VI

VI

Stella Maris

El mar era tan cálido como el agua del baño y las olas extraordinariamente altas para el Adriático en aquella época del año. El viento procedente de las montañas, seco, cargado de humo y al parecer impulsado por la luna, golpeaba las crestas de las olas como si éstas estuviesen formadas por luz y nieve. En aquella especie de agua esplendorosa, un nadador podía sentir la tentación de sumergirse, y el núcleo de la tentación no residía tanto en la calidad de las sensaciones como en la forma en que las aguas se movían, meciéndose continuamente, reuniéndose sin cesar con el viento y cayendo otra vez, entregadas incesantemente a una charla más juiciosa que cualquier acto voluntario.

Medio dormido, meciéndose blandamente sobre el blanco sonido de las olas, Alessandro dejó de nadar. Pero, en el preciso instante en que sus pensamientos regresaron a la posibilidad de abandonarse, se vio levantado por un golpe parecido a un latigazo, el cual lo lanzó contra la arena como si fuera un buen trozo de carne que arrojaran sobre el mármol de una elegante carnicería.

Con el viento castigándolo, se levantó para luchar contra las corrientes sumergidas. Al recuperar el equilibrio, salió a una playa desierta, barrida por un cálido viento que casi le había secado la ropa mientras se ponía las botas y que prometía secarle éstas antes de que hubiera podido cruzar el primer cerco de fuego.

El avance a pie resultó fácil. Había finalizado la cosecha de trigo, y los campos estaban llanos y sin arar, con tallos dorados que cubrían el suelo mediante una blanda alfombra, la cual resplandecía bajo la luz de la luna. Habían podado los olivos y Alessandro avanzó entre ellos como si lo hiciera por el sendero de un jardín.

Al cabo de media hora llegó a la primera barrera de fuego. Desde el buque, aquellas líneas parecían cables luminosos que se trenzaban a través de los campos. Parecía fácil saltar por encima de ellas, a pesar de que incluso desde el mar se distinguía la espesa cortina de humo que se levantaba de las morosas llamas.

Alessandro se sorprendió al descubrir que la altura de aquellas hogueras superaba la de un hombre, y que ardían formando un sólido frente más allá de donde alcanzaba su vista. A lo lejos, unas figuras en sombras parecían vigilar el lento avance de la barrera de fuego, aunque tenían antorchas encendidas en las manos, pues el motivo de su presencia no era controlar el fuego, sino simplemente atizarlo.

Aquella barrera, si bien no estaba trazada como una línea recta, era notablemente uniforme, a causa de la regularidad con que soplaba el viento. Resultaba tan abrasadora y deslumbrante, que Alessandro apenas podía ver a través de ella.

Se quedó dudando. ¿Podría pasar ileso a través de aquella barrera de fuego lo mismo que se pasa un dedo rápidamente por encima de la llama de una vela? Al principio realizó algunos acercamientos a modo de tentativa, pero hacía demasiado calor para soportarlo, y el viento empujaba las llamas en su dirección, obligándolo a retroceder.

Cuando se volvió para estudiar lo que hacían los granjeros, descubrió que de vez en cuando alguna de las antorchas corría hacia las llamas y desaparecía en su interior, y que otras veces el muro de fuego escupía una gota encendida: un hombre empuñando una antorcha.

Alessandro empezó a correr. Contuvo el aliento, saltó sobre las llamas y al instante se encontró al otro lado. No experimentó ningún dolor. Las ropas no se le habían encendido. Tampoco había sentido el calor en medio del fuego, sino tan sólo antes y después de cruzarlo.

Al otro lado, un nuevo campo se extendía hacia las montañas. A pesar de que estaba carbonizado y cubierto de cenizas, el suelo aparecía plano. Prosiguió en línea recta y levantando polvo durante media hora, hasta que se aproximó a otra barrera, la cual cruzó como la anterior. Cada vez que atravesaba una, se sentía estimulado, y cada vez que lo conseguía, se sentía más cerca de la oscura montaña que le servía de guía. Al principio la luna caía directamente sobre ella, pero luego se alejó hacia la derecha. Alessandro pensó que algunos de los hombres de la Guardia del Río, ignorantes de cómo avanzar por el campo, habrían utilizado la luna como brújula, lo cual les llevaría a dar un extraño rodeo.

La última de las barreras de fuego se encontraba en un prado rocoso, justo a la falda de la montaña. Dado que el suelo no era tan plano ni tan bien cuidado como en los campos del llano costero, la barrera se rompía, y Alessandro podría haberla cruzado por uno de los boquetes. Sin embargo, se dirigió hacia el punto donde las llamas eran más altas, y donde casi no podían distinguirse, ya que el sol salía a sus espaldas y ocultaba el fuego, aunque hiciera resaltar el humo. Saltó a través de él como una exhalación, sin cerrar los ojos. No sólo las montañas se interponían entre él y Roma.

En el Gran Sasso d’Italia hay montañas de casi tres mil metros. Comparadas con los Alpes, son de poca importancia, pero no para quien debe cruzarlas sin comida ni abrigo. Aunque Alessandro tuvo que cruzar más caminos y vías férreas de lo que había esperado, en éstos no se veía ni un alma, excepto algún que otro granjero a lo lejos, avanzando tan lentamente junto a un buey o un burro que Alessandro no podía asegurar si iban hacia él o si se alejaban. En una ocasión, un tren de mercancías con los vagones vacíos pasó traqueteando por la oxidada vía, arrastrado por una locomotora que parecía medio desmantelada. Alessandro sintió la tentación de saltar a bordo, ya que se dirigía aproximadamente hacia el este, pero sospechaba que más de media docena de soldados de la Guardia del Río se sentirían atraídos por aquel fácil medio de regresar a casa, y que la policía militar vigilaría de cerca los trenes de mercancías.

Divisó unos cuantos pueblos desde las montañas que se cernían sobre ellos, pero nunca bajó en busca de comida. Cerca de una pequeña aldea que colgaba de una roca, de manera que habría parecido un baluarte defensivo a cualquier soldado que huyera, los panaderos estaban horneando y el olor a pan fresco estuvo a punto de perderlo. Pero Alessandro siguió su camino.

Bordeó lagos rodeados por afloramientos rocosos, pasó montañas cubiertas de rocas y claros herbosos en el bosque, donde posiblemente nunca había estado nadie. Su única salvación residía en el agua pura que corría helada por los arroyos que surgían de los lagos, de modo que cuando tenía hambre se arrodillaba y bebía hasta que se sentía lleno. Luego se forzaba a beber hasta la saciedad, después de lo cual podía andar varias horas sin pensar en comida. La tierra que dejaba a sus espaldas, la altitud que iba ganando y el placer de cruzar campo abierto le provocaba el mismo arrobamiento que había conocido durante sus cabalgatas entre Roma y Bolonia.

Mientras cruzaba el Gran Sasso, se sintió asaltado por el creciente deseo de una mujer. La profunda necesidad que experimentaba de abrazar a una mujer se parecía a la que los animales sienten por la sal. El equilibrio, roto durante tanto tiempo, exigía la restauración. A veces parecía como si flotara sobre las montañas, evocando el recuerdo de todas las mujeres que había conocido, de los desnudos de los cuadros que se hallaban sujetos a su precisa y mortificante imaginación, de los punzantes y cotizados encuentros en las calles, los parques, los teatros y las bibliotecas, en donde uno descubría a la mujer de sus sueños y experimentaba el irresistible dolor de las circunstancias que lo apartaban de ella, porque había que subir a un tren, se acercaba la hora de la cena, o la tienda que vendía ciertos útiles de cocina cerraba al cabo de media hora.

La mañana del tercer día sin comer, Alessandro había cruzado el Gran Sasso y se hallaba sentado sobre un lecho de agujas de pino, cerca de un pequeño lago. El viento soplaba entre los árboles y, después de saciar su sed en un arroyo, se quedó contemplando el lago. En el estado en que se encontraba, esperaba que alguna belleza surgiese de alguna parte y lo tomara entre sus brazos. Así pues, no se sorprendió al oír unas suaves pisadas tras él y un tintineo parecido al de unos brazaletes. Respiró profundamente y cerró los ojos. Luego un millar de ovejas y media docena de perros surgieron del bosque, frotándose contra los árboles para rascarse y mordisqueando las incomestibles piñas de los pinos. El rebaño no tardó en rodear a Alessandro, de modo que lo único que éste podía ver a su alrededor era lana.

Un prado fértil, de hierba inmaculada, se extendía a ambos lados del arroyo que salía del lago. Era tan grande como una pequeña aldea y ninguna oveja lo había pisado por lo menos desde hacía un año. Los perros vigilaban el rebaño desde un risco en miniatura, sobre el cual posaban como modelos de una esfinge, mientras los pastores acampaban junto al lago y aguardaban a que sus ovejas se cebaran.

Del millar de ovejas, cuatrocientas se dirigían a Roma para que las mataran. Los tres pastores había discutido durante meses la mejor forma de llevar a cabo su cometido. ¿Debían emprender dos aquel largo viaje, y dejar que uno solo cuidara de las seiscientas ovejas restantes? Por otra parte, no podía esperarse que un solo hombre condujera cuatrocientas ovejas campo a través, a lo largo de sesenta kilómetros, sin que perdiera la mitad, si no más. La única solución consistía en encontrar a alguien que lo ayudara.

Los pastores no conocían a Alessandro, les resultaba difícil entender su forma de hablar, y él había admitido que no sabía nada de ovejas; a pesar de todo, estaba dispuesto a acompañar al otro hasta el matadero en Roma. Luego, después de tomar juntos un vaso de vino y fingir que se repartían los beneficios, a Alessandro le bastaría con cruzar el Tíber para encontrarse en casa.

—No me gusta la idea —comentó a los otros el más viejo de los pastores, junto a la hoguera del campamento, cuyas llamas se elevaban hasta la cintura de un hombre. Estaban a mediados de septiembre, se verían obligados a partir al cabo de pocos días y, a dos mil metros de altitud, a veces caía una ligera nevada por las noches, para luego fundirse bajo el cálido sol a la mañana siguiente.

—Ya hemos discutido esto más de cien veces, Quagliagliarello —suspiró Roberto, un joven de la edad de Alessandro, que iba a ir con él hasta Roma—. Sólo con tres no lo conseguiríamos.

—Pero él es un desertor.

Los ojos de Alessandro pasaron de uno al otro, atravesando las llamas para seguir sus puntos de vista.

—¿Y qué? Él ha estado dos años en el frente. En cambio, ¿tú qué has hecho?

—Hemos criado ovejas para el ejército.

—Hemos criado ovejas porque éste es nuestro negocio.

El viejo pastor miró alrededor. Aborrecía discutir, pues los demás eran siempre más rápidos que él en la réplica y confundían siempre lo que él decía.

—Hemos criado ovejas porque éste es nuestro negocio.

—Pues eso es lo que he dicho —replicó Roberto.

—Bueno, pues es nuestro negocio.

—Está bien, Quagliagliarello. Él ha estado en el ejército durante dos años. En cambio, ¿tú qué has hecho?

—He criado ovejas porque es mi negocio.

—¿Y qué es más importante, defender el país o hacer negocio?

—Estás intentando confundirme.

—Contesta una cosa u otra. Me tiene sin cuidado.

—El negocio. El negocio es lo más importante.

—Entonces, él nos ayudará en nuestro negocio.

—Pero es un desertor.

—¿Y qué?

—¿Qué es más importante, el negocio o defender al país?

—Dímelo tú —pidió el más joven de los tres.

—¡El negocio!

—Entonces, ¿por qué lo preguntas?

—Porque él es un desertor.

—¿Y qué?

—Pues, ¿qué es más importante, el negocio o la defensa del país?

—El negocio —contestó Roberto—. Eso es lo que tú has dicho.

—Eso es lo que yo he dicho.

—Exacto.

—Pero él es un desertor.

—¿Y qué?

—Pues, ¿qué es más importante…?

Y así siguieron, hasta que el fuego se consumió lo suficiente para que el tercer pastor, un mudo llamado Modugno, añadiera más troncos.

En cuanto éstos prendieron, Quagliagliarello frunció el ceño y se volvió hacia Roberto.

—No me gusta la idea —repitió.

—¿Por qué no? —preguntó Roberto.

—Él es un desertor.

Roberto estaba escribiendo una carta a su hermana y había seguido escribiendo incluso mientras discutía con Quagliagliarello.

—¿Y qué? —contestó automáticamente.

—¿Qué es más importante? —preguntó Quagliagliarello.

—¿El negocio o la defensa del país? —prosiguió Roberto.

—El negocio.

—Exacto.

—Pero él es un desertor.

—¿Y qué? —replicó Roberto, quien pasó a otra página.

Resultaba fácil discutir con Quagliagliarello, si se tenía práctica y si se lograba pronunciar su nombre.

Alessandro se metió en un saco de piel de oveja y dio la espalda a la hoguera. Estaban acampados en una pequeña franja de arena que entraba en el lago y mientras el fuego se consumía podía contemplar las estrellas sin la intrusión del aire oscilante ni del humo resplandeciente. La discusión entre Roberto y Quagliagliarello bajó de tono hasta que sonó como una especie de sortilegio ritual, y el viento se hizo frío y seco.

Mientras avanzaban hacia Roma a través de las montañas, seguían el paso de las ovejas, y éstas el ritmo de las nubes, el de los árboles al mecerse y el de todos los demás elementos de la naturaleza, a excepción de los relámpagos.

La belleza de los lagos, del bosque y de los retazos del tranquilo cielo azul alejaban poco a poco a Alessandro del ejército. Durante semanas no oyó otra cosa que el viento, el balido de las ovejas y el golpeteo regular de las pequeñas piedras que desprendía el rebaño.

Los gavilanes que trazaban círculos por los invisibles ríos de aire nunca veían el momento oportuno de lanzarse en picado mientras los pastores flanqueaban las ovejas. Tan compenetrado estaba Alessandro con el sonido del aire y sus ligeras variaciones, que de haber bajado los gavilanes los habría oído y habría sabido dónde iban a aterrizar, dispuesto para usar su cayado.

La única vez que Roberto y Alessandro no estuvieron de acuerdo fue cuando llegaron junto a un pequeño lago, mucho después de haber pasado L’Aquila, y Alessandro quiso acampar en la parte oriental, mientras Roberto conducía las ovejas hacia el lado occidental. Aunque ambos se hallaban demasiado separados para gritar por encima del agua, su discusión empezó por la forma en que cada uno quería contemplar la luz: Alessandro quería ver el mundo tiñéndose de oro cuando la luz solar se derramara sobre el lago, sentir su calor en pleno rostro y verse rodeado por su deslumbrante fulgor; mientras que Roberto quería mantener la vista despejada cuando el sol dibujara cada uno de los detalles, rígidos y perfectos, de las montañas.

Alessandro se detuvo a contemplar las gaviotas sobre el lago, de una blancura superior a la de un glaciar. Tanto en las estrellas como en las nubes o en el viento, Alessandro confiaba poder recuperar lo que había perdido, ya que más allá de la desintegración y el deslumbrante fulgor, gracias a los principios y a la fe de Occidente, se hallaban la claridad, la reconstrucción y el amor.

Cuanto más se acercaban a Roma, más pueblos y granjas tenían que sortear para que las ovejas no pastaran en algún campo donde aún no se había realizado la cosecha, o evitar que se despistaran por los estrechos callejones. Allí donde no podían cruzar por campos abiertos, seguían por ríos o arroyos, y a veces pasaban cerca de algún pueblo, mientras las cuatrocientas ovejas avanzaban despacio, como si adivinaran adónde se dirigían.

Una mañana, al salir de un bosque en la cresta de una montaña, divisaron Roma, desplegándose en silencio junto al Tíber, lozana, pálida y etérea. Bajo la luz procedente del este, sus miles de tejados resplandecían como las refractivas escamas de un pez que se transforman en un agonizante arco iris cuando éste salta fuera del agua.

Bajaron a través de Subiaco, San Vito Romano y Gallicano nel Lazio, y entraron por el sur en la ciudad. Aunque había rebaños de ovejas que con frecuencia atravesaban Roma, dos hombres no bastaban para evitar la desintegración de un enorme rebaño en aquel laberinto de calles. Alessandro y Roberto condujeron sus ovejas por la Via Ardeatina hasta que llegaron a la muralla de Aureliano, donde siguieron hacia el oeste. Allí le preguntaron a un soldado qué día era.

—El quince —contestó éste desde lo alto de la muralla, donde permanecía apostado con su fusil al hombro.

—¿De octubre?

—¿De dónde salís?

Ninguno de los dos se preocupó de contestar aquella pregunta, ya que tenían otra para formular.

—¿Qué día es?

—Ya os lo he dicho.

—De la semana.

—Viernes —replicó el soldado, incrédulo.

—Tendré que pagar para que las alimenten hasta el lunes —murmuró Roberto.

El aire soplaba suave y plácido, y el aroma a pinos, a madera quemada y a aceite de oliva calentado se deslizaba por encima de la muralla.

Condujeron las ovejas por el Viale del Campo Boario y las obligaron a cruzar la muralla por el Cementerio Protestante. Dando un rodeo por Monte Testaccio, donde había sueltos algunos machos cabríos, llegaron al matadero e hicieron pasar al rebaño por un ancho portón. En cuanto los animales penetraron en el amplio patio, lleno de corrales desvencijados, comprendieron que los habían traicionado. A pesar de que el matadero había finalizado su labor aquel día, por allí perduraban ecos que las ovejas podían oír, y el olor a muerte las hacía balar de terror. Sus ojos se abrían desmesuradamente, como si pudieran ver lo que se les avecinaba, pero las vallas eran demasiado altas para que las saltaran, y las paredes demasiado sólidas para que practicaran un boquete. El corazón de las ovejas debió de partirse por sus corderos.

Alessandro siguió la ruta más directa que pudo entre las serpenteantes callejuelas del Trastevere. Las esquinas donde los matones se apostaban desde los tiempos de Calígula se encontraban ahora desiertas: ellos estaban en el ejército, en la cárcel, muertos o escondidos en las montañas. De vez en cuando se cruzaba con jóvenes soldados de expresión torturada, lo cual significaba que su permiso estaba a punto de expirar. Le miraban la barba y la piel de oveja, su cayado de pastor y sus ojos brillantes, indicio claro de que pasaba mucho tiempo al aire libre, y todos lo envidiaban. Mientras subía los miles de peldaños del Gianicolo, bajo un opaco atardecer de octubre, olía el perfume de las hojas, percibía el aire frío sobre las piedras y se sentía animado por la particular oscuridad de la empinada colina, cuya barandilla vacilante conocía hasta el último recodo, hasta la última piedra, hasta el último tramo.

Estaba convencido de que la ascensión al Gianicolo, la subida de los peldaños y el giro de cada esquina era una especie de péndulo de un gigantesco reloj que lo devolvería todo a su sitio. En una tarde como aquélla, su padre estaría encendiendo el fuego y su madre vigilaría la cena, discutiendo con Luciana sobre cómo poner la mesa o cuánto tiempo debía cocerse algún plato. Las luces brillarían en las ventanas y el humo saldría por las chimeneas. Las hojas del jardín se habrían rastrillado, y barrido los senderos. Al anochecer, la casa parecería una linterna.

A medida que ascendía uno a uno los peldaños, Alessandro iba rezando, con toda la gravedad y la pasión que anidaban en su interior, por aquello que, en otro tiempo, simplemente había creído que le correspondía por naturaleza.

A las once menos cuarto, cuando Luciana regresó a casa, abrió la puerta principal, entró y echó el cerrojo. Luego penetró en la oscuridad y avanzó hasta la pared contigua a las escaleras, donde buscó el interruptor de la luz. En cuanto la estancia se iluminó, ella se detuvo a escuchar y miró aprensiva a su alrededor, levantando la vista hacia la parte superior de las escaleras.

Aunque la casa estaba fría y vacía, Alessandro había permanecido varias horas sentado en la sala de estar. No sentía frío con su piel de borrego, y se había quedado en la oscuridad, sin apenas moverse, observando las débiles sombras del techo. En la casa no había nadie: había llamado y entrado en todas las habitaciones. Todas estaban tal como las recordaba, pero no encontró a nadie en ellas, y no había forma de saber adónde había ido la gente.

Las chimeneas estaban apagadas, las cenizas frías y en la cocina no había alimentos frescos. Sobre su cama vio varias cajas llenas de correspondencia, incluso un paquete de cartas que había mandado desde el Campanario. Apoyada sobre ese paquete había una carta procedente de una oficina auxiliar de Verona.

Familia Giuliani: Alessandro Giuliani, 5.º Bat. Fant. Arresto, la 19.ª Guardia del Río ha sido designada para una misión especial y está incomunicada hasta nueva orden. Por favor, tengan paciencia durante el tiempo que se les ha asignado.

Alessandro supuso que todos habrían salido a cenar fuera y que llegarían más tarde con un coche de caballos. Su padre tardaría algún tiempo para bajar y luego todos subirían por el sendero de la entrada. Aunque las luces de la casa no se encendieran todas a la vez, ni ardieran las chimeneas, ni las habitaciones rebosaran repentinamente de flores recién cortadas, todo eso carecería de importancia si todos regresaban.

Quizá su madre hubiera caído repentinamente enferma, pero al final no hubiese fallecido. Nunca creería ninguna información, si no procedía directamente de su padre o de Luciana.

Al entrar en el dormitorio de sus padres había sentido como si volviera de nuevo a la infancia, empujado allí por una tormenta o por los ruidos de una ardilla que correteara por el tejado, y recordó las veces en que se acostaba entre su padre y su madre para burlar a los fantasmas y a los relámpagos.

Por las ventanas que daban a la ciudad entraba una débil claridad. La cama aparecía extrañamente tiesa, incólume, con el cobertor de verano, pero los cuadros no se habían desplazado ni un milímetro y los muebles estaban exactamente tal como los vio la última vez. Contuvo el aliento al abrir los armarios roperos. Estaban repletos con los familiares albornoces, trajes, vestidos y zapatillas. El perfume de su madre aún persistía con fuerza en sus ropas, y las chaquetas de su padre conservaban el habitual olor a tabaco de pipa.

Se acercó al gran escritorio de su padre, que aparecía totalmente ordenado, excepto por una cosa: el retrato de la madre de Alessandro en su juventud. La foto de una muchacha de diecisiete años en 1885, sonriente, aparecía en el centro del secante. Iluminada tan sólo por el esplendor de las estrellas, no consiguió reconocer su rostro, pero sí divisar el dibujo del fondo. Su forma le resultaba familiar, como la de un país sobre un mapa. No obstante, una fotografía en medio de un escritorio no era el tipo de confirmación que le hiciese perder las esperanzas.

Al abandonar la habitación para salir al pasillo, de pronto se detuvo. Bajó la cabeza y se volvió. Al tantear en busca del interruptor, le resultó difícil encontrarlo. Cuando por fin lo consiguió, la estancia se hizo tan luminosa que, por unos instantes, no pudo levantar la mirada Sus ojos recorrieron todos los rincones excepto la mesa escritorio. Los deslizó por encima de todos los objetos familiares: por los cuadros, más allá de las ventanas, sobre la cama, por los libros… Pero por el rabillo del ojo ya había visto exactamente lo que temía, así que carecía de sentido obstinarse en no mirarlo. La fotografía de la muchacha sonriente tenía un nuevo marco, con una franja negra.

Cuando los ojos de Luciana se adecuaron a la luz, su hermano la llamó, pero ella no lo oyó.

—Luciana —repitió él, en voz baja para no asustarla.

La joven levantó ambas manos sobre el pecho y, tensando los puños, retrocedió.

—¿Rafi? —preguntó.

—Lo siento —dijo Alessandro, mientras entraba en la zona de luz.

Las mañanas de domingo en el Gianicolo eran tan tranquilas, que parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Podía transcurrir una hora, o incluso más, sin que pasara ni un solo carruaje, y todo un día sin oír unas botas sobre los adoquines. Si llovía, no sólo se percibían las gotas de la lluvia, sino el lento contrapunto del agua al escurrirse por los aleros o por la parte inferior de las barandillas, después de haber caído en hileras de pesados lagrimones para deslizarse hasta el punto en que quedarían en libertad para marchar. Pero cuando el día era seco y soleado, se olía el perfume de los pinos mientras el sol castigaba el blando suelo bajo las simétricas hileras de los árboles.

Alessandro se quedó en cama, acostado, tanto tiempo como pudo. Luego, al abrir los ojos y ver la maravillosa luz del este sobre el techo y las paredes de su habitación, sufrió la hermosa ilusión de que nada había cambiado. Había pensado en ir a caballo hasta el mar, aquel frío día de octubre; deambular a caballo por los campos, entre las hogueras de ramas de olivo que habían cortado durante la recolección. Pero, a medida que aquella luz se intensificaba, prefirió recordar.

Era un lujo peligroso poseer una habitación donde poder dormir en privado, disponer de espacio y de silencio, y poderse cubrir con una bata de seda azul marino. Los cuadros y las estatuillas del vestíbulo, la fría luz que penetraba por el techo de cristal en el hueco de la escalera, y toda la mole de la casa, eran un don para disfrutar intensamente. Deslizó ambas manos por encima del enorme y antiguo escritorio de madera de cerezo, que se apoyaba contra una de las paredes de su habitación. Entre las muchas cosas de las que se había visto privado en aquellos dos años se contaba la madera pulimentada. Pensó que resultaba realmente extraño que, con su padre enfermo de gravedad en un hospital cercano, su madre muerta (Luciana se había sorprendido ante el hecho de que, después de un año, él le preguntara si eso era cierto) y la casi absoluta seguridad de que la muerte le estaba acechando, aún hallase placer en acariciar la lisa superficie de un escritorio o en el sonido de los utensilios de bronce. ¿Y por qué no iba a experimentarlo? Cuando Gianfranco di Rienzi creyó que lo iban a fusilar en Venecia al día siguiente, se concentró en la luna, las estrellas y las hogueras, hasta que pareció como si flotara en medio de la luz. No importaba si aquello era locura, pues la locura era apropiada para el final.

Alessandro llamó a la puerta de Luciana.

