Al día siguiente, Ariane se presentó a las cinco y media de la tarde. Cuando Alessandro la viera de refilón delante del dispensario, con la mano izquierda protegiéndole los ojos de la intensa luz de los glaciares, como si saludara, estaba pensando en que necesitaba a un hombre, aunque éste fuera escasamente aceptable. No sería el mayor de los pecados aceptar a un hombre que fuera quizás un poco vulgar, o no perteneciera a su misma posición social, o que luego la abandonara, o un galanteador, o que prefiriera morir antes que volver a las montañas. Las almas flotaban con tal profusión que sin duda Dios la perdonaría por retener a una allí abajo, conservándolo junto a ella en el calor de su cama. Ariane quería a un hombre que hubiera visto los cuerpos alineados en filas, a los harapientos, las interminables columnas de soldados exhaustos caminando amargamente de un lado a otro, los cadáveres esparcidos entre las alambradas. Ella no sabría cómo hablarle a un hombre que no hubiese visto todas esas cosas, como ella misma, y mucho menos acostarse con él enamorada. Y allí tenía a un hombre que tenía las mismas experiencias que ella.
Una de las pérdidas menores de la guerra habían sido sus expectativas de encontrar a alguien en circunstancias más alegres que las de los dispensarios de Gruensee: en una cena, un baile, una excursión al campo, en el hipódromo, o en la terraza de una mansión en Cap d’Antibes, rodeada de geranios y abejas. Ella había dado por sentado que el amor llegaría bajo un cielo azul, quizás a primeros de junio, junto a un joven de floreciente porvenir y buena familia, quizás incluso rico, quizás agradablemente atractivo al mismo tiempo que fuerte. Nunca le habían interesado los hombres corpulentos y de mandíbula cuadrada, con rostros de expresión dominante, que parecían idóneos para criar caballos con mujeres que parecían caballos. Ella prefería a alguien que se le pareciera en la esbeltez de los rasgos: un hombre cuya virilidad no se arrastrara por encima de él, sino que fuera meticuloso y modesto.
Después de pasar meses de noches insomnes y días agotadores en aquel pueblecito hundido en la nieve, ya le tenía sin cuidado que llegara alguien destinado a ella, como en una brisa, en la mejor época del año. Por mucho que necesitara el amor, tenía que rechazarlo. Apenas había un solo hombre de los que llegaban allí —incluso los que ya estaban casados— que no estuviera tan necesitado de afecto como ella, y cada vez la simetría servía para sellar aún más su corazón. Muchachos mutilados y moribundos le suplicaban amor con los ojos, y el hecho de no poder amarlos la iba matando lentamente.
Si se había entretenido en la habitación de Alessandro se debía únicamente a que tenía frío y estaba cansada. Sus ojos aún no se habían encontrado, su buen juicio aún no se había trastornado, y el accidente que los había puesto a prueba era como si la terraza de Cap d’Antibes se hubiese trasladado a Gruensee, como si las gracias ocultas por las que ella suspiraba se hubiesen unido hipnóticamente con las fuerzas que impulsaban a los hombres hacia las mujeres y viceversa, en un lugar como aquél, el primer refugio después de la batalla.
—Soy Ariane —anunció al entrar en la habitación.
Alessandro siempre se había sentido impresionado por alguien capaz de referirse a sí mismo con tanto aplomo, de aquella forma, con su propio nombre.
—Me he hecho cargo de varios turnos seguidos. Voy a estar entrando y saliendo toda la tarde.
Alessandro se sentó erguido en la cama y se estiró la bata de lino del hospital hasta que quedó completamente lisa.
—Si piensas hacer cosas tales como traerme la cena o tomarme la temperatura, podemos terminar ya con el juego.
—No es un juego —replicó ella, cerrando la puerta a sus espaldas. El pestillo hizo clic.
Ella no se había quitado la capa y con la mano derecha sostenía la cadena dorada que la sujetaba en el extremo, cerca del cuello. Ariane se aproximó a la ventana abierta, la cerró bruscamente y se volvió hacia él.
No se movió ni habló, pero se había ruborizado. Una vez más a contraluz frente al cielo de última hora de la tarde, tal como estaba en el dispensario, se meció imperceptiblemente atrás y adelante, no porque tuviera frío, sino porque la sangre le palpitaba con tal fuerza que realmente la obligaba a balancearse.
Mientras Alessandro permanecía sentado en la cama y Ariane guardaba silencio, se sintió tan profundamente enamorado de ella y con tal apremio, que habría sido capaz de seguirla incluso en sus reticencias. Cuando por fin ella se desabrochó la cadena y dejó la capa sobre el alféizar de la ventana, se quedó de pie ante él con el uniforme plisado de enfermera.
—Mi padre solía decirme que tenía que buscar a alguien que pudiera manejar un bote en medio de un temporal, que fuera un maestro en su profesión y a quien le gustaran los niños. También me decía que debía buscar a un hombre que fuera capaz de introducirme en las dependencias privadas de una de las joyerías más caras y enseñarme diamantes y esmeraldas. Con eso no quería decir que ese hombre fuera rico, incluso creo que pensaba en un empleado…, sino alguien paciente, fiable, considerado y refinado.
—Yo tengo mal genio —advirtió Alessandro.
—Conmigo no —contestó ella—. Nunca.
Alessandro inclinó la cabeza y cerró brevemente los ojos, como si hiciera un juramento:
—Nunca.
Sin saber qué contestar, Ariane le preguntó si quería que le trajera la cena.
—¿Por qué razón hay que cenar tan temprano?
—Por la misma que lo hacéis en el frente, para que la gente no tenga que trabajar mucho tiempo a oscuras.
—No pensaba en la comida.
—¿Ah, no?
—No.
—Entonces, ¿en qué pensabas?
—En ti —dijo Alessandro—. He olvidado lo que es acariciar a una mujer. He olvidado incluso cómo hacerlo. Pero lo que más deseo es besarte, abrazarte. ¿Me perdonas que al principio me mostrara tan torpe?
—Sí.
—¿Me perdonas que al principio me mostrara tan frío?
—Sí.
—¿Y por tener, de momento, tan sólo un brazo sano?
—Oh, sí.
Ariane avanzó hasta que se detuvo junto a la cama. Sus ojos fueron bajando hasta detenerse en sus pies. Y en el instante en que se despojó de los zapatos con un puntapié, su boca se tensó. Luego levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Alessandro.
Varias horas después, Ariane cruzó el prado para firmar la lista de servicio de las enfermeras. Su rostro estaba enrojecido y el cabello despeinado, aunque no como solían dejarlo la presión del sueño ni el impulso del viento, sino de un modo totalmente distinto. Sus ojos parecían incapaces de enfocar y se sentía como si flotara a través de la luz de la luna. Su oficial inmediato, una sueca que a los cincuenta años era capaz de llevar el cabello rubio peinado en una sola trenza, y aun así parecer una jovencita, se levantó bruscamente de una mesita donde había estado escribiendo en un libro de registro, se acercó a Ariane y le colocó sobre la frente la parte posterior de la mano. Al ver que el cuello y el inicio del pecho y de los hombros de la muchacha estaban igualmente colorados, que llevaba el cabello enmarañado, y que un rizo le caía por delante hasta rozar la parte superior del bien trazado arco de la ceja, dejó caer la mano y retrocedió un paso.
—Deberías disimular un poco más —le recriminó en francés—. No tendrías que presentarte en público con esta pinta.
Ariane se ruborizó.
—Es del todo evidente que, o tienes el tifus o has pasado las tres últimas horas haciendo el amor. Con este aspecto, incluso en Francia llamarías la atención, ¿no te parece?
—Eso dependería del motivo, madame.
—En cualquier caso, no estamos en Francia. Procura ser discreta. Y si alguien se da cuenta, acude a mí. Diré que tienes fiebre y no pasará nada.
Ariane le sonrió, agradecida.
—Ariane…
—¿Sí?
—La guerra ha puesto fin a muchas cosas y una no puede esperar que subsistan las formas del pasado, pero… ¿piensas casarte con este hombre?
Ariane tensó los labios y ocultó parte del inferior, como solía hacer cuando tenía que enfrentarse a una pregunta difícil.
—Confío en que no le maten, madame.
En lo alto de las montañas, el verano y el invierno se alternan todo el año, como si fueran cartas enloquecidas. Los últimos días de la recuperación de Alessandro, el verano apareció brevemente en el Alto Adigio. Mientras el sol brillaba en un aire claro y tranquilo desde el alba hasta el anochecer, los desapasionados colores del invierno adquirían un brillo especial, los pájaros cantaban como si en ello les fuera la vida, y hacía tanto calor y había tanta luz que los soldados que estaban medio recuperados se dirigían hacia los campos nevados, donde el aire era cálido con sus deslumbrantes reverberaciones.
Una mañana, Alessandro se dirigió a los barracones para despertar a Ariane, que dormía en una cama justo detrás de la partición que separaba los dormitorios militares del comedor y la cocina.
Las otras mujeres, que permanecían de pie y medio vestidas ante las tablas de planchar, intercambiándose calentadores de agua o sentadas en los catres mientras se ataban las botas, fruncieron el ceño al ver que Alessandro se arrodillaba junto a Ariane. Cuando éste colocó la mano izquierda debajo de la cabeza de ella, y la derecha en su hombro, rescatándola delicadamente del sueño, nadie se movió. Todas los miraron como si el mundo dependiera de aquel gesto, hasta que Ariane tiró recatadamente de la manta hasta la barbilla. Luego todas prosiguieron con lo que estaban haciendo.
Mientras Alessandro aguardaba fuera, con la espalda apoyada en una pared de estuco que el sol ya había calentado, pensó en las mujeres que vivían con Ariane en el edificio. Envidiaba la apacibilidad con que vivían, su paz y su seguridad. Incluso sus dedos eran hermosos, sus voces, la forma en que se cepillaban el cabello, cómo se ataban las botas: con la cabeza agachada y los rizos a punto de caer hacia delante, pero que se mantenían en su sitio como por milagro. Eran hermosas incluso en su forma de respirar. Unos días antes, cuando Ariane se quitaba el vestido, había contemplado cómo su pecho se levantaba y bajaba, el movimiento de la caja torácica bajo la piel, y los cambios de color que acompañaban el acompasado sonido de su respiración. Aunque ninguno de los dos lo sabía, Ariane llevaba en su seno un hijo de Alessandro.
Cuando ella salió, fresca después del sueño, Alessandro le preguntó:
—¿Crees que puedes bajar andando hasta el Adigio?
—Yo sí —contestó ella—. De ti ya no estoy tan segura.
—Yo no ando con el brazo. En cualquier caso, si tengo dificultades puedes llevarme en brazos.
La pendiente que iba de Gruensee hasta el Adigio era completamente blanca, sin una sola imperfección. Alessandro y Ariane bajaron y recorrieron el terreno patinando. Las caídas no provocaban dolor, sino sorpresa, pues la nieve era blanda y seca, e incluso al caer conservaban el calor. Si bien el brillo les hería la zona más profunda de los ojos, y pronto notaron las quemaduras del sol, se sentían como ángeles que habitaran en el frío aire que sobrevolaba el desfiladero, y que, sin otra ocupación aparte de cantar, proporcionaban al agua aquel sonido hipnótico y tranquilizador.
En las márgenes del río encontraron una roca lisa y cóncava de cara al sur, y allí se quedaron durante mucho rato mientras el sol les calentaba, abandonándose mientras hacían el amor, de modo que a veces el cabello de Ariane caía por el borde de la roca hasta que el helado Adigio lo rozaba al subir y bajar. El río bramaba a su lado y hacía tanto calor en la plataforma de granito, que de vez en cuando se inclinaban para recoger el agua con la mano y beber.
—¿Cuál es el título del cuadro? —preguntó Ariane, como si de pronto hubiera descubierto que no lo recordaba.
—La tempestad, y está en Venecia, en la Galería de la Academia. La gente se pregunta cuál puede ser su significado, una mujer con un niño, desnuda, y el soldado de pie, alejado de ella, distanciado. Pero yo sé muy bien cómo interpretarlo. Hoy he visto una imagen encantadora: las enfermeras atándose las botas, cepillándose el cabello, poniéndose los pendientes… Si yo fuera un pintor, habría querido plasmarlas. Eso mismo le pasó a Giorgione. Él intentaba ensalzar las cosas más elementales, y mostrar al soldado a punto de regresar. No me sorprende que los estudiantes y los críticos no lo entiendan. Giorgione vivió en la época de la peste, mientras que ni los estudiantes ni los críticos, en su mayoría, no saben nada de la peste ni de la guerra, que es lo que hace que las cosas más sencillas, a las que uno no presta la más mínima atención, brillen como el oro. ¿Qué simboliza el cuadro? Simboliza el amor. Significa el regreso al hogar.
Alessandro tenía órdenes de presentarse a una unidad alpina, en las afueras de Gruensee.
—Cuando la guerra termine —le dijo mientras la abrazaba, esperanzado—, nos casaremos, viviremos en Roma y tendremos hijos.
Ariane se echó a llorar.
La mañana de la partida de Alessandro, en un aeródromo cubierto por la nieve, cerca de Innsbruck, una escuadrilla de biplanos austríacos puso en funcionamiento los motores. Los fuertes vientos de las grandes alturas que soplaban a rachas desde abajo, desde arriba y en torno a los picos formando ciclones, hacían que el vuelo fuera muy peligroso. Pero aquellos aeroplanos eran mucho más pesados y más potentes que la mayoría de los artefactos ligeros que los temerarios habían pilotado por aquellas montañas antes de la guerra, o incluso que los aviones de combate que habían enviado para batir el terreno y hostigar a los italianos en sus sólidas fortificaciones y trincheras. En la inmensidad de las montañas, la mayor parte de las veces los aeroplanos no eran más peligrosos que los insectos. Sin embargo, en esta ocasión, cada uno de aquellos biplanos iba cargado con cuatrocientos kilos de bombas. Con dos mil cuatrocientos kilos de material altamente explosivo e incendiario, una pequeña escuadrilla, si sus pilotos eran buenos, podía destruir un ferrocarril, hacer estallar un depósito de municiones, provocar importantes bajas en una columna que marchara a pie, o destruir el paso sobre un río.
El simple hecho de volar sobre los Alpes, sin ningún sitio donde aterrizar, ya era un acto de osadía. Lanzarse en paracaídas sobre un glaciar o en las laderas de una montaña ya era extremadamente peligroso, pero volar con los vientos y las tormentas invernales que se arrastraban por las paredes montañosas como soldados saliendo de las trincheras, hacía que lanzarse en paracaídas pareciera incluso seguro. Cuando los aparatos se alinearon en el aeródromo, con los motores aullando y la nieve levantándose del suelo en fragmentos que se alejaban girando con el viento, los pilotos se despojaron de todo tipo de inhibiciones y, bajo el rugido insoportable de los motores y su continua vibración, se olvidaron por completo del miedo y de las dudas.
Uno tras otro, los aeroplanos avanzaron con ruido sordo sobre la inmaculada nieve, todavía violeta al amanecer, aceleraron sus motores y salieron lanzados por la pista. Los pilotos iban vestidos con chaqueta de cuero y pieles. Consigo llevaban botellas de agua caliente que desecharían en cuanto se enfriaran, termos con té caliente y bocadillos de carne. Aunque no iban a permanecer mucho rato en el aire, querían estar calientes, y el aire frío les despertaba el hambre.
Abandonaron el suelo del valle y no tardaron en llegar a las montañas, una masa abstracta de hielo y roca, desprovista de verdor y de construcciones humanas. En las sombras de abajo, las aristas ligeramente azulgrisáceas que se entretejían en los campos nevados tenían el color de alguien que hubiera muerto congelado. Viraron hacia el oeste y volaron brevemente sobre Suiza, luego iniciaron un amplio giro hacia la izquierda que les conduciría detrás de las líneas italianas. Al sentir que parte del rostro se les helaba con el viento, se desprendieron de las botellas de agua caliente y, mediante signos con las manos, bromearon acerca de la conveniencia de descargar las bombas sobre los glaciares. Allí abajo, el hielo aún era azul.
En el instante en que el sol —que ahora ya estaba lo suficientemente alto para teñir de amarillo y oro la tierra— alfombró de sombras los campos nevados, ellos habían penetrado ya en Italia y atravesaban pacientemente los aires con su amplio giro. Entonces abrieron el termo con el té y sacaron los bocadillos. Tanto apreciaban el calor, que permitieron que el té les abrasara la lengua. Éste se filtró a través de sus bigotes del mismo color que el té, y el vapor que salió de los termos quedó inmediatamente a sus espaldas, flotando inmóvil sobre el aire soleado, a varios centenares de metros por encima de una meseta nevada.
Después de levantarse a las tres de la madrugada, como a menudo hacían los soldados, un grupo de lanceros italiano había desmontado el campamento bajo la brillante luz de las estrellas. Habían invertido una hora en levantarse, lavarse en la atronadora negrura del Adigio y encender el fuego para el desayuno. Las aguas del río bajaban tan frías, que hacían que el aire se pareciera al de una mañana de primavera en Roma. Tan sólo el hecho de respirar la niebla que flotaba sobre los rápidos hacía que uno despertara cien veces.
Las hogueras ardieron rápidamente y con gran estrépito, y las chispas de color naranja ascendieron de las llamas en oleadas, exhibiendo el mismo resplandor, intenso y sombreado, de las candilejas. El millar de lanceros se concentró en torno a una veintena de aquellas hogueras para obtener su pan y su café. Permanecían en silencio, con expresión reflexiva, como si fueran un solo hombre, pensando en sus familias, con recuerdos que la gracia especial de las primeras horas de la mañana parecían reclamar. En instantes como aquél, sentían como si la guerra hubiera terminado, como si ellos fueran los vencedores y estuvieran a punto de regresar a sus hogares.
Con las primeras luces, el campamento junto al río quedó cubierto de desperdicios y olvidado, y las hogueras se convirtieron en simples manchas de humeantes cenizas. Una columna formada por un millar de hombres, casi doscientos caballos, carretas y furgones para ametralladoras, avanzaba lentamente hacia el norte en dirección a Brenner, siempre con el río a la vista. El agua negra que se deslizaba a gran velocidad bajo la luz de las estrellas era ahora de un color azul pálido, o blanco allí donde burbujeaba sobre las rocas. Forzada a transcurrir entre las grandes piedras lisas del lecho del río, ésta se elevaba formando arcos serpentinos de vientre plateado. Hacía tiempo que las guarniciones y los arneses se habían gastado hasta ablandarse y oscurecerse, de modo que apenas hacían ruido, pero los sonidos metálicos de los bocados cuando los nerviosos caballos movían las quijadas atrás y adelante, sus resoplidos y relinchos, el chirriar de las ruedas de los carros, los golpes de las vainas del sable contra los flancos de los caballos y la estridencia de las órdenes que los oficiales impartían a voz en grito, flotaban por encima del ruido del agua. Cuando la columna giraba por alguna curva castigada por las ráfagas del frío viento, las lanzas y los gallardetes emitían un ruido semejante a un silbido.
