de agua, o vejaba a alguna de sus primas.

Entonces aquel bulto se movió, cambiando de izquierda a derecha, y de nuevo al revés, elevándose en el centro antes de aposentarse. Alessandro comprendió que el punto elevado era la parte posterior de la cabeza de una persona. Pensando que el hombre, o la mujer, estaría sentado bajo algún tipo de tienda, pasó al otro lado para colocarse frente al ocupante, y al hacerlo una nube de humo azulado surgió de aquella nariz.

Cuando se encontró frente a la persona que había expulsado el humo, se quedó con la boca abierta. Aquel bulto, en su totalidad, era una criatura sentada en un sillón que la engullía totalmente. El montón de telas eran tan sólo unas capas que habían colocado sobre una mujer quien sostenía el extremo de una pipa de agua con la mano derecha. La mano se contrajo espasmódicamente mientras colgaba en el aire, una especie de tejado voladizo sobre continuas ondulaciones de grasa.

En uno de sus ensayos sobre pintura, Alessandro había expresado la opinión de que un rostro humano no podía describirse de forma adecuada mediante palabras, ni tan sólo mediante la escultura; que eso era competencia exclusiva de los pintores, que la identificación de un rostro dependía por completo de las variaciones inefables de la luz y el color, para las cuales el lenguaje era parco en palabras y la escultura en formas. De la infinita variedad de ángulos e intersecciones que formaban una sonrisa, el lenguaje no tenía ni idea: y no sólo carecía de palabras, sino siquiera de números. A lo largo de diez páginas impresas, Alessandro había especulado sobre la impotencia de los fotógrafos y de muchos pintores, sobre la terrible insuficiencia de la estatuaria y de las máscaras de la muerte, e incluso de la insuficiencia del mismo rostro en la muerte. Sólo los grandes artistas visuales podían describir una cara, había escrito, y lo mejor que podían hacer los poetas era no intentarlo.

Sin embargo, en un solo instante, de pie ante aquella criatura sirenia, descubrió que no tenía razón en absoluto. Entonces, casi a punto de sufrir un colapso, se dio cuenta de que un rostro podía describirse con total suficiencia mediante palabras, una fotografía, o una máscara de la muerte…, siempre que fuera lo bastante repugnante. En aquél, la barbilla no existía, y sin embargo la mandíbula era enorme. La inferior parecía un palco de la ópera, cubierto de piel moteada y suelta, con lunares de los que brotaban penachos de pelo negro. Sus pálidas encías sangraban debido a que los dientes estaban en lucha consigo mismos, como espadas cruzadas o cuerpos espatarrados, inclinándose tanto hacia fuera como hacia el interior de la boca, intentando salvar mediante saltos horizontales los enormes boquetes que se abrían entre ellas. Los dientes ni siquiera eran admirables individualmente, como teclas de piano o fichas de dominó, sino que eran negros o marrones, como muñones a los que hubiera hecho saltar la dinamita.

Y eso sólo era el comienzo por lo que se refería a su fealdad. Los labios eran tan prominentes y carnosos que parecían los esponjosos parachoques de un remolcador marítimo, y tan sólo unas sangrientas grietas y unas viejas costras alteraban el liso y sonrosado tejido de textura intestinal. Las aletas de su porcina nariz oscilaban a causa de la forzada respiración, y sus ojos sobresalían de tal forma que Alessandro, aterrado, estaba preparado para cazarlos al vuelo en caso de que saltaran hacia él como tapones de champaña.

Y entonces se estremeció ante la sorpresa.

—Yo te conozco —dijo, pensando que quizás estuviera soñando.

La mujer le contestó con voz ronca, desde las profundidades de un trance de opio y hachís.

—Yo me oculto, pero mucha gente me conoce.

Ich träumte, ich tanzte mit einem! —dijo Alessandro—. ¡He soñado que estaba bailando con un cisne! Er hatte der wunderbarsten flauschigen Polster an den Füssen. En sus pies tenía los almohadones más maravillosos y mullidos. Und er war auf einem Mondstrahl in mein Zimmer gekommen. Y entró en mi habitación sobre un rayo de luna.

La mujer se removió en su asiento. Parecía estar batallando con sus recuerdos, pero, debido quizás al efecto de las drogas, o a que estaba demasiado emocionada con el recuerdo de los tiempos en que había sido —en cierto modo al menos— una sílfide, no respondió.

Sin saber qué decir, Alessandro intentó entablar conversación. Pero estaba tan aturdido que apenas pudo articular:

—¿Y cuánto pesas ahora?

Una nube oscura se cernió sobre ella.

—Doscientos sesenta kilos.

—Pero la escalera de caracol…

—Afuera, en la ventana, hay una viga, un gancho y una polea —explicó la mujer, y luego, avergonzada, inclinó la cabeza, aunque no podía llevarla mucho más abajo—. ¿Eras tú? —preguntó.

Alessandro asintió.

—Lo recuerdo… —asintió ella—. ¿Y ahora eres un prisionero, a pesar de que la guerra ha finalizado?

—Sí, creo que sí.

—No son muchos los prisioneros que terminan en el Hofburg.

—Me trajo Strassnitzky. Ya no me necesitaba en el Belvedere.

—¿Blasius Strassnitzky?

—Sí.

—Pobre Blasius. Ya no te necesitará en ninguna parte.

—¿Por qué?

—Porque lo mataron.

Alessandro cerró brevemente los ojos.

—Debes de estar confundida.

—No —contestó Lorna—. Los italianos tienen demasiados prisioneros, y el emperador necesitaba algunos más para cambiar. A fin de conservar la corona, tenía que mostrar que aunque había entregado el imperio en manos del enemigo había tenido un gesto final, que había dado muestras de valor. Ese gesto final fue Strassnitzky. Él y casi todos sus hombres murieron en una carga de caballería contra una línea fortificada y con ametralladoras. No hicieron prisioneros, tan sólo se sacrificaron a sí mismos.

»Blasius siempre fue muy divertido —prosiguió Lorna—. Jugábamos juntos cuando éramos pequeños. Parecía muy vivaracho, siempre cargado de historias y trucos, de formas graciosas para decir las cosas. Lo siento de veras. Siento que se haya ido para siempre.

»Para él debió de ser duro morir. En este aspecto, nosotros, que empezamos a vivir al mismo tiempo, habremos finalizado de forma muy distinta. Para mí, el mundo apenas representa un placer. Fumo opio y hachís a fin de pasar la vida entre sueños… Me sería muy fácil morir.

—¿Y en qué sueñas? —preguntó Alessandro, que mantenía los ojos muy abiertos.

El rostro de Lorna casi adoptó una expresión risueña.

—Sueño en cuando era un bebé. Mis padres me querían. Me llevaban en brazos y me besaban. Incluso cuando tenía tres o cuatro años me abrazaban continuamente. Si pudiera tener una criatura, la querría más de lo que nadie pueda imaginar. Viviría para ella. Tengo tanto amor dentro de mí, tanto… Pero este amor no llega a consumarse, excepto en sueños.

—¿Y por qué no has tenido un hijo? —preguntó Alessandro.

—La criatura sería demasiado fea —contestó Lorna—, y sufriría como yo. Además, ningún hombre me ha abrazado nunca, y mucho menos me ha hecho el amor. En sueños imagino eso también.

—¿Tendría que tratarse de un ser delicado? —preguntó Alessandro.

—No.

—¿Tendría que saber, como tú, lo que supone amar y ser amado?

—No —respondió ella—. Yo podría imaginármelo.

Sin creer del todo en lo que estaba haciendo, Alessandro habló con un tono de voz que sobresaltó a la mujer.

—Conozco a un hombre que te desea profundamente.

Lorna sollozó.

—Pero yo tengo mis necesidades —añadió Alessandro—. ¡Tengo mis necesidades!

—¿Cuáles? —preguntó Lorna, entre sus propias lágrimas.

—Tú perteneces a la casa real. Puedes lograr que se faciliten algunas cosas…

—¿Qué cosas? —preguntó ella—. ¿Qué cosas?