—Entra —dijo ésta.

Su dormitorio seguía siendo azul y la tapicería de sus muebles aún era blanca con puntitos azules. En los estantes había hileras de libros del colegio, muñecas japonesas y frascos de perfume.

—¿Qué hora es? —preguntó Alessandro—. Ya no tengo reloj y nunca sé en qué hora vivo.

—Son las nueve menos diez —contestó Luciana, después de inclinarse sobre un lado de la cama, para atisbar el delicado reloj de pulsera que había sobre la mesita de noche.

—¿Cómo puedes distinguirlo en un reloj tan pequeño? Si apenas debes ver la esfera.

Luciana se reclinó en las almohadas. La noche anterior, ella estaba cansada y abatida, con ojeras y sin apenas color en las mejillas. Alessandro se sintió conmovido por su aspecto, pues ya no parecía una muchacha, aparte de que se la veía preocupada.

Sin embargo, Luciana todavía era lo bastante joven para recuperar la belleza después de una noche de sueño, de modo que por la mañana tenía las mejillas sonrosadas, los ojos habían recuperado el brillante color azul de siempre y su larga cabellera rubia, desparramada sobre la almohada, resplandecía con toda su intensidad.

—Has engordado —comentó él.

—Es cierto, gané peso cuando murió mamá.

Tanto su rostro, como los hombros y los brazos, parecían distintos.

—Te has convertido en una mujer muy hermosa.

—Ah —exclamó ella, como si pretendiera decir que aquello carecía de importancia, dado que iba a desperdiciarse.

Para tranquilizarla, Alessandro entró en más detalles.

—Tus brazos ya no se ven flacos… Los tienes muy largos y te daban aspecto de saltamontes. Y tus hombros… Tienen la redondez precisa, y la angulosidad necesaria.

La voz de Alessandro se interrumpió bruscamente al darse cuenta de que tanto los hombros como los brazos de Luciana estaban desnudos excepto por los delgados tirantes de su camisón, y que acababa de traspasar una frontera que antes nunca había existido.

Ella, sin embargo, ya fuese por necesidad de compañía, ya por falta de afecto, se mostró muy espontánea:

—Y aquí —dijo, apretándose los pechos en un gesto recatado, como de una madre reciente, satisfecha de criar a su hijo—. De repente me he hinchado por aquí.

—Es cierto —admitió Alessandro, participando del orgullo de ella para desterrar su aprensión—. Luciana, he venido para decirte una cosa. Tarde o temprano, como no huya a América, vendrán a detenerme. Aún no he decidido qué hacer, pero no me iré a ninguna parte hasta que papá se haya recuperado.

—¿Y cómo piensas despistarlos?

—Tengo mi estrategia. Por ejemplo, vestirme como un banquero…

—Antes nunca lo hiciste —le interrumpió ella.

—Los desertores procuran que no se les vea. Bajan la cabeza e intentan pasar desapercibidos. Mi mejor posibilidad reside en hacer exactamente todo lo contrario. El trayecto al hospital no es muy largo, y podemos salir por el pasaje de la muralla, para que no nos descubran al entrar o salir de la casa. Y si vienen aquí, siempre puedo ocultarme. Sólo nosotros conocemos el hueco que hay detrás del armario en la habitación de los invitados.

Luciana retiró las sábanas y abandonó la cama. A pesar de que lo hizo con total naturalidad e inmediatamente se puso encima una bata, Alessandro vio de hecho cada una de las partes de ella, cuando su camisón revoloteó y se tensó alrededor de su cuerpo. El desconcierto se apoderó de Alessandro, sobre todo cuando vio que su hermana parecía consciente del efecto que había provocado en él.

—En diez minutos estaré listo —dijo Alessandro—. Quiero estar allí en cuanto abran las puertas. Papá se encuentra bien, ¿verdad?

—Esta semana los doctores han asegurado que no va a morir —contestó Luciana.

Los dos abandonaron el jardín a través de un pasaje en la muralla Aureliana. Al pasar entre los altos y retorcidos pinos del Viale della Mura, cualquier transeúnte habría pensado que procedían de Porta San Pancrazio, pues la muralla parecía infranqueable. La policía podía vigilar la entrada de la casa durante una década y nunca sospecharía que Alessandro podía entrar o salir por una calle que era casi otra parte de la ciudad.

El Viale della Mura aparecía desierto hasta Villa Sciarra, donde se cruzaron con las amas de casa que se dirigían al mercado y con la vanguardia de los ancianos que cada día ocupaban las mesas del dominó. Alessandro se había afeitado y puesto su mejor traje. Durante las semanas que había pasado en las montañas, el cabello le había crecido hasta alcanzar la longitud del que llevaba la población civil, y aquella mañana se lo había lavado con champú, algo que en el ejército simplemente no existía. Estaba muy bronceado y andaba con paso ligeramente renqueante, con objeto de que la gente creyera que lo habían herido en acción. Además, en el bolsillo del pecho se había colgado cuatro medallas. Como éstas no formaban parte de los habituales adornos que los soldados del frente se colocaban para servir en todo momento a cualquier unidad, las había mandado a casa directamente desde el Campanario. La mayoría de los desertores no deseaba llevar tales adornos o, sencillamente, no se les ocurriría exhibirlos un sábado por los alrededores de Villa Sciarra.

—Yo voy cada mañana —le informó Luciana, por segunda o tercera vez— y me quedo desde las diez o las diez y media hasta la hora del almuerzo. Luego regreso a las cinco y me quedo hasta las diez o las once. A veces duerme, pero otras se sienta en la cama y parece encontrarse tan bien como siempre. Jugamos al ajedrez y con frecuencia guarda silencio. Nos limitamos a mirar por la ventana.

—¿Por qué sigue allí, pues?

—Porque puede sufrir ataques muy dolorosos. Hace unos días nos encontrábamos a medio cenar, y todo transcurría de forma agradable…

—¿Sirven dos cenas allí?

—Si la pagas. Yo comía en una mesita cerca de la ventana y, de repente, papá dio un salto, como si alguien le hubiese clavado un cuchillo. Todos los platos, junto con el vaso de vino, cayeron sobre la cama y luego al suelo. Al oírlo, las monjas acudieron en seguida para ponerle una inyección y me hicieron salir. A partir de entonces, duerme la mayor parte del día. Pero anoche permaneció despierto lo suficiente para que le leyera un rato.

—¿Es el corazón?

—Sí. Dicen que necesita reponerse en un hospital.

—¿Cuánto tiempo deberá quedarse?

Luciana se limitó a levantar los brazos ligeramente. La brisa, apenas perceptible, hizo ondear su vestido como si fueran las aguas de un pequeño estanque.

—Lo ignoran.

—¿Qué le estuviste leyendo?

—Los periódicos. Sólo le interesan las noticias de la guerra. Te echa de menos. Me obliga a leerle cualquier noticia donde se haga referencia a las batallas o al desplazamiento de tropas. A veces se confunde y piensa que te ha encontrado.

—¿Para qué?

—No sé cuáles serán sus razones, pero cuando cree que tú estás allí, oculto entre las cifras y los nombres, me obliga a leérselo una y otra vez.

Al cruzar por Villa Sciarra, que a pesar de ser una propiedad privada estaba abierta al público, Luciana se cogió del brazo de su hermano.

Alessandro se sentía dominado por sensaciones tan intensas y nítidas que era capaz de contemplar con ecuanimidad incluso la perspectiva de su propia muerte, pues la intensa satisfacción que encontraba entonces en casi todas las cosas parecía ser la condensación de muchos años.

Aquella mañana, al despertar, había pasado la mano por encima de las sábanas. El sonido del roce sobre la tela, apenas audible, había supuesto un gran placer. Y también lo había sido experimentar la gravedad, como el hecho de poder extender el brazo y volverlo a encoger, y comprobar que su fuerza seguía intacta y que podía utilizarla para el complicado aparato de músculos, articulaciones, ligamentos, tendones y huesos que había en el interior de su brazo, como las grúas que se utilizaban para levantar una tarima.

Se detuvieron unos instantes en un claro pavimentado con piedras lisas, donde jugaba la chiquillería. Niños pequeños dando patadas a un balón y niñas haciendo rodar su aro sobre las piedras, una labor que parecía extremadamente difícil.

Luciana se hallaba de pie a su lado, tan cerca que de vez en cuando sentía su roce a través de la gruesa tela del traje y de la suave seda del vestido de ella, que era de un color azul intenso, con estampados que representaban pequeñas cajitas, blancas como la nieve. Su cabello resplandecía bajo la luz indirecta de la mañana, al igual que sus ojos, de color zafiro. Dado que se trataba de su hermana, Alessandro pensó que sólo podía deleitarse con su belleza de la misma forma que se prendaba de los otros exquisitos detalles que ahora se le aparecían con gran profusión El sonido de la fuente que había frente a ellos, al otro extremo del claro, podría haberlo retenido durante horas. Su agua era oscura y fría, y brotaba a través de unas piedras negras, perpetuamente húmedas. En su interior, sobre la capa de musgo que cubría el fondo del estanque, unas carpas de colores metálicos parecían en suspensión. La fuente daba la impresión de que estaba a punto de desbordarse y correr a reunirse con arroyos que se abrían paso, casi imperceptiblemente, a través de la ciudad, en dirección al Tíber. Cada hoja del sendero, ya fuese marrón o anaranjada, húmeda o seca, parecía atraer la atención de Alessandro. Éste podía sentir la humedad en el aire que rodeaba las plantas de los muros, las cuales habían retenido mayor cantidad de agua de lluvia que las que crecían a nivel del suelo, y que la expulsaban a través de blandas e invisibles nubes, que hacían casi imperceptibles las frías ráfagas del viento.

—Aguarda un momento, Luciana —le pidió su hermano, cogiéndola del brazo—. Quiero contemplar el cielo.

—¿Para qué? —preguntó ella, quien pensó que la voz de Alessandro al decir aquello se había parecido extraordinariamente a la de su padre.

Alessandro se volvió hacia ella para contestar y sus ojos se cruzaron con los de Luciana, para luego estudiar el resto de su cuerpo antes de responder con una sonrisa. Cuando él levantó la mirada hacia el cielo, Luciana también inclinó la cabeza hacia atrás, entornando los ojos para adaptarlos a la brillante luz que llegaba desde lo alto.

Parecía como si ambos contemplaran un aeroplano o un globo, y una de las madres de Villa Sciarra se protegió los ojos con una mano, casi como si saludara, para escudriñar el cielo.

A diferencia del azul vidrioso del Tirreno, que desde la distancia le confería su color al cielo, éste era más pálido y suave. Unas nubes bajas, ligeramente sucias, ligeramente rosadas y ligeramente doradas, se deslizaban veloces sobre la brisa marina, sin apenas un ruido.

Las monumentales salas del hospital de San Martino se hallaban atestadas de soldados que se recuperaban en silencio o que muy pronto iban a morir. Cada soldado podía levantar la vista hacia la luz que se arrastraba por las elevadas alturas de las largas galerías, en un brillante movimiento que seguía el de las agujas del reloj y se derramaba a través de los ventanales mediante rayos luminosos que chocaban con el polvo en suspensión. Al inicio y al final de cada doble hilera de camas metálicas había una gran mesa, donde descansaba un enorme arreglo floral. Algunos visitantes habían llegado ya y permanecían junto a la cama de sus hijos.

Alessandro y Luciana subieron por una amplia escalinata de mármol, descansillo a descansillo, un piso tras otro.

—¿Y tuvo que subir nuestro padre todas estas escaleras? —preguntó Alessandro.

—Lo trajeron con una camilla —contestó Luciana—. Lo mantuvieron completamente nivelado mientras lo subían. El hombre de delante se agachaba cuanto podía, mientras el de detrás levantaba los brazos arriba al girar en los descansillos. Papá parecía avergonzarse.

—En otro tiempo habría subido estas escaleras sin detenerse a respirar.

—Yo nunca me avergonzaría de ser débil —comentó Luciana, con pasión juvenil.

—Ni yo —contestó su hermano.

La habitación del abogado Giuliani estaba en el último piso, en una esquina que daba al sur y al este. Cuatro altos ventanales se asomaban a la ciudad y a las montañas por encima de las copas de los árboles de Villa Sciarra. La puerta estaba abierta y Alessandro divisó a su padre al otro lado de un pequeño vestíbulo. El abogado Giuliani permanecía sentado sobre una cama metálica, una pequeña figura en medio de una nube glacial de sábanas y almohadas blancas. Una manta carmesí se hallaba metida bajo el dobladillo de las sábanas. Junto a su cama había dos jarrones rebosantes de rosas amarillas, y él observaba cómo la luz de la mañana incidía sobre ellas.

Una especie de terror momentáneo se apoderó de Alessandro al ver lo frágil que se había vuelto su padre en los dos años que habían estado separados. Aunque el cabello del anciano tenía el mismo corte, ahora parecía mucho más largo al compararlo con la extrema delgadez del rostro y el cuello. Las piernas, a pesar de que se hallaban bajo las sábanas, también se veían muy delgadas, como un palo, con la musculatura atrofiada.

Su padre lucía ahora barba de estilo romano, elegante y arreglada, que se había vuelto blanca; mejor dicho, plateada y con algunos toques de gris oscuro.

Luciana entró decidida en la habitación, se aproximó a la cama y besó a su padre. Era consciente de que Alessandro se había detenido en la entrada y no hizo nada para dirigir la atención de su padre hacia allí.

—Un vestido precioso —comentó su padre, con voz débil—, y un bonito color.

Las manos del anciano se movieron sobre la cubierta de la cama como si buscara con gesto automático, y los dedos se contraían y relajaban, se contraían y relajaban, como si ya se hubieran embarcado en un viaje por cuenta propia.

—¿Ya lo había visto antes? —preguntó el anciano.

—Claro —contestó Luciana, a la defensiva—. Muchas veces.

—No lo recuerdo.

—Me lo puse para ir a la ópera.

—¿Cuándo?

—Cuando fuimos con el juez de Pisa, su esposa y aquel hijo suyo tan feo.

—Era un muchacho muy agradable —replicó el abogado Giuliani.

—No para mí. Era brusco y desconsiderado.

—Porque se sentía herido.

—¿Herido?

—Sí.

—¿Y quién lo hirió? —preguntó Luciana, con un destello de mal humor.

—Tú.

—¿Yo?

—Nada más verte —afirmó el abogado Giuliani, olvidándose de su cansancio—, se sintió profundamente herido, porque tú eras muy bella y él muy feo. Supo en seguida que no tenía ninguna posibilidad.

—A mí no me hubiese importado su aspecto —protestó Luciana.

—Él te admiraba demasiado para darse cuenta de ello. No era un gran hombre, como habría tenido que ser para poder proseguir con su enamoramiento sin autoflagelarse.

Luciana apartó el rostro con gesto de incredulidad.

—¿Autoflagelarse? ¿Estás delirando, papá?

—No, no estoy delirando. Recuerdo cómo sufrió aquel pobre infeliz, durante la representación de Tancredi.

Nabucco.

—Bueno, da lo mismo. Permaneció allí sentado, brillando en la oscuridad, rojo como un tomate, mortificado, frustrado y avergonzado. En aquel entonces sufrió mayor dolor físico del que sufro yo ahora.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque lo recuerdo —contestó su padre—. ¿Y por qué te has puesto ahora este vestido?

Luciana sonrió y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Tengo que darte una sorpresa.

—¿Una sorpresa?

—Mira, papá —dijo, señalando hacia la puerta.

—¿Alessandro? —preguntó su padre—. ¿Eres tú, Alessandro?

Éste cerró los ojos.

—Ayer —prosiguió su padre, pronunciando con gran dificultad—, una escuadrilla de aviones militares sobrevoló por encima de la ciudad. Los vi claramente… —Con la cabeza señaló hacia arriba—. Distinguí a los pilotos, incluso las señas que hacían con la mano. Una docena de aviones volando en formación… —Hizo una pausa—. Entonces me dije: «Me pregunto si van a traerme a mi hijo…».

Alessandro se vio atrapado en las obligatorias descripciones que debe hacer un visitante cuando se dirige a la ventana para explicar al paciente las cosas que éste no puede ver. Por regla general, éstas suelen ser efímeras y de poca importancia. El tramo de escalones color ocre que conducen colina abajo, el pequeño fragmento de un puente que de lo contrario quedaría oculto por las palmeras, la parte que no suele verse de una villa, un toldo color marrón, un coche de caballos al cruzar por un pasaje de la muralla Aureliana…

Hablaron de la comida, de cuándo se suponía que iban a traerla, de que siempre la traían con retraso, y alabaron la habitación en sí. El baño era pequeño sin duda, pero, aparte de eso, la habitación que el abogado Giuliani ocupaba en el hospital era un lugar excelente para recuperarse. Era tranquilo y tenía los techos altos.

Aquel primer día, las horas transcurrieron plácidamente y todos intentaron ocultarse mutuamente todo lo que no fuera el ritual del optimismo, que sólo Luciana podía haberse creído de no haber comprobado que su padre y su hermano estaban tan ansiosos como si fueran a embarcar en una nave rumbo a un lugar donde tendrían que quedarse para siempre, donde les privarían de su ropa y de todas sus pertenencias, y donde las calles estarían atestadas de gente que hablaría una lengua distinta a la suya.

Lo que ambos temían no era que los despojaran de sus ropas o de sus posesiones, sino de sus sentidos y de sus recuerdos. Ambos temían volverse tan ligeros que la única palabra capaz de describir lo que les ocurría fuese ascensión. Lo que ambos temían era que pronto lo supieran todo, que tuvieran que yacer promiscuamente en los cuerpos de los demás hombre y mujeres, y en la mecánica de cada pensamiento y de cada cálculo, que tuvieran que descansar en lo alto de cada minúsculo grano de arena y sentir el estruendo de su caída, que tuvieran que deslizarse por los arroyos y quedarse sentados en la oscuridad del fondo del mar, para luego ser lanzados a la playa a través de las frías olas de una tormenta de invierno.

La rivalidad que ambos habían mantenido, las ambiciones que habían albergado, los desaires que habían soportado y los deseos que habían acelerado sus corazones ahora parecían de poca importancia, si no totalmente olvidados. Sin embargo, las horas transcurrían lentamente porque no se atrevían a decir lo que sabían, y en cambio hablaban de cosas tan extrañas e inesperadas que Luciana estaba asombrada, y a menudo lo único que podía hacer era dejar que las manos descansaran en su regazo. El abogado Giuliani veía un corte transversal del mar en una de las paredes de su habitación, y a veces decía que era una cascada. Se asombraba al ver que se movía, y solía señalar algún pez que saltaba en su interior, tormentas u olas al estrellarse, como si sus hijos pudieran ver lo mismo que él.

A la hora del almuerzo, su padre levantó el vaso de vino y lo sostuvo frente a la luz.

—Mirad qué rojo es —señaló, y los ojos de Luciana buscaron a su hermano—. El hueco de la escalera es frío y oscuro abajo —prosiguió el abogado Giuliani—, mientras que los niveles superiores estallan de luz. En las escaleras uno casi nunca se cruza con nadie, sobre todo en verano, cuando se entra lo mismo que un cazador, mucho más alerta a cualquier sonido de lo que uno lo estaría en el calor de afuera… ¿Por qué los médicos son siempre de fuera? —inquirió de pronto el abogado Giuliani.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Luciana, alarmada: siempre que su padre parecía a punto de perder el control, o actuar de manera irracional, ella reaccionaba con la rabia impaciente que nace del miedo.

—El médico que me atiende es holandés —contestó su padre.

—Debe de ser por la guerra —comentó Alessandro.

—No creo. Cuando mi padre murió, su médico…, no el de siempre, sino el que le atendió al final, era español. Imagina, un médico español. Los españoles son unas criaturas primitivas que luchan con los toros. Pero era un domingo de agosto y todos nuestros apreciados médicos italianos se hallaban sesteando en las tumbonas de la playa. Su médico de toda la vida se había ido a Capri y no pudimos localizarlo. —El abogado Giuliani se quedó pensativo unos instantes—. De todos modos, no estoy muy seguro de que hubiese venido, aunque hubiésemos logrado encontrarlo. La muerte de un anciano no es nada fuera de lo normal. La gente dice: «Bueno, ha vivido ochenta años, así que ha sido afortunado al durar tanto tiempo». Y eso lo dice cuando el anciano en cuestión ha fallecido en medio de horribles dolores y quizá sin tanto miedo como el que habría sentido de haber sido un muchacho de dieciocho años. Sólo que en cierto modo es mucho peor, pues, cuando un hombre ya es viejo, ha visto desaparecer a mucha gente, y sabe lo que le espera…

»Si una mujer fallece pasados ya los cincuenta, nadie parpadea, excepto su marido y sus hijos. Cuando murió tu madre… Tu madre era joven. La recuerdo a los diecinueve años, cuando ella creía que viviría eternamente. Al fallecer, nadie vino a darnos el pésame. Eso no es extraño, pues a nadie le importó.

»Cuando yo muera, la estrecharé entre mis brazos tal como era en su juventud, cuando tenía tu misma edad, Luciana, y vosotros dos erais unos bebés. Cuando los dos erais pequeños, yo os quería más de lo que podáis imaginar. En mi vuelo a través de la oscuridad me agarraré a esta imagen: nosotros cuatro… Vuestra madre con veinte años recién cumplidos, y vosotros con dos años y medio, o tres…

—Y mi propio padre —añadió el abogado Giuliani, con voz repentinamente aguda y débil—. Cuando lo vea, yo mismo seré un chiquillo. La vejez no está hecha para mí. Alessandro, ¿podré ser a la vez un chiquillo para mi padre y un padre para mis propios hijos? ¿Me lo permitirá Dios?

—No lo sé.

—¿Qué es lo que sabes, pues? —inquirió su padre.

Para no decepcionarlo, Alessandro improvisó una respuesta.

—No lo sé muy bien, pero no puedo imaginar que Dios, tan aficionado a unir a padres y a hijos, los separe de forma tan cruel. Puede que no me acerque ni de lejos a la verdad, y quizá tan sólo sirva a mis propios intereses. No lo sé. Sin embargo, y contra todas las probabilidades, creo exactamente lo mismo que tú.

—A ti no te importa lo que los demás piensen, ¿verdad?

—No, papá. Nunca me ha importado.

—Eso tan sólo es posible porque tienes fe.

—Lo sé.

—¿Y de qué forma te habla Dios?

—Con el lenguaje de todo lo que es hermoso.

Alessandro se quedó mirando fijamente las sábanas que cubrían las piernas de su padre. Entonces entró en la habitación una enfermera, rápida y eficiente, y empujando un carrito de ruedas. Al abrir la puerta, las cortinas salieron por las ventanas y aletearon como si quisieran escapar.

Aunque el abogado Giuliani se sentía débil y cansado, no parecía enfermo ni en peligro. A Alessandro le daba la sensación de que a su padre lo habían recluido en una escuela o en un cuartel como castigo por no ser capaz de subir saltando las escaleras o no recordar inmediatamente la capital de algún protectorado árabe. Pronto podría volver a casa y en primavera estaría sentado en las ruinas del jardín, meditando acerca del fusilamiento de su hijo. A pesar de que con frecuencia mencionaba la muerte, sus hijos no creían que le hubiese llegado la hora. Sin embargo, al anochecer del día siguiente, cuando ellos llegaron al hospital, él estaba durmiendo y no hubo forma de despertarlo.

—¿Ha ocurrido esto otras veces? —le preguntó Alessandro a Luciana, que acababa de regresar de la sala de enfermeras.

—Sí.

—¿Y cuándo se despertó?

—En una ocasión lo hizo al cabo de una hora. Otra, sin embargo, estuvo así durante dos días.

—¿Cómo se llama su médico?

—De Roos. Me han dicho que venía hacia aquí cuando nosotros nos marchábamos.

—Entonces, ¿por qué no vamos a verlo?

—Yo ya le he visto. Hace la ronda cuando las visitas se han ido. Dice que, comparado con la mayoría de sus pacientes, papá está muy sano.

—Pero Luciana, detrás de los biombos, este hospital está repleto de soldados con horribles heridas. Hay todo un batallón agonizando.

—¿Por qué hay tanto silencio, pues?

—La gente no grita cuando se muere. La muerte es silenciosa. Se abre paso sin apenas un suspiro. Sin duda mueren aquí más de una veintena cada día.

—¡Oh, Dios!

—¿Qué aspecto tiene el doctor?

—Será de tu misma edad. Lleva pajarita y fuma pequeños puros.

Cuando Alessandro lo encontró, De Roos acababa de entrar en la sala de archivos. Era todo un modelo de pulcritud y consideración, y Alessandro pronto comprendió que esto no se debía únicamente a la buena educación.

—¿En qué puedo servirle? —le preguntó De Roos.

—Por favor, hábleme de mi padre —le pidió Alessandro, después de haberse presentado—. No me oculte nada. Puede que él no disponga de tiempo para eso, ni yo tampoco. Tengo que regresar al frente.

Con su bata blanca y su pajarita, con la pequeña cajita de puros en el bolsillo lateral y un estetoscopio retorcido sobre el cuello, como un gato que hubiese aprendido a cabalgar sobre los hombros de su amo, el doctor era la viva imagen de la autoridad y de la pericia. Se le veía fresco, incapaz de pasar un dato por alto o de cometer un error por culpa de la costumbre. Su inteligencia le hacía estar tan agradablemente alerta, que sin duda nunca necesitaría apoyarse en la costumbre, e incluso era posible que nunca adquiriese ninguna.

—Tengo puestas más esperanzas en su padre que en la mayoría de mis otros pacientes. Puede salir de aquí por su propio pie.

—¿Hace por él todo lo posible?

—No. Andamos escasos de personal y no tenemos suficientes medicamentos. Cuando su padre no obtiene la medicación adecuada, entonces cae en coma. En momentos así es cuando puede fallecer.

—¿De qué medicamento se trata?

El doctor De Roos le dijo una palabra que, por algún motivo, Alessandro no logró entender.

—¿Cómo ha dicho?