Efectuaban su marcha hacia el norte por una carreta cubierta de nieve porque el general que estudiaba los mapas en Roma había descubierto las estrechas franjas de terreno llano que quedaban en la gran cordillera norte sur, y había decidido que una conquista adecuada exigía un regimiento de caballería. No disponían de mucho espacio para maniobrar, pero un pequeño grupo de caballería, con las lanzas al frente, podía abrir una brecha en las filas del enemigo y cruzar el terreno barrido por el viento hasta el reducto más próximo.
Los soldados de caballería no estaban acostumbrados a las montañas y sus oficiales tampoco estaban familiarizados con el terreno. Habituados al aire denso y apacible de las granjas a nivel del mar, los caballos se agitaban nerviosos ante el brillo de la luz, la escasez de atmósfera y las formas en que el sonido se transmitía. Los precipicios que alcanzaban alturas de vértigo estaban fuera de su comprensión, y éstos eran cada vez más impresionantes a medida que la carretera empezaba a subir pendientes en zigzag.
Poco antes de las diez de la mañana, los lanceros desembocaron en la plataforma sobre la cual se alzaba Gruensee, y la cabeza de la columna se detuvo en una bifurcación de la carretera. El camino de la derecha bajaba hasta el valle y luego volvía a subir, mientras el de la izquierda pasaba a través de Gruensee hasta las altas planicies, donde los lanceros tenían su destino. Llevaban seis horas de marcha y lo que menos les apetecía era bajar para luego tener que volver a subir, de modo que se dirigieron hacia el pueblo.
La unidad de alpinistas a la que habían asignado a Alessandro estaba acampada en el extremo norte, bajo las empinadas paredes de la Cima Bianca. Habían sufrido numerosas bajas al intentar arrebatar las alturas de aquel macizo a los austríacos, y la unidad precisaba hombres que manejaran las ametralladoras, hicieran guardia, acarrearan madera y cuidaran de los puestos avanzados.
El vehículo que habían enviado en busca de Alessandro era tan grande en comparación con la diminuta plataforma sobre la cual iban el conductor y una pequeña caja de carga que Alessandro preguntó el motivo. La respuesta fue que el vehículo transportaba cañones de campaña por carreteras de montaña, y que no precisaba un gran furgón de mercancías; que tendría que viajar en el estribo.
Observó las estriadas ruedas metálicas, lanzó su petate a la caja y, mientras calentaban el motor, se alejó para despedirse de Ariane. Le diría que la amaba y luego se marcharía como si fueran a verse al día siguiente. Sabía muy bien lo que debía hacer, y volvería.
Mientras cruzaba el arroyo hacia Gruensee, su paso era ligero; el sol brillaba en lo alto y el verano se estaba acercando. Algún día sería un anciano sentado junto a una fuente de Roma, golpeando el murete con su bastón para espantar las moscas, y protegiéndose los ojos con una mano mientras aguardaba la llegada del otoño, cuando los campos queman y el olor a cenizas se apodera de la campiña y penetra en la ciudad con las frías corrientes de aire que soplan sobre el Tíber.
Alessandro vio cómo la columna de lanceros entraba en el pueblo, a unos cien metros del dispensario donde Ariane estaba de guardia. Se encontraban en mitad de la calle cuando dos médicos salieron corriendo de las casas, las manos a la altura de los hombros, las palmas hacia fuera, haciendo gestos de que se fueran. Gruensee era un refugio médico, donde estaba prohibido que entraran formaciones en combate.
La discusión con el coronel que iba al frente de la tropa no duró mucho. Él no estaba dispuesto a dar media vuelta por la estrecha carretera, obligar a hacer marcha atrás a sus cansados lanceros con sus monturas y bajar al valle para llegar al blanco arroyo que era su objetivo, cuando se divisaba al otro lado del pueblo, como una pista de baile en un centro de veraneo, a tan sólo unos kilómetros de distancia. La columna siguió su camino, con las lanzas tan altas como los pisos superiores de los chalets.
Enfermeras, ayudantes y pacientes se asomaron a las ventanas para contemplar aquella masa de caballos, hombres y furgones, con todos los metales centelleando bajo la luz. Alessandro divisó a Ariane, el cabello brillándole al sol, mirando hacia la calle desde una de las ventanas superiores.
Desde el aire, Gruensee era un punto en la falda de una enorme colina cubierta de nieve. Tras el pueblo, a lo lejos en el norte, la cumbre de la Cima Bianca se elevaba como un muro, de color rosado en la base y blanco como una llama en lo alto. Más allá del valle del Adigio, hacia el oeste en dirección a Suiza, otras montañas y otros glaciares captaban la luz y proyectaban violentas sombras de tamaño gigante. La fila de aeroplanos que se acercaba a Gruensee desde el sur parecía dirigirse obligatoriamente hacia allí, debido a la disposición de las montañas y la vía que les abría el sol.
Cuando los pilotos se acercaron a Gruensee vieron una línea negra, centrada en el pueblo, que iba de norte a sur. Al principio parecía un ojal con un botón en medio. Luego semejó el látigo de un mulero sobre la nieve. Finalmente, cuando los pilotos estuvieron lo bastante cerca para ver que no era una cinta fija, sino algo que se desmontaba en varias partes y se movía, comprendieron que habían dado con un espléndido objetivo.
Mientras se ajustaban los guantes y tensaban los correajes, sus expresiones cambiaron. El jefe indicó que se dejarían caer en una sola fila y que soltarían las bombas a lo largo de la columna enemiga. Luego virarían por el norte a fin de ametrallar en vuelo bajo de este a oeste y viceversa. El sol les daría de frente al dar la vuelta, pero la carretera destacaba entre las casas y las pendientes de los prados, de modo que la columna quedaría atrapada en un estrecho callejón y se convertiría en un blanco casi automático. El jefe de la escuadrilla se situó delante, viró y corrigió el giro a medida que bajaba. Los otros lo siguieron en formación, tal como permite la práctica. Cada ayudante rozó la palanca de las bombas para cerciorarse de que en el momento preciso la encontraría rápidamente, lo mismo que los pilotos daban golpecitos a ciegas sobre los mandos antes de necesitarlos para alguna maniobra difícil. Allí, la maniobra era precisa y peligrosa, pues si soltaban una bomba en el momento inadecuado, las ondas explosivas podían derribar el aparato, y si las palancas no se operaban simultáneamente, el cambio de peso a baja velocidad podía hacer que el avión diera un vuelco y se estrellara contra el suelo.
El primero en descubrir el avión fue un joven oficial que había espoleado su caballo para que diera la vuelta, y que se disponía a galopar hacia el extremo de la columna. Había dirigido sus ojos hacia las ventanas superiores de las casas, con la esperanza de vislumbrar la cara de una mujer hermosa a la que pudiera recordar mientras galopaba durante la batalla. Sin embargo, lo que vio fueron unos puntos negros en apiñada formación, que avanzaban como si se deslizaran sobre aceite. Por un momento se quedó dudando y tiró de las riendas de su montura, cambiando la orden que antes le había dado. Frustrado y confuso, el caballo boqueó y avanzó de lado. El oficial forzó la vista. Entonces tuvo la certeza y gritó.
El coronel se volvió sobre su silla. Era difícil apreciar la formación de aviones saliendo del sol, y antes de poder distinguirlos los oyó. Desde la distancia, su zumbido se parecía al de unos insectos. Escuchó el ruido que hacía cada uno individualmente, y cómo éste se combinaba con los de los demás.
Con la columna atrapada en la tumba de la carretera, sin sitio adónde ir ni defensa que buscar, el coronel ordenó a sus hombres que desmontaran y disparasen.
—¡Ametralladoras! ¡Ametralladoras! —gritó, aunque ya era demasiado tarde.
La orden se transmitió a lo largo de la columna con sorprendente rapidez. Antes de que los aviones volaran sobre ellos, la mayoría de los soldados había desmontado, y algunos apuntaban sus fusiles al aire al tiempo que tiraban de los cerrojos. El pánico se apoderó de los caballos, que empezaron a dar tumbos de un lado a otro, atrás y adelante, corcoveando histéricos, golpeando las paredes de las casas, que temblaban como si las sacudiera un terremoto. Algunos animales se quedaron completamente inmóviles y relincharon con suavidad, como si comentaran la escena. Otros enseñaron los dientes y abrieron sus ojos enrojecidos, mientras rompían las riendas y se apartaban de las huellas de las carretas y los coches. Algunos hombres cuya montura los había derribado al suelo reían porque tanto ellos como sus amigos parecían unos estúpidos.
Alessandro no entendía nada de lo que estaba pasando. Entonces percibió el ruido de los aviones, y a continuación, mientras se quedaba petrificado sobre la nieve, los vio. Cuando cayeron las primeras bombas, él ya corría a toda velocidad hacia el dispensario.
Los aviones volaron directamente sobre la larga columna, pasando por encima de las chimeneas a una distancia no superior a la de una lanza. El ruido de los motores era ensordecedor. Al soltar las bombas alcanzaban la máxima velocidad, y luego giraban alternativamente a derecha e izquierda, elevándose con un rugido que se mezclaba con el estallido de las explosiones que dejaban atrás.
Los caballos, que volaban por los aires como géiseres de sangre sucia y humo, daban varios saltos mortales y luego aterrizaban sobre sus espaldas. Los hombres quedaban destrozados, volatilizados o aplastados contra el suelo por el impacto de las ondas explosivas. Otros, a los que la metralla había atravesado las mejillas y los hombros, se alejaban a ciegas dando traspiés, pero la mayoría de los heridos apuntaban sus fusiles al aire y disparaban.
Caballos ensangrentados corrían hacia los ribazos cubiertos de nieve, levantando la grupa al subir. Algunos arrastraban a los jinetes muertos, todavía sujetos a los estribos. Otros cojeaban y resollaban. Mientras un caballo que arrastraba a un lancero pasaba a galope por su lado, Alessandro vio que el ayudante del segundo avión soltaba sus bombas. Éstas flotaron por los aires y chocaron contra el lateral del dispensario, allí donde momentos antes había visto a Ariane. Al penetrar en el edificio con un golpe sordo, éste se desmoronó sobre sí mismo, y estaba a medio caer, comprimiéndose, expulsando una nube de polvo, cuando las bombas estallaron. Con la explosión, la casa se expandió a tres veces su volumen, mientras piezas sin posible identificación daban volteretas por el aire, sobre una bola de llamas color naranja que mantuvo las ruinas en suspenso durante lo que pareció un tiempo de una duración insoportable. Tan sólo cuando todo se hubo derrumbado, el fuego dejó de arder en círculos y las llamas se orientaron en líneas verticales. La casa, de dos plantas y media, quedó reducida a una pila de escombros de un metro de altura, los cuales ardían con tal violencia que Alessandro tuvo que protegerse los ojos con la mano contra el calor.
Los aviones regresaron para ametrallar. Volaron arriba y abajo de la columna, disparando sus ametralladoras contra todo lo que había quedado. Las balas impactaban contra el suelo, contra los cuerpos de los caballos muertos y contra los muretes. Sólo entonces los soldados terminaron de montar las ametralladoras y empezaron a disparar.
Alessandro se sintió abrumado por el dolor. Su castigo consistía en que nada en el mundo podía rozarlo. Su castigo era que Dios le había metido en la guerra y le protegía de todos sus peligros.
El tractor de cañones con la diminuta caja de carga serpenteaba por bosques montañosos bañados por el sol, bruscas pendientes en zigzag y frondosos valles oscuros, con arroyos que se precipitaban hasta caer en el Adigio. Al borde de la carretera había hileras de obuses y columnas de soldados de infantería que desfilaban con gran dramatismo, mientras los árboles cantaban bajo el impulso del viento y se mecían como si nada malo sucediera.
Alessandro permanecía de pie en el estribo de la derecha. El sol y el viento le quemaban la cara y la sensación de deslizarse rápidamente a poca distancia del suelo era muy similar a la de un sueño en el que volara. Cuando giraban en las curvas en zigzag, se quedaba colgando al borde de un precipicio de quinientos metros con nada a la vista, excepto las gigantescas nubes gris perla. Mirando fijamente a través de sus gafas de sol, el conductor lograba que su vehículo avanzara seguro por la carretera. De vez en cuando miraba de reojo a su pasajero, que permanecía de pie en el estribo, cogido con sus guantes de piel a la sólida pieza inclinada del espejo niquelado.
Cuando llegaron al bosque donde había muerto el milanés, Alessandro se volvió para mirar entre los árboles. Las brigadas se habían trasladado y los claros estaban vacíos. El tractor siguió por un puente provisional sobre las trincheras de los austríacos, y siguió hasta lo alto de la colina. Allí, exceptuando unas ondulaciones parecidas a las de los prados, donde en verano crecerían las flores silvestres protegidas de los vientos, el terreno era llano hasta llegar a la Cima Bianca. Siguieron avanzando con la misma suavidad que una lancha por un mar poco profundo y, al llegar a la cresta de cada ola, la Cima Bianca brillaba a lo lejos. Lanzaba destellos a través de las aristas más bajas y, a diferencia del centelleo del sol sobre los cristales en las rocas o sobre un espejo de agua estancada, los rayos de luz avanzaban lentamente.
—¿Qué es eso que brilla por debajo de la línea de nieve? —preguntó Alessandro.
El conductor se volvió, casi apresuradamente, para contestar:
—¿Qué línea? —preguntó—. Hay nieve por todos lados.
—La línea del glaciar, pues —contestó Alessandro.
—Cañones —gritó el chófer, y la fuerza de sus palabras casi volvió a penetrar en sus pulmones gracias al impulso del viento—. Los austríacos disparan sus cañones en línea recta para que las bombas caigan sobre nuestras fortificaciones. La trayectoria es la misma que si dispararan a nivel del suelo y, en vez de inclinar el cañón hacia atrás, fuera la tierra la que se inclinara hacia ellos.
—Comprendo —dijo Alessandro.
—Digámoslo de otro modo. En vez de elevar los cañones, sitúan el objetivo más abajo. De esta manera los cañones apuntan rectos. Les encanta disparar a la hora del almuerzo. Ellos comen antes que nosotros y no hacen una gran comilona; por eso intentan arruinar la nuestra. El castigo nunca dura más de un cuarto de hora, pues no pueden permitirse el lujo de desperdiciar municiones. ¿Sabes lo difícil que resulta trasladar bombas de cañón a estas alturas?
Alessandro apenas le prestaba atención, pero el chófer no paraba de hablar.
—Luego se limitan a efectuar un disparo cada cinco minutos, únicamente para tenernos en vilo. Con sus prismáticos de campaña pueden vernos tan bien que saben cuándo comemos y apuntan hacia nuestras cocinas. Pero encargamos tubos de estufa a Bolzano, y ahora lanzamos el humo lejos de los fogones. Los austríacos apuntan al humo, y nosotros podemos comer en paz. Por cierto, ya que hablamos de ello, tengo hambre… Ahí enfrente hay un buen sitio para parar. ¿Tienes comida? —Al ver que Alessandro no contestaba, el chófer repitió la pregunta gritando—: ¿Tienes comida?
—Sí. He traído un bocadillo y un termo con té.
El prado donde pararon se hallaba protegido del viento y cubierto de cadáveres. Después de que el chófer sacara su almuerzo y se sentara en el estribo, Alessandro sirvió té del termo, sostuvo la humeante taza entre las manos y bebió. Luego dejó la taza sobre el capó del tractor y volvió a ponerse los guantes. Avanzó hasta el centro del prado en medio de una suave brisa.
Unos rastrojos amarillentos, como de heno, se proyectaban erectos en medio de la nieve, allí donde la hierba había sido alta en verano. Cadáveres uniformados, abatidos no hacía ni dos semanas, aparecían desparramados por allí, solos o en grupo. Habían sido alemanes, austríacos, húngaros e italianos. Algunos habían muerto en combate cuerpo a cuerpo, pero la mayoría habían caído al huir campo a través hacia las trincheras de cada lado, o por el impacto de los cañones. Su descanso era antinatural: un hombre que durmiera no habría podido adoptar las posturas que ellos ostentaban, con el cuello torcido, los hombros proyectados hacia delante y la cabeza metida en la nieve. Incluso aquellos que permanecían tendidos de espaldas no daban la impresión de que estuvieran durmiendo, ya que los que aún conservaban el rostro miraban hacia el cielo con los ojos muy abiertos y la boca torcida, con expresión de asombro.
Allí yacían trescientos padres, hermanos e hijos. A sus familias se les había informado tan sólo de que habían desaparecido. De haberlo sabido la gente que les quería, padres, hijos y esposas habrían recuperado a todos aquellos cadáveres, los habrían bañado amorosamente, habrían besado sus sucias mejillas y les habrían acariciado las manos. Pero iban a quedar tendidos al aire libre, hasta descomponerse como ramas rotas.
Si bien el ejército regular seguía inmovilizado en la llanura al pie de la Cima Bianca, sujeto al malévolo bombardeo de los cañones de montaña que parecían disparar a quemarropa, las unidades alpinas se habían infiltrado por el flanco oriental e iniciado una guerra en los sitios más elevados.
Allí, donde el aire era más escaso, el terreno despojado de árboles y un paso en falso podía fácilmente costarle a uno la vida, las grandes naciones en guerra se habían extendido hasta sus propios límites. A nivel del suelo, donde el oxígeno era más abundante, sus enormes fortunas habían producido ejércitos de millones de criaturas lujosamente pertrechadas, asistidas por máquinas monstruosas que avanzaban tanto sobre carriles como por tierra o por mar. Allí arriba, todo quedaba reducido a unos cuantos hombres que transportaban trozos de madera o cajas de municiones a los puntos más altos. Una sola bala de cañón, disparada en un segundo y casi con la certeza de que iba a fallar, representaba toda una jornada de trabajo para el hombre que la había acarreado hasta lo alto de la montaña.
Su residencia a menudo consistía en un voladizo sobre un precipicio, o en una plataforma colgada de gruesas cadenas que habían acarreado equipos de montañeros. Cada metro de tabla, cucharada de azúcar o gota de queroseno habían sido transportados mediante tren, camión, mula y hombre. Por otra parte, las fortificaciones se habían excavado a mano en la roca dolomita, bajo el frío, y una atmósfera que hacía boquear en busca de aire a todos los soldados recién llegados. Aunque el oxígeno fuera escaso, el viento soplaba tan fuerte que a veces literalmente los barría. Sus efectos sobre la puntería eran desastrosos, pero eso apenas importaba, ya que las distancias eran tan enormes que la mayoría de los disparos se hacían únicamente para que el enemigo supiera que se había llegado a tal altura o cresta, y que había sido ocupada: la guerra no se desarrollaba tanto entre dos ejércitos como entre cada ejército y el terreno, y la prueba no consistía tanto en combatir a su oponente como en llegar hasta él.
La cara oriental de la Cima Bianca se quebraba en múltiples circos y torres, una clase de paisaje cargado de perspectiva y distancia, que cambiaba a medida que uno se desplazaba por él. Las paredes de las escarpas, las chimeneas rocosas, los pequeños glaciares y las plataformas ribeteadas de nieve parecían decepcionantemente cercanas y remotas a la vez, según el punto de mira de cada cual. Ni siquiera una cuidadosa atención a los mapas impedía la continua mutación del terreno: tan pronto se comprendía la relación de un accidente con otro, al cambiar de lugar todo parecía diferente. Los mapas no eran muy precisos y los juicios que se establecían comparando la imagen del mapa con lo que contemplaban los ojos sólo conseguían que uno se equivocara como si hubiese realizado la comparación directamente con la vista.