—Puedes hacer que alguien inspeccione un archivo y descubra el paradero de un héroe de guerra.

—Claro, claro. Sí puedo. Pertenezco a la casa real.

—Entonces, Lorna —dijo Alessandro—, haz un pacto con tu cisne.

Cuando la cena estaba finalizando y los prisioneros abandonaban sus bancos, el gigante siguió sentado bajo la lámpara de queroseno en el centro de una de las mesas. Alguien cantaba el Libiamo… de La Traviata, y el canto era tan hermoso que las llamas de las lámparas parecían danzar de alegría. Alessandro pasó al otro lado de la mesa y, dado que mantenía los ojos fijos en la enorme cabeza del gigante, la habitación parecía dar vueltas en torno a ella.

Observó aquella gran cara napolitana, dos veces mayor que un rostro normal, y mientras el fondo en movimiento se mezclaba con el aria bajo la luz dorada, pensó en la diferencia que existía entre la música de su país y la del país que lo tenía prisionero. En todas las épocas, la música italiana se había visto constreñida por las limitaciones del corazón humano, nunca más exaltada, ni más gozosa, de lo que el corazón podía serlo sin romperse, ni más triste de lo que el corazón podría serlo sin desesperar. En cambio, en la música del norte la tristeza prolongaba mucho menos la alegría, y en el desánimo la luz no aparecía contra la oscuridad. Sus extremos eran magníficos, pero carecían del más humano de los atributos: el equilibrio.

Hasta el gigante napolitano, un violador de animales de carga, parecía sentirse conmovido por el aria, de modo que Alessandro inició la conversación a un plano relativamente elevado.

—¡Qué hermosa! Como una puesta de sol sobre los tejados de Nápoles.

—¿Qué puesta de sol? —preguntó el gigante.

—La del oeste.

—¿Y cuál es ésa?

—La que ocurre por la tarde. En la bahía de Nápoles, los barcos acuden de todos los rincones del Mediterráneo y desaparecen en medio de la oscuridad, avanzando lenta y regularmente bajo las fluctuantes luces que se apagan.

El gigante dejó de comer y se volvió hacia Alessandro para observarlo con cautela.

—No serás un cura, ¿verdad? —preguntó.

—No, no lo soy.

—Al menos no vistes como ellos.

—En eso tienes razón.

—Entonces, ¿de qué estás hablando?

—De música.

—¿De qué música?

—De música india. ¿Te gusta la música india?

—No sé qué es eso.

—Pues música de la India.

—¿La India?

—Sí, un país donde hay muchos rinocerontes.

El gigante se mostró escéptico.

—¿Cuántos?

—Tantos como quieras.

—¿Y quién es el dueño?

—El Banco de la India. Sin embargo, todos los ciudadanos y todos los visitantes pueden montarlos y cuidar de ellos, alimentarlos con heno, con avena… Acostarlos…

—¿Y dónde está ese país?

—Lejos, aunque no demasiado. Puedes ir en barco. ¿No te gustaría escuchar su música? La música brota de lugares donde los rinocerontes vagan en grandes manadas. Yo podría arreglarlo para que la oyeras… ¿Quieres?

—No sé —dudó el gigante—. ¿Se me autorizará?

—A veces hacemos cosas que en principio no podemos hacer, ¿no? —preguntó Alessandro.

—Sí.

—Bien. Lo arreglaré todo. Por una noche tú harás mi trabajo y yo el tuyo.

—¿Toda una noche? Yo no quiero escuchar música india toda una noche.

—Allí donde te voy a enviar, encontrarás muchas más cosas además de la música.

—¿De veras?

—Sí.

Mientras los ojos del gigante brillaban tanto de credulidad como de incredulidad, Alessandro pensó que no debía entristecerle la tristeza de ella, ya que se volvería directamente hacia Dios, quien no podía dejar de darle una respuesta.

Lorna conocía a un oficial del Ministerio de la Guerra que podía haber sido su hermano gemelo. Aunque tan sólo se habían visto un par de veces, dos prisioneros torturados en un mismo potro no podían haber sentido mayor simpatía ni mayor confianza. Pero romper las normas por alguien para quien todas las normas se habían roto al nacer, era a la vez agradable y objeto de gran satisfacción: del historial del piloto se habían hecho copias y resúmenes, en secreto y sin dejar huellas, en una docena de departamentos distintos, y lo habían encuadernado con tapas grises con letras repujadas en plata. Alessandro supuso que un importante oficial que requiriera un informe obtendría algo similar, en retazos de papel que habrían pasado por una máquina capaz de escribir en color rojo, verde y negro.

La formación que había atacado Gruensee era la Kampfstaffel D3, pilotando aviones Hansa-Brandenburg D3. Una lista en limpio emparejaba los pilotos con sus aviones, y en el 5X, un número que había quedado grabado para siempre en el recuerdo de Alessandro, estaba el comandante Hans Alfred Andri, cuyo historial de operaciones se incluía. Había bombardeado y ametrallado concienzudamente una columna de caballería montada enemiga, y destruido varios edificios en el pueblo de Gruensee, aunque el informe no era lo bastante preciso como para mencionar que cada uno de los edificios de Gruensee tenía en el tejado, de forma claramente visible, una cruz roja sobre fondo blanco. Quizás al cabo de cinco o diez años las investigaciones llegaran al Ministerio de Asuntos Exteriores austríaco y pudiera discutirse tal anomalía.

Andri había participado con su avión en sesenta y tres misiones, y al finalizar la guerra había regresado al 87, 1, 4 de Schellingstrasse, en Munich. Schellingstrasse no estaba muy lejos de la Alte Pinakothek, donde Alessandro había oído por vez primera los cañonazos.

Cuando Alessandro se despertó al amanecer, el día estaba cargado con la energía de una tormenta de rayos entre la nieve. Apenas podía controlar las extremidades mientras seguía las envolventes nubes negras y grises que se cernían sobre la ciudad, montadas sobre su primera luz después de haber nacido en las estepas rusas. Por el este, cúmulos enormes se apilaban y crecían hacia arriba, y en su interior, corrientes, volteretas y bruscas caídas otorgaban a aquellas masas negras y grises la sensación de movimiento. Los cuervos que en invierno abandonaban Rusia por las llanuras austríacas trazaban círculos en lo alto, a miles, como negro confetti contra la luz. Cayendo y elevándose a gran velocidad, tensaban las alas cuando deseaban permanecer inmóviles sobre las fuertes oleadas del aire.

Cuando Alessandro y los dos compañeros del gigante llegaron a los establos, holgazanearon hasta que consideraron que ya habían holgazaneado demasiado, y entonces empezaron a trabajar. Cada uno tenía un carrito y una trituradora, y cada uno se encargó de una hilera de establos. Cuando vieron que Alessandro no salía de su zona con la molienda, supusieron que había trabajado a ritmo lento. Pero entonces lo descubrieron avanzando por el pasillo, acarreando entre sus brazos una silla de montar y unos arneses.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó uno de ellos, que en cuatro años no había visto nada parecido.

—¿A ti qué te parece? —replicó Alessandro.

Los otros dos lo siguieron hasta la cuadra donde había uno de los caballos de exhibición, y observaron cómo lo ensillaba y le colocaba las bridas.

—¡Se supone que no puedes hacer eso! —le gritaron.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—¿Y por qué estoy en este lugar? —les preguntó Alessandro, apartándose momentáneamente de su trabajo—. ¿Por qué estáis aquí vosotros? ¿Habéis nacido aquí, acaso? La guerra ha terminado.

—El centinela te disparará en cuanto salgas —le advirtió uno de los otros, sonriendo casi de satisfacción—. No llegarás ni a veinte metros.

Después de finalizar con el caballo, Alessandro se quitó la camisa, los pantalones y las botas, hasta que se quedó completamente desnudo ante los otros. Éstos pensaron que se había vuelto loco, hasta que le vieron desenrollar el uniforme. Entonces exclamaron:

—¡Ah!

Después de vestirse rápidamente, Alessandro se enfrentó a los dos moledores de estiércol, que no salían de su asombro.

—Te dispararán —le advirtieron.