De Roos se la repitió lentamente, pero, al ver que Alessandro no lo comprendía, sacó una libreta y una pluma estilográfica, y escribió la palabra con tal rapidez que nadie la habría entendido, a menos que ya la conociera de antemano. Escrita en latín, parecía una maraña de ramificaciones en medio de un bosque, y las ondulaciones y bordes dentados de la escritura del doctor consiguieron derrotar la sagacidad de los ojos de Alessandro. Aun así, éste dobló cuidadosamente el papel y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

—El ejército lo tiene —explicó De Roos entre toses, y con la palma de la mano derecha dio unos golpecitos a su pitillera, como para castigarse por el tabaco—. Lo utilizan para estabilizar el corazón durante las operaciones, ahora mucho más frecuentes que en toda la historia de la humanidad. A nosotros nos llega muy poco de este medicamento, pero he oído decir que en las montañas hay batallones de soldados que se dedican a recorrer los prados buscando la planta de la que se extrae.

Una corriente helada recorrió la columna vertebral de Alessandro.

—¿Y no se puede conseguir en el mercado negro? —preguntó.

De Roos pareció considerar tal posibilidad.

—No creo. Se cubre la mayor parte de la demanda, lo que sucede es que el ejército posee su propio sistema cerrado. Sólo la gente mayor no puede obtener las dosis necesarias, y no creo que el mercado negro sintonice con sus necesidades, ni con las nuestras…

—Pero éste es en parte un hospital militar.

—Para soldados a los que ya han desahuciado. Las intervenciones quirúrgicas se realizan en el Norte. Luego los mandan a la retaguardia para que se recuperen o mueran. Un setenta por ciento fallecen.

—Pues usted nunca lo exterioriza. Y las visitas tampoco.

—Las visitas siempre están preocupadas.

—Sí, pero lo disimulan muy bien y visten con pulcritud.

—Oh, en efecto, pero cuando se acerca el final, todos se desmoronan.

—¿Y no hacen ustedes operaciones quirúrgicas, para salvar a los que se están muriendo?

—Nosotros practicamos el drenaje de heridas, y a veces limpiamos alguna que otra cavidad, pero a eso apenas se le puede llamar cirugía. En cualquier caso, el ejército no lo considera así, al menos por la forma en que nos raciona los suministros.

Alessandro volvió a sacar la hoja de papel doblada y la hizo oscilar en el aire.

—¿Cuánto necesita? —preguntó.

—Tanto como puedan facilitarle.

—¿Y cuándo volverá a examinar a mi padre?

De Roos consultó su reloj.

—Probablemente alrededor de medianoche. Es difícil decirlo con exactitud. Si lo desea, puedo redactar una nota para que le dejen entrar en el hospital y así estar presente cuando lo examine.

—Muchas gracias.

—Alrededor de la medianoche, hora más, hora menos.

—Tengo que acompañar a mi hermana a casa. Luego volveré.

De Roos estaba escribiendo con la misma letra indescifrable.

—Ella también puede estar presente.

—¿La ha visto usted, doctor?

—¿Cómo podría no haberla visto? —A Alessandro le pareció que el doctor se refugiaba en la ambigüedad, hasta que De Roos añadió—: Es increíblemente hermosa.

Eso fue todo cuanto dijo y en ningún momento pareció perder el control, como si hubiese hecho una mera observación de tipo profesional. Luego dobló el segundo papel y se lo entregó.

—Gracias, muchas gracias.

—No, no tiene por qué dármelas —dijo De Roos—. Los familiares de los pacientes dan las gracias al médico como si éste fuera Dios. Eso no está bien, ya que si el paciente muere, todo se queda en cenizas. No sólo por ellos, sino también por mí, como puede usted imaginar. Hasta luego.

Alessandro subió a saltos las escaleras. Como mínimo había hecho algo en favor de las posibilidades de su padre. Las dos hojas de papel que llevaba en el bolsillo parecían aumentar su ingravidez, como si se hallara colgando de un gancho en el cielo. «Un gancho en el cielo» era un término que su padre a veces utilizaba, y cuyo significado Alessandro nunca había llegado a entender, ya que, al fin y al cabo, era algo que no existía.

Luciana se hallaba durmiendo en su cama cuando Alessandro pasó furtivamente el boquete en la muralla y corrió por Villa Sciarra. Si los carabinieri le interceptaban el paso a aquellas horas, sin duda le pedirían la documentación. Las puertas de Villa Sciarra estaban cerradas, pero saltó por encima de ellas y avanzó a través de la oscuridad, guiándose únicamente por los ruidos del sendero de grava bajo sus pies, los canalones de agua corriente y las fuentes. Aunque no distinguía nada, siguió avanzando en línea recta, con todos los sentidos escudriñando el camino que tenía en frente, en busca de algún indicio o señal.

—Bien —comentó De Roos en voz baja, cuando Alessandro entró en la habitación de su padre: el joven doctor, que acababa de llegar, estaba sacudiendo un termómetro—. Ayúdeme a girar a su padre hacia usted.

Alessandro comprendió que su padre estaba despierto, ya que De Roos se dirigió a él para hablarle:

—Señor, vamos a tomarle la temperatura.

El abogado Giuliani, desorientado pero consciente, asintió e intentó volverse en la cama. No lo logró. Alessandro lo cogió entre sus brazos y tiró de él para darle la vuelta. A pesar de que su hijo lo sujetaba como si se hallaran al borde de un precipicio, el anciano tan sólo se volvió lo necesario para que el médico pudiera insertarle el termómetro en el recto.

—¿Te das cuenta, Alessandro, en lo que me he convertido? —le preguntó, con la mirada turbia.

—Papá —murmuró Alessandro—. Perdóname.

—¿Por qué? —inquirió su padre, apoyando la cabeza en el hombro de su hijo, quien lo abrazó con fuerza—. ¿Por ser joven cuando yo soy viejo?

—Sí.

—No te perdono por eso. —Su padre respiró hondo cuando le quitaron el termómetro, volvió a caer de espaldas y miró a Alessandro—. Porque eso es mi salvación.

—Tiene usted fiebre debido a una infección cardíaca —le explicó De Roos en voz alta, acercándose al oído derecho del abogado Giuliani—. Además, la gran debilidad de su corazón permite que la infección haga estragos, lo cual favorece que éste se debilite, etcétera, etcétera. Si pudiéramos estabilizar al corazón, lograríamos invertir el proceso.

—Bien —contestó el anciano, como si no hubiese entendido o como si el médico fuera un estúpido ignorante.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Alessandro, adoptando el mismo tono de experto.

Su padre lo miró medio receloso y medio divertido. Se encogió de hombros.

—No del todo bien —respondió con voz débil.

—¿Siente usted dolor? —le preguntó De Roos.

—No.

—¿Siente usted miedo?

—No.

—Bien. Debe usted descansar, señor. Si todo va bien, saldrá de aquí por su propio pie.

—Si todo va bien… —repitió como un eco el abogado Giuliani, en el mismo tono que habría utilizado para llamar la atención sobre una cláusula ambigua en un contrato.

De Roos se llevó aparte a Alessandro y los dos hablaron de la forma considerada que suelen utilizar los jóvenes a quienes se ha encomendado la tarea de controlar unos acontecimientos que no comprenden, y que todavía no saben que son incontrolables. El abogado Giuliani comprendía eso, pues lo había presenciado docenas de veces con anterioridad. No les culpaba por sus esfuerzos. Todo lo contrario, se sentía seducido por la esperanza que parecía apoderarse de ellos con tanta facilidad. Sabía que para guiarse cuando no podían ver, para mostrarse firmes ante lo desconocido y para hacer lo correcto cuando ignoraban qué podía serlo, los dos —incluso el doctor— se veían obligados a adoptar una postura. Cuando vio que Alessandro intentaba hacer lo imposible comprendió que a su hijo lo impulsaba el cariño y que Alessandro intuía, aunque aún lo ignoraba, que pronto ambos se separarían para siempre. Lo que le alarmó, más que ninguna otra cosa, fue el hecho de que él adoptase una postura. Había reconocido el tono que Alessandro se había visto obligado a adoptar, pues en el pasado, tiempo atrás, él también se había visto obligado a adoptarlo.

Alessandro no visitó a Orfeo en su casa, pues un hombre con una ambición desmedida puede odiar su casa tanto como las muchas otras cosas que pesan sobre él. En cambio, se dirigió al suntuoso Ministerio de la Guerra, donde Orfeo se sentaba sobre una elevada plataforma desde la cual dominaba a centenares de escribientes, mecanógrafos y oficinistas especializados en lacrar, atareados todos en la confección de los documentos que alimentaban la guerra.

Orfeo permanecía encorvado sobre un enorme escritorio, paseando su pluma por encima de una hoja de pergamino desenrollada y sujeta en sus cuatro esquinas por el peso de unos sellos reales. Los pies no le llegaban al suelo, iba vestido como un pisaverde, y cualquiera que lo observara podía ver que no se limitaba a copiar el edicto, sino que también lo redactaba, pues los rasgos de su curioso rostro parecían bailar al son de la creación, al tiempo que tarareaba una canción adecuada al ritmo de su prosa.

Unos instantes después, ya en su despacho privado —donde una pared estaba formada por las puertas de una caja fuerte y la otra por un grueso cristal—, a través del panel acristalado siguió vigilando a sus escribientes, mientras hablaba a Alessandro con una especie de murmullo enloquecido.

—Como es lógico, los escribientes siempre tienen que pulir la puntuación de sus amos, añadiendo una coma aquí, un guión allá… En cuanto a la correcta pronunciación, qué le voy a decir. Si se supone que hay que escribir «meteorología» pero lo pronuncian «metereología», o si en vez de decir «extemporáneo» dicen «extempóreo», como a veces ocurre, ¿qué se supone que debemos hacer? ¿Dejarlo así?

El tono de su voz empezaba a crecer y Alessandro comprendió que al final de la entrevista podría llegar a ser frenético.

—Y luego están los adverbios, preposiciones que no se corresponden, etcétera, etcétera. Nosotros las corregimos. Tenemos que hacerlo. Y no vea cómo despreciamos a nuestros amos, cuando son unos tullidos con la pluma.

»Ah, pero… ¿cuándo se produce el gran salto mortal? Se lo diré. Se produce cuando el enaltecido instila en nuestro cuerpo de escribiente suficiente cantidad de la savia que fluye de los burbujeantes boquetes en los marfileños valles de la Luna… —De pronto, Orfeo dio un salto, como si le hubiesen clavado una aguja—. ¡Y de Marte! —exclamó con ardor.

—¿Qué?

—Sí, el salto mortal es un don de la bendita savia que procede del enaltecido.

—No le entiendo, Orfeo.

—¡Significa que escribo lo que me da la gana!

—¿Ah, sí?

—Sí. Ayer, por ejemplo, se supone que un batallón de bersaglieri tenía que trasladarse a un nuevo sector del Isonzo, pero yo los envié a un campamento en el valle del Po, les retiré sus ametralladoras y les entregué cantidades ingentes de carne de res.

—¿Por qué?

—Porque cuando el mundo se acabe, el manto del enaltecido se arrastrará por el valle del Po.

—¡Cielos, Orfeo! —exclamó Alessandro.

—¡Y eso no es nada! ¿Cree acaso que el mismísimo rey ha escapado a mi recreación bajo el impulso de la savia? Ni una sola palabra suya que pase a través de mí se ha librado del cambio. Sutilmente, por supuesto, pero es imprescindible que yo ponga mi sello en la historia mediante una destrucción primero, y luego una nueva creación.

—Todos los revolucionarios han pensado eso mismo, Orfeo —afirmó Alessandro—, pero nunca han logrado reconstruir tan bien como habían destruido.

—Yo no soy un revolucionario —protestó Orfeo—. Soy el conducto, el depósito, la punta de la bendita savia que se desliza sobre los marfileños valles de la Luna. La savia hace que los pájaros vuelen. Susurra a través de sus corazones, como el surtidor de una fuente.

—Orfeo…

—Cuando se supone que los explosivos de la Fábrica Trece de Pisa deben enviarse a la Fábrica Seis de Verona para que los introduzcan en los cartuchos, yo los envío a Milán para que los metan en los cohetes de señales. Yo dirijo la guerra según mi propio criterio y sin duda estoy realizando una buena labor, pues me he visto bendecido por el enaltecido, que ha enviado directamente a mi persona grandes cantidades de savia vigorizante.

»El enaltecido me ha guiado hasta este lugar porque mi destino consiste en fortalecer el ejército y librar al mundo de los conejos comunes y los parásitos. Sin embargo, a veces he deseado parar de repente, terminar con todo y, en vez de pelear y batallar, en vez de Cumbrinal el Oxitano y Oxitano el Loxitano, elevar los ojos a la luz y pedir a Dios que me coja de la mano y me muestre lo que es grande, que acorte mi espera. Así podría volar. Mi espalda no se encorvaría. No tendría joroba. Sería atractivo, sería ligero y alto…

Orfeo sonrió y luego apoyó un dedo a un lado de la nariz. Un escribiente, sentado en una de las múltiples mesas alargadas, le había pedido permiso para ir a orinar; Orfeo se lo había concedido.

—Orfeo, mi padre necesita esto —le dijo Alessandro mientras desdoblaba el papel donde estaba anotado el nombre del medicamento.

—¿Quién ha escrito esto? —preguntó Orfeo.

—Un médico.

Orfeo movió lentamente la cabeza, atrás y adelante.

—No hay duda de que el mundo va a parar a los perros. Haré que mañana por la mañana le envíen cien mil unidades. ¿Por qué siempre pide favores?

—¿Qué favores, aparte de éste?

—En todo este tiempo no he parado de hacerle favores.

—¿Usted?

—¿Quién cree que le envió a la Guardia del Río? ¿Cuál era? ¿La novena?

De repente, Alessandro se sintió vencido por la rabia. Apenas podía pronunciar palabra alguna.

—¿Usted? —preguntó.

—Yo, el hombre, el mismo.

—¿Por qué?

—Se suponía que iban a destinarlo al Eurídice, por eso. Tuve un mal presentimiento respecto a ese destino, así que lo trasladé a la Guardia del Río. ¿Cuántos lograron sobrevivir en el Eurídice? ¿Se da cuenta? Yo estaba en lo cierto.

»Le he hecho favores, en efecto, porque le debo cierto respeto y gratitud, pero la gratitud no es eterna. Tengo que olvidarme del pasado para dedicarme a la bendita savia. Francamente, Alessandro, estoy a punto de terminar con los favores a la familia Giuliani. Ahora soy yo el importante. Ya no sufro convulsiones. No necesito permanecer sentado, tragando mi propia savia. Soy el jefe de los escribientes. Mientras mis poderes se derraman entre mis dedos, acaricio el blando ojo que el monstruo mantiene abierto mientras devora este siglo. Cumbrinal el Oxitano. Oxitano el Loxitano. Loxitano el Oxitano. Le dije hace tiempo que yo cabalgaría sobre su espalda. Ahora soy el amo, el dueño de los mundos. Usted me condujo a esto, el llamado “mecanógrafo” me llevó a esto.

»Los políticos y los reyes sufren la angustia de la necesidad; yo, no. A mí me basta simplemente con hundir la pluma en la bendita savia para que mis órdenes se cumplan al pie de la letra, sin que mi persona sufra nunca las consecuencias, dado que permanece totalmente en el anonimato. Ah, pero yo soy más que eso, yo soy sagrado, omnipotente y obtengo mi fortaleza de la savia.

Sin siquiera volverse a mirar a Alessandro, Orfeo salió del despacho y subió a la plataforma. Respiró hondo, fijó la vista en un horizonte invisible y, para que los escribientes y los oficinistas pudieran oírlo, proclamó con fuerza:

—¡Yo soy el rayo! ¡Soy un león!

—Orfeo está loco de atar —le comentó Alessandro a su hermana, durante una tormenta en que la lluvia golpeaba contra las ventanas de su habitación y el viento levantaba ráfagas que impulsaban el agua a través de las grietas que se suponía debían estar selladas—. Se sienta sobre una plataforma, en medio de un centenar de escribientes. Debería copiar órdenes y edictos, pero lo que hace es cambiarlos a voluntad y redactar otros nuevos según su capricho. Siempre con el estilo adecuado y los sellos y códigos correspondientes, claro.

—¿No se podría avisar a alguien? —preguntó Luciana, inocentemente.

—¿Y quién iba a hacerlo?

—Uno de los escribientes.

—¿Esos? Están aterrorizados. Levantan la mano incluso para pedir permiso para ir al lavabo.

—¿Cómo es posible?

—Son jóvenes. Si él los despidiera, irían directos al frente. Él lo ha tramado todo. Y no lo hace por maldad, sino porque piensa que ésta es su misión.

—¿La bendita savia?

Alessandro asintió.

—Tienes que decírselo a alguien.

—¿Yo? Ya me resultó difícil entrar en el Ministerio de la Guerra. Si yo formulara una acusación contra alguno de sus empleados, lo primero que querrían saber es quién soy yo. Sería mejor que me disparara un tiro ahora mismo.

—Se lo diré yo, pues.

—No te creerían, y lo más probable es que no sirviese de nada. Mañana entregarán los medicamentos al hospital. Deja que las cosas se tranquilicen, de momento.

—Lo descubrirán. Él mismo se delatará.

—Lleva ya dos años allí, y al parecer sin problemas.

Cuando una ráfaga de viento impulsó estelas de niebla en el jardín, Luciana volvió la cabeza para escuchar y la esbelta forma de su cuello se distinguió con mayor claridad. Luciana se había transformado, según la expresión de De Roos, en una mujer increíblemente hermosa. Durante la primera semana, Alessandro apartaba la mirada sin dificultad. Al principio resultaba fácil y normal, pero luego para conseguirlo tenía que dirigir la atención hacia otro lado, o forzar una relajación en la que expulsaba de su mente cualquier pensamiento referente a ella. Quería acariciarla, besarla, y aunque el deseo que sentía por ella era tan horrible que lo comparaba con hacer estallar una bomba en medio de una casa, era incapaz de desterrar la imagen de sus delicadas manos, de sus claros ojos azules, o de su cabello color oro pálido.

Por amor a su padre, que yacía en una cama del hospital, y por amor a su madre, que ya estaba muerta, no sucumbiría al atractivo de su hermana, a su piel de melocotón, ni a su encanto lánguido e inocente. Después de que lo arrestaran, lo meterían en una celda, una mañana lo conducirían a un patio para colocarlo frente a un muro lleno de agujeros, y allí vería cómo su vida llegaba al final. Se preguntaba si en ese momento pensaría en Luciana y confió en que no fuera así.

—Tenemos que acostarnos —comentó él, incorporándose, y se marchó.

Luciana pareció molesta, pero cuando Alessandro avanzaba por el oscuro pasillo hacia su dormitorio, la puerta de ella se cerró como siempre.

Alessandro se sentó en la cama, atento al sonido de la lluvia. Sin levantar los pies del suelo, se tumbó de costado, como si abrazara una presencia invisible. Entonces encogió los brazos y los acercó hasta que se cerraron en torno a su pecho, y los ojos se le llenaron de lágrimas. A continuación, con un murmullo desesperado, exclamó:

—Papá.

Se despertó al oír el estruendo de los relámpagos, que amenazaban con hacer añicos las ventanas. La lluvia era tan intensa, que sobresalía por los canalones y caía en cascada del tejado, formando una sólida cortina de agua que se volvía plateada bajo los destellos de los relámpagos. Una lluvia como aquélla vaciaba las calles y transformaba la ciudad en una modelo inanimado de sí misma. El Tíber ya se habría inundado y las únicas personas que permanecerían en el exterior serían los centinelas que hacían guardia ante los palacios y los ministerios, e incluso ellos disponían de pequeñas casitas de chocolate para soldaditos.

Alessandro se acercó a la gran mesa y aproximó el rostro al reloj en forma de carroza de bronce, al que Luciana siempre se tomaba la molestia de dar cuerda, aunque él no estuviese allí, o aunque su madre estuviera muriéndose por culpa de la gripe. Cuando Luciana daba cuerda a los relojes, recorría la casa de habitación en habitación, con las llaves repiqueteando entre sus manos. Alessandro podía oír el tictac por encima del ruido de la lluvia, a pesar de que ésta era tan intensa que parecía grava que cayera sobre hojalata, pero no lograba distinguir las agujas. Se volvió para comprobar si las veía por el rabillo del ojo, pero aún estaba demasiado oscuro. El tictac crecía en intensidad, y él ignoraba cuánto tiempo llevaba arrodillado ante el reloj, mirándolo sin ver, prestando atención al estruendo de la maquinaria que había en su interior.

Luego un rayo cayó en algún lugar cercano del Gianicolo y la esfera del reloj se iluminó con tal intensidad, que su reflejo ardió por espacio de varios minutos en los ojos de Alessandro. La aguja de las horas había contenido el aliento y señalaba hacia la derecha, a medio camino entre el dos y el tres. La de los minutos había sucumbido a la gravedad y descansaba sobre una muesca antes de la media hora. Por entonces, Alessandro ya estaba completamente despierto, de modo que se colocó encima una chaqueta impermeable y se dirigió a la planta baja con un insaciable deseo de penetrar en la noche.

Llovía con tal fuerza que el agua le resbaló por el cuello y le empapó la camisa. Se internó en el jardín, que se hallaba cubierto por una capa de agua poco profunda, la cual estallaba en miles de puntitos a medida que la lluvia la castigaba. Al llegar a un lugar determinado se agachó y apoyó la palma de la mano contra la blanca grava de un sendero central, como si anduviera por el cauce de un arroyo. Las ráfagas de viento húmedo lo golpeaban en todas direcciones, mientras los árboles y los setos se estremecían bajo el peso del aguacero.

El día siguiente amaneció soleado, claro y con una tranquilidad excepcional. A veces Roma se quedaba espectacularmente silenciosa, como si todo el mundo la hubiese abandonado. Se oía al viento silbando entre las ramas y los cañaverales, tal como hacía en la orilla del mar, y el cielo era de un azul oceánico, profundo y vertiginoso. Los chiquillos permanecían en las umbrías escuelas, los contables anotaban sus cifras al frescor de la sombra y las copas de los árboles resplandecían al sol como si fuesen lentejuelas.

Alessandro y Luciana permanecían sentados junto a la ventana, en la habitación de su padre en el hospital, escuchando su respiración mientras dormía. El sol entraba con toda su viveza, bañando con una fluorescencia sobrenatural los geranios rojos de la jardinera de la ventana y creando un claro triángulo negro de sombra en el alféizar color crema De vez en cuando, el aire frío levantaba las cortinas hacia el interior y luego las dejaba caer, como si cabalgaran sobre las olas.

A la espera de que su padre se despertara, no podían hablar, pero a veces sus miradas se encontraban. Cuando las enfermeras se asomaban para echar un vistazo, veían a dos jóvenes sanos y fuertes, vestidos como patricios. Incluso su propio padre resultaba apuesto e imponente, tenía gran facilidad de palabra, era simpático y sin duda un hombre de grandes recursos. Aquel frío día de octubre, los Giuliani parecían tenerlo todo bajo control.

Las enfermeras acudían rápidamente cuando el abogado Giuliani llamaba. Nada se olvidaba, se atendían todas las peticiones, y tanto De Roos como los demás médicos que hacían la ronda —especialistas en infecciones, en dolencias cardíacas, en radiología— mantenían extensas conversaciones técnicas con Alessandro, con lo cual se le tenía mucho más informado que a los demás solicitantes que acudían diariamente al hospital.

Alessandro creía que si prestaba y solicitaba mayor atención, sería capaz de detectar cualquier error en el tratamiento o de estimular a los médicos y a las enfermeras para que vigilaran. Y que si mantenía aquella conducta de privilegiado que, curiosamente, habían empezado como una estratagema de fugitivo para evitar que lo capturase, facilitaría a su padre un pequeño margen que, en circunstancias desesperadas, podría ser crucial para preservarle la vida. Lo había visto cientos de veces en la Guardia del Río: los soldados impecables, diligentes y meticulosos parecían sobrevivir más tiempo, o al menos resultaban más visibles mientras sobrevivían; aunque, por supuesto, a veces también se les abrían repentinamente las entrañas por culpa de un proyectil caído del cielo.

Alessandro empujó con el pie las blancas medias de Luciana. Cuando ella lo miró, él levantó un dedo como si dijera: escucha. Sin la paciencia que su hermano había aprendido en dos años de vigilancia para impedir que se infiltraran soldados enemigos, la joven regresó a su ensimismamiento.

Alessandro volvió a empujarla con el pie y señaló colina abajo.

La muchacha se inclinó hacia el exterior, pero tan sólo pudo distinguir un ruido en algún lugar de las calles que bajaban hacia el Tíber.

—Es un caballo que tira de un furgón.

—¿Cómo lo sabes?

—He pasado dos años en compañía de este ruido.

Durante los cinco minutos siguientes, Alessandro escuchó el clip clop de un caballo de tiro del ejército y el claro chirriar de un furgón. A medida que iban ascendiendo por la colina bajo el sol, él oía sus ruidos entre el rojo y el verde de los geranios, y sentía en su piel la brisa que transportaba el sonido.

Guiado por un soldado adormilado, el caballo se detuvo ante el hospital. El soldado estudió el letrero de la verja de hierro forjado y acto seguido, con la depresión de un soldado raso que ha sido reclutado a la fuerza y condenado a pasar el período más aventurero de su vida haciendo de mandadero, abrió la tapa del furgón y extrajo un gran paquete.

En aquellos instantes Luciana se había inclinado sobre el alféizar y su cabello absorbió el sol como si fuera un perfume.

—Puede que Orfeo no esté tan loco como pensamos —observó.

—No —la corrigió Alessandro—. Orfeo puede entregar el medicamento a los soldados moribundos porque se lo ha quitado a otros soldados moribundos.

—Eso no es ser loco, sino neutral.

—No se trata en absoluto de neutralidad, Luciana, sino de ejercer la violencia; y eso es locura.

El abogado Giuliani se despertó, respirando como si descansara después de una carrera. Sus ojos se dirigieron primero a las vacías paredes, luego al reflejo del sol y por último a sus hijos. Aunque se encontraba despierto, en muchos aspectos parecía un hombre dormido, Respiraba de forma profunda y con dificultad; los ojos habían perdido su brillo y apenas podía moverse.

