V
La luna y las hogueras
En primavera, los que quedaban de la Guardia del Río fueron destinados a Mestre y vueltos a reunir. Para sorpresa de los soldados de la armada, ahora estaban en infantería y su unidad carecía de nombre. A pesar de que hubieran preferido los privilegios de la marina, al final se sintieron aliviados al ver que se les reconocía por lo que eran, ya que habían pertenecido al ejército de tierra casi desde el principio, y ahora corría ya 1917. Pensaban que a partir de entonces las cosas serían mucho menos confusas, pero ignoraban que muy pronto se internarían en el mar.
Durante todo el mes de marzo, los mantuvieron dentro del perímetro de una zona de montaje de minas en Mestre. Venecia centelleaba al otro lado del agua, una especie de nave dorada que contenía todas las cosas bellas y amables de las que habían carecido durante años. Pero no se les permitía ir más allá de la alambrada, ni comunicar a sus familiares dónde se encontraban. Tampoco se les había notificado si su aislamiento estaba a punto de finalizar, ni por qué se hallaban confinados. Hacían instrucción por la mañana, desmontaban sus armas varias veces al día, se ejercitaban durante horas y tres veces a la semana viajaban en un tren especial a un campo de tiro en las dunas, donde perfeccionaban su puntería y se arruinaban el sentido auditivo disparando de la mañana al anochecer, con fusiles, pistolas y ametralladoras.
Mestre era gris incluso en primavera, al menos comparado con el nenúfar bizantino que flotaba sobre la laguna. Los campanarios de sus iglesias sonaban al mediodía, y los silbatos de los trenes se oían día y noche a medida que los contingentes de soldados de infantería salían hacia el frente o regresaban. Las máquinas a vapor mugían como reses asustadas y el aire se llenaba de ruidos de choques metálicos.
Alessandro yacía sobre un jergón de paja en un enorme cobertizo, un antiguo almacén para los detonadores de las minas que, a comienzos de la guerra, se habían colocado formando un arco alrededor de Venecia. Durante años, aquellas minas habían subido y bajado en las aguas de la laguna, soltándose a veces y flotando a la deriva por el Gran Canal, provocando el pánico entre los gondoleros.
—No deberías volver a pedírselo, Alessandro —le dijo Guariglia.
Él y Alessandro eran los únicos que quedaban del grupo de soldados de la armada destinados al Campanario. A Microscópico lo habían matado a principios de invierno, durante el ataque para expulsar a los austríacos de la cabeza de puente que éstos habían establecido en otoño.
—Desde enero acudes a él diariamente —añadió—, y la respuesta siempre es la misma.
—Desde enero estoy sin noticias de mi familia —protestó Alessandro como si no pudiera distinguir entre Guariglia y el teniente a quien acudía con la petición—. Así pues, ¿por qué no puedo disponer de tres días para ir en tren a Roma? Son sólo tres días.
—Si ni siquiera nos dejan ir a Venecia —replicó Guariglia—. Y eso que podemos verla a través de las rendijas de la valla.
Se hallaban en una sala donde ciento cincuenta hombres yacían bajo unas mantas grises, con la mirada fija en las vigas de madera que sostenían un techo de tejas de barro cocido. El sol penetraba por las grietas y los agujeros, mientras sus rayos dorados jugaban a través de un cielo oscuro. Nada más llegar, Alessandro había advertido que el color que irradiaba en torno a las aberturas por donde entraba la luz tenía un color idéntico a la tonalidad cremosa de los helados de naranja que en Roma se vendían por los parques.
—Aquí estamos mucho mejor que en el Campanario —señaló Guariglia—. Me duele no poder ver a mis hijos y rezo por volver a casa con ellos. Pero, mientras tanto, no pierdo el tiempo con peticiones. Y tú tampoco deberías hacerlo.
—Les dije a mis padres que escribieran a los de Rafi. Sólo necesito unas pocas horas en Venecia.
—Si te atreves a saltar la valla, te fusilarán.
—Sólo fusilan en el frente.
—No es cierto, Alessandro. En el tren de bajada, me asomé a la ventana para hablar con un sargento en la estación de Treviso. Me dijo que era cierto, que condenan a unidades enteras, o a uno de cada diez de la unidad, o a los cinco primeros, aunque nunca hayan estado en el frente. Es una locura. Quieren que sepamos que pueden fusilarnos aunque no los desobedezcamos. Eso sólo puede conducir a la revolución.
Alessandro volvió la cabeza sin levantarla de la almohada y, mientras Guariglia seguía atisbando entre las vigas, le dijo:
—El día que nos toque guardia, cuando todos los demás salgan hacia el campo de tiro…
—Ahora están en la S. Para cuando lleguen a la G, ya podemos habernos ido.
—¿Adónde?
—Vete a saber.
—Pero, si estamos aquí…
—No puedes saber si ese día van a salir.
—Pero, si se marchan, yo me iré a Venecia y regresaré antes de que ellos vuelvan. ¿Qué puede salir mal?
—¿Qué puede salir mal? Aunque regresaras antes que ellos, cualquier oficial podría presentarse aquí mientras tú estuvieras fuera.
—Nuestros oficiales siempre están fuera, todos. Además, si algo ocurriese, bastaría que dijeses que yo no estoy. Es a mí a quien fusilarían, no a ti.
—No tienes paciencia, Alessandro. Estás demasiado acostumbrado a que las cosas se hagan cuando tú quieres.
—Guariglia, si el Guitarrista hubiese desertado, ahora andarían buscándolo, pero seguiría con vida.
—Aquí estamos a salvo. ¿Para qué forzar la situación?
—Para pasar un día en Venecia antes de morir.
Después de muchos apellidos que empezaran con S, no pocos en T, algunos con R, y un buen surtido con B, C y D, llegaban dos con F y otros dos con G —Gastaldino y Garzatti— antes de que les tocara el turno a Giuliani y a Guariglia. A medida que transcurría el mes de abril, Alessandro controlaba cuidadosamente el calendario y el alfabeto.
Durante dos semanas se habían alimentado de ensalada y potaje sin judías, y en ese tiempo habían ido diariamente de los cuarteles provisionales a un campo de maniobras en donde se habían retirado las minas, para hacer instrucción durante seis horas: al amanecer, a media mañana, al mediodía, a media tarde, después de cenar y justo antes de acostarse. La rutina nunca variaba. Todos marchaban hacia el campo de maniobras con el fusil al hombro. Allí, sosteniendo el fusil en diagonal frente al pecho, corrían alrededor del campo durante un cuarto de hora. La velocidad estaba garantizada, y su rebelión se evitaba mediante una estratagema que había inventado el teniente a quien Alessandro acudía en vano con su petición: un sargento distribuía barras de pan a todo el mundo excepto a los diez últimos en llegar, los cuales, si tenían por costumbre perder, pronto estaban tan delgados que empezaban a ganar. Los soldados estaban hambrientos, aunque se les daba carne de res o pollo los domingos, y queso para desayunar cuando iban al campo de tiro.