—No, no me van a disparar. Seré yo quien les dispare a ellos y luego me largaré a casa. Estaré totalmente a salvo. Puedo ver el futuro, y las nubes están despejando.

—¿Puedes ver el futuro? ¿Cómo es eso posible?

—Ahora conozco lo bastante sobre los modelos del pasado para ver la oscuridad del futuro desenmarañándose ante la luz dorada de los tiempos. Detrás de las nubes está el amanecer… ¿Cómo puedo saber tales cosas? El hecho es que las sé. Así que prestad atención.

Los dos arguyeron que si él escapaba los fusilarían, así que tendría que golpearles en la nuca con la pala del estiércol. Dado que les horrorizaba la lucha cuerpo a cuerpo, algo que nunca habían experimentado, se vio obligado a perseguirlos alrededor de la cuadra. Creían que un golpe de pala los mataría, como muy bien podría haber ocurrido, pero finalmente logró ponerlos a dormir, depositándolos delicadamente sobre el heno.

Alessandro desenganchó el caballo. Con las riendas y la brida en la mano izquierda, y la pala colgando de la derecha, se dirigió hacia la garita del centinela en la rampa.

El guardia salió de la garita, debido a la curiosidad que había despertado en él algo que intuía debía tratarse de una irregularidad.

—Sostén las riendas —le ordenó Alessandro, y el otro obedeció.

—¿Es usted alemán, señor? —preguntó el centinela, mientras Alessandro se situaba casi a su espalda.

—No, italiano —contestó Alessandro, golpeándole en la cabeza con la pala.

Se apoderó entonces de la pistola del guardia y de un billetero repleto de dinero, y luego arrastró el cuerpo al interior de la garita, donde lo cubrió con una manta.

El caballo estaba impaciente. Sus patas tironeaban, y su fortaleza suplicaba que lo dejaran salir.

A través de la puerta abierta del vagón de carga en el que Alessandro viajaba de Linz a Munich, la luna brillaba sobre campos y montañas, y parecía saltar de un sitio al otro a medida que el tren cambiaba de dirección. La ilusión de que la luna se bañaba en el resplandor del terreno cubierto de nieve derivaba del hecho de que el astro no generaba su propia luz, sino que la recibía de otra fuente. Los soldados del tren no podían ver el sol, que en aquellos instantes se levantaba en el hemisferio occidental, pero sí la nieve brillantemente iluminada, y quizá debido a que el mundo se había visto trastornado, sufrían sin quejarse aquella ilusión.

La luna llena se veía tan próxima, que parecía la luna de Roma en agosto, sorprendentemente luminosa y perfectamente redonda mientras navegaba por el horizonte como una flota sobre las olas, bañando las palmeras del Tíber, los monumentos en ruinas y los campos cenicientos con la cálida luz de su juventud, antes de que se volviera plateada con el frío.

Con Alessandro viajaban alemanes y austríacos que habían estado presos en el este, franceses que intentaban llegar a París, ladrones, desertores, unidades activas que regresaban a sus bases o a sus campamentos, granjeros que volvían a sus granjas y padres que se dirigían al hogar con sus hijos. Había docenas de uniformes distintos, gentes sin uniforme, abrigos militares sin insignia, abrigos civiles con insignia, incluso mantas que lucían estampados nombres de campamentos o avisos de mantenerla lejos del fuego. Llevaban cascos puntiagudos, cascos planos italianos o británicos, gorros de piel de borrego, calcetines de lana, gorras de oficial, y cargaban bultos, paquetes y sacos atados con cintas de polaina o con cuerdas de disparo de los cañones. Después de afeitarse durante años con cuchillas a mano, agua fría y sin jabón, ahora llevaban barbas de todas clases y longitudes, y todos sabían que cuando regresaran a casa vestidos con harapos y mantas, el rostro demacrado y los ojos resplandecientes como estrellas, asustarían a sus familias; pero que después de bañarse, de ganar peso gradualmente y de perder el brillo de los ojos, sus familiares comprenderían poco a poco que habían logrado sobrevivir y los abrazarían.

Pero no todos tenían familia. Alessandro no la tenía. Sin embargo, descubrió que no tenía que pasar por ciertas inquietudes ya que, a diferencia de los viajeros a los cuales alguien los esperaba, él no tenía que avisar a casa ni enviar ningún telegrama. Él podía desviarse y viajar a Portugal o a Japón sin tener que volver nunca más, y nadie lo echaría de menos. Estuviera donde estuviese Luciana, lo único que habría llegado a sus oídos era que él había muerto.

Mientras contemplaba la luna flotar ligeramente sobre las montañas, comprendió que los que regresaban a casa atravesando toda Europa eran aquellos a los que se había dado por perdidos, que habían aparecido equivocadamente en las listas de bajas, que habían desaparecido, que habían capturado o abandonado por creerlos muertos. Después de tantos reencuentros inesperados, incluso las familias de los que realmente habían fallecido recobrarían sus esperanzas, tan sólo para sufrir la decepción de los años venideros.

Cientos de miles de milagros estaban a punto de ocurrir, y millones de tragedias necesitarían que algo las mitigara. Alessandro pensó, no sin cierta amargura, en los esposos que regresarían inesperadamente junto a sus esposas, en los padres que cogerían por sorpresa a sus hijos mientras éstos jugaban en el patio de la casa, pero cuando imaginó que los hijos se quedarían paralizados y luego correrían a los brazos de sus padres, la amargura lo abandonó. Cuanto más pensaba en las escenas del retorno, tanto si éste era esperado como si no, más deseaba lo mejor para aquellos que tenían esa suerte y más amaba a aquellos hombres y a sus hijos.

Apoyado contra un montón de paja, mientras intentaba protegerse del viento bajo dos mantas que había traído consigo, Alessandro empuñaba la pistola de nueve milímetros que había robado al centinela, por si había alguien en el vagón a quien no le gustaran los italianos, o que codiciara lo que él tuviera. Intentó pensar en algo que decirles a los guardias de la frontera… En medio del caos de la derrota, las demarcaciones entre Austria y Alemania no habían desaparecido, y cada país guardaba celosamente lo que quedaba de él.

El largo tren había partido de Rusia allí donde cambiaban las vías del ferrocarril, e iba tan repleto de hombres sin documentación que Alessandro confiaba en poder pasar. Si le dejaban escribir las respuestas, podrían creer que era alemán. Muchos alemanes que habían servido en el ejército austríaco lo habían abandonado de manera extraoficial cuando el fin de la guerra despertó sus ansias de volver a casa. Pero Alessandro no tenía ninguna herida en la garganta a la cual pudiera señalar, ni ninguna línea rosada o cicatriz en forma de estrella que explicara su incapacidad para hablar. De haber tenido alguien alcohol, podría fingir una borrachera, pero uno no podía emborracharse con sopa de patatas. Ni tampoco podía fingir algún tipo de trastorno mental, ya que inmediatamente le interrogarían acerca de la procedencia de la pistola, la considerable cantidad de dinero y el uniforme de un oficial del Imperio. La pistola en sí ya constituía un problema, pero si no la escondía podía quedarse sin ella, y la necesitaba.

Hacía demasiado frío, estaba demasiado cansado y el tren avanzaba demasiado deprisa para saltar en marcha. Imaginó que si persistían las costumbres de la guerra, podrían arrestarlo y fusilarlo como espía, y al parecer la guerra seguía coleando. Sin estar en posesión de uno de los documentos oficiales de Orfeo, con un sello lacrado tan grande como un plato de postre, ¿quién sabía realmente lo que podía suceder?

Después de la experiencia de aquellos años, una frontera y los que la custodiaban no parecían del todo insuperables, pero como no podía saltar del tren y estaba demasiado cansado para pensar en la forma de salvarse, dejó de preocuparse y se quedó dormido.

Cuando despertó, el tren se había detenido en medio de la fría luz invernal, que se filtraba entre las montañas al amanecer. Aunque temporalmente las puertas daban al sur y se abrieron al preludio de la salida del sol, el aire que invadió el vagón era desasosegadamente helado.