En tiempos de paz, las características variables del paisaje de montaña significaban tan sólo que algunos grupos de montañeros se extraviaban, viéndose obligados a racionar sus existencias de alimentos y a efectuar algunos días más de marcha. A veces significaban que los montañeros extraviados perdían algún miembro de su grupo a causa de un desprendimiento de rocas o del frío, pero esas tragedias eran escasas y aisladas.
En tiempos de guerra era distinto. Se hacían esfuerzos supremos por capturar una cumbre u otra y, cuando finalizaba la batalla, los soldados que habían presionado para avanzar descubrían que en realidad habían retrocedido, o que tanto ellos como sus compañeros habían padecido y muerto tan sólo para reclamar un terreno inútil y muy alejado de cualquier punto estratégico. La batalla se prolongaba a causa del letargo que nacía de la comprensión de que todos los movimientos se hacían como en sueños, ya que los pequeños grupos de soldados que luchaban en los escarpados circos y en las atalayas estaban sujetos no únicamente a los caprichos de Roma o Viena, sino también a la ilusión del tiempo, el espacio y el aire alpino.
Cuando Alessandro se presentó en el cuartel general de la brigada en busca de instrucciones, tuvo que aguardar delante del fortín en donde el comandante que iba a decidir acerca de su destino estaba decidiendo sobre el de los que habían llegado antes que él. Se sentó en un banco, cerca de su petate, y allí se quedó durante cinco o seis horas, en las que el sol brilló con fuerza, reflejándose contra la pared que había a sus espaldas. Desde su estancia en Sicilia no había experimentado tanto calor.
Un oficial de estado mayor salía cada media hora para anunciarle que tendría que aguardar otra media hora. Finalmente, después de avisarle en diez ocasiones, ninguna de las cuales Alessandro le había creído, el oficial se sentía ya tan avergonzado que intentó mostrarse amistoso.
—¿Le gustaría ver una cosa? —preguntó a Alessandro, al tiempo que se dirigía hacia la esquina del fortín.
Alessandro cogió el petate y se lo colgó del hombro.
—No, déjelo donde estaba —le indicó el oficial—. Es sólo aquí arriba.
Subieron por una escalera hasta un puesto de vigía protegido con sacos de arena, custodiado por un aturdido centinela a quien el sol había teñido del color del tocino ahumado. Cuando llegaron los dos visitantes, ni siquiera se movió.
Dentro del círculo de sacos de arena, junto a dos pesados pilares de hierro, había un mortero. En uno de los dos pilares habían montado una ametralladora antiaérea, y en el otro un par de prismáticos, tan largos como la estatura de Alessandro. El oficial retiró las tapas metálicas que protegían las lentes en ambos extremos y giró los prismáticos para colocarlos en posición. Luego retrocedió un paso e invitó a Alessandro a que mirara por ellos. El aparato estaba dirigido hacia un promontorio a unos tres o cuatro kilómetros de distancia.
Cuando Alessandro aproximó los ojos al brillante cristal, como por arte de magia vio a un grupo de soldados en una trinchera. Unos comían, otros hablaban y algunos examinaban el llano que se extendía allí abajo con unos prismáticos y un telescopio montados en un trípode. Vestían abrigos de pieles y capuchas blancas como la nieve, lo mismo que si se tratara de alguna orden monacal, y mientras deambulaban a lo largo de sus trincheras, el viento hacía aletear sus ropas. Con los fusiles colgados del hombro y el rostro oculto por las sombras de las puntiagudas capuchas, no parecían un ejército de seres vivos.
—Aquél es el enemigo —indicó el oficial, al ver que el ojo derecho de Alessandro recorría las figuras a lo lejos.
—¿Por qué van tan abrigados? —preguntó éste.
—Allí arriba hace más frío.
—¿Son alemanes?
—Alemanes, húngaros, búlgaros. ¿Quién sabe? Aunque ahora puede verlo de muy cerca.
—¿A qué se refiere? —preguntó Alessandro.
—Al enemigo —puntualizó el oficial.
—¿Cree usted que está cerca?
—Puede ver incluso los dedos de sus manos.
—¿Nunca ha matado a uno? —preguntó Alessandro.
—¿Matado? Por supuesto que no. No están tan cerca como para darles.
—Yo sí. Su sangre me ha salpicado por todo el cuerpo, lo mismo que una ducha caliente. Me he mezclado con ellos. Sé cómo huelen y he visto incluso sus empastes dentales.
—¿Es usted dentista? —preguntó sorprendido el oficial.
—No —contestó Alessandro—. ¿Y usted?
El comandante era un aristócrata. Alessandro pensó que podía ser el hijo de un contemporáneo de Matusalén, el cual viviera en una villa amenazada por las inundaciones. Dentro de la villa habría pinturas y libros en latín y griego que el comandante habría leído y aprendido, distanciándose de la mayor parte de la sociedad humana incluso antes de que perteneciese a ella. Y ahora allí estaba, rico y cultivado, imponente con su sombrero alpino de color verde y una pluma roja, atendiendo asuntos burocráticos en un fortín a dos mil metros de altitud.
Como muchos de los veteranos que habían intervenido en múltiples combates, Alessandro era incapaz de soslayar una provocación.
—¿Cuántas docenas de tomos en latín y griego ha leído mientras el marjal subía y bajaba, los insectos zumbaban en torno a los mausoleos de mármol y las polillas se comían las chaquetas de mezclilla que su padre utilizaba para cazar? —preguntó, saltándose el saludo.
La boca del comandante se abrió como si pretendiera absorber el aire frío para compensar el haberse abrasado la lengua.
—¿Cómo? —inquirió, olvidándose de las ordenanzas militares, tal como había hecho el soldado raso que había entrado en su despacho como el general en jefe del sector.
Seguro de que el comandante le había oído, Alessandro se sentó, lo miró, y expuso su tesis:
—Usted practica el tiro al plato con una escopeta inglesa, ¿verdad? Usted se acostumbró a tomar aguardiente de cerezas y a leer a Apuleyo. A su padre le preocupaba continuamente que los cimientos de la villa se pudrieran y no tener fuerzas para rastrillar las hojas caídas, que consideraba podían ser ponzoñosas y su veneno infiltrarse en el abastecimiento del agua potable.
—¿Mi padre?
—Bigote blanco y ojos saltones. Siempre llevaba bata y escribía con una pluma de ébano y oro. ¿No se acuerda? En los marjales.
—Mi padre era ingeniero… —replicó el comandante, a la defensiva—. Vivíamos en Via Cola di Rienzo. ¿Qué es eso de que las polillas se le comían las chaquetas de caza? Nunca tuvo chaquetas de mezclilla.
—¿Y cómo quiere que conozca yo el guardarropa de su padre? —preguntó Alessandro, indignado—. ¿Acaso era su sastre?
—Usted ha dicho que él tenía chaquetas de mezclilla para cazar.
—He hecho la suposición más aproximada, dada la información que poseía.
—¿Y cuál era esa información?
—Su cara.
—¿Y usted quién es? —preguntó el comandante, asombrado—. Ni siquiera ha saludado. Y se ha sentado en mi silla.
—La zona de mi cuerpo situada en la espalda, entre la cintura y la parte superior de mis piernas, la cual además de redondeada se halla partida en dos, está cansada —explicó Alessandro.
—¿Se da cuenta de que otros han sido fusilados por insubordinaciones menos graves que la suya? —preguntó el comandante, inclinándose ligeramente sobre la mesa.
—No, no me doy cuenta, pero en Stella Maris los vi muriendo como moscas. —Alessandro carraspeó antes de proseguir—: Incluso alguna que otra vez intentaron fusilarme a mí también, pero fallaron o me sacaron de la cola. ¿Y qué? No importa. Lo he averiguado, aunque demasiado tarde. Sólo después de muchas amarguras he comprendido que poseo la inmunidad. No se trata de una especie de aureola, sino de una cómica inmunidad.
—¿Una cómica inmunidad?
—Sí. Es una especie de broma. Yo dispongo de un «salvoconducto», mientras veo cómo todos los demás estallan en pedazos. Es ese bastardo, ese enano encogido llamado Orfeo. Él es quien lo ha hecho.
—Perdone, pero no entiendo.
—¿Cree usted que quienes hacen la guerra son Giolitti y el káiser? ¿Francisco José?
—¿No es así?
—Quien lo dirige todo es un enano, desde el primer disparo hasta el último. El enano Orfeo Quatta. Si lo hubiera sabido antes… ¿Sabe usted cuántas órdenes de ejecución injustas, gratuitas y frívolas ha firmado el pequeño hijo de puta? Ha lanzado al fuego a brigadas enteras. No le creí cuando me sentaba a su lado para copiar el contrato portugués, pero sin duda debía de decirme la verdad.
»Me contó que uno de los escribientes de mi padre, un turinés llamado Sanduvo, había descubierto un método para lograr que las gallinas pusieran siete huevos al día. Tenía algo que ver con tocar un rondó con un determinado tipo de arpa mientras se masajeaba a las gallinas con tinta indeleble. Orfeo planeaba robar el sistema y fundar una granja de gallinas, pero temía que Sanduvo lo matara si lo descubría, por eso pensó en matar a Sanduvo primero. Lógicamente, Sanduvo bromeaba, pienso, pero eso no detuvo a Orfeo.
—¿Y lo mató?
—Encontraron el cadáver de Sanduvo en el Tíber. Se había ahogado, después de recibir un golpe en la cabeza.
—¿Y eso qué tiene que ver con…?
—Ya entonces debí matar a Orfeo, pero no se me ocurrió. Cuando se asomó a la ventana para lanzar las monedas a los supuestos cantantes de ópera africanos, podía haberlo empujado. El mundo se habría salvado y todos aquellos a quienes yo quería estarían vivos ahora. Yo habría asistido de una fiesta a otra en Roma, me habría acostado con cuatrocientas mujeres extranjeras como Fabio y habría remado por el Tíber. Habría leído libros mientras me hacía mayor y habría disfrutado comiendo y bebiendo. En otoño habría paseado por Via Cola di Rienzo, vestido con las apolilladas chaquetas de caza de su padre.
Mientras el comandante apenas sabía qué responder, sacó un cigarrillo de su abollada pitillera de aluminio, ofreció inútilmente uno a Alessandro, prendió el encendedor y miró pensativo el techo del fortín.
—El suelo de su armario —prosiguió Alessandro—, por muy de cedro que fuera, estaba lleno de cagarrutas de polilla.
—¿Acaso se está burlando de mi padre? —preguntó el comandante.
—Yo quería a su padre —replicó Alessandro—. Se parecía enormemente al mío. ¿Cómo podría burlarme de él? Sólo me burlaba de mí mismo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Pues porque cuando quiero a una persona, ésta desaparece.
—Incluso los nuevos soldados que me mandan, acusan ya la fatiga de la guerra —dijo el comandante al techo del fortín.
—Yo no acuso la fatiga de la guerra —protestó Alessandro—. Yo crecí y me entrene para la guerra. Llevo más de dos años en el frente No estoy cansado. No tengo miedo. No soy irracional. Todo lo contrario. Me quejo no solo de los muertos a causa de la guerra, sino de todo tipo. Si una mujer de la limpieza muere en su cama del barrio del Trastevere o un soldado fallece por culpa de un disparo de artillería, o el jefe de una tribu africana sucumbe a consecuencia de la infección de un picotazo de avestruz, todo es lo mismo, ¿no le parece? ¿Para qué preocuparse en hacer distinciones? Dudo mucho que Dios las haga. A los turistas que visitan la pinacoteca de Brera, los cuadros les inspiran lo mismo tanto si han ido a verlos en tren, a caballo o en automóvil. No, no estoy cansado. Tan sólo lamento tantas muertes…
—Es una lástima. ¿Qué piensa hacer al respecto? Porque supongo que no podrá resucitar a los muertos.
—Pues no. Ya lo he intentado.
—Disculpe. ¿Ya lo ha intentado…?
—Oh, comprendo —replicó Alessandro—. Usted piensa que eso es irracional. Lo es, pero muy poco puede hacerse con la razón, excepto en el mundo material. ¿Para qué voy a limitarme yo mismo a la razón?
—Porque si no lo hace, nadie le entenderá.
—Todo lo contrario. En cualquier caso, la razón es lo mismo que la sinrazón, y aquellos que son racionales son tan irracionales como el que más.
—¿Cómo?
—Usted es un tipo moderno, claro. Usted acepta la teoría de la evolución, ¿no?
—Sí.
—Por supuesto. Es un sostén para su forma de pensar. Y la idea de la entropía, ¿le resulta familiar?
—Sí, la conozco —contestó el comandante.
—¿Y la acepta también?
—No lo sé.
—Mucha gente la acepta. Piensan que lo que es válido para procesos físicos intensos, sin duda es aplicable a la misma cosmología.
—¿Y qué?
—Sólo esto. Usted cree en la entropía, la cual postula que todo fenómeno tiende a hundirse en los niveles más bajos de la organización y la energía; y en la evolución, la cual postula que la historia de la vida ha sido precisamente todo lo contrario. La gente como usted da crédito a ambas teorías. Es de rigueur. ¿Es racional esta razón? Yo le diría: que se vaya a tomar por el culo. Toda mi vida me he dedicado a la tarea de resucitar a los muertos, sólo para descubrir que esto es imposible.
—¿Y qué hacía usted? ¿Sesiones de espiritismo? ¿Es usted un místico?
—Aprendí a concentrar fuerzas dispares y sensaciones, y hacer que penetraran juntas, como la música, como una canción, en algo que tuviera vida propia. Así son las canciones, ¿no cree? Algo que parece tener vida propia, que sigue su propio camino y que te arrastra consigo.
»Yo no soy muy versado en música, pero he estudiado teoría musical, conozco los requisitos aristotélicos y me siento enormemente conmovido por la música. Yo no sé tocar un instrumento, excepto los tambores, como todo el mundo. Y tampoco sé componer.
—Oh —exclamó el comandante, hundido en su silla, casi inmóvil.
—Yo soy un crítico. Escribo ensayos sobre obras de arte. Es como ser un eunuco en un serrallo, pero el amor que no exige nada es el mejor, y así mantengo la distancia adecuada. Puedo condensar las cantidades de belleza que estoy entrenado a apreciar, almacenarlas y recuperarlas a voluntad, disparándolas según las combinaciones que a mí me plazcan.
»Imágenes. A miles, a millones. Mi esfera era la estética de la pintura. En honor a esto, conservo las imágenes comprimidas en cuadraditos pequeños, como las obras de Oderisi da Gubbio o de Franco Bolognese, como pequeños sellos postales. Cada una resplandece. Es como si uno mirara en el interior del horno de una caldera a través de la mirilla, o se asomara a uno de esos huevos de Pascua con paisajes pintados en su interior, o contemplara, a través de las centelleantes lentes de un telescopio, una parte de la ciudad brillantemente iluminada. Cada marco proporciona los rojos intensos, los verdes y los azules oscuros que los italianos nunca han dominado tan bien como los ingleses o los holandeses, aunque poseamos la clave de los demás colores. Cuando los hago desfilar ante los ojos de mi mente, el Bindo Altoviti, La tempestad, los Uccelli, y todos los otros que me han proporcionado no sólo los pintores, sino también el sol al ponerse o al brillar sobre los edificios color azafrán, la visión de plazas perfectamente proporcionadas, las galerías y los patios, veo algo que está vivo, como una canción. Y en las canciones que surgen de mi recuerdo como las serpenteantes columnas de humo que brotan de la oscuridad en los teatros de ópera, elevándose del calor de las candilejas para arremolinarse en el espacio vacío de arriba, veo las caras de la gente a quien yo quiero, y parece como si el rostro de mis padres, de Guariglia y de Ariane… resucitaran.
—Pero no es así.
—No.
—¿Por qué?
—Mis facultades nunca me han servido para resucitar a los muertos. El arte no tiene más límites que éste. Uno puede acercársele mágicamente, y puede consumirse bajo la fuerza de su látigo, pero no puede lograr que resucite a los muertos. Es como si Dios hubiera liberado los poderes del arte para que cada hombre pudiera acercarse a sus inmediaciones a fin de contemplar cómo funciona Él, pero al final te cerrara la puerta ante las narices y te dijera: «Eso es cosa mía». Es como si todo consistiera tan sólo en una lección. Contemplar la belleza del mundo es colocar las manos sobre líneas que pasan ininterrumpidamente a través de la vida y de la muerte. Acariciarlas es un acto de esperanza, ya que quizás en el otro lado, si es que existe ese otro lado, alguien también las esté acariciando.
—¿Quién es Ariane? —preguntó el comandante.
Pareció como si Alessandro no lo hubiese oído, ya que se volvió hacia la puerta y contempló el cuadrado de cielo azul que ésta enmarcaba. El comandante abrió un cajón del escritorio y sacó una pistola con su funda, enrollada con el cinturón.
—Usted no es un oficial —le dijo a Alessandro—, pero mientras permanezca usted a mi mando, podrá llevar un arma en la cintura. Es un Colt.
—¿Por qué? —preguntó Alessandro.
—Por el sitio al que voy a enviarlo. Confío en que allí piense usted menos en el arte y más en la guerra, a fin de que pueda sobrevivir a la guerra y pasar el resto de su vida pensando en el arte. Después de que se haya acostumbrado a la altitud, después de algunas marchas prolongadas y bajadas al valle, lo enviaré a un sitio donde será usted el soldado italiano situado más al norte del frente, el más elevado y también el más aislado.
—¿Por qué?
—Porque eso es lo que usted quiere —contestó el comandante—. Usted ha entrado aquí para pedírmelo.
Era asombroso contemplar el mundo en su totalidad, tan ancho y tan azul, desde un solo punto. Al frente, el cielo era mucho más profundo y distante que arriba, y con las nubes corriendo por abajo como un suelo blanco hacia el horizonte, Alessandro tenía la sensación de que se hallaba sobre el cielo, en vez de debajo. Por este motivo, aunque no sólo por éste, casi constantemente tenía la sensación de volar: no el vértigo o la sensación de movimiento, sino una aureola de luz, de desconexión de quietud. La luz glacial que se elevaba desde el hielo azulado resultaba fría y cegadora, y al mezclarse con la del cielo era merecedora de atención y de respeto, como si en ella se lograra el auténtico objetivo del mundo y las maniobras de la luminosidad más rica y más cálida de abajo fueran de tipo menor, más reducido.
A treinta hombres, entre los cuales se contaba Alessandro, se les despertó a la vez en medio de la oscuridad y se les hizo formar en una explanada cubierta de nieve detrás del campamento. Se encordaron en seis grupos de cinco y revisaron el equipo. Además de las raciones que necesitarían para la escalada, cada hombre llevaba comida para un día suplementario, queroseno y municiones. Había quienes llevaban linternas eléctricas, cuerda, anillas y clavijas extra por si necesitaban reemplazar las que había en la cara de la roca que iban a escalar, y cada hombre llevaba fusil, bayoneta, piolet, arneses, martillo de escalada y crampones.