Allí, a cada soldado se le entregaban doscientos cartuchos para el fusil y cien para la pistola. Dado que no había ni uno solo que hubiese disparado tantos cartuchos como aquéllos en media hora de asalto a las trincheras, parecía un terrible despilfarro gastarlos sólo en prácticas, sobre todo si se tenía en cuenta que llevaban años viviendo con sus armas (aunque la mayoría no tenía pistola), y podían partir un cigarrillo en dos a una distancia de cincuenta metros. Los blancos se colocaban sobre las dunas y ellos practicaban hasta que dar en la diana se convertía en una rutina. Traían a los armeros de un arsenal cercano, y cuando un fusil no alcanzaba la perfección, se le rectificaba el punto de mira o se lo llevaban para recalibrarlo. Si no funcionaba, entonces lo cambiaban. Los hombres de la Guardia del Río disparaban lenta y cuidadosamente. Cada tipo de disparo se anunciaba en voz alta y después de efectuar veinticuatro se devolvía la diana para que la analizaran. Desde que salían de la zona de montaje de minas hasta que regresaban no se les daba nada para comer, sólo una botella de agua. A finales de mes hacía mucho calor en las dunas, y todos regresaban con dolorosas quemaduras provocadas por el sol.
Los días transcurrían entre el campo de tiro, las carreras del campo de instrucción o los cuarteles donde la luz anaranjada centelleaba con el color del helado de naranja que se vendía en Villa Borghese. Pero, en cuanto las circunstancias lo permitieron, Alessandro aprovechó su oportunidad.
Les tocó guardia un día claro y ventoso de finales de abril, en que la Guardia del Río salió hacia el campo de tiro. Mientras las formaciones desfilaban en el pequeño tren de mercancías que los conduciría hasta las dunas, Alessandro miró a través de las estrechas ventanas que se abrían cerca del techo y distinguió toda una cordillera de nubes montañosas que se deslizaban suavemente por un cielo que cubría todos los colores, desde el azul más suave hasta el gris más sucio y metálico. A pesar de que tales nubes eran capaces de soltar una fuerte tronada y de acoger fardos completos de relámpagos, mientras se deslizaban por el nacarado Adriático estaban demasiado altas para hacer algo más que planear.
Alessandro entró en la sala donde Guariglia, con el fusil al hombro, permanecía en pie ante la doble puerta del extremo opuesto. Detrás de él estaba el patio, con dos enormes hayas que flanqueaban la verja de hierro. Los árboles se hallaban cubierto de hojas nuevas y cuando el viento soplaba entre ellas parecía como si estuviesen en otoño.
—Sólo nosotros —anunció Alessandro.
Sus palabras resonaron sin dificultad por el barracón vacío. Guariglia, el del cabello rizado, que se había tomado la libertad de fumar un cigarro, le sonrió.
—¿Cómo piensas cruzar Venecia, Alessandro? —le preguntó—. Hay medio millón de policías militares y nosotros ni siquiera tenemos insignia.
—Me las arreglaré tal como haría Orfeo.
—¿Y quién es ése?
—El responsable de todo esto.
—¿De la zona de montaje de minas?
—No.
—¿De la guerra?
—No.
—¿Entonces, de qué?
—De todo.
—¿Acaso es como Saturno o Zeus?
—Él es la fuente de todo caos y vive en Roma.
Guariglia dio varias chupadas a su puro.
—Me gustaría conocerlo.
—Quizás algún día. Él se saldría con la suya, así que yo también. Alessandro se dirigió a las dependencias del teniente, que se hallaban detrás de una baja partición. Cogió la bolsa para despachos y se la colgó del hombro.
—¿Y ahora qué? —preguntó Guariglia—. El correo de un batallón necesita un pase y una insignia como todos los demás.
De la capa que colgaba del biombo, Alessandro cogió una de las insignias doradas del teniente. Se la clavó en el centro de la gorra y la trenza dorada brilló como un foco eléctrico.
—Estás loco —dijo Guariglia.
En Venecia, Alessandro se cruzó con auténticos correos que llevaban la bolsa de despachos y sus penachos de plumas, pero ninguno de ellos se volvió para mirarlo. Después de cruzar el Gran Canal, empezó a estudiar ávidamente todo lo que no era militar. Su mirada se detenía en los zarcillos de cada planta, en las curvas o estrías de las construcciones de hierro o de piedra, en las difusas manchas de color, en las mujeres con traje de cola, en las cocinas de los restaurantes en plena ebullición, en los chiquillos, a algunos de los cuales levantaba y besaba, pues llevaba más de un año sin ver a niños pequeños.
Él conocía Venecia. Cientos de lugares regresaban a su memoria a medida que paseaba por las calles. Luego se acordó de que le estaba permitido comer. Aunque los instintos más profundos le indicaban que fuera a una pastelería, optó por el Excelsior.
A las once de la mañana, el comedor del Excelsior estaba vacío, excepto por algunos oficiales ingleses que almorzaban temprano. Alessandro se dirigió a la mesa cercana a una gran ventana que daba al canal. Objetos de cristal y plata sobre un brillante mantel de color ligeramente rosado captaron la mirada de Alessandro cuando éste dejó al lado la bolsa de piel y se quitó la gorra.
—Usted ha estado en el frente —le dijo el camarero.
—Dos años y medio.
—Y querría comer todo cuanto hay en el mundo.
Alessandro le expresó su agradecimiento.
—Pero no, eso le perjudicaría. Mejor comer bien, aunque en pocas cantidades.
—¿Qué debo comer, pues?
—Yo se lo traeré.
—No quiero potaje ni bocadillos.
—¡Por favor! —protestó el camarero, dándole la espalda.
Antes de que las puertas de la cocina dejaran de oscilar, el camarero ya estaba de regreso con una servilleta doblada en el brazo, acarreando tres platos grandes y una botella de vino. Uno era un cuenco lleno de humeante sopa de pescado, en otro había tomates con angulas, y el tercero consistía en una fuente de espagueti con mejillones.
—Las raciones son escasas —le anunció el camarero—, pero esto es sólo el comienzo.
Alessandro comió, y mientras tanto cantó y habló para sí. El camarero retiró los platos y le trajo una ración de salmón ahumado y un filete a la plancha acompañado de funghi porcini, junto con otra botella de vino y una burbujeante agua mineral.
—¿Todavía existen estas cosas? —preguntó Alessandro.
—Claro, claro —contestó el camarero—. Sabe que son caras, ¿verdad?
—Tengo dinero.
A continuación vino vitello al tonno, huevos a la florentina y trucha de río. Cuando hubo finalizado, el camarero le trajo una jarrita de cioccolato, ensalada de frutas, una copa de riquísimo helado de chocolate y pastel de avellana con merengue veneciano.
—Me he quedado satisfecho —reconoció Alessandro, cuando terminó.
—Pues aguarde —le dijo el camarero, quien le trajo a continuación una copa de licor de peras y un platito con los bombones de menta más duros y crujientes que Alessandro hubiese saboreado en toda su vida.
—¿Dónde consiguen bombones como éstos? —preguntó.
—Desde que entramos en guerra, los hacen con nitroglicerina —bromeó el camarero.
—Pues no saben a nitroglicerina —contestó Alessandro.
—¿La ha probado usted?
—Después de tanto bombardeo, el aire queda tan saturado de nitroglicerina que uno la respira y la saborea durante días.
Por aquella comida, Alessandro pagó cuatro meses de salario, y cuando salió del hotel entró en una panadería y compró una hogaza de pan recién horneado. Tan sólo era mediodía y decidió dar un paseo antes de visitar a los padres de Rafi.
