VII

VII

Un soldado en el frente

Un millar de soldados trabajaba en los riscos, blancos como la tiza, de una cuenca en los Apeninos, cortando zócalos de mármol para lápidas. Al inicio de la guerra, habían enviado a unos cuantos centenares de prisioneros a trabajar en la cantera bajo el mando de un grupo de especialistas canteros, pero el tiempo y el curso de las sucesivas batallas habían hecho que su número aumentara considerablemente. Cuando el trabajo de día no bastó para honrar a los muertos, el destacamento de canteros fue dividido en grupos y turnos tan complejos y desorganizados como las caras rocosas donde trabajaban, y su trabajo prosiguió de noche a un ritmo frenético y continuo, tanto por debajo como por encima del resplandor de antorchas, focos y guirnaldas de bombillas eléctricas. Los motores no paraban nunca. Cuando uno se estropeaba, otros ocupaban su puesto, proporcionando corriente, tracción, impulso a las cuchillas, a los cables, a las bombas, y vapor para pulir los zócalos hasta que quedaban tan blancos como los huesos que iban a conmemorar. Cuando los mecánicos retiraban un generador estropeado para sustituirlo por otro, las luces aumentaban al doble su potencia, para luego retroceder a algo que era puramente regular y brillante.

Los pocos contables y tenedores de libros que se encontraban trabajando junto a revolucionarios obreros febriles y a tranquilos campesinos, podrían haber calculado que, aunque cada hombre produjera una lápida al día —lo cual no era el caso, dado que cada lápida precisaba que cortaran la piedra de los empinados riscos, la bajaran, la remodelaran, la biselaran, la pulieran y la transportaran—, se habrían visto obligados a trabajar durante años para marcar las lápidas de sus compañeros soldados.

Dada la magnitud de la operación —hombres que se arrastraban como hormigas por andamios que colgaban sobre el vacío, cuadrillas que aserraban, cortaban y clavaban cuñas, y vagonetas que se movían atrás y adelante para transportar lo que parecían terrones de azúcar—, resultaba difícil creer, aunque fuera cierto, que aquel tipo de piedra se extraía por toda Italia.

Alessandro llegó en plena noche. Dos sargentos armados con pistolas fueron a recibirlo a una pequeña estación, situada a unos kilómetros de la cantera.

—¿Sólo vienes tú? —le preguntaron.

—Sí —contestó.

—Pensábamos que venía todo un pelotón.

—Pues os ha fallado la intuición.

Dado que se había mostrado despreciativo con su familiaridad, le obligaron a bajar a paso rápido por un camino iluminado por la luna, entre riscos de pura roca, y no le permitieron ninguna de las habituales paradas para descansar entre los distintos tramos de la pendiente. Tan sólo le autorizaron a parar cuando llegaron a la cresta que daba a la cantera, y no lo hicieron por consideración, sino para impresionarlo con la imagen fantasmagórica de su trabajo.

Desde la cantera emergían rayos de luz formando ángulos agudos, como cristales de roca, y los matorrales de donde partían parecían humaredas de luz. A veces los rayos zigzagueaban en diferentes posiciones, como si buscaran nuevos objetivos entre las estrellas. Abajo había centenares de hombres trabajando, en medio de un deslumbramiento que hacía que la enorme cantera pareciese un brillante fragmento de luna que hubiese chocado con la tierra. No daba la sensación de que extrajeran piedra, sino blanca luz, y cuando levantaban las losas de mármol y las hacían flotar por el vacío, persiguiéndolas con los reflectores mientras colgaban de una telaraña de cables y cadenas invisibles, era como si manejaran la luz con recipientes cúbicos, cortándola y transportándola en densos cuantos autogenerados desde el núcleo de aquellos riscos mágicos.

Enormes masas rectilíneas de mármol blanco brillaban en todos sus ángulos al pasarse unas a otras en su trayectoria oblicua de bajada, saliendo repentinamente al intenso resplandor desde la oscuridad, para luego apagarse y volver a ganar fuerza al alcanzar los andamios de acero, donde las dividirían en medio del resplandor.

El ruido de los martillos golpeando roca y acero nunca se interrumpía. Desde allí arriba daban la sensación de que eran el tictac individual de miles de relojes liberados de dar la hora y a los que se les hubiese enseñado a hablar.

De su excitada conversación emergían figuras y contrafiguras, música extraída del chismorreo de las rocas.

Había ruedas que giraban hipnóticamente, e ilusiones entre sus rayos, que oscilaban atrás y adelante formando un brillante contrapunto. Había hogueras al aire libre, fraguas y calderas al rojo vivo, alimentadas por fogoneros y estimuladas por fuertes bramidos. Hileras de máquinas situadas entre operarios y engrasadores tiraban de una sorprendente red de cables, a través de innumerables poleas montadas en cada cara y en cada ángulo diedro. El movimiento de los cables daba la impresión de que la escena en su totalidad se elevara regularmente. Grupos de hombres arrastraban por allí mangueras de goma color yeso, que lanzaban su chorro de agua a los cables cuya misión era cortar el mármol poco a poco. En una amplia sección del suelo de la cantera, grupos de biseladores y pulidores trabajaban disciplinadamente, no como en las fábricas de armamento, donde los oficinistas militares no hacían más que ir sin ton ni son de una mesa a la otra. En las hileras de tiendas que se alzaban más allá, nadie estaba durmiendo, pues Alessandro había llegado justo antes del cambio de turno, y en cada pasillo entre las tiendas había hombres vistiéndose.

Las cocinas de campaña humeaban con los calderos de caldo y pasta. Alessandro olió a café, a té y a pan recién horneado. El turno que salía comería antes de acostarse, y el entrante, que había estado durmiendo, comería antes de ponerse a trabajar.

—Aquí todo el mundo come mucho —comentó uno de los sargentos—. Aquí uno no permanece todo el tiempo sentado sobre las posaderas, como en el frente. Aquí se trabaja. Cada hombre es una maldita máquina, y las máquinas necesitan combustible.

Alessandro no supo qué contestar, pero sí que tenía hambre.

—¿No traes nada? —preguntó el sargento hablador, quien, a pesar de haberse sentido rechazado, no había dejado de ser dueño de la situación.

—¿Como qué?

—Pues cubiertos, una manta… ¿No tienes nada de eso?

—No —contestó Alessandro, y ellos le indicaron que bajara por el atajo que atravesaba el camino para vehículos, hacia el fondo de la cantera—. Me lo quitaron todo cuando iban a fusilarme, y no me lo han devuelto.

—Qué suerte tuviste. ¿Y por qué no llegaron a fusilarte? —le preguntaron con tono jovial.

—No lo sé.

—No te preocupes. En los dos meses que vas a pasar aquí, podrás hacer las lápidas para los tipos que iban a fusilarte. Necesitamos picadores. Por tu aspecto se diría que eras bastante fuerte antes de que te ablandaras en Stella Maris, y en un par de semanas estarás más en forma de lo que lo hayas estado en tu vida. Vas a tener que manejar un pico de diez kilos durante dieciséis horas al día. Y no me refiero a como trabajan los imbéciles oficinistas, sino durante dieciséis horas, sin que puedas escatimarnos ni un solo minuto.

A continuación llegaron al fondo de la cantera, y se vieron envueltos por la luz y el ruido.

Los soldados de la cantera gruñían, gemían y murmuraban al tiempo que consumían el pan y la sopa. La mitad de ellos iba sin camisa en medio del frío viento nocturno, y sus músculos, al parecer tan compactos como el acero, presionaban contra la piel como si fueran hinchazones. Las venas y las arterias no disponían de espacio aislante entre los fuertes músculos y la elástica piel, como lianas de unos robles extraordinarios.

Alessandro nunca había visto seres humanos con aquel aspecto. Él había sido siempre fuerte, sobre todo cuando practicaba la escalada, pero aquellos hombres eran tres o cuatro veces más fuertes que los forzudos de los circos. A su lado, los levantadores de pesos parecerían señoras obesas. A los únicos que podrían parecerse era a aquellos ancianos que servían como modelos para los bocetos anatómicos o las estatuas. Cientos de hombres que habían nacido para ser hombres corrientes, algunos incluso de baja estatura, otros camareros extrañados, o sastres, u otras personas de constitución poco atlética, se habían vuelto tan fuertes como los condenados a galeras. Fuera cual fuese el proceso que los había convertido en piedra, también les había paralizado la lengua y les había otorgado un apetito descomunal. Un tipo enorme que había junto a Alessandro se bebió la sopa tan caliente, que sudó incluso bajo aquel viento frío; y mientras Alessandro lo estudiaba, engulló cuatro panecillos.

—¿Siempre comes así? —preguntó Alessandro.

—¡Agggrrra! —fue la respuesta que obtuvo, a la que siguió la extensión de un largo brazo como si fuera a darle un puñetazo, aunque tan sólo se dirigía hacia uno de los dos panecillos que quedaban sobre el trozo de mármol, junto a la sopa inacabada de Alessandro.

—Adelante —le autorizó éste, cuando el comedor de pan ya casi había engullido la mitad—. ¿Quieres este otro? Yo no puedo con todo… Toma… —El tragón lo comió lo mismo que una trucha se traga una mosca—. Para mí es un lujo disponer de tanto pan. Yo estuve en un batallón en el frente, donde no teníamos gran cosa para comer. Y luego, en la cárcel… Supongo que todo el mundo se muere de hambre en las cárceles.

La expresión del comedor de pan parecía decirle: «Tú habla cuanto te dé la gana, pero aguarda a ver qué es lo que me obliga a comer cinco panecillos de una sola vez». Aquella silenciosa comunicación se vio subrayada por uno de los picadores, que soltó una ventosidad, lo cual produjo la más extraordinaria reacción en cadena en todos ellos, como si fueran un equipo disciplinado.

Alessandro, consciente de que no tenía nada que perder, se dirigió al picador:

—No me gustaría ser como tú —le dijo—. No querría ser un estúpido puñado de músculos comedor de pan, que canta en un corro de pedorros.

—¿Y qué hacías tú en el frente? —preguntó un simio pequeño y oscuro—. ¿Matar gente?

—Por supuesto —contestó Alessandro—. ¿Qué otra cosa se supone iba yo a hacer?

—Más trabajo para nosotros —espetó el comedor de pan, dirigiéndose a su tazón.

—¿Acaso es ésta una compañía de pacifistas? —preguntó Alessandro.

Todos sonrieron con una sorprendente colección de muecas sin dientes, medio desdentadas, o con dientes.

—Así hay menos trabajo —comentó uno.

—¿Debo entender que no os preocupan los soldados que mueren, sino el tiempo que os ocupa su muerte?

—Nosotros nunca los vemos —intervino el pequeño simio.

—Debería daros vergüenza —les recriminó Alessandro—. Yo sí los he visto. Debería daros vergüenza…

—Ya nos lo dirás cuando hayas probado el martillo.

—Ya os lo diré —replicó Alessandro—. Y tampoco me comeré media docena de panecillos de una sola vez. Uno tan sólo se convierte en un simio, si de entrada ya lo es.

—No todos lo somos —contestó un soldado que parecía, efectivamente el modelo para la estatua de Perseo.

—Veo que como mínimo puedes hablar.

—Todos nosotros podemos, pero ahorramos nuestras energías.

—Yo he estado dos años en el frente —insistió Alessandro, como si pretendiera identificarse y defenderse al mismo tiempo.

—Esto no es el frente —dijo Perseo—, sino algo muy distinto. Esto es un sueño.

A medida que Alessandro marchaba en una columna de unos trescientos o cuatrocientos hombres, por un empinado sendero que conducía a los distintos salientes y repisas en la pared de una escarpa, se sentía excepcionalmente tranquilo. El hecho de subir a una pared rocosa le provocaba un júbilo interno que —sin duda porque no podía encontrar una salida más allá de la disciplina y la cautela necesarias para mantener el equilibrio sobre ella— giraba como la brillante armadura de un motor eléctrico y estabilizaba el ánimo del escalador con la misma seguridad que si hubiese sido un giroscopio. En una ocasión, Alessandro le había hecho notar esto a Rafi, cuando se hallaban lejos del mundo, ocultos entre los riscos de una escarpa cubiertas de nubes. Rafi no sólo lo había entendido —lo cual sorprendió a Alessandro, ya que su amigo no era imparcial en cuestión de metafísica—, sino que inmediatamente había respondido, diciéndole a Alessandro que la auténtica belleza de la ascensión consistía en que para tener éxito había que mover algo más, ya fuese hacia arriba, hacia abajo, o alrededor: como las ruedas de un tren o de un coche, o los pistones y los propulsores de un avión, o la hélice de un barco o, en el caso del hombre, los huesos, los ligamentos y el corazón.

El martillo era una pieza que entorpecía y desequilibraba, más pesada que el fusil. Resultaba difícil de transportar y hacía perder el paso a Alessandro, quien se preguntaba cómo podría tener fuerzas suficientes para golpear con él durante dieciséis horas al día. Sin embargo, para los otros parecía tan ligero como el aire.

Había cuadrillas de hombres que se desviaban hacia plataformas y salientes de distintos niveles, pero Alessandro, que se hallaba casi al final de la fila, siguió lo más arriba que pudo, a una plataforma de pura roca, a unos cien metros por encima del suelo de la cantera. En unión de otros doce, lo condujeron a un bosque de estacas de hierro, las cuales se utilizaban para distintos propósitos. Con aquellas estacas se hacían fisuras para la separación final de las losas, servían de base y eje para cables, grúas y ganchos, y, ya en plan imaginativo, herían el mármol virginal lo mismo que los arpones herían a las ballenas antes de que ellas también acabasen cortadas en lonchas.

—Empieza con ésta —le indicó el sargento a Alessandro, guiándolo hacia una estaca que le llegaba a la altura de la cintura—. Golpéala hasta que hayas sangrado tanto que pierdas el conocimiento.

—¿Cómo dice?

—Desmayarse es un alivio… Y no te preocupes, ya te llevaremos abajo.

—No entiendo.

—Tus manos. La piel se te caerá de las manos.

—¿Y por qué no usar guantes? —preguntó Alessandro.

—Saldrás mejor librado si te enfrentas a ello directamente —le aconsejó el sargento—. Si llevaras guantes, tardarías más; te cansarías más porque no estarías en forma, y sucumbirías más fácilmente a las infecciones. Por otro lado, el guante se pegaría al tejido que hay debajo de la piel.

A Alessandro le resultó difícil creer los argumentos del sargento, ya que se consideraba lo bastante fuerte para clavar aquella y otras estacas sin graves lesiones para sus manos.

—Todo estriba en el control del martillo —le dijo al sargento.

—En efecto. Cuanto más se mueva el mango, más pronto te derrumbarás. Así que agárralo fuerte —le aconsejó antes de irse.

Alessandro examinó la estaca de hierro. La cabeza estaba ligeramente partida y llena de escamas, pero su desintegración se había detenido, como si la tensión del martilleo la hubiese endurecido.

Levantó el martillo, y cuando éste chocó con la estaca, Alessandro oyó un agradable sonido metálico que se unió al inquieto coro que llenaba la cara de la cantera. Los primeros golpes le resultaron agradables, así como los otros doce o veinte que siguieron, a pesar de que en diez minutos de martilleo tan sólo había logrado hundir la estaca unos pocos milímetros.

Consciente de que no podría descansar, inició un ritmo lento y deliberado en los golpes, con la esperanza de que esto le protegiera. Al cabo de una hora, la piel de la palma de las manos y de los dedos estaba roja y llena de ampollas. De habérselas hecho trabajando en el jardín, tanto él como cualquier otro habían entrado en la casa para tomarse una limonada.

Alessandro se detuvo. Las ampollas no eran dolorosas, pero le cubrían toda la cara interna de las manos. Mientras contemplaba la estaca y estudiaba la mejor forma de trabajar, el sargento volvió a presentarse, esta vez con otro sargento siguiéndole. De pronto, Alessandro fue plenamente consciente de la pistola que llevaban en la cadera.

—¿Por qué te has parado? —preguntó el nuevo sargento.

—Por las ampollas —dijo Alessandro, conociendo de antemano cuál sería la respuesta, y que la contestarían de forma totalmente desapasionada.

—Un par de ampollas no son excusa para parar.

—Mis manos parecen pellejos llenos de agua.

—La estaca apenas se ha clavado.

—Está bien, si tiene que ser así —replicó Alessandro, consciente de que así era.

Las ampollas no empezaron a estallar hasta que hubo golpeado la estaca veinte veces, o más. Y cuando lo hicieron, el líquido impidió que percibiera el dolor durante otros veinte golpes.

—Continúa —le ordenó el sargento.

Cuando sus manos estuvieron secas y el mango caliente, cada vibración, que parecía un timbrazo, enrollaba la piel suelta que le colgaba de las palmas y tiraba de ella, hasta que finalmente cayó al suelo. En quince minutos, las manos parecían una rosa, y al cabo de media hora empezaron a sangrar, a rezumar un líquido viscoso y blanco, y a cuartearse.

Incluso el impulso del aire le dolía en los destrozados dedos y palmas. Coger algo sólido resultaba imposible, sostener un objeto pesado se convertía en una locura, y hacer oscilar el martillo parecía algo inimaginable… Aun así, él lo hizo, pues sabía que cuando hubiera sangrado lo suficiente se desmayaría y lo llevarían abajo.

A todos les sorprendió su resistencia, y se vieron obligados a retroceder a causa de la sangre que volaba formando curvas sinuosas y trazaba espesos regueros sobre el suelo de roca. A veces parecía como si lloviera en el interior de una densa nube impulsada por el viento, cuya parte inferior se hubiera vuelto roja al pasar sobre una rugiente hoguera. Los sargentos esperaban que Alessandro se desmayara. Pero éste no se desvaneció, sino que siguió golpeando con todas sus fuerzas, pues había llegado a creer que lo que sostenía entre sus manos era un fragmento de sol, y que lo utilizaría para cortar la roca del mismo modo que Guariglia se había cortado la pierna. Los músculos se tensaban y a continuación se relajaban, los brazos salían despedidos ante él con la flexibilidad de cintas elásticas, y la cabeza del martillo golpeaba la parte superior de la estaca con espléndida precisión. La estaca se fue clavando, hasta que desapareció a ras del suelo.

La ropa de Alessandro estaba húmeda a causa del sudor y de la sangre, y las pestañas se hallaban pegadas a las cejas con las gotas de sangre que le habían saltado a la cara, lo mismo que gotas de lluvia durante un aguacero. Entonces dejó caer el martillo y se volvió hacia los sargentos.

—¿Es éste el procedimiento? —preguntó, y finalmente se desmayó.

Tres días después, se despertó acostado en una tienda a través de la cual la luz del sol y el cielo azul parecían descoloridos. Las vertientes de lona, impulsadas por el viento, hacían oscilar las viejas pértigas de color caoba.

Llevaba las manos vendadas con una gasa blanca, de tal forma que le hizo pensar que lo habían curado en una enfermería de juguete. Debajo de los vendajes no sentía dolor, sino tan sólo calor. Después de haber dormido durante tres días, se despertó tan descansado como si hubiese estado de vacaciones en la costa, en una casita junto a la playa.

Perseo se asomó entre las cortinas de la tienda:

—Dispones tan sólo de unos minutos —le advirtió.

—Te equivocas —replicó Alessandro—. De un modo u otro, dispongo de toda la eternidad, si no más.

—No, al menos hasta que empieces a trabajar.

—¿Y cómo se supone que voy a trabajar? —preguntó Alessandro, enseñándole las manos vendadas.

—Tus manos curarán en diez días —explicó Perseo—, y entonces podrás volver al martillo. Aunque ellos dejarán que lo hagas por etapas.