Alessandro nunca se había movido por la montaña con tanto cargamento. El fusil junto con la bayoneta, los correajes y cincuenta cargadores pesaba cinco kilos en total. En el casco de los soldados habían instalado lámparas de minero, con unas velas gruesas. Debido a que aquel tipo de lámpara ardía con sorprendente intensidad, no producía hollín, lo cual mantenía limpios los lustrosos reflectores.
Cuando Alessandro se despertó, se mostró receloso por el frío y el viento. En la montaña, la mayor parte de las mañanas son frías y húmedas, y el viento impulsa nubes de lluvia entre las rocas y los campos nevados. Iniciar una escalada en medio de la aullante oscuridad era una de las cosas más antinaturales que un ser humano podía hacer, sin embargo, la mañana en que Alessandro escaló al Puesto 06 era cálida y seca. Parecía increíble que el cielo, que se retorcía y hervía como fósforo líquido, permaneciera en silencio, dado que su luminosidad y su movimiento sugerían truenos, explosiones y el ruido del mar. Las estrellas permanecían fijas y activas, como si antes de que la luna saliera quisieran descargarse de todo lo que habían visto durante las horas del día, cuando no podían expresarse. En aquellos instantes se exhibían con lujuria, y su luz hacía que los campos nevados parecieran sorprendentemente oscuros.
Comprobaron el equipo, se quitaron y se pusieron los guantes docenas de veces mientras ajustaban cuerdas, tensaban hebillas y ataban nudos. Un soldado iba de uno al otro con una pequeña antorcha y, a medida que todos se inclinaban hacia él, les encendía las lámparas. Después de que éstas prendieran, cada soldado bajaba el cristal protector, enderezaba la espalda y clavaba los crampones en la nieve, dispuesto para partir.
Las seis hileras formaron una sola, con Alessandro casi al final. Observó que las luces de la cabeza penetraban en el glaciar como si pretendieran rivalizar con las estrellas, pues cada lámpara no sólo lanzaba destellos como un sol diminuto, sino que proyectaba un pequeño círculo de luz amarillenta que se mecía atrás y adelante frente al hombre que la llevaba, oscilando a medida que él movía la cabeza. La procesión de luces y círculos danzaba sobre la nieve como una brillante serpiente cuyos segmentos luminosos temblaran sin interrupción. Ésta no tardó en llegar a la parte quebrada de un pequeño glaciar y, sin reducir el paso, los soldados saltaron por encima de las grietas, aterrizando a veces de modo que la única forma de no caer de espaldas en el abismo era proyectar la cabeza del piolet ante sí a fin de utilizarlo para enderezarse.
La columna siguió por un promontorio empinado y terroso. Se hallaba orientado hacia el sur, y la nieve se había evaporado como si pretendiera dejar un sendero. Los crampones resbalaban en las rocas y se enterraban en la tierra. Era como andar por una duna de arena mientras había que luchar con la suave lluvia de piedras que desprendían los que iban en cabeza. Las piedras rodaban indiferentes hasta chocar con los tobillos y de vez en cuando algún canto redondo se desviaba al rebotar contra sus primas más planas y emprendía el vuelo en una serie de saltos que aspiraban con éxito a emular el impulso de un proyectil militar. Entonces alguien que iba en cabeza lanzaba un grito, todas las lámparas se agachaban a la vez y la piedra pasaba silbando como una bomba disparada por la artillería. Luego las lámparas volvían a levantarse y se reanudaba la ascensión.
Mientras la luna salía y se instalaba, avanzaron por glaciares, terrosas aristas y charcos planos de hielo puro, sobre los cuales habrían podido practicar el patinaje. Cuando se detuvieron para beber y comer, no tardaron en quedarse helados bajo el impulso del viento, tiritando incontroladamente, pero al reemprender la marcha pronto volvieron a calentarse. El aire era cada vez más escaso, jadeaban al respirar y, cuando el sol hizo su aparición, se hallaban sentados en grupos en una plataforma nevada, a más de mil metros por encima de su punto de partida.
Las camisas estaban rígidas con la sal del sudor, respiraban como si fueran heridos y guardaban silencio. Con el sol apareció un viento tan frío y tan fuerte, que congeló el agua de sus cantimploras. No se veía ni una sola nube en el cielo, aparte de la alfombra blanquecina en el horizonte y, a medida que el sol se elevaba, el viento se aplacaba y el aire se hizo tolerablemente cálido. Tan pronto como dejaron de temblar, se dispusieron a comer. Aquellos que se habían olvidado de despabilar la vela de la lámpara lo hicieron, y reanudaron la marcha, esta vez sobre la nieve pura que, por un montículo increíblemente empinado, ascendía hasta una enorme pared de roca.
Ascendieron durante horas por aquella pendiente, mientras los crampones que hacían crujir la nieve y el balanceo de las piezas metálicas adquirían un ritmo casi hipnótico. Con aquella atmósfera tan limpia y tenue, Alessandro no tardó en oler sus propias ropas. Las habían lavado recientemente, pero los fogones de las trincheras del cuartel las habían impregnado con un olor a salitre y humo, tan dulce como la resina, de modo que a aquellas alturas, donde los árboles nunca crecían, Alessandro disponía de un bosque con el cual embelesarse.
Cuando el sol estuvo lo bastante alto, se detuvieron sobre la deslumbrante nieve, clavaron en ella los piolets a fin de utilizarlos como perchas para sus anoraks y se quitaron los suéteres, que embutieron dentro de sus ya abultadas mochilas. Luego volvieron a ponerse el anorak, comieron unas galletas y bebieron el tormento del agua fría de sus cantimploras medio congeladas. Cuando se disponían a reemprender la marcha, a unos quinientos metros de la base de escalada, los cañones austríacos abrieron fuego desde abajo.
Primero surgió el destello, luego el trueno y después un coro desafinado de confusas repeticiones, cada una ligeramente alterada en volumen y estridencia, que se extendía por el circo como si fuera una tormenta. Con tres o cuatro cañones efectuando un disparo cada minuto, los impactos y el eco eran reminiscencia del golpeteo de un fuerte aguacero.
—Es la hora de la merienda —comentó Alessandro al soldado que iba delante—. ¿Por qué están disparando?
—Nos disparan a nosotros.
—¿A nosotros?
—Sí, pero no pueden alcanzarnos. Las bombas caen sobre el glaciar de la izquierda, de modo que ni siquiera podemos ver cómo explotan. Nos han descubierto con sus prismáticos y no les gusta que estemos detrás de sus líneas. No nos tendrán a la vista hasta que hayamos pasado al otro lado del promontorio, pero entonces ya estaremos fuera de su alcance. No soportan la idea de que podamos verlos desde el instante en que salen. Y en especial los irrita porque, cuando hayamos instalado el punto de observación, tendrán que enviar una compañía para interceptarnos. Pero nosotros les destrozaremos con nuestra artillería antes de que consigan cruzar el glaciar. Las bombas que explotan sobre el hielo son más catastróficas que si lo hicieran en un salón lleno de espejos. El hielo es lo que los matará, y también lo que los enterrará.
—Entonces ya me dirás por qué se molestan en disparar, si no nos tienen a tiro.
—Intentan provocar un alud. Con este sistema, quince de los nuestros ya están enterrados al pie de esta rampa.
—¿Y quince lograron escapar?
—Nadie escapó. En esa época el destino en Cero-Seis duraba dos semanas seguidas. Lo cambiamos a un mes para reducir las posibilidades de que nos eliminaran. Pero no te preocupes, ahora no hay mucha nieve y el tiempo es bastante seco. Por otro lado, ya estamos a más de tres cuartas partes de la pendiente y hemos pasado la mayor parte del peligro. Cuanto más arriba nos encontremos, más pequeño será el alud y más posibilidades habrá de sobrevivir.
De la pared saltaban rocas de todos los tamaños, y a medida que la columna de aprovisionamiento estaba más cerca, la nieve aparecía sembrada de piedras cada vez mayores. Parecía como si los austríacos hubieran hecho un favor a la columna italiana, derribando las rocas sueltas antes de que éstos llegaran.
La base de una escarpa de varios centenares de metros de altitud y el final de una rampa nevada de dos mil metros de longitud, se juntaban en un diminuto borde de hielo con ondas recortadas, el cual se derrumbaría en la pequeña grieta que había entre los dos con sólo presionarlo con el dedo meñique. El hecho de que tales masas pudieran rozarse con inimitable delicadeza hizo que Alessandro pensara en el mar y en la costa. Mientras los soldados descansaban al pie de la escarpa, temerosos de los desprendimientos de piedras y más callados que lo habitual, Alessandro les habló de la inmutabilidad del Atlántico. Había visto fotografías de casas en Francia y en España, construidas a salvo a unos cinco metros como máximo de la marea alta y a dos metros por encima de ésta. Por tanto, la distancia real de éstas hasta el mar era de cinco metros y medio. Concediendo que fueran seis, la dividió entre los doce mil kilómetros de mar abierto que supuestamente había hasta el sur de Argentina, sin interrupciones, y determinó que la masa del mar, con todo su peso y volumen inimaginables, nunca se expandía más allá de una parte contra dos millones. Y probablemente era incluso más estable, ya que había olvidado considerar el inmenso volumen del océano, lo cual hacía que la proporción fuera mucho más acusada. Por tanto, la orilla del mar era tan delicada y estable como el fino borde de hielo que rozaba la escarpa.
—¿Y qué conclusión sacas de todo esto? —preguntó un soldado que estaba sentado junto a él, con cierto tono de hostilidad.
—Que el mundo de la naturaleza es infinitamente más fiable que el de los humanos —contestó Alessandro—, y que en nuestra corta existencia debemos tener volubilidad, o de lo contrario no conoceremos el movimiento. Si dispusiéramos de más tiempo, quizá consiguiéramos ser más serenos y más felices.
—Estás loco.
—Por supuesto. ¿Y tú?
—Átense —les ordenó el oficial al mando, señalando con su mano enguantada a dos cordadas— y formen seis parejas. Quiero que el relevo se haga rápidamente, a fin de que podamos largarnos de aquí. Los austríacos no han conseguido provocar un alud, pero el sol de la tarde quizá lo logre.
Aunque se habían precisado treinta hombres para transportar los suministros hasta allí, las mochilas, que ellos habían empezado a reordenar y a juntar, efectuarían los quinientos metros que quedaban pasando de un equipo a otro, que las izarían mediante cuerdas. Sólo Alessandro alcanzaría el puesto de observación, todavía invisible, escondido en la pared de la escarpa. Los otros se desplegarían a lo largo de la ruta, asegurándose en los salientes o suspendidos mediante clavijas en la pura roca, para ayudar a izar los suministros mediante cuerdas y poleas.
Alessandro y el soldado que le había hablado de los aludes formaron los primeros de la cordada. El otro lo miró fijamente:
—¿Estás seguro de que sabes cómo se hace esto?
—Hace años que no practico la escalada. Al principio puede que vaya lento cambiando los estribos, pero, dado que las clavijas ya están colocadas, lo conseguiré. He escalado en tres ocasiones la cara occidental de la Cima Bianca. Y la tercera yo era el primero de la cordada.
El otro se quedó impresionado.
Alessandro subió hasta la primera clavija y colgó los estribos. Ascendiendo incluso con mayor rapidez de la que ellos mismos habían esperado, los dos soldados estuvieron pronto a unos cien metros por encima de la rampa de nieve. El mundo parecía haberse quedado a lo lejos; una vez más se reducía a unos elementos simples y satisfactorios: cuando se introducía un mosquetón en una clavija, todo estaba seguro. Proseguir más allá de la última posición engendraba miedo suficiente para hacer extremadamente agradable la acción de colocar el mosquetón allí donde parecía sólido. Y durante los intervalos entre miedo y alivio, resultaba enormemente satisfactorio seguir ascendiendo. Al final del último tramo, un ancho saliente sobre el cual se hallaban cómodamente asegurados a una clavija mayor de lo habitual, Alessandro se sintió rebosante de alegría, aunque sólo fuera por un breve instante. Aquella sensación se parecía enormemente a la que los ancianos encuentran —independientemente de lo que han perdido, de las enfermedades y de las decepciones— en las pequeñas cosas, como por ejemplo en permanecer sentados bajo los árboles y contemplar cómo los pájaros saltan de rama en rama, o en tomar el té en una taza de porcelana con el borde dorado.
—Es como antes de la guerra —comentó a su compañero de cordada.
El otro soldado olía el dulce aroma del liquen sobre la roca.
—Sí —contestó—. Pienso en lo que sería si pasara una hora tras otra sin una sola detonación, ni la amenaza de un solo cañonazo, y así durante años, para siempre. La vida sería como un sueño.
—Y nadie lo apreciaría —comentó Alessandro, a las enormes distancias que le rodeaban.
—Excepto nosotros. Y los otros que se jodan.
Veinticinco metros más arriba, un rostro barbudo miraba hacia abajo con nerviosa anticipación. Luego volvió a meterse en el refugio del puesto de observación y dos cuerdas salieron por los aires. Los lazos de los extremos golpearon contra la roca vertical a mitad de camino, moviéndose a sacudidas el resto del tramo que quedaba, mientras el vigía los iba bajando a mano lentamente. Los dos lazos no tardaron en dar sacudidas frente al rostro de Alessandro.
—Hasta la vista —se despidió el otro soldado—. El te explicará lo necesario.
—¿Qué piensa hacer? ¿Colgarnos? —preguntó Alessandro, mirando los dos nudos corredizos que se balanceaban ante él.
—Bilgiri.
—¿Sin aseguramiento?
—Es un experto. No te preocupes.
Alessandro se soltó de la clavija, se desató la cuerda y permaneció de pie sobre el saliente, que en aquellos instantes, a miles de metros sobre el nivel del valle, parecía bastante estrecho. Colocó un pie en cada lazo y se agarró de las cuerdas. Cuando el vigía vio que estaba a punto, volvió a entrar en el refugio y, en un instante, Alessandro sintió que la cuerda que había bajo su pie izquierdo empezaba a subir. Siguió aquel movimiento curvando la rodilla y luego subió el peldaño apoyando en la articulación todo su peso. Tan pronto como el vigía hubo asegurado la cuerda izquierda, tiró de la otra un peldaño por encima de ésta, y de esta manera, cambiando su peso de un lazo al otro a medida que iban ascendiendo, Alessandro subió una escalera que le fabricaban peldaño a peldaño. En época de paz, se habría asegurado mediante una cuerda atada a la cintura. Pero ahora no disponía de tal garantía.
De haber caído, habría rebotado contra la escarpa en varios puntos, un par de centenares de metros más abajo, viéndose lanzado sobre la rampa de nieve, quizá lo bastante cerca de la base de la montaña para no deslizarse más abajo. Sin embargo, desde su peligrosa perspectiva —aunque eso no le importara—, parecía como si fuera a aterrizar en el curso superior del Talvera, cuyo recorrido trazaba una línea verde y blanca que se deslizaba discontinua entre las rocas grises de la parte baja del valle. El aire era allí tan diáfano, que de haber caído un hombre éste no hubiese percibido ningún silbido ni hubiese sentido el impulso del viento.
En el instante en que Alessandro apoyó ambas manos en el saliente de roca por donde se deslizaban las dos cuerdas, el vigía empezó el interrogatorio:
—¿Eres nuevo? —le preguntó—. No te conozco. ¿Qué ha sucedido?
—Sí. ¿Puedo entrar? —preguntó Alessandro, de pie aún sobre los estribos.
—¿Acaso han desertado? No he podido hablar con ellos porque hará cinco días que se me agotó la batería.
—¿Te importa? —preguntó Alessandro, tensando los músculos de su estómago mientras subía.
—Deja que te ayude.
El vigía estaba tan aturdido y nervioso que tiró precipitadamente de Alessandro, y ambos se vieron enredados en una maraña de cuerdas, ganchos y mochilas vacías. Después de echar un vistazo en torno a la celda excavada en la roca, lo primero que Alessandro preguntó fue si necesariamente tendría que dormir sobre las mantas que el otro había utilizado durante todo el mes.
—Los otros han traído mantas para ti y también algunas sorpresas. No es tan malo, si no te importa estar solo. Ya hemos reunido siete libros ahora, y sin duda ellos te habrán traído otro. Si la guerra dura otros cinco años, habrá sesenta y ocho libros aquí arriba. Será la biblioteca más alta del mundo.
—¿Y qué me dices de la de Potala? —preguntó Alessandro.
—¿Quién es éste?
—El gran monasterio de Tíbet.
—Que le den por el culo.
Alessandro y el vigía trabajaron febrilmente para subir los suministros. Mientras tiraban de las cuerdas, el vigía hablaba apresuradamente, explicándole las tareas y los trucos que Alessandro necesitaría dominar. Cuando lo hubieron subido todo, el veterano lo llevó a dar una vuelta por la cueva para enseñarle cómo abrir los portones, cambiar las baterías y registrar las coordenadas. A través de un potente telescopio encadenado a una placa en el techo, para que no lo derribaran sin querer por el portón, le enseñó a Alessandro las últimas disposiciones de los austríacos, en las que se había convertido en todo un experto. Le explicó los peligros y las defensas del puesto de observación, el sistema de racionamiento, y el milagro del teléfono que había sobre la mesa, en el centro de la estancia, cuyo cable subía hasta una viga en el techo, como si aquello fuera un despacho en Roma en vez de una celda en la roca, justo debajo de la cumbre de un pico de varios miles de metros de altitud.
Hasta allí arriba habían tenido que subir cientos de carretes de cable telefónico, unirlo y reforzarlo, y luego bajarlo por el otro lado de la montaña. La línea caía recta por una escarpa vertical, hasta un glaciar; luego se desviaba por unos campos nevados, ya que de haberla tendido por el glaciar se habría roto con el movimiento de las grietas. Durante varios kilómetros permanecía enterrada bajo la nieve, hasta volver a salir en el cuartel general. De día se facilitaban informes cada dos horas. De noche, Alessandro se despertaría de vez en cuando para escuchar si alguien clavaba tornillos o clavijas en la roca por debajo de donde él estaba.
Después de que el vigía hubo descendido con un rappel, Alessandro se quedó absolutamente solo en una cueva milagrosa, cuya excavación en la roca había precisado cuatro meses de trabajo a trescientos alpinistas y artesanos, y en cuya cuenta había que anotar quince hombres enterrados en el glaciar, y dos muertos a causa de una caída.
Habían vaciado una cámara de siete metros de profundidad, dos de alto y cuatro de ancho, que penetraba a lo largo de la montaña plana y nivelada, y cuyas paredes de granito eran perfectamente lisas y secas. Dos chimeneas atravesaban la roca unos diez metros y salían bajo unos difusores a prueba de lluvia. Los tubos eran estrechos, pero absorbían en rápidos giros el humo de las lámparas y del fogón, que, en la alternancia del apresuramiento y la duda de sus espirales, recordaba a Alessandro un circo de acróbatas bajo unas lonas iluminadas mediante velas. Desde su infancia, Alessandro había sabido que los circos tenían un sabor agridulce y, después de encender las lámparas, contempló los giros del humo al penetrar en las chimeneas, como si él entrara y saliera flotando de los circos: pobres circos de gitanos en las ciudades costeras de Sicilia, reñidos con el azul oleaje y los campos sembrados de limoneros; circos bálticos, coloridos y cálidos a pesar de las sucias nubes grises que azotaban las tiendas con la lluvia; y los circos romanos, el perfecto término medio, con sus tiendas de lona color azafrán y sus luces centelleantes, equilibrado en todos sus aspectos, como la misma Roma.