En la plaza de San Marcos, una joven de espléndida figura, cabello rubio que le llegaba hasta los hombros y ojos profundamente azules sostenía en alto un pequeño paraguas rojo, al tiempo que hablaba en alemán a un grupo de obesas ancianas. Su constitución parecía muy sólida. Estaba perfectamente proporcionada, pero daba la sensación de que acarreara un gran peso, de modo que cada gesto, cada movimiento, era como el de un espadachín que hiciera oscilar un arma letal. Su brazo, más delgado que los que aparecían en las pinturas de Rubens, pero igualmente voluptuoso y treinta veces más potente, parecía capaz de desmenuzar una columna de piedra mientras gesticulaba. Al tiempo que describía las cosas más interesantes, sus pechos saltaban animadamente contra la blusa de algodón, y el cabello se le mecía atrás y adelante cada vez que giraba la cabeza.
Alessandro se le acercó y ella bajó el paraguas.
—Perdone —le dijo él en voz baja—, pero habla usted alemán.
—Sí, hablo alemán —contestó ella en italiano, sin acento.
—¿Por qué? —inquirió él—. Usted es italiana, ¿verdad?
—Yo sí, pero ellas no —replicó la joven, mirando a las ancianas, que aguardaban pacientemente.
—¿Alemanas?
La joven asintió.
—Pero si estamos en guerra con ellos —protestó él—. No muy lejos de aquí, nos estamos matando unos a otros. Estamos matando a sus hijos y a sus nietos, y ellos nos matan a nosotros.
—Son mujeres —contestó la guía—. Vienen para visitar los lugares más interesantes de Venecia.
Alessandro estaba desconcertado.
—Estas ancianas no hacen mal a nadie. Nadie se fija en ellas. Son libres para ir a cualquier parte.
—Déme su dirección —le pidió Alessandro.
—¿Para qué?
—Quiero visitarla alguna vez.
—Está usted loco.
—¿No quiere que la visite?
La joven lo examinó antes de responder:
—Sí, claro, pero yo vivo en París, y esta misma tarde salimos para Verona.
—Algún día la visitaré en París —contestó Alessandro—. Y la cortejaré. A veces ocurren estas cosas.
—A veces —admitió ella, sonriendo.
—¿Qué está diciendo? ¿Qué dice? —preguntó una de las ancianas, en alemán.
La guía se volvió hacia ella y, en un alemán absolutamente correcto, como debe ser el de los guías, le contestó:
—Dice que me visitará en París.
Las ancianas asintieron con aprobación y Alessandro se ruborizó.
—Después de la guerra —puntualizó él.
—O durante la guerra, si puede. Vivo en el pasaje Jean Nicot. Pregunte por mí allí. Pero venga antes de que me haya casado, o sea demasiado vieja.
La joven se le acercó, lo cogió de la mano y lo besó.
Las ancianas exclamaron todas un «¡Ohhhhh!», y entonces la guía levantó el paraguas, señaló a sus pupilas el Palacio Ducal y se las llevó mientras les explicaba lo que tenían en frente.
Para el visitante que no disponga de un plano mental de Venecia, la ciudad vence cualquier propósito humano y, como la vida misma, bloquea y desvía a quien la vive por pequeños remansos, callejones y lugares tranquilos que nunca formarán parte de ningún plano. Esto se consigue mediante divisiones acuáticas, grandes y pequeñas, y callejuelas que giran de forma tan sutil que no parecen cambiar de dirección aunque vayan describiendo un círculo completo. Por eso ocurrió que, cuando Alessandro pretendía alcanzar el barrio judío, se encontró frente a la Academia.
La había visitado a menudo en su época de estudiante, pero ahora nadie lo conocía allí, ni él conocía a nadie, de modo que se sentía fuera de lugar. Como contraste entre guerra y paz, las galerías casi desiertas resultaban más elocuentes que los dos años que había pasado en las montañas, donde su estado de ensoñación había persistido ininterrumpidamente debido a la falta de un fragmento de su anterior existencia.
Se hallaba casi solo en los dominios de la Academia, de modo que se quitó la gorra y paseó lentamente, apreciando no sólo los cuadros, sino también el edificio. Había vivido demasiado tiempo en el mundo sin rincones ni techos, horriblemente plano y limitado, de las trincheras y los fortines; allí, en cambio, disponía de peso, de volumen, de conmovedoras proporciones y mágicos detalles.
Al fondo de una galería, bajo un rayo de luz, un hombre permanecía frente al cuadro de Giorgione La tempestad. Su porte era altivo incluso ante una pintura de aquella importancia; Alessandro comprendió que se hallaba inmerso en sus pensamientos y que deseaba estar a solas.
Sin duda se trataba de un becario que quería escribir un artículo en un intento de impulsar su carrera, pensó Alessandro. ¿Cómo habría conseguido escapar a la guerra? No era mucho mayor que él. Al acercársele Alessandro, con las botas resonando sobre el parquet como un martillo que golpeara contra una caja de madera, el becario se volvió a mirarlo con expresión irritada y de suave superioridad.
—Apártese —le ordenó Alessandro—. No me deja verlo.
El becario no pudo expresar su disgusto por la interrupción, pero le sonrió con desdén.
—Lo siento.
—Ha oscurecido más, desde la última vez que lo vi —comentó Alessandro.
—¿El tiempo?
—El cuadro. Hace tres o cuatro años que no lo veía.
—Una pintura que ha permanecido estable durante siglos no se oscurece repentinamente en un par de años —manifestó el becario—. Simplemente, le parecerá a usted que es más oscuro.
—Se equivoca —replicó Alessandro.
—¿Ah, sí?
—La pintura es ahora más oscura. Lo sé con certeza.
—Entonces es que tiene usted una vista extraordinariamente sensible y precisa —contestó el becario, con sarcástica deferencia.
—Me es muy útil cuando me hace falta.
—¿Disparando?
—Para disparar, evaluar y apreciar.
—¿El qué?
—La pintura. Cuadros, sobre todo. ¿Y sabe usted por qué? Porque son fácilmente comprensibles. La pintura siempre se contempla en su totalidad, a diferencia de la música o el lenguaje, con los cuales uno puede mentir a las personas comunes, simplemente porque no recuerdan lo que acaba de suceder e ignoran lo que va a ocurrir. La pintura es silenciosa; su llamada va directa al corazón y al espíritu.
El becario se subió las gafas.
—¿Qué hacía usted, antes de la guerra? —le preguntó, ya que si Alessandro había sido también un becario, se habría sentido justamente ofendido por el modo de tratarle, pero de lo contrario no.
—Era entrenador de caballos.
—¿Entrenador de caballos?
—Para cazar. Ya sabe, galopar a campo traviesa y acabar con agujetas en el culo. También he escrito cuatro artículos sobre este cuadro. —Con excesiva rapidez, pronunció el título de los artículos y el nombre de los periódicos en que se habían publicado—. No recuerdo las fechas, pero si escribe usted sobre Giorgione está obligado a conocerlos.
El becario ya los había leído y los recordaba.