—¿Has oído la tormenta, papá? —le preguntó Luciana.

El abogado Giuliani se volvió hacia su hija, a la espera de que se explicase. Su expresión denotaba que no recordaba ninguna tormenta.

—No me he dado cuenta —respondió débilmente.

—¡Ha sido tremenda! —exclamó ella, con tal entusiasmo y alegría que Alessandro sonrió—. Cerca de casa cayeron diez rayos con tal rapidez que pensé que iban a derribarme. ¡Sentí que iba a perder el control, como si navegara en un bote demasiado pequeño por un mar embravecido!

—Es todo un engaño —comentó su padre.

—¿El qué? —preguntó Alessandro.

—El recuerdo de cosas tales como un día en el mar, o las tormentas.

—A mí me gustan estas cosas —replicó Alessandro—. No puedes imaginar cuánto me gustan.

—Alessandro, si las cosas, objetos y sensaciones perduran en el recuerdo, se debe tan sólo a las personas que tú amas. —El abogado Giuliani tuvo que descansar y respirar hondo antes de proseguir—. Si recuerdo con melancolía una tormenta en Roma, hace sesenta o setenta años, si añoro la fuerte lluvia y el intenso relampagueo, o los húmedos árboles completamente desiertos y abandonados, no es por la lluvia, ni el silencio, ni el tictac del reloj en el vestíbulo, cosas que recuerdo a la perfección, sino por mi madre y mi padre, que me sostenían entre sus brazos junto a la ventana, mientras contemplábamos la tormenta.

—Papá, los medicamentos han llegado esta mañana en un furgón de municiones —declaró Alessandro, con confiado optimismo—. Orfeo los ha mandado. En el hospital ya no quedaban, pero ahora podrán estabilizar tu corazón. Ahora podrás combatir la infección con todas tus fuerzas y en una semana o diez días te llevaremos de vuelta a casa.

—Sandro, ¿cómo tengo los ojos?

—Están bien —contestó Alessandro, aunque los ojos de su padre se veían grises y opacos.

—¿Sabes lo que sucede?

—¿Cuándo?

—Que traicionas a tus padres.

—Papá, estás diciendo tonterías.

El abogado Giuliani movió la cabeza como si estuviese de acuerdo, pero luego prosiguió con la idea anterior:

—Cuando los padres mueren, Alessandro, uno tiene la sensación de que los está traicionando.

—¿Por qué? —preguntó Luciana.

—Porque llegas a querer más a tus hijos. Yo abandoné a mi madre y a mi padre en las imágenes de las fotografías y en la escritura de sus cartas, y lo más triste de todo es que mientras yo los abandonaba por vosotros, ellos no protestaban. Incluso ahora que voy a reunirme con ellos, lo que más lamento es tener que abandonaros.

—Tú no vas a reunirte con nadie —dijo Alessandro—. Ya solucionaremos luego todos estos problemas.

—Alessandro —le reprendió su padre, casi con jovialidad—. No has entendido nada. Este tipo de problemas es muy característico: no tiene solución.

Más tarde, aquella, mañana, De Roos entró enarbolando una jeringuilla como si fuera la pistola de un duelo. Unas gotas de líquido brotaron del extremo hueco de la aguja y lentamente se deslizaron por la saeta metálica. El abogado Giuliani permaneció impasible.

—Ya lo tenemos —anunció De Roos—. Cien mil unidades. Hay suficiente para varios meses; es una suerte. Señor —prosiguió, mientras restregaba vigorosamente el frágil brazo del abogado Giuliani con una gasa empapada en alcohol—, esto hará que el ritmo de su corazón sea tan regular y uniforme como el de un joven potrillo. No tan fuerte —añadió, clavando la aguja—, pero sí tan regular y uniforme. Y si su corazón no se retrasa, no corre y no da brincos, ya verá usted que todo volverá a la normalidad. —Cogió la mano del abogado Giuliani, la apretó y la soltó rápidamente—. Ahora tiene muy buenas expectativas, señor. Muy buenas.

—Así lo espero —contestó con voz queda el anciano, mientras De Roos abandonaba la habitación—. Me sentiría muy feliz de poder librarme de todo esto —comentó a sus hijos—. Alessandro, prométeme que cuando llegue ese momento, estarás conmigo.

—Estaré, si es que sigo con vida.

—La casa… —empezó a decir el anciano, como si por fin pudiera preguntar por el estado de la casa que antes creía no volver a ver.

Pero se vio interrumpido por la súbita aparición de un grupo de ayudantes y enfermeras que empujaban torpemente una camilla, en la cual yacía inconsciente un soldado.

Nadie parecía darse cuenta de la presencia de los Giuliani y movían a su paciente como si no hubiese nadie más en la habitación. Luciana sintió que el corazón se le paralizaba. Alessandro preguntó si no se habrían equivocado de habitación.

—La habitación es ésta —anunció uno de los practicantes— y tenemos que traer a otro más.

El abogado Giuliani se dejó caer contra las almohadas. El soldado moribundo, que tenía los ojos cerrados y los labios pálidos, le había informado mejor que el doctor sobre cuáles eran sus probabilidades.

—¡Necesitamos intimidad! —le dijo Alessandro a Luciana—. Él está acostumbrado a esta habitación y su equilibrio es muy delicado.

Mientras Alessandro salía de la estancia, Luciana se acercó a su padre, para que éste la consolara al mismo tiempo que ella lo consolaba a él.

En los pasillos externos, los enfermeros parecían conducir un tren, pues todas las camas del hospital estaban en movimiento al trasladar a las pequeñas habitaciones superiores los pacientes de las enormes salas de los primeros pisos. Incluso en las escaleras, la procesión de practicantes y monjas que transportaban camillas con enfermos parecía una escena sacada de algún cuadro religioso, pues entraban y salían de los focos de luz que caían desde lo alto, iluminando el polvo en suspensión.

Pegado a la barandilla, para dejar paso a los que subían las camillas, Alessandro bajó las escalinatas. Cuando encontró a De Roos le preguntó:

—¿Qué sucede?

—Hemos recibido orden de triplicar inmediatamente nuestra capacidad.

—¿Inmediatamente?

—Para mañana por la tarde.

—¿Por qué?

—Alemanes y austríacos han roto el frente en el Isonzo —explicó De Roos.

—¿En qué punto? —inquirió Alessandro.

—Por todas partes.

—¿Por todas partes? Esto es imposible.

—Nos han dicho que hay más de un millón de hombres luchando.

Alessandro corrió escaleras arriba, exaltado. Quizás él y Luciana pudieran cuidar de su padre en casa. Quizás en medio de la confusión de un millón de hombres luchando pudiera unirse a la Guardia del Río, o tal vez el ejército decretara una amnistía, a fin de reclamar a los desertores para hacer frente al enemigo, que en aquellos instantes se encontraba dentro de la misma Italia.

Alessandro volvía a sentirse un soldado y cuando se cruzó con un mensajero en las escaleras le preguntó dónde se había roto el frente.

El mensajero le miró con la expresión de hermandad que los soldados sienten por sus colegas que están destinados a puestos civiles y tomó nota de las medallas de Alessandro.

—En Caporetto —contestó—, pero se dice que el frente se ha roto por todos los lados. Quizá puedan reagruparse…

Mientras Alessandro subía las escaleras en compañía de las monjas enfermeras, los practicantes y los soldados mortalmente heridos que iban en las camillas, no paraba de urdir planes. Trasladarían a su padre a casa, lo sacarían de aquella habitación que se había convertido en una sala de guardia para moribundos, y le permitirían disfrutar nuevamente de un poco de sol y de tranquilidad. Había cumplido ya los ochenta y se merecía un mínimo de intimidad y respeto. Cuando él se recuperara, regresaría con Guariglia y Fabio a la 19.ª Guardia del Río. Su padre se repondría y a él le perdonarían. El invierno sería duro y peligroso, pero luego renacería la primavera.

Al entrar en la habitación de su padre, su corazón saltó hacia su hermana, pues había tres soldados allí dentro, ni uno solo consciente, y la frágil Luciana, con los codos sobre las sábanas, intentaba proteger al anciano de la presencia de la muerte.

Alessandro se acercó a la cama.

—Papá, acabo de hablar con De Roos, pero volveré a hablar con él. Quizá podamos llevarte a casa, a tu propia habitación, con una enfermera particular.

—Alessandro —murmuró su padre—, no te preocupes por mí.

—Quiero llevarte a casa.

—Debes comprender que soy tu padre, Alessandro. Soy tu padre. Vine antes que tú, abrí el camino en este mundo y abriré camino en el otro. No es nada irracional y no debes tener miedo, pues tú me seguirás y entonces lo verás todo claro.

—Voy a ver a De Roos —exclamó Alessandro.

De nuevo bajó las escaleras y trajo consigo al médico, quien examinó detenidamente al paciente.

—Puede que usted sepa algo que yo no sé —le dijo al anciano—, pero lo dudo. No veo ningún peligro inminente. Dentro de unos días, podremos empezar a pensar en mandarlo de regreso a casa.

El abogado Giuliani levantó la mano ligeramente, sonrió y se quedó dormido.

—Me quedaré con él —le dijo Luciana a Alessandro—. Tú haz lo que debas.

Cuando Alessandro salió para dar lo que él creía su último paseo por Roma, el sol resplandecía sobre el aire frío y la ciudad aparecía medio azul y medio dorada.

En los márgenes del Tíber, los árboles no habían perdido sus hojas. Al pasar entre ellas, el viento hacía crepitar su frágil follaje y levantaba fantásticas nubes negras, pues Roma había sido invadida por millones de pájaros que se posaban sobre las ramas y cantaban como si de esta forma pretendieran animar al viento, saltando con insensata distracción sobre las barandillas y las cornisas. Los estorninos, las currucas, los pinzones y las golondrinas habían llegado del norte de Europa, procedentes del Báltico y de los países escandinavos, y se disponían a cruzar a África, por desiertos y sábanas, hasta el Congo o el cabo de Buena Esperanza.

Su viaje era tan largo e impulsivo, que incluso al descansar sólo conocían el delirio y el ímpetu, y su inmediata y explosiva elevación ante cualquier ruido o movimiento no se debía al miedo, sino a sus ansias de volar. Cuando alguien daba una palmada allí debajo, o un camión pasaba dando tumbos, o el mismo viento mostraba su ansia y su furor, los pájaros se elevaban formando una alegre nube que planeaba sobre los árboles, como una bola de denso humo, para luego convertirse en una bandada que se reunía y reorganizaba hasta romperse en mil vuelos anárquicos. Entonces el aire se veía uniformemente coloreado por aquellos pájaros, que se precipitaban veloces sobre los vientos de la catástrofe.

Los más pequeños se elevaban en medio de un ruido ensordecedor y a veces su masa aleteante se veía impulsada por el viento, como un enorme globo negro. Pero uno tras otro regresaban a sus ramas, planeando para aterrizar con la seriedad de los jóvenes pilotos. Luego daban saltitos y piaban en las copas de los árboles, hasta que volvían a emprender el vuelo.

Cuando las currucas y los pinzones cubrían el cielo, la gente alzaba la mirada hacia el aleteo de arriba y sentía que su carga diaria se aligeraba. Los estorninos eran una plaga, lo mismo que las ratas, aunque algo más elegantes en sus movimientos. Estos pájaros formaban nubes que cubrían el aire y la luz solar, planeando armoniosamente sobre el crecido Tíber… Aunque parecían desplazarse con gran facilidad, Alessandro descubrió, al estudiarlos, que el impulso de cada uno de ellos no era menos difícil ni menos bello por el hecho de contemplarlos de tal forma que resultaba difícil seguir su recorrido. Ya que, si se tenía la paciencia necesaria para seguir a uno de aquellos pájaros y la vista lo suficientemente aguda para mantenerlo diferenciado y no perderlo durante los giros mareantes, se podía comprobar que la forma en que planeaba por el aire era algo fantástico.

Sin embargo, de todos los pájaros que descansaban en los árboles a lo largo del Tíber, no había ninguno que fuera la mitad de volador, ruidoso, silbador o que se lanzara tanto en picado como las golondrinas. Éstas volaban en grandes círculos, tomaban velocidad y se elevaban como hojas impulsadas por un remolino. Ascendían enloquecidas y no paraban de subir hasta que volaban entre las nubes más altas y más densas, entre las paredes blandas y rosadas donde desaparecían, y de donde saldrían repentinamente como por sorpresa. Aunque apenas se las podía ver —a aquellas alturas eran simples puntos y manchas que se desvanecían nada más hacerse visibles, como si tan sólo fueran la coloración del aire—, no cabía duda de que en aquellas alturas encontraban algo de extraordinaria belleza y valor, y que por eso se esforzaban tanto en elevarse y permanecer allí largo rato.

Volando de nube en nube, bajo la luz rosada, aquellos pájaros lograban escapar, descubrían la pureza y la abstracción, y se veían libres de todo, salvo de la luz, el impulso y la proporción. Las olas de aire en lo alto de las nubes resultaban más hipnóticas que las del mar y la luz se convertía en un estallido de rosa y oro, mientras el color del cielo iba del azul porcelana al blanco que el sol cobijaba en su seno.

Sin embargo, aunque podían planear sobre el viento, volar como confeti dorado entre las nubes y haberse quedado allí, descendían, bajaban, y silbaban como cohetes al caer en picado. Elegían regresar, como si no tuvieran otra elección, y lo que más sorprendía a Alessandro era la consumada e indiscutible belleza de su caída. Ésta no era una caída desesperada, pues al lanzarse hacia abajo lo hacían venciendo al aire, ascendían momentáneamente con gran esfuerzo, luego se dirigían a derecha o izquierda y trazaban un círculo sobre la pista que habían elegido, antes de realizar otra vertiginosa caída, otro despliegue de alas, y otra parcial ascensión.

Parecía como si volaran más veloces de lo que la imaginación podía imaginar. Giraban con una fuerza sobrecogedora. Realizaban curvas perfectas. El aire cantaba a su paso.

Y cuando habían finalizado, aquellos pequeños pájaros que habían sido simples puntitos dorados desplazándose sobre el aire y el viento hacia lugares de los que no necesitaban volver, se posaban suavemente en los oscuros huecos entre las ramas y allí, por fin, entonaban una simple y hermosa canción.

El taller de Guariglia se encontraba en un destartalado edificio que formaba parte de unas ruinas. Colgando de las pesadas vigas de madera y de las barras de hierro forjado había cientos de arneses y bridas, y dos docenas de sillas de montar cabalgaban sobre unos troncos que sobresalían de las paredes.

Guariglia tenía un aspecto distinto sin el uniforme, aunque ni mejor ni peor. A pesar de que su gastado delantal de cuero indicaba que conocía su oficio (y así era), no parecía un hombre con grandes expectativas. En cuanto Alessandro entró en la tienda, Guariglia se puso muy nervioso.

Cruzó el local, cerró la puerta y colgó el letrero de que había salido a almorzar. Alessandro vio que también él se había colgado las medallas… Un breve escalofrío le recorrió la espalda al comprender que sin duda todos los desertores de Italia habrían optado por la misma estrategia. Guariglia también cojeaba, pero no estaba fingiendo: su pierna izquierda, por debajo de la rodilla, era de madera.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Alessandro.

—Un talabartero no necesita piernas. Le basta con las manos.

—¿Quién te lo hizo?

Cuando Guariglia se dirigió al fondo del taller, Alessandro descubrió a sus hijos bajos la luz del brasero: un muchacho de unos cinco años y una niña de tres. Permanecían acurrucados en un rincón, con unos pequeños caballitos de cuero entre las manos, sin atreverse a salir.

—No tengáis miedo —les dijo Guariglia, cogiéndolos entre sus brazos y animándoles a seguir jugando.

Los abrazó como si no fuera a verlos nunca más y, al tiempo que los abrazaba, guardó silencio. Luego respiró hondo y cerró brevemente los ojos.

—¿Cómo puedes vivir de esta manera? —le preguntó Alessandro, mientras los niños reanudaban sus juegos, haciendo galopar los caballitos de cuero por bosques y prados en el suelo.

—No tengo más remedio.

—No entiendo cómo consentiste en una cosa así. Por el amor de Dios, era tu pierna…

—Yo no consentí nada —exclamó Guariglia, con firmeza—. Los talabarteros tienen que bregar a veces con piezas de cuero muy gruesas y difíciles de trabajar. ¿Has cortado alguna vez una silla? Un talabartero no sabe nada si no sabe cómo cortar. Poseemos las herramientas necesarias y la práctica, y en todo el día no paramos de cortar cuero, latón o hierro.

—¿Lo hizo un talabartero? Fue una suerte que no murieras. ¿Y quién fue?

Guariglia sonrió, medio avergonzado y medio orgulloso. Cuando pareció que el silencio de Alessandro iba a durar eternamente, Guariglia lo rompió:

—Lo hice por ellos —dijo, mirando a los chiquillos—. No fue tan difícil, cuando hallé el modo de llevarlo a cabo.

—¿Y cómo lograste permanecer consciente?

—Con fuerza de voluntad. Me até la pierna por encima de la rodilla y me quedé así mucho rato. Cuando todo estuvo como entumecido y había muy poca sangre, lo desinfecté todo, me bebí media botella de coñac, me rocié con alcohol y utilicé las herramientas adecuadas. No hace falta que te diga cuánto dolió. Me llevó una hora. ¡Menuda hora! Después de cauterizar la herida, durante una semana estuve al borde de la muerte, pero luego me recuperé.

Alessandro lo miró perplejo.

—Ahora, al pasar ante la policía militar… ¡me saludan! ¿Qué te parece esto? No me han pedido los papeles ni una sola vez. A mi edad, con esto… —dijo, dándose unos golpes en la pata de madera—, y con las medallas… Nos trasladaremos al Sur en cuanto nos sea posible. Utilizaré un nombre falso. Después de la guerra, cuando las cosas se hayan calmado, volveremos a casa.

»Alessandro, que yo sepa, como mínimo he matado a ocho enemigos. He servido en el frente durante más de dos años. Hice lo que me correspondía. Me apartaron de ésta antes de que cumpliese un año —dijo, señalando a la chiquita.

—No tienes por qué justificarte ante mí, Guariglia. Fui yo quien te sugirió la idea.

Guariglia negó con la cabeza.

—No es cierto. Yo lo llevaba pensando desde el primer día. Incluso diría que fui yo quien te dio la idea a ti.

—En cualquier momento la policía puede entrar sencillamente por esta puerta y llevarte preso.

—No tardaremos en marcharnos —adujo Guariglia—. Hasta entonces, no dispongo de otro sitio a donde ir. Vivimos arriba, y además aquí trabajo. Pueden pasar meses antes de que nos descubran. Y si se presentan, les diré que soy mi primo. Ya me inventaré algo. Además, verán mi pierna.

—¿Necesitas algún dinero?

—Siempre necesito dinero, pero no ése a que tú te refieres. Además, cuando ellos vengan me voy a enterar, porque primero cogerán a Fabio.

—¿Por qué?

—Por el alfabeto. «Adami» viene antes que «Guariglia». Fabio trabaja en la calle de arriba, en dirección a la plaza, en el café de la esquina. No se ha preocupado de ponerse medallas porque es demasiado joven. Sabe que el truco no funcionaría con él.

—¿Y qué le parecería ir a América?

—A él le tiene todo sin cuidado, aparte de las inglesas que acuden a su café.

—Puede que le gustaran las americanas. En América hay montones de mujeres, aunque es posible que él no lo sepa.

—No es un estúpido, Alessandro; tan sólo atractivo. La cara le preocupa más que el cerebro, tú ya me entiendes. Si a él no lo cogen, a mí tampoco. Y si van a por él, hay un escondite bajo tierra donde puedo permanecer varios días.

—¿Una catacumba?

Guariglia asintió.

—Seguro que es el primer sitio donde mirarán.

—No; les da miedo. Sólo entran cuando sus mandos les obligan.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—He estado allí. Alessandro, en estos momentos hay como mínimo diez mil desertores debajo de la ciudad…

—Con humo los obligarán a salir. Y no hay ninguna seguridad en el hecho de que sean muchos. Es un premio demasiado importante para que pase desapercibido.

—No conoces las catacumbas. Hay miles de entradas y salidas, y los túneles son interminables. Roma es más grande por debajo que en la superficie.

—¿Y cómo se las arreglan para comer?

—Con la boca.

—Vamos…

—Roban. Matan vacas y ovejas que consiguen en el campo… Los túneles van mucho más allá de las murallas. Además, tienen gente que les ayuda, como yo.

—He decidido regresar —anunció Alessandro.

—Te fusilarán.

—No en estos momentos.

—¿Por lo del hundimiento del frente?

—Sí.

—Fusilarán a tanta gente ahora, que se van a quedar sin balas —opinó Guariglia.

—No. Cuando reagrupen a la gente, nos necesitarán a todos vivos.

—Estás loco.

—No quiero que vengan a detenerme junto al lecho de mi padre. Está muy enfermo y eso lo mataría. Tengo el extraño presentimiento de que si digo la verdad, le ayudaré a seguir con vida. Así que le diré que tengo que regresar, y lo haré.

—Como comprenderás —dijo Guariglia, con un deje de amargura—, aunque estuviera de acuerdo contigo, no podría seguirte.

—Lo sé.

—Pero vas a llevarte mi campanita de aviso, ¿verdad?

—Puede que Fabio tenga la cabeza un poco hueca, pero es algo más que tu campanita de aviso, y se merece una oportunidad.

—Cierta oportunidad.

—La decisión es cosa suya.

—Claro que es cosa suya. Pero se irá contigo. Es tan joven y tan estúpido que se irá contigo. Os cogerán a los dos y os llevarán al paredón.

—Es posible.

Guariglia se acercó a sus hijos, que jugaban junto al brasero.

—Míralos —dijo—. Sé que no te parecerán tan hermosos como a mí…

—Lo son —lo interrumpió Alessandro.

—No —insistió Guariglia—, no en este sentido. Pero para mí, Alessandro, ellos representan todo lo bueno, lo más sagrado. No conocí a Dios hasta que los vi a ellos. Es curioso, en cuanto uno pierde la fe, entonces tiene hijos y la vida vuelve a comenzar.

—¡Papá, papá! —La niña se acercó a Guariglia—. ¿Cuándo me harás otro caballito?

—Me acordaré de ti —le aseguró Alessandro al salir.

Guariglia cerró la puerta y se volvió hacia el interior del taller.

Cuando Alessandro llegó al café, las nubes habían desaparecido y el cielo era tan azul como una piedra preciosa, sin alteraciones y sin una franja blanca en el horizonte. A pesar de que el día se había vuelto caluroso y de un brillo cegador, el interior del café era fresco y se hallaba en penumbra, de modo que los camareros tenían que entornar los ojos cuando miraban hacia los enormes ventanales que daban a la calle. Había mucha tranquilidad. No obstante, la larga hilera de cafeteras exprés humeaba como una locomotora. Todas resplandecían a través del brillo del cobre, el bronce y la alpaca, con sus depósitos repletos de agua hirviendo a presión, a punto para pasar al ejército de tazas que se alineaba junto a un ejército de platitos y a una brigada de brillantes cucharillas. Las iluminadas vitrinas estaban repletas de bizcochos y pasteles, y sobre los mostradores de mármol, entre azucareros y jarritas para la leche, había bandejas de mármol con pequeñas pilas de pan con mantequilla. Los aromas a café, a pasteles y a chocolate batallaban en el aire como aviones de combate. Todo estaba reluciente, el agua hervía y los camareros, la mayor parte ancianos, formaban un frente curvo ante el largo mostrador de cobre y caoba, a la espera de salir al encuentro de sus clientes.

Ocho pares de ojos seguían el rastro de cualquier movimiento. Si alguien hacía un gesto de incomodidad en la silla, aparecía un hombre con una servilleta sobre el brazo, dispuesto a llevarse algo de la mesa o a traerlo, sin razón aparente. Los camareros eran unos adivinos. Eran capaces de saber si un ciclista iba a detenerse y entrar, y, en ese caso, qué iba a pedir exactamente.

Cuando Alessandro penetró en la penumbra, un viejo camarero le dijo al que estaba detrás del mostrador:

—Un chocolate muy espeso, muy caliente, y tres bollitos.

—Té y dos bollitos —dijo el encargado de las cafeteras, con lo cual quedó establecida la apuesta.

Fabio se adelantó un paso en la fila. Con ese gesto, todos supieron que se trataba de un amigo de Fabio y la apuesta se anuló. Eso carecía de importancia, ya que al cabo de una hora estarían todos tan atareados, que no podrían oír ni su propia voz.

—No está mal, Alessandro. ¡Lo conseguimos! —dijo Fabio mientras se inclinaba sobre el menú, como si se lo explicara a un cliente a quien no conocía.

—¿No puedes sentarte? —le preguntó Alessandro.

—¿Te refieres en general?

—Quiero decir ahora.

—¿Sobre mi coxis?

—¿Qué?

—¿Gluteus maximus? ¿Obturator internus? ¿Piriformis?

—¿Qué diablos te ha pasado?

—Ahora soy un intelectual.

—¿Y eso?

—A las mujeres de hoy en día les gustan los intelectuales, sobre todo a las de tetas grandes. Así que me he hecho intelectual.

—No bromees.

—En serio.

—¿Puedes hablar de Platón o de Giordano Bruno?

—De ambos.

—¿Y qué me dices de Mallarmé?

—El inventor del velocípedo.

—Eres el mismo de siempre.

—No, soy distinto.

—¿Y eso…? Oye, ¿podrías traerme un chocolate caliente con bollitos?

Fabio cursó la orden.

—No vas a creerme —dijo—. Pensarás que estoy loco.

—No, después de donde estuvimos —replicó Alessandro.

Fabio frunció el ceño y se concentró. Luego esbozó una sonrisa y se echó a reír, como si lo hiciera de sí mismo.

—Me da vergüenza decirlo.

—Adelante…

—Bueno… —Se quedó en silencio, mirando a Alessandro mientras los segundos iban transcurriendo, y ambos se sintieron como unos idiotas—. Quiero regresar allí —anunció—. Es una locura, pero nunca quise escapar. Sin embargo, no me quedó otro remedio.