Una de las paredes estaba vacía, lo cual hacía que la cueva pareciera más grande. Sobre aquella pared había una especie de rejilla donde cada ocupante disponía de tres recuadros que iban de un extremo al otro: para la inscripción de su nombre, las fechas de su estancia y un comentario. «Bottai, Rodolfo: Yo he sido el primero. Enviadme una postal diciéndome qué os parece». «Giammatti, Andrea: No hables contigo mismo ni sonrías cuando no sea preciso». «Labrera, Anselmo: Cualquier mujer será bien recibida, aunque tenga una verruga en la nariz». «Ceceni, Michele: Yo avisé que los austríacos atacarían el cinco». «Agnello, Giuseppe: Maté a varios enemigos que intentaron apoderarse del puesto. Herido en un hombro». «Costanza, Benito: ¿Por qué no hablar con uno mismo? Yo siempre lo hago».
Siguiendo un impulso, Alessandro anotó su nombre, las fechas de su destino, y su comentario, pues no quería pasar un mes intentando resumir la sabiduría de los siglos en una sola frase. El mensaje decía: «Aunque ahora soy el hombre más seguro de Italia, no puedo arriesgarme a volar». «Dejemos que los demás imaginen qué significa», pensó. Aunque sin duda la mayoría daría por sentado que le habían elegido para convertirse en piloto. O quizá no… No, después de haber pasado un mes mirando las nubes, observando cómo los pájaros se alejaban más allá de la guerra, hacia lugares al otro lado del mar, o a islas rodeadas por él, donde los animales nunca habían oído el tronar de un cañón.
Otra pared estaba ocupada en su totalidad por una pesada estantería de madera de cedro, la cual desprendía una fragancia que impregnaba toda la cueva. En los estantes, ordenados según la costumbre militar, había los suministros y el equipo que habían subido a tan alto coste hasta allí. La mayor parte estaba ya en la celda, y Alessandro apiló y colocó ordenadamente lo que había traído consigo, de modo que pudiera racionar sus existencias a medida que el tiempo fuera transcurriendo. Treinta paquetes de cada alimento: pan, pasta, mermelada, azúcar, té, sopa en polvo, frutos secos, chocolate y jamón; además de un pequeño saco de patatas y cebollas, dos latas de salmón, un diminuto panettone, dos botellas de litro de vino tinto, un tarro de mantequilla, un puñado de zanahorias, un kilo y medio de queso, dos pastillas de jabón, una cajita de sales para los dientes, hilas de yodo, vendas, aspirinas, tintura de opio, seis mantas de lana recién lavadas, una funda de almohada, ocho rollos de papel higiénico, diez granadas, veinte bengalas para señales, un Máuser 98, quinientas balas en diez cajas de cincuenta, una bayoneta, un botiquín de primeros auxilios, un martillo de escalada, dos docenas de pitones, ciento cincuenta metros de cuerda, una caja con tornillos y clavos, unos alicates, un destornillador, ocho pilas secas suplementarias para el teléfono, una jofaina, dos enormes botellas que se llenaban con el agua de un pequeño depósito que pasaba a través de una manguera conectada a una espita en la pared y finalmente ocho litros de queroseno, para iluminarse y para cocinar, junto con mechas para las lámparas y varias cajas de cerillas con palo de madera.
En el centro había una gran mesa de roble, que habían montado allí arriba después de haber subido separadamente todos sus elementos con una cuerda. Ordenados encima de ella había el teléfono y una hilera de cuatro pilas para alimentarlo; el telescopio, con su cadena que se elevaba hasta la placa en el techo; un compás, para establecer la orientación; un telémetro óptico; un diario de anotaciones; un libro de claves; una caja de lápices y cortaplumas para sacar punta; un par de prismáticos: ni siquiera el rey los tenía mejores, y una lámpara de queroseno con un brillante reflector. Entre dos sujetalibros de sólido granito había la Biblia; Scaramouche, de Rafaello Sabbatini; la edición de 1909 de Die Schweiz, de Baedeker, con el subtítulo de Obentalien, Savoyen und Tirol; Orlando Furioso; la edición original francesa de La Chartreuse de Parme; un manual del Boy Scout que estaba partido en dos; un pequeño ejemplar de Dante titulado Vita Nuova - Rime; y una novela pornográfica inglesa, extraordinariamente corta (que Alessandro leyó incluso antes de desempaquetar) en la que un apenas disimulado príncipe de Gales viajaba a París para pasar el rato en una piscina, junto a media docena de las mujeres más hermosas y licenciosas del mundo, explorando con todas las partes de su anatomía las de aquellas mujeres, mientras aquéllas hacían lo mismo con él y con ellas mismas. El final degeneraba en tal confusión de hermosos muslos, turgentes senos y bocas ávidas sobre el grueso tronco del príncipe de Gales y sus distinguidos apéndices, que a Alessandro le hizo pensar en una cabilla metida dentro de una tina de calamares.
La pared exterior tenía la enorme abertura por la cual había entrado, y dos ventanas rectangulares y estrechas a cada lado. Las tres aberturas estaban cubiertas por portones de hierro con bisagras en la parte superior. Una pequeña ventana se abría en el centro de la placa que encajaba sobre la entrada, la cual resultaba tan pesada que para levantarla y bajarla había que hacer girar una manivela. Una trampilla de acero conducía al tejado sin la ayuda de una escalera: había que levantar las manos e izarse uno mismo. El propio tejado, una estrecha repisa excavada en la escarpa, daba acceso a la pared absolutamente vertical de arriba, la cual conducía, después de aproximadamente otros cien metros, a una cumbre que no era más que una aguja del tamaño de un poste para atar los caballos. Aquella plataforma que hacía de tejado era la letrina, en la cual uno tenía que colgarse hacia fuera mientras se sujetaba a dos clavijas, sobre un precipicio de casi mil metros de altitud.
Alessandro encendió la lámpara. Una delgada línea de luz anaranjada marcaba el oeste y las luces de las trincheras austríacas e italianas, que habían encendido una hora antes, brillaban en la oscuridad.
Dobló las mochilas y las apiló en un estante, hizo la cama (un catre bajo la pared de las inscripciones) y lo arregló todo por si los austríacos se sentían tan intrépidos como para atacar de noche, lo cual consideraba mucho más improbable que el que atacaran de día. Sin embargo, echó el cerrojo a los portones de hierro, limpió y cargó el Máuser, y lo dejó apoyado en un rincón, colgó la pistola y la bayoneta de unos tarugos que había cerca de la cama. A éstos los habían clavado en unos agujeros que habían practicado en el granito, lo cual le recordó al príncipe de Gales, y esa noche soñó con mujeres maravillosamente perfumadas, de carnes sonrosadas y miradas ebrias y licenciosas. Pero cuando se despertó en medio de la noche, el recuerdo de sus hermosos cuerpos le evocó de tal modo a Ariane, que se sintió desesperadamente perdido.
Quizá debido a que el aislamiento es la madre de la meticulosidad, Alessandro mantuvo su nido de águilas más limpio y mejor organizado que el puente del buque insignia de la armada real. Cuando los timbres del teléfono empezaban a vibrar, siempre estaba a punto para pasar los informes, y los leía con el lenguaje preciso de los militares, como si se hubiera dedicado a ello toda su vida. Durante los diez primeros días, en dos ocasiones avisó a los puestos italianos para que dificultaran los ataques aéreos. Debido a los vientos altos, no había podido oír el ruido de los aviones, pero con el telescopio los había visto cuando aquéllos daban la vuelta por los picos más orientales de Suiza. Nunca habría podido distinguirlos individualmente, pero cuando cinco aparatos avanzaban juntos como si se trataran de uno solo, resultaban visibles con ayuda del telescopio, incluso a una distancia de cien kilómetros. Sus avisos fueron muy bien recibidos, y se le sugirió que, si era capaz de descubrir las escuadrillas austríacas a cien kilómetros de distancia, entonces quizás alguien pudiera verle también a él. Alessandro nunca se relajaba y con frecuencia se volvía hacia la trampilla, o escuchaba por si oía que alguien golpeaba las clavijas en la roca allí abajo, ya que una clavija podía clavarse poco a poco y en silencio. El grupo que fuera a por él podía escalar un tramo cada noche, y luego retirarse hasta la noche siguiente. También era posible que los austríacos efectuaran la trabajosa escalada por el otro lado, sin que nadie los viera, y luego descender silenciosamente en rappel hasta el puesto de observación.
La cueva era fría, y cuando los portones de hierro estaban abiertos —como tenían que estarlo la mayor parte del tiempo—, el agua se helaba. A veces los vientos eran tan fuertes que los oídos parecían estallarle con el cambio de presión, y el silbido normalmente hipnótico del viento a través de las rendijas del marco de los portones se oía con mayor intensidad que el pitido de un tren expreso. Alessandro no podía ignorar aquel sonido, ni hacer nada hasta que se detuviera, aunque a veces era tan fuerte que hacía vibrar los objetos sobre la mesa, o que cayeran los que colgaban de los tarugos en las paredes.
Durante una tormenta de truenos y relámpagos que se desencadenó dos días después de su llegada, las vibraciones del viento llegaron a ser tan intensas que hicieron caer al suelo las granadas de mano, todas a la vez. Alessandro había sufrido aquella pesadilla mientras permanecía sentado en una silla de cuerda, envuelto con las mantas y bebiendo un vaso de agua caliente. De pronto, con el ruido más quebradizo y terrible que había oído en su vida, las granadas saltaron sobre el suelo de piedra. Sin un sitio por donde escapar, ni tiempo suficiente para abrir el portón y lanzarlas afuera, aguardó la explosión que empapelaría las paredes con su carne y las pintaría con el color de su sangre. En aquel instante se quedó mirando el vaso de agua caliente, pensó que sería la última cosa que vería en su vida, y sintió tanta pena, que el vaso de hojalata le pareció el objeto más triste del mundo. Las granadas permanecieron intactas. A partir de entonces, las conservó en el suelo, dispuestas en hilera.
No tardó en cansarse de las aventuras sexuales del príncipe de Gales. Tras media docena de lecturas, las peripecias en un burdel parisino resultaban menos excitantes que la rutina en un almacén de una ferretería. Al cabo de tres días, abrió el paquete que llevaba escrito: «Sorpresa. No lo abras hasta dentro de tres días». Era un limón fresco. Quizá debido a que se había congelado y descongelado varias veces, tenía un sabor extraño, pero lo utilizó para aliñar el salmón y dos tazas de té.
No tenía ánimos para leer más de dos líneas de la Vita Nuova en cada ocasión. Éstas adquirían una cualidad casi mágica, y podía verlas flotando en la oscuridad bajo el techo de roca, cantando y girando en el aire, como peces extraños en las profundidades del mar.
Durante el día permanecía horas sentado en su silla de cuerda, abrigado con las mantas y escuchando el sordo latido de su corazón. Cuando el pulso le bajaba por debajo de los cuarenta y las extremidades se le entumecían con el frío, se obligaba a moverse. Resultaba doloroso levantarse de la silla y desprenderse de las mantas, pero lo hacía y empezaba a andar lentamente alrededor de la estancia. Al principio se tambaleaba, pero luego corría y se agachaba. Cuando sentía que volvía a revivir, efectuaba ejercicios gimnásticos durante varias horas, esforzándose lentamente hasta que jadeaba, sudoroso, caliente, rubicundo y encendido. Con estas sesiones apaciguaba su vigor físico. La altitud, las escasas raciones y el fortalecimiento de su cuerpo ejercitaban su espíritu. Dejaba de leer, pero las líneas seguían haciendo acto de presencia, trazando círculos en la oscuridad, resplandecientes, una frase o una palabra cada vez. Por ejemplo una palabra: «bellezza». Después de girar como una rueda de fuegos artificiales, se detenía y retrocedía como una mujer que pidiera desvergonzada que la admirasen. Luego sonreía provocativa, latía bajo una mareante luz verde y estallaba en fragmentos plateados que se desvanecían en la oscuridad. Otras palabras tenían su propio repertorio. A veces chocaban frente a él en el aire, guerreando o seduciéndose.
Por las noches, después de cenar, se quedaba contemplando la llama de la lámpara. Cuando el viento aullaba con fuerza, la llama oscilaba como si el abismo la atrajera. El viento y la oscuridad parecían decirle a la llama que tan sólo si se rendía y se apagaba, dejando tras de sí un rastro de humo blanco, se la llevarían a velocidades increíbles y por fríos inimaginables, silbando como un millón de flautas, por encima de montañas de hielo, meciéndose en la oscuridad del espacio a distancias sin límite y por un tiempo interminable… Pero la llama seguía ardiendo, oscilando peligrosamente detrás del delgado caparazón de vidrio quebradizo, e iluminaba la estancia, impregnándolo todo con su reflejo dorado.
Los austríacos no podían juntarse en masa para atacar, ni disfrutar del aire libre, mientras Alessandro pudiera verlos desde su refugio en la roca y guiar las bombas directamente a la entrada de sus túneles y de las trincheras. En algunos puntos determinados se esforzaba como un minero, hasta que conseguía abrir un fortín o excavar un túnel, y después del impacto sobre los objetivos huecos, observaba cómo los hombres se dispersaban. Era natural que eso no gustara al enemigo.
A las cuatro de la madrugada, el repiqueteo del teléfono sacó a Alessandro de un sueño profundo. Saltó de la cama, encontró la mesa en medio de la oscuridad y descolgó el receptor.
A través de la línea llegaron hasta él todo tipo de ruidos estáticos.
—¿Sí? —contestó.
—¿Alessandro? —preguntó una voz desconocida, envuelta en ruidos.
En la oscuridad, con las pesadas mantas sobre los hombros mientras permanecía inclinado sobre la mesa, agarrado al teléfono, Alessandro no lograba orientarse y le invadió la sensación de que flotaba en el espacio.
—¿Qué? —preguntó.
—¿Eres tú?
—No, soy el rey.
—Quería asegurarme de que no te habían atrapado.
—¿Quiénes?
—Esta noche ha aclarado, hará aproximadamente media hora, y hemos visto luces por encima de ti.
—¿Por encima?
—Sí. Deben de haber subido por la otra cara.
—¿De noche? —preguntó incrédulo Alessandro.
—Los teníamos vigilados, pero luego ha oscurecido. Deberías estar preparado.
—Gracias —dijo Alessandro—. ¿Cuántos son?
—Cuatro.
Alessandro se quedó pensativo unos instantes, al tiempo que escuchaba por encima del viento y de los ruidos estáticos por si oía pasos o el tintineo de metales.
—Gracias —repitió, y colgó.
Mientras el viento silbaba a través de las rendijas entre la piedra y los portones de hierro, levantó la vista hacia la oscuridad y no vio otra cosa que los inexplicables destellos que se producían dentro de sus propios ojos.
Encendió la lámpara, trasladó junto a la cama una caja de madera para municiones y encima colocó la lámpara. Dejó la Vita Nuova en el suelo, cerca de la cabecera de la cama, abierto por la mitad. Luego se quitó las mantas, remetió la camisa, se ató el cinturón, se puso el suéter más grueso y se sentó en el suelo para atarse las botas. Los dedos se movían como si formaran parte de una antigua máquina de hilar. Nunca se había vestido con tanta rapidez y, después de levantarse de un salto, se inclinó sobre la cama para coger la pistola y la bayoneta que colgaban de la pared. Mientras se colocaba la pistola se sintió desasosegado, pues nunca había disparado con ella. Utilizó unos preciosos segundos en desenfundarla y abrirla. Los extremos de los seis cartuchos que había en la cámara exhibían un círculo broncíneo que resultaba agradable de contemplar. De aquellos casquillos metálicos dependería su supervivencia, de la misma forma que en tantas ocasiones había dependido de las pequeñas piezas metálicas que clavaba en la roca.
Lanzó las mochilas vacías a través de la estancia, sobre la cama. Moviéndose con extraordinaria rapidez, utilizó las mochilas para esculpir un hombre tendido de lado, de cara a la pared. Las piernas tenían que estar bastante más bajas que las caderas y los hombros. Lo cubrió con dos de sus mantas y pareció bastante real. Pero no había nada por allí lo suficientemente esférico, salvo su propia cabeza. Decidió meter algunas de sus prendas dentro de un calcetín, y arreglar el extremo de éste como si fuera la parte ornamental de un gorro de dormir. De haber tenido tiempo para diversiones, aquello le habría parecido cómico.
Luego oyó los ruidos agudos y veloces de unos diminutos guijarros al golpear contra el tejado de piedra y el marco de la trampilla, y se quedó helado. Quienquiera que se acercara, había desprendido algunas piedrecitas mientras descendía, y confió en que no se hubiese dado cuenta.
Tan rápido como pudo, con el corazón latiéndole al doble de su ritmo normal, apoyó unos pesados troncos contra la pared y, después de desmontar la mesa en tres partes al separarla de los caballetes, colocó el tablero contra los troncos, como el tejado de un cobertizo. Para blindar la madera utilizó una placa metálica, que habían subido con gran esfuerzo y sin motivo aparente. Luego colgó sobre aquel parapeto todas las cuerdas y el equipo suelto que logró encontrar, cogió su botiquín de primeros auxilios y las mantas que le quedaban, y se agachó entre el cobertizo y la pared.
Mientras se metía algodón en los oídos, recordó que había dejado la trampilla con el pestillo puesto. Maldijo en silencio, volvió a salir de su reducto, saltó al centro de la estancia y, en silencio, descorrió el pestillo. Mientras estaba allí de pie, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando el pestillo, oyó en el tejado el golpe sordo de una bota.
Con los dientes apretados y el corazón latiéndole con fuerza, Alessandro volvió a agacharse detrás del refugio blindado. Se embutió el algodón en los oídos y apretó entre los dientes el que quedaba. Luego desenfundó la pistola, la dejó ante sí, y a continuación desenfundó la bayoneta. Seis disparos y cuatro hombres, pensó. O se calmaba y dejaba de temblar, o terminaría dando manotazos con la bayoneta en medio de la oscuridad.
Los otros aguardaron lo que parecieron horas antes de levantar la trampilla, y cuando la izaron lo hicieron con extrema lentitud. Mientras intentaba desesperadamente respirar sin que lo oyeran, Alessandro observó las capas de nieve que penetraban por la trampilla, y cómo se deshacían luego en el aire, antes de formar pequeños montones en el suelo. Vio la cara de un hombre asomándose lentamente y de manera parcial, por el hueco de la trampilla. También él respiraba en silencio. Miró hacia la lámpara y la cama, e inmediatamente se retiró.