—Pues, en ese caso, ignórelos —prosiguió Alessandro—. Están todos equivocados. Ya sé, una crítica inteligente nunca puede estar equivocada, pero yo me equivoqué al someterme a la tiranía de la que viven los críticos de arte y aceptar la senda que ellos ya habían seguido, pues, a fin de mantener su gremio y su vocación, analizan mediante el intelecto obras de arte que son grandes únicamente en el ámbito del espíritu.
»Si se atreve a transgredir esta norma le castigan —prosiguió Alessandro, soltando las palabras como si se tratase de una tormenta—. Pero yo ya no sigo temiendo la censura de mis colegas, ni que me expulsen de la Academia, pues he logrado andar por mí mismo y ya nunca podré retroceder.
»¿Sabe usted por qué? —inquirió, acercándose más aún al desconocido—. Porque la Academia es una ratonera, y para vivir en ella debe uno convertirse en ratón. A mí no me apetece ser un ratón en una ratonera.
—Ha sufrido usted mucho en la guerra —dijo el becario, que no compartía sus opiniones.
—No tanto como otros —contestó Alessandro—. Pero sí, he sufrido, y eso me ha hecho a la vez paciente e impaciente. Aunque ha destrozado y arrastrado todo cuanto una vez hubo en mí, nada he perdido. El techo aún está ahí, aunque ahora es azul y lleno de estrellas.
—Comprendo —asintió el becario, compadeciéndose de las imprecisiones de Alessandro.
—Nada de todo esto tiene sentido para usted, ¿verdad? —preguntó éste—. Para mí tampoco. Pasará más de medio siglo antes de que pueda, si es que sobrevivo, comprender por qué, a pesar de estar destrozado, no me ha destrozado…
»Y me equivoqué respecto a este cuadro. Como todos, me eché atrás y dije: “Nunca podremos conocer La tempestad; es un misterio”. Y me refugié en los elementos visuales, en la técnica, en la extraña energía que contradecía la historia. Pensé que se trataba de un sueño porque tenía la lucidez y la libertad de un sueño, el alivio de un sueño, como un sueño parecido a la realidad.
El becario asintió.
—Yo también creo que se trata de un sueño, de un gran sueño, con… utilizando sus mismas palabras, la lucidez, la libertad, el alivio y la autenticidad de un sueño.
—No —replicó Alessandro—. Aunque podría ser un sueño, no lo es. Yo sé exactamente lo que es, y conozco la fuente de su energía.
—¿Le importaría decírmela? —pidió el becario, en un tono que no era del todo sarcástico, con la esperanza de que aquel soldado hubiese obtenido del fuego de su aflicción algo valioso para una persona que quisiera utilizarlo en un ensayo sobre Giorgione.
—Sé perfectamente lo que está pensando —dijo Alessandro—, pero, aun así, se lo voy a decir; y haga con ello lo que le venga en gana. Por mí, puede usted convertirse en el director de la Academia. Yo voy a regresar al frente, y mi sangre se diluirá en el Adriático antes de que la tinta de su jodido artículo se haya secado. Pero no me importa. Antes de lo que usted supone, se reunirá conmigo en un lugar sin academias ni ilusiones, donde la verdad es la única arquitectura, el único color, el único sonido; donde aquello que sólo a veces percibimos, y que se apodera de nosotros para ofrecernos la rara y hermosa visión de las cosas que realmente amamos, fluye a través de profundos ríos y planea como nubes en el cielo.
Avanzó unos pasos para acercarse más al cuadro. El simple hecho de estar cerca, ya parecía satisfacerlo.
—Opino que Giorgione se disponía a pintar un encargo y que empezó siguiendo los patrones habituales de la época. Observe, aún quedan algunos indicios de lo que digo: la elevada meseta con la amplia vista de un río y una ciudad. El puente hace que la elevación destaque. El río desaparece por la izquierda. Se trata de un paisaje contemplado a través de una ventana… Los edificios de la ciudad se hallan enmarcados por masas muy próximas que los bloquean, ya que por entonces la perspectiva aún no estaba muy extendida. Sobre la meseta, una mujer amamanta a una criatura… Inspiración típicamente flamenca, bastante frecuente…
»Pero ¿qué opina del soldado, tan terriblemente fuera de lugar, tan discordante, y aun así la figura principal del cuadro? ¿Y qué me dice de la tormenta que se avecina?
—No se trata de un soldado —contradijo el becario—, sino de un pastor.
—¡Y un cuerno es un pastor! Los pastores nunca han ido tan pulcros ni tan bien vestidos. Si fuese un pastor llevaría un cayado, no una lanza. Y los pastores no tienen ese porte. Mírele los ojos. ¿No ve en él los ojos de un soldado? ¿Y no ve en él los de un pastor?
»Le diré por qué se produce esta extraña mezcla —añadió Alessandro, casi en un susurro—. Giorgione se disponía a pintar una escena convencional. Apostaría mi vida a que iba a colocar otras figuras de pastores en el fondo, otros desnudos quizás, o tal vez una sátira ¿Quién sabe? A mí me da la sensación de que el soldado se pintó mucho más tarde.
»Mientras Giorgione pintaba esta escena, con la Academia y el encargo en su mente, se desencadenó una tormenta. Debió de ser una tormenta violenta y fuera de lo común, por cómo la pintó. Fue muy afortunado, ya que no se puede conocer la historia a menos que se la contemple como una espléndida tormenta de truenos que acaba de pasar. Entonces la luz y el sonido se expresan con toda claridad, como si arrastraran consigo las ilusiones y desplegaran la justicia. Las nubes se elevan como las paredes de las montañas, cubiertas de gris y verde, los árboles se inclinan con aprensión y los relámpagos son tan intensos, elásticos y tiernos, que antes de atacar la ciudad primero juegan con las nubes e iluminan el mundo, como los potrillos que galopan por el prado simplemente para sentir el roce del viento.
»En cuanto Giorgione descubrió que el mundo se oscurecía ante él, y que el viento estallaba, sintió su propia muerte, junto a la de todo y de todos aquellos a quienes amaba. Percibió la disolución. Vio la ruina y la noche. Intuyó las prósperas y orgullosas ciudades del futuro, las de los arcos, los puentes y las altas murallas. Estas columnas rotas representan su visión de la Academia, de las normas, de la competencia y de los conceptos.
»La luz sólo permanece activa en los relámpagos y en primer término. La mujer y el soldado roban la luz y el color a todo cuanto hay en ruinas. Desnuda y desprotegida, con su hijo en brazos, la mujer desafía sin saberlo a la tormenta. Completamente expuesta al peligro, ella resplandece. ¿No se da cuenta? Para él, la mujer es su única esperanza. Después de lo que ha visto, sólo ella y el niño pueden devolver al mundo su equilibrio. Aun así, el soldado aparece distante, ausente, indiferente. Todos dicen siempre que el soldado parece desinteresarse de cuanto le rodea. Y es cierto, pues ha estado en el ojo del huracán y el corazón se le ha roto, aunque él lo ignora.
El gondolero que lo condujo hasta el barrio judío se empeñó en ir en línea recta para evitar las curvas del Gran Canal. Siguió por canales estrechos y oscuros, por lo que la mayor parte del tiempo se vio obligado a retroceder para dejar paso a las barcas que venían en dirección contraria y poder pasar bajo los puentes, tan bajos que Alessandro tenía que correr de un extremo al otro de la góndola para que la proa y la popa pudieran pasar por debajo. También atravesaron algunos edificios inundados, en los cuales el gondolero se vio obligado a encender la linterna.