Al pasar las puntas de los fusiles frente al vagón, Alessandro oyó pasos en la nieve, pero nadie se asomó al interior. Escuchó las apagadas voces de los oficiales de la frontera al amanecer. Aquéllos siempre parecían más despiertos y decididos que los pasajeros, pero en el fondo estaban mucho más cansados.

Los guardias ignoraron el vagón de Alessandro. En el de al lado habían matado a un hombre —una bayoneta le había atravesado el corazón porque alguien quería su gorra de lana—, y había que retirar el cadáver.

Entonces dos oficiales subieron al vagón mediante un experto salto, que los dejó por encima de los hombres que permanecían tendidos sobre el suelo cubierto de paja. Mostraban la instintiva crueldad de los guardias de frontera, pero estaban tan anonadados por haber perdido la guerra que les resultaba difícil mostrarse inquisitivos. Uno pidió la documentación, pero desistió cuando un harapiento soldado tuvo dificultades en desabrochar las correas de su mochila para sacar los papeles. El otro oficial preguntó si alguien había oído ruidos en el vagón de al lado. Le contestaron el silencio y el siseo del vapor de la locomotora. Miró a su alrededor, juzgando cada rostro, y al llegar a Alessandro aceleró el paso, sin casi rozarle con la mirada. Al parecer, el aspecto de Alessandro era correcto. Por otro lado, al amanecer y con aquel frío, ¿a quién le apetecía andar entre prisioneros y soldados comunes que, cubiertos de piojos y pulgas, regresaban del este?

Salió del vagón con un salto perfecto y el otro oficial le siguió. Al cabo de un par de minutos, otra pareja de oficiales apoyó las manos en la puerta, a punto para izarse, cuando alguien desde fuera los llamó y cambiaron de opinión.

Al cabo de poco el tren arrancó; el sol estaba ya en lo alto y Alessandro dormía. Las mantas eran ahora lo bastante cálidas, el aire tan sólo fresco, y por la tarde llegarían a Munich. Antes de dormirse, Alessandro había experimentado una terrible ansiedad por lo que se disponía a hacer, pero el movimiento rítmico de las ruedas sobre los empalmes de los raíles le habían sumergido en la oscuridad.

Múnich era una ciudad enemiga, y una ciudad llena de obras de arte. La nieve había caído copiosamente la noche anterior, pero a primera hora de la tarde los vientos que habían pastoreado por un quebradizo cielo azul de montaña habían atacado las vulnerables cornisas de nieve, transformándolas en torres caprichosas y blancos torbellinos, mientras las nieblas que el sol levantaba se convertían en derviches centelleantes.

Lo primero que en Múnich llamó la atención de Alessandro fue un mendigo corpulento, en un restaurante cercano a la estación, que se movía entre los comensales para hacerles un retrato a base de trozos de pan. Con sus dos dientes superiores, largos y estrechos como los de un roedor, al parecer sin esfuerzo recortaba el perfil exacto de todo aquel que le diera un trozo de pan. Alessandro vio que daba los toques finales al retrato, en pan de centeno, de una mujer cuya nariz extraordinariamente puntiaguda parecía proyectarse lejos de la cara, como un objeto que flotara en el aire. El mendigo se comía entonces su obra de arte y se dirigía a la mesa de al lado. Sólo en Alemania podía un mendigo estar gordo, pensó Alessandro.

Empezó entonces a deambular, buscando no las calles más cómodas y céntricas, sino aquellas que, al igual que las vías londinenses, desaparecían en línea recta por un punto a lo lejos. Mirando a lo largo de una alameda vio que los árboles lanzaban nieve hacia el cielo cuando el viento los azotaba. Debido a la intensidad de la luz, descubrió miles de ventanas brillando y un número casi infinito de reflejos en los detalles que los siglos habían labrado sobre la piedra. Sobre Múnich, el cielo era del color de los zafiros, y pálido y blanquecino sobre los Alpes, como si las distantes masas de nieve cambiaran la percepción que los ojos tenían del azul.

Hipnotizado por las formas y colores de la paz, anduvo sin rumbo, convencido de que finalmente encontraría un hotel, compraría ropas civiles y un periódico —uno italiano, si daba con él—, y que se daría un baño, pagando incluso el suplemento del agua caliente. De no haber pasado cuatro años en la guerra, no habría podido soportar pasear por las alamedas durante tantas horas pasando hambre y frío, pero el frío era algo que había aprendido a soportar, y el hambre un estado que podía mantener durante semanas. Paseó por la ciudad, contemplando los rostros de las mujeres y los niños, de los ancianos, y de otros que sabía habían permanecido en la retaguardia, pues aún conservaban los antiguos hábitos de las comodidades, como si nunca se hubieran enfrentado a la negrura y la luminosidad en la que miles de soldados compañeros de Alessandro se habían despertado.

Cuando una bandada de gansos cruzó el cielo sobre su cabeza, Alessandro pensó en Rafael. Al atravesar la formación la línea de la alameda, la cadena de pájaros se situó rápidamente ala con ala para hacer frente a una potente ráfaga de viento y, al igual que la cola que siguiera la ascensión de un cometa, se elevaron como un cohete saliendo de una rampa. En la Logia de León X, en el Vaticano, Rafael había pintado una formación de gansos en forma de V, pasando por encima de las nubes en estrecha formación, a fin de penetrar en un fuerte viento. Era toda una proeza haber logrado, mediante la perspectiva y confundiendo la visión, hacer creer que un sólido techo podía ser una fila de alegres ventanas abiertas al azul, en cuyo brillo había depositado unas aves luchando contra el viento. En el panel central, con los pálidos colores del desierto y rodeado por ángeles alados y querubines, Dios entrega las tablas de la ley a Moisés, pero el ojo se siente atraído hacia la derecha y hacia la izquierda, a los paneles menos importantes que representan el cielo abierto. En la izquierda están los gansos, atrapados por la fuerza del viento, y en la derecha, casi en un espacio vacío, un búho y una golondrina. El búho mira hacia abajo, como si estuviera sobre el tejado y se asomara al interior. La golondrina cruza a gran velocidad de una esquina a la otra, cerca de la imaginaria ventana. Está allí tan sólo un breve instante, pero la fuerza de sus alas extendidas, la longitud de su cola estrecha y ahorquillada, y la forma casi de proyectil que tiene su cuerpo atravesando el aire, han grabado permanentemente su imagen sobre el cristal.

En su juventud, Rafael había cantado con el color y pintado con el coraje de un soldado, pero en sus últimas obras había abandonado la exquisitez por la profundidad, pintando como si sus ojos no estuvieran abiertos al mundo, sino a un espacio mucho más amplio donde se hallara el mismo mundo: como si hubiera empezado a intuir una nueva perspectiva, un nuevo color, una nueva gravedad y una nueva luz. Y todo había quedado enmarcado como si se tratara de una pregunta, porque, aunque presentía lo que había al otro lado, por vez primera en su vida no podía confiar en su extraordinaria visión para que le comunicara lo que había allí. El sólo era capaz de sentir, pero lo que había sentido y cómo lo había sentido le impulsaba hacia una oscuridad preñada de interrogantes que no podía contestar, y a una gratitud que no podía explicar. De pronto, en sus cuadros las figuras aparecen inseguras, como si no entendieran lo que está sucediendo. Es como si presenciaran un milagro, el cual estuviera lejos de haber finalizado.

Alessandro, tal como había anhelado, por fin tomaba su baño de agua caliente. Se sentía casi libre, pero los recuerdos aún lo atormentaban y las imágenes se le presentaban mediante secuencias rápidas, desvaneciéndose antes de que alcanzara a comprender la conversación que había mantenido con su espíritu. Mientras compraba ropas nuevas, comía en un restaurante o encargaba el baño en el hotel, las imágenes volaban hacia él como pájaros en una tormenta y no hallaba forma de liberarse de su impacto agotador, ya que, en cierto modo, cada una incidía en la verdad. Despertar de este modo, después de los años transcurridos en la guerra, resultaba algo imposible de soportar, y a fin de evitar quebrarse bajo aquella tensión decidió limitarse a hacer simples inventarios: hablaba consigo mismo acerca de lo que había hecho aquel día y tomaba nota de los pequeños detalles que había en el baño donde permanecía tendido, en una humeante bañera con la bendita agua caliente llegándole hasta el cuello.