—Diez días no son unos minutos… ¿O acaso Orfeo ha variado el tiempo?

Perseo no sabía nada de Orfeo.

—Hasta que puedas volver al martillo, harás de cargador. Aquí alternan el martillo con la carga. Así las manos se te endurecen gradualmente, hasta que al final terminas sólo con el martillo.

—¿Y qué voy a cargar?

—Barras de acero.

—Aquí hay grúas —protestó Alessandro—. Y si ahora van a destinarme al martillo gradualmente, ¿por qué no empezaron por ahí? ¿Acaso querían ver si mi piel era de algún tipo especial?

—No, tan sólo querían dejarte tan manso que pudieras hacer de cargador en vez de picador.

—¿Y por qué no se limitaron a obligarme a hacer de cargador? —preguntó Alessandro, moviendo la cabeza con incredulidad.

—De haberlo hecho así, no te habrían podido transferir al grupo de picadores. Ahora ya podrán. Así les resulta más fácil.

—¿Y tú pasaste por esa misma idiotez?

—Todos lo hemos pasado.

—¿Y por qué no me avisaste?

—De haberte puesto nervioso, lo habrías pasado peor.

—¿Qué hacen si te niegas a trabajar?

—Te golpean con la culata de un fusil.

—¿Y si sigues negándote?

—Te fusilan. ¿Tienes idea de cuántas tumbas hay que excavar? —preguntó Perseo—. En mi opinión, somos los hombres más importantes de Italia. Cardona era un presumido y un idiota. A él le olvidarán en un santiamén, mientras que nuestras lápidas seguirán en pie dentro de diez mil años.

—En el patio de mi casa —explicó Alessandro—, hay fragmentos de piedras que datan de la época del Imperio. No tienen nada, aparte de la cualidad de haber sobrevivido. Las viejas lavanderas que lavaban camisas en una tina de estaño solían atraer cien veces más mi atención. Un pino que se meciera al impulso del viento, o un pájaro que aterrizara, fácilmente las cubriría con su sombra. Yo sabía lo que querían decir, ya que mi padre las había traducido y me lo había dicho. Solía llevar a los invitados a que las vieran después de la cena, y conversaban acerca de los escritos grabados en ellas. De muy pequeño yo ya me los sabía de memoria, pero resultaba mucho más apetecible la criada que pasaba por mi lado en el pasillo, con sus gruesas piernas que parecían conos y el vestido azul arrugado por todos lados, excepto allí donde estaba planchado por el calor de su magnífico culo.

—¿Por qué?

—Porque estaba viva —contestó Alessandro—. Ahora pienso en cualquier cosa que esté viva del mismo modo que el pobre envidia al rico.

—Éste es un gran salto desde el culo de tu criada. Es obvio que tienes estudios.

—Lo mismo que tú.

Perseo hizo una leve reverencia.

—Facultad de Filosofía, Roma, mil novecientos dieciséis… Interrumpidos.

—Bolonia, mil novecientos quince —explicó Alessandro—. Facultad de Estética. Abortados nada más empezar.

El olor a pan caliente penetró por debajo de la lona de la tienda y Perseo comentó que acababan de abrir el horno.

—Llevas tres días sin comer. Será mejor que recuperes fuerzas.

—¿Cómo voy a comer? —preguntó Alessandro, señalándose con la nariz las manos vendadas.

—No seas ridículo, están perfectamente bien para sostener un panecillo caliente. Parecerás un canguro, pero podrás comer cuanto quieras. Ahora puedes coger un tazón de sopa hirviendo como si fueras un cosaco.

—Espera —le pidió Alessandro, cuando Perseo ya se disponía a irse—. Antes de que te vayas quiero decirte que Roma sigue siendo hermosa. Las proporciones son las mismas, los colores, la luz, las sombras…

Perseo se volvió hacia él.

—Lo sé. Estuve allí hace poco. La deben de cuidar las mujeres, ¿no? Ellas son sus guardianes, ahora que tantos de los nuestros han muerto, y morirán. —Alessandro asintió, pues le parecía consoladora aquella idea—. Es lógico que las amemos —prosiguió Perseo—. A ellas se les ha confiado todo lo bello, y luego están los hijos…

Después de comer varios panecillos y de ser el centro de las bromas a causa de sus manos de canguro, Alessandro empezó a trabajar. Le colocaron un bastidor en la espalda y lo cargaron con estacas de hierro hasta que los tendones laterales de las rodillas se tensaron tanto que hacían sombra. Aquello era excesivo. Se tambaleaba nada más dar los primeros pasos, jadeaba a poca distancia del suelo, y en los recodos tenía que recuperar el equilibrio por miedo a que una combinación del agotamiento y del impulso lo lanzara por encima de un sendero sin barandilla de protección.

En algunos tramos habían colocado clavijas y cables en las rocas, pero la mayor parte del recorrido se efectuaba por un sendero estrecho, con salientes rocosos que golpeaban contra sus estacas de hierro y le empujaban hacia el abismo.

A pesar de que cada paso le resultaba doloroso, pronto descubrió el ritmo, llegó a conocer de memoria los escalones, se endureció y fue capaz de soñar despierto.

Cuando sus manos vendadas oscilaban ante sus ojos, al extenderlas para mantener el equilibrio y hacer contrapeso, se sentía inclinado a la autocompasión. Con aquellas fundas, parecía conmoverse incluso de sí mismo.

Érase una vez una guerra, en la que encontraron a un osito panda completamente solo, y le vendaron con gasa las gruesas manos para que no pudiera hacer daño. Le obligaron a acarrear barras de hierro por unas empinadas escaleras, hasta que casi desfalleció de agotamiento. Ellos eran malos y él era bueno. Él sabía siempre lo que había que hacer, y ellos lo que no había que hacer. Siempre. Y todo porque habían otorgado el mando al pequeño muñeco de madera de articulaciones chirriantes, el cual, balanceando sus piernas en el alto asiento del Ministerio de la Guerra, redactaba órdenes que lo volvían todo del revés. La pequeña y malvada marioneta reía y se mecía atrás y adelante en su asiento, mientras el osito acarreaba estacas y más estacas… Pero llegaría un día en que el osito se quitaría los vendajes de las garras, viajaría en tren hasta Roma, y rompería en mil pedazos al muñeco de madera.

Al principio, la idea de matar a Orfeo no le resultó muy agradable. Alessandro no sentía pasión por el asesinato, y se preguntaba si realmente sería capaz de llevar a cabo su hazaña: pero había que hacerlo. Saltaba a la vista que si Europa se había desmoronado, y millones de seres habían muerto no era por culpa de un cambio en las grandes fuerzas históricas, ni por una jugarreta del destino, o por unos cuantos disparos en Sarajevo, ni por la competencia colonial o cualquier cosa por el estilo, sino porque Orfeo había abandonado su asiento en el despacho del abogado Giuliani y se había visto arrastrado por la corriente, como una botella tapada y llena de mierda, hasta varar en una tarima del Ministerio de la Guerra, donde su mano febril y su imaginación parcialmente inocente habían dirigido el mecanismo de las naciones en homenaje al enaltecido y a la bendita savia.

Y allí permanecía sentado, sin cuello, con los instintos sexuales de un orinal y el pie derecho dando golpecitos al ritmo de su mano, que proclamaba órdenes y decretos en letra cursiva y floreos que parecían zarcillos de la vid o barandillas de hierro forjado. Si sus pies hubieran llegado al suelo, o su rostro no estuviera cubierto de verrugas que se parecían a los montoncitos de piedras que los turistas solían apilar en los senderos que conducían a los lagos de alta montaña, o no se hubiera untado su cabello oscuro con tinta y aceite de oliva, probablemente Europa no estaría en aquellos instantes en la ruina. Pero eso ya poco importaba: había que matarlo y Alessandro sería el artífice.

Alessandro había aprendido a matar y sabía exactamente cómo hacerlo: había que clavar la bayoneta en el pecho de Orfeo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, penetrando justo por la base del cuello. Para lograrlo tendría que colocar la mano izquierda detrás de la cabeza de Orfeo, como si se tratara de un gesto afectuoso, e inmovilizar al diminuto escribiente.

Prosiguió subiendo peldaños bajo aquella carga casi insostenible, purificado y con los ojos brillantes, pues sabía que el destino de Europa dependía de su valor y su resolución. Si él vacilaba, miles de tumbas, si no millones, se llenarían de cadáveres. En innumerables casas sombrías de todo el mundo, muchachas encantadoras se verían privadas de los hombres gracias a los cuales habían nacido, y para las cuales ellos habían nacido.

Alessandro no era tan estúpido como para imaginar que, en el instante en que matara aquella cosa entintada, la guerra se detendría en seco entre el traqueteo de los fusiles y bayonetas al caer al suelo. Lo mismo que la rueda del alfarero, algo tan impresionante como la guerra seguiría rodando por su propia inercia, pero cuando aplastara la pequeña joya que actuaba como eje central de la rueda, poco a poco la misma rueda dejaría de dar vueltas.

Sabía que tan pronto como Orfeo le viera —con el rostro envejecido y lleno de cicatrices— avanzar con paso decidido por los largos pasillos entre las hileras de oficinistas, saltaría al suelo y se escurriría como si fuera mercurio. Podía incluso sacar una pistola y disparar contra Alessandro desde su atril, con las piernas dándole una sacudida a cada disparo. Pero eso no importaba: Alessandro encajaría la bala como si fuera un roble o una sandía. Podía empezar a sangrar o quedar tuerto, o sentir que la sangre caliente le estallaba por dentro como si fuera una bolsa de agua, pero él avanzaría veloz, correría entre oficinistas chatos que no paraban de copiar decretos, sacaría la bayoneta y se cargaría al enano.

Hallaba gran satisfacción en esta fantasía, incluso alegría, mientras trabajaba en la cantera bajo un cielo invernal que cambiaba rápidamente. Una vez hubo decidido que lo haría, sintió que recuperaba las fuerzas, ya que había descubierto cómo romper el blanco hielo que cubría el lago azul de Europa.

Los guardianes se maravillaban de cómo se había adaptado el nuevo. No perdía el aliento, el corazón no se le desbocaba, y su sudoración era regular cuando regresaba una y otra vez a que le colocaran otro cargamento, que acarreaba hacia las alturas como si fuera un animal de carga, o un montañero con unas pantorrillas tan gruesas y duras como un cañón de pequeño calibre.

Empezaron obligándole a clavar algunas de las estacas que acarreaba. Primero durante cinco minutos, luego diez, quince…, y así sucesivamente, hasta que, tres semanas después de que le hubiesen quitado las vendas de oso panda, tenía las manos tan encallecidas que podía sostener tranquilamente un carbón encendido. Ocho o diez horas subiendo empinados senderos bajo setenta kilos de acero, y de seis a ocho horas haciendo oscilar un martillo, cambiaron su físico en algo nunca visto. Durante los primeros días, su carne fofa simplemente desapareció. Y, al no tener reservas de grasa, empezó a comer cuatro panecillos de una sola vez, aunque antes hubiese dicho que nunca lo haría.

El corazón y los pulmones de aquel soldado próximo a la treintena se vieron forzados hasta casi el agotamiento, pero no tardaron en recuperarse. Alessandro se contemplaba a sí mismo como una máquina. Para alimentar aquella musculatura increíblemente dura y poderosa se necesitaban unos magníficos fuelles y una bomba de primera clase, y él los tenía. Subía y bajaba aquellos riscos y golpeaba con el martillo tal como había leído que hacían los antiguos: como un frigio que trabajaba en las minas, como un prisionero de Knossos, o como un joven esclavo palacolitense.

Después de comer apresuradamente, Alessandro se lavaba con el agua helada de un torrente canalizado y corría hacia la tienda, donde invertía diez segundos en quitarse las botas, diez en desabrocharse, y cinco en estirar las mantas y en hacerse una almohada con la ropa de recambio. Tan pronto como reposaba en ella la cabeza, se quedaba inconsciente, rodeado por una vertiginosa oscuridad que lo mecía trazando suaves y tensos arcos, comprometidos con la gravedad lo mismo que un péndulo un columpio. Luego, durante ocho horas, era un hombre libre.

Incluso dormido sabía que, de algún modo, aquél era su mejor momento, y que lo mejor que podía hacer era sumergirse en él lo más profundamente que pudiera. Al despertar, ya fuera de día o de noche, tenía grandes dificultades en levantarse, y se sentía como si pesara mil kilos, o como si regresara del mundo de los muertos.

Trabajo duro, sueño profundo, comida sencilla, agua fría, ausencia total de posesiones y la presencia de las estrellas matutinas al levantarse, proporcionaban a los soldados de la cantera tanta fortaleza y energía, que muy bien habrían podido ser los dirigentes de Europa, perdidos en demenciales conquistas. Después de que amaneciera, durante horas subían y bajaban por aquellas rampas y golpeaban las estacas como si fueran atletas o caballeros. Al anochecer estarían agotados, pero entonces las lámparas resplandecerían y las masas de luz blanca que se derramarían a través del polvo los rociarían con nuevas energías, hasta que, al cabo de mucho rato, estarían a punto para dejarse caer, anticipando el placer de un sueño que estaría poblado de sueños maravillosos.

No sólo la existencia de Alessandro se había visto bruscamente dividida entre una actividad febril y un reposo absoluto, sino también sus pensamientos. Cien veces al día asesinaba a Orfeo, y cada vez el asesinato era más complicado que una corrida de toros. Se veía a sí mismo avanzando por el pasillo y sacando la bayoneta de su engrasada funda. Repasaba mentalmente innumerables versiones del discurso que soltaría antes de la estocada, el golpe efectivo de la bayoneta, y en lo que diría cuando se volviera hacia los atónitos oficinistas recién liberados.

A medida que clavaba las estacas, asesinaba a Orfeo, y cuando el nivel de éstas llegaba a la altura del plexo solar de Alessandro, que era el nivel de la cabeza de Orfeo, la estaca se convertía en la cabeza del enano.

Por la noche, Orfeo no se le aparecía en absoluto. Los sueños de Alessandro se veían libres de obsesiones, del mismo modo que éstas dominaban sus horas de vigilia. De noche, él combinaba imágenes hasta que armonizaban. Y su intensidad reflejaba el estado en que él había caído, y el mundo en el cual confiaba algún día emerger.

En la 19.ª Guardia del Río solían decir que si un soldado era lo bastante afortunado para sobrevivir a la guerra, pasaría el resto de su vida intentando rememorarla. Fuera cual fuese el tiempo que les quedaba, se lo robaría el gas, una bala, una bomba o, si no esto, una serie de preguntas sin respuesta, que los acompañarían hasta la tumba. De manera indirecta, Alessandro empezaba a incorporar a sus sueños tales preguntas.

Durante la mitad del año, el Tíber era tan sólo barro y cañas, y apenas transportaba nada que no fuera opaco. Por eso la juventud romana consideraba que las fuentes de Roma eran como un río. En una ocasión en que Alessandro había abandonado su hogar, después de haber agotado la paciencia de su padre con una discusión de adolescente, consiguió superar todos sus anteriores recuerdos y permanecer durante siete horas junto a un sencillo estanque circular, en unos jardines de un barrio residencial al sur de la ciudad. Y, si bien es cierto que nada se olvida para siempre, tuvo para sí las imágenes y coordinadas de millones de órbitas perezosas que marcaba el agua cayendo en cascada y las vacilantes gotitas que se revolvían en lo más alto de los ondulantes arcos iluminados por el sol. Si es cierto que nada se olvida, las imágenes que lograba recuperar de una corriente de agua cayendo sobre sí misma en suave alternancia, primero a un lado y luego al otro, podrían haber bastado para suministrarle la materia necesaria para que él construyera en su inconsciente los extraordinarios chorros de agua que veía en sus sueños y que, dentro de ellos, dado que anhelaba un mundo mejor, denominaba fuentes.

Sin duda sus sueños se debían a la pugna perfectamente iluminada que se producía en lo alto de los arcos. Allí, justo después de la máxima desintegración de la corriente principal, cuando el agua se separaba en continuas y entusiastas explosiones, unas gotitas aisladas saltaban por los aires. De habérseles podido atribuir algún tipo de naturaleza, podría haber sido la del optimismo y la esperanza, ya que en el instante de su separación y del salto sobre sí mismas entraban en un torbellino elegante y jovial, y giraban como para ganar altitud.

A pesar de sus giros esperanzados, las masas de pequeñas gotas caían de nuevo hasta desaparecer; sin embargo, Alessandro había contemplado demasiadas fuentes durante demasiado tiempo para no recordar que algunas gotas se escapaban. En la cúspide del chorro, en medio de gran violencia y alboroto, el agua se revolvía y pulverizaba hasta convertirse en fina neblina, y el aire desplazado por el salto de agua al ascender impulsaba a la niebla con su propio arco, hasta que empezaba a caer formando cortinas transparentes que oscilaban entre la brisa. Algunas gotitas se combinaban entre sí, otras se separaban: las que se combinaban caían a gran velocidad, mientras que las otras seguían en suspensión, subiendo y bajando, resplandecientes ante la luz.

Si el viento era el adecuado, algunas se veían arrastradas hacia el cielo a gran velocidad, se encogían y desintegraban hasta volverse invisibles, y así poder volar sobre los altos vientos que circundaban la Tierra.

Los sueños de Alessandro le llevaban a la cúspide del arco, donde contemplaba las explosiones de espuma, la lucha contra la gravedad y el desmoronamiento final mientras las aguas se juntaban como un ejército en retirada. A pesar de que no podía elevarse con la niebla, no negaba el hecho de su elevación y la contemplaba con ojos esperanzados.

Luego el agua dejaba de ser espuma desintegrada y se transformaba en una superficie compacta, tan dura y lisa como el hielo, y Alessandro se veía lanzado contra ella mientras el sol se reflejaba en las olas de abajo. Los motores de un hidroavión se aceleraban de tal forma que el ruido resultaba tan absorbente y espectacular como un estallido interminable. Alessandro podía saborear el frescor del agua del lago al tiempo que se le chamuscaba la palma de las manos al entrar en contacto con el metal ardiente del motor. Los flotadores, que se deslizaban por la superficie como si fueran a desprenderse, estaban hechos de palisandro pulimentado, con más colorido que la luz que se filtraba por un claro durante la puesta de sol. Tenían el mismo tacto y calidad que las embarcaciones a remo con que Alessandro solía competir, aunque eran más pesados y resistentes, y se deslizaban como un trineo sobre la superficie del lago, endurecida por la velocidad.

Los motores no tardaban en alcanzar el máximo de su potencia. Aunque el ruido nunca variaba, el avión seguía acelerando, y no a causa del impulso, que era cada vez más poderoso, sino debido a que cada vez encontraba menos resistencia. Luego, cuando se elevaba sobre la fría superficie del lago, el eco procedente de las montañas prácticamente desaparecía.

—Has fracasado —le dijo un hombre que permanecía sentado entre otros dos, ante una mesa cubierta de fieltro verde.

Vestían túnicas extraordinariamente elaboradas, con cintas en los ribetes y adornadas con fajas doradas, borlas rojas, colas de zorro, cadenas, llaves y armiño. Alessandro llevaba una túnica negra y el único adorno era su cabeza, que asomaba por el cuello bajo.

—¿Yo? —preguntó Alessandro, plenamente consciente de las colas de zorro que ellos llevaban.

—Sí, tú, tú —replicó uno de los dos ayudantes del profesor, limitados principalmente a palabras de una sola sílaba, aunque poseían cantidades inapreciables de magma polisílabo debajo de sus tiernos cacúmenes, aguardando la oportunidad para irrumpir en el profesorado.

—¿Por qué? He intentado averiguar la verdad en las cosas.