—¿Qué ocurrió?

—Se lo dije a Guariglia. Él trabaja… —Fabio bajó la voz y casi se ocultó detrás del menú—. Trabaja ahí al lado, nada más volver la esquina.

—De allí vengo.

—¿No te lo ha contado? Fui yo quien cortó las cadenas a Gianfranco. Luego me quitó las tenazas y empezó a soltar a los demás. En aquel momento el coronel se acercó por la cubierta superior y, al ver lo que estaba sucediendo, corrió en busca de un arma…

»Gianfranco saltó a la otra cubierta y lo persiguió. Lo mató con las tenazas. Quería cortarle la cabeza… Luego se tiró al agua, sin siquiera mirar hacia atrás, como un animal salvaje. El coronel era un tipo excelente y tenía una hija. ¿Te das cuenta? El ejército tenía razón. Gianfranco no era bueno, y probablemente habrá sobrevivido…

»En cualquier caso, eso lo desencadenó todo. Cuanta más gente saltaba, más querían hacerlo los que se quedaban. Incluso los oficiales se largaron antes que yo. Nadie quería que lo acusaran de lo sucedido. Entonces consideré que mi mejor alternativa era marcharme a casa durante un tiempo y que me fusilaran luego, en vez de que lo hicieran en cuanto llegáramos a Venecia. Pero ahora quiero regresar. La verdad es que debo de estar loco.

—Por eso he venido a pedírtelo.

—Guariglia no podrá. Se cortó una pierna.

—Lo sé.

—Vayámonos hoy mismo. Es posible que nos fusilen, pero lo dudo.

—Yo también, al menos ahora.

—También podemos subir hasta el frente y aprovechar la reorganización. Nunca se enterarán.

—Es posible.

—Vayámonos pues.

—Ahora no puedo —dijo Alessandro, y le explicó los motivos.

Cuando su padre se hallara lo bastante recuperado para volver a casa, entonces se irían, probablemente al cabo de una semana o diez días. ¿Estaría dispuesto Fabio a esperar? Lo estaba. Entre otras cosas, porque una mujer de Nueva Zelanda había empezado a frecuentar el café.

—¿De Nueva Zelanda?

—Nariz afilada, cabello castaño rojizo, ojos verdes y tetas así de grandes —dijo, sosteniendo el menú hasta donde le permitían sus brazos.

—De acuerdo, pues —convino Alessandro—. Tú te dedicas a ellas y yo volveré. Espero que todo salga bien.

—Por supuesto —contestó Fabio—. Los intelectuales siempre esperan que todo salga bien. A eso lo llaman cinismo. —A continuación le trajo a Alessandro una jarra plateada llena de chocolate y unos bollitos—. Invita la casa —dijo, y regresó a la formación.

Mientras Alessandro comía, estudió el espacioso local medio vacío. Fabio aguardaba de pie entre el grupo de viejos camareros, con una servilleta doblada sobre el brazo. Tenía el aspecto de estar exactamente donde le correspondía, con su elegante chaqueta de camarero y su faja, aunque también parecía fuera de lugar, pues Alessandro recordaba con toda exactitud al joven soldado que llevaba el fusil al hombro con tanta naturalidad como si formara parte de él.

A la tarde siguiente, media hora después de que Alessandro saliera hacia el hospital de San Martino, cuatro soldados con uniformes de combate llegaron a la casa. Uno penetró en el jardín por la calle lateral y tomó posición detrás de un árbol. Introdujo una bala en la cámara de su fusil y apoyó el cañón sobre una rama, apuntando hacia la puerta posterior. A medida que iba oscureciendo, aguardó con creciente tensión, como si los alemanes fueran a salir de la cocina disparando. Otro soldado permanecía apostado en la calle. Desde allí podía disparar a cualquiera que abandonara la casa; disponía de tanto margen para hacerlo, que se dejó el fusil colgado del hombro y se sentó sobre un tonel, balanceando los pies como si fuera un chiquillo.

Los otros dos se apostaron a ambos lados de la puerta principal, sacaron sus pistolas y tiraron de la campanilla. Al cabo de cinco minutos comprendieron que por la parte trasera no había salido nadie, así que debían esperar cuatro posibilidades, de las que ya tenían repetida experiencia. O en la casa no había nadie, como primera posibilidad; o el desertor había huido por algún pasaje secreto; o aguardaba encogido allí dentro; o se verían obligados a matarlo, en una batalla que iría de habitación en habitación.

Mientras uno de los dos soldados vigilaba las ventanas, con el arma apuntando hacia arriba y el dedo en el gatillo, el otro se dedicó a hurgar en la cerradura. Necesitó veinte minutos, pero por fin el pestillo se retiró con tanta suavidad como si el abogado Giuliani hubiese utilizado su llave. Empujaron la puerta y atisbaron al interior. Luego se precipitaron en la casa, jadeantes, con los ojos saltando de un rincón al otro, las manos empuñando las pistolas, dispuestos a matar y a disparar por instinto. De esta forma registraron toda la casa, sin relajarse ni un solo momento. Varios de sus compañeros en el mismo destacamento aflojaban la vigilancia después de que muchas de las casas registradas parecieran vacías. En alguna de las últimas habitaciones —dentro del armario de la ropa de cama en ciertos casos, y en otros en la bodega—, siempre aparecía un desertor suicida detrás de una barricada, armado hasta los dientes.

Ellos no enfundaron sus armas ni siquiera después de haber registrado todas las habitaciones de la casa y haber llamado a los otros dos soldados para que entrasen, pues nunca podían estar seguros de que su enemigo no les hubiese burlado y fuera a aparecer de repente, disparándoles por la espalda. La gente perdía todo sentido de la contención cuando se veía acorralada en su propia casa.

Los cuatro se distribuyeron por la planta baja, después de que los dos que habían esperado en el exterior subieran a echar un vistazo a la ropa interior de Luciana, que estaba esparcida sobre la cama deshecha. La visión de la seda rosa, junto con el olor a perfume, casi les hizo estremecer de deseo. Al descubrir un par de zapatos puntiagudos, abandonados en un rincón por la misma presencia femenina que había arrugado aquellas sábanas y se había vestido en aquel reducido espacio que ahora ellos ocupaban, fueron incapaces de reaccionar al menos durante un minuto. A continuación se reunieron abajo con sus camaradas y prepararon una emboscada para el hombre que, según imaginaban, debía de ser el amante de aquella mujer.

Reprimieron sus ganas de fumar, pues sabían que era muy fácil descubrir desde lejos si el aire de una casa estaba cargado de nicotina, y en silencio se apostaron en la sala, en el recibidor y en la escalera, donde no se les pudiera ver.

Durante unos minutos hablaron en tono normal pero sus voces fueron bajando en proporción al tiempo transcurrido y a la probabilidad de que Alessandro regresara.

—¿Os parece que se defenderá? —preguntó uno, rompiendo el silencio—. ¿Pelean los ricos?

—Por lo general no suelen hacerlo —le llegó la respuesta desde lo alto de las escaleras—. No saben que su mejor oportunidad está aquí. No comprenden lo que está pasando y piensan que todo se va a solucionar.

De pronto se oyó un clic.

—¿Qué ha sido esto?

—He quitado el seguro.

—¿Y lo tenías puesto? ¡Eres un estúpido!

—Creía que lo había quitado.

—¡Cállate ya!

—¡Cállate tú!

—¡Estaos quietos! —ordenó uno, y los otros obedecieron.

Con sus uniformes gastados y sus correajes de cuero, el fusil en la mano y las pistolas cruzadas a la altura del pecho, aguardaron medio adormecidos.

—¿Y si no está aquí? —inquirió con voz innecesariamente alta el soldado que permanecía sentado en el recibidor.

—Está. Alguien lo ha denunciado.

—¿Y si se ha largado?

—Entonces lo habremos perdido —intervino el que estaba en lo alto de las escaleras—. Pero no te preocupes, siempre vuelven a casa. Ése es el principal motivo de que deserten.

—No me gusta eso.

—Podrías estar luchando contra los alemanes, ¿sabes?

Alessandro era consciente de que su padre se estaba muriendo, pero al mismo tiempo no quería saberlo. A medida que la vida del anciano se acercaba a su término, los indicios eran inconfundibles. Incluso Luciana se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Su padre a veces se mostraba asombrado, otras asustado o lleno de añoranza, pero no lo engañaban.

Por otra parte, Alessandro era capaz de ver cosas que no existían y en cambio no ver las que sí eran reales. Uno sabe cuándo ve doble, pero resulta muy difícil afirmar cuál de las dos imágenes es la auténtica. Alessandro observaba la creciente fragilidad de su padre, las dolorosas ausencias en las que éste parecía adelantarse y penetrar en otro mundo, los sutiles indicios que obtenía a través de su respiración, sus temblores o su coloración, o en la forma involuntaria con que la mano de su padre se deslizaba sobre la manta, como si buscara algo que existía en otra dimensión. Después de muchos años de sobriedad, sabiduría, fortaleza y control, el abogado Giuliani se había vuelto ahora desmemoriado, inadecuadamente jocoso y distraído. Incluso abandonaba a su querida hija, a quien amaba más que a nada o a nadie en el mundo, para emprender viajes incontrolados. En estas ocasiones, sus hijos tenían la impresión de que un ángel lo conducía a un lugar del que cada vez obtenía visiones más completas. Él no quería irse, estaba asustado y se sentía triste, pero el ángel lo estaba preparando para un viaje a través de la oscuridad, la luz y el infinito.

Alessandro no había conocido el mundo sin su padre, ni siquiera durante medio segundo. No todos los padres amaban a sus hijos por encima de todo y a menudo el lazo que existía entre padres e hijos era menor que la consideración que sentían por los desconocidos o los principios. Tan sólo después de que uno de ellos faltara, descubría el otro su amor, o volvía a confundir el amor con una idea, un principio o un reproche. Pero algo había ocurrido entre Alessandro y su padre al principio, quizá la forma en que el padre había abrazado a su hijo o le había hablado en momentos de gran tristeza o de miedo. Quizás había sido tan sólo un cariño sin adornos, aparte de las caricias, la seguridad o la admiración, o que al amar a sus hijos desmesuradamente, el abogado Giuliani había despertado el desmesurado amor de éstos hacia él.

Los debates y las preocupaciones de Alessandro se centraban en la esperanza y el deseo. No podía permitir que su padre muriera. Se mostraba adecuadamente científico y disciplinado cuando hablaba con De Roos o con los especialistas, que acudían con la misma irregularidad que los tranvías en un día de lluvia. Se mostraba alerta, observador y muy hábil con sus manos cuando las enfermeras precisaban la ayuda de un experto, y sorprendentemente fuerte cuando había que levantar al abogado Giuliani. Era un modelo de decoro con las monjas y les abría su alma para que acudieran complacidas junto a su padre. Vestía con esmero, iba siempre limpio y pasaba horas intentando pensar en algo que los médicos hubiesen olvidado. Sabía cómo presionarlos sutilmente en algunos puntos dudosos, y cómo pedir en silencio disculpas cuando se extralimitaba.

Parecía lógico que las líneas italianas se hubiesen hundido, como si el abogado Giuliani y miles de soldados estuvieran batallando en una misma guerra perdida, pero en frentes totalmente distintos, aunque no fuera así. Las guerras eran distintas… Alessandro aún apostaba por la fuerza y la voluntad. Escuchaba a los jóvenes y hacía caso de las posibilidades y del deseo. La gran guerra era la que sostenía su padre, aunque no era tanto una contienda como un misterio. Era sutil, silenciosa, absoluta. Nadie podría salir victorioso en la batalla que sostenía su padre, como no fuera mediante la fe y la imaginación. Pero, de esas victorias, nadie podía estar realmente seguro.

Uno de los soldados había fallecido, y su cama vacía aún esperaba un ocupante. Los otros apenas estaban con vida. Luciana permanecía rígidamente sentada junto a su padre, con el rostro torcido y una expresión que a Alessandro le recordaba la de un soldado que intentara juzgar la trayectoria de una bala enemiga. El abogado Giuliani estaba pálido y cetrino, de modo que todo cuanto en él había de blanco y plateado parecía brillar con mayor intensidad. De nuevo estaba inconsciente y en un estado al parecer tan delicado que no se atrevían a despertarlo.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Luciana a su hermano.

Aunque había decidido mostrarse dura e irritada, su cansancio era demasiado profundo para intentar cualquiera de aquellas dos fórmulas.

—He ido a ver a un especialista, pero no estaba. Trabaja en un hospital del ejército en Vicenza.

—¿Qué clase de especialista?

—Del corazón.

—Pero si ya tenemos uno…

—Puede que éste tenga mayores conocimientos. ¿Qué es peor, un hijo de puta inseguro, que te dice que está perdiendo la batalla, o uno seguro que te hace creer que está ganando, cuando en realidad se acerca el final? No comprendo cómo los médicos se atreven a ser tan arrogantes; no hacen más que perder pacientes a cada momento. Uno piensa que son las personas más humildes del mundo y se limitan a pasear por aquí como si fueran generales.

—¿Y por qué se pasearán así los generales? —preguntó Luciana—. No hacen más que perder soldados. Si fueran comerciantes, ya estarían en la bancarrota. ¿Por qué será que si se pierden hombres se incurre en menos responsabilidad que si se pierde dinero?

—Yo lo sé, Luciana —contestó Alessandro, sin mirar a su hermana—. Lo he presenciado desde la primera fila —añadió, y pasó al otro lado de la cama—. ¿Papá? —llamó, aunque sabía que la respuesta sería una respiración agitada, que de vez en cuando se veía inexplicablemente interrumpida por un silencio, el cual les hacía levantar la cabeza sobresaltados siempre que se encontraban medio dormidos—. Se le ve tan pequeño ahora. Míralo. No puedo creer que éste sea nuestro padre. Tan pálido y con el cabello plateado, como una caña blanqueada por el sol.

—No digas eso.

—Es la verdad. Mira en lo que se ha convertido… Le recuerdo cuando era mucho más alto que yo, con el cabello de un negro profundo, el cuerpo bronceado y lleno de vigor.

—¿Por qué dejaría de remar? —preguntó Luciana.

—No tenía tiempo. A medida que se hacía mayor, le resultaba difícil levantar el bote, o luchar contra la corriente cuando el río bajaba crecido. Se le ve tan ingrávido ahora, que es como si se sublimara.

—¿Qué es eso?

—Cuando un cuerpo sólido se transforma en gas sin fundirse, como la nieve bajo el sol. Desaparece ante tus propios ojos.

Uno de los soldados empezó a gemir entre sueños. Parecía como si se hallara cerca del final. Los dientes le traqueteaban como una máquina.

—Ve a buscar a una enfermera —le ordenó Alessandro a Luciana, quien salió corriendo de la habitación.

Alessandro se arrodilló y apoyó la cabeza en la almohada de su padre.

—Papá —susurró al oído del anciano—, deja ya de hacer tonterías y levántate. Vive de nuevo, no sigas muriéndote.

De pronto, su padre abrió los ojos y Alessandro dio un salto que casi le hizo atravesar la habitación. Cuando el abogado Giuliani enfocó la mirada en su hijo, pareció sorprendentemente restablecido y despierto.

—Alessandro, ¿dónde estamos?

—En el hospital.

—¿En cuál?

—En San Martino.

El abogado Giuliani miró alrededor, forzando la vista.

—¿Y cuándo llegué yo aquí?

—Hace un mes.

—¿Un mes?

—Sí.

—¿Para qué?

—Por tu corazón.

—Tengo la impresión de estar soñando, pero no es así, ¿verdad?

—Te vas a recuperar. Ahora ya disponemos del medicamento que necesitas. Orfeo lo consiguió del ejército. La fiebre te ha bajado.

—No me he dado cuenta de que tuviera fiebre.

—¿Cómo te encuentras?

—Como si no tuviera cuerpo. Estoy flotando, y eso no me gusta. ¿No estaré borracho, verdad?

—No —contestó Alessandro.

—Me siento ligero, como si sólo fuera un par de ojos… No, ni siquiera ojos, sino únicamente un punto por el cual pudiera ver. No estoy flotando, ¿verdad?

—Estás en la cama y tienes un cuerpo. —Alessandro apretó la mano de su padre—. ¿Lo ves?

—¿Me han drogado?

—Sí, es lo más probable.

—No me importa seguir flotando, pero diles que paren.

—De acuerdo, se lo diré.

—¿Dónele está tu madre?

Alessandro bajó la cabeza, pues los ojos se le habían inundado de lágrimas.

—No está aquí ahora —contestó—. Está durmiendo. Todos nos hemos turnado junto a tu cama. Luciana está con nosotros, volverá dentro de un momento.

—Luciana… —murmuró su padre. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, preguntó—: ¿Dónde está Luciana?

—Está aquí. Ha salido al pasillo.

—Creía que estabas en el ejército, Alessandro.

—Y así es. He venido a casa de permiso.

—Antes no te dejaban.

—Pronto tendré que regresar.

—Temía que hubieras muerto.

—Papá, estoy aquí.

Luciana entró con una enfermera, quien se acercó al soldado, tiró de la cortina de separación, y empezó a cumplir con su deber sin que la vieran.

—Se ha despertado —le dijo Alessandro a Luciana.

El abogado Giuliani la llamó y ella acudió a besarlo.

—Papá se encuentra algo confuso, pero le he contado lo sucedido: que va recuperarse, que la fiebre ha bajado y que pronto podrá volver a casa.

—¿Qué hora es? —preguntó el anciano.

—Es de noche, cerca de las nueve. Nos quedaremos contigo hasta que desaparezca la sensación de que estás flotando.

—No es necesario que os quedéis.

—Pero nosotros queremos —contestó la joven.

—Luciana se irá ahora a casa, para que duerma un rato. Yo te haré compañía.

—Yo también —se ofreció Luciana.

—Tú has estado aquí todo el día.

—¿Sabes qué? Vete a casa y échate un rato, luego regresas, a eso de la medianoche para relevarme. A mí no me importa quedarme unas horas más, y si vas a permanecer levantado toda la noche es mejor que duermas un poco. Entonces me acompañas a casa y regresas en seguida.

—Me parece bien —aceptó Alessandro.

—Deja que me lave la cara antes de que te vayas. —Luciana se volvió hacia su padre: éste mantenía los ojos entornados y le aleteaban como si los párpados fueran ingrávidos—. Vuelvo en seguida.

Cuando Alessandro se quedó a solas con su padre, permaneció un instante pensativo, pero luego se agachó junto a él.

—Papá, ¿me oyes?

—Sí —contestó el anciano, aunque con voz tan débil que Alessandro se lo volvió a preguntar.

—¿Me oyes?

—Sí, claro que te oigo —contestó el anciano, con un tono irritado que alegró a Alessandro, pues demostraba que en él aún había fuerzas para luchar.

—Quiero que… —empezó a decir Alessandro, pero luego se interrumpió abrumado—. Quiero que sepas… ¿Te acuerdas de cuando yo tenía dos o tres años, que me leías un libro sobre unos conejitos alemanes?

—¿Qué conejitos?

—Un libro infantil, de una familia de conejos en el campo. De cómo los cazadores los perseguían, sus aventuras, etcétera…

—Ya me acuerdo.

—Me lo leías al llegar de la oficina. Aún llevabas puesta la camisa y la chaqueta, antes de cenar. Yo solía apoyar la cabeza contra tu camisa, que olía a tabaco de pipa. Quiero que sepas… No sé cómo explicarlo, pero entonces yo me sentía feliz. Como nunca he vuelto a sentirme. El mundo era perfecto.

Alessandro estaba llorando. Aunque luchaba por contenerse con la disciplina de un soldado, las lágrimas le rodaron por las mejillas. Su padre extendió la mano y le apretó la suya sobre la cama.

En todos los documentos, noticias y órdenes, la enorme fortaleza de cemento que se elevaba por encima del mar, sobre unos riscos al sur de Anzio, recibía el nombre de Prisión Cuatro, o PM-4, pero nadie que hubiese estado allí dentro la llamaba nunca por otro nombre que no fuera Stella Maris. Parecía flotar sobre el mar lo mismo que la superficie de estrellas que en las noches claras cabalga sobre las aguas y el viento. En una misteriosa y profunda conversación, entre los chasquidos, silbidos y demás sonidos al parecer insignificantes de la espuma, las olas y el viento, las estrellas hablaban al extasiado mar y, como muchos de sus grandes secretos, la naturaleza confiaba estos conocimientos a quienes nadie creería o a quienes no podían divulgarlos. Las olas y las estrellas se intercambiaban asombrosas cantidades de sorprendente información, en un tráfico denso y concurrido más allá de cualquier comprensión, mediante sonidos que se elevaban con la espuma y las nubes, mediante diálogos musicales y mediante innumerable voces que hablaban a innumerables luces. Los soldados condenados a Stella Maris, sin reputación que mantener, ni ganancia que anhelar, ni esperanza que sustentar, conocían el alma del mar durante la noche. Ésta era su compensación y su recompensa.

A Alessandro lo condujeron a Stella Maris, no muy lejos de Roma, con media docena de vehículos. El ejército precisó cuatro días, además de los timbres y las firmas en medio centenar de documentos, para mandarlo desde su casa a una diminuta celda sobre el mar.

Tuvo que hacer andando los últimos kilómetros, en línea con hombres esposados y encadenados por el tobillo izquierdo. Los guardias los contaban repetidamente, como si no se fiaran de sus propios ojos ni de la resistencia del acero. Los prisioneros llevaban uniforme, pues la disciplina que éste volvía a despertar en ellos permitía manejarlos con mayor facilidad.

Bajaron a la playa en Anzio y caminaron hacia Stella Maris, que se distinguía claramente a lo lejos. Era una de aquellas mañanas de noviembre en que el sol salía tan completo que parecía primavera o verano, y la única forma de poder percibir el otoño era por la profundidad e intensidad de las sombras. El mar era azul y estaba agitado. Las olas rompían en la playa y el viento que las había empujado lanzaba las salpicaduras más allá de la cresta, de modo que los soldados que llevaban gafas se veían obligados a atisbar entre las incrustaciones de sal en los cristales. Aunque no hubiera habido salpicaduras, también lo habrían tenido difícil, pues, a pesar del viento, el calor del sol y el reflejo de éste sobre la arena les hacían sudar. Avanzaban al ritmo del rompiente de las olas, con las camisas caqui manchadas de oscuro y las cadenas relucientes.

Aunque a Alessandro le gustaban las olas y el viento que los empujaban, cada paso que daba alejándose de Roma significaba una agonía. Estaba cerca del mar y caminaba bajo el sol, mientras su padre y Luciana se hallaban lejos de él, en una habitación del último piso del hospital. Sin duda el cielo allí sería azul intenso, y los geranios que crecían en la jardinera de la ventana, rojos como la sangre; pero la fría sobriedad de calles y plazas, la sombra de los árboles, y las piedras, era mucho menor de lo que él ahora tenía camino de Stella Maris.

Si las cosas hubieran sido completamente distintas en algún momento del pasado, ahora los Giuliani podrían estar juntos en la playa. Podrían haber llevado la comida en una cesta, y Alessandro y su padre se habrían metido en el mar, orgullosos de ser menos sensibles al frío que la señora y Luciana, quienes fingirían estar molestas por el hecho de que los dos hombres fueran tan poco delicados como para nadar en el Tirreno en pleno noviembre.

Alessandro confiaba en que su padre, al tener a Luciana a su lado, pronto se restablecería. Pero temía que, aunque le retrasaran la noticia hasta el verano, cuando se enterara de que habían ejecutado a su hijo, el golpe acabara con su vida. Esto sería sin duda el fin para todos. Aunque quizás él perdurase a través del tiempo. Si Rafi sobrevivía, quizá Luciana tendría un hijo y el abogado Giuliani un nieto de cabellos dorados. Quizá le pusieran por nombre Alessandro, o Alessandra…

Alessandro fue encerrado en una reducida celda con una pequeña ventana, la cual daba a un patio donde se realizaban las ejecuciones. Al otro lado del patio, sobre el alto muro, estaba el mar. En la ventana había un par de barrotes de hierro, sin cristales. El aire se hallaba impregnado con un olor parecido al de una cocina excesivamente utilizada: tenía la suave calidad de la crema de vainilla o de algo pálido y dulzón. El otro ocupante de la celda, permanentemente helado por los vientos marítimos que pasaban silbando por el húmedo bloque de la prisión, se abrigaba envolviéndose con dos mantas, como un indio.

Aquel indio llevaba gafas de montura metálica y tenía cara de intelectual. Pareció contrariado cuando vio entrar a Alessandro, luego suspiró y le lanzó una de las dos mantas.

—Ten, es tuya —le dijo.

—No la quiero —replicó Alessandro, todavía acalorado por su caminata bajo el sol.

—Cuando te enfríes la querrás, sobre todo por la noche. Dos apenas bastan, así que ahora ambos nos helaremos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Alessandro, después de haberse presentado.

—Ludovico.

—¿Ludovico qué?

—Sólo Ludovico.

—¿Por qué? —preguntó Alessandro.

—Porque soy comunista —replicó Ludovico, irritado.

—¿Es que los comunistas no tienen apellidos?

—No cuando están metidos en organizaciones clandestinas. Si el ejército reuniera unas cuantas piezas más del rompecabezas, capturaría a mis camaradas y los fusilaría.

—¿No eres un desertor?

—Sí.

—¿Y te van a fusilar por desertor o por comunista?

—Es lo mismo, pero demasiado complicado para explicarlo cuando tengo frío.

—En cualquier caso, no es asunto que me incumba; no me interesa.

—Supongo que se debe a que confías en el sistema judicial que va a juzgarnos.

—Sí, creo que nos hallarán culpables y que nos fusilarán.

—Pues tu fe se verá recompensada.

—¿Por qué? No ha sido así durante estos últimos años.

—Creo que no me interesa hablar contigo —masculló Ludovico—. No eres ni científico ni racional —concluyó, y se dirigió a la ventana como un niño enfurruñado.