El techo se elevaba casi cinco metros en un cubículo estrecho y oscuro, repleto de nubes de vapor. Las paredes eran de un blanco brillante, y la temperatura del cuarto no mucho más cálida que la del exterior. En un intento desesperado por liberarse del excesivo vapor que producía el agua caliente, que él hacía correr extravagantemente, había abierto un poco la ventana. Al otro lado estaba la oscuridad de la noche, y por ella penetraba un torrente de aire tan helado que la colisión entre éste y el vapor hacía que unas nubes blancas se ensortijaran violentamente en la superficie del agua, derramándose sobre la bañera hasta caer al suelo.

El depósito que calentaba el agua estaba sujeto a la pared. Una corona de llamas de gas rugía dentro de la base metálica mientras el depósito borboteaba, hervía y silbaba como una tetera. Del grifo que colgaba sobre el borde de porcelana de la bañera, como si fuera la trompa de un elefante, brotaba un grueso chorro de agua caliente que caía a plomo sobre el fondo de la bañera y que se desparramaba al tiempo que se elevaba. El exceso salía despedido en una especie de inundación, con un sonido similar al del agua corriendo entre dos rocas que acelerara su velocidad hasta volverla plateada.

Acalorado, enrojecido y semiinconsciente, Alessandro contempló la silla donde reposaba su nueva indumentaria: un par de botas de cuero para montañistas, engrasadas a prueba de agua; una camisa de franela azul marino; un suéter de esquiador; una parka de color gris metalizado con la capucha enrollada en el cuello; unos mitones; una gruesa gorra de lana y una bufanda de angorina. En la bolsa había media docena de pastillas de chocolate, medio kilo de carne cecina, un kilo de pan y algunas frutas pasas. Llevaba una botella de agua, una brújula, una lámpara de velas, cerillas y velas de repuesto. En la mochila había colgado un par de crampones y, a cada lado, en unas presillas que tenía a tal propósito, colgaban dos piolets, uno corto y otro largo.

Todo aquello lo había comprado en una tienda especializada en montañismo, que solía visitar antes de la guerra y que ahora no tenía ni clientela, ni mapas. Allí le informaron de que los tendrían tan sólo después de que se firmara un tratado, ya que tanto las montañas como las colinas que las precedían se consideraban puntos estratégicos.

En uno de los bolsillos de la parka de Alessandro había un billete de tren a Garmisch-Partenkirchen y la pistola que había quitado al guardia en la Winterreitschule. No había tenido tiempo para coger los cargadores de repuesto, así que tan sólo disponía de diez tiros. Uno, quizá dos, serían para Andri, y con los ocho o nueve que le quedaran tendría que defenderse de las divisiones de montaña alemanas o austríacas que le bloquearan el camino hacia el sur. No se sentía optimista ni pesimista por lo que se refería a sus posibilidades, pues había llegado a la conclusión de que tanto en las iniciativas peligrosas, en las batallas, como en las evasiones, no hay lugar para el optimismo o el pesimismo.

Aturdido con las sensaciones del baño —de vez en cuando la ventana traqueteaba a causa de una ráfaga de viento, o a que un tren pasaba por una vía cercana—, se sentía cualquier cosa excepto un militar. Había tomado una sustanciosa cena consistente en sopa de res, carne asada, patatas, ensalada y cerveza. Casi se había quedado dormido y le resultaba difícil mantenerse en pie después de haber vaciado el agua y haber recuperado la gravedad. En su habitación, las sábanas eran blancas y frías, el aire fresco debido a los vientos invernales que silbaban a través de las rendijas. Por un instante se quedó mirando las ropas y el equipo perfectamente ordenado junto a la cama e iluminado por el resplandor de la bombilla eléctrica. Cuando apagó la lámpara, la habitación se llenó con los colores de Rafael, los verdes y rojos que carecían de nombre. Llegaron como si quisieran guiarlo por encima de las paredes de las montañas y bajarlo hacia el calor y la magnificencia de Roma.

Mientras Alessandro caminaba por las calles de Múnich, temprano por la mañana, la nieve era más blanda que la del día anterior y el sol más cálido. Tenía el porte de un soldado, y cuando llamó a la puerta del comandante, su respiración era poco profunda, como si el aire estuviera enrarecido. Entornó los ojos, no debido a la luz, sino de la rigidez de los músculos de la cara.

La puerta se abrió y reveló a un hombre alto, vestido con un traje a cuadros y cubierto con una chaqueta de médico con un caduceo bordado en la manga. La chaqueta estaba manchada con pintura al óleo de muchos colores, y el olor a aguarrás llegaba hasta la puerta con el aire caldeado de la casa.

Al principio el excomandante se quedó desconcertado ante el hombre que parecía un escalador inglés. Alessandro lo empujó hacia el interior de la casa, cerró la puerta a sus espaldas y sacó la pistola. Andri no se atrevió a decir nada.

Alessandro le indicó por señas que retrocediera a una gran sala, la cual conducía a un jardín a través de unas cristaleras.

En aquel estudio lleno de pinturas había un cuadro, terminado en sus tres cuartas partes, de unos hombres en las trincheras y de espaldas al espectador, que se asomaban a un paisaje de árboles destrozados y arbustos en llamas.

—Al infierno con usted —exclamó Alessandro—. Me tiene sin cuidado si su pintura es buena o no.

Andri comprendió cuál era su situación, pero, al igual que Alessandro, había sido un soldado y no temía a la muerte. Tuvo la misma sensación que experimentaba cada vez que lanzaba su avión en picado o lo hacía girar bruscamente para atacar a un grupo de cazas enemigos. Sonrió con cierta amargura antes de hacer su comentario:

—Veo que la guerra ha hecho maravillas con los críticos de arte. Antes solían ser relativamente tímidos, pero ahora van directos al grano. Supongo que ha venido a vengar una incursión aérea…

—Así es —contestó Alessandro.

—¿Era usted piloto?

—De infantería.

—¿El bombardeo en el Col di Lana? Sus trincheras estaban mal situadas. Para nosotros fue una simple excursión. Ustedes tan sólo tenían un cañón antiaéreo y dejó de disparar. Si se hallaba en el Col di Lana comprendo que haya venido usted.

—No, no estaba en el Col di Lana.

—¿En Kleinalpenspitze?

Alessandro negó con un gesto de cabeza.

—¿En el Grossen Schonleitschneid? ¿Al que ustedes llaman Dolomitas di Sesto?

Con cada suposición errónea, Andri sentía que cavaba más profundamente su propia tumba, pero que habría sido mucho peor detenerse.

—¿En el Brenta?

—Sí.

—La columna montada en Gruensee.

—No, la columna no. Ellos eran soldados.

—¿Entonces qué? —preguntó Andri, irguiendo los hombros.

—El hospital.

—Mis bombas se desviaron —alegó Andri, con un leve tono de indignación, y añadió con voz más convincente—: Además, la columna se había hecho fuerte entre los edificios.

—Ésta es su primera mentira.

—No es cierto.

—Sí lo es. Yo estaba allí. Le vi a usted. La columna se había dispersado, no quedaba nada para bombardear. Sin embargo, usted regresó. Voló en diagonal y el impacto fue directo.

—¡No fue así! —insistió Andri.

—Sí lo fue —replicó Alessandro, tranquilamente—. He leído el informe que usted redactó.

—¿Cómo ha podido leerlo? —preguntó Andri, mudando de la indignación a una mezcla de pánico e irritación—. ¿Cómo ha podido encontrarme? ¿Es así como me ha localizado? ¿Consiguió el informe del ejército austríaco? ¿Acaso están locos?

—Resulta sorprendente que los maestros de la burocracia sean los que rigen el mundo, ¿no cree? —Más que una pregunta, era una afirmación por parte de Alessandro.