—Pero no has sido lo bastante inteligente.

—Yo lo era en mi niñez. Podía hacer todo tipo de trucos: memorizar, analizar y discutir hasta que mis oponentes se quedaban paralizados. Aunque siempre que lo hacía me avergonzaba.

—¿Avergonzado? —preguntaron los profesores, irritados y sorprendidos.

Alessandro se distrajo un momento en el gran salón donde los estantes para libros llegaban hasta el abovedado techo de cinco pisos de altura, donde un ventanal de cristales emplomados a cada lado hacía que los alumnos tuvieran la impresión de hallarse sumergidos en un mar tropical y de que se les preparaba como si el escolasticismo estuviera incluido en la teocracia. La voz del inquisidor exigió bruscamente su atención:

—¿Avergonzado? ¿Por qué?

—Era fácil ser inteligente, pero resultaba muy duro mirar el rostro de Dios, al que se descubre no tanto mediante el talento como con la contemplación.

—¿Es por eso que tantos estúpidos creen en Dios?

—Si un idiota contempla el Sol, ¿significa que el Sol no existe?

—¿Por qué te embarcaste en una carrera docente?

—Mi padre quería que me asociara con él en la práctica del derecho, pero vi su sufrimiento al tener que mostrarse inteligente. Eso lo separaba de su espíritu y tan sólo le proporcionaba un medio de vida. Decía que pasaba la mayor parte del tiempo escarbando en la porquería. Yo pensaba que con mi carrera podría buscar la verdad. Pido disculpas por haber confundido las obligaciones.

—Deberías haber ingresado en la Iglesia.

—No, la Iglesia lleva la discusión y el análisis hasta las mismísimas puertas del cielo.

—Pero habrías podido vivir en lo alto de una columna en el desierto, o entrar en uno de estos monasterios donde no se puede hablar.

—Los italianos no servimos para ermitaños.

—Has fracasado en tus exámenes porque no pudiste ejercer la inteligencia que demostraría que has comprendido.

—¿Demostrar a quién?

—A nosotros.

—No necesitaba demostrar nada.

—¿Sabías entonces que ibas a fracasar?

—Confiaba en pasar inadvertido. Mi pasión no se dirige al análisis, sino a la descripción.

—Cualquiera puede describir.

—Y cualquiera puede analizar. Usted, señor, trabaja en un colmado con múltiples cosas en los estantes. Las clasifica y vuelve a clasificar, pero describir algo a fin de aproximarse a su esencia es como cantar. Le digo esto porque escribí acerca de Oderisi da Gubbio y Franco Bolognese. Con el «Più ridon…» de Oderisi, Dante llamó la atención sobre la humildad de los miniaturistas, que con las pinceladas más simples y tupidas intentaban expresar la esencia de lo que habían visto, por lo que no estaban interesados en interpolaciones discursivas, conceptos o mareantes excursiones que les justificaran ante sus compañeros. Aunque se vieran obligados a hacer algunas de estas tonterías para conmover a sus patrones.

—Oderisi da Gubbio no es una excusa para fracasar en los que pretendías.

—Pensé que podía usted tomar por inteligencia mi amor hacia la belleza.

—Puede que se considere inteligencia en Francia, donde confunden sabiduría con apreciación, pero no en Bolonia, donde estamos en guerra con el mundo perfecto que Dios ha decretado. Nuestra pasión, no menos importante que la tuya, es llegar al fondo para desarticularlo. En este sentido, los que escarbamos en la porquería somos malhechores y rufianes, y nuestras vidas son altamente excitantes.

—En el fondo —declaró Alessandro—, su taller repleto de fragmentos evidencia muchas menos cosas que la totalidad. Usted ni siquiera sabe qué es lo que ha desarticulado, y mucho menos cómo volver a montarlo. Lo único que le queda son sus esfuerzos, que se evaporarán como cerveza caliente, mientras que yo he observado el mundo y lo he transmitido tal como es, algo mucho más sólido y sensible que la cerveza caliente.

—Estás condenado.

—Prefiero perderme entre las olas a permanecer en una débil balsa sobre el mar.

Entonces se oyó una descarga de fusiles que, al igual que el sonido de la artillería o el punto central en torno al cual giraban los sueños de Alessandro, no se podía describir o recordar de forma adecuada. La estridencia y la percusión, como el rugido de los grandes motores, siempre eran menos impresionantes cuando se recordaban.

Alessandro se hallaba en un bosquecillo iluminado por el sol, en la falda de una colina, medio siglo después de que la guerra hubiera finalizado: un anciano de cabello y bigote canos, que había querido asistir a una ceremonia en conmemoración de la batalla, los muertos y la paz.

Se veía a sí mismo desde el exterior, como sólo es posible en sueños. Rondaba los setenta, su constitución era delgada y exhibía una espléndida mata de cabellos blanco. El peso de la gravedad lo había empequeñecido, y sólo Dios sabía qué accidente o lenta incapacidad le había concedido la posibilidad de llevar un bastón con el mango dorado, que él empuñaba con su mano delgada y sarmentosa.

De toda la gente reunida en el acto, nadie con mayor derecho que él a estar allí, un anciano en un día otoñal, de pie, con cuello duro y chaqué, tan ligero como un saltamontes, inclinándose para examinar una larga fila de lápidas mortuorias. Se estiraba tanto para verse, que en el pecho sentía la misma presión que si se apoyara contra una barandilla.

Dos ancianos, uno con una doble amputación, se sentaban a su derecha. Vestían el uniforme de la Primera Guerra Mundial y mantenían agachada la cabeza. A su lado había un hombre más joven, que posiblemente no había estado en la guerra, pero que parecía tan abatido como si la hubiese vivido: tan sólo podía ser un político o un huérfano. Sobre la hierba había una mesa cubierta con montones de flores blancas, que despedían una fragancia incomparable.

Las lápidas —junto con los nombres, fechas y batallas que el duro acero había grabado en ellas mediante finos surcos— se extendían en largas hileras más allá de donde alcanzaba la vista, del mismo modo que las divisiones al avanzar en fila india por una carretera. Pero aquellas hileras eran fijas y ordenadas, pues todos habían llegado ya a su destino.

El viento que soplaba entre los pinos hacía que las dóciles ramas pintaran un cielo profundamente azul al moverse y, justo detrás de la primera fila de mojones, tres fusileros efectuaban salvas. La misma brisa que movía las ramas impulsaba las banderas de raso en lo alto de las astas, que se inclinaban hacia delante como si soportaran un gran peso, y empujaba las pequeñas humaredas que salían del cañón de los fusiles por encima de las cabezas de los asistentes.

Mientras un destacamento de jóvenes soldados se esforzaban al máximo en imaginar lo ocurrido, los dos veteranos que se sentaban a la derecha de Alessandro inclinaban la cabeza, derrotados. El mismo Alessandro seguía interrogándose después de tanto tiempo, intentando dar sentido a unos recuerdos que nunca encontraban su lugar.

Delante de los asistentes habían dos niñas de nueve o diez años; una llevaba una chaqueta y una gorra de lana azul marino, la otra un vestido más veraniego y un sombrero con flores que rodeaban el ala. Con la parte superior de sus cabezas llegaban a la altura de los codos de los fusileros. La que llevaba la chaqueta de lana se tapaba los oídos con las manos, la de las flores en el sombrero saltaba a cada disparo, y ambas sonreían asombradas ante la magnitud de la explosión. Debían de estar un poco asustadas, y tal vez se preguntaban por qué aquellos hombres que sostenían los fusiles tan cerca de su cuerpo no se inmutaban al efectuar el disparo.

El último día completo de trabajo antes de la liberación, cuando empezaban a agradecerse las hogueras debajo de las máquinas, por el calor que éstas irradiaban, nevó. Nadie había visto nunca la cantera nevada.

Cuando por la mañana cayeron los primeros copos, todo el mundo se detuvo a mirar. Por un instante reinó el más completo silencio, a excepción de los motores, y luego incluso éstos enmudecieron, cuando los operarios alzaron la cabeza hacia el cielo para sentir los diminutos cristales de la nieve que les caían sobre el rostro.

A medida que transcurría la tarde, la nieve fue haciéndose más espesa. Hasta el blanco mármol se había cubierto de blanco, y las cadenas de nieve impulsadas por el viento giraban en remolinos mientras danzaban en torno a las piernas de los soldados, para luego acabar engullidas por nubes heladas.

Por la noche, los rayos de los focos que atravesaban la nieve hacían que ésta arreciara o menguase a medida que el reflector se movía. A veces incluso parecía que la multitud de partículas se arrastrara por el suelo, como aeroplanos al estrellarse, y otras hasta parecían quedarse completamente quietas, o retroceder por donde habían llegado.

Cegados por aquellos diseños de luz y sonido, que cada vez eran más intensos y confusos, los soldados se esforzaban en su trabajo para alcanzar un ritmo febril que igualara el de la caída de la nieve con el de los pistones.

Atrapado entre miles de ritmos, Alessandro parecía flotar. Docenas de losas planeaban por los carriles aéreos, lanzando destellos tanto al salir como al entrar en el humo, la luz y la nieve, cruzándose unas con otras mientras los martillos y las sierras sonaban estridentes al entrar en contacto con la roca. Las músicas de su propio corazón y de su respiración, los derviches de nieve que a veces cegaban y otras entretenían, los silbidos lastimeros del vapor, el traqueteo de las máquinas al moverse sobre vacilantes rieles… La malla era allí tan tensa como era posible, lo suficiente para elevar los incorpóreos espíritus que trabajaban en ella hasta flotar como nadadores. Poseía vida propia, pero esa vida se veía repentinamente truncada cuando los relámpagos estallaban entre la nieve, buscando el hierro que con tantas dificultades habían clavado en puntos tan altos.

Durante media hora, cientos de mudos soldados se vieron envueltos por truenos y relámpagos que iluminaban cada copo de nieve y los cegaban al tiempo que flagelaban con sus destellos las paredes de mármol. Los truenos hacían vibrar las pesadas máquinas, y los relámpagos hacían que las hogueras de debajo parecieran frías y oscuras.

Durante los intervalos en los bombardeos, los soldados no veían absolutamente nada, pero al estallar el rayo percibían todos los grandes detalles como si se proyectaran sobre ellos con implacable claridad, ya que, fuera lo que fuese que enviaba maldiciones al mundo, también mandaba tormentas de luz y sonido para que los destruyera.

El tren que se dirigía al norte hizo una parada de cuarenta y cinco minutos en Roma, se abrieron las puertas de los vagones sin ventanas y se dio permiso a los hombres para que salieran. Convencidos de que les devolvían al Isonzo, la mayoría se apresuraron a ir en busca de prostitutas o de restaurantes convenientemente instalados en torno a la estación de ferrocarriles.

—Para aquellos de vosotros que queráis visitar bibliotecas o museos —les dijo en tono sarcástico un joven oficial—, tened presente que si no estáis en el tren cuando éste salga, lo más probable es que se os condene a pena de muerte.

Pocos se aventuraron a ir más allá de los límites de la estación, y aquellos que sí lo hicieron, no se atrevieron a alejarse más de un par de manzanas, a algún sitio donde pasar media hora subiendo y bajando encima de una mujer en una cama, o engullendo una comida exageradamente sustanciosa que más tarde, casi sin darse cuenta, describirían con todo detalle a los camaradas hacinados en un traqueteante vagón.

Pero Alessandro atravesó Roma veloz como un caballo. Apenas subió a una acera, pues prefería la calzada. Llevaba sus documentos y el pase en la mano izquierda, y una bayoneta oculta debajo de la camisa.

A primera hora de la tarde, las calles aparecían atestadas, así que necesitó un cuarto de hora para llegar al Ministerio de la Guerra. Suponiendo que pudiera evitar que lo apresaran, necesitaría otro cuarto de hora para volver al tren. Incluyendo la dificultad, y quizá la imposibilidad, de entrar en el Ministerio y dar con Orfeo —si se encontraba efectivamente allí—, dispondría sólo de diez minutos para cumplir con su propósito. Si hubieran invertido otros veinte minutos para cambiar de locomotora, llenar los depósitos y cargar las provisiones, Alessandro habría corrido a casa para ver a Luciana. Sin embargo, el azar lo había impulsado a asesinar al viejo escribiente.

Aquella tarde el viento soplaba del noreste, donde la guerra y el invierno actuaban al mismo tiempo. La ciudad se había visto cubierta por una fina capa de nieve que, si bien no había cuajado, había hecho que el frío persistiera. La gente llevaba gruesos abrigos y pieles. Había muchos soldados, con todo tipo de uniformes, paseando sin rumbo, llevando mensajes o conduciendo carretas. Ninguno pareció prestar atención a Alessandro.

Mientras se afanaba por calles y plazas, y por el laberinto de callejones que las rodeaban como zarzales, olió el aroma a chocolate, a café y a leche caliente saliendo de las cafeterías, a pescado friéndose en aceite de oliva, a carne asándose y a pan recién salido del horno. Si daba la casualidad de que las puertas de una tienda de artículos de piel, una papelería o una mercería se abrían cuando él pasaba por delante, al captar sus distintos olores recordaba la alegría de la paz. Roma le gustaba mucho más cuando soplaba el viento y las plazas estaban vacías. Entonces, si escuchaba atentamente, alcanzaba a oír la acumulación de las canciones de la ciudad, los restos y la reflexión de todas las épocas, y su desaparición. Avanzaba con extraordinaria rapidez, pero de vez en cuando percibía entre las hileras de casas la visión fugaz del Gianicolo y de su propia casa, colgando en la falda de la colina como una proyección sin vida de la roca. Buscaba ver luces, pero se sentía desorientado al no hallar ninguna.

Nadie podía entrar en el Ministerio de la Guerra sin un pase o una cita, y media docena de eficientes guardianes dirigían allí el tráfico que entraba o salía. Examinaban cada documento y retenían a todos aquellos que tenían alguna cita, hasta que no recibían por teléfono la confirmación. Alessandro se acercó al enorme edificio con la esperanza de hallar una entrada sin vigilancia, o un sitio en la valla lo bastante despejado para poderla escalar. Una de las entradas de la parte posterior estaba repleta de camiones que descargaban suministros. Pensando en entrar como Ulises, bajo el vientre de un carnero, Alessandro avanzó por la rampa donde permanecían aparcados media docena de vehículos de aprovisionamiento. Luego giró hacia la plataforma de carga fingiendo que ayudaba a transportar, o simplemente pasar ante los dos indiferentes centinelas. Al fin y al cabo, llevaba el uniforme del ejército italiano y tenía todo el derecho de estar allí. Al pasar ante un camión cargado de vino, vio que las ruedas delanteras permanecían aseguradas por unas cuñas. Entonces las retiró.

El camión, que estaba lleno de garrafas de Chianti de cinco litros, comenzó a deslizarse silenciosamente por la rampa, chocó contra una columna y volcó de tal forma que las botellas salieron despedidas contra un muro de piedra, provocando una cadena de ahogadas explosiones.

Nadie pudo evitar acercarse al camión volcado. Mientras los centinelas corrían hacia allí, sosteniendo los fusiles por el cuello y haciendo oscilar la culata como si fuera un péndulo, Alessandro pasó ante una hilera de cocineros que se habían reunido para contemplar las consecuencias de la catástrofe. Al cabo de un minuto ya estaba deambulando libremente por los pasillos, como cualquier oficinista u ordenanza.

La sala de los escribientes estaba oscura y medio desierta. Por los altos ventanales sólo penetraba la luz natural, pálida y gris, que rápidamente iba desapareciendo. Unas cuantas lámparas de gas iluminaban las largas hileras entre los escritorios, pero la mayoría de los escribientes habían apagado ya sus lámparas individuales y se habían marchado a casa. Los que se habían quedado, permanecían inclinados bajo un charco de cálida luz amarillenta en el centro de la mesa. El sonido que hacían las plumas al rascar, el ocasional ajuste de una silla o la respiración pausada recordaban una sala de exámenes. Sin embargo, a pesar de que allí se decidiera sobre el destino final de miles de personas como si se tratara del mismísimo cielo, no se respiraba el clima de horror ni el apremio de una clase universitaria en la que se celebraban exámenes, donde lo que estaba en juego era algo mucho más insignificante. Allí el roce de las plumas sonaba como unos insectos que royeran las hojas o el maíz; en cambio, durante los importantes exámenes escritos que realizaban en Bolonia, sonaban como llamas que consumieran una casa.

La lámpara de Orfeo estaba encendida, pero él no se encontraba en su escritorio sobre la elevada tarima.

—¿Dónde está el señor Quatta? —preguntó Alessandro a un escribiente que deambulaba por allí.

—El jefe no se encuentra en su escritorio.

—Eso ya lo veo. ¿Dónde está?

—Pues en alguna otra parte.

—¿Dónde?

—Ahora no está disponible.

—Usted perdone —dijo Alessandro, después de reflexionar unos segundos—. ¿Sería tan amable de indicarme dónde están los servicios?

—Por supuesto —contestó el empleado extraviado—. Al final del pasillo central, justo detrás de la puerta de entrada, a la izquierda.

En los lavabos, un par de puntiagudas botas de montar colgaban sobre el suelo de uno de los retretes, con los tacones apoyados sobre la base de porcelana, formando entre sí un ángulo de noventa grados. Antes de que la visión quedara cortada por la puerta del retrete, se veía el titular de un periódico cabeza abajo. Por encima se elevaba la espiral de una columna de humo, y de vez en cuando una risa amarga despertaba ecos entre el mármol de las paredes de la cabina cerrada con pestillo.

Alessandro llamó a la puerta con imperiosidad castrense.

—¡Ey, está ocupado! —le gritó Orfeo, pero Alessandro siguió empujando la puerta con tal violencia que las bisagras empezaron a salirse del mármol—. ¡Ocupado! ¡Ocupado! ¡Ocupado! —no paraba de chillar Orfeo.

Luego Alessandro empezó a dar fuertes patadas a la puerta.

—¿Qué sucede? —gritó Orfeo, al tiempo que las puntiagudas botas golpeaban el suelo.

Cuando por fin cedió el pestillo y la puerta se abrió de golpe, Orfeo acababa de atarse el cinturón e intentaba abrocharse la bragueta.

Alessandro empuñó su bayoneta, brillante con la grasa que resbalaba por la estría de la hoja.

—¡Está sucio! ¡Está sucio! —gritó Orfeo—. Puede provocar una infección.

—Una infección ahora carece de importancia.

—Yo te salvé la vida.

—Pero asesinaste a otros.

—¿Y qué eran ellos para ti? Si me lo hubieras dicho, también los habría salvado. No se me ocurrió pensarlo.

—¿Firmaste tú la orden de ejecución?

—Claro. Tenemos que hacerlo todo, y a un ritmo constante. Nosotros no podemos… En fin, en los armarios de material, la pila de los impresos de ejecución sobresalía por encima de las demás, y eso rompía la simetría. Por lo tanto, por cada transferencia, cada diez peticiones, cinco absoluciones, etcétera, etcétera, etcétera, toga virilis, tenemos que cumplimentar una ejecución.

Alessandro miró incrédulo a Orfeo mientras el tiempo transcurría peligrosamente y el agua de las cañerías siseaba como cantantes en un manicomio. Al acordarse de cómo había muerto Guariglia, empujó a Orfeo hasta el fondo del retrete y cerró la puerta tras ellos.

—¡Tenía que hacerlo! ¡Tenía que hacerlo! Uno no puede permitir que las pilas sean asimétricas. Si hay que hacer un trabajo, hay que realizarlo correctamente… Totus porcus, hocus pocus, diplodocus, fari quae sentiat le farceur!

—¡Cristo! —gritó Alessandro.

Orfeo había retrocedido a un rincón, y mantenía un pie sobre la taza.