Al atravesar el último de aquellos edificios, el paso por donde se internaron fue tan oscuro y prolongado, que Alessandro empezó a insultar al gondolero, llamándole desde cretino a impotente, pero éste se limitó a contestar:
—Conozco la única travesía recta que hay en Venecia, y nada de lo que usted diga me puede avergonzar ni ofender.
Tanto el señor Foa como su esposa estaban en casa, y habían terminado de almorzar. Alessandro se presentó. El padre de Rafi parecía tener tan sólo la mitad de la estatura de su hijo, pero el doble de su fortaleza. La alta era la señora, una judía austríaca de cabello plateado. Su esposo llevaba una gruesa cadena de oro alrededor del cuello, el cual era demasiado grueso para ser considerado un cuello, ya que más parecía el pilar de un puente.
—¿Qué es? —preguntó Alessandro, señalando la cadena.
El señor pensó que Alessandro le señalaba a él.
—Soy el padre de Rafi.
—Me refiero a la cadena.
—¿Esto? Es una cadena de la que cuelga esto —respondió, mientras tiraba del resto que permanecía escondido debajo de la camisa—. ¿Sabes de qué se trata?
—Por supuesto.
—Es la estrella de David. Explica lo que yo soy, y la cadena servirá para que les resulte más fácil ahorcarme cuando me encuentren.
—Con ese cuello, ¿qué puede ocurrir si le ahorcan?
—Pues que permanezca colgado varios días.
—En eso tiene razón —intervino su esposa—. Una vez quedó atrapado en un transportador de carne, que lo arrastró veinte metros por los aires. Recorrió todo el largo de la cubierta de una carguero con la cadena alrededor del cuello. Necesitaron media hora para rescatarlo, y mientras tanto no paraba de hacer preguntas sobre el funcionamiento del barco y de dónde procedía éste.
—Rafi es delgado como usted, señora —comentó Alessandro.
—Es una lástima —contestó el señor Foa—. Podría haber sido mucho más fuerte.
La madre de Rafi trajo una bandeja de plata con unas deliciosas galletitas blancas que Alessandro siempre recordaría, a pesar de que nunca volvería a verlas.
—¿Son típicas de Venecia? —preguntó.
—No, no —contestó la señora—. Es una receta que traje conmigo, de Klagenfurt. Solíamos llamarlas no sé qué turcas… Tejas turcas, o ladrillos. No lo recuerdo con exactitud.
—Son muy buenas —añadió Alessandro, quizá para explicar por qué se las había comido casi todas—. Tiene usted que hacer una tonelada para la boda de Luciana.
—Suponiendo que Rafi esté allí —dijo la mujer, aplazando el tema de su compromiso a la posibilidad de supervivencia.
Los ojos de la señora Foa se desviaron a un lado mientras suspiraba profundamente, pero Alessandro no lo vio, ya que se hallaba inclinado sobre la bandeja de plata. Cuando se incorporó, con media docena de galletitas turcas entre las manos, vio que las lágrimas habían asomado en los ojos de su anfitriona.
Como nadie parecía capaz de romper aquel silencio, volvió a dejar las galletitas en la bandeja.
—Dígamelo —pidió Alessandro—. Puede decírmelo.
—Alessandro… —musitó el señor Foa, inclinándose hacia él.
—¿Tienen ustedes una carta para mí? —le interrumpió Alessandro—. Les pedí que me enviaran aquí las cartas, pues en el norte no las habría recibido. ¿Cómo está Rafi?
—Rafi está bien, por lo que sabemos —contestó inquieta la mujer—. Está en las fuerzas alpinas.
—Lo sé.
—Tenemos una carta para ti, Alessandro —añadió el señor Foa—. Es de tu padre. Pensábamos que ya lo sabías. Tu madre falleció en diciembre.
Una mañana de principios de mayo, a las tres de la madrugada, despertaron a la Guardia del Río en su cuartel. Mientras se afeitaban y vestían bajo el aire frío de la noche, todos hacían suposiciones: un ataque por sorpresa a la costa de Dalmacia, un combate con los alemanes en África oriental, la captura de una isla en el Adriático. Uno de los más imaginativos y de los menos inteligentes apuntó que iban a subir por el Danubio con un submarino, para apoderarse de Viena. Sin embargo, ninguno de ellos, ni siquiera los oficiales, sabía cuál iba a ser su destino, ni por qué su unidad carecía de nombre y de insignia.
A las cuatro, todos se hallaban formados en el patio del cuartel, cargados con la mochila, el rifle en el hombro, bandoleras y cartucheras en el cinto de la pistola, la bayoneta calada y con la funda puesta. Entre las filas había veintidós cajas, cargadas con cocinas de campaña, tiendas, tres ametralladoras con refrigeración por agua, equipo de señalización y municiones.
Constituían una unidad de elite con experiencia, y todos habían estado en las trincheras el tiempo suficiente para haber sangrado en más de un centenar de ocasiones. Delgados y en forma, estaban tan acostumbrados al ejercicio que incluso lo encontraban agradable, y se sentían orgullosos del golpe seco y fuerte que producían sus tacones al cuadrarse en posición de firmes.
A hora tan temprana de la mañana, sus pensamientos se veían estimulados por una mezcla de enorme energía y la mente recién recuperada del olvido. No había luz, nada con que medir la diferencia entre el sueño y la vigilia, ni un potente sol de media mañana que asaltara sus sueños y regulara el latido de sus corazones.
Después de ponerse firmes, los contaron al estilo militar, comprobando que aparecieran en una lista. Luego un teniente selló la lista, la metió en una bolsa y la entregó a un correo de la división, quien la cogió y se marchó al galope. El teniente sacó otra lista, y de nuevo pasó revista, aunque en esta ocasión los llamó tan sólo por su nombre de pila.
—Habréis advertido que en cada pelotón hay muy pocos que tengan el mismo nombre —dijo cuando hubo finalizado—. Aquellos que lo compartan, deben elegir un apodo o algún otro sistema para distinguirse unos de otros. A partir de ahora no mencionaréis el pueblo o la ciudad donde habitáis, os olvidaréis del apellido y la ciudad natal de vuestros compañeros, sólo se os llamará por el nombre de pila y os dirigiréis a vuestros camaradas y a los oficiales por su nombre de pila o por el rango que ostenten. ¿Entendido?
El teniente levantó los ojos para mirarlos. Era alto y delgado, con una nariz aguileña y un bigote que le hacía parecer muy moderno y muy anticuado a la vez. En la vida civil era químico; se llamaba Giovanni Valtorta, aunque todos le llamaban tan sólo «mi teniente». Había dos subtenientes, que se comportaban como si hubiesen comprendido la razón de sus órdenes, y parecieron avergonzarse cuando el teniente tuvo que contestar a las expresiones ofuscadas y desdeñosas de sus hombres:
—Es evidente que tales órdenes son legítimas y que vamos a seguirlas al pie de la letra. No me preguntéis por qué, pues lo ignoro. —Retrocedió unos pasos, contempló a sus hombres, miró alrededor y añadió—: Ahora disponéis de un minuto para reíros y maldecir.