Alessandro lo apartó para echar una ojeada. El patio tendría unos veinticinco metros de lado, y en frente había una hilera de postes, ligeramente más bajos que la estatura de un hombre. Todos parecían astillados y desmenuzados, como si miles de operarios de teléfonos los hubieran escalado durante semanas. El muro que se alzaba detrás se hallaba picado de viruela, como las paredes de una pista de squash. Detrás del muro se hallaba el mar azul. Las olas trazaban líneas refractivas que parecían contener algo más que luminosidad y las crestas que salpicaban la superficie barrida por el viento se abrían como flores.

—Ahí es donde fusilan a la gente —dijo Alessandro.

—Cincuenta cada día —corroboró Ludovico—. Con el comunismo, esto no ocurriría.

—Por supuesto.

—Es cierto.

Alessandro meneó la cabeza.

—Ludovico Indio —le dijo con tono amable, pero firme—, desde sus inicios, el mundo ha visto pasar imperios, teocracias, estados esclavos, anarquía, feudalismo, capitalismo, estados revolucionarios y todo cuanto quieres imaginar y, fuera cual fuese su variante, las estacas manchadas de sangre, las guillotinas y los paredones han permanecido.

—El socialismo científico lo haría de otra manera.

—El socialismo científico realizaría las ejecuciones de manera científica y socialista —replicó Alessandro.

—Es cierto, tal vez fuera necesario, al principio, liquidar a los que se opusieran a la revolución —admitió Ludovico.

—Ya lo sé. Las estacas incluso podrían ser de utilidad. Por eso nunca nadie las echa abajo.

—Cometes un gran error al abandonar la fe en la perfectibilidad del hombre, en favor de sueños tales como una ciudad celestial y un Dios cuya existencia nadie puede probar.

—La existencia de la ciudad celestial en la que yo creo, Ludovico, tampoco se puede demostrar. Es cuestión de fe y de revelación, no de razón. En cambio tú pretendes que tu ciudad celestial es demostrable, cuando no lo es en absoluto.

—En nuestros tiempos.

—Andas tan escaso de pruebas como yo. La diferencia reside en que, para probar lo que pretendes llevar a cabo, tendrás que destrozar el mundo. Mis sueños al menos no se apoyan en obligar a toda la humanidad a que los adopte.

—¿Quién diablos eres tú? —inquirió Ludovico—. ¿Un jesuita?

—No.

—¿Cómo sabes tanto acerca de sistemas políticos?

Alessandro se sentó en la tabla que iba a ser su cama.

—Tengo un caballo fantástico —contestó.

—¿Y es con él que has aprendido tanto sobre los sistemas políticos?

—En efecto.

—¿De un caballo?

—Sí. Se llama Enrico. Cuando estalló la guerra, lo requisaron los de caballería. No lo conozco o debe de andar vivo por alguna parte, aunque no será tan joven como antes. Lo tenía muy bien entrenado. Solíamos disputar carreras con los trenes, y ganábamos. Yo le había enseñado un truco, y así es como aprendí acerca de sistemas políticos.

»A menudo cabalgábamos por Villa Doria Pamphili. A veces está abierta al público, otras no, pero eso es algo que no puedes explicarle a un caballo. Los caballos son como los comunistas, no les gusta la idea de la propiedad privada, y Enrico quería cabalgar por Villa Doria incluso cuando estaba cerrada.

»Por el lado norte, cerca de la entrada, hay una verja de hierro tan alta como un hombre, con barrotes que finalizan con una punta de lanza. Enrico tenía que saltar sobre esa verja con toda la extensión de su vientre, sus patas y sus enormes genitales de equino… Y lo conseguíamos. De veras que lo conseguíamos. Y no sólo una vez, lino siempre.

—¿Y eso cómo puede aplicarse a los sistemas políticos?

Alessandro se inclinó hacia él.

—Porque los problemas del intelecto, entre los cuales figuran las cuestiones políticas, son siempre los mismos, Ludovico Indio: rompecabezas y laberintos donde puedes deambular el resto de tu vida, que te harán ir de aquí para allá hasta que a veces estés tan mareado y confundido que no sepas ya qué está ocurriendo.

»Las barreras de estos laberintos son como las verjas de puntas afiladas, que obligan a los intelectuales a deambular. Pero, si uno de estos intelectuales es capaz de saltar la verja, podrá ver cómo está trazado el laberinto.

»Después de las verjas que saltaba Enrico, los problemas de los sistemas políticos no parecen tan difíciles de superar.

—Tú estás loco —sentenció Ludovico.

—¡Ah! —exclamó Alessandro, levantando un dedo en el aire—, pero al menos puedo decirte cuál es mi apellido. Y cuando me encadenen al poste, puede que como mínimo mis sueños estén empezando, mientras que los tuyos, según tu propia definición, deben dirigirse hacia un oscuro final.

—Te estás engañando. Tus ilusiones se desmoronarán incluso antes de que todo acabe. No te servirán de nada. Ya lo verás.

Alessandro se levantó y se acercó a la ventana. La niebla de la tarde se había instalado sobre el mar, cerca del horizonte, donde se extendía una deslumbrante franja de luz azul y blanca.

—¿Habrías confiado tú en que el caballo te pasara sobre las lanzas, una y otra vez, sin terminar empalado? —preguntó.

Ludovico negó.

—Ya sé que era peligroso, irracional, y la verja demasiado alta… —admitió Alessandro—. Incluso cuando me aproximaba a la barrera, yo mismo dudaba de que Enrico pudiera pasarme por encima.

—¿Por qué lo hacías, entonces?

—Porque confiaba más en su fortaleza y en su bondad que en mi debilidad y mis dudas. Siempre funcionaba. Era una magnífica lección.

—¿Y si hubiese fallado?

Alessandro sonrió.

—Pues habría fallado —replicó, apoyándose contra la pared—. Y bien, señor Indio, ¿de qué hablaremos mañana?

—De comida. Lo único que puedo decirte es que me alegro de que no seas religioso. Cuando se acerca el momento de ponerlos contra el paredón, los religiosos empiezan a evadirse, el miedo se apodera de ellos y no hacen más que suplicar a Dios. Deberían estar tranquilos.

—Pero yo soy religioso.

—Sí, pero no de los empalagosos.

—No, de los empalagosos no.

De pronto, en mitad de la noche, Alessandro dijo:

—La diferencia que existe entre un hombre y una mujer ha penetrado más profundamente en mi entendimiento.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Ludovico, desde un doloroso duermevela.

—Si tú fueras una mujer, incluso una completa extraña, ambos habríamos caído en brazos del otro un cuarto de hora después de que anocheciera.

—Pero no soy una mujer.

—Ya lo sé, pero con tu hermana sería muy distinto.

Ludovico abandonó la cama de un salto, como un perro enfurecido al que despertaran de un puntapié.

—¡Deja en paz a mi hermana, o morirás antes de que te lleven abajo! —gritó.

—Si tu hermana estuviera condenada a muerte, no te importaría que hallara consuelo en mis brazos, ¿no?

—No lo sé.

—La abrazaría suavemente, apoyando mi rostro contra su mejilla y su cuello. Le daría calor. Todo sería muy inocente, Ludovico. La amaría, aunque no la conociese. No importaría que fuera hermosa o no. Ésa no es la cuestión.

»La diferencia entre hombres y mujeres es algo que yo he disfrutado enormemente —prosiguió Alessandro—. Incluso me atrevería a decir que habría deseado experimentarla todavía más, aunque la mitad reside como mínimo en ese sentimiento que nace del recato y la contención. Pero uno tiene que aceptarlos alegremente, como yo hice. Puede que hiciera lo correcto, aunque en aquel entonces pensara que no era lo bastante osado. No sé, pero aquí, cerca del final, he comprendido que lo más hermoso entre un hombre y una mujer no es la consumación de su amor, sino simplemente la consideración que se tienen mutuamente.

—Es posible que así sea, pero probablemente eso no se sabe hasta que uno se ve condenado a muerte.

—Siempre estamos condenados a morir. Es sólo cuestión de tiempo.

—Sin embargo, debe de haber algo distinto en disponer tan sólo de una o dos semanas, ¿no crees? —preguntó Ludovico—. Es una lástima que no fusilen a mujeres aquí, de lo contrario podríamos tenerlas en la celda y nadie pasaría frío, todos nos sentiríamos felices y tranquilos.

—No sería necesario que las fusilaran. Bastaría con que las trajeran aquí.

—Bien —exclamó Ludovico, sonriendo tan diabólicamente como el Gato de Cheshire[1]—. ¿Por qué no se lo propones cuando te juzguen?

—Yo no soy un altruista, como tú.

—Eso es porque no eres comunista.

—¿Cuántos años tienes, Ludovico?

—Veintidós.

—Estás perdonado.

—¿Y tú?

—Veintisiete.

—No te corresponde a ti perdonarme. Moriré como un comunista.

—Lo sé.

—En cualquier caso, ¿a qué te dedicas?

—¿Por qué?

—Pienso que probablemente eres un parásito social.

—Estaba a punto de convertirme en profesor de estética.

—¡Ah, yaaaa! No creas nada, no haces nada… No me sorprende.

Al principio las palabras surgieron de la cabeza de Alessandro como balas de una ametralladora que barrieran las trincheras. Sus conocimientos, todavía sin estrenar, de pronto se dispararon. Sólo con los nombres —todos los griegos, por supuesto, y Descartes, Locke, Shaftesbury, Leibniz, Vico, Eberhard, Herder, Schiller, Kant, Rilke, Keats, Shelling, y cien más— el cañón quedó cargado y listo para efectuar el disparo. Y él a punto para exponer principios tales como intuición, analogía, concordancia, historicismo, intelectualismo, espiritualismo, la relación de la física con la estética, y entre varias escuelas teológicas… Sin embargo, al final se dio cuenta de que tan sólo eran palabras, palabras encantadoras, pero sin fuerza. Al final la belleza resultaba inexplicable, una cuestión de gracia más que del intelecto, como una canción.

—Tienes razón, Ludovico —tuvo que admitir, y eso le dolió.

Durante diez minutos, la brisa marina bombeó húmeda niebla a través de la ventana, y ambos sufrieron un estremecimiento.

—Espera a mañana, cuando empiecen las ejecuciones, y verás —le advirtió Ludovico—. Temblarás de arriba abajo, te derrumbarás. Yo ya lo he experimentado en muchas ocasiones.

—He visto morir hombres en el frente —replicó Alessandro.

—No es lo mismo.

Se les sirvió el desayuno antes de que amaneciera, justo cuando se apagaron las bombillas que había entre las dos hileras de celdas separadas por una largo corredor. Unos aturdidos prisioneros, vigilados por algunos guardias, les entregaron una pequeña taza de leche y varios trozos irregulares de pan.

—No comas demasiado despacio, pero tampoco demasiado rápido —le advirtió Ludovico.

Alessandro quiso saber el motivo.

—Si comes con excesiva lentitud, los fusilamientos empezarán antes de que hayas finalizado, y el estómago se te revolverá. Si comes demasiado rápido, el estómago se te revolverá cuando empiecen los disparos.

—¿Y cuál es la velocidad adecuada?

—Tú sígueme —le ordenó Ludovico.

Éste comió más rápido de lo que Alessandro había visto nunca comer a nadie y, nada más finalizar, las puertas del patio se abrieron de par en par.

Con paso militar, un pelotón de soldados marchó hacia la zona de las ejecuciones. Llevaban las botas relucientes, el uniforme planchado, miraban fijamente hacia delante y manejaban los fusiles con la habilidad que tan sólo consiguen las unidades de elite que nunca van al frente.

—No hacen nada más —explicó Ludovico—. Siempre son los mismos. Nunca podrán vivir con lo que han hecho, pero no pueden rebelarse.

Desde la ventana, Alessandro vio que sus botones brillaban y lanzaban destellos, a pesar de la poca luz que allí había.

—Ellos, mejor que nadie, saben muy bien lo que les ocurriría si lo hicieran —continuó.

—Podrían escapar.

—Ya lo intentaron todos esos a los que han fusilado.

Cuando salieron los diez condenados, acompañados por tres curas que llevaban una Biblia abierta entre las manos, Alessandro se agarró de los barrotes de la ventana. También había una docena de guardias. A los reos no les quitarían los grilletes ni las cadenas hasta después de la ejecución. A la izquierda aguardaban los enterradores con dos carretillas, que los prisioneros miraron con expresión dolorida.

Los curas empezaron a leer en sus Biblias y a veces levantaban la mirada hacia los rostros de los prisioneros. Estos eran soldados que vestían uniforme, y resultaba difícil distinguir a unos de otros. Algunos aguardaban impasibles. Otros se tambaleaban atrás y adelante. Uno sollozaba, encorvado como si sufriera calambres.

—¿No hueles eso? —le preguntó Ludovico—. Es mierda. Se cagan en los pantalones. Tú también lo harás.

—Y un cuerno —exclamó Alessandro—. Yo no me presento ante Dios con mierda en los pantalones.

—Otros han dicho lo mismo —aseguró Ludovico—. Uno, después de decirlo, se lo pensó mejor y comentó: «No importa. Dios hará que me laven antes de llevarme a su presencia».

En el patio de la ejecución entraron dos oficiales con unos documentos. Leyeron tranquilamente la sentencia a cada uno de los condenados y luego se apartaron. Uno de ellos pronunció una orden y los prisioneros fueron conducidos a lo largo del muro para que se alinearan frente a las estacas. Avanzaban lentamente, arrastrando los pies, restregándolos, llorando.

Alessandro se sentía hipnotizado por la marcha irregular y vacilante de los condenados. Diecisiete o dieciocho años atrás, sus padres los habían sostenido cuando ensayaban sus primeros pasos. Ahora todo se reducía a aquello. Tropezando, tanteando, temerosos, volvían a caminar como si fueran bebés.

Tomaron posiciones frente a las estacas. No era necesario atarlos, pues no había ningún sitio adonde ir y ellos lo sabían. Uno cayó de rodillas. Los dos curas que se encontraban más cerca acudieron para levantarlo, pero él había perdido su entereza y dos guardias se adelantaron para atarle las esposas a la argolla del poste. La función de las estacas no era mantenerlos en su sitio, sino sostenerlos en pie.

«¿Cómo pueden hacer una cosa así? —se preguntaba Alessandro—. Estos hombres tan sólo han fallado en estar en un sitio determinado a una hora determinada. Si se les diera una nueva oportunidad, lucharían como jabatos. Sin embargo, si todos los soldados del frente supieran que el único castigo por desertar iba a consistir en que los devolvieran a la primera línea, el delito desaparecería».

Aunque a Alessandro le resultara casi imposible creer que el hábito, la costumbre y la civilización pudieran ser tan fuertes como para obligar a diez hombres a dirigirse hacia la propia muerte, sabía que en caso de que el hábito, la costumbre y la civilización existieran, las ejecuciones seguirían a ritmo acelerado, aunque con menos formalismos y menos advertencias.

Los curas llevaban sotanas negras, de las que colgaba un rosario al que los prisioneros intentaban agarrarse. Pasearon entre los hombres que iban a morir para consolarlos lo mejor que podían. Cuando llegó el momento de retirarse de la línea de tiro, la mayoría de los condenados dirigían la mirada hacia las nubes y el cielo, sobre el cual la luz del amanecer ascendía sin posibilidad de retorno.

La mitad del pelotón de fusilamiento apoyó una rodilla en el suelo. Un oficial desenvainó su espada y la izó en lo alto. Se gritaron las órdenes oportunas, pero Alessandro estaba tan aturdido que no las oyó. Los soldados alzaron al unísono los fusiles. Al tirar del cerrojo para meter la bala en la cámara, el eco del ruido rebotó de pared a pared. A Alessandro siempre le había gustado aquel sonido; significaba protección y al mismo tiempo que se estaba preparado. Incluso cuando lo oyó ascender hacia el Campanario, en el instante en que miles de soldados austríacos se disponían al ataque, le resultó tranquilizador y disipó su miedo. Sin embargo, en aquellos momentos significaba el sonido de la desesperanza.

El pelotón apuntó las armas. Estaban de pie y bastante apartados, así que era poco probable que colocaran directamente la bala en el corazón de los hombres que tenían enfrente, como se suponía que debían hacer, si es que sabían con exactitud dónde estaba situado el corazón de aquellos hombres.

—¡Ahora! —gritó Ludovico.

El oficial bajó la espada.

Cuando Alessandro hubo presenciado varias ejecuciones al amanecer, dispuso de más detalles de los que hubiese deseado. Al sacar a los prisioneros al patio, el sol rozaba tan sólo la parte superior del muro de la izquierda. Cuando éstos finalizaban su recorrido por la pared norte, frente a los postes, el sol iluminaba la punta de éstos. Y cuando los sacerdotes se apartaban de los que iban a morir, para que vivieran unos últimos instantes de recogimiento, el sol se arrastraba hacia el piquete de ejecución, absorbiendo el polvo color crema con sus potentes rayos. Parecía como si el piquete fuera a disparar contra la luz que se acercaba y así alejar de sus ojos lo que los condenados —que parpadeaban y entrecerraban los suyos— acababan de ver. Al quitar los grilletes a los cadáveres y cargar éstos en las carretillas, las camisas de los hombres que realizaban este trabajo se oscurecían inmediatamente con la sangre.

Los días nublados, en que aquel brillo no podía incidir en los ojos de los prisioneros, parecía como si la falta de confusión y el matiz apaciguador de la luz los hiciera sufrir más. Alessandro se irritaba continuamente con los sepultureros, que cargaban sin ninguna consideración los cadáveres. Aquella falta de respeto provocaba, por el excesivo descuido, que algunas piernas se soltaran y se bambolearan, que las cabezas cayeran hacia atrás y las bocas se abrieran desmesuradamente. Pero lo que más le encolerizaba era ver el brazo de un hombre colgando de la carretilla, con los dedos ligeramente curvados dando tumbos sobre el polvo.

Las tardes de los días claros, en que el mar era tan azul y despejado que resultaba excesivamente doloroso contemplarlo, Alessandro se quedaba mirando fijamente el resplandor. Entonces se preguntaba por qué no habría aprovechado ni una sola de las oportunidades que había tenido para coger un pequeño bote, internarse en el mar y dejar atrás la tierra firme… Era preferible morir en medio de las olas que entre aquellos muros. Era preferible ser machacado hasta la muerte por el frío oleaje, a acabar fusilado por una recua de tiradores ignorantes que aún no se habían limpiado los dientes de los callos que habían cenado la noche anterior.

Stella Maris se había construido para albergar a cuatrocientos hombres. Ahora había ochocientos allí dentro y pronto abultaría con doce mil. El hecho de que hubiera tan sólo diez ejecuciones se debía no a la escasez de candidatos, sino a la obligación de juzgarlos y a la dificultad de trasladar el papeleo y la documentación a Roma, y viceversa. En el norte, los piquetes de fusilamiento eran más eficientes; se rumoreaba que algunos utilizaban ametralladoras y que la burocracia se pasaba por alto. Sin embargo, en Roma el pueblo no lo habría permitido. Se había evitado que las ejecuciones se llevaran a cabo en sus proximidades y eran casi nulas las que se realizaban en la misma ciudad, sede del gobierno y donde no se quería que hubiese disturbios. Uno de los guardianes había explicado a Alessandro y Ludovico que, de no ser por la burocracia, la cuota de Stella Maris habría sido de sesenta al día. Que si ellos seguían con vida se debía a la lentitud de las estafetas y al hecho de que a los oficiales no les gustaba verse atrapados junto al mar en otoño.

No obstante, la pérdida de diez hombres diarios significaba que, para que Stella Maris siguiera manteniendo su cupo, cada dos semanas tenían que llegar nuevos prisioneros. Las celdas vacías, al igual que las habitaciones vacantes en un centro de veraneo o los estantes vacíos en una tienda, eran señal de fracaso. En noviembre, cuando los ejércitos italianos se agruparon y mantuvieron su posición, los prisioneros confiaron en que el ejército, aliviado de aquella presión fatal, se mostraría misericordioso, pero al mismo tiempo desesperaron al comprender que sus verdugos seguían invencibles. Como siempre, el paso de la esperanza a la desesperación fue más doloroso que la misma desesperación, y más poderoso que la esperanza, pero aquel tira y afloja cesó a medida que transcurrieron los días y comprobaron que la victoria italiana no había significado nada para Stella Maris, donde en realidad las ejecuciones se habían acelerado.

Un centenar de nuevos prisioneros, jadeantes por la caminata a través de la arena, aguardaron una hora en el patio de las ejecuciones mientras los conducían a las celdas en pequeños grupos. Si bien en un principio Ludovico no se permitía hallar placer en la desgracia de los demás, entraron en fila y vieron los postes y la pared repleta de agujeros de bala.

—Deberías verles las caras, Alessandro —le avisó Ludovico—. No sé por qué resulta tan divertido, pero así es. Su inocencia parece tan escandalizada, que cualquiera diría que están aquí por error. Míralos.

Alessandro estudió a los nuevos prisioneros. Sus expresiones le resultaban familiares, al igual que sus uniformes manchados de sudor. Al formar parte del ejército, todos le parecían iguales, sin embargo, en el ángulo suroeste había un soldado que usaba bastón y se apoyaba en un compañero. Alessandro se pegó contra los barrotes. Luego alguien los llamó. Les habían puesto un apodo durante la larga caminata junto al mar, o quizás en los cuarteles de detención que había en la carretera procedente de Roma. Al que cojeaba y al que lo ayudaba los llamaban por los nombres de Bruto y Bello.

En cuanto Alessandro oyó aquellos nombres, se acordó de los hijos de Guariglia, y los efectos benéficos de Stella Maris y del mar, que habían empezado a inmunizarlo contra la aflicción y a prepararlo para la muerte, se desvanecieron en el acto.

Alessandro llamó a Guariglia, pero no a Fabio, pues pensó que parecería un pájaro si empezaba a gritar «Fabio, Guariglia, Fabio, Guariglia» y que los demás prisioneros se burlarían de él.

Los dos volvieron la cabeza inmediatamente y cruzaron el patio de las ejecuciones hasta detenerse justo debajo de la ventana de Alessandro. Éste y Fabio sonrieron cohibidos, mientras Guariglia, que parecía a punto de desmayarse, realizaba grandes esfuerzos para mantener una apariencia sólida.

—No funcionó —declaró, mientras levantaba la cabeza y hacía pantalla con los ojos, para evitar el deslumbramiento Lo de las catacumbas. Llegué a bajar, pero pronto me perdí en medio de la oscuridad. Cuando los soldados que me perseguían dieron media vuelta, pensé que estaba a salvo. Sin embargo, unas horas más tarde pasó por allí arriba un tranvía y el techo se hundió. Por suerte, la tierra estaba seca y no pesaba mucho. Cavé un poco para buscar la salida y desemboqué en otro túnel, por el que caminé unos minutos, tanteando en la oscuridad. Al final me senté en el suelo. Llevaba allí un par de horas, escupiendo tierra y luchando por respirar, cuando divisé una linterna que se acercaba a mí. Di media vuelta y escapé en dirección contraria, para darme de narices con un pelotón de la policía militar. Derribé a unos cuantos al chocar con ellos, así que me golpearon con las culatas de los fusiles. Pensé que iba a morir allí mismo, pero se reprimieron, pues querían sacarme de nuevo al aire y a la luz.

—Tres tipos de paisano entraron en el café y se sentaron —explicó Fabio—. De eso hace tan sólo unos días. Preguntaron por mí. Tendría que haber escapado por la parte trasera, pero pensé que iban a darme una buena propina y les serví. ¿Qué te parece? Pidieron un café exprés y esas galletas con los bordes forrados de chocolate. —Fabio sonrió—. Se quedaron allí una media hora y luego me arrestaron. Fui un estúpido.

—Muy listos no habéis sido —comentó Alessandro.

—Ellos tienen planos de las catacumbas —protestó Guariglia—. ¡Mandan grupos de inspección allí abajo y hacen planos! Sólo entonces bajan para hacer limpieza. ¿Por qué no utilizarán esa misma astucia en la maldita guerra?

—Ahora eso ya no importa.

—Nos fusilarán, ¿verdad? —preguntó Fabio.

—Sí —contestó Alessandro desde lo alto.

—Contra aquellos postes…

Alessandro asintió.

—En fin… —murmuró Fabio.

Guariglia cerró los ojos.

—Alessandro… —empezó a decir Fabio, con gran seriedad—, ¿crees que habrá mujeres hermosas en el cielo?

Guariglia dio un salto hacia atrás.

—A millones. Pero ¿cómo sabes que irás allí?

Fabio parecía profundamente complacido.

—Mi madre solía decírmelo —contestó—. No sé por qué motivo, pero me decía que yo iría al cielo. Me lo juró.

Alessandro se encogió de hombros.

—¿Qué tal es la comida en la prisión? —preguntó Fabio—. ¿Es decente?

—A veces hasta nos dan un huevo —comentó Ludovico, asomándose detrás de los barrotes—. ¿Qué?

—Que a veces nos dan un huevo.

—¿Y éste quién es? —preguntó Fabio.

—Se llama Ludovico Indio. No tiene apellidos porque es comunista.

—Adami, Fabio —se presentó Fabio, casi con coquetería—, y éste es Guariglia. —Guariglia fijó la mirada en el suelo—. Es todo un veterano, pero en estos momentos no está muy animado.

En el patio apareció un oficial, quien les ordenó que formaran filas. Todos estaban acostumbrados a aquel tipo de ejercicios, de modo que en unos instantes habían formado ordenadamente y, a pesar de que no llevaban armas ni equipo, ofrecieron un aspecto formidable.

El oficial, con sus gafas de montura metálica, era otro de los que tenían tipo de estudiantes.

—Ésta es la PM Cuatro —exclamó, dirigiéndose a los prisioneros—, conocida como Stella Maris. De aquí no podréis escapar y si alguien lo intenta, se le disparará en el acto. Obtendréis tres huevos y dos naranjas a la semana, y un corte de pelo y un baño cada dos. No os quejéis de la comida, porque es tan buena como la de cualquier otra prisión, o incluso mejor.

»Aunque todos habéis venido aquí para que se os fusile, mantendremos una disciplina militar hasta el último momento.