—Por el amor de Dios, no me mates en un retrete —suplicó.

Respirando hondo, Alessandro dio un paso atrás y se apoyó contra la puerta.

—¿Y dónde te gustaría que te matara?

Orfeo carraspeó.

—Me gustaría que lo hicieras en…, en el más marfileño de los valles de la Luna, donde la bendita savia se congela como alabastro y fluye como si formara varias capas de pasta. Me gustaría que me mataran donde pudiera oír el sordo rumor que el enaltecido produce al arrastrar la capa y decapitar las atmósferas irrespirables de los planetas más ligeros, al tiempo que absorbe el aire diurno de los senderos inamovibles de la bendita savia. —Hizo una pequeña pausa—. Y no me gustaría que me mataras con una bayoneta —añadió, sonriendo.

—¿Ah, no?

—No, a él no le gustaría.

—¿A quién?

—Al gran maestro de la bendita savia, al señor que con su pie aplasta soles, y que a través de mi firme mano dirige e interpreta los borbotones de la bendita savia. La savia de sus capilares más externos causa estragos con la tierra, ya que las rayas y curvas con que fluye la savia constituyen la guadaña del destino. A medida que la bendita savia se derrama en formas cantarinas, la vida y la muerte también la siguen. Ni tan siquiera una ola al romper golpea con la misma fuerza que lo hace la bendita savia al secarse silenciosamente sobre el pergamino o sobre la membrana que han arrancado de las entrañas de una piadosa oveja danzante.

Alessandro bajó la bayoneta y volvió a recostarse contra la puerta.

—Mis escribientes me admiran —replicó Orfeo, de pie aún sobre la taza—. Me lustran los zapatos, me planchan el abrigo y me sirven el almuerzo en bandeja de plata. Todos me escuchan cuando les hablo de la bendita savia, y la simetría se ha desarrollado gracias a que aquélla no se ha rendido. El enaltecido se está acercando, lanzando velos de savia ante sí, lo mismo que una mantis religiosa.

»Yo ya no ordeno la muerte de nadie; me limito a permanecer sentado con mi savia. Ya no recreo las órdenes que recibo. Hace tiempo que dejé de hacerlo, puesto que no contribuía a la simetría.

—¿Te limitas a copiarlas exactamente?

—Así es, excepto en una cosa. Cambio el orden de los números. Ciento setenta y ocho zapadores destinados a Padua se transforman en ochocientos setenta y uno. El diez de mayo se transforma en el cinco de octubre, etcétera, etcétera.

—Me sorprende que aún no hayamos perdido la guerra.

—Todo lo contrario —exclamó Orfeo, haciendo oscilar el índice—, la guerra prosigue brillantemente, y yo ni siquiera me preocupo. El efecto que yo provoco en la guerra es como el de la lluvia sobre una regata de veleros. No cambia absolutamente nada. Es como esas jaulas llenas de monos. Se manden como se manden, el efecto es el mismo…, excepto para los monos. ¿Qué quieres tú de mí? ¡En serio! Te lo advertí. Advertí a todos.

»Todos erais demasiado altos e ibais demasiado estirados. Creíais que la vida era fácil y que seguiría siéndolo, que nunca tendrías que oír hablar de gente como yo, pero ahora el arpa suena para los de mi especie, no gracias a nuestros esfuerzos, sino a los giros enloquecidos del baile.

»Adelante, mátame. Moriré en medio del éxtasis, porque sigo en pie en el marfileño valle de la Luna, con los pies anclados a cada lado del torrente. Mi corazón canta en el pecho con todo el dolor de los hombres pequeños, y mi triunfo reside en la tristeza, en la pena y en la savia.

—¿Cómo puedo matarte, pues? —preguntó Alessandro, al borde de la desesperación.

—Después de todos estos años ya sabrás cómo matarme, ¿no? ¿Has matado a alguien? —Alessandro asintió—. ¿Y aun así preguntas cómo matarme…? ¿Por qué? ¿Porque te parezco repulsivo? Lo soy. Soy como esos pequeños peces podridos, cubiertos de limo y espinas, que los pescadores lanzan inmediatamente por la borda de sus pequeñas embarcaciones.

»Cuando mi madre vio mis piernas combadas y mi descomunal cabeza, incluso ella quiso matarme, pero no pudo porque le resultaba demasiado repulsivo. De este modo sobreviví para anunciar la savia. Toda mi vida he sufrido, no he disfrutado ni un solo momento de libertad. No he sido feliz ni un solo segundo. Siempre bajo el resplandor del relámpago o la oscuridad de la tumba.

—Tampoco para mí ha sido fácil —protestó Alessandro—. Al menos últimamente. Pero preferiría morir antes de enloquecer como tú.

—Eso es cosa tuya —replicó Orfeo—. Por lo que a mí respecta, y tan cierto como que estoy de pie en la taza de este retrete, tendré la fortaleza necesaria para aguardar a la bendita savia. Esperaré en la niebla, bajo la lluvia o en lo alto de la montaña, pero esperaré, y la bendita savia vendrá. ¿Y sabes lo que voy a hacer? Te lo diré. Voy a joder al mecanógrafo.

Alessandro estaba aturdido. Aun así, consiguió decir:

—He visto mecanógrafos en la sala de los escribientes.

—Nadie ha dicho que la batalla vaya a ser fácil. Me han invadido como sanguijuelas. ¡Todo el día con su tic-toc, tic-toc, tic-toc, cling! ¡Tic-toc, tic-toc, tic-toc, cling! ¡Quién haya inventado esa máquina…! —exclamó, cerrando los ojos con rabia.

Cuando sellaron la puerta del vagón y todos —excepto unos pocos— estuvieron a salvo en su interior, avanzando rumbo al Norte, hacia los campos de batalla, cada soldado refirió a los demás compañeros de qué modo había pasado el rato en Roma. La descripción de los placeres de la carne era tan gráfica, realista y detallada, que algunos de los soldados tuvieron que sentarse recatadamente con las rodillas apoyadas en el pecho, o con algún periódico sobre el regazo. Para complicar su desazón, las historias relativas al sexo se alternaban con la letanía de la escuela culinaria:

—Primero trajeron un simple cuenco de sopa de pescado, que me comí mientras asaban un pedazo de carne en la parrilla y el cocinero aliñaba la pasta con aceite. A mi izquierda había un plato con suculentos trozos de tomate y albahaca…

Cuando le llegó el turno a Alessandro, un fuego ardía en el fogón y habían puesto a calentar agua para el té. Mientras la noche se hacía cada vez más fría y el vagón más caliente, habló a los hombres medio iluminados por las llamas, aunque se dirigía a la oscuridad que había detrás de ellos.

—Yo no he comido, no he disfrutado con una mujer, ni he ido a casa —les dijo—. ¿Que qué he hecho? He estado en un retrete del Ministerio de la Guerra preguntándome con todas mis fuerzas entre si debía matar o no a un enano que se unta el cabello con tinta y aceite de oliva. Estaba encaramado en la taza delante de mí, con un pie en la porcelana, mientras deliraba sobre lo que él denomina el advenimiento de la bendita savia.

—¿Y lo has matado? —preguntó un soldado cuyo rostro, como los planetas de un planetario iluminado con velas, era de color amarillo, anaranjado y negro.

—No.

—¿Por qué?

—Tu pregunta va directa al corazón de las cosas. De momento, y quizá para siempre, no te la puedo responder.

Alessandro se sintió feliz de poder tomar el ardiente té en un gran tazón de hojalata. En el exterior, el gélido aire nocturno silbaba mientras el tren penetraba por los túneles que atravesaban los Apeninos, y la negra noche semejaba el interior de una catedral. Los ojos de Alessandro buscaron el techo infinitamente alto de la noche y, aunque no hallaron nada, sintió como si avanzara no hacia una muerte oscura, sino hacia la resurrección de la belleza y a un encuentro con aquellos que le habían precedido. Cuando el tren penetró en campo abierto, cortando un sendero entre el aire denso y frío, dirigiéndose presuroso hacia la luna invernal, Alessandro se sintió tan feliz como un bebé en brazos de su madre.

En algún punto después de Bolonia y antes de llegar a Ferrara, el tren entró en un desvío y las puertas se abrieron. Los soldados plegaron sus mantas y saltaron del vagón de mercancías para pasear entre los húmedos campos y respirar el aire fresco, mientras una tarde invernal imitaba detalladamente el anochecer. El cielo aparecía gris oscuro, lleno de sólidas nubes y una lluvia esporádica.

Mientras caminaba por un campo inundado, de islitas apenas más altas que los charcos menos profundos, con la superficie rizada por el viento, Alessandro olía el aire y se acordaba de otros inviernos y otros lugares oscuros donde, después de entrar en ellos desde el frío, parecía como si hubiera finalizado la batalla. Lo único que distinguía al ejército de la vida civil era que en los militares vivían en el exterior. El viento y el frío penetraban por debajo del lateral de las tiendas, entre las cortinas y a través de la propia tela, tanto por las junturas como por la trama: una brisa capaz de atravesar una tienda tenía que ser notablemente fría y persistente, y a veces lo bastante intensa no sólo para penetrar en ella, sino para volver a salir.

Después de pasar años al aire libre, un soldado adoptaba algunas de las facultades de los ciervos. Sabía oler los acontecimientos en el viento y leer el terreno, distinguiendo inmediatamente entre el aroma de un pinar que le llegaba con las gotas de lluvia que lo habían cruzado horizontalmente y el aroma del aire que se elevaba de un campo de retoños y rastrojos humedecidos por el agua fresca. En las noches de noviembre, los cazadores que regresan a sus casas se sienten agradecidos por el hecho de que la piel esté enrojecida, la nariz fría y los sentidos tan despiertos como los de los animales que han cazado. Lo mismo les sucedía a los soldados en tiempos de guerra, y con mayor intensidad, pues llevaban años viviendo bajo los efectos del viento y del frío.

Alessandro dio media vuelta al llegar ante la barrera infranqueable de unos zarzales y cruzó el campo en dirección al tren. Varios miles de hombres se habían agrupado en torno a pequeñas hogueras. De vez en cuando intensas ráfagas de viento les lanzaban agua, pero el viento soplaba tan frío y seco que inmediatamente les secaba la lluvia como si fuera sudor.

Un soldado alto, con una barba tan espesa y negra que el hombre parecía persa, le susurró a uno que permanecía dentro del vagón que le trajese un fusil. Había visto a un gamo que se disponía a descansar, después de haberse escondido entre unos matorrales de su mismo color. Los fusiles estaban asegurados con cadenas.

—Busca a un oficial —le contestó entre susurros el hombre del vagón.

Con la mirada fija en los matorrales donde pensaba que se había detenido el venado, el persa se alejó por el lecho de la vía en busca de un oficial. Éste, inmediatamente interesado, desbloqueó una hilera de fusiles y el persa desapareció en la penumbra mientras el oficial se preguntaba si volvería.

Diez minutos más tarde, un disparo sonó al otro lado del campo y todos escudriñaron la oscuridad. Luego el persa reapareció como un danzante punto negro, que finalmente levantó los brazos, haciendo señas a los demás para que se reunieran con él. Pronto trajeron el venado, con la cabeza y los cuernos colgándole, y la nariz aún brillante. Su piel, de un color entre castaño y pardo, no tenía otro defecto que el agujero de la bala.

—Habrá que gotear su sangre, y eso precisa todo un día —informó uno.

—En tiempos de paz hay que gotear la sangre, pero ahora lo primero es encontrar a un carnicero —contestó el persa.

—¿Dónde?

Se efectuaron algunas visitas en busca de un carnicero y regresaron con dos, los cuales sacaron las vísceras y la piel, y luego descuartizaron al animal, aunque tuvieron que afilar varias veces sus bayonetas en las piedras afiladoras que llevaban en los bolsillos. Alessandro supuso que las habrían traído como recuerdo de la vida civil, del mismo modo que él se había llevado un pequeño volumen sobre Giorgione.

Por su trabajo les entregaron varios cortes de venado y el resto se quedó para los soldados del vagón de Alessandro, con el persa encargado de cocinarlo, así como de distribuir las raciones. El fuego de madera era demasiado pequeño y ya se había consumido excesivamente, de modo que sacaron un tanque de gas de la cocina y le conectaron una soldadora, para formar una llama tan brillante como una bandera dorada bajo el sol de mediodía.

Con las baquetas de los fusiles formaron una parrilla y deslizaron la llama arriba y abajo como si fuera una enorme brocha de las que se utilizaban para engrasar. Cuando les estaban distribuyendo los chirriantes trozos del venado, un tren procedente del Norte se acercó silbando en la oscuridad y pasó chirriando por su lado, estremeciendo la tierra. Tan pronto como hubo pasado, les ordenaron que volvieran a subir.

Alessandro regresó a su manta con un trozo de carne digno de un banquete, demasiado caliente para comérsela. Reavivaron las llamas del fogón, las puertas se cerraron con estrépito y el tren se puso en movimiento. Cuando hubo alcanzado el desvío que lo devolvería a la vía principal, se hubo detenido para recoger al que se había encargado del cambio de agujas, y luego empezó a ganar velocidad, los soldados devoraron su asado, que, a pesar de no estar cocido con sal, hierbas aromáticas ni vino, era el mejor que Alessandro hubiera probado en su vida. Se esforzó por no pensar en la cabeza y los cuernos que yacían boca abajo en el campo, sin un solo ser vivo por allí cerca, ni una luz, ni otro sonido que no fuera el viento al impulsar alguna que otra ráfaga de lluvia en medio de la oscuridad.

El tren atravesó todas las vías de Italia y se internó en todos los desvíos para aguardar con deferencia a que pasaran los trenes privados en los que viajaban los generales. Después de la matanza del venado, los soldados habían penetrado en la oscuridad. Luego salían únicamente de noche, para comer y estirar las piernas en fríos campos y húmedos bosques, entre los cuales las hogueras brillaban como las luces de las calabazas en la fiesta de Halloween.

De pronto, una mañana, los soldados se quedaron súbitamente quietos cuando el pesado picaporte se levantó y giró. Justo antes de que se abrieran las puertas, uno de Pisa tuvo la oportunidad de comentar:

—El aire es muy nítido. Estamos en las montañas.

Alessandro tensó la espalda y alzó la cabeza. Las montañas, impredecibles en su fortaleza, figuraban en el corazón de sus recuerdos, y sabía que el pisano tenía razón. Lo había sabido todo el tiempo a medida que el tren ascendía las distintas gradas, por el estruendo metálico de los puentes sobre los cuales pasaban en medio de la noche, y por el claro sonido de los arroyos al caer y deslizarse a velocidades que tan sólo impresionantes montañas podían impartir.

Cuando las puertas se abrieron, allí estaban las montañas, con su grandiosa magnitud. Parecían avanzar sobre el vagón del tren, amenazando con aplastar las sucias paredes de maderas. Las montañas, cegadoramente blancas, exhibían una masa tan enorme que obligaba a abrir los ojos para admitir el resplandor diurno. A unos cincuenta kilómetros de distancia, los picos cubiertos de nieve ardían bajo el sol matutino. Por un valle que parecía alargarse interminablemente, con el suelo oculto bajo una gruesa capa de nieve y laderas moteadas de pinares y arroyos que formaban una capa manchada de blanco y verde, cuyos bordes parecían los pulcros cortes de pelo militares, unos muros de roca gris se elevaban a espectacular altura mientras las cintas de agua y hielo caían silenciosamente de los aleros y los salientes. Antes de que el agua pudiera alcanzar el suelo, se congelaba entre la niebla, que brevemente se doraba bajo la luz del sol y desaparecía con el viento.

Esta visión hizo que los soldados del vagón de mercancías se sintieran tan mareados como un piloto planeador, y Alessandro se encontró dolorosamente lanzado a su juventud. En verano, al salir de un frondoso bosque, solía quedarse paralizado por la repentina visión de una cumbre iluminada por el sol, o por la contemplación desde arriba de la niebla que avanzaba por el valle como si estuviera en posesión de la ternura humana.

—El valle está cansado y enfermo —le había dicho su padre—. Las nubes y la niebla han acudido para cubrirlo mientras descansa.

A la edad de diez años, Alessandro aún ignoraba los otros significados de palabras como «descanso» y «paz», y aunque ahora sí los sabía, comprendió que nunca conocería las montañas con todos sus encantos y matices.

El teniente que había abierto las puertas les ordenó que recogieran sus pertenencias y armamento y que formasen filas. A medida que los soldados saltaban al suelo, los fusiles les golpeaban en la espalda, despertándoles con el exacto recuerdo de quiénes eran y de lo que estaban haciendo. Hacía tiempo que Alessandro sabía que el fusil era la herramienta del soldado de infantería, su privilegio y su derecho. Sin él, se convertiría en una criatura vagamente desesperanzada: como una gacela sin patas, o un rinoceronte sin cuerno. Con el fusil sabía cuál era su pequeña parcela en el universo, y que ningún ser vivo dejaría de hacerle caso mientras no estuviera definitivamente muerto.

Dispuesta aún a correr, la sólida locomotora que había tirado del convoy a través del amanecer alpino expulsaba vapor a pequeños intervalos. Se estremecía y chorreaba mientras el fragante humo de pino brotaba de su rechoncha chimenea, y los soldados formaban filas al tiempo que se arreglaban los correajes y cinturones, colocaban los fusiles en posición y tensaban la espalda. Dos mil hombres, ninguno de los cuales había desayunado aún, al final formaron en grupos de cincuenta y en posición de firmes.

Los oficiales de menor graduación los inspeccionaron, los corrigieron y los mantuvieron firmes a la espera de dos acontecimientos: el sol, que estaba a punto de aparecer por encima de las montañas del sureste sacando destellos a un paisaje envuelto ya en luz; y un general que estaba a punto de llegar. Nadie sabía cuál de los dos sería el primero en aparecer, y sólo unos cuantos entendían cuál era el más importante.

—¡Por Dios! —exclamó en voz baja el soldado que estaba junto a Alessandro.

—¿Qué sucede? —preguntó éste.

—Podemos estarnos aquí todo el día, esperando a los generales.

—Aun así, cuando llegan todo el mundo les sonríe.

—Eso es cierto —admitió el soldado—. ¿Por qué será?

—Es lo que distingue a un general —afirmó Alessandro—. Tienen la habilidad de conseguir que un gran número de miserables hijos de puta sonrían como idiotas en un manicomio. Incluso yo, que sé muy bien de que va el asunto, empiezo a sentirme como un perro fiel y agradecido.

—Sí, sí, es cierto. ¿Cómo lo consiguen?

—Creo que les viene del pasado feudal —contestó Alessandro—. Cuando el señor de la región reunía a sus siervos, éstos se sentían tan intoxicados de alegría, que sin él no podían justificarse, ni explicarse, ni proseguir.

—¿Qué hacías tú antes de la guerra? —preguntó el otro soldado, que hablaba con acento milanés.

—Era una sardina —replicó Alessandro, mirando al frente—. Azul y dorada, en el Mediterráneo. —Entonces miró de soslayo al milanés, otro intelectual con un aire de terrible seriedad—. Nadaba por allí y me alimentaba de pequeñas criaturas. De noche —añadió, casi como si de pronto se hubiera acordado—, era el director general de una empresa que decoraba montañas rusas.

—La economía es rica y compleja, y nosotros tenemos mucho en común —comentó el milanés.

—¿Qué cosas?

—Yo también era el director general de una empresa que se dedicaba a decorar montañas rusas, y trabajaba exclusivamente de noche.

—Puede que fuera la misma compañía. ¿Dónde operaba?

—¿Y la tuya?

—En Roma.

—La mía en Ostia.

—Entonces debías ser nuestro competidor.