Los soldados estaban irritados. No habían podido ver a sus familias y les parecía extraordinariamente cruel no sólo que no pudieran visitar a sus queridos padres, madres, hermanas y hermanos, ni volver, aunque sólo fuera por poco tiempo, con sus esposas y sus queridos hijos, sino que llevaran un mes sin noticias suyas, y para colmo ahora tuvieran que olvidarse de sus apellidos. Cuando las risas y las maldiciones se apagaron, alguien preguntó:
—¿Y qué va a ser de nosotros?
Esta pregunta serenó el ambiente y reinó un profundo silencio.
—No lo sé —contestó el teniente—. Ya veremos.
Luego les ordenó que se pusieran firmes y todos dieron un taconazo, como si su último gesto amable escapara, junto con sus fusiles y sus brillantes bayonetas, hacia el cielo de Mestre.
Se dirigieron al suroeste por caminos sin asfaltar, cruzaron vías, atravesaron campos y pasaron ante fábricas durante una hora y media, a paso doble en medio de la oscuridad. Cuando el cielo empezaba a clarear, llegaron a una entrada de la laguna de Venecia, y siguieron a lo largo de la orilla hasta detenerse en un embarcadero de madera que apuntaba hacia el sol naciente. Tres grandes lanchas a vapor, con las calderas encendidas, estaban alineadas esperándoles. Por lo general, para cargar aquellas embarcaciones se necesitaba mucho tiempo, pero la Guardia del Río iba tan ligera y tenía tanta práctica en organizarse, que en cinco minutos estuvieron a bordo, con cajas y todo.
Guariglia se volvió hacia el marinero que manejaba la caña del timón; él y Alessandro iban sentados, con la espalda apoyada en el costado de estribor.
—¿Nos dirigimos a un buque de guerra? —le preguntó.
—No —contestó el marinero—. Nos dirigimos a un cubo lleno de mierda.
—No entiendo —dijo Guariglia, pensando que quizás al marinero simplemente le disgustaba su barco.
—Y yo tampoco —replicó el timonel—. Además, se supone que no debo hablar contigo.
Las tres lanchas se pusieron en marcha y avanzaron en diagonal por el tranquilo estuario, con cierta rapidez. Aunque la Guardia del Río ignoraba adónde la llevaban, al menos no tenían que andar. La tierra, con sus accidentes, se vio sustituida por el blanco pizarroso de las olas, pero el rumbo que siguieron aquellos soldados no fue hacia alta mar. Siguiendo algún instinto perverso, los marineros dirigieron las lanchas hacia los campanarios de Venecia, acercándose más y más a medida que el sol penetraba en las hendiduras y cortes de la oscura masa que constituía la ciudad y los deslumbraba con su pálida y brillante luz. Atrapada en aquel resplandor, Venecia parecía inmensa y amenazadora, hasta que llegaron a ella y entraron en el Gran Canal.
A excepción de Alessandro, hacía meses que ninguno de aquellos hombres había estado cerca de una gran ciudad, y con los ojos se apoderaron de todo cuanto pudieron, hasta el último detalle. Jóvenes soldados que no tenían ni la más ligera idea de las formas (excepto las que estaban relacionadas con la mujer) se fijaron en las de Venecia como si fueran arquitectos camino de su ejecución. Cuando un camarero, vestido con chaqueta negra y delantal almidonado, se acercó a un lado del canal y lanzó al aire un cubo lleno de agua jabonosa, todos observaron intensamente el movimiento de sus brazos y de su espalda. Mientras pasaban junto a unos gondoleros que remaban con fuerza en su misma dirección, la Guardia del Río divisó una casa al final del canal, de la que salían las notas de un piano. Mientras se encaminaban hacia su destino, con los fusiles al hombro, todos soñaron con poder quedarse.
Con la misma rapidez que habían llegado a Venecia y recorrido el Gran Canal, volvieron a salir. El sol iluminaba San Giorgio Maggiore con una cálida luz anaranjada, ocre y blanca, mientras el vacilante azul del amanecer sobre el Adriático aparecía completamente despejado, a excepción de unas alargadas e inseguras nubes blancas. El vientre de éstas estaba teñido de rojo o dorado, y se agrupaban formando masas blanquecinas, o se separaban hasta convertirse en largas ristras luminosas, como ramas de sauces dorados.
Las olas cabrilleaban mientras el sol palidecía cada vez más y la Guardia del Río se dirigía hacia la rada, donde muchos buques permanecían anclados. La proa de las lanchas subía y bajaba vigorosamente, y a veces transformaba el agua en una especie de rocío blanco que el viento empujaba al interior de las embarcaciones.
Cuando las histéricas campanas matutinas de Venecia dieron las seis, las tres lanchas rodearon un herrumbroso buque para el transporte de ganado, anclado entre un destructor y un crucero. Al principio los hombres de la Guardia del Río pensaron que iban a subir a bordo del crucero, y luego del destructor. Cuando las lanchas se detuvieron junto al buque ganadero, todos gruñeron.
—Ni siquiera tiene nombre —comentó alguien—. ¿No es obligatorio que los barcos tengan siempre un nombre?
—¿Por qué? Nosotros no lo tenemos.
—¿Y qué noticia publicarán, si nos torpedean?
—No debes preocuparte. Los torpedos son demasiado caros para desperdiciarlos. ¿A quién puede interesarle torpedear un cargamento de reses, ovejas y cabras?
—Pero ¿y si nos ven?
—A eso me refiero.
—¿Sabéis lo que os digo? —gritó Guariglia a todas las lanchas—. Pues que carezco de nombre, no soy de ninguna parte, no tengo familia e ignoro adónde me dirijo, qué voy a hacer, o siquiera si voy a volver. Por lo tanto, ¿sabéis lo que digo? Pues que… ¡a la mierda con todo!
—Yo sé hacia dónde nos dirigimos —intervino un soldado, normalmente poco locuaz—. Vamos hacia el sur.
—Quizá porque los barcos aún no pueden ir por tierra firme.
—Vamos a conquistar Turquía.
—Prefiero luchar con ellos que con los alemanes.
Entonces algunos se acordaron de la guerra de 1911, y alguien dijo:
—Pues yo no.
Cuando embarcaron, todos estaban de buen humor, halando por los laterales dos cajas a la vez, mediante cabrias con las que, por lo general, sólo subían vacas o caballos aterrorizados. Las lanchas se fueron, ellos guardaron las cajas en la bodega, y el buque ganadero se puso en marcha. En la proa se abrió una escotilla, por donde aparecieron dos marinos para subir el ancla. Al poco rato avanzaban ya de cara al viento, mientras las gaviotas planeaban sobre sus cabezas y las cabritillas hacían su aparición en el agua.
Los dos marinos, que vestían unos gastados uniformes sin insignia, sacaron un gran envase metálico, cuyos laterales estaban empañados y cubiertos de gotitas. Era un recipiente lleno de helado de vainilla y fresa.
—Es un obsequio del crucero —les dijeron—. Y es el último que queda. Nosotros no tenemos cámara frigorífica.
—¿Adónde nos dirigimos? —les preguntaron.