—Esas cosas ocurren en la guerra —contestó Andri, intentando salvar su vida—. Ningún bando tiene la exclusiva de la virtud. —Se desesperó—: ¿Ha venido a matarme?

—Así es.

—¡Qué desperdicio! Yo podría pintar… Podría estar cuarenta años pintando.

—Pues va a morir.

—¿Y de qué servirá eso?

—Yo no opino lo mismo que usted. Para mí es pura cuestión de justicia… No tanto por utilidad, sino por estética. Consulte sus textos sobre simetría. ¿De qué servirá? Puede que, en otra guerra, usted bombardeara otro hospital.

—No habrá otra guerra, al menos mientras vivamos.

—No, al menos mientras viva usted —manifestó Alessandro, quien amartilló el arma—. Había muchos soldados en la casa que usted bombardeó. Algunos ya agonizaban, pero otros creían que se habían salvado y que iban a regresar con sus familias. ¿Y quiénes cuidaban de ellos? —Por un instante, Alessandro fue incapaz de hablar. Luego prosiguió con voz temblorosa—: Enfermeras. Más o menos unas doce. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Y quién cree que eran esas enfermeras? Muchachas jóvenes. Cuando usted se alejó, los escombros ardían de tal forma que yo ni si quiera podía volverme para mirar. Una de ellas era… —Alessandro fue incapaz de finalizar; se limitó a permanecer donde estaba.

—¿Habría querido ella que hiciera esto? —preguntó Andri.

Entonces Alessandro pareció recuperar la calma. Al cabo de un instante sonrió y preguntó:

—¿Por qué no se lo pregunta a ella?

Andri sonrió con resignación.

—De acuerdo; no dispongo de argumentos. Creía haber salido con bien de ésta… Al menos he intentado ser feliz durante estos últimos meses. Supongo que es lo que debía hacer.

Una puerta se abrió a la derecha, asustando de tal modo a Alessandro que giró con la pistola y la sostuvo con ambas manos. Pero de pie frente a él había una niña de seis o siete años. Llevaba un abrigo loden, el cabello recogido en una trenza y acarreaba la cartera escolar.

—Sales con retraso —dijo Andri—. La profesora se va a enfadar.

La niña permaneció en el umbral.

—Ésta es Ilse María, mi hija. Ilse…, vete ya.

Ella se negó a moverse.

Alessandro miró a la niña y entonces, bajando la pistola, se volvió hacia el padre.

—Ahora me ha derrotado por segunda vez.

La primera vez que Alessandro se enfrentó cara a cara con Bindo Altoviti era tan rico en afectos como encantado con la idea de la soledad. Su casa en el Gianicolo había sido una fortaleza contra el tiempo. Nunca había vuelto los ojos a nada que no fuera su familia, daba por sentado la fraternidad de la universidad y creía que el mundo era un jardín repleto de mujeres exquisitas e invulnerables.

Una vez más entró en la sala de la Alte Pinakothek. La mano de Bindo Altoviti, descansando casi femenina sobre el esternón, no parecía obra de Rafael, sino de un discípulo. Un millar de imágenes de Rafael recorrieron la memoria de Alessandro para comparar: caballos de guerra como globos, cuyas expresiones eran exactas a las de aquellos animales y reflexivas como las de un hombre, escenas y rostros pintados deliberadamente bajo la luz dorada del atardecer, querubines cuyas expresiones eran de niños envejecidos, ya que los bebés no se estaban quietos ni siquiera para Rafael.

A diferencia de los nuevos pintores, con sus colores desaliñados y alucinantes, cada una de las bruscas pinceladas de Rafael, todos sus refulgentes planos, la conversión del aire en luz —ya fuese brillante u opaca, tanto la del cielo matutino como de la estrella nocturna—, mostraban la disciplina de una mano férrea. Allí no había estratagemas ni conceptos, nada centrífugo, nada salvaje, nada que no tuviera la rica armonía que parecía ser el propio mundo contemplado desde el recogimiento celestial. La única carga que alineaba todos los elementos y que reconciliaba cada contradicción y cada variación era el peso de la mortalidad.

Con infatigable variedad, los temas del pintor reflejaban lo que a Alessandro le parecía su convicción de que habían volado sobre la tierra sólo momentáneamente, después de haber salido de una tormenta de almas. Los azules zafíreos y los cielos sin brisa constituían un lugar seguro, un refugio de las grandes y abrumadoras batallas, un plácido paraíso que pasaba demasiado rápido para que la mayoría lo reconociera, y que se olvidaba en favor del paraíso toscamente imaginado y que había sido plagiado partiendo de sus propios elementos. «El mundo es un lugar inmóvil —pensó Alessandro—, con sus imágenes eternamente fijas. Éstas no se desvanecen; se pueden recordar e intuir. Nada ni nadie se pierde». Éste era el significado y la promesa del cuadro, y el origen de la ecuanimidad de Bindo Altoviti. Quizás algún día Alessandro viera las cosas con la misma placidez que el joven florentino, pero ahora tendría que olvidar sus inquietudes, ya que estaba a punto de cruzar de Alemania a Italia, caminando por las montañas, en invierno, y ésa no era una labor de contemplación, sino de empeño y de suerte.

El tren de Garmisch-Partenkirchen iba casi vacío y Alessandro viajaba solo en un compartimento de segunda. La puerta y las ventanas que daban al este giraban gradualmente hacia el sur y, mientras el tren traqueteaba, Alessandro durmió con el sol brillando sobre su cara y la mano izquierda colgando fláccidamente sobre el borde de su asiento.

A primera hora de la tarde lo despertó el ruido del tren al pasar lentamente por un puente metálico. Abajo, a lo lejos, un río se precipitaba sobre rocas cubiertas de hielo, grandes como casas, y su niebla llenaba el desfiladero como una aurora, elevándose y cayendo en gruesos arcos que se combaban, se retorcían y a veces hasta se desplomaban. No mucho más rápido de lo que podría caminar un hombre, el tren ascendía por una pronunciada pendiente, sobre puentes de caballete y a través de túneles. El aire era fresco y transparente y, a pesar del hedor a carbón que desprendía la locomotora, olía a pinos y a laurel de montaña. Justo hacia el sur estaba Austria.

Alessandro tendría que abrirse paso entre ejércitos alemanes, austríacos e italianos, guardias fronterizos, milicias, policías y regiones donde se detestaba e ignoraba a los extranjeros. Pensó incluso en dar media vuelta y dirigirse hacia Suiza. Aunque no estaba muy enterado de cuál era su política respecto a los prisioneros de posguerra evadidos, suponía que le darían algo de comer, le harían llenar algunos formularios y lo entregarían a un cónsul italiano, que le besaría ambas mejillas y lo pondría en un tren rumbo a Roma. En cambio, las montañas del oeste parecían mucho más altas que las del sur, dispondría de menos luz diurna cuanto más tiempo permaneciera en el tren y, dado que en la zona occidental se hallaba la carretera natural hacia Suiza, probablemente estaría más celosamente vigilada.

Así que abrió la puerta, bajó los peldaños, se inclinó hacia adelante y saltó sobre la nieve. Tocó el suelo a la carrera y se mantuvo en pie unos instantes, las botas batiendo bajo él, pero luego perdió el equilibrio y rodó sobre un ventisquero. El tren pasó junto a él, traqueteando rítmicamente mientras desaparecía por una curva de pinos recién cortados, tan tupidos como el pelaje de un conejo.

Alessandro se sacudió la nieve de la ropa. Aunque el aire soplaba frío en la sombra, al sol el día era primaveral, y la nieve derretida brillaba azul y dorada. Las húmedas costras de hielo revelaban manchas de hierba donde no resultaba nada extraño encontrar florecillas silvestres. Con cuatro o cinco horas de luz diurna, y una hora más de visibilidad al anochecer, Alessandro se puso en marcha a paso regular, con la esperanza de poder caminar y escalar a la luz de la luna.