»Como siempre preguntáis por qué, os lo voy a decir. Es lo único que obtendréis con toda seguridad. Todos pasamos por las etapas de la vida sabiendo que vamos a morir, ¿no es así? A pesar de ello, las vamos recorriendo todas. Nos afeitamos, jugamos a la petanca, abrillantamos el pomo de las puertas y damos gran importancia al cuidado del bigote. Todo el mundo pierde el tiempo. En Stella Maris ocurre lo mismo. Aún seguís en el ejército, así que mantendréis la disciplina militar hasta el final. Esto hará que os sintáis satisfechos. Por otro lado, si os negáis a ello, os sentiréis como una babosa y sufriréis lo indecible, y en el último momento os vais a cagar en los pantalones. Pronto moriréis, al igual que yo. Yo también estoy pendiente de sentencia. El 1 de enero, de modo que seré el primero en marchar. Seguid mi ejemplo. Observad lo que yo haga. Permaneced erguidos hasta que las balas penetren en vuestros pechos. Es la única solución.

»¡Y basta ya! ¡En fila hacia la verja!

—¿Qué demonios es esto? —preguntó Alessandro a Ludovico.

—¿No habías oído este discurso?

—No, y tampoco he tomado ningún baño. ¿Hablaba en serio?

—Se cargó a un general porque disparaba contra sus propios hombres. Le han condenado a morir el 1 de enero. La costumbre es que te fusilan al día siguiente del juicio, pero a él quieren darle tiempo para que reflexione sobre lo que le espera.

—Pues no parece que les haga mucho caso.

—De momento.

—¿Y qué me dices del baño?

—Esta noche. Y un corte de pelo.

—Yo no quiero que me corten el pelo.

—Da lo mismo. Creo que luego lo venden para hacer colchones.

—Es repugnante.

—No, te equivocas. Puede que un bebé duerma en ese colchón. A mí me complace la idea.

Los barberos llegaron por la tarde. Eran hombres bajitos y rechonchos, la mayoría calvos, que mantenían el equilibrio sobre cajas de municiones mientras esquilaban las cabezas de los soldados, los cuales permanecían de pie después de hacer largas colas para que les cortaran el cabello.

Se hacía salir a los prisioneros de sus celdas en grupos de cincuenta, obedeciendo un complicado plan basado en la distribución de los bloques de celdas y los pisos. Los reunían a todos en una gran sala, donde los barberos permanecían de pie sobre sus cajas de municiones, empuñando una maquinita eléctrica cuyo cable se retorcía con los demás hasta formar una trenza, la cual desaparecía a través de un agujero practicado en una pared.

En grupos de cinco, los prisioneros pasaban a unas duchas con suelo de terrazo, donde unos miserables soldados rasos les lanzaban cubos de agua jabonosa y luego los rociaban con una mangueras de lavar ganado que habían cogido prestadas de un matadero. Después del aclarado, se les empujaba a una piscina poco profunda, llena de agua caliente, donde les permitían quedarse unos minutos. Después de salir de la piscina, les obligaban a desfilar por unos largos pasillos, donde se secaban con el viento, y al final de los cuales recogían sus húmedos uniformes recién lavados. A todo este complejo lo llamaban la lavadora.

Alessandro y Ludovico estaban al final de dos de aquellas filas, y otro soldado, Fabio y Guariglia se encontraban al final de las tres restantes. No paraban de darse empujones y, aunque no les estaba permitido hablar, todos lo hacían.

No llegaron a conocer el nombre del otro soldado, a quien nunca volvieron a ver. Faltaban dos días para que lo fusilaran, y en su desesperación se mostró muy elocuente. Sin duda se trataba de un físico.

—¡Mierda! —exclamó, expresión que debió de parecerle elocuente—. ¡Maldita sea! Yo no puedo morir. Tengo que sobrevivir. He necesitado cuarenta años para desarrollar mi teoría. Dios mío, no puedo morir…

—¿Qué teoría? —preguntó Fabio.

—Sobre la gravedad —explicó el otro—. He resuelto el problema de la gravedad. Sé en qué consiste, y lo del magnetismo, y ahora me fusilarán antes de que pueda desarrollar la teoría. No me hacen caso. He intentado explicárselo, pero no me hacen caso.

»No existe eso que se considera la atracción gravitacional. Es un impulso ocasionado por una fuerza expansiva, pero la fuerza se mueve en líneas rectas, de modo que proyecta sombras debido a que no puede rodear la masa. Lo que hace es penetrarla y ser absorbida por ésta. Por otro lado, el otro objeto se siente acelerado hacia esta fuerza debido a la falta de presión entre ambos, ya que los rayos gravitacionales que le proporcionarían el equilibrio se ven debilitados o interrumpidos por la masa participante.

»El cuerpo perfectamente radiador es el que absorbe perfectamente la fuerza gravitacional, de modo que todo es atraído hacia él y de allí no escapa, ya que por él no pasa nada que pueda moderar el efecto de presión por el lado contrario.

»Las variaciones en la gravedad son únicamente una función de la masa que interviene. La masa es una función de la resistencia molecular sobre la gravedad, y lo que cuenta no es lo que todo el mundo considera como el determinante tradicional de la masa, sino la expansión y la fuerza de la fusión atómica y molecular.

»El magnetismo es la exclusión de la fuerza gravitacional en una zona situada entre dos cuerpos, de modo que cada uno es empujado hacia el otro, como en una analogía del vacío. Por otra parte, la energía eléctrica es la liberación del potencial derivado de la violación de ese estado, convertible a voluntad en la recreación de éste.

»Lo que flota por el universo no son partículas ni ondas, sino alguna especie de éter, y lo que percibimos experimentalmente como movimiento no es más que la apertura y cierre de las puertas. La luz es el estado en que las puertas se abren, y por eso que no interfiere consigo misma.

»Por este motivo, la velocidad de la luz es uniforme, independientemente de la velocidad relativa del punto de partida. Y también por este motivo sucede que dos rayos proyectados de frente no se anulan el uno al otro.

»Señor, yo podría poner orden en todo esto. He pensado en cientos de pruebas para demostrarlo. Veo en forma de ecuación la luz, el magnetismo, la electricidad y la gravedad. He experimentado toda mi vida, pero ahora podría ordenarlo todo.

Se volvió hacia el barbero.

—Tienes que decírselo a ellos. ¡Por favor! Tienes que decírselo. Por el amor de Dios, diles que puedo reconciliar las leyes de Newton con la teoría de la relatividad. Diles que me traigan a un físico. En una hora se lo puedo explicar todo. Consígueme a un oficial. Tienes que decírselo a un oficial.

El barbero no tenía idea de lo que el físico le estaba diciendo.

—Si tú has pensado en esto —le contestó—, seguro que se le habrá ocurrido a alguien más, así que no te preocupes.

El barbero pulsó el interruptor de la maquinilla para cortar el pelo, y la electricidad corrió por el hilo hacia los imanes, que harían girar el eje, que impulsaba la rueda, que hacía dar vueltas a las cuchillas, que afeitarían al físico en preparación para su fusilamiento. Una chispa azulada daba saltos en el interior del motor, crepitando y produciendo ozono.

Los barberos afeitaban hasta llegar al cráneo y despellejarlo. Acababan de empezar, pero el pelo ya les llegaba hasta los tobillos y el ruido de las maquinillas parecía el de una colmena mecánica.

—Ya anochece y están cansados… —explicó Alessandro a Guariglia—. A fin de cuentas, llevan todo el día trabajando en Roma.

—Confío en que mis hijos nunca sepan que antes de dispararme un tiro me raparon la cabeza.

—Si tus hijos lo supieran, te querrían todavía más.

—Los echo de menos. No se acordarán de mí.

—Claro que se acordarán.

—No —protestó Guariglia—. El recuerdo se apagará. Son demasiado pequeños.

Alessandro, Ludovico, Fabio y Guariglia avanzaron para colocarse sobre las cajas de municiones de los barberos. Mientras éstos les deslizaban la maquinilla eléctrica sobre los cráneos, el cabello iba cayendo al suelo, enredándose y mezclándose con el de los soldados que les habían precedido. Luego siguieron avanzando, todos sangrando por los pequeños cortes, y se desnudaron.

—¿Cómo se las arreglarán para darnos los uniformes? —preguntó Fabio.

—Siempre preocupado por la moda —comentó Alessandro.

Ludovico les explicó que un soldado les echaba una ojeada, juzgaba cuál sería su talla, y sin mirar metía la mano en uno de los tres bidones.

—Te lanza la ropa sin mirarla y sin mirarte a ti, ya que en el instante en que te la va a tirar ya está evaluando la talla del que viene detrás de ti.

—Cállate —ordenó uno de los guardias que estaban apostados en uno de los laterales.

—Esta forma de vestir es… —empezó a decir Fabio.

—Cállate —repitió el guardia, sin gran entusiasmo.

—… ideal para el príncipe de Gales.

La sala de las duchas olía a moho y a sal, y estaba iluminada por una sola bombilla que proyectaba sobre las paredes las agudas sombras de sus filamentos. Los cuerpos de los cinco soldados eran pálidos, pero sus rostros, cuellos y antebrazos estaban tostados por el sol. Con la cabeza rapada y la sangre goteando sobre los hombros, parecían animales camino del matadero. Alessandro apenas podía mirar el muñón de Guariglia. Éste era redondeado, cubierto con la carne tierna de la cicatriz, y aún aparecía tumefacto.

Las mangueras se atiesaron y los hombres sufrieron un fuerte impacto cuando el agua fría del mar les golpeó. La primera descarga tumbó a Guariglia e hizo caer de rodillas a Alessandro. Los dejó sin aliento, les abrió las heridas y, a pesar de que Guariglia luchó por incorporarse, lo mantuvo en el suelo.

—¡Agua de mar! —exclamó alguien.

Estaba helada y escocía. Los dos soldados les lanzaron unos cubos de agua jabonosa, y ellos se debatieron como si les azotara el oleaje. Luego volvió a fustigarles la presión del agua salada.

—¡Por Dios! —gritó Fabio y, debido a su protesta, el soldado que sostenía la manguera dirigió el chorro contra su mandíbula, a fin de empujarlo contra la pared. Cuando finalizó la ducha, a Fabio le resultaba más difícil que a Guariglia mantener el equilibrio.

A continuación avanzaron a trompicones por un pasillo, bajaron unos peldaños, y literalmente los empujaron a un estanque de agua caliente.

—¿Qué es esto?

—Una piscina —contestó Ludovico.

—Es poco profunda…

No podían precisar con exactitud de qué se trataba, mientras permanecían sentados allí dentro, escuchando el viento procedente del mar.

—Es un baño de espuma —comentó Fabio, protegiéndose la mandíbula con la mano.

Luego todos guardaron silencio unos instantes.

—Alessandro, tú tienes dinero, ¿verdad? —preguntó Guariglia.

—Yo no, pero mi padre disfruta de una posición acomodada.

—Eso es lo que dicen siempre los hijos de papá —murmuró Ludovico.

—Comparado conmigo, tú eres rico —prosiguió Guariglia.

Ludovico había adoptado la expresión de un perro de muestra en medio de una reserva avícola, ya que para él la riqueza era un signo indiscutible de maldad.

—¿Querrás hacerte cargo de mis hijos, si sales de ésta? —preguntó Guariglia—. Ayudarles… A su madre le resultará difícil.

—Yo no voy a salir de aquí, Guariglia…

—¿Querrás escribir una carta?

Luciana ya tenía muchos problemas: su padre se hallaba permanentemente incapacitado y necesitaba que lo cuidaran. Alessandro no sabía nada acerca de la situación financiera de los Giuliani, aparte de que habían vendido el jardín para comprar los terrenos cercanos a Villa Borghese. No sabía si en aquellos momentos aquellos terrenos tenían algún valor, o si podían permitirse siquiera mantenerlos. Si Rafi había sido herido, o había muerto, Luciana necesitaría todo el dinero que pudiera conseguir. Sin embargo, Guariglia era un talabartero que tenía dos hijos pequeños… El candor y la inocencia de aquellos niños era probablemente lo más hermoso que Alessandro había visto desde que estallara la guerra.

—¿Se nos permite escribir cartas? —preguntó Alessandro a Ludovico.

—Después del juicio dispones de toda la noche para escribir cartas. Te dan papel y pluma, y no te las censuran.

—Lo haré —respondió Alessandro, volviéndose a Guariglia—. No somos ricos, pero disponemos de un poco de dinero. Le pediré a mi padre que lo haga por mí, te lo prometo.

Guariglia agachó la cabeza, hasta que su rostro casi rozó el agua.

Al salir de la piscina estaban tan aturdidos y jadeantes como cuando habían entrado en ella. Se dirigieron al fondo del largo pasillo, donde un soldado les entregó sus uniformes y, cuando se hubieron vestido, los condujeron a una terraza alargada, flanqueada por muretes. Fabio se dirigió en seguida a echar un vistazo por encima de éstos, y les informó de que quien pretendiera saltar por allí no precisaría pasar por los inconvenientes de la ejecución.

Alessandro miró a su alrededor en busca de cadenas, cuerdas, cables, lianas o cualquier cosa que sirviese para bajar. Se asomó por encima del murete, por si había huecos donde pudiera hacer presa, pero el muro era totalmente liso. Se quedaron en una esquina, a la espera de que los devolvieran a sus celdas.

A pesar de que casi había oscurecido, el sol rozaba la parte superior de las nubes que se deslizaban desde el mar. No eran la clase de nubes marinas que se elevaban como montañas, sino como las pequeñas colinas que preceden a las montañas, con jirones en los extremos, negras por debajo, rosadas y blancas en la parte superior. El cielo era del azul más pálido que hubiese visto nunca, y dos planetas brillaban justo en el horizonte.

—Mira las nubes —señaló Alessandro—. Avanzan plácidas y silenciosas, pero con gran decisión. Una vez, alguien dijo que eran como balsas para las almas.

—Me gustaría eso —comentó Guariglia—. Así, cuando pasara sobre Roma, podría estar cerca y mirar hacia abajo. Me parece bastante mejor que toda esa basura de quedarnos en las estrellas, porque allá arriba no se puede respirar, y hay demasiada luz o demasiada oscuridad… En cambio, en las nubes…, ¡ah, eso sí estaría bien!

—Sí —añadió Fabio, inocentemente—. Así podrías ver a tus hijos. Te pasearías sobre Roma y de vez en cuando podrías vigilarlos.

—Voy a escribir una carta a mis hijos y les diré que me busquen allí —dijo Guariglia—. Aunque esto no sea cierto, es un buen sistema para que me recuerden.

»Hace unos cuantos días, la pequeña, que tiene dos años y medio, no quería irse a la cama. Lloraba tanto que le faltaba el aire. Mi mujer me dijo que la dejara, que era la única forma de no echar a perder a una criatura.

»Pero por los gritos de mi hija comprendí que sufría. La cogí y la abracé. No pude evitarlo. Supe que me sería imposible mostrarme duro con ella: no había podido estar con ella durante los dos primeros años de su vida… Tardó un cuarto de hora en recuperar el aliento. Tan pronto como se paraba, al cabo de unos instantes volvía a empezar. Estaba roja, con la cara chupada, y me golpeaba el pecho con los puños. Al ver que estaba tan encendida, pues duerme en una especie de saco muy caliente que le hizo mi mujer, la saqué y me la llevé al terrado. Allí dejó de llorar. Dudo que hubiese visto alguna vez el cielo nocturno… Le dije que estábamos en guerra, pero que, aun así, las estrellas seguían en su sitio.

»A ella le encantó. De verdad. Y mientras se abrazaba a mi cuello, mirando hacia arriba, sin darnos cuenta había transcurrido ya media hora. El desplazamiento de las nubes sobre nuestras cabezas resultaba casi audible. Sé que allí arriba había algo que le habló a mi hijita, así que tal vez Alessandro esté en lo cierto. Quizá las nubes sean las balsas de las almas.

Contemplaron cómo las nubes se deslizaban sobre la luz menguante, hasta que la terraza se llenó con los soldados que habían finalizado la prueba del baño y todos regresaron a sus celdas. Aquella noche, además de pan, agua y una especie de puré de verduras, a cada hombre se le dio una naranja y un huevo duro. Mucho después de que hubieran finalizado de hablar, aún oían el débil sonido de las maquinillas para cortar el pelo. Y cuando Alessandro se despertó, a eso de las cuatro, lo único que alcanzó a percibir fue el sonido del viento procedente del mar.

Ahora, para soñar, no necesitaba estar dormido; le bastaba con meditar, y siempre se encontraba en medio de escenas tranquilas, donde la acción era tan suave que podía cruzar la memoria sin dejar huella. Estando despierto, los sueños iban y venían como restos que se mecieran sobre las olas. Observó una nave desde todos los ángulos a la vez, mientras avanzaba a través del espacio, del agua y del tiempo. A pesar de que no se veía a nadie a bordo, la luz de popa resplandecía y, a medida que avanzaba por el oscuro océano, la luz dejaba tras ella una débil estela plateada. Alessandro no sabía cuál era el destino de la nave, ni si hallaría su rumbo, pero la débil lámpara seguía avanzando a una velocidad apreciable y persistente, hasta que fue tan sólo un pequeño punto.

De pronto, la oscuridad se convirtió en luz y cientos de bombillas eléctricas iluminaron una fiesta de disfraces infantil en la plaza Navona, días antes de Navidad. Las luces y las carrozas parecían formar una misma masa, y el ruido de la gente era una combinación de silencio, oleaje y los gritos estridentes de la chiquillería jugando a lo lejos.

Una confusión de abrigos y sombreros pasó ante él, pero Alessandro estaba demasiado cerca para distinguirlos con claridad o para comprender que un grupo de gente pudiera pasar por su lado a un ritmo tan rápido y constante como el agua de un arroyo. Los había que se encorvaban adoptando extrañas posturas, reunidos formando grupos, apiñados en espacios reducidos, y concentrados en su propio avance formando corro. Retrocedió, asombrado de que una guirnalda de luces eléctricas avanzara sobre sus cabezas al mismo ritmo que ellos. Hombres adultos y niños pequeños permanecían sentados en pequeños cochecitos que se movían alrededor de una pista. Cada cochecito iba unido a una percha de madera que salía del eje de una rueda, y aquel artefacto en su conjunto giraba a una velocidad suficiente para marear a los pequeños, mientras sus padres fingían conducir auténticos coches.

Alessandro siguió espontáneamente a su padre y a su hijo. El hombre que se inclinaba sobre el pequeño vestía un abrigo marrón y pantalones grises, pero no llevaba sombrero. Se lo había quitado y lo había dejado con la madre del niño, pues no quería que se le volara con el viento de diciembre. Aquel hombre era el padre de Alessandro, y su madre sostenía el sombrero mientras los observaba desde la barrera. La gravedad y la fuerza centrífuga le entorpecían la visión, como si fuera él quien giraba y no ellos.

El pequeño iba vestido con un abrigo de lana y una gorra con orejeras. Hacía girar el volante sin referencia alguna al movimiento del vehículo y a veces tiraba excitado de la cuerda que colgaba de una campanilla montada sobre el capó. De vez en cuando intentaba oprimir la bocina sujeta al eje del volante, pero no era lo bastante fuerte para obtener de ella algún sonido, de modo que su padre le sostenía la mano y le ayudaba.

Alessandro intentó penetrar en el sueño. Observó el cabello plateado del abogado Giuliani brillando bajo las luces eléctricas, y durante un breve momento de éxtasis sus ojos se detuvieron en algún punto entre el hombre y el chiquillo, y se sintió atrapado en su abrazo. Sintió el placer de su padre al tensar el brazo en torno al chiquillo, y experimentó el de éste al sentir el abrazo. Y todos giraron y giraron, con la esperanza de que aquel viaje nunca llegara a su fin.

Aunque Alessandro había perdido la cuenta de los días, un martes, a las siete y media de la mañana, le hicieron a salir de su celda y lo condujeron por tal cantidad de pasillos largos y fríos, que llegó a pensar que lo llevaban por un pasaje subterráneo hasta Roma. Por fin llegó a la sala de un gimnasio, acondicionada para celebrar los juicios. Sentados detrás de una gran mesa escritorio, sobre una tarima situada en el extremo de la sala, había tres coroneles. Aparte del hecho de que el coronel que estaba en el centro esgrimía una maza, ni siquiera sus madres habrían podido distinguir a unos de otros, y ninguno sobrepasaba la estatura de un muchacho de trece años. Todos parecían rondar los setenta años, y tenían un rostro largo y delgado, de tez rosada, que parecía culminar en una mandíbula nada impresionante, oculta bajo una barbita de chivo y un elegante bigote encerado que, como el del rey, se retorcía en las puntas. Llevaban chaqueta con galones y el cuello cilíndrico de los militares, gorra rematada en punta, botas altas, espada y pantalones de montar. Dado que imitaban concienzudamente al rey, desempeñaban el papel del maestro de ceremonias.

Reunidos en unos bancos de cara a los jueces, en cuatro grupos de a dos, se hallaban los soldados de la Guardia del Río que habían capturado: Alessandro y Guariglia, Fabio y el Muñeco, y otros cuatro, en una reunión inesperada. A pesar de que no se les permitía hablar entre sí, sus sonrisas de borrego y el brillo de sus ojos lo decía todo. A unos los habían capturado en el trabajo, a otros en casa, a otros en la calle, uno en el tren, y a uno en un burdel. Todos daban por sentado que para lo que quedaba de la Guardia del Río, aquella escena se repetiría en otras prisiones de otras regiones del país, y pronto se agotaría en sí misma, o ya lo habría hecho. Sin embargo, al margen de cuál fuera el resultado de la guerra, o de las medidas que fueran a adoptarse, sabían que al menos unos cuantos de sus miembros iniciales sobrevivirían lo que quedaba de siglo, mucho después de que desapareciera la urgencia del momento, y eso les proporcionaba cierta satisfacción.

Aunque no esperaban nada de aquel juicio, y estaban convencidos de que iban a morir, pensaron que podía resultar divertido contemplar a los tres pequeños coroneles, con las carpetas apiladas ante sí, los jarros de agua protegidos con los vasos vueltos boca abajo, y sus pequeñas espaldas tiesas como un palo.

El que esgrimía la maza era el que llevaba la voz cantante. Primero identificó a cada uno de los acusados: todos pertenecientes a la Guardia del Río, excepto un milanés a quien todos recordaban por su malhumor y su estado depresivo. Por tal motivo, nadie había querido tratarlo a fondo, y nadie lo había hecho. Ninguno recordaba cómo se llamaba hasta que el presidente del tribunal lo llamó:

—Grigi, Alonzo.

Sí, aquél era su nombre, el de aquel deprimente y asqueroso hijo de su madre llamado Alonzo Grigi.

—No —exclamó éste, ante la sorpresa de todos—. Yo no soy Grigi, Alonzo.

—¿Ah, no?

—No.

—¿Y quién es usted?

—Yo soy Modugno. Giancarlo Scarlatti Modugno.

Todos los integrantes de la Guardia del Río se sorprendieron ante tal afirmación.

—¿No posee usted su identificación? —preguntó el presidente del tribunal.

—Por supuesto que no.

—¿Y eso?

—Se quedó en el burdel.

—¿Y qué hacía usted en un burdel?

—¿A usted qué le parece? —preguntó Grigi, para deleite de la Guardia del Río—. ¿Qué es lo que se suele hacer en un burdel? ¿Usted qué hace? ¿Y cómo lo hace? ¿Cómo está usted? Yo bien, gracias. Pero a mí no me quisieron en el ejército —exclamó, alzando las manos con desesperación.

—¿Por qué?

—Dijeron que era demasiado estúpido. Me presenté voluntario, y por eso dijeron que yo era demasiado estúpido. Lo intenté, pero no me quisieron. No es culpa mía. No me condenen, porque yo no soy ése.

El presidente del tribunal preguntó a los demás miembros de la Guardia del Río si sabían si aquel soldado era Alonzo Grigi. Lógicamente, todos dijeron que no era Alonzo Grigi, de modo que lo sacaron de la sala y lo devolvieron a su celda. En aquellos momentos quedaban tan sólo siete de la Guardia del Río, todos con una sonrisa triunfal en el rostro.

El juez que se hallaba a la derecha del presidente riñó a los acusados. Moviendo la cabeza de un lado a otro, advirtió que aquel soldado sabía que no le quedaban esperanzas.

—Pero al menos ganará una semana.

Ordenaron al secretario que leyera los cargos: negligencia en el deber, deserción de su puesto en tiempo de guerra, ayuda al enemigo, abandono de prisioneros, sustracción de propiedades del gobierno, conspiración y asesinato. A medida que las palabras rodaban por la lengua del secretario, los componentes de la Guardia del Río comprendieron que se les iba aproximando la muerte.

—Por lo general no disponemos de un surtido tan completo —afirmó el presidente—. ¿Se confiesan culpables o inocentes de estos cargos?

Para todos estaba claro que no existía nada en el mundo que pudiera exculpar a la Guardia del Río, los cuales se consideraban culpables de todo, excepto del asesinato.

Alessandro levantó una mano y le concedieron permiso para hablar.

—Fue uno de los prisioneros, Gianfranco di Rienzi, quien mató al coronel. Ninguno de nosotros tuvo nada que ver con eso, y cuando los descubrimos nos tiramos al agua.

—¿Por qué? —le interrumpió con brusquedad el presidente del tribunal, sinceramente intrigado.

—Incluso antes de lo de Caporetto, en el frente ya fusilaban a los hombres como si fuesen perros. Saltamos al mar para ganar tiempo.

—Pero no existía la certeza de que les fueran a fusilar.

—Eso podía ser cierto, pero nos habían dicho que volvíamos al frente. Dado el desgaste que habíamos sufrido, no parecía razonable pensar que fueran a perdonarnos.

—¿Entonces admite su culpa?