—No lo sabemos. Y el capitán tampoco. Le dieron un sobre con el nombre del próximo puerto, la ruta y la velocidad. Cuando lleguemos, le entregarán otro sobre. Siempre ha sido así, desde que empezó la guerra.
El teniente bajó desde el puente. Él sí lo sabía.
—Primero nos dirigiremos a la base naval de Brindisi, donde recogeremos a un nuevo oficial. Un coronel. Cuando haya embarcado, él nos indicara lo que hay que hacer y adónde vamos a ir.
—Mi teniente.
—Dígame.
—¿Un coronel?
—Eso me han dicho.
—¿Para tres pelotones? Los coroneles mandan brigadas.
—Buscad un sitio para dormir en cubierta —les ordenó el teniente.
—En el mar no hay quien aguante el rocío —protestó un soldado—. Vamos a terminar empapados.
—No. Éste es un buque de poco calado, ya que fue construido para fondear en las calas e islotes a los que transportaba ganado. El capitán ha dicho que seguiremos la costa, y de noche el viento sopla de tierra, así que será seco. Navegaremos tan cerca de la orilla, que os parecerá que vamos en tren.
Después de tomar el helado, Alessandro y Guariglia se acomodaron en la cubierta superior de estribor, en el centro del buque. Lavaron los platos bajándolos por encima de la barandilla y dejando que el mar los golpeara hasta dejarlos limpios. Luego se tendieron sobre los lechos que habían formado con las mantas y la mochila. Se encontraban tan a gusto y tan cansados que se durmieron en medio de un intenso calor, y sólo se despertaban de vez en cuando para encontrarse con las gaviotas, que aleteaban en el viento mientras buscaban un lugar en el buque donde posarse.
A última hora de la tarde, sus uniformes estaban rígidos y blancos a causa de la sal.
—Una vez vi las cenizas de un hombre —comentó Guariglia—. Tenían un color blanco grisáceo, como esas manchas de tu camisa.
—Eso no es malo —afirmó Alessandro—. Cuando uno comprende que nadie se diferencia gran cosa de la lista de componentes que aparece en las etiquetas del agua mineral, la muerte adopta un aspecto más tranquilizador.
—¿Por qué no pondrán esa lista en las botellas de vino? —preguntó Guariglia.
—Porque en el vino hay demasiadas porquerías. Si lo que hay en el agua ya ocupa todo el lateral de la botella, y en letras microscópicas, cada litro de vino necesitaría un manual.
—Cuando mi hermano era pequeño, intentó hacer vino con mierda de gallina —intervino Guariglia.
—¿Y lo consiguió?
—Sí y no. Metió en una botella de Chianti lo que había fabricado y se dio una vuelta por los cafés. A nadie le gustó, pero hubo gente que le compró uno o dos vasos.
—¿Dos vasos?
—Querían ser amables con el crío. En cualquier caso, casi todos eran bastante viejos.
Los soldados formaban cola ante el depósito de agua y bebían ávidamente de aquel líquido caliente y contaminado, que no habría sabido mejor aunque hubiese salido de una entumecedora fuente de alta montaña. A continuación se la tiraban sobre la cabeza, hasta que les empapaba la camisa.
Cuando el sol planeó sobre la cumbre de las montañas, todavía blanco y amarillo, de la bodega salió uno de los marineros, tambaleándose bajo el peso de un cuarto de res. Había tantas moscas en torno a la carne, que al principio todos pensaron que lo que transportaba era un gigantesco racimo de uvas.
—¿Y se supone que vamos a comer esto? —preguntó uno.
—Os gustará —afirmó el marino—. Es buena carne, y se está curando.
—¿Desde antes o después de Jesucristo?
—Es sana. Nosotros vivimos de ella.
Un pequeño grupo de hombres, entre los cuales estaban Alessandro y Guariglia, se reunió en torno al marino, que abrió un armario y sacó una cuerda con un garfio. Atravesó con éste el cuarto de res, luego ató la cuerda a un saliente de la cubierta y lanzó el trozo de carne al mar. Ésta golpeó contra el agua salada y se deslizó por su superficie, girando y saltando violentamente sobre las olas, formando gran cantidad de burbujas y espuma. Las moscas desaparecieron y la carne recuperó su buen color.
Mientras la carne se arrastraba sobre el mar, el cocinero utilizó una bayoneta corta para pelar varios sacos de zanahorias, patatas y cebollas, que iba tirando al interior de un enorme caldero. Luego trasladaron el caldero hasta una especie de escotilla en cubierta, sobre la cual aquella mañana se había quemado un marinero que iba descalzo. El cocinero abrió la escotilla con la punta de la bayoneta.
—Es la tubería principal del vapor —explicó mientras bajaba el caldero por el hueco diseñado a propósito—. Traedme dos cubos de agua de mar.
A continuación halaron la carne, que ahora tenía el aspecto de las que se exhibían en los escaparates de las carnicerías más selectas de la Via del Corso. El cocinero la atacó con la bayoneta hasta que la sangre resbaló por toda la cubierta hasta el mar, y luego echó los trozos en el caldero, junto con el agua de mar y las verduras.
Mientras la tropa limpiaba la cubierta, el cocinero desapareció, para regresar con dos grandes botellones de vino forrados de paja y una ristra de ajos que dejó sobre la cubierta y desmenuzó con la bota. Tiró los ajos, una cajita de pimienta molida, dos litros de aceite de oliva y cinco litros de vino dentro del agua hirviendo.
—Una hora —anunció—. El otro botellón es para vosotros. Dos buenos tragos para cada uno… Pero no demasiado largos.
Después de que la botella pasara la ronda y cada soldado bebiera todo cuanto pudo, se dirigieron a sus catres improvisados y contemplaron la puesta de sol tras las montañas. Indiferentes y enjutos, vorazmente hambrientos, perdidos, perplejos y a salvo, apoyaban la espalda en la mochila y las mantas mientras escuchaban el ruido de los motores y el del mar, viendo cómo pasaba la costa.
Las playas estaban completamente desiertas, aunque de vez en cuando los hombres de la Guardia del Río descubrían a un campesino en medio del campo, o una carreta tirada por bueyes que avanzaba por un camino paralelo al mar. Parecía como si las hileras perfectas de los olivos y la red de muros de piedra estuvieran allí desde los tiempos de la creación. Incluso los pueblos que se elevaban sobre algún promontorio rocoso, como si se tratara de una fortaleza, parecían abandonados; pero sólo hasta el anochecer, cuando se encendían las luces. También entonces, las ocasionales fogatas que aparecían en la playa indicaban la presencia de algún campamento militar, donde preparaban la cena de la tropa.
—¿Por qué no podríamos nosotros hacer algo parecido? —preguntó Guariglia—. Me gustaría pasar toda la guerra en la playa, pescando, haciendo hogueras y sin disparar nunca ni un tiro.
—Eso es para los viejos de la defensa civil —contestó Alessandro.
—Debe de haber algunas unidades militares entre ellos.
—¿Para qué?
—¿Y si los austríacos nos invaden? Roma queda justo detrás de aquellas montañas.
—¿Y cómo van a invadirnos por aquí? —inquirió Alessandro—. Sabes que todos sus hombres están allí arriba —dijo, señalando hacia Isonzo—, y que si los retiraran de allí nosotros tomaríamos Viena.