La primera parte del campo que cruzó estaba formada por el tipo de colinas empinadas y arboladas que suelen verse desde los trenes, y que, a pesar de la proximidad del tendido ferroviario, siempre se muestran salvajes y seductoras. Tendría que cruzar media docena de colinas como aquélla antes de llegar a las praderas que conducían a los campos nevados y a los glaciares. Y en los bosques, el viento no arrastraba la nieve ni la acumulaba como en los prados abiertos o en las laderas de las montañas.

Avanzó entre los árboles, oyendo cómo rugía el viento en las ramas altas y atisbando a través de la fragante maraña los lagos que formaba el cielo azul. A medida que iba subiendo, calentándose lentamente y ganando el equilibrio y la estabilidad que necesitaría para las montañas, llegaban hasta él las detonaciones de la artillería. Aunque aquel sonido era producto de su mente, creaba ecos más allá de los árboles, y los estallidos más potentes restallaban a lo largo de los afloramientos de granito como un cable que chisporroteara.

Se sintió confortado con aquel sonido, pues al recordarlo podía rememorar simultáneamente no sólo sus ideales, sus amistades y sus amores, sino cómo se habían hecho añicos todos. En el sonido de los cañonazos oía la profesión de su fe, y eso le confería fuerzas para emprender la subida de las colinas con un propósito, como si alguien lo aguardara detrás de las montañas, donde no podía ver.

Cruzó seis promontorios, cada uno más alto que el anterior, antes de alcanzar el punto donde no vería más árboles hasta llegar a Italia. Y al salir del bosque se enfrentó a un mundo de montañas cubiertas de hielo, que al atardecer adquirían una tonalidad rosada y polvorienta. La distancia que las separaba parecía tan enorme que pensó que tardaría un mes en llegar a ellas, pero era tan sólo un engaño provocado por las luces y las sombras, pues no estaban tan lejos ni eran tan altas como parecían.

Aquí y allá, sobre los pastos cubiertos de nieve, había unos cobertizos donde se guardaba el heno y en los que podría protegerse contra el viento. Buscaba uno que estuviera lejos de cualquier granja o aldea, y lo más cerca posible del gran glaciar sobre el cual no tardaría en caminar. Varias horas después de anochecer se detuvo al final de unos prados, en un sitio donde el glaciar se hallaba tan cerca que sentía las corrientes de aire frío que manaban de él y que transportaban sus sonidos: el chirrido apagado de una rueda bloqueada al patinar sobre un raíl metálico, el estallido similar al de un trueno, un rumor apenas perceptible, como de un mueble gigantesco que alguien arrastrara sobre un suelo desigual.

Encontró un cobertizo y penetró en su interior, donde buceó en el heno y se acurrucó como un perro dormido. Aunque estaba caliente debido al ejercicio, sabía que al cabo de media hora se sentiría helado. Debía quedarse profundamente dormido mientras estuviera caliente, a fin de que la inconsciencia le permitiera escurrirse entre el frío que iba a seguir. En cuanto despertara tendría que ponerse en marcha, tanto si había luz de luna como si no, ya que la única arma de que disponía contra el frío era moverse. Los momentos que precedieron al sueño fueron como un verano.

Se despertó a medianoche, temblando de forma tan violenta que le resultó difícil ponerse en pie. Se abrochó la ropa hasta tensarla, se ablusó los pantalones dentro de los calcetines, se colocó todas las prendas de lana que pudo encontrar y abrió de golpe la puerta, de forma que casi se cayó por la pendiente que bajaba hasta la lengua del glaciar. La luna estaba baja, la cabeza le latía con fuerza y, aunque se hubiera sentido lo bastante caldeado para intentar comer, tenía los dedos demasiado rígidos para poder abrir los paquetes de comida.

Tuvo que utilizar los dos piolets, pero los crampones no fueron necesarios; aunque, de haberlos necesitado, tampoco habría podido atárselos. Después de luchar sobre una corta pared agrietada, izándose con la fuerza de sus propios brazos, desembocó en el glaciar. Éste se elevaba gradualmente hacia una línea de montañas, que luego penetraban en el aire como las salpicaduras de una ola brotando por el agujero del desagüe. Con un poco de suerte tendría luz de luna o un cielo lo bastante claro para que permitiera filtrar la luz de las estrellas. Y, con algo más de suerte, llegaría a las cumbres todavía con luz de día.

El cielo era casi del todo claro y le permitía ver, aunque no cómodamente. A finales del verano, los ríos de nieve derretida habían labrado nuevas grietas en el interior del glaciar, retirándose a veces justo antes de que el corte saliera a la luz. Una franja de nieve perfectamente plana, de tan sólo unos pocos centímetros de grosor, podía atravesar delicadamente una sima de cuarenta metros de profundidad. A Alessandro nunca le habían gustado las travesías por glaciares, ni siquiera en una cordada de tres o de cuatro: se parecía demasiado a caminar por un campo sembrado de minas. En aquellos momentos carecía de cuerda, de compañeros, de luz y hasta de un vulgar sendero en el cual pudiera confiar, aparte de una llanura sin rasgos distintivos.

Al principio sorteaba incluso las grietas más pequeñas. Luego empezó a saltar sobre ellas, y aquellas que deseaba saltar se fueron incrementando en número y en anchura. Hasta que, al salir la luna e iluminar la blanca extensión en la que se había perdido, empezó a coger carrera para saltar sobre profundas grietas que, en su parte más estrecha, tenían más de un metro de separación.

Aterrizaba sobre cornisas y salientes que a veces tan sólo duraban el tiempo suficiente para que él diera el último paso, luego se desmoronaban. La fría luz de la luna no lograba vencer la oscuridad de las grietas, que parecían ríos de aceite negro.

Aquel rápido avance no tardó en apoderarse de él por completo. El riesgo y el ejercicio lo excitaban. Se sentía ennoblecido e invulnerable. Volaba por encima de las grietas con la gracia de una gacela y, al caer al otro lado, seguía a la carrera porque se encontraba demasiado fuerte para no correr.

Mucho antes de la primera luz, se dispuso a cruzar una grieta no más ancha que un periódico. Cuatro o cinco metros más allá había un ancho cañón para el cual necesitaba impulso, de modo que alargó la zancada y saltó alto y lejos, aterrizando con fuerza sobre una placa de nieve plana e inmaculada. Los fragmentos de la placa de nieve que llenaron el aire a su alrededor al caer eran muy delgados, así que la habría atravesado aunque hubiera intentado cruzarla de puntillas.

Aunque pareció como si el tiempo se detuviera, no sintió miedo ni decepción, sino una inmensa y arrebatadora alegría. A medida que iba cayendo, la nieve y los cristales de hielo saltaban junto a su rostro, y durante un largo momento se sintió completamente liberado de todo tipo de aflicción, culpa, pena, expectativas y ambiciones.

De pronto, algo lo arrebató de la osada perfección y la ilimitada alegría y lo llevó a la pena y a la determinación, y, girando el largo mango del piolet para colocarlo perpendicularmente a las estrechas paredes de la grieta, tanto pico como cabeza empezaron a rebotar en el hielo y a escarbar canales cada vez más profundos. Sujetarse al mango del piolet era lo mismo que colgar de una cuerda que se deslizara por una polea, la cual frenara gradualmente.

Alessandro resbaló con la suficiente lentitud para confiar en que no se vería aplastado contra el dentado piso de hielo, pero al caer descubrió que el fondo de la grieta estaba cubierto de nieve blanda. Aterrizó sobre una rodilla, con la otra pierna cruzada sobre el piolet, y se asombró al comprobar que estaba completamente intacto, ileso y feliz.

Justo antes del amanecer de un día de enero en la cumbre de Europa, a kilómetros de distancia de la luz más cercana, sobre el campo nevado de un glaciar más grande que una ciudad, Alessandro Giuliani se arrodilló en la nieve dentro de una grieta de cuarenta metros de profundidad, en medio de una oscuridad total y absoluta. Con la sangre zumbándole en los oídos y el corazón latiéndole con fuerza, empezó a reír, pues casi instantáneamente había adoptado una postura idéntica a la de sir Walter Raleigh —el puño en la cadera y la mirada al frente—, alguien en quien no había pensado ni una fracción de segundo desde que tenía nueve años.