—Por supuesto —contestó Alessandro, cuya calma se transformó en indignación, apoyado por el resto de la Guardia del Río—. ¿Se imagina que después de varios años de matanza en el frente, y de nuestra expedición a Sicilia, vamos a ponernos a temblar como cobardes frente a la verdad? ¿Cree que hicimos lo que hicimos por flaqueza? Cada uno de nosotros sabía perfectamente que íbamos a terminar aquí. Así que decidimos robarles unos días, o unas semanas, a fin de poder ver a nuestras familias. Sencillamente, era como entrar en batalla. La sensación era la misma. El razonamiento era idéntico… Lo que quiero decir, señor, es que la guerra ha hecho que su ejército se haya vuelto lo bastante valiente para expresar su voluntad. Nosotros no desertamos; nos rebelamos.

—Pues éste es un cargo mucho más serio que el de asesinato.

—Y más perdonable.

—Dígame, ¿cómo puede pensar algo tan ultrajante?

—Nuestra rebelión demuestra que cuando le digamos lo que tenemos que decirle, usted estará en disposición de creernos.

—Le ruego que nos lo explique, pues —pidió el juez que aún no había hablado.

—Pónganos a prueba.

—¿En qué aspecto?

—Luchando contra el enemigo.

—Ya lo hemos intentado —replicó el presidente.

—Pero sin nuestro consentimiento.

—Yo tenía la impresión de que no lo necesitábamos.

—Pues sí, lo necesitaban. Ustedes no lo precisan para encarcelarnos, o para fusilarnos, pero sí para ir al combate.

—Esto es absurdo —exclamó el presidente del tribunal—. Las normas no pueden establecerse desde abajo; eso es incuestionable.

—Todo lo contrario —contestó Alessandro—. Usted nos ha vencido con su estrategia, y nosotros le ofrecemos nuestro consentimiento porque nos vemos obligados a ello.

—No, ustedes estaban obligados desde un primer momento, pues sabían que cualquiera que decidiese otra cosa estaría condenado. El método funciona, pero dejaría de hacerlo si hiciésemos excepciones.

—Ahora es un buen momento para hacerlas.

—¿A causa de la derrota?

—Los ejércitos están desperdigados. Ahora no somos un caso tan excepcional.

—Tenemos un nuevo frente, y al parecer aguanta —declaró el presidente.

—Le prometo que regresaremos y lucharemos con todas nuestras fuerzas. Ocho soldados curtidos.

—Siete.

—Siete, pues. No prescinda de nosotros. No tendremos miedo de luchar.

Los jueces conferenciaron entre sí. No se trataba de un proceso civil, así que tomaron rápidamente las resoluciones. Sólo Guariglia confiaba en el alegato que había hecho Alessandro; aun así, no permitió que su esperanza se exteriorizara.

Cuando los jueces finalizaron, el presidente del tribunal, con la mirada baja y moviendo continuamente la cabeza, empezó su discurso. Luego, nada de lo que siguió constituyó ya una sorpresa.

—En épocas de gran tensión, para preservar el Estado hay que acatar sus reglas, las cuales son cada vez más imprescindibles, aunque sólo sea porque resulta muy difícil juzgar. Recurrimos a ellas no sólo por la fe inicial en su sabiduría, sino porque precisamos volvernos hacia algo sólido e inmutable. Además, este tribunal no está autorizado a hacer excepciones.

»La única forma de hacerlas sería si averiguásemos que ustedes no son culpables, pero ni siquiera nosotros podemos modificar los hechos. Hemos tomado nota de su petición y cuenta con todas nuestras simpatías, pero, por encima de todo, ahora que la nación se ve amenazada, debemos agudizar nuestra lealtad al Estado. En los casos extremos de emergencia, las reglas duras son las que nos ofrecen confianza y restablecen nuestra fortaleza. Tomamos nota de su petición humanitaria, pero en la guerra hay que olvidar los sentimientos. Eso ustedes ya lo saben.

El presidente hizo una pausa. Quizá tuviera también un hijo. Luego recitó sus nombres y concluyó:

—Les condeno a muerte. La sentencia se llevará a cabo dentro de una semana, ante un pelotón de fusilamiento, a la hora habitual y en el patio de esta prisión.

—¿Por qué una semana? —inquirió Fabio, con el tono frío y distanciado que utilizaría el cliente de un banco para preguntar por qué no le han descontado aún el último cheque.

El presidente del tribunal no tuvo en cuenta lo desconsiderado de aquella interrupción, pues la sentencia era lo bastante grave como para compensar cualquiera de las ofensas, pasadas, presentes, futuras o imaginarias. Su tono fue amistoso y en cierto modo tranquilizador.

—Necesitaremos un poco más de tiempo para estudiar el caso de su amigo Grigi.

Ante aquellas palabras, los soldados de la Guardia del Río, ahora ya condenados, empezaron a reír, y la maza golpeó sobre la mesa.

Los días que precedieron al martes se deslizaron lentamente, pero, al recordarlos, parecían los más cortos y los que habían transcurrido con mayor rapidez en la vida de Alessandro. El lunes, cada minuto después del amanecer era un momento del día que ya nunca más volvería a ver, y él se despidió de las apreciadas horas familiares mientras el reloj se movía no en círculos, sino en espiral. A medida que las blancas nubes se transformaban en montañas al pasar sobre él, camino del este, Alessandro, próximo al delirio, imaginaba como sustitución para todos los relojes de Europa una maquinaria mucho más honesta —un fino hilo formando espiral en tres dimensiones—, la cual representaría no sólo la llegada y partida del día y de la noche, sino que ni un solo día, ni una sola noche, podrían repetirse nunca más.

A Ludovico Indio se le informó que sería juzgado el jueves, junto con otros catorce de su brigada. En aquellos momentos el aparato judicial trabajaba sin pausa: miles de nuevos prisioneros llegaban a Stella Maris y había que despejar las celdas.

Ludovico inició entonces lo que parecía una serie de cálculos desesperados. Era como si pensara que, con la clara comprensión del funcionamiento de la economía, podría familiarizarse con la idea de la eternidad. Pero, debido a que no había la más mínima relación entre economía y eternidad, se veía obligado a calcular a un ritmo cada vez más rápido e inútil.

—El marxismo no te llevará al más allá —le dijo Alessandro, y luego le preguntó—: ¿Cómo puedes entregar tus creencias más sagradas a un sistema descriptivo, y además imperfecto? Yo no me imagino creyendo en la trigonometría o en la contabilidad, y en cambio tú manejas tu alma según la teoría económica.

—Mi sistema no me fallará, como sin duda te fallará el tuyo.

—Yo no tengo ningún sistema.

—La teología lo es.

—La mía no.

—Entonces, ¿qué es?

—¿Que qué es? Pues una abrumadora combinación de todo lo que yo he visto y sentido, que no puedo explicar, pero que permanece conmigo y se niega a abandonarme, que me impulsa una y otra vez a una fe de la que no estoy seguro, pero que resulta tentadora porque no consiente que la someta una criatura tan inadecuada como el hombre. A diferencia del marxismo, es indescriptible, puesto que no se puede explicar con palabras.

—Bueno, el socialismo sí es descriptible, y por este motivo me gusta —replicó Ludovico—. Es sólido. Hay muy pocas conjeturas en él. Puede que sea limitado, pero es honesto y realista, y cualquiera puede comprobarlo. Me proporciona un asidero.

—¿Por qué no te aferras de la cadena del retrete?

—Lo preferiría a creer en un cúmulo de pensamientos tristones.

—En tal caso, sólo necesitas procurarte un retrete y se te habrán solucionado todos los misterios del universo. Sería bastante fácil proveer a cada hombre de un retrete a la hora de su muerte, o de un amuleto de porcelana, y así el mundo sería perfecto. Mientras la producción estuviese regulada y los trabajadores controlaran la economía, los maridos no llorarían a sus esposas, ni éstas a sus maridos; los hijos no sufrirían por la pérdida de sus padres, ni éstos por la de sus hijos.

—Si he de decirte la verdad, Alessandro —exclamó Ludovico, con tono combativo—, no me preocupa en absoluto lo que ocurra después de la vida en este mundo, pues en mi opinión no ocurrirá nada. Sólo me interesa lo que se me ha otorgado, y a la mierda con el final. Tan sólo durará un segundo. ¿Para qué perder el tiempo preocupándome por ello?

—La respuesta es muy sencilla.

—La Iglesia siempre tiene una respuesta sencilla e improbable para todo.

—Me tiene sin cuidado lo que diga la Iglesia. Ésta es una respuesta sencilla, que surge de lo más profundo de mi corazón. He visto y percibido demasiadas cosas que no puedo creer que sean simples objetos materiales. Trascienden de forma tan nítida todo lo que es terrenal, que no dudo de su capacidad para burlar a la muerte.

—¿Qué cosas?

—Si hubieses estado conmigo durante los últimos veintisiete años, Ludovico, podría enseñarte cuáles son, una por una. Las hay en todas partes. Y son tan sencillas como una madre abrazando a su hijo, tan sencillas como la música o el viento. Lo único que necesitas es contemplarlas del modo adecuado. Quizá yo no hubiera podido enseñártelas, pero lo que me intriga de veras es por qué necesitas que te las enseñen. ¿Por qué no las has visto aún?

—¿De qué diablos estás hablando, exactamente?

—Estoy hablando del amor.

—No estoy muy convencido de ello.

—No pretendía convencerte. Estoy lo bastante tranquilo para no tener que convencer a nadie de nada.

—¿Estarás tan tranquilo frente al pelotón de ejecución?

—No lo sé. Ya lo comprobaremos mañana. Tú podrás observarlo desde la ventana.

Alessandro guiñó un ojo a Ludovico, para demostrarle que aquello no le inquietaba.

—Tu forma de guiñar… —acusó Ludovico, violento—, la forma en que me has guiñado el ojo, es la de un fanático religioso.

—Lo siento —se disculpó Alessandro—. Mi intención era hacer un guiño marxista.

Al atardecer, el nuevo guardián abrió la puerta de la celda. Alessandro sintió que todo se tensaba en su interior.

—No me toca hasta mañana por la mañana —protestó.

—Tienes visita —le anunció el carcelero.

—Nadie tiene visitas en Stella Maris.

—Tú sí.

Mientras Alessandro avanzaba por los largos pasillos escasamente iluminados, sintió que lo asaltaba la tristeza y la aflicción. Se sentía tan fatigado, que si hubiera sido capaz de dormir se habría tendido allí en el suelo, acurrucado contra la pared. Una visita, al margen de quién fuera, podría romperle el equilibrio y devolverlo al pánico.

Lo acompañaron a una salita con una ventana que daba a los árboles y al campo abierto de la parte oriental de la prisión. Sentada frente a una mesa, con las manos juntas, estaba Luciana. Incluso en la oscuridad distinguió el azul de sus ojos.

—¿No hay ninguna lámpara?

Girando apenas un milímetro la cabeza y cerrando brevemente los ojos, Luciana le indicó que no había ninguna luz en la habitación.

Alessandro se sentó frente a ella.

—Yo estoy al otro lado —le explicó Alessandro—. En la parte del mar. Aquí se está más caliente, sin el viento.

Luciana no supo qué decir.

—¿Cómo has logrado encontrarme?

—Por Orfeo.

—Creía que Orfeo no haría más favores a los Giuliani.

—Advirtió que éste sería el último.

—¿Va a hacer que me indulten?

—No, no lo hará. Está amargado. ¿Qué ocurrirá ahora?

—Me juzgaron la semana pasada. La ejecución será mañana.

—Yo vine, Alessandro, pero me echaron. Echaron a docenas de mujeres; a madres y esposas.

—Aquí fusilan a sus hijos y a sus maridos, y luego los entierran. —Alessandro se levantó y se acercó a la ventana—. Quiero contemplar los árboles… Del lado del mar he olvidado cómo son los árboles. Imagino que nunca más volveré a verlos, del mismo modo que nunca volveré a nadar, a dormir, a leer, o a contemplar a un niño, a un animal o un campo.

—¿Qué se supone que puedo decir?

Mientras Alessandro posaba la vista sobre los álamos amarillentos, cuyas hojas apenas resplandecían bajo la última luz del atardecer, preguntó:

—¿Cómo está papá?

Luciana cerró brevemente los ojos, creyendo que Alessandro no podía verla. Pero Alessandro observó su imagen en los cristales de la ventana medio abierta, el cual destacaba lo suficiente, bajo la escasa luz, para poder reflejar el cambio en su expresión.

Con una fuerza de voluntad que ignoraba poseer, Luciana contestó:

—Está bien. —Alessandro seguía absorto en los campos, pero la voz de ella no vaciló mientras luchaba por dominarse—. Ha recuperado fuerzas estas últimas semanas, y pronto volverá a casa. Ahora está lúcido; ya no hace comentarios sobre ángeles ni cascadas.

—Imagino que no le habrás dicho nada de mí —le dijo Alessandro al reflejo.

—No. Cree que has vuelto a incorporarte al ejército, por lo de la batalla en el Norte. Lee las noticias de la guerra como hacía antes. Le dije que ibas a unirte a la unidad de Rafi, que Orfeo lo había conseguido, y que ahora estaríais juntos. Al fin y al cabo, eso es lo que fui a pedirle a Orfeo. —Luciana cerró los ojos—. Incluso le dije que me acostaría con él. Pero se mostró impasible.

Todavía de cara a la ventana, Alessandro forzó la vista para escudriñar a su hermana.

—¿Por qué le has dicho todo esto a nuestro padre, cuando la verdad es tan distinta?

—¿Preferías que le dijese la verdad?

—¿Por qué no? ¿Porque su corazón está débil?

—Sí. Eso le habría hecho mucho daño.

—Pero no le habría matado. ¿Verdad que no le habría matado?

—Él tiene derecho a vivir el tiempo que le queda sin tener que sufrir semejante trastorno —replicó Luciana.

Las estrellas ya eran visibles en el cielo, por encima de las colinas, y mientras Alessandro sorbía los últimos vestigios de luz, vio que las lágrimas empezaban a formarse en los ojos de su hermana.

—¿Dices que ya no tiene delirios de ángeles ni de cascadas?

—Ya no.

—Cuando yo era pequeño, antes de que tú nacieras, él me contaba que los pájaros eran ángeles, y que caían al cielo desde arriba; que volar por los aires era para ellos lo mismo que para nosotros nadar en el mar, pues el aire era mucho más denso que el éter. Decía que los mandaban para que nos vigilaran desde arriba, y que esto nos proporcionaba una excusa para que levantásemos los ojos al cielo. Entonces yo le decía: «Papá, los pájaros mueren. ¿Cómo puede Dios permitir que sus ángeles mueran?». Y él me contestaba: «Eso es lo triste del asunto, que incluso Dios debe dejar que sus ángeles mueran».

»Yo le creía, aunque, por supuesto, luego dejé de creerle. Pero ahora resulta agradable pensar que los pájaros están ahí porque los ángeles han caído al cielo, como niños que saltaran al río. Piensa en lo emocionante que esto sería. Cuando veo pájaros que vuelan a gran altura, manchitas que dan vueltas entre las nubes, me gusta imaginar que se disponen a descender y que estudian el aire con la esperanza de elevarse, a fin de poder regresar.

»Luciana, ahora todo depende de ti y de tus hijos. Aunque Rafi no volviera a casa, debes tener hijos.

—¿Con quién? ¿Con el lechero? —preguntó la joven, con una amargura poco habitual en ella.

—Incluso con el lechero —fue la espontánea respuesta de su hermano, aunque en seguida rectificó—. Eres muy hermosa. Podrás elegir a voluntad.

Le habló entonces de los hijos de Guariglia, y le pidió que les facilitara algún dinero mientras pudiera, y mientras ellos lo necesitaran. Ella accedió a su petición.

—Si pongo esta carga sobre ti, Luciana, no es únicamente porque yo vaya a morir mañana, sino porque te hablo como si fuera nuestra madre y nuestro padre. Siempre te he admirado, desde que eras un bebé.

—¿En serio? —preguntó ella, turbada.

—Sí. Siempre he pensado que eres muy superior a mí.

El guardián abrió la puerta y se asomó, y ambos quedaron cegados por la luz eléctrica que al principio les había parecido tan pobre.

—Por favor, terminad ya —pidió en voz baja.

Luciana se estremeció al levantarse: estaba llorando.

—Te quiero, Luciana. Como un hermano quiere a una hermana.

Ella no encontró palabras para responder.

Ambos se detuvieron ante la mesa, mirándose mutuamente.

—¿Enterraste a papá junto a nuestra madre? —preguntó Alessandro.

—Sí.

A las diez, un oficial entró para preguntar a Alessandro si quería estar a solas hasta la mañana. Alessandro respondió como si pidiera disculpas, diciendo que le complacería enormemente. Luego se volvió hacia Ludovico:

—Seguro que pasaría toda la noche hablando conmigo mismo, o cantando, y eso te mantendría despierto, ya que, entre otras cosas, no sé cantar.

Ambos se sonrieron. Ludovico aceptó la mano que Alessandro le ofrecía y le dio un apretón en el codo.

—Gracias, Ludovico. Te deseo lo mejor.

Luego Ludovico recogió sus pertenencias. Con la mirada fija en el suelo y terriblemente asustado, pues sabía que pronto ocuparía el lugar de Alessandro, lo sacaron de la celda. La puerta se cerró, las llaves giraron en la cerradura y Alessandro se quedó solo.

A diferencia de lo que había supuesto que haría, ni habló consigo mismo ni cantó. La noche no tuvo palabras ni melodías, sino que fue terriblemente clara y fría, como si ya estuvieran en invierno.

Nunca en su vida había tenido que entornar los ojos para mirar las estrellas, pero últimamente éstas eran tan brillantes que a veces tenía que hacerse pantalla con la mano. Y cuando brillaban con excesiva intensidad para mantenerse quietas, a veces salían disparadas por el espacio mediante breves estallidos. Aunque estos apacibles destellos luminosos se desvanecían casi nada más empezar, su órbita luminiscente perduraba en la memoria inexacta de los ojos de Alessandro. De haber sido más potentes y más constantes aquellos destellos, y haber perdurado en una nebulosa estela blanca, su corazón no habría dado un brinco cada vez que los contemplaba. Pero en realidad eran simples bocanadas de humo, cuya órbita era más delgada que un cabello, y el estallido de luz primordialmente cuestión de retentiva.

Antes del amanecer, una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Un oficial, dos soldados y un sacerdote se quedaron asombrados al ver que Alessandro dormía profundamente. Uno de los soldados entró y le tocó del hombro. Luego tuvo que sacudirlo.

—¿Ha dormido usted esta noche? —preguntó el oficial.

—Sí, muy bien —contestó Alessandro, que parecía completamente descansado y satisfecho.

—Debe de tener nervios de acero —añadió el oficial.

Alessandro retiró las mantas a un lado y se dispuso a salir. Cuando le interceptaron el paso y le esposaron las manos a la espalda se mostró tan tranquilo, que los demás se inquietaron.

Al empezar a andar, el cura, un anciano de una aldea rural, le preguntó si era creyente.

—Sí —respondió éste—, pero no necesito la ayuda de sus palabras para caer directamente en manos de Dios. Si Él me quiere, tendrá que aceptarme sin intermediarios.

Cuando llegaron al patio, la luz empezaba a ocultar las estrellas, y por el este asomaba un resplandor azul pálido. Los ocho soldados de la 19.ª Guardia del Río estaban familiarizados con la parte de la vida militar en la que unos hombres se reunían antes de la salida del sol y hablaban en susurros, bajo el peso de los fusiles y el cuerpo tembloroso. En los entrenamientos y antes de un ataque, los fusiles aparecían siempre como densas siluetas negras contra un cielo inexplicablemente despejado. Incluso en los días de niebla, el aire al amanecer parecía claro, y aunque uno no pudiera ver las estrellas, las sentía flotar sobre su cabeza.

Al ver a los veinte soldados del pelotón de fusilamiento, con sus uniformes arrugados, aturdidos por el sueño, y los pesados fusiles engrasados que colgaban de sus hombros, los miembros de la Guardia del Río tuvieron la sensación de que se encontraban simplemente ante un nuevo amanecer en las trincheras, cuando había grandes probabilidades de conservar la vida.

Tras ellos avanzaban cuatro sacerdotes, y cada uno leía, de forma mecánica y a la vez sincera, un fragmento distinto de la Biblia. A través de aquellos ininteligibles murmullos, las palabras de las grandes verdades que todos habían oído desde su nacimiento parecían un final adecuado y los arcaicos ritmos bíblicos, surgiendo como canciones entrelazadas, otorgaban a la Guardia de Río un valor que se sumaba al que ya habían experimentado con anterioridad. Ni uno sólo de los ocho gimió o sollozó. Después de varios años de lucha con enemigos crueles y en lugares difíciles, simplemente no se les ocurrió hacerlo.

Los dos oficiales tuvieron que fruncir el ceño para leer las órdenes bajo la luz de las estrellas y el inicio del alba. Alessandro oyó que alguien del pelotón de fusilamiento hablaba de una chica, y aunque no escuchó su descripción ni su nombre, por el matiz de la entonación al pronunciar la palabra «ella» supo que se trataba de una mujer joven.

Guariglia estaba temblando.

—Contrólate —conminó Alessandro a su amigo, con voz susurrante.

Guariglia respiró hondo, con una especie de boqueada, como si no pudiera reprimirse por más tiempo pero quisiera que Alessandro supiera como mínimo que él aún estaba allí.

—Contrólate —repitió Alessandro—. Tus hijos y tu mujer deben saber que moriste con actitud desafiante. Cuando se enteren se sentirán orgullosos de ti.

—¿Y quién se lo contará? —preguntó Guariglia.

—Alguien lo hará —contestó Alessandro—. Seguro que se enterarán. Guariglia, anoche vino mi hermana. Le hablé de tus hijos y le pedí que los ayude hasta que lo necesiten. Ella tiene el don de pasar por la vida casi por arte de magia. No la meterán esposada en el vagón de un tren, ni la colocarán ante un poste para fusilarla. Podrá cuidar de tus hijos y será como si recibieran la protección de una santa. ¿Comprendes?

La respuesta de Guariglia fue un sollozo, y con él rompió la perfecta entereza de la Guardia del Río.

—Ya sé que te necesitan a ti más que a nadie —prosiguió Alessandro—, pero al menos verán cubiertas sus necesidades, y además tendrán tu cariño.

Guariglia asintió.

—No sólo tienen mi cariño, sino que yo tengo el suyo. Podría ser diez veces más feo de lo que soy, pero ellos me amarían igualmente. Cuando me miran, ellos ven algo hermoso, y… ¡Dios mío! Ellos son también tan hermosos…

Un tercer oficial entró en el patio y condujo a los soldados de la Guardia del Río hasta los postes.

Se sentían huecos, vacíos, y como a punto de caer. Alessandro tenía la sensación de que tenía la parte inferior de las piernas metida en el fuego y la oscuridad, y de que andaba sobre una espesa capa de lodo, pero cada vez que respiraba encontraba fuerzas para contrarrestar su aflicción. Como si fuera un soldado en el último minuto antes de la batalla, su miedo se sumó a una terrible añoranza por el fragor de la pelea, e imaginó que la fuerza de las balas soltaría a los furiosos ángeles de la celeridad, la velocidad y la luz.

—No me gustaría que nadie nos recordara —comentó Fabio, al girar todos a la izquierda, en dirección a los postes.

—Ellos se acordarán de mí —declaró el soldado con cara de muñeco—. Recordarán que fui el mejor tipo de todo este jodido ejército.

Al llegar junto a los postes dejaron de hablar, y permanecieron erguidos. Ni uno solo se derrumbó. Ni uno solo pidió que le vendarán los ojos.

Los sacerdotes ronroneaban como abejas en un día de verano. Al retirarse, dijeron a cada uno de los hombres:

—Dios está contigo.

A pesar de que lo habían pronunciado tantas veces, y de que lo pronunciarían muchas otras, aún se conmovían al decirlo.

Después de tomar posiciones, el pelotón de fusilamiento no descolgó los fusiles hasta que se impartió la orden. Permanecieron firmes mientras los tres oficiales conferenciaban sobre sus documentos. Uno de ellos encendió una cerilla, y todos examinaron los papeles que tenían ante sí.

—Es cierto —murmuró el último que había entrado.

Acto seguido cruzaron el patio, se acercaron a cada uno de los condenados y pronunciaron su nombre. Al llegar a Alessandro, pronunciaron su nombre dos veces, y luego lo incluyeron en su pregunta:

—¿Es usted Alessandro Giuliani?

—Sí.

—Roma le ha conmutado la pena.

Sin dudarlo ni un segundo, Alessandro replicó:

—Ese hombre que está a mi lado tiene hijos. Yo los he visto. Son muy pequeños, criaturas preciosas. No debe morir. Ellos no lo entenderían, y además necesitan un padre. Por favor, denle a él mi nombre y yo tomaré el suyo. Nadie lo sabrá.

El jefe de los oficiales, un comandante, reflexionó unos instantes antes de contestar.

—Estas cosas pueden hacerse en el Norte —dijo—. En el frente todo el mundo puede hacer lo que le da la gana, pero no en Stella Maris. Aquí estamos demasiado cerca de Roma. Nos vemos tan impotentes como usted.

A continuación ordenó a los guardias que se llevaran a Alessandro. Pero éste se negó a marchar. Atado de pies y manos, los esquivó y afianzó los pies en el suelo, en un intento de mantenerse en su sitio.

—Derribadlo —ordenó el comandante, como si ya hubiera contemplado otras veces aquella escena.

Uno de los soldados levantó el fusil y golpeó en la nuca a Alessandro, quien cayó de bruces sobre el polvo. Entonces lo recogieron y lo arrastraron detrás del pelotón de ejecución.

Los sacerdotes se adelantaron una vez más. Alessandro no podía moverse ni hablar, pero sí verlo todo. Quería gritar a sus compañeros de la Guardia del Río que los recordaría mientras viviera, y lo intentó, pero el golpe le había dejado sin habla. Oyó que los curas recitaban:

Ave maris stella, dei mater alma, atque semoer Virgo, felix coeli porta

Luego vio que se retiraban.

—¡Preparen armas! —ordenó uno de los oficiales—. ¡Carguen! ¡Apunten!

Alessandro se rindió al oír que cargaban los fusiles. Pero luego todo fue tranquilidad, y en el silencio que precedió a la descarga oyó que Guariglia rezaba:

—Que Dios proteja a mis hijos.