—La sucursal permanecía inactiva.

—La nuestra también.

—¡Silencio! —les gritó un oficial.

En un ejército derrotado, conversaciones de aquel tipo no eran otra cosa que sediciones codificadas, y si un oficial no entendía el código, motivo de más para interrumpirla.

—Deberías ser más exacto —dijo el milanés, en un tono de voz tan bajo que sólo Alessandro alcanzaba a oírlo.

—¿Qué más quieres de una sardina?

—Precisión. La sardina es un tipo de pez muy concreto. Mira cuántas caben en una lata. No van por ahí molestando porque no tienen cabeza. Deberíamos ser como ellas.

—Lo somos. —Alessandro sonrió de lado al milanés, quien le devolvió la sonrisa.

Luego, a medida que las filas de soldados guardaban silencio, miraban al frente, escuchando las ocasionales exhalaciones de vapor y contemplando la cortina de luz que envolvía la cordillera que tenían ante sí.

A lo lejos se oyó el motor de un coche. Los oficiales empezaron a arreglarse y algunos corrieron de un lugar a otro. Era exactamente como la acción que se desarrollaba en un escenario, antes de que se levantara el telón para la escena de los elefantes en Aída.

—Perros —murmuró alguien, refiriéndose a los oficiales, pero, aun así, sin que nadie se lo ordenara, todas las filas irguieron los hombros.

Un coche del ejército se acercó por el lado de la montaña, serpenteando por una pequeña aldea alpina y cambiando de marcha para efectuar el último trecho, empinado y cubierto de nieve. Alessandro nunca había visto un coche subiendo una cuesta nevada: aquél llevaba cadenas en las ruedas de tracción, y los neumáticos penetraban en la compacta superficie de la carretera como si fueran un cortador de galletas.

Aunque el general era un hombre joven, llevaba varios años en las montañas, de modo que no prestó atención al paisaje, sino a las tropas que acababan de llegar. Todos permanecían firmes, si bien aún parecían confusos y mareados. Él, en cambio, había asimilado desde hacía tiempo la gran proporción de aquellas cumbres.

Comprendiendo que le resultaría difícil hablar por encima del ruido de su automóvil, hizo señas a su chófer para que apagara el motor. Entonces, aparte del siseo irregular de la locomotora, el único sonido que se escuchó fue el del viento. Cuando un halcón pasó por encima de ellos, el general dejó que éste hablara por él, y no pronunció palabra hasta que el ave desapareció. Entonces levantó su bastón, para señalar el fragmento de azul por donde el halcón se había marchado.

—¿Han visto eso? —preguntó, refiriéndose al halcón—. Eso nos explica la historia. Por aquí arriba aún hay un montón de halcones, que no se dedican a picotear esqueletos. Se limitan a volar por encima de nosotros, como si no mereciéramos su atención. Lo cual, en su mundo y en su tiempo, es bastante lógico. Por imposible que ahora parezca, pronto las montañas volverán a estar silenciosas. Nosotros y nuestros cañones hemos venido y nos iremos, mientras que el viento y los árboles permanecerán para siempre.

»Este blanco y plateado que volaba sobre nosotros se dirigía por el valle hacia el norte. Ustedes pensarán que quizás he sido yo quien lo ha mandado allí, porque allí es donde pienso enviarlos.

El general se volvió hacia el norte y, con el brazo aún extendido, efectuó un giro parcial de la espalda: un gesto atractivo, que parecía decir que era capaz de entender las paradojas y las contradicciones.

—Aquella cresta, hacia el oeste —dijo, señalando una línea mucho más allá del límite de los árboles, la cual desaparecía entre la masa de cumbres nevadas—, continúa hasta Innsbruck. Entre ella y su gemela al este no muy al norte, se abre el paso de Brenner. Algunos de ustedes habrán pasado ya por allí, camino de Munich o de Varsovia. Nosotros vamos a seguir ese camino en dirección a Innsbruck, pues no disponemos de otro. Si avanzáramos por el valle nos dispararían desde arriba, de modo que nos veríamos obligados a seguir en línea recta, confinados a un estrecho margen de maniobra.

»Yo preferiría dar un rodeo y avanzar desde Noruega o del mar Negro, pero, al no ser británicos, no disponemos de esta opción. A nosotros sólo nos queda subir directamente por la espalda de camello y bajar por el collado. El enemigo está enterado de nuestra llegada, de modo que ha fortificado la carretera con un cinturón de trincheras detrás de otro, campos de minas y puestos de vigilancia.

»Todo esto es como una obra de arte bastante complicada, al menos en el sentido germánico. Allí donde poseen una trinchera, tienen otras muchas detrás de la primera; como las cuerdas de una cítara. Si ven alambradas, significa que hay minas. Y al parecer nunca se contentan con una hilera. Las colocan alternándose a distintos niveles. Al fin y al cabo, ellos son los inventores de la tarta Sacher, ¿no?

»Quizá se pregunten ustedes cómo puedo pedirles que mueran para desmontar las capas de su tarta, en especial cuando tanto ustedes como yo sabemos que carece de importancia lo que hagamos, y que pronto las montañas volverán a quedar en silencio. ¿Cómo es posible que, si se niegan ustedes a realizar esta tarea absurda, vaya a ordenar que les fusilen?

»Muy sencillo. Porque si yo me negara a realizar esta tarea tan desagradable, también me fusilarían a mí. De esta manera podríamos seguir subiendo de grado, y ustedes saben tan bien como yo que si los jefes de la tropa se rinden, los fusilan aquellos a los que ellos habrían fusilados por rendirse.

»Éste es un acertijo que se resuelve fácilmente disparando tan sólo contra la gente del otro bando, y así es como funcionan las cosas. Aunque todo el mundo parezca haber enloquecido, nosotros recuperaremos la cordura, total y gradualmente, mediante una simulación lenta y compensatoria. Les pido que lleguen hasta Innsbruck. Tendremos que luchar por cada metro, y por cada metro alguien morirá, pero nosotros recuperaremos la cordura atribuyendo a cada partícula de terreno un valor ficticio. Así se ha hecho con los metales y las especias a lo largo de la historia. Los mercaderes evalúan su vida mediante números, y acostumbran a ser bastante más cuerdos que quienes parten en busca de la verdad. Al igual que los mercaderes, nosotros limitaremos nuestra cordura a cánones artificiales: terreno cobrado y días vividos.

—Yo soy responsable ante Roma por el terreno capturado y no puedo cambiar esta realidad. Soy responsable de mantenerles a ustedes con vida, y eso tampoco puedo cambiarlo. Así que me esforzaré al máximo en mantener el equilibrio entre ambas responsabilidades. Aquí arriba no practicaremos la misma carnicería que ellos practican allí abajo. Aquí lo importante es el terreno, la escasez de aire y la falta de gravedad. Y el norte tampoco es el infinito, ya que las montañas se terminan, y luego uno ya está en Alemania. Si sobreviven, podrán recordar que han estado allí. Y lo recordarán dentro de cincuenta años, en algún lugar tranquilo, rodeados de niños pequeños. Ni uno sólo evocará la locura que se les encomendó, y todos estarán anímicamente dispuestos a volver a cometerla.

El general dudó unos instantes.

—Si alguno de ustedes no lograra abandonar nunca este lugar… En fin, aquí el aire es mágico, lo mismo que la repentina oscuridad, o el frío. Durante el día, cuando hay luz, con el cielo siempre cambiante, no hay nada más vivo que esto. De noche o bajo una tormenta, parece el túnel que conduce hasta la muerte. No quiero que me malinterpreten. Desearía que este túnel se hallara tan abarrotado de enemigos que no hubiera sitio para nosotros, pero, si no pueden volver a sentarse en la terraza de un café en una plaza, habrán caído en el mejor sitio del mundo para morir. Lo que quiero decir es que, aquí, están ustedes prácticamente en el umbral.

Después de tres horas de marcha, se desviaron por un pinar cubierto de nieve: el último grupo de árboles antes de alcanzar los prados que finalmente conducirían a Innsbruck. A poca distancia distinguían las fortificaciones y trincheras italianas y, más lejos, las de los austríacos.

El suyo era tan sólo un pequeño rincón del bosque atestado de gente. Instalados ya entre los árboles había veinte mil hombres, que al parecer llevaban allí algún tiempo: ellos habían montado las tiendas y construido cabañas de troncos, además de galerías cubiertas en torno a los fogones donde se comía. No habían cortado ni un solo árbol para hacer fuego o para edificar, pues los árboles les protegían del campo visual del enemigo y menguaban la fuerza de los proyectiles que éste les lanzaba. La brigada de Alessandro quedó dividida en batallones, compañías y pelotones, y se dispuso a plantar tiendas de lona color arena. Ataban los vientos a los troncos y a las ramas, extendiéndolos por todos los ángulos y prolongándolos hasta alcanzar los puntos de anclaje. Eso convirtió el bosque, ya densamente poblado —al que había despejado cortando todos los arbustos—, en un laberinto de serpenteantes pasillos construidos al azar, allí donde la telaraña de vientos de las tiendas no bloqueara el paso.

Las cocinas y letrinas de campaña se levantaban incómodamente, de espaldas unas a las otras, aprovechando los pequeños claros. En su interior resplandecía el complejo culinario del batallón de Alessandro mientras los cocineros hacían más sopa con tortellini. Guariglia solía decir que la razón de que Italia hubiera entrado en guerra era para estimular la producción de tortellini. Aunque el caldo estuviese aguado y el relleno de los tortellini consistiera en materias extrañas y carne de mono, al menos estaría caliente; y en las montañas, cualquier cosa caliente se recibía como una bendición.

Alessandro consiguió instalarse en un rincón de una tienda para diez hombres. No quería conocer a nadie. Estaba demasiado cansado y sabía que no valía la pena el esfuerzo, ya que pronto morirían o desaparecerían, como todos aquellos que había conocido en el ejército. Aunque había coincidido con el milanés, era pura casualidad. El milanés se parecía mucho a Alessandro, aunque éste pensaba que era un tipo más duro: más fuerte, más veterano y más castrense. Ignorante del tipo de persona en que él mismo se había convertido, Alessandro se equivocaba. Ambos se interpelaban con suaves insultos e insensata prolijidad.

La nieve empezó a caer mientras hacían cola para conseguir su pan y su sopa. Casi los primeros en la fila, Alessandro y el milanés, por separado, se habían tomado la sopa y, después de guardarse el pan en los bolsillos, corrieron hacia las letrinas. Por encima del siseo de la nieve, se alzó una voz al otro lado del fétido compartimento de lona.

—Es lógico que dos tipos dedicados a las montañas rusas coman como lo hemos hecho nosotros y que guarden el pan, pero, aunque compartamos la misma profesión en la vida civil…

—Afición —le interrumpió Alessandro—. Para mí es tan sólo un pasatiempo.

—Naturalmente —asintió el milanés, quien, a causa de la tremenda cualidad explosiva de la comida castrense, no pudo seguir hablando.

Después de lavar sus cubiertos, caminaron sobre la nieve hasta la tienda, donde hallaron tan sólo a un muchacho, demasiado mareado para comer. Sacaron del petate sus jerseys de lana, se los pusieron debajo de los abrigos y se acostaron para dormir. No hacía mucho frío, pero cuando desapareciera el calor de la sopa empezarían a tiritar, de modo que sacaron las mantas.

—Un toro semental —declaró de pronto el milanés—. Yo era un toro semental.

—¿Cómo? —preguntó el muchacho de ojos mareados, apoyándose sobre el codo.

—No está nada mal, como medio de vida, si sabes jugar correctamente las cartas… —comentó Alessandro.

—No, nada mal.

—Dime una cosa —preguntó Alessandro—. ¿Cómo sabes que hay que ponerse al comienzo de la cola, comer rápidamente, correr hacia las letrinas y luego descansar?

—¿Tú qué crees?

—Un veterano del frente.

—Lo mismo que tú.

—¿Por qué estabas en la cantera?

—¿Y tú?

—Demasiado grave para explicarlo —contestó Alessandro, acordándose de su padre, de Fabio y de Guariglia—. Y demasiado triste.

—¿Ves? En eso diferimos —declaró el milanés—. Lo mío es demasiado frívolo.

—¿En el ejército? ¿Cómo es eso posible?

—Casi me da vergüenza decirlo. Abandoné las filas, o deserté, si así lo prefieres…, porque me dominaba un deseo incontrolable.

—¿Hacia qué?

—Es que me da vergüenza…

—Anda, dilo.

—Por el material de oficina.

Alessandro miró incrédulo al milanés, y sólo porque sabía que decía la verdad. El muchacho enfermo cambió de postura, suspirando como si soñara, y el milanés prosiguió con su confesión:

—La guerra nos hace cometer locuras. Siempre me ha gustado el papel fino, los sobres, las plumas caras, los cajones repletos de pequeños sujetapapeles de latón, etiquetas, tinteros…, ya sabes. Y las grapadoras. Siempre he sentido afición por los portafolios, las carpetas, los maletines, y las balanzas postales. Todas estas cosas son… muy agradables. Son como regalos bajo un árbol de Navidad. El deseo que siento por todo esto se fundamenta, creo, en el mismo impulso que esculpió el carácter nacional de los suizos. Incluso me gustan los sellos de caucho.

—¿Y qué me dices de los sellos postales? —preguntó Alessandro.

—Me encantan. No hay nada más tranquilizador.

—¿A qué se dedica tu padre?

—Murió cuando yo tenía siete años. Poseía una tienda de objetos de escritorio —dijo el milanés—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —contestó Alessandro.

—No hay nada más tranquilizador que una buena provisión de sujetapapeles —prosiguió el milanés—. Y si los guardas en pequeñas cajitas de cuero, te hacen sentir como César Borgia.

—¿Y desertaste para comprar objetos de escritorio? —preguntó Alessandro.

—Para comprarlos no; para estar con ellos. Me ayudan a mantenerme vivo.

—¿Qué dices?

—Sí. En casa, mi escritorio está perfectamente equipado. Poseo la más completa selección de papeles, sobres, herramientas, sellos y materiales que puedas imaginar. Poseo sobres venecianos, cajas florentinas y sellos suficientes para veinte años…, si es que sigo con vida y no sufro una dolencia en el hígado, o un ataque de apoplejía, o algo por el estilo. He gastado todo el dinero que tenía y lo tengo todo dispuesto para morir.

—¿Y qué te ayuda a seguir con vida? —preguntó el muchacho mareado, que parecía haberse recuperado.

—Han quitado el polvo a mis libros, que están bien colocados por orden alfabético y catalogados. Cada semana, mi madre da cuerda al reloj. Hay madera en la estufa, lista para encender. Mis cartas están cuidadosamente apiladas en una caja de nogal. Las lámparas perfectamente abrillantadas…

—¿Pero qué te mantiene con vida?

—Mientras todo siga en perfecto orden —respondió el milanés, con una intensidad profunda y descorazonadora en su voz—, me proporciona una especie de aureola protectora. Está a mi alrededor, entretejida, como los átomos de un cristal. Mientras mi despacho esté en orden, las balas no me rozaran.

—¿Y si un día tu madre entra y lo desordena todo? —preguntó el muchacho.

—Entonces moriré —replicó el milanés, sonriendo.

Alessandro desvió la mirada.

—¿Cuánto tiempo llevas en el frente?

—Un año y medio —dijo el milanés.

—Esto te ha afectado un poco, ¿no crees?

—Es posible, pero voy a sobrevivir. Y tú, ¿cuánto tiempo llevas?

—Dos años.

—No me digas que tu mente no se ha visto afectada.

—¿He dicho yo eso?

—Lo has dado a entender. ¿Dónde has estado?

—Principalmente en el Isonzo. ¿Y tú?

—Aquí mismo —dijo el milanés, en un tono de resignada desesperación.

—¿En este bosque?

El milanés movió la cabeza afirmativamente y Alessandro sólo oyó que se movía la manta.

—En este bosque, en todos sus recovecos y en las trincheras de la colina. Me las conozco todas, incluso las de los austríacos. Antes eran nuestras…

—No es bueno volver al mismo sitio.

—Yo tengo mi aureola.

—¿Y no se extiende a varios metros a tu alrededor? Una aureola no tiene por qué ceñirse como una media de seda.

—Oh, sí puede. Es más tensa que una media. Una de las cosas que tiene la aureola es que el tipo que hay a tu lado puede saltar por los aires en partículas diminutas, y tú permanecer intacto. Lo siento… Y hay otra cosa por la que deberías preocuparte, si no tienes esta aureola.

—¿Qué es?

—Aquí no han distribuido municiones. En toda la brigada no disponemos de ametralladoras. Yo no he visto morteros, ni granadas, ni bombas explosivas, y nosotros tan sólo poseemos cuatro cargadores de municiones por cada fusil.

—¿Y qué puede ocurrir entre ahora y mañana? —preguntó Alessandro.

—Pues que ataquen.

—Pero las trincheras… Nosotros estamos en el lado contrario. ¿Consideras probable que pasen las trincheras de noche?

—En las montañas, las trincheras son poco profundas e inadecuadas; por eso estamos aquí: listos para penetrar en ellas si el frente austríaco se comba, y para mantener la posición si nuestras defensas se ven desbordadas, a fin de dar tiempo a que se movilicen las reservas estratégicas que hay detrás de nosotros. Nuestra posición más peligrosa se halla en el extremo occidental del bosque. Deberíamos haber recibido las municiones ahora. Deberían habérnoslas dado cuando regresamos.

—¿Ha sucedido alguna vez? —preguntó Alessandro—. ¿Han llegado alguna vez a entrar en este campamento?

El milanés le dirigió una mirada compasiva.

—Suelen hacerlo un par de veces por semana.

Entonces los otros soldados empezaron a regresar a la tienda. Se sacudían la nieve y se dirigían hacia sus mantas, donde se acostaban, temblando bajo la tenue luz de la tarde. Mientras los soldados dormían, ejércitos de nubes se asomaron sobre las colinas y se filtraron entre los pinos, para mezclarse con el humo de las hogueras medio apagadas de las cocinas de campaña. En su sección no habían apostado centinelas, ya que, si bien estaban cerca del enemigo, también estaban en compañía de otros miles de soldados. La nieve caía contra las tiendas y se deslizaba por la lona, y las nubes se habían hecho tan espesas que parecía noche cerrada.

A las cinco de la tarde, al despertar en medio de una niebla helada que pasaba por su lado como si fuera el agua de una presa reventada, Alessandro sintió fiebre y mareos. Aunque en ningún momento había padecido frío, había descansado lo suficiente y no estaba mojado ni agotado, sin embargo se sentía como si sufriera fiebres tifoideas. Todo le dolía hasta casi paralizarle, carecía de fuerzas y estaba ardiendo.

La cura para aquello consistía en levantarse y caminar. Una taza de té, algunas profundas inhalaciones, un poco de charla, y quizás una tarea que realizar, le ayudarían a conseguirlo. En la tienda no había nadie. Se esforzó en ponerse las botas, plegó las mantas y se dirigió tambaleante hacia la puerta. En cuanto salió al aire libre notó que le bajaba un poco la fiebre, pero siguió sintiéndose débil y mareado.

En el claro central de la brigada ardía una hoguera enorme; en los claros más pequeños, las cocinas del batallón se estremecían y traqueteaban a medida que despedían vapor; y cuanto más lejos dirigía la vista en el oscuro bosque, más se multiplicaban las hogueras… Hasta que las más alejadas apenas conseguían atravesar el nevado laberinto de los árboles, dando la impresión de que podía tratarse tanto del infierno como de una noche de verano con los campos repletos de luciérnagas. La mitad de los soldados se cubrían con las mantas, lo cual Alessandro consideraba un error, ya que éstas se mojarían y se ensuciarían.