Al principio, nada ocurrió. Luego, después de dos fuertes ruidos metálicos, la trampilla se cerró de golpe. Alessandro apretó los dientes y se envolvió la cabeza con la manta, manteniendo la mayor parte del bulto en torno a los oídos.
Empezó a contar. Uno… Dos… Tres… Cuatro… A pesar de que el ritmo era deliberadamente lento, contó tan rápido que las explosiones se produjeron cuando ya había llegado a veinte. Una siguió inmediatamente a la otra. La onda explosiva lo empujó contra la pared y lanzó la plancha metálica contra el techo, pero el tablero de la mesa apenas se movió. La mandíbula de Alessandro se cerró sobre el algodón, y el impacto sobre su plexo solar le paralizó la respiración. A pesar del algodón de las mantas y de sus manos, los oídos le silbaban, y los nervios de sus ojos le proporcionaron todo un espectáculo de fuegos artificiales.
Tiró las mantas al suelo, escupió el algodón, se arrancó de un tirón los tapones de los oídos y recogió la pistola, pero las manos le temblaban de tal modo que tuvo que dejar de nuevo el arma en el suelo. Se preguntó si podría dejar de temblar a tiempo, e intentó hablar consigo mismo como si pretendiera convencer a un caballo para que dejara de galopar. En cuanto los otros se decidieran a bajar por el hueco de la trampilla, que se había abierto con la explosión, tendría que permanecer allí tendido, con la pistola frente a él y la esperanza de que en el último momento su mano fuera lo bastante firme y fuerte para recuperarla y apuntar.
Antes de entrar, recorrieron la estancia con sus linternas de minero, y uno de ellos utilizó su pistola semiautomática para disparar cinco veces seguidas contra las mochilas ocultas bajo la manta.
El primero de los soldados bajó y, en el instante en que sus pies tocaron el suelo, levantó la pistola que acababa de disparar y vació su cargador en lo que él creía la cabeza de Alessandro. Sosteniendo aún la pistola en la mano, miró a su alrededor, el rayo de luz procedente de su linterna se arrastró por encima de los cascotes, y luego el hombre se relajó. La cueva estaba llena de humo.
Con un tono de voz que sonó aliviado y triunfal, el primero llamó a los otros para que entraran. Bajaron de uno en uno, hablando con nerviosismo, ya que estaban convencidos de su éxito.
Tentativamente, los focos de sus linternas se dirigieron al soldado muerto en la cama y luego inspeccionaron veloces toda la estancia. Uno de los asaltantes descubrió el teléfono. Estaba dividido en varias piezas, pero el cuerpo principal seguía conectado al cable que caía del techo.
—¡Mirad, un teléfono! ¡Vamos a llamar a los italianos!
Los cuatro se reunieron en torno al aparato e hicieron girar la manivela. Reían como críos pequeños, con sus linternas brillando sobre el teléfono medio destrozado que ellos pretendían hacer revivir, cuando la mano de Alessandro dejó de temblar.
La colocó en torno a la pistola. Ésta le resultaba extrañamente segura, mucho más de lo que le había parecido antes de la explosión, más de lo que le había parecido cuando hacía prácticas de puntería.
Apuntando al que empuñaba la pistola descargada, lo cual no era la mejor táctica, amartilló el arma.
Cuando los otros oyeron el clic del martillo, se volvieron a mirar. Incapaces de situar el sonido en medio del humo y la oscuridad, se quedaron petrificados. Incluso después de que el primero cayera muerto, los otros se quedaron más sorprendidos que indignados, y apenas se movieron. Alessandro volvió a amartillar la pistola y disparó a uno de ellos directo en el corazón. Cuando éste cayó, los otros dos saltaron dando bandazos a dos lados opuestos de la estancia. Eran blancos muy fáciles, ya que no habían tenido tiempo de apagar sus linternas, y Alessandro metió al azar dos balas en el cuerpo del de la izquierda, justo en el instante en que se disponía a desenfundar la pistola.
Antes de que Alessandro pudiera volverse, el último que quedaba empezó a rociar balas por toda la cueva. Estaba tan asustado, que disparaba furiosamente, a veces sin siquiera apuntar hacia donde se encontraba Alessandro. Éste se dejó caer de rodillas y se arrastró por el suelo, detrás del parapeto que le proporcionaba el tablero de la mesa. El soldado enemigo disparó hacia allí y las balas astillaron la madera por delante de Alessandro, avanzando de derecha a izquierda según un diseño tan metódico y una velocidad tan regular, que éste comprendió que si se incorporaba tendría tiempo suficiente para disparar un tiro antes de que el otro abandonara su diseño. Temblando de miedo, respiró hondo y se puso en pie. Levantó su arma y disparó dos tiros a la linterna de minero. La luz se apagó y la estancia quedó repentinamente en silencio. En el suelo yacían entonces tres linternas, con sus rayos apuntando hacia ángulos extraños e inverosímiles, al tiempo que el humo se iba disipando. El aire olía a pólvora y a sangre. Alessandro recargó la pistola y escuchó con atención, pues alguien estaba respirando.
Aunque la explosión no lo había herido, Alessandro se encontró repentinamente enfermo. Un dolor concentrado en la frente y en los ojos le obligó a doblarse, y al hacerlo vomitó. Apenas podía moverse y pensó que iba a morir asfixiado. Perdió el conocimiento cuando el humo empezaba a disiparse.
Se despertó una hora después del alba, en un ambiente nítido y frío. La luz del sol se filtraba por las rendijas y a través de la trampilla. Al cabo de unos instantes, oyó la respiración. Era tan débil que no estaba seguro de si se trataba únicamente de un recuerdo.
Uno de los austríacos seguía con vida. Tendido de espaldas y con los brazos doblados, se apretaba una herida en el lado derecho del pecho. Era alto y fuerte, de rostro pálido y embrutecido, con labios carnosos, ojos de párpados caídos y una barba rubia y recortada. Parecía un guía montañero. Probablemente todos habían sido guías.
—¿Duele? —le preguntó Alessandro en italiano, pues se encontraba demasiado mareado para hablar en otro idioma, aunque lo hubiese intentado.
El austríaco asintió.
—¿Es mortal?
—Nein —fue su respuesta, cuya brusquedad Alessandro no atribuyó a la rudeza, sino a su vigor.
Alessandro miró en torno suyo por la estancia. Tres cadáveres empezaban a ponerse rígidos allí donde habían caído, y el suelo aparecía cubierto de charcos de sangre congelada. Como siempre, la muerte aparecía desparramada en posturas de sobresalto y compunción.
Todo aquello que Alessandro había ordenado en la mesa y los estantes se había transformado ahora en cascotes. Las judías y el arroz cubrían el suelo como pedrisco y grava, adheridos a la sangre congelada y apilados en montoncitos por todas las esquinas. Las cartucheras con sus balas habían saltado en pedazos, los estantes aparecían astillados, y las latas de pescado tan abolladas, que algunas rezumaban aceite. Todo estaba por todas partes: las páginas de Vita Nuova desparramadas como octavillas que hubieran lanzado de un aeroplano, instrumentos y piezas de metal empotrados en la madera y extrañamente doblados, y la mitad de los mensajes de la pared estaban renegridos debido al fuego. Alessandro no tenía idea de cómo había podido sobrevivir, pero vio que todos los objetos redondeados —balas, granadas, latas de conserva redondas, cualquier cosa que formara una curva— se hallaba mucho más lejos que los que eran planos o tenían cantos. El teléfono parecía mortalmente dañado: uno de los muelles se había soltado y colgaba a un lado como un muñeco sorpresa que saliera horizontalmente de su caja.
—Tendré que bajarte —le dijo al superviviente.
El austríaco hizo una mueca, como si dudara de la habilidad de Alessandro para conseguirlo.
—No te preocupes —le aseguró éste—. Hay una línea de clavijas resistentes que conduce hasta abajo. Estarás a salvo. Si te quedaras aquí, seguro que morirías.
Alessandro enfundó su pistola después de asegurar el martillo y recogió el botiquín de primeros auxilios. La bala no había salido, pero parecía haberse alojado en una costilla. Después de cortar vendas para hacer una tablilla y tenderlas ante sí, Alessandro limpió la herida, puso una gasa sobre el agujero y le indicó al austríaco que la sujetara tan fuerte como pudiera. Luego se fue en busca de una plancha de madera.
Encontró varias tablas, desenrolló otro trozo de venda, y con la mano buscó las tijeras. No estaban allí. Miró junto a su mano derecha, donde creía haberlas dejado. Miró a la izquierda. Renunciando a buscarlas, se dispuso a desgarrar la cinta y levantó los codos en un gesto simétrico, común a aquellos que están acostumbrados a rasgar vendas o cintas. Entonces se quedó dudando, pero ya era demasiado tarde.
Con todas las fuerzas que le quedaban, el soldado herido levantó del suelo el brazo derecho y, trazando un poderoso arco, clavó las tijeras en el pecho de Alessandro. Éste cayó hacia atrás, agarrado a las hojas empotradas en el músculo que cubría su corazón y aullando de dolor. Estaba tan aturdido que apenas comprendía nada, mientras el soldado herido intentaba sacar la pistola de su pistolera abrochada. Alessandro rodó sobre los cuerpos esparcidos por el suelo y se detuvo de lado, apoyándose sobre un cadáver. El dolor en el pecho era insoportable, y cuando se sacó las tijeras casi estuvo a punto de desmayarse otra vez. La camisa y el suéter estaban empapados en sangre.
El austríaco intentaba llegar hasta él, boqueando a medida que se arrastraba sobre los cuerpos de sus compañeros, pero se detuvo en seco al ver la pistola que uno de ellos aún sostenía. Todavía estaba cargada. Alessandro meneó la cabeza como si le concediera una nueva oportunidad, pero el austríaco no le creyó y se precipitó sobre el arma.
Alessandro desabrochó la pistolera y desenfundó. Aquélla era una carrera en la que podía permitirse ser cuidadoso. Levantó el arma y apuntó con ella, y mientras el otro sacaba la semiautomática de la garra de su compañero muerto, Alessandro tiró del martillo con el pulgar.
Comprendiendo que había llegado demasiado tarde, el austríaco rió y se volvió a Alessandro.
—Estoy sediento —le dijo, sonriendo tímidamente, como si fuera a vivir.
Con el ruido del último disparo retumbándole aún en los oídos, Alessandro se dirigió al portón y lo abrió. En el exterior, el cielo era de un azul brillante, y el aire limpio y frío.
—Aún vivo —se dijo para sí mientras contemplaba los grandes declives de la montaña, y a continuación empezó la gran tarea.
Dado que no podía vendar la herida, tenía que presionar sobre ella con la mano. Hubiera podido empapar en alcohol una bola de gasa, habérsela puesto sobre el corte, y luego acostarse, pero tenía demasiadas cosas por hacer.
Primero tiró fuera los cadáveres, lo cual en el fondo resultaría más difícil que matar a aquellos hombres. Pero no protestaron cuando los arrastró hasta la ventana, ni cuando se esforzó por izarlos a la barandilla, con los brazos y piernas colgando como ramas sueltas, y los ojos fijos en blancos incorrectos y a distancias inadecuadas. Los tiró al espacio y cayeron como balas de cañón. Sabía que al final los encontraría en el glaciar de abajo, medio cubiertos de nieve, con las piernas rotas y el cráneo destrozado, la piel azul y apergaminada. El último aún estaba caliente.
Alessandro cerró la trampilla y uno de los portones, a fin de que el aire helado dejara de soplar violentamente por su destrozado puesto de observación. Después se paseó entre los cascotes y, desechando todo aquello que había quedado irreparablemente destrozado, empezó a ordenar lo que quedaba.
Dado que la mitad de los depósitos de queroseno habían estallado y él iba a hacer fuego, apiló en un rincón toda la madera astillada y rota. Ordenó armas, municiones, equipo de escalada, herramientas, ropas y útiles de cocina, poniendo a un lado todos los objetos que necesitaban reparación.
Volvió a montar la mesa sobre la base, aseguró la cama y reordenó los libros, la mayoría de los cuales se habían desencuadernado. La Vita Nuova fue la que más le costó de recoger, y algunas de sus páginas quedaron pegadas al suelo con sangre y linfa.
Volvió a colocar las piezas del teléfono sobre la mesa. La caja de madera estaba reventada, y gran parte del metal y los cables verdes de su interior retorcidos o rotos. Pensó que podía arreglarlo si determinaba el propósito de cada elemento. Nunca había visto las entrañas de un teléfono, así que tendría que reinventarlo: una prueba no sólo para sus profesores de física y para él mismo, sino también para el diseño del propio teléfono. Ansiaba ponerse a trabajar, aunque sabía que tendría que esperar hasta que hubiese recuperado las fuerzas. Mientras tanto, ordenó las piezas y dispuso las herramientas allí cerca, una junto a la otra.
Luego se dedicó al asunto de los alimentos. Durante diez horas recogió del suelo granos de arroz, pasta, azúcar y hojitas de té. No comería nada que estuviera manchado con sangre, de modo que le quedaba menos de un tercio de sus raciones. Algunos alimentos —el cacao en polvo, por ejemplo— no podían recuperarse, o el viento se los había llevado. Disponía de queroseno suficiente para un cazo de agua y una hora de luz al día. Algunas de las mantas tenían agujeros de bala.
Practicó un corte al suéter y a la camisa para poder curar la herida sin tener que desnudarse con aquel frío, y dobló las mantas y prendas de abrigo a fin de obtener el máximo de calor. Con tres capas de lana debajo y seis arriba, confiaba en estar lo bastante caliente como para no tiritar o sufrir una conmoción.
Preparó los elementos necesarios para una comida, incluyendo agua en un cazo sobre la estufa, una cerilla junto a la superficie de rascar, y cinco cucharaditas de azúcar en una taza con té y una cucharilla. Disponía tan sólo de una docena de porciones de chocolate, pero dejó dos junto a la taza del té. Comió lo que había quedado de una lata de sardinas abollada, tiró los restos y lamió el aceite de los dedos. Luego se cortó un trozo de queso y bebió un litro de agua. No tenía sed, pero sabía que necesitaría líquidos.
Mientras aguardaba a que el agua le recorriera todo el sistema, para no tener que levantarse luego de la cama caliente, se puso muchas capas de calcetines y suéteres y un gorro de lana. Luego se dirigió a la ventana y orinó en el vacío, tras lo cual se sintió momentáneamente caliente.
Después de cerrar el portón, los delgados rayos de luz atravesaron la oscuridad e iluminaron enormes cantidades de polvo plateado y enloquecido. Alessandro se sentó en la cama y roció la herida con alcohol. Las tijeras habían penetrado algo más de un centímetro. De no haber tenido una dura capa muscular en aquella parte del pecho, la punta probablemente había alcanzado al corazón.
Durmió durante tres días, pero pensó que había descansado mucho más. Al despertar apenas podía moverse y ardía como un horno. Las mantas eran cómodas y calientes, pero el rostro estaba frío y la nariz helada. Caía en el sueño y volvía a despertar, y su respiración era poco profunda y agitada. Cuando retiró las mantas, se sintió mareado. Con grandes dificultades y un fuerte dolor, se ató las botas, y antes de ponerse el abrigo inspeccionó la herida. Aunque el corte era pequeño y había cicatrizado, aún subsistía el riesgo de infección.
Mientras tomaba un té, recordó que su sueño se había visto poblado de otros sueños, pero no consiguió recordar nada acerca de ellos, aparte de que era como si viajara a través de una galería de arte en la que los colores envolvían a los visitantes.
Se dispuso a iniciar las reparaciones, empezando por el teléfono. El puesto de observación era valioso en el desarrollo de la guerra allí abajo, y dado que el enemigo sabía que el atentado había fracasado, debía de suponer que él seguía transmitiendo mensajes. Al menos eso parecía, según el curso de sus despliegues, los cuales seguían siendo estáticos y a la defensiva. Alessandro pensó que les debía lo que ellos estaban esperando.
Antes de intentar volver a montar el teléfono tenía que deducir su funcionamiento y obtener cualquier elemento añadido que pudiera necesitar para completarlo. Primero fabricó pegamento. Durante dos días se quedó sin comer ni beber nada caliente, a fin de utilizar el combustible para fundir la goma de las encuadernaciones de los libros, que transformó en un líquido viscoso añadiéndole azúcar, pasta y queroseno. En teoría, el queroseno se evaporaría después de aplicar la mezcla y la goma cuajaría.
Sacó todos los clavos de las pequeñas cajas de municiones, astilló la madera para utilizarla como tablillas, y buscó alambres de diámetro lo bastante delgado para poderlo utilizar para atar componentes o hacer empalmes. Estos los encontró, mucho después de haber renunciado, en torno a las lentes cilíndricas del objetivo del telescopio, que había desmontado en busca de goma.
Mientras reunía herramientas y materiales, empezó a solucionar los problemas mecánicos, abriéndose paso a partir de las partes que se utilizaban para hacer funcionar el aparato: el micrófono y las piezas del auricular, la manivela y los timbres. Hablaba consigo mismo para asegurarse de que recordaba sus razonamientos, procurando evitar alguno realizado con excesiva facilidad, y para darse ánimos. Al final resultó fácil. Había que llenar el micrófono, que se había vaciado, con los granos de carbón que había recogido concienzudamente en una taza después de las explosiones. A medida que un pequeño diafragma de cobre vibraba con la presión de la voz, aquellos granos se comprimían o descomprimían, transportando más o menos corriente. Ésta, que debía de ser muy suave, al parecer se dirigía hacia un repetidor en forma de carrete, el cual la bombeaba antes de emprender el viaje montaña abajo.
El primer paso consistió en adherir con pegamento el cuenco que contenía los granitos y colocar éstos otra vez. Luego restauró las conexiones con el repetidor, volvió a enrollarlo y lo montó, utilizando clavos, alambres y astillas. Utilizó el mismo procedimiento para el auricular, el cual consistía en un imán junto a un diafragma metálico, y rebobinó los carretes magnéticos.
Eso le llevó varios días, ya que había que enderezar las piezas, reformarlas, encajarlas, organizarías y colocarlas. Cuando todo aquello estuvo terminado y el teléfono quedó sobre la mesa, su aspecto era frágil y patético, pero no disponía de tiempo, materiales ni humor para desmontarlo otra vez e intentar un nuevo sistema. Casi le había llevado una semana ponerlo a punto y le quedaba menos de una semana para que finalizara su turno. Tanto si funcionaba como si no.
Se lo quedó mirando fijamente, temiendo incluso tocarlo. Luego, convencido de que había fracasado, cogió el auricular y dio vuelta a la manivela.
—¿Dígame? —contestó una voz, claramente sorprendida.
—¿Puedes oírme? —preguntó Alessandro, también sorprendido.
—¿Quién llama?
—¿Me oyes?
—Sí, te oigo. ¿Quién eres?
—Yo —contestó Alessandro.
—¿Y quién eres tú?
—Alessandro. Alessandro Giuliani. He arreglado el teléfono.
Después de una larga pausa, el soldado del otro lado de la línea dijo:
—Creíamos que habías muerto.