El sol se abría paso hacia la claridad y, cuando Alessandro consiguió salir de la grieta, iluminaba ya la cara oriental de las montañas con el resplandor que rasga las sombras y que sigue a la débil tentativa luminosa del amanecer. A media mañana ya había salido del glaciar y subía por un brusco corredor de hielo que lo conduciría más arriba de lo que nunca había estado. El sol calentaba, y pronto la cara se le quemó. No se había acordado de comer, pero la falta de alimento parecía tan sólo hacerle más ligero al subir hacia el escaso aire de las cumbres.

Comprendiendo que la energía lo abandonaba con excesiva rapidez, intentó moderar la ascensión, respirar con mayor lentitud y avanzar con menos apremio, pero no pudo. Se sentía atraído hacia adelante por un anhelo que no podía explicar, y empujado hacia lo alto por grandes oleadas de fuerza que ignoraba poseer. No iba asegurado, de forma que habría caído unos quinientos metros si le hubiese fallado el asidero.

Al final del corredor, el viento soplaba con tal furia que Alessandro tuvo que entornar los ojos para poder ver. La bajada por la cara sur no era ni mucho menos tan abrupta como la subida, y podría caminar. Avanzó unos pocos pasos más allá de la arista y contempló lo que tenía ante sí. A la izquierda estaba Innsbruck, una diminuta mancha blanca, siena y azul, en el valle que conducía al paso de Brenner. A lo largo de sus vertientes se hallaban los campamentos que, años atrás, Alessandro había visto desde el tren. De estar ahora habitados, los que allí vivirían serían soldados endurecidos por la guerra, en vez de reclutas bisoños. Descendió hacia un poblado valle austríaco que había decidido cruzar a plena luz del día.

En el fondo del valle se detuvo para comer junto a un río cuyas aguas habían bajado y retrocedido hasta dejar un cauce seco y sin nieve, tan cálido como la primavera. En la carretera se cruzó con gentes a las que saludó con el tirolés «Scut!» y un gesto de la mano, lo cual les hizo creer que los alpinistas habían regresado a la región. Tan sólo en una ocasión se encontró con una patrulla de dragones montados. De repente, cincuenta pasaron por su lado en un recodo de la carretera. Llegaron de improviso y lo adelantaron atronadores al tiempo que él les sonreía con turbación. Quizás estuviera por debajo de la dignidad de cincuenta dragones montados interrogar a un solo hombre, vestido con pantalones de escalada y paseando por una carretera de montaña a media tarde; o quizá simplemente no les interesara, ya que al pasar junto a él acrecentaron el paso. Alessandro descubrió una vez más que la dicha de escapar es mejor que la de simplemente estar en libertad.

A los pies del Stubaital ya había recorrido más de la mitad del camino hacia Italia. Decidió iniciar la ascensión aunque tuviera que escalar en la oscuridad, pero la luna esa noche fue tan brillante que eso apenas importó, y a la mañana siguiente ya se encontraba en la zona más septentrional de las tierras altas del Pan di Zucchero, una montaña situada en la frontera italiana. En medio de una bruma envolvente que yacía espesa sobre el suelo, bajo un cielo tan frío y azul que comprimía las nieblas y las castigaba mediante remolinos de imperceptible velocidad, Alessandro, chorreando de humedad y casi congelado, se terminó las provisiones, se desprendió de la mochila y se dispuso a realizar el esfuerzo final.

Conocía el Pan di Zucchero por la otra vertiente, donde una larga rampa le llevaría más allá de la frontera italiana, sobre unos campos nevados que bajaban gradualmente y que, aunque pudieran cegarlo con el reflejo del sol, nunca lo verían tambalearse o caer.

El sol eliminó la niebla, que se elevó, se rasgó y desapareció como si fuera humo, y luego iluminó la cara oriental del Pan de Zucchero con la especie de luz matutina que durante dos días había obligado a Alessandro a seguir. Pero ahora se sentía agotado y algunos de los dedos empezaban a mostrar la negrura de la congelación. Su rostro estaba quemado y lleno de ampollas, y la tosca barba de tres días sin afeitar se hallaba cubierta de escarcha.

De haber hecho un tiempo peor, cien veces peor, habría muerto, pero el sol calentaba y el cielo era de un color que a los que marchaban por la montaña les alentaba a aventurarse por sitios de los cuales no siempre se podía regresar.

Ascender por abruptos corredores era ahora una especie de segunda naturaleza. Después de haber practicado un par de ejercicios sobre una cara de vértigo, parecía lo más natural del mundo avanzar por una grieta en la que sólo cabían los dedos, por encima de mil metros de vacío, o subir por una inhóspita pared de hielo. Cada paso era una obra de arte y, a medida que transcurría el tiempo, se hacían más seguros y casi automáticos. La ansiedad se desvanecía en favor del cariño por la altura y el orgullo de pisar sobre seguro, que es tal como la cabra montés ha pensado desde que existe.

A medio camino de una maciza pared que conducía a la cresta que tenía que pasar antes de iniciar el descenso, Alessandro empezó a sentirse débil y mareado. Quería descansar, pero, lógicamente, no podía hacerlo. Ni siquiera se atrevía a ir más despacio.

Respirando mediante cortas inhalaciones, que le resultaban más cómodas y le servían de metrónomo para regular la colocación de los piolets, de vez en cuando se volvía para escupir. Al cabo de una hora creía haber visto algas rojas en la nieve. Muy cerca ya de la línea de la cresta se detuvo pensando en ello, hasta que una placa de nieve inmaculada se llenó de puntitos rojos después de que hubo escupido en aquella dirección.

Cincuenta metros por encima de su cabeza, la arista estallaba en aéreas medias lunas de nieve, azotadas por una tormenta de cristales helados en ascensión y bañadas por la luz de una fuente oculta: el sol, invisible al otro lado de la cresta. La nieve subía en ríos que se inclinaban con el viento y se desparramaban en mareas de bruma y niebla centelleante. En la arista todo estaba en movimiento, todo brillaba, y todo estaba vivo.

Pero Alessandro se había detenido. De vez en cuando, por unos momentos, se quedaba dormido, y luego tenía que esforzarse para despertar. El sueño era algo más que simplemente confortable: resultaba negro, cálido y envolvente…

Entonces, mediante un esfuerzo de voluntad, se despertó y ascendió otros veinte metros. Sabía que si lograba proseguir obtendría la paz. De nuevo volvió a dormirse, y mientras el sueño se hacía cada vez más blando, cálido y tranquilizador, empezó a caer, pero esta vez se despertó como si un relámpago hubiera estallado en su interior, y la fatiga se transformó en rabia y en acción.

Los piolets se movieron a tal velocidad que apenas podía verlos y, a pesar de que sus gafas de sol se hallaban cubiertas de sangre y hielo, no podía perder tiempo ni energías apartándolas de la cara. Cuando miró hacia arriba descubrió que los cucuruchos de nieve, el deslumbrante rocío y las canciones del viento bajo el sol se encontraban justo encima de él. Sabía que al otro lado de la cresta superior el viento empujaba hacia la cumbre una rampa blanca de varios kilómetros de longitud, y que los sutiles ríos de nieve que empujaba ante él saltaban por encima en el azul del cielo. Al frente había un descenso fácil, que lo conduciría al otro lado de la frontera italiana antes de anochecer. Si lograba encontrar las fuerzas necesarias para ascender los dos metros finales, la guerra habría terminado. Miraría hacia el fondo y allí, en medio de una atmósfera milagrosamente clara, estaría la masa azul oscura del valle del Po, una fina línea al otro lado de las cumbres nevadas de los Dolomitas. Allí, en un terreno con un clima menos severo, los ríos fluían y los árboles se mecían bajo los cálidos vientos. Dos metros por debajo de la arista, él se sintió dominado por una oleada de afecto hacia el dorado otoño de Roma. Allí yacían su futuro y su pasado, todo lo que se había perdido y todo lo que podría recomponer. Contempló tranquilamente la nieve que salía disparada hacia el frío cielo azul, y con lo último que sus fuerzas podían permitirle, subió directamente hacia allí.