Resultaba difícil distinguir entre el humo aromático y la niebla, excepto en que ésta —en realidad unas nubes bajas— dejaba una humedad que centelleaba con la luminosidad que desprendía el fuego, mientras que el humo dejaba un aroma que prometía persistir en cada soldado durante el resto de sus días. Una hilera de mulos de carga coceaban y rebuznaban por allí cerca. Los soldados de otras brigadas deambulaban por el campamento, yendo y viniendo de las tiendas a las trincheras, al cuartel general o a la carretera.

La enorme hoguera se hallaba rodeada por un círculo de hombres al estilo sufí, los cuales daban vueltas lentamente en torno al fuego para calentarse. Resultaba difícil encontrar un sitio libre en la hilera, ya que los guardaban celosamente. Había boquetes que se mantenían mágicamente despejados, permitiendo que acólitos y subalternos misteriosamente elegidos pudieran alimentar el fuego con enormes troncos de pino, tan pesados que había que transportarlos como si fuesen una cruz.

Alessandro renunció a encontrar al milanés entre mil quinientos hombres cubiertos por la niebla y la penumbra, todos de uniforme, muchos de ellos encapuchados con la manta como si fuera un dominó, y regresó a su tienda en busca del tazón y el cuenco.

Al apoyar la mano en la culata del fusil para sujetarlo mientras efectuaba la extraña reverencia obligatoria para entrar en la tienda, oyó el profundo trueno que no escuchaba hacía más de un año, el sonido temible y familiar que pronto se transformaría en tentáculos chirriantes con los estallidos que iluminarían la oscuridad. Docenas de cañones disparaban simultáneamente, y Alessandro supo que la trayectoria de las balas iba hacia donde ellos se encontraban, sintió las explosiones en su pecho —estallidos huecos y metálicos, como una combinación de truenos, címbalos y bombas—, y contempló la luz que penetraba en la tienda como si el propósito de aquel bombardeo fuera proyectar sombras chinescas sobre las lonas de las tiendas del ejército.

Los jóvenes oficiales corrieron presurosos entre los árboles, precipitándose de un sitio a otro de los serpenteantes pasillos. Unas tenues columnas de soldados —algunos corriendo con los correajes y las tapas de las mochilas danzando al aire, y las botas a medio atar— pronto hicieron su aparición, corriendo en todas las direcciones por el bosque cubierto de nieve.

Los oficiales de la brigada de Alessandro se hallaban ausentes, ya que habían marchado al cuartel general para recibir instrucciones, y los suboficiales eran del todo conscientes de que sus hombres apenas estaban armados. Era ilógico que unos soldados pertenecientes a una brigada que acababa de constituirse fueran a formar en unidades de combate, cuando ninguno sabía cuál era el sargento de su pelotón y carecía de punto de referencia para formar. El resultado fue que todos corrían por su propia cuenta, y ni uno solo sabía qué hacer.

Entonces el milanés regresó a la tienda.

—Éste es un mal momento para entrar en batalla —comentó, y se metió entre las mantas.

—¿Por qué? —preguntó Alessandro, que ya no podía ver al milanés, sino únicamente percibir su voz ligeramente amortiguada.

—Mañana mi madre tiene que dar cuerda al reloj, y no me gusta luchar cuando el reloj no tiene cuerda.

—No te preocupes —dijo Alessandro, pensativo, pues enormes copos de nieve empezaban a caer como si fueran las cenizas de un volcán.

—Y además están los cañones. Nunca había oído tantos como ahora.

—En algunas zonas del Isonzo llegaron a reunir miles de cañones —comentó Alessandro, que seguía de rodillas.

—Mira, los austríacos vienen por ahí corriendo y siempre llegan hasta los árboles —dijo el milanés—. Cuando consiguen llegar hasta aquí ya se han convertido en unos salvajes, y yo ahora tan sólo dispongo de veinte cargadores de munición. Todos disponemos tan sólo de veinte cargadores, y desperdiciaremos tres docenas antes de la primera carga. ¿Qué se supone que debemos hacer? Además, no me gusta luchar entre la niebla. Con las estrellas resulta más tolerable, ya que con el aire frío aquí arriba parecen enloquecer. Brillan de tal modo que saltan como moscas de un lado para otro, y arden como el magnesio. Si te matan en una noche así, te vas directo hacia arriba.

—¿Cuántos suelen aproximarse hasta los árboles?

—Todos los que no mueren en el campo o en la arista. Les molesta que estemos en este lugar, a cubierto de su artillería. Es tan estúpido, que parece cosa de locos. El ataque empezará dentro de una hora. Duerme, y cuando los cañones callen, te despertarás totalmente fresco.

—¿Cómo consigues dormir en un momento así?

—Pienso en una chica que conocí en la universidad. Nunca tuve ninguna oportunidad, aunque estábamos hechos el uno para el otro. Se casó con un rival. Cuando pienso en su rostro consigo quedarme dormido, pues era tan hermosa y yo la quería tanto, que la tristeza de haberla perdido se apodera de mí y me aparta de la vida.

—¿Y qué me dices de los objetos de oficina?

—Tan sólo un pobre sustituto.

Alessandro se envolvió en sus mantas e intentó dormir. No estaba cansado, y aunque las bombas volaban sobre sus cabezas, las explosiones parecían chocar contra el suelo del bosque. Sin embargo, al final consiguió dormirse, y en sueños se dijo dos cosas: que entre los cañonazos tan sólo lograba dormir intermitentemente y eso no estaba bien; y que debía censurarse una y mil veces por no estar despierto, ya que si no lo estaba no tendría tiempo cuando recibiera la orden de calar bayonetas. Siguió soñando esta agotadora pesadilla hasta que paró el bombardeo. Luego, él y el milanés saltaron del catre como si el silencio fuera el estallido de un proyectil en sus oídos.

—Ahora vamos a subir a primera línea y desperdiciar todos nuestros cartuchos —indicó el milanés.

Buscaron a tientas por toda la tienda, por si encontraban munición, pero no hallaron nada. Luego penetraron en la oscuridad, entre los árboles, donde vieron que el viento había desgarrado las nubes y las había empujado hasta lo más alto. Las estrellas aparecían quietas entre los boquetes, creando parches en el cielo, como cruceros que de pronto hubieran aparecido en un oscuro mar.

—Hace frío —comentó Alessandro—, y es casi seco.

En el extremo del bosque, allí donde los árboles habían quedado desmochados por los proyectiles al pasar, toda una hilera de soldados permanecía tendida en el suelo, con los fusiles al frente. Hacia el noreste bajaba un ancho prado, el cual desaparecía justo debajo de las trincheras. Todos aguardaban a que el suelo cambiara de color, a medida que los austríacos avanzaran en tropel. Los sargentos tan sólo habían conseguido que la brigada del este les proporcionara unas cuantas cajas de munición, y se distribuían los cartuchos de manera restringida, como si se tratara de carne asada o dinero. Un escuadrón de ametralladoras había conseguido una, pero sólo disponían de dos cajas de cintas.

Uno preguntó por qué las trincheras no seguían por el prado, y un sargento rechoncho y con la cara picada de viruela le respondió que el prado crecía sobre la roca, y que cuando la nieve se fundía o en verano llovía, se convertía en una acequia.

—¿Y qué hace nuestra artillería?

—¿Para qué malgastar las bombas? —fue la respuesta sarcástica de alguien que estaba más abajo en la hilera.

Otros comentarios sarcásticos se vieron bruscamente interrumpidos por una masa oscura que había aparecido en la base de la colina. No sólo era excesivamente lenta y uniforme para ser la sombra de una nube, sino que la luna no había aparecido y las estrellas proyectaban sombras demasiado débiles para que los soldados las percibieran.

La charla se interrumpió. Las compañías de las trincheras de la izquierda y de la derecha se habían colocado en doble fila, pero una barrera de mortero por parte del enemigo, enorme como una ola al estallar sobre una tranquila playa, las silenció inmediatamente: sus asentamientos se hallaban mal alineados y sólo podían disparar si se asomaban por encima del parapeto. Entonces el cuerpo principal de los austríacos salió de las trincheras más adelantadas y penetró en campo abierto.

Al cabo de un momento, la oscura sombra que había aparecido al pie de la colina se dividió en formas diferentes, y más de cinco mil hombres que habían estado reptando, de pronto echaron a correr.

En la primera línea italiana sin fortificar, los proyectiles entraron en las cámaras de los fusiles y los soldados echaron los cerrojos. Pareció como si un montón de monedas matraqueara en un clasificador mecánico. Oraciones informales y entremezcladas se elevaron por los aires, y de inmediato quedaron olvidadas al iniciarse el tiroteo. Los gritos de los suboficiales contra los que disparaban antes de tiempo pronto se vieron apagados por el ruido creciente de la contienda, y ante los primeros destellos procedentes del enemigo que se acercaba, toda la línea del frente abrió fuego, hasta el punto de que las armas provocaron tanto humo y tanto ruido que nadie podía ver ni oír nada. Disparaban al enemigo allí donde recordaban haberlo visto, pero la boca del estómago se les contraía al descubrir que en realidad estaba mucho más cerca.

Entonces una ráfaga de viento levantó el humo, y descubrieron que la masa compacta de los atacantes se había distanciado y que empezaban a avanzar en muchas direcciones a la vez. En el frente italiano se impartieron órdenes a gritos, y de repente varios grupos de hombres saltaron y corrieron como locos hacia otras posiciones. La brigada de Alessandro, sin formaciones, oficiales ni municiones, se vio dominada por el pánico. Y cuando los austríacos se dividieron para rodear la colina y penetrar en el bosque de tiendas, algunos de la brigada se quedaron en los límites del bosque mientras otros retrocedían entre los árboles.

Alessandro y el milanés permanecieron en su sitio hasta que no les quedó munición. Habían aguardado hasta divisar individualmente a los soldados y poder derribarlos mediante disparos precisos, pero la mayoría de los hombres de su sector, al carecer de experiencia, derrocharon toda su munición disparando antes de tiempo y mostrándose incapaces de dar en el blanco con las pocas balas que se habían guardado. Las tropas enemigas estaban muy cerca y avanzaban a la carrera.

Cuando los hombres de la brigada oyeron el jadeo de los austríacos y los vieron aparecer en medio del humo, intentaron desplazarse hacia los flancos, pero allí sus propias líneas se habían desplomado y se vieron obligados a retroceder. Lo hicieron sin pensarlo dos veces, corriendo entre los árboles como si fueran presas huyendo de los cazadores.

Alessandro y el milanés siguieron juntos incluso al escapar y se encontraron con otros mil soldados aterrorizados en la retirada. Unos pocos oficiales que habían logrado atravesar el fuego de mortero al volver del cuartel general impartieron órdenes de reagruparse, pero fue en vano, de modo que renunciaron a formar a los hombres.

—¡Luchad entre los árboles! ¡Luchad entre los árboles! —gritaron al ver que los austríacos entraban en la espesura y empezaban a disparar.

—¡No tenemos balas! —les contestaron.

—¡Calad bayonetas y quedaos entre los árboles! —ordenaron los oficiales, conscientes de que si los atrapaban en campo descubierto sería el final.

Alessandro y el milanés ajustaron la bayoneta y se quedaron entre los abetos. Las balas golpeaban los troncos de los árboles como si fueran pájaros carpinteros, y las ramas caían con tal profusión que parecía como si un centenar de guardabosques estuvieran por allí arriba, podando los árboles. Un tercer soldado se unió a ellos.

—¿Qué se supone que debemos hacer? —preguntó, y al no obtener respuesta se marcho.

No quedaba tiempo para responder. Creyendo que los italianos eran lo bastante disciplinados como para que se les olvidara disparar estando a cubierto, los austríacos interrumpieron sus disparos y cargaron con las bayonetas y mazas contra las trincheras. Incluso el menos experimentado de los italianos, los pequeños dependientes y los muchachos que nunca se habían alejado de casa, comprendieron que ahora estaban en igualdad de condiciones.

Los austríacos eran más corpulentos que la mayoría del enemigo, y vestían gruesos abrigos y pieles que hacían estremecer a los bien vestidos italianos. Alessandro pensó que su propio uniforme —comparado con las capuchas puntiagudas, los cascos cornamentados y las casacas de piel de borrego del enemigo— le hacía parecer terriblemente débil. Al observar a los austríacos que corrían entre los árboles cortando con espadines y bayonetas los vientos de las tiendas que les dificultaban el paso, y cómo un frente enemigo avanzaba hacia él amartillando el arma si llevaban porras, y enderezando el fusil si pensaban utilizar la bayoneta, Alessandro pensó que la totalidad del ejército italiano iba vestido como si fueran camareros. Tenía ganas de reír y llorar al mismo tiempo, y sintió rabia al darse cuenta de que no podía hacer ni una cosa ni otra.

Tres hombres se le acercaron. Nunca en su vida los olvidaría. El de la izquierda no tenía cuello, pero sí una mandíbula que parecía de tortuga, llevaba una gorra de piel de borrego, y en la mano derecha una larga maza con puntas de acero montadas sobre cuatro resplandecientes planchas de bronce en la cabeza de hierro. Con la izquierda empuñaba un espadín. El hombre del centro, cubierto de pieles y con casco puntiagudo, se disponía a arremeter con una bayoneta. Mientras, el de la derecha, de barba pelirroja, con un abrigo del que colgaban todo tipo de fundas y pistoleras de cuero, levantó su fusil como si fuera a disparar.

El milanés no aparecía por ningún lado y Alessandro no disponía de sitio para retroceder. Aunque aquellos tres significaban la amenaza más inmediata, sus camaradas se habían infiltrado por todo el bosque y todos estaban rodeados. Convencido de que iba a morir, vio que el de la barba roja pasaba lentamente una cuenta sobre su pecho.

—No vais de uniforme —dijo Alessandro, pensando que aquella absurda observación sería la última, pero se sorprendió al descubrir que de pronto los tres apartaban de él la mirada. Oyó una fuerte detonación y vio que el de la barba pelirroja se inclinaba hacia atrás, al tiempo que caía muerto sobre sus pies. La bala destinada a Alessandro salió disparada cuando el dedo del muerto se curvó sobre el gatillo, pero el Máuser corto ya apuntaba hacia los árboles.

—Había guardado una bala —dijo el milanés, saliendo de detrás de un árbol—, pero no la necesito. Tengo mi aureola.

Entonces el del casco puntiagudo y chaleco de pieles los embistió con la resplandeciente bayoneta por delante. El acero que se aproximaba veloz a Alessandro, aunque se tratara de un arma puntiaguda, le provocó una oleada de felicidad sin duda derivada de las muchas horas de vigoroso entrenamiento y camaradería que había disfrutado en las clases de esgrima, las cuales rompían con sus largas inmersiones en el griego y el latín. Alessandro se mantuvo en su sitio, rechazó firmemente la hoja de la bayoneta y la desvió a la izquierda. También con alguna experiencia, el austríaco aceptó el lance y giró el fusil de modo que la culata volara hacia la mandíbula de Alessandro.

«No llevo casco», pensó Alessandro en el instante en que levantó el fusil para rechazar el golpe. Las armas chocaron entre sí y los dos hombres se apartaron tan rápidamente como pudieron, al tiempo que volvían a girar sus fusiles hacia abajo, pero mientras el austríaco elegía la ruta directa y seguía recto tan pronto como hubo preparado el arma, Alessandro dio un pequeño paso hacia la izquierda y con la bayoneta golpeó al fusil de su oponente, también un poco a la izquierda. Mediante este gesto contenido, obtuvo una ventaja. El austríaco siguió su carrera y falló, pero cuando intentó corregir su impulso, Alessandro retrocedió medio paso, giró en menos de un segundo, y clavó un palmo de la punta de la bayoneta en el costado del enemigo, a través de la piel de borrego.

El austríaco, en medio de fuertes convulsiones, clavó limpiamente su bayoneta en el antebrazo izquierdo de Alessandro, abriéndolo como el corte de un carnicero sobre un filete, pero las fuerzas le habían abandonado y ya no pudo recuperarse. Con la bayoneta apuntando a un lateral, recibió el golpe que Alessandro le dirigió contra el plexo solar, y cuando la punta del arma le alcanzó la columna vertebral, todo su cuerpo se estremeció y se separó del suelo con un rígido salto.

Hablando consigo mismo, gimiendo y jadeando, Alessandro sacó la hoja de la bayoneta. Al volverse, vio que el milanés retrocedía contra un árbol, sujetando el fusil ante sí para protegerse del austríaco que quedaba, el cual hacía girar su maza como si fuera un caballero medieval. Ésta sacó astillas del fusil del milanés, rompió la palanca del cerrojo y marcó puntos y estrías en el cañón. Las manos del milanés estaban magulladas y cubiertas de sangre, pero aún así sostuvo el fusil al caer.

Mientras el austríaco golpeaba una y otra vez, Alessandro empezó a correr. La maza había arrancado la mayoría de los dedos de la sangrante mano izquierda de su compañero. Entonces el fusil cayó al suelo, la cabeza del milanés se inclinó a un lado, y la maza, como una máquina incapaz de pensar, golpeó con fuerza contra la cara y el cráneo, agujereándolo en veinte sitios distintos y logrando que la mitad de su cabeza pareciera carne de picadillo. Las mejillas aletearon y el aire salió ruidosamente de su boca, como viento que silbara entre el cañaveral.

Alessandro apretó los dientes y apuntó la bayoneta directamente a la gorra de piel de borrego de aquel bárbaro. Pero éste sabía cómo luchar. Con el brazo izquierdo levantó el espadín a fin de desviar la bayoneta de Alessandro, mientras con la derecha hacía girar la maza hacia el centro del fusil y, con un gruñido, intentaba arrebatárselo de las manos.

Todo el cuerpo de Alessandro vibró y sólo la rabia le permitió mantenerse en pie. La maza se había quedado incrustada en el fusil y no lograba soltarse. Con cada movimiento, ambos hombres soltaban un aullido o un gruñido, como si no pudieran respirar de otro modo.

Alessandro tiró con fuerza de su fusil, arrebatando la maza de las manos del austríaco, quien se quedó tan sólo con la espada, como en una clase de esgrima.

Para Alessandro, cada uno de sus movimientos era ahora predecible. En la escuela, el oponente se habría retirado y se habría elegido otro mejor para el italiano.

—¡Instrucción! —exclamó Alessandro al tiempo que golpeaba con firmeza la espalda del hombre. Enseñando los dientes tal como lo exigía la palabra, y abriendo desmesuradamente los ojos, la pronunció ferozmente en alemán—: Erziehung! Erziehung! Erziehung!

Entonces le hizo saltar el espadín de las manos y a continuación le clavó la bayoneta. El austríaco había saltado hacia atrás, pero Alessandro había avanzado hacia delante, y al hacerlo oyó un ruido similar al que se oye al partir en dos una manzana. El hombre aún no había muerto, pero estaba agonizando. Alessandro le dio la espalda.

El brazo le dolía. Apretando la herida para detener la hemorragia, cayó de rodillas y se arrastró hacia el milanés. Éste mantenía la boca abierta, con la lengua fuera y la sangre saliéndole por las comisuras. Un lateral de su rostro se había transformado en un dibujo anatómico. El ojo derecho le había saltado de la órbita y yacía sobre la nieve entre sus piernas. Tenía el brazo izquierdo levantado, en la postura que había mantenido hasta que el fusil cayó de sus manos y le arrancaron los dedos. El milanés semejaba un cadáver al que han dejado varios días en la trinchera, aunque no hacía ni dos minutos que había muerto.

Alessandro ni siquiera había llegado a saber su nombre. Mientras contemplaba el cadáver, imaginó a una mujer entrando en un despacho perfectamente ordenado y empezando a dar cuerda a un reloj.