En aquel mismo momento, Alessandro se quedó electrificado, como si un rayo hubiera dado en el cable del teléfono o el fuego de San Telmo hubiera llenado la cueva, pues parte del sueño que no podía recordar se le reveló con toda su fuerza.
Dado que nunca había volado en un avión ni en un globo, no podía haber visto Venecia desde arriba, ya que, a diferencia de muchas otras ciudades italianas, Venecia no tenía montañas ni colinas lo bastante cerca para permitir aquella visión. Sin embargo, en su sueño sobrevolaba Venecia trazando un círculo amplio, al tiempo que se sentía presionado hacia abajo por la fuerza centrífuga del propio giro.
Desde lo alto la ciudad era de color naranja, sus canales centelleaban bajo el sol con colores azules, azul verdosos, o incluso blancos tras las lanchas a motor, que saltaban como perros sobre el agua. Alessandro podía distinguir cada detalle de la ciudad, cada color, y el vertiginoso azul sobre el cual planeaba.
Las calles eran desfiladeros en sombra, cuyo suelo quedaba iluminado de vez en cuando por el sol que inundaba las plazas, o cuando aquéllas se ampliaban en las curvas en dirección al sol. Los tejados de color rosa y anaranjado estaban calientes, bañados por el cálido brillo de la luz solar. Alessandro nunca había visto nada parecido a aquella ciudad en forma de escarabajo, que flotaba sobre el agua, impregnada con la belleza y el paso del tiempo, y que parecía ser la fuente de toda vitalidad.
Aunque todo un destacamento se vio obligado a acarrear madera y encender una gran hoguera, a Alessandro se le permitió tomar una ducha de agua caliente que duró casi una hora. El agua de un arroyo glacial se calentaba sobre unos enormes troncos de abeto que restallaban como disparos de fusil. El vapor de la ducha se mezclaba con la niebla y el humo resinoso del fuego, meciéndose luego sobre las trincheras y los refugios subterráneos.
Alessandro se afeitó y se puso ropa limpia. Dado que no tenían nada más para darle, llevaba el uniforme de las tropas alpinas: botas claveteadas, polainas blancas, pantalones y chaqueta de lana verde, con cordoncillo y cuello escarlata, y un sombrero con una pluma. Aquellas ropas eran más lujosas y calientes que las del ejército, pero mucho menos cómodas. Después de cenar una sopa y perca a la plancha, salió al aire de la noche: las estrellas titilaban en medio de los lagos que se formaban en las nubes cuando pasaban por debajo de las agujas y las torres del circo.
En una amplia depresión donde convergían varias trincheras, dos docenas de soldados de infantería y unos cuantos oficiales se habían reunido en torno a una hoguera. Giraban lentamente sobre sí mismos, a fin de calentarse por todas partes, y sus caras se iluminaban con los reflejos fluctuantes que danzaban con lenguas oscuras atraídas desde la oscuridad de la noche.
Muchos de aquellos hombres exhibían bigotes hirsutos y los ojos hundidos y brillantes de los soldados de infantería en el frente. Sus abrigos estaban cruzados por correajes y bandoleras, y el fusil que colgaba de sus hombros tenía la bayoneta apuntando hacia arriba, formando un ángulo parecido al de la única ala que le quedara a un ángel herido.
Alessandro se acercó al fuego y extendió las manos. Su rostro brilló bajo el resplandor del fuego y su nueva camisa no tardó en impregnarse con el olor dulzón del humo. Los otros soldados lo miraban cuando él no se daba cuenta, pues la historia de lo que le había sucedido se había ido exagerando a medida que recorría las filas.
El viento silbaba a medida que empujaba bancos de niebla tan espesa que a veces ocultaba la hoguera, y el techo de nubes volaba lo bastante bajo para captar el resplandor del fuego. Cuando los soldados no se perdían entre las deshilachadas madejas de niebla, a lo lejos distinguían el circo de montañas como si fuera una bahía de aguas negras.
Se habían reunido en torno a la hoguera para calentarse antes de meterse en los fríos jergones. Algunos dormían sobre tarimas de madera en húmedos fortines, y los que estaban en la primera trinchera lo hacían sobre el barro, encogidos entre sus mantas, tiritando.
Detrás del circo, una bengala surgió de las líneas austríacas formando un arco luminoso, y cuando se abrió el paracaídas, el resplandor se transformó en un sol que oscilaba con el viento mientras caía, deslizándose lentamente hacia la izquierda, lejos de la cara rocosa contra la cual proyectaba su luz.
El vientre de las nubes reflejaba aquel resplandor, como si el sol fuera a elevarse en medio de la oscuridad, cuando otro destello trazó un gracioso arco balístico, hasta que el paracaídas se abrió y empezó a oscilar de un lado para el otro. Luego se produjo otro destello más. Los tres cohetes flotaron graciosamente bajo sus propios reflejos en las nubes, quemando como lamparitas de altar, proyectando sombras espectrales en los elevados picos, hasta que el viento se los llevaba al otro lado de una aguja.
Se lanzó una nueva serie de bengalas, pero ya resultaban más difícil de ver desde las líneas italianas, ya que jirones de nubes amortiguaban su luz. Dos oficiales penetraron en la oscuridad más allá de la hoguera, elevaron sus prismáticos, y examinaron la cara rocosa. Los austríacos habían empezado a disparar contra las mismas montañas. Aunque algunos deslizamientos de rocas seguían al impacto de sus proyectiles, la cara del Schattenhorn, su objetivo, seguía firme y lisa.
Los austríacos iluminaban y atacaban la escarpa que Alessandro y Rafi habían escalado en dos ocasiones. En ella, una enorme grieta arqueada llegaba casi hasta la cumbre, con amplias repisas y huecos formados por salientes. Era el pico ideal para escalar con tiempo inseguro, pues proporcionaba refugios contra las tormentas que solían azotar la cara noreste. En una ocasión, Alessandro y Rafi habían contemplado desde el interior de uno de aquellos huecos cómo una tormenta de rayos y truenos atacaba la roca con destellos cegadores e impactos ensordecedores, sin conseguir nada en absoluto.
—¿Qué pretenden? —preguntó Alessandro a uno de los oficiales, al cual no pareció importarle que se saltara las ordenanzas, y que le contestó sin bajar siquiera los prismáticos.
—Intentan provocar la caída de rocas o hielo sobre uno de los nuestros. Nosotros podemos verlo, en cambio ellos no, ya que se ven obligados a mirar hacia arriba en un ángulo demasiado inclinado. Están fallando por unos cincuenta metros. Aun así, va a morir.
—¿Por qué? —preguntó Alessandro.
—A él le hirieron durante el día, y a su compañero lo mataron. Pero él consiguió arrastrarse hasta un hueco sobre un saliente de forma que los austríacos le perdieron la pista. Sin embargo, anoche nos hizo señales y el enemigo lo vio. Ahora intentan derribarlo. Había escalado hasta allí para establecer una posición detrás de sus líneas.
—¿Y por qué hizo señales?
—Cuando retrocedió por el saliente, allí donde los austríacos no pudieran ver su vela, nos explicó la historia de su vida. Está herido, y su compañero ha muerto. Todavía cuelga de su aseguramiento, unos veinticinco metros más abajo. A él le hirieron en el muslo, pero nos dijo que no fuéramos a buscarlo, porque habrá muerto antes de que lleguemos allí.
»En todo caso, sabe que no lo conseguiríamos. Está donde la grieta se inclina hacia la izquierda. La travesía hasta él es la parte más dura de la ruta; cuando llegáramos a su lado ya sería demasiado tarde. De todos modos, eso apenas importa, pues aunque siguiera con vida habría que bajarlo fuera de la ruta, y si lo lograra caería justo sobre las trincheras enemigas. Dice que sabe exactamente dónde se encuentra, y que no hay clavijas ni aseguramientos naturales por debajo de él.
—Está mintiendo —dijo Alessandro—. Si sabe dónde se encuentra, entonces tiene que saber que hay una magnífica ruta de clavijas hasta abajo. Conozco la cara del Schattenhorn. Él se encuentra justo en la línea de retirada.
—Entonces, ¿por qué ha mentido?
—Porque piensa que matarán al que vaya a buscarlo.
—Tiene razón. Además, el comandante lo ha prohibido.
—¿Me permite mirar con los prismáticos?
Entre las rocas descubrió una grieta que le resultaba familiar, y que subía unos mil metros. Bajo el resplandor de las bengalas al alejarse, Alessandro la siguió hasta la travesía que él conocía, y luego al saliente que había detrás, donde el escalador herido pasaba en aquellos momentos su segunda noche, si aún seguía con vida.
—Es una lástima —comentó Alessandro—. No voy a poder llegar hasta él.
—El frío se lo llevará, si es que no lo ha conseguido ya —comentó el oficial—. Anoche le preguntamos si quería un cura, y lo rechazó. ¿Qué tipo de ritos finales podría seguir, a través de la parpadeante luz de las velas?, nos preguntábamos. Pero éste no era el motivo de que lo rechazara. Al cabo de un rato empezó a hacernos señales otra vez, y nosotros apenas podíamos creerlo…
—¿El qué? —preguntó Alessandro.
—Quería a un rabino. ¿Te imaginas? ¡Un judío entre los alpinos! Está perdido.
A medida que Alessandro avanzaba entre la niebla por un campo nevado, pensaba que el ejército ni siquiera se preocuparía de enviarlo a Stella Maris, sino que lo colocaría directamente ante un pelotón de fusilamiento. Pero eso ya importaba muy poco. Bajo aquellas circunstancias, con su falta de entrenamiento en la escalada y el fuego enemigo, el ejército no tendría ocasión de fusilarlo.
El círculo se cerraría, excepto por lo que se refería a Luciana. Ésta sobreviviría y criaría niños que serían tan fuertes como potrillos, los cuales creerían que la guerra era un cuento de hadas o un sueño. Alessandro y todos los demás serían fantasmas: imágenes mudas en fotografías que la gente pronto no vería, por mucho que las mirara.
Aunque acarreaba el peso de doscientos cincuenta metros de cuerda para rappel y demás equipo, avanzaba rápido sobre la nieve. Había desechado la chaqueta de los alpinos por un simple suéter, pero el ejercicio de avanzar le mantenía caliente. Entre los boquetes que se producían en la niebla al pasar silbando por su lado, distinguió lo que parecía una patrulla austríaca. Avanzaba lentamente frente a él, pendiente abajo y lo bastante lejos para que no se vieran más grandes que una bala de fusil. Aparecieron momentáneamente en el claro, pero luego se desvanecieron.
Para evitarlos bastaría con desviarse a la derecha y dejar que ellos continuaran por la izquierda, pero tenía prisa y le atraía el posible enfrentamiento. Desenfundó la pistola que había utilizado en el puesto de observación. Sin alterar su paso, avanzó en dirección a los otros, que al verlo se detuvieron. Lo observaron confusos, pues iba solo, muy cargado, a paso rápido y sin hacer el menor gesto para ocultarse. A medida que se acercaba, descubrieron que no llevaba fusil.
Pensaron que podía ser uno de los suyos, o quizás un loco neutral —un indonesio o un peruano que recorría el frente en una noche de invierno—, y no se alarmaron, pues ellos eran cuatro, armados con fusiles, y él era sólo uno y sin fusil.
—¡Oye! ¡Oye! —lo llamaron.
Luego, al ver que no contestaba y que seguía acercándose, se miraron unos a otros entre sus capuchas de pieles y sus abrigos llenos de adornos, y casi simultáneamente decidieron que lo mejor sería dispararle.
En el instante en que sus cuerpos efectuaron el movimiento característico de descargar el fusil —un ligero desplazamiento de la cadera, rápidamente rectificado—, Alessandro levantó la pistola y empezó a disparar.
La patrulla se dispersó con tal rapidez colina abajo, que cuando él cruzó sus huellas los otros ya estaban muy lejos. Entonces se sumergieron entre la nieve y empezaron a dispararle, pero las nubes ya lo habían ocultado. Cuando éstas se disiparon, resultaba imposible distinguir su oscura silueta contra el negro cielo, ya que éste sólo servía para resaltar las estrellas.
A las once llegó bajo la pared. En vez de detenerse a reflexionar en el frío, se quitó el cinto de la pistola, se colocó un arnés en torno a las piernas y la cintura, distribuyó el equipo, tomó un poco de chocolate y un sorbo de agua, y se puso los guantes: de ante y forrados de lana, lo bastante delgados y flexibles para notar el tacto de la roca. Con la esperanza de que el piso y los salientes de la grieta de mil metros que se disponía a escalar estuvieran realmente limpios de nieve, inició la ascensión.
Se precisaban semanas y meses para acostumbrarse a la escalada. De lo contrario se perdía gran cantidad de energía adhiriéndose a la roca, manteniendo demasiado tiempo una presa segura, procurando no estar demasiado rígido y preocupándose. Al cabo de un tiempo, el escalador se habituaba a las montañas y con un mínimo esfuerzo podía conseguir aquello que antes le exigía el máximo, ya que poco a poco la altura dejaba de imponer respeto. Permanecer de pie al borde de un precipicio de dos mil metros se hacía tan cómodo como permanecer sentado en un sillón de mimbre en Capri, pues resultaba posible adquirir parte del aplomo que permite que una cabra montés permanezca horas en una diminuta cornisa sobre el abismo.
Alessandro se vio sumergido en ese estado mental casi de inmediato. Aunque hacía frío y las placas de nieve sobre las que tenía que arrastrar se crujían como cuentas de cristal, su cuerpo estaba caliente. Cuanto más rápido iba, más calor notaba. La cara le ardía y notaba húmeda la capa interna de los guantes.
Estaba oscuro y podía ver a muy poca distancia por encima de él, pero sí lo bastante para avanzar rápidamente por una roca que le resultaba cómoda, sólida y familiar. Sólo cuando tuvo que utilizar el piolet para cruzar una placa de nieve dura que sobresalía en el aire y era demasiado compacta para hacerla saltar de un puntapié, comprendió que no lo había previsto con antelación, y por un momento, como si despertara de un sueño, empezó a evaluar de nuevo sus posibilidades, imaginando que podría bajar a Rafi. Clavó el piolet en la nieve, que brillaba débilmente bajo la luz de las estrellas, y volvió a sumergirse en el placer absoluto por el cual había salido, no a consecuencia de la reflexión y la esperanza, sino únicamente de la actividad y la osadía.
Mucho antes de la guerra, Alessandro y Rafi habían ideado un sistema de autoaseguramiento para la escalada en solitario. De haber podido tomarse su tiempo, lo habría utilizado en aquella ascensión, pero al tener que llegar a Rafi cuanto antes y querer estar lo más arriba posible al amanecer, fuera del alcance de los cañones, decidió emplearlo únicamente en los tramos más expuestos de la ruta.
Efectuaría la escalada sin protección hasta que sintiera la necesidad de asegurarse. Entonces clavaría una clavija en la roca y pasaría por ella un mosquetón equipado a propósito con dos anillas de cinta, que se tensaban perpendicularmente desde el centro de la puerta del cierre hasta el vástago del mosquetón directamente opuesto. La cuerda correría entre la anilla de cinta fijada en el vástago y el punto donde la puerta de cierre se apoyaba en el vástago. Si el escalador caía, la cuerda rompería la cinta de abajo, colocaría el mosquetón en la posición adecuada y permitiría que la puerta se cerrara. En caso de no caer, un brusco tirón desde arriba rompería la misma cinta, movería la cuerda más allá de la puerta y posicionaría la segunda anilla en el ojo de la clavija, de modo que otro tirón la rompería y liberaría el mosquetón. La segunda cinta debía estar siempre adecuadamente alineada a fin de que la mochila y las cuerdas del escalador, que colgaban de un mosquetón en una corredera corta, proporcionaran resistencia y fuerza correctora.
Con la ruptura de la segunda cinta se ocluiría la puerta de cierre del mosquetón y el escalador podría recuperarlo todo excepto la clavija, que permanecería en la roca. Únicamente estaba limitado por el número de clavijas que pudiera acarrear, pues desde cada aseguramiento tan sólo podía escalar cinco metros, ya que una caída de más de diez metros soltaría la clavija, rompería la cuerda o quebraría la espalda del escalador.
Alessandro escaló con facilidad amplios salientes notablemente despejados de nieve. Era tal la oscuridad que apenas veía lo que había debajo y, privado del vértigo de la visión, tanto por la falta de luz como por la niebla que parecía mantenerlo en todo momento a nivel del suelo, su ascensión era extremadamente rápida. Antes de la guerra, había denominado «ascensión irreflexiva» aquel tipo de escalada. Con la ilusión de la subida, al escalador tan sólo le preocupaba la presa que venía a continuación, y no precisaba que ésta fuera tan resistente como si hubiese tenido que quedarse en ella.
De esta manera, Alessandro siguió la ascensión durante más de trescientos metros, hablando libremente consigo mismo, descartando presas tan pronto como las había utilizado, respirando hondo y renunciando a descansar cuando llegaba a una plataforma segura o a una senda a lo largo de la grieta. En cambio, lo que hacía era correr hasta el final, en donde reanudaba la escalada sin recuperar el resuello.
Se detuvo al comienzo de la parte más dura de la ruta, que él y Rafi habían denominado la chimenea invertida. Allí la grieta se interrumpía, prosiguiendo inclinada hacia la izquierda y luego vertical unos cincuenta metros, antes de reanudar su curso otra vez en pendiente. Durante cuarenta metros de subida vertical, la grieta no era excesivamente difícil. Tenía la medida justa para el avance en chimenea, y además miles de escalones que parecían peldaños. Sin embargo, los primeros diez metros en que la ruta se hacía vertical estaban abiertos a la izquierda, en forma de tubo.
Eso requería una perfecta colocación de manos y pies, gran fortaleza física y estatura. Rafi, que era mucho más alto que Alessandro, la había realizado como primero, bien asegurado, a plena luz del día, y sin hielo ni nieve. Incluso en aquella ocasión había sido difícil.
Después de soltar la mochila y la cuerda, Alessandro desenfundó el martillo y probó un grueso pitón que ya habían clavado en la roca. Luego preparó su autoaseguramiento, se sujetó y se volvió hacia la parte abierta de la chimenea.
En la otra cara de la chimenea había una costra de hielo y Alessandro estaba convencido de que iba a fallar. En las otras dos ocasiones, Rafi había sido el primero y Alessandro el segundo. Aun así, le habían dolido brazos, estómago y muslos, pero no había caído.
Empezó con mucho cuidado y reflexión. Las presas eran estrechas, algunas bloqueadas por el hielo, y pronto llegó al punto donde la gravedad tiraba de él hacia atrás, fuera del lateral de la chimenea. Aunque intentó controlar todos sus músculos, éstos se estremecieron como si pareciera un ataque. Cinco segundo más y caería montaña abajo… Si la cuerda era capaz de resistir, sin duda viviría, pero las costillas probablemente se le romperían; pero, aunque no sufriera heridas, tampoco podría volver a subir, con lo cual quedaría colgando de la cuerda hasta morir.
Transcurrieron dos segundos. Estaba a punto de aceptar lo peor. Miró hacia arriba. Justo encima de donde llegaba con la mano había el ojo de una clavija: alguien había ascendido por aquella chimenea de forma más mecánica que él y Rafi. La clavija estaba clavada recta. Alessandro no tenía forma de saber si iba a resistir —apenas alcanzaba a verla—, pero no disponía de ningún otro recurso.
En el último instante, respiró hondo para detener el temblor. El precio de todo aquello era que no podría mantener su posición. Sin un solo ruido, empezó a girar desde la roca, con el pie firme en el soporte. Había empezado a caer, pero para transformar la caída en un salto aún disponía de un instante, de la fracción de un segundo, y lo aprovechó.
Lanzó un grito, que sirvió para relajarle los pulmones y darle mayor flexibilidad, y con la mano se agarró a la clavija. Tanto su impulso hacia arriba como el beneficio marginal de haber agarrado la clavija le proporcionaron el tiempo necesario para pasar el dedo corazón por el ojo de ésta.
Por un instante se encontró colgado de un dedo sobre el precipicio. Esto, por supuesto, no podía prolongarse, así que curvó todo su cuerpo, como una oruga retrocediendo sobre un hilo invisible, a fin de apoyar las piernas en el lado opuesto de la chimenea.
Los pies golpearon contra la roca y desprendieron un carámbano de hielo, que cayó sin ruido alguno mientras él volvía a descender para quedar colgando de un dedo. Una vez más se dobló hacia arriba e impulsó las piernas hacia fuera. En esta ocasión encontró una presa por debajo de la clavija, la agarró con la mano izquierda y la utilizó para izarse.
Los pies entraron en contacto sólidamente con la otra pared de la chimenea. El carámbano se había formado porque estaba implantado en un ángulo lo bastante grande para sentarse en él. Allí las botas claveteadas de Alessandro se instalaron con firmeza.
Sin atreverse aún a soltar la clavija, sin embargo empezó a reptar por la pared con la mano izquierda. Cuando encontró una presa lo bastante resistente, soltó la clavija y trasladó la mano derecha hacia ella. Utilizó los músculos del abdomen para izarse, presionando con fuerza contra la pared que tenía ante sí, aunque la mayor parte se hallaba cubierta de hielo totalmente liso.
Finalmente, cuando se hallaba colocado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, encontró una repisa con una pequeña muesca en la parte interna. Se agarró a ella con la mano derecha y con la izquierda encontró una hendidura, dentro de la cual embutió tres dedos. Luego giró los pies hacia la pared en donde se sostenía y trepó hasta que se afianzaron en una nudosidad de la roca, después de lo cual empezó a subir recto por la chimenea.
Al amanecer, cuando las nubes se elevaban y luminosas coronas de nieve impulsadas por el viento azotaban furiosamente el azul del cielo, llegó junto al compañero de Rafi, que colgaba de una cuerda y se mecía suavemente bajo la brisa. Alessandro no podía ver su rostro ni sus manos. El único rasgo humano en él era una bota que apuntaba al aire. Se había cubierto la cabeza para mantenerse caliente y la capucha estaba cubierta de hielo.
Si Alessandro cortaba la cuerda, el cuerpo se estrellaría contra los salientes y podría desaparecer en el río que corría junto a la base de la escarpa. Si no lo hacía, colgaría en el aire durante meses, hasta que la cuerda se pudriese o se rompiera por el roce contra la roca a medida que el cadáver se movía con el empuje del viento. Luego, cuando chocara contra los salientes o contra el suelo, se haría pedazos. Las posibilidades de recuperar el cadáver, por muy escasas que fueran, eran mejores ahora, y podía permitir que una mujer en Padua o Verona hallara la tranquilidad, o que un anciano en Milán terminara sus días en paz. Alessandro sacó su navaja de bolsillo de un solo filo y cortó la cuerda con ocho golpes secos. El cuerpo cayó sin ningún tipo de sonido. Primero estuvo allí, a un metro por debajo de él, y de pronto desapareció.
Cuando llegó donde se encontraba Rafi, la luz era muy intensa. Su amigo estaba completamente quieto, encogido en posición fetal, con la espalda apoyada en la roca y la mochila sobre su costado, a modo de manta provisional.
Alessandro avanzó de rodillas a lo largo del saliente. Se inclinó hacia delante, junto a Rafi, y le descubrió la cara.
—Rafi —le llamó, sacudiéndole.
Pero Rafi siguió con los ojos cerrados.
Con manos temblorosas, heladas, Alessandro sacó de su mochila un diminuto frasco de aguardiente, desenroscó el tapón y lo acercó a los labios de Rafi, pensando que el ardor del alcohol podría despertarle.
—Rafi —suplicó, mientras acariciaba las frías mejillas de su amigo.
Mientras el aguardiente se derramaba por la barbilla de Rafi, Alessandro lo sacudió con rabia. Estaba convencido de que podía ver cómo el pecho de su amigo subía y bajaba. Abrió la chaqueta de Rafi y metió la mano allí dentro. El corazón estaba parado, la piel congelada.
Alessandro estaba tan agotado que, sin asegurarse, se tendió sobre el saliente y se quedó dormido. El sol era tan intenso, que se vio obligado a cerrar los ojos para evitar el deslumbramiento. Si durante el sueño se hubiese dado la vuelta, habría volado.
Cuando se despertó, el viento se había detenido y el sol golpeaba con fuerza su bronceado rostro. Se volvió hacia Rafi. Alessandro quería llevárselo a casa y creía que podía hacerlo. Todavía era por la mañana, el tiempo era cálido, sus manos no estaban congeladas y él disponía de toda la cuerda que precisaba.
La parte más difícil de los mil metros de rappel sería separar los brazos de Rafi para poder pasarle la cuerda en torno al pecho. El cuerpo estaba rígido. Tirar de las muñecas no serviría de nada: la separación se interrumpiría a la altura de los codos, que se doblarían, y la parte superior del brazo seguiría tal como estaba. Alessandro tuvo que utilizar el piolet para hacer palanca y separar los brazos. Manipular el cuerpo de Rafi como si fuera un tronco o una tabla le pareció horrible, nauseabundo y triste. En las novelas o en el teatro, los cuerpos se trataban con delicadeza: una suave caricia, un beso, el ligero aleteo del sudario cayendo ingrávido sobre el rostro del difunto, con un soplo de aire apenas perceptible. En la literatura de la Antigüedad, los cadáveres se manejaban con mayor delicadeza que a los recién nacidos. Sin embargo, en una sola mañana, Alessandro había arrojado uno por un precipicio de mil metros de altitud, entre rocas y hielo, y estaba forzando los brazos de otro haciendo palanca con un piolet. A parecer, sólo Dios estaba preparado para cuidar de los muertos, levantarlos sin hacerles daño y moverlos sin deshonrarlos. «El alma voló hace tiempo, y yo simplemente cumplo con mi obligación», se dijo Alessandro.
Pidió disculpas al pasar la cuerda alrededor de Rafi y atarla detrás de las paletillas, y pidió perdón por lo que se vería obligado a hacer. La ruta de clavijas y salientes que ellos habían utilizado para su retirada se hallaba a unos veinte metros por debajo de la travesía. Era una bajada perfecta, con clavijas situadas a intervalos de modo que al final de cada rappel había un saliente lo bastante ancho para detenerse en él.
Tendría que bajar el cuerpo de Rafi de donde estaba, y balancearlo como un saco de arena hasta alcanzar la línea de descenso. Eso haría que el cuerpo golpeara contra las rocas, lo cual le parecía algo inconmensurablemente cruel. Alessandro se cargó la mochila y escaló hacia la línea de retirada.
Por vez primera, la roca no le pareció desagradablemente fría. La grieta se hallaba protegida y sólo de vez en cuando las brisas la recorrían a lo largo, para volver a saltar hacia el abismo, después de haber levantado el sudoroso cabello de Alessandro y enfriarle la cabeza. Se detuvo en dos ocasiones, una para ponerse el sombrero y otra para quitárselo, y al hacer esto último se le cayó. Sólo después de haber caído durante un minuto, desapareció de su vista.
Cuando alcanzó la línea de retirada, el sol y la angulación de la roca permitieron que el enemigo lo descubriera al moverse por encima de ellos y no perdieron el tiempo. Pronto unos impactos huecos resonaron por el circo montañoso, enviando hacia abajo torrentes de hielo y nieve desprendidos. Los austríacos todavía utilizaban proyectiles de fósforo que habían apilado junto a los cañones la noche anterior, y cuando estallaban, unos tentáculos de humo blanco en forma de estrella se elevaban sobre los vientos que soplaban desde abajo. El frente italiano replicó con un contrafuego, que no logró disuadir a los austríacos de que siguieran disparando e hizo que las montañas vibraran todavía más.
Bajo el bombardeo, la resolución de Alessandro fue en aumento y las vibraciones que los estallidos le producían en el pecho lo despertaron como ninguna otra cosa habría conseguido. La clavija que había al inicio de la línea de retirada estaba sólidamente clavada. Doscientos metros más abajo, casi fuera de la vista, había un amplio saliente. El sistema para hacer un rappel de doscientos metros consistía en utilizar un cordino, que los alemanes, y sólo ellos, denominaban Reepschnur. En vez de doblar la cuerda de rappel, se utilizaba este cordino para tirar de ella y pasarla por la anilla de rappel que colgaba del mosquetón. El final de la cuerda estaba atado con un nudo en forma de ocho, para que ésta no pasara por la anilla, y se ataba el cordino en torno al nudo de la cuerda y la anilla. Tirando luego del cordino, se podría pasar por ésta doscientos metros de la cuerda más gruesa, siempre que el artilugio no se rompiera debido al peso y la fricción de los primeros tirones para recuperar el equilibrio. Si se rompía, entonces la única solución consistía en volver a subir utilizando lazos prusik. Llevaría horas hacer todo esto a lo largo de doscientos metros. Alessandro confiaba en que el cordino resistiera, aunque era más delgado del que normalmente habría utilizado; sin embargo, era el único de que disponía.
Pasó la cuerda a través de la anilla de rappel que había instalado en el mosquetón con una corredera y, cuando estuvo tensa, tiró con fuerza para sacar a Rafi de la repisa. Pareció como si la bajada de Rafi durase todo el tiempo del mundo. El cuerpo golpeaba contra la cara rocosa, giraba y cogía velocidad. Alessandro se inclinó hacia atrás, colgando sobre el abismo, para resistir el tirón. El peso que pasaba por debajo de él, balanceándose de un lado al otro, era el hombre con quien Luciana iba a casarse.
Los austríacos quizá no sabían de qué se trataba, pero aun así dispararon contra él y, si bien no le alcanzaron, las bombas hicieron impacto a medio camino en la pared, como si pretendieran obstruirles el paso.
Alessandro fue bajando a Rafi hasta la primera repisa. Tenía que hacerlo lentamente, y cada par de minutos se veía obligado a detenerse por miedo a que la anilla de rappel se calentara demasiado con la fricción y quemase la cuerda.
Cuando Rafi llegó al saliente, Alessandro no logró maniobrar para depositarlo allí. El cuerpo se balanceaba medio encima y medio fuera de la repisa, y seguiría moviéndose de un lado al otro mientras el viento empujara la cuerda e hiciera girar a Rafi sobre su delicado eje. Eso significaba que la cuerda tendría que soportar el peso de Rafi y el de Alessandro, y que permanecería rígida e inflexible mientras pasaba a través de las barras de freno que Alessandro había formado con cuatro mosquetones.
Ató el cordino y lo tiró hacia abajo. Éste despegó lo mismo que un chorro de agua saltando de una escarpa, en oías que sobrepasaban otras olas por encima de las primeras, y que a su vez eran sobrepasadas por otras. Cuando hubo preparado el frenaje de rappel, dio un paso hacia atrás, sobre el vacío.
La tensión que Rafi ejercía sobre la cuerda —en realidad tres cuerdas atadas entre sí—, y el peso de la misma cuerda, provocaron un efecto que Alessandro no había intuido. No sólo la mantenían tensa, sino que se apoyaba en la roca, de modo que él podía utilizar sus pies no únicamente para apartarse, sino también para empujarse hacia atrás y ejercer tensión en las barras de freno. Descendió lentamente por la rocosa pared, hacia las bombas que estallaban por debajo de donde se encontraba.
Cuando llegó al saliente de la repisa, empujó a Rafi para depositarlo allí encima, lo desató, retiró de la cuerda las barras de freno y tiró de la cuerda de recuperación. Aunque al principio tuvo que tirar con todas sus fuerzas y colgarse del cordino, el sistema funcionó.
A continuación tuvo que aguantar la caída de doscientos metros de cuerda sobre él, que le azotó con golpes rápidos e inevitables. La sensación era como si le estuviese golpeando una multitud. La segunda mitad de la cuerda cayó fuera del saliente y bajó por la escarpa. Cuando el extremo pasó por su lado, el alivio de Alessandro se transformó en pánico. La cuerda era muy pesada, caía a gran velocidad, y él había olvidado asegurarse. Si la cuerda tiraba con excesiva fuerza, lo arrastraría consigo. Por otra parte, si la dejaba escapar, se quedaría sin cuerda. Se enrolló el otro extremo en torno al brazo y aguardó el tirón.
Cuando éste se produjo, lo levantó de donde estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, y lo puso en pie. Casi lo lanzó por encima del saliente, pero Alessandro se inclinó hacia atrás y se enderezó dramáticamente, neutralizando la fuerza que tiraba hacia abajo.
A continuación se organizó rápidamente. Se movía a tal velocidad y disponía de tan poco tiempo, que en realidad empujó con el pie el cuerpo de Rafi por encima del saliente. Estaba sudando, las detonaciones de la artillería eran cada vez más intensas, y las bombas estallaban a un centenar de metros por debajo de él, a ambos lados de la cuerda. Los olores a pólvora, a lignito y a fósforo ascendían en nubes húmedas. Diez mil gaitas no habrían logrado elevar tanto su ánimo como el sonido de los instrumentos que perseguían su muerte. Tembló al instalar el freno de rappel y saltar fuera del saliente, así como al descender hacia las bombas que estallaban, pero no de miedo. Al disparar los cañones contra él, el enemigo le había hecho un gran favor, y mientras flotaba entre las explosiones se sentía como un hombre entre llamas.
Cuanto más fuertes eran los impactos, mayor era su satisfacción y más fácil le resultaba descender hacia allí. Al parecer, su instinto natural era la lucha. Los artilleros se interrumpieron unos instantes para ajustar la puntería y Alessandro siguió bajando tan rápido como le fue posible, y de la manera más desordenada, lo cual hizo que los complejos problemas de sus enemigos con la elevación de la puntería se triplicaran.
El primero de los cañonazos, después de rectificar, hizo impacto a su izquierda. El estallido lo ensordeció y la ráfaga de viento lo impulsó en sentido contrario a la explosión. Alessandro rozó contra la escarpa y giró suspendido en la cuerda. Como si se tratara de una lucha cuerpo a cuerpo, gritó al darse impulso para volverse contra la pared. El enemigo había acertado la altura exacta. Ahora todo cuanto necesitaban era un mínimo acierto en la puntería.
Alessandro aflojó el frenaje de rappel y cayó veinte metros de golpe. Los pies y las rodillas golpearon contra la pared, y cuando las manos se deslizaron por la cuerda al bajar, los guantes de ante desprendieron humo. La cuerda quemaba a través del ante y la piel se le desprendió de las palmas. Gotas de sangre cayeron como agua caliente de donde había permanecido un segundo antes. De arriba llovieron fragmentos de metralla y roca. A fin de mantener la velocidad, Alessandro se separaba de la pared cuando veía que el descenso se hacía más lento, y los mosquetones de las barras de freno se calentaron tanto que la cuerda humeaba al pasar por su interior. A pesar de las bombas que estallaban por encima de él, alcanzó el saliente de la segunda repisa, quedó hecho un ovillo al saltar junto al cuerpo de Rafi y, a pesar del dolor y la conmoción de la caída, lo primero que hizo fue retirar el freno de rappel de la cuerda.
Durante un cuarto de hora permaneció tendido sobre la repisa, mientras los austríacos lanzaban bombas contra la pared allí arriba, a fin de que cayeran sobre él fragmentos de roca y metralla. Eran más de las doce y, a pesar de que las umbrías grietas que había en torno al sitio donde descansaba estaban repletas de nieve y hielo, hacía mucho calor.
Tan pronto como hubo colocado la cuerda y lanzó el cordino, el enemigo empezó a disparar. Mientras bajaba a Rafi, distinguía los destellos del cañón en el centro del ánima. Con las manos en carne viva, por cada cañonazo veía estrellas de luz debido al dolor. Cuando Rafi llegó abajo, Alessandro lo siguió, dejándose caer más que practicando un rappel. Los impactos seguían su descenso pero los artilleros no giraban los engranajes del cañón con la necesaria velocidad para atraparlo.
Al aterrizar en el tercer saliente, sintió como si todos sus órganos hubieran estallado en su interior, y como si tobillos, piernas y brazos se hubieran roto. Sangraba por la boca, pero estaba decidido a llegar al final. Cada dos segundos tenía que escupir para aclararse la garganta. Recuperó la cuerda y soportó sus latigazos. Luego volvió a montarla, percibiendo casi con indiferencia que una de las explosiones se había llevado los pies de Rafi, y que un viscoso charco de sangre y linfa había rezumado de sus piernas.
—Esto ya se termina —dijo mientras empujaba a Rafi, como si al final éste pudiera comentar el descenso y, quizá, discutir al respecto.
Mientras lo bajaba, aguardó los cañonazos, pero los austríacos habían visto lo suficiente a través de sus telescopios para interrumpir el fuego mientras Alessandro luchaba por llegar a la base junto con su cargamento.
Las manos le dolían tanto, que sólo se le ocurría pensar si se las cortarían cuando llegase abajo. Sus ropas estaban recubiertas con sudor, sangre y polvo, la cara tiznada y el pelo enmarañado. Estaba como aturdido y descendió medio inconsciente los últimos veinte metros de cuerda.
Por fin se detuvo junto a Rafi, que colgaba con él del extremo de la cuerda, a cuatro o cinco metros sobre el río, meciéndose debajo de un alero. Allí ambos giraron lentamente, enfriándose bajo el soplo de las brisas que se desviaban al chocar con el agua helada de abajo.
Un centenar de austríacos embutidos en abrigos, gorras, prendas de piel de borrego y capas contemplaba en silencio a la masa medio viva y medio muerta que se bamboleaba a poca distancia por encima de ellos. La cabeza de Alessandro colgó hacia atrás al principio, como si estuviera muerto, pero luego la levantó y los observó. Estaban de pie junto a la orilla del río, con los fusiles apoyados en el suelo o colgando de sus espaldas.
Alessandro perdió el control de su vejiga y, al girar en la cuerda, un hilo de sangre volvió a salir por su boca.
—¿Podéis enterrarlo? —pidió, pero los otros no podían oírlo por encima de la espumosa agua.
Algunos colocaron la mano detrás de la oreja y hubo quienes se inclinaron hacia delante.
—¿Podéis enterrarlo? —repitió Alessandro.
Los otros asintieron afirmativamente.
Entonces Alessandro metió la mano en el bolsillo. La navaja aún seguía allí… Sabía que el agua estaría helada y cerró los ojos antes de cortar la cuerda.