Alessandro estaba inconsciente cuando lo encontraron, pero seguía de rodillas, con el hombro apoyado en el árbol y la boca abierta Acudieron inmediatamente a su lado, pues parecía como si estuviera a punto de levantarse. Tenía tan sólo veinte pulsaciones y el enfermero que le cerró la herida pensó que iba a morir.

El pueblecito donde enviaron a Alessandro para que se recuperara había cambiado su nombre de Gruensee —un estanque donde confluyen arroyos de aguas color esmeralda— por el de Vittorio, donde el ejército italiano se recobraba para apoderarse de aldeas como aquélla a fin de cambiarles el nombre.

Tres cuartas partes de la población había huido y la mitad de los que se habían quedado estaban detenidos. Las cincuenta casas vacías, tres pequeños hoteles y dos edificios públicos se habían convertido en el hospital del ejército. Desde que había escapado corriendo por las calles de Roma, partiendo del retrete de Orfeo en el Ministerio de la Guerra hasta la estación de ferrocarriles, era la primera vez que Alessandro veía mujeres: no sólo a las corpulentas alemanas que se habían quedado para cuidar del ganado y a las criaturas pequeñas, sino gran cantidad de enfermeras del ejército y voluntarias. Y no sólo mujeres italianas, sino también francesas, inglesas, norteamericanas y nórdicas… Deambulaban por allí, solas o en grupo, y despertaban una nueva imagen del mundo en los soldados heridos que llegaban del frente.

Mientras Alessandro circulaba por Gruensee, en la parte posterior de un camión descubierto, la visión de aquellas mujeres lo asaltó con la misma fuerza que lo habían hecho los austríacos de las chaquetas de piel de borrego. Su delicadeza, su provisionalidad y su belleza le hacían sentir como si soñara despierto. Algunas llevaban uniforme gris, y otras una capa del mismo color sobre uniformes blancos. La luz de la montaña era tan intensa, que los cabellos rubios adquirían un brillo metálico, como de oro blanco, mientras que el cabello oscuro resaltaba su propio color. La luz que se reflejaba en los distantes campos cubiertos de nieve y en los glaciares iluminaba los rostros de aquellas mujeres como si fueran ángeles.

Justo antes de que el camión se detuviera, pasó ante un dispensario. De pie ante la puerta había una enfermera con la bata blanca, mirando hacia las montañas. Era delgada y rubia, con un rostro hermoso y proporcionado. Una almidonada cofia de enfermera se mantenía casi invisible en la parte posterior de su cabeza, como si fuera una aureola. El clásico uniforme de enfermera se cerraba en el cuello mediante una cruz esmaltada en blanco y rojo, la cual se repetía en tela sobre una banda blanca que llevaba en torno al brazo izquierdo. La falda le caía hueca a partir del talle, sujeta por un cinturón de la misma tela fruncida de algodón. Tenía las manos juntas en la espalda, y se mecía atrás y adelante desde la punta hacia el talón, con la cabeza ligeramente inclinada hacia las montañas. Envuelta por la luz grisácea que reflejaban los campos cubiertos de nieve, sus ojos parecían castaños con un ligero toque pizarroso y verde, y su dorado cabello no podía ser más cálido. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Después de que un ayudante se hiciera cargo de Alessandro en el vestíbulo del Ambulatorio Clínico 2, una enfermera lo condujo a la sala de reconocimiento. Tenía el cabello negro y ligeramente rizado, y los dientes blancos como la nieve de las montañas. Sus brillantes ojos se veían realzados por unas gafas que lanzaban destellos, como si estuvieran mojadas. Mientras le cortaba la manga, la bata se le separó del cuerpo y Alessandro alcanzó a vislumbrar sus senos. Y cuando el cuerpo de la enfermera casi le rozó, él se volvió a mirar la cordillera de montañas que separaba Gruensee de la batalla que se desarrollaba en la otra vertiente. La luz del día se iba desvaneciendo, pero no así la imagen de aquella enfermera que había visto bajo el sol de la tarde.

La camisa de Alessandro quedó hecha jirones, y las gasas que la enfermera de las gafas le aplicaba estaban cada vez más empapadas de sangre caliente. Observó cómo las montañas se volvían doradas y luego de color salmón, bajo una luz tan delicada que parecía como si se la pudiera apagar de un soplo, como a una vela. Una fría lluvia recorría el valle de abajo, invadiendo los campos de Gruensee, y cuando las montañas brillaban a través de ella, parecía como si flotaran sobre las plataformas móviles de las nubes.

Alessandro no se sorprendió por lo mucho que tuvo que esperar. En el ejército se decía que si uno entraba en un dispensario con una flecha clavada en el corazón, tendría que aguardar por lo menos cuatro horas. Y, según los rumores que habían corrido por el frente después de lo de Caporetto, a un soldado que se había presentado en el hospital acarreando su propia cabeza se le dijo que volviera más tarde.

Cuando por fin un médico retiró el vendaje a Alessandro, lo hizo con tal brusquedad que sugería algo más que simple fatiga. Alessandro sintió que un dolor frío y traicionero le recorría todo el cuerpo. El corte trazaba una suave espiral que iba justo desde la parte superior del codo hasta la muñeca, y subrayando el dolor había una especie de insensibilidad, como si la carne estuviera muerta o a punto de morir.

—No hay señales de gangrena. Se ha dificultado la circulación, y es eso lo que le hace creer que está muerta. Mire —indicó el cirujano, separando la herida para limpiarla, y matando casi a su paciente—. Es de color púrpura. Apenas ha rozado el músculo, excepto en el centro. ¿Qué fue lo que la causó?

—Una bayoneta —contestó Alessandro, esbozando una mueca de dolor.

—¿De quién? —preguntó el médico, en tono agresivo.

Alessandro entendió claramente la insinuación y lo invadió una oleada de desprecio.

—Ignoro cuál era su nombre, y tampoco se lo pude preguntar después de matarlo.

El cirujano metió una bola de gasa en un tarro de alcohol y luego la embutió en la herida.

—Hago esto para limpiarle la herida y evitar que muera de infección, y también por cómo se ha dirigido a un superior.

Alessandro no encontró palabras para responder. Intentó imaginar que su brazo no formaba parte de él, y que el hijo de puta que era su médico tampoco se encontraba ante él.

—Algunos soldados se hieren a propósito para escapar del frente —les espetó el médico, quien ya terminaba de empapar el corte—. Por el modo en que soslayan las partes vitales, y aun así logran hacerse heridas convincentes, cualquiera pensaría que son cirujanos. Pero no todos son tan listos como piensan, y un tercio de ellos mueren de gangrena… Por lo que se refiere a éste —prosiguió, examinando la herida—, es un corte tan limpio que parece como si hubiera pagado a alguien para que se lo hiciera.

—Pues se equivoca.

—En cualquier caso, necesitará un trago mientras se lo coso. Sólo tendré que ponerle unos veinte o treinta puntos superficiales, pero alguno tendrá que llegarle al músculo.

—¿Un trago de qué?

—De grappa.

El médico se dirigió a un armario, vertió parte de una garrafa de aguardiente en un frasco de laboratorio y se lo entregó a Alessandro.

—Eso no es mucho —comentó éste—. ¿Hay bastante?

—En esto le voy a ayudar —dijo el médico, y tomó un trago—. Si se termina lo que queda no podrá tenerse en pie. Guárdese esas pastillas en el bolsillo. Luego, cuando se sienta mareado, tome un par de ellas con agua. Deje que se disuelvan.

Alessandro asintió.

—Bébase todo el que pueda.

Desde hacía mucho tiempo Alessandro tan sólo bebía vino, del que tomaba como máximo un vaso al día y siempre rebajado con agua, como si fuera un crío de diez años. De modo que contuvo la respiración y se tomó el aguardiente. Éste le quemó la garganta, pero el escozor no fue del todo desagradable: la cara se le encendió hasta adquirir el color del terciopelo rojo con que se tapizaban los palcos de la ópera o las salas públicas de los burdeles egipcios.

—Manténgalo sujeto —le ordenó el cirujano—. Volveré dentro de diez minutos. No se caiga de la silla. Imagine que está en un barco. Cuando se lo cosa ni se enterará. ¿Lo nota ahora?

—Sí.

—Cuando yo haya terminado, una enfermera lo conducirá a una habitación. Podrá usted andar. ¿Lo siente?

—¡Oh, sí! ¿Una monja?

—¿Qué quiere decir con una monja?

—¿Que si me llevará a la habitación…?

—Una enfermera, no una monja. Aquí no tenemos monjas enfermeras.

—¿Qué enfermera?

—Y yo qué sé.

—Consígame una con la cara bonita.

—¿Con la cara bonita?

—La hermosa.

—Para los soldados que llegan del frente, todas son hermosas —replicó el cirujano.

Cuando Alessandro se quedó a solas, se entretuvo haciendo discursos. Hubo un momento en que debido a la emoción levantó tanto la voz, que se le acercó una enfermera y, poniéndose un dedo sobre los labios, le dijo suavemente, con gran simpatía:

—Chissss…

Mientras se mecía cómodamente en una pequeña elipse, Alessandro se convenció de que su espíritu había abandonado su cuerpo y flotaba en lo alto de la sala de reconocimiento, pero se negaba a creer que la idea de flotar libremente le proporcionaría la dicha eterna, así que mantuvo los ojos abiertos.

El cirujano volvió a entrar, seguido de dos ayudantes. Éstos se acercaron con tal rapidez y se mostraron tan eficientes que, antes de que Alessandro se diera cuenta, ya lo habían levantado por los aires y lo habían sujetado a una camilla en el centro de la habitación. Le ataron los tobillos, el brazo sano y tan sólo un muslo, pues la cinta para atar el otro muslo estaba rota o la habían arrancado. Los ayudantes le sujetaron la muñeca y la cabeza.

Al principio, nada de todo aquello le pareció una amenaza ni una indignidad. Él no tenía cuerpo, y su espíritu, ahora curiosamente cabeza abajo, lo observaba todo con indiferencia.

Luego el cirujano empezó a enhebrar sus agujas. Éstas eran curvas, de distinto grosor y longitud, y brillaban bajo la lámpara de queroseno con la que pensaba trabajar. «Oh, no», exclamó el espíritu de Alessandro al ver que el cirujano desplegaba su mísero arsenal. Lo mismo que un buceador dispuesto a zambullirse desde una altura aterradora, el cirujano observó la herida durante largo rato. Luego, con la mano derecha cogió la primera aguja y con la izquierda una gasa empapada en alcohol.

Cada vez que el cirujano atravesaba la carne de Alessandro con una aguja, éste lanzaba un alarido, y su cuerpo se cerraba lo mismo que el portillo de un cañón. La aguja lograba su propósito mediante tres o cuatro empujones por cada punto, y a cada empujón Alessandro saltaba igual que las ranas de Galvani. Después de que la aguja volviera a salir, le ataban el nudo, mientras Alessandro se estremecía sólo de pensar en el siguiente. Algunas de las puntadas, las que penetraban más profundamente en el músculo, eran peores que las otras. Al cabo de media hora, los ayudantes lo desataron y lo cambiaron por un paciente que estaba durmiendo en una camilla del pasillo. Pronto los alaridos de aquel paciente bastaron para despertar a todos los soldados que habían muerto en el Alto Adigio. Aunque estaba borracho, Alessandro conservaba la lucidez. Sabía que en las próximas semanas su cuerpo se vengaría por la media hora que acababa de pasar, pero mientras intentaba averiguar qué era lo que lo había lastimado de tal forma, Alessandro se dispuso a disfrutar de su entereza.

—¿Qué pasa con la cena? —preguntó al aire, y al no obtener respuesta pareció ligeramente enojado.

La misma enfermera que se había puesto el dedo sobre los labios para decir «Chissss», no tardó en presentarse, y se lo llevó a la casa donde iba a dormir. De nuevo le dijo «Chissss» y Alessandro pensó que quizás ésa era su forma de respirar, o que había sufrido un enfisema, o que pertenecía a alguna secta hindú de las que habían difundido esa práctica antes de la guerra, para enseñar a la gente a respirar y a reír. Aunque el auténtico propósito de todas ellas era burlar a la muerte y hacer que se confiara en los hindúes que habían llegado a Italia con la idea de hacerse ricos.

Alessandro no podía ver qué aspecto tenía la enfermera, ya que llevaba una capa larga con una capucha que le ocultaba las facciones. Aquella mujer lo sacó al exterior, en medio de la oscuridad, lo cual dificultó aún más la inspección. Por muchos esfuerzos que hiciera Alessandro, lo único que averiguó fue que era alta y delgada, casi como una cigüeña.

De vez en cuando se volvía hacia ella y fingía que daba un traspié, para atisbar debajo de la capucha.

—No intente besarme —le advirtió la mujer—. Va contra el reglamento y yo no beso a cualquiera.

—Quiero ver su cara —explicó él—. ¿Es usted hindú?

—Nada de besos —fue la respuesta que ella le dio, y a partir de ahí no paró de hablar: algo relacionado con los peluqueros y los balnearios, y cómo cuando finalizara la guerra iba a trabajar para uno, o casarse con uno, convertirse en uno, o las tres cosas a la vez, ya que después de la guerra los balnearios se llenarían de gente con los heridos y los inválidos… y sus esposas.

Justo antes de llegar al chalet donde Alessandro iba a dormir, intentó de nuevo verle la cara.

—No entiendo nada de lo que me está diciendo. Ignoro por qué, o por qué los peluqueros son qué, ya que nunca lo he sido. ¿Qué es lo que son?

—Ah, ah —contestó la enfermera, quien lo introdujo en un portal—. Nada de besos.

Y si dijo esto fue porque las enfermeras pasaban todo el día tocando hombres, rodeadas de hombres. Los bañaban, los acompañaban de un sitio a otro, y a veces, en momentos muy íntimos, besaban intensamente a sus pacientes, y permitían que éstos las besasen a ellas. En un lugar donde incluso las mujeres corrientes eran hermosas, eso ocurría a todas horas.

Ella y una joven enfermera bastante corpulenta ayudaron a Alessandro a subir los dos tramos de escaleras, uno ancho y el otro estrecho.

—¿Necesita utilizar el baño? —le preguntaron.

—¿Como qué? —quiso saber él.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Cómo una escoba, una bayoneta, un sombrero, o qué?

Sin llegar a comprenderle, lo acostaron.

—¡No! Abran la ventana —protestó—. Me gusta el aire.

Las enfermeras la abrieron.

—Necesitará seis mantas.

—Con dos habrá suficiente, si doblan una de ellas.

Le colocaron las mantas y luego le apoyaron la cabeza sobre una almohada con una funda blanca, fría como el hielo y con tanto almidón que al principio Alessandro pensó que era de madera.

A pesar de que la habitación era del tamaño de un armario, estaba solo, no era una celda y la puerta no estaba cerrada con llave. Las paredes eran de cedro. Había sido la habitación de un niño y la cama era demasiado pequeña, pero la almohada lo compensaba: exceptuando su breve estancia en casa, hacía casi tres años que no utilizaba almohada.

Libre y a solas, por fin sin las botas puestas, un brazo en cabestrillo y un fuego ardiendo confortablemente en su interior mientras yacía bajo tres capas de lana, respiró el aire puro que caía como una río desde los glaciares, y de nuevo se hundió en la deslumbrante funda de la almohada.

Aguardó a que la luna tiñera de plata las nubes espectrales, pero sospechó que cuando la luna inundara con su luz la habitación él ya estaría dormido. Sonrió para sí al admirar las montañas, pues, aunque había estado en ellas tan sólo dos días, las conexiones se formaban y disolvían con asombrosa rapidez, como si cada vez que el sol o la luna se ocultaban entre las nubes o salían por encima de la niebla que iba elevándose, se formara un nuevo mundo. Ya había contemplado otras veces este fenómeno en las grandes alturas. El tiempo se comprimía y se expandía, y el aire que penetraba por la ventana iba cargado de mensajes que Alessandro ya no entendía. Y a medida que se rompían en millones de partículas, como la espuma en lo alto de las olas, destrozaban la paz de la habitación y volvían a restaurarla a un ritmo que iba y venía, meciendo al soldado herido hasta que éste se quedó dormido.

Cuando despertó, Alessandro pensó que ya era la mañana del día siguiente, pero tan sólo era la última hora de la tarde. Hasta él llegó el olor de la cena que estaban cocinando, y éste no sólo le repelió, sino que le pareció absurdo, pues en ningún sitio que hubiera visitado, y desde luego nunca en el ejército, había oído que alguien tomara carne de res por la mañana.

En él se había instalado una fiebre tan alta, que con su intensidad le recordaba una carrera en el interior de un proyectil. Su cuerpo ardía agradablemente a ritmo constante, y tenía la cara tan caliente como si hubiese permanecido varias horas al sol. Era tal la constante combustión, que si la naturaleza hubiera tenido un guardián, éste había podido permanecer sentado, con los pies al aire, maravillándose de aquella llama.

Alessandro levantó la mano derecha de encima de la manta y se tocó la nariz, que, a diferencia del resto del cuerpo, estaba helada. Si por algún milagro fuera a morir a consecuencia de una herida superficial, lo mejor sería hacerlo sin dolor e inmerso en la fiebre. Musitando para sí con palabras que surgían de lo más profundo de su pecho, tan agradables y veloces que semejaban una canción, fue recitando con suaves y rítmicas cadencias:

—Quizá cruzar las puertas de la muerte sea lo mismo que atravesar tranquilamente el portón de una valla en un prado. Por otra parte, uno sigue andando sin la necesidad de mirar hacia atrás. No hay conmociones ni dramas, tan sólo el levantamiento de un par de tablas en una sencilla puerta de madera que conduce a un claro. No hay dolor, ni destellos de luz, ni grandes palabras; tan sólo el silencioso cruce de un arroyo.

En aquellos momentos reinaba la oscuridad y ni siquiera un halcón habría distinguido un hilo blanco de uno negro. Alessandro intentó girar la cabeza desde la ventana hacia la puerta, pero tenía el cuello tan rígido que apenas lo consiguió. Pensó que aquél era el primer síntoma de la muerte y, a pesar de que estaba resignado a morir, quería hacerlo al menos con la ilusión del calor y la luz.

Tuvo que decirlo en voz alta, y con toda claridad, ya que una mujer que permanecía sentada en un rincón a sus espaldas, en una silla con asiento de enea, contestó a la pregunta que él no había formulado realmente.

—Usted no va a morir —declaró la mujer.

Alessandro se quedó desconcertado ante el hecho de que ella hubiese estado a su lado todo el tiempo sin que él se diera cuenta.

—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó.

—Porque éste no es el edificio adecuado.

—No es correcto que me haya estado escuchando sin advertirme de su presencia —protestó Alessandro.

—No suelo considerarlo necesario, y menos cuando la gente está inconsciente. Ignoraba que estuviera usted despierto.

—Yo también. ¿Ha oído lo que decía? —preguntó él.

—He oído a alguien que hablaba en sueños, o que deliraba. ¿Está usted delirando ahora?

—Yo no habría dicho nada, de haber sabido que estaba usted aquí.

—Pues yo estoy demasiado cansada para levantarme de esta silla simplemente para ahorrarle su turbación.

—No puedo verla —protestó él, repentinamente irritado—. No puedo girar la cabeza y está oscuro.

—¿Para qué necesita verme? —preguntó ella.

—Sencillamente, para saber con quién estoy hablando. ¿Por qué no se acerca a la ventana para que pueda verla?

—Porque estoy bastante cómoda en esta silla. Estoy caliente, tapada con el abrigo. Me encuentro aquí para vigilar que la fiebre no se apodere de lo mejor de usted y para traerle comida, si así lo desea. Y no pienso acercarme a la ventana a fin de que pueda usted verme la cara. ¿Para qué quiere verla?

—¿Para qué la tiene? ¿Y para qué tiene cuerpo?

—Por la misma razón que todo el mundo tiene cara y tiene cuerpo, y así puede seguir adelante en este mundo.

—Entonces, ¿qué hay de malo en enseñarme lo que le permite seguir adelante en este mundo?

—Cuando los soldados llegan del frente, después de haber estado meses sin ver a una mujer, o un año…

—O dos.

—Se enamoran de la primera que ven. Una puede ser un saldo, pero, incluso así, se enamoran de ella. No es muy halagador, pero ocurre continuamente, y yo ya estoy cansada de esto. Incluso los que han quedado ciegos, mutilados por bombas que les han destrozado el rostro, aunque no se atrevan a asegurar que alguna vez alguien pueda volver a amarles, se enamoran de una voz. ¿Y qué puedo darles yo? Nada. Tan sólo soy una mujer. Yo no soy el fin de la guerra, no soy el fin de su sufrimiento, ni un ser mágico o poderoso que pueda borrar todo cuanto ustedes han presenciado.

—¿Conoce usted a Giorgione? —preguntó Alessandro, quien se esforzaba por sentarse en la cama, pero en seguida volvió a acostarse—. Giorgione pintó un cuadro que la contradice a usted terminantemente. Categóricamente. En el cuadro, una mujer apacigua la tormenta y se convierte en la única esperanza para un soldado. Puede que a usted no le guste esta idea, que le parezca excesiva, pero lo que usted niega, y que Giorgione afirma, es la verdad.

»Ya sé que algunos soldados salen del frente rebosantes de sexo. He oído a hombres que hablaban como animales, incluso de sus esposas. Que al volver a sus hogares de permiso joden a sus mujeres hasta sangrar…

—¿Quién sangra? —preguntó ella, al tiempo que se preguntaba por qué permitía a un hombre que le hablara de aquella forma.

—Los dos. Es como si estuvieran ávidos de sangre. Siempre es así. O incluso más.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque hablan con toda libertad. La rudeza que hay en ellos les hace pensar mecánicamente: tantos días sin sexo, una simple teoría aritmética de la presión, agua detrás de una presa, lo que usted quiera. Y a continuación ellos lo cuentan como si los soldados que les observan desde el barro fueran más importantes que las mujeres que han dejado en casa. Son como esos gatos que dejan su presa a tus pies.

—Nunca los he oído.

—Yo sí. Hay algo especial en la noción del deseo acumulado y muchos soldados tienen la sensación de que eso que les impulsa es menos grosero de lo que ellos piensan. Aunque, ¿quién tiene tiempo hoy para pensar?

—Usted.

—Sólo porque usted me ha obligado a pensar y a hablar. Si dejara que la viese, esta charla sería innecesaria.

La enfermera no dijo nada y eso lo alentó.

—Muy bien, pues. Tendré que seguir hablando. Me gusta hablar con usted. Cuando los soldados vuelven a casa, su primer deseo, tanto si son conscientes de ello como si no, es tener hijos, porque los hijos son el único antídoto para la guerra. En el cuadro de Giorgione, la mujer y su hijo son inconmovibles, el centro de universo. El soldado puede perderse y las aguas desbordarse, pero la madre y su criatura salvan al mundo, una y otra vez.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Es tal como le he dicho. Yo podría ser cualquier mujer.

—Sí. Y yo en la trinchera, temblando y herido, podría ser cualquier hombre. Verse reducido a eso, a lo más elemental, no es ningún deshonor. Nadie la conocerá mejor que quien la ha conocido cuando todo lo que usted poseía le ha sido arrebatado. Nunca la conocerán mejor que cuando es usted lo que es ahora, sentada en esa silla, cubriéndose con su abrigo, en esta habitación fría y oscura, hambrienta y cansada.

—Usted no puede verme —contestó ella—. No me conoce. Nunca nos hemos visto la cara. Podemos sentir cierta afinidad porque es posible que hayamos tenido una educación parecida y ahora estamos luchando en este lugar, pero después de la guerra desaparecerá. Para dos personas perdidas en una balsa en alta mar, el que las rescaten lo cambia todo.

—Eso depende de cuánto tiempo hayan pasado en la balsa —replicó Alessandro.

—No está dispuesto a dar el brazo a torcer, ¿verdad?

—Todavía no.

—Usted entre un millón de soldados. Hablo con centenares durante el día, y la mitad de ellos se enamoran de mí. Eso no significa nada.

—Yo no pido nada.

—¿Piensa que ya me ha atrapado?

—No.

—¿Por qué de pronto está tan seguro, pues?

—¿Seguro de qué?

—Como indiferente.

—En absoluto. Tan sólo convencido de que he rozado la verdad.

—¿Y cómo sabe que voy a volver? Me sería muy fácil traspasarle a otra enfermera. Además, nosotras hacemos turnos, y nos trasladan como a ustedes. Mañana puede que esté en Trento. Usted puede incluso haber muerto.

—Entonces no estaría en el edificio adecuado.

—Lo siento. La fiebre es una buena señal. Está en el edificio correcto. —¿Por qué no puedo volverme? Me siento como paralizado.

—A veces ocurre cuando uno tiene fiebre y le da el aire frío mientras duerme en una determinada posición.

—Si usted no vuelve, pues no volverá —prosiguió Alessandro—, lo cual significará que no es usted la mujer que yo creía. Aunque estoy convencido de que sí lo es. Tiene una hermosa voz. Aun así, poco importa que alguna de ustedes desaparezca, porque las demás se quedarán.

—Está usted delirando.

—Sí.

—Dentro de unas horas, cuando yo vuelva, si está despierto y ya no delira, no tiene por qué avergonzarse.

—El amor sólo avergüenza a aquellos que no pueden amar. Además, yo no he dicho que esté enamorado de usted. Es usted quien lo ha dicho.

—Aunque no le haya visto, no me atrevería a decir que no me siento atraída hacia usted. Pero creo que en un par de días podré olvidarlo. Así es como ocurre aquí arriba. Una no puede conocer a alguien en cinco minutos. Y tampoco enamorarse en cinco minutos.

—Vuelva, por favor —suplicó Alessandro.

A la mañana siguiente, la enfermera cigüeña, la hindú, entró para tomar la temperatura a Alessandro, cambiar los vendajes y dejarle el desayuno. Mientras le curaba la herida, su tacto era tan suave y comunicativo como ninguno que Alessandro hubiera conocido. Quien se casara con ella poseería su inteligencia, su gratitud y su amabilidad para el resto de su vida, y quizá conocería algo mucho más arrebatador que el amor romántico.

—¿Cuándo volverá? —preguntó Alessandro.

—A la hora del almuerzo.

—¿Y por la noche?

—Yo no tengo el turno de noche.

—¿Quién lo tiene?

La cigüeña encogió sus altos hombros.

—Alguna otra.

—¿No sabe quién es?

—No. Los horarios cambian continuamente.

Alessandro no quiso insistir, pero la alta enfermera se mostró muy amable.

—Puedo averiguarlo y decírselo mañana —se ofreció—, si ella no vuelve esta noche.

—No es necesario —contestó él—. Tan sólo sentía curiosidad por quién me traería la cena.

Después de que ella se marchara, Alessandro se quedó dormido. Pero se despertó a media tarde, cuando los ecos de los cañonazos rebotaron entre las montañas, a media jornada de distancia. Sonaban como truenos lejanos, aunque no se desarrollaban ni persistían como los truenos. Probablemente nunca en la historia de la naturaleza una tronada había sido tan tensa, repetitiva y programada con tan poca gracia. Casi sentado en la cama, Alessandro escuchó unos instantes, y luego se dejó caer de nuevo entre las cálidas sábanas. Durmió hasta el anochecer, y entonces permaneció despierto, aguardando a que ella regresara.

En los bajos del chalet había una docena de heridos que paseaban, en varias etapas de recuperación. Próximos a regresar con sus unidades, hacían bromas y hablaban junto al fuego. Alguien tocaba una cítara. Era poco probable que fuera un italiano quien la tocara. Quizá se trataba de un aldeano que se había quedado, un austríaco herido, absorbido milagrosamente por las filas italianas, o uno de los colaboradores que ayudaban a los italianos en la exploración de los territorios recién incorporados. Fuera quien fuese, su música tenía un matiz de tristeza. Alessandro se preguntó cómo una canción podía ser tan triste y tan alegre, con un contrapunto danzando hacia adelante mientras tiraba hacia atrás.

Eso se debía a que el mundo tenía vida propia. Dejando el invierno a solas, o contemplando su muerte, poco a poco se dirigía hacia el verano. Tales milagros y paradojas podían explicarse por el curso maravillosamente independiente que seguían sus elementos, y quizá la auténtica belleza pudiera entenderse en parte por el hecho de que fuera no sólo una combinación, sino también una disolución; que después de que los hilos se tejían y enredaban, de nuevo se desenredaban y seguían caminos separados; que los trenes que entraban en las estaciones en medio de un espectáculo de remaches y nubes de vapor que se condensaban en el aire de la medianoche, luego partían hacia destinos diferentes y desaparecían; que el drama de un reloj al dar las horas era impensable sin el silencio que era tanto su prefacio como su epílogo. La música era una cadena forjada mitad de silencios y mitad de sonidos, el amor no era nada sin el sentimiento de melancolía y de pérdida, y si el tiempo no hubiera tenido al final la ausencia de tiempo, y la ausencia de tiempo no hubiera ido precedida por el tiempo, ninguna de ambas cosas habría tenido ninguna consecuencia.

En medio de tales reflexiones metafísicas y tan sólo en ellas, apenas importaba si ella volvía o no, Alessandro cerró los ojos e intentó recordar cuál era su aspecto bajo la luz que se reflejaba en los glaciares. A pesar de que la había visto de lejos y tan sólo un instante, recordaba cómo le caía la capa en cascada desde los hombros, el broche esmaltado en rojo y blanco, que brillaba como si fuera un cuadro, y el cuello que el broche sujetaba, de proporciones casi perfectas. Entonces vio de nuevo la luz en su rostro mientras ella se volvía hacia la brisa que traía el aire frío desde los campos helados.

Cuando el camión había girado y de pronto ella había quedado a contraluz, su cabello había resplandecido al tiempo que ella mantenía las manos en la espalda e iba meciéndose sobre sus pies. En aquel instante, él la había poseído; así que no necesitaba que volviera. Pero ella volvió.

Cuando la puerta se abrió y luego se cerró, y las patas de la silla con el asiento de enea chirriaron sobre el suelo, Alessandro apenas supo qué decir.

—¿A qué hora sale la luna? —preguntó por fin, con la misma indiferencia que si hubiese preguntado a un expendedor de billetes a qué hora llegaba determinado tren.

—¿Cómo dice?

—La luna.

—¿Qué ocurre con la luna?

—¿Que a qué hora sale?

—No lo sé. No llevo reloj. A veces ni siquiera sé en qué día vivo, así que menos a qué hora sale la luna.

—Pensaba que lo sabría.

—¿Se supone que las enfermeras tienen que saber a qué hora sale la luna?

—Sí. En Roma todas las enfermeras lo saben.

—Como sin duda sabrá por mi acento, yo soy romana, y también sabe que soy enfermera. Pero ignoro a qué hora sale la luna. ¿Y usted?

—¿Qué cree usted que soy? —preguntó Alessandro—. ¿Un idiot-savant? La luna es caprichosa hasta lo absurdo. Nunca se sabe lo que hará. A veces no se presenta, otras se disfraza de pálido cuarto creciente, y algunas otras aparece como luna llena en pleno día. El sol no brilla de noche, ¿verdad?

—No en Europa.

—Imagine si, como la luna, el sol hiciera lo que le da la gana. Sólo un idiot-savant, alguien intoxicado con logaritmos y horarios de trenes, sabría a qué hora sale la luna.

—¿Lo sabe usted? —preguntó ella.

—Dentro de una hora.

—Es usted un idiot-savant.

—Casi llegué a serlo, pero no lo logré. Cuando estaba en la enseñanza media podía memorizar trescientas palabras francesas en un minuto. Eso es lo más cerca que estuve.

—No me impresiona usted —anunció ella.

—¿Por qué? ¿Cuántas palabras francesas puede usted memorizar en un minuto?

—Todas.

—¿Todas?

—Sí —replicó ella—. Una tras otra.

—¿Y cómo lo consigue?

—Soy francesa.

—No me lo creo. No tiene ningún acento.

—Mi padre era italiano.

—¿Era?

—Murió en el Isonzo.

—Lo siento.

—Yo también —dijo ella, en voz baja.

—¿Y su madre?

—Era francesa. Murió de la gripe cuando yo era pequeña. —Alessandro oyó que, incluso después de tanto tiempo, se le quebraba la voz—. Así que me hice enfermera.

—¿Vino aquí a causa de su padre?

—Sí. Al comienzo de la guerra yo estaba en el Somme. Quería muchísimo a mi padre. Él era un romano que hablaba como un florentino. Se parecía mucho a usted.

—¿Cómo sabe lo que soy yo?

—Es usted un hombre instruido, que nació en Roma y que morirá allí —contestó ella.

—Tiene usted razón. Nací en Roma y me han instruido casi hasta la muerte. ¿Cómo fue en el Somme? —preguntó Alessandro—. Al margen de cuántos mueren aquí, siempre nos queda la sensación de que estamos exagerando, y que la auténtica guerra se desarrolla allí.

—La auténtica guerra es allí —confirmó ella—. Cuando allí se detenga, también lo hará aquí. Y si allí sigue, aquí también. Francia es el corazón dé la guerra. Siempre lo ha sido.

—¿Por qué?

—Geografía, ilusión o porque los franceses se consideran el centro del mundo. El país es tan hermoso, que cuando el mundo finaliza con su trabajo se vuelve hacia Francia para ver lo que más le gusta de ésta. Con todo el mundo vuelto así, se convierte en el centro. Y estoy autorizada a decir esto no porque sea francesa, sino porque soy italiana.

—¿Razona usted en términos globales?

—A veces.

—Pero es una enfermera…

—En efecto… —Después de reflexionar unos instantes, ella lo desafió—: ¿Se sorprendería si le dijera que he leído un libro de economía?

—Supongo que sí.

—¿Y qué me dice de veinte?

—¿Veinte?

—Sí, sobre economía: historia, teoría, precios, inflación… ¿Por qué no?

—Siendo mujer, no podría ganarse la vida como economista.

—Ya lo sé.

—Me siento profundamente impresionado ante una mujer que, sin otro motivo que su propia satisfacción, ha leído veinte libros de economía.

—Pero ya lo dejé…

—¿Por qué?

—Me interesaba algo más vivo. El primer libro que leí a continuación fue una descripción del sur del Pacífico. Azul cerúleo en cada página.

—Deje que la vea.

—No.

—¿Qué ocurriría si una bomba cayera ahora en la casa?

Pouf, au revoir, adiós —respondió ella—. ¿Piensa que esto es posible? —No.

—Entonces, ¿piensa volverse?

—No.

—Dígame por qué.

—Porque de los miles de soldados que usted ha visto, yo soy el único que se ha enamorado de usted sin verla. Aparte de los ciegos, claro.

—¿Y cómo es eso posible?

—Porque es usted hermosa.

—Puede que sí, puede que no. La verdad es que no lo sé. No se vuelva.

—Resulta difícil.

—Entonces, quizás el resultado sea para bien.

—No sé cómo se llama.

—No creo que deba decírselo. Cuanto más tiempo pase sin que sepa mi nombre, ni ninguna otra cosa acerca de mí, y tampoco me vea, mejor me conocerá. Esta suposición es suya, pero yo también he llegado a creer en ella.

—Bueno, eso está bien.

—Sin embargo, usted no desespera de que algún día pueda conocerme a mí, mi nombre, mi edad, mi rostro…

—Su edad ya la sé.

—¿De veras? ¿Cómo?

—Por su voz. Tiene veintitrés años.

Ella se quedó asombrada.

—¿Y cuándo es mi cumpleaños?

En vez de reflexionar acerca de ello e intentar adivinar, o temer que pudiera equivocarse, Alessandro contestó:

—En junio. —Y una vez más acertó—. Usted nació en Roma, en junio. Yo tenía entonces cuatro años y me encantaba montar en los caballitos o en cochecitos tirados por ponis. Al menos durante algunos años, ambos vivimos en Roma, totalmente ignorantes el uno del otro, aunque llegáramos a cruzarnos un montón de veces. Para mí, Roma era todo un universo. Los niños pequeños pueden ver claramente conmovedores detalles en las cosas, aunque pronto aprendan a olvidarlos.

—Usted no.

—Confío en que no.

—Me ha reconocido por la voz.

—Pero no es mérito mío, sino por el modo tan encantador con que habla usted.

Le refus de la louange est un désir d’être loué deux fois —murmuró ella.

—No tengo por qué traducirlo —replicó Alessandro—. Sólo en Francia se exige a los heridos que hablen francés, e incluso allí esa exigencia constituye una crueldad. La vida ya es bastante difícil sin tener que pronunciarlo correctamente. ¿Sonríe usted?

—Levemente.

—Entonces, dígame su nombre.

—No. Me molesta usted. Me molesta que pueda verme sin mirarme. Y me molesta que se haya enamorado de mí sin haberme visto. Me molesta que esté ahí acostado, herido, y que en cambio su fortaleza rebote por toda la habitación.

—Usted no me ha permitido que la vea —contestó Alessandro—, pero yo la he visto. En nuestra charla usted no ha sido un subordinado. Nuestras fuerzas son equiparables.

—¡Sí, pero usted está herido!

—¡Y usted cansada! Somos exactamente iguales, siempre lo seremos. El equilibrio es perfecto y usted lo sabe.

—Si eso es cierto, no es correcto —objetó ella.

—¿Por qué?

—Porque va a regresar al frente.

El vestido crujió debajo de la capa, cuando ella se levantó de la silla. Y de pronto ya no estuvo allí.

Alessandro permaneció tendido en la cama, observando la luz de la luna a medida que velaba los cristales de la ventana y teñía el cielo de color plateado. Sintió que la fiebre calentaba las sábanas y le quemaba la cara. Aguardó en silencio y se dispuso a seguir esperando.

Transcurrió media hora, tiempo suficiente para que ella fuera a su casa y regresase andando. Todo era gracia en ella, así que muy bien podía no haberla oído subir las escaleras, sobre todo si dudaba al emprender la ascensión de cada peldaño.

Ahora la luna era del todo visible a través de la ventana abierta, perfectamente redonda y brillante. Aunque ella no había regresado, Alessandro no ponía límites a su espera y se negaba a pensar en su final o en su decepción. Estaba dispuesto a permanecer pendiente de la llegada de ella hasta que las fuerzas le flaquearan. La luna cruzó ante la ventana y su intransigente resplandor dejó a oscuras la parte de la habitación que antes había iluminado. El reloj del pueblo dio los cuartos, las medias y las horas. Las calles cubiertas de nieve, bañadas de blanco y centelleantes con el hielo, estaban vacías, y los centinelas de las afueras del pueblo se habrían dormido si no fuera por la deslumbrante luz de luna que les provocaba maravillosos sueños aun estando despiertos.

Aquéllas no eran horas de entrar y salir, pero Alessandro oyó que la puerta se abría. Ella había vuelto y su voz brotó vacilante, con gran sentimiento.

—Me he acostado. Pero luego he vuelto a levantarme y me he vestido. No puedo quedarme… Mi nombre es Ariane —dijo—. El tuyo es Alessandro. Está escrito en tu historial.