Guariglia encendió un puro. Estaba contra el viento, delante de Alessandro, pero a éste no le importó.
Los campos que se hallaban detrás de las playas se veían bajos y dorados, y se extendían hacia las montañas. De día, un humo blanco seguía el perfil de la tierra formando muros que se alzaban lentamente, como una cortina que hubieran corrido a lo largo de la costa. Los granjeros quemaban los rastrojos para preparar la segunda cosecha, y en algunas partes el fuego era lo bastante brillante para que ellos lo distinguieran a plena luz del día. Sin embargo, aunque lo hubieran encendido y lo avivaran miles de manos humanas, nadie lograría distinguir a aquellos hombres desde tan lejos de forma que daba la impresión de que el fuego se hallaba fuera de control. Cuando el sol se ponía detrás de las montañas, el humo se oscurecía y las llamas brillaban más, hasta que al final el humo desaparecía de la vista —excepto cuando bloqueaba la imagen de las estrellas— y la Guardia del Río podía distinguir la silueta de los Apeninos como una cadena interminable y repetitiva de hogueras de llamas anaranjadas a sus pies. El viento soplaba desde la orilla y les traía el perfumado olor de las hierbas en verano y del humo, lo cual les devolvía a la vida.
—Me siento como un civil —comentó Guariglia—, porque esto me trae recuerdos. A veces obtenía un gran pedido de alguna hacienda, de modo que trabajaba durante meses y luego yo mismo entregaba el material. Probaba los pertrechos a las caballerías, que permanecían en fila, atadas a una valla, mientras se los ajustaba una a una. Los muchachos de las cuadras aprovechaban la ocasión para sacarles las garrapatas y tirarlas al fuego. No creo haber sido nunca tan feliz como cuando estaba de pie en medio del prado, probando en silencio los arneses a una buena hilera de caballos. Era mucho mejor que trabajar en el taller. Dicen que Dios está en todas partes, pero yo creo que tan sólo lo dicen porque prefiere estar en campo abierto.
—Guariglia —lo llamó Alessandro, con la mirada fija en las montañas.
—¿Qué?
—¿Eres capaz de nadar?
Guariglia asintió.
—Por supuesto que puedo nadar.
—¿Trescientos metros?
—Y tres mil.
—Roma se encuentra a noventa kilómetros, detrás de esas montañas.
—Nos cogerían y nos fusilarían.
—Pero no hay nadie en las montañas, y yo las conozco.
—No nos buscarían por allí, sino que esperarían a que volviéramos a casa.
—¿Y quién dice que irían a buscarnos?
—Roma seguirá en su sitio después de la guerra.
—Podríamos irnos a América.
—Creía que querías ir a Roma.
—Nos quedaríamos en Roma un par de años.
—Claro.
—Bastaría un salto por la borda —musitó Alessandro—, luego la playa en la oscuridad, cruzar los campos sorteando las hogueras, para alcanzar las montañas al amanecer. Luego, en un par de días, Roma.
Después de haber comido, el capitán dirigió un reflector al interior de la bodega. A continuación abrió la ventana del puente y les lanzó un balón, que rebotó de tabique en tabique. Antes incluso de que éste dejara de rebotar, ya se habían formado dos equipos. Los hombres de la Guardia del Río disputaron un partido sin límites y de gran violencia, aunque muchos sangraban por los golpes que se daban contra las paredes.
—¿Por qué no juegas? —le preguntó Alessandro a Guariglia, acordándose de los partidos en el patio del Campanario, en los que Guariglia era capaz de dejar en ridículo a los más jóvenes.
—No, gracias. No me apetece romperme la cabeza contra una viga de acero. Cuando era pequeño y me hacía daño jugando al fútbol, mi madre me molía a escobazos. Recuerdo que me perseguía alrededor de la mesa de la cocina. A los ocho años yo ya era más alto que ella, pero, aun así, conseguía atraparme. Yo pensaba que estaba loca, por pegarme porque yo me hacía daño, pero dejé de hacerme daño para que ella no me pegara, lo cual no deja de tener cierta lógica. Al final se convirtió en una costumbre. En el taller, mis ayudantes siempre se cortan. Se clavan agujas y puntas en las manos y en los muslos, como si estuviesen borrachos. —Orgulloso, se golpeó el pecho—. Yo no. Nunca. Nunca he derramado mi propia sangre. —Se retrepó en el asiento—. Y todo por unos cuantos escobazos.
—Mi madre dejó este aspecto de la educación a mi padre —explicó Alessandro—, y él no conocía la utilidad de las escobas.
—¿Qué utilizaba, pues? ¿Una fusta de montar?
—En toda mi vida, sólo me ha pegado una vez.
—¿Entonces, quién lo hacía?
—Nadie. En una ocasión, por accidente, rompí un par de radios en una de las ruedas del coche; de modo que intenté igualarlas a todas utilizando un hacha. En busca de la simetría, dejé a mi padre con un coche que descansaba sobre cuatro llantas.
—Y él te dio de lo lindo…
—Sólo en esta ocasión. Me persiguió hasta el jardín, y cuando yo intenté subirme a un manzano, él aguardó a que mi trasero estuviese a la altura adecuada para darme una zurra, como si fuese una alfombra.
—¿Y tu madre nunca te ha pegado con una escoba?
—Nunca.
—¿Es que no te quiere?
—No lo sé —contestó Alessandro, con la mirada fija en las hogueras.
—¿Cómo es posible que no lo sepas?
—Nunca la conocí. Ella nació en Roma en mil ochocientos sesenta y ocho, y murió en Roma en mil novecientos dieciséis. Nunca pensé en ella como alguien que no fuera mi madre. Era sencillamente eso, mi madre, como una pared de la casa: siempre estaba allí, siempre igual. Uno no tenía que pensar en ella.
—No sabía que hubiese muerto —murmuró Guariglia.
—Cuando me escapé a Venecia, me enteré de que había muerto. En diciembre. El ejército les dijo que no podían ponerse en contacto conmigo.
—¡Los muy cabrones! —exclamó Guariglia, lanzando el puro al mar.
—Me pregunto cómo sería ella de joven. Sólo tenemos una foto suya, en un marco sobre el escritorio de mi padre. Debió de hacérsela cuando tendría unos diecisiete años, pero la verdad es que no se la distingue… La fotografía es de color sepia, y en ella aparece más tiesa que un palo. Llevaba el cabello con muchos bultitos, como pequeños rizos, según la moda de aquella época. Me pregunto cómo sería su voz. Mi padre la conoció. Él la amaba y conserva el recuerdo, pero no para que llegue hasta aquí.
—Algún día la guerra terminará, Alessandro. Entonces regresarás a casa y no volverán a llamarte a filas. En la próxima guerra se llevarán a otros desgraciados, mientras tú permanecerás sentado en un café, leyendo en el periódico la crónica de cada ofensiva.
Alessandro no le prestaba atención. Estaba absorto contemplando las hogueras que destacaban contra las montañas.
—Guariglia, ¿qué ocurre cuando uno se deja ir, cuando las fuerzas te abandonan y te hundes en la oscuridad, cuando ya no queda nada que puedas hacer, por muy desesperado que estés, independientemente de lo que hagas? Quizá sea entonces, al no tener ya orgullo ni poder, cuando uno se encuentra a salvo y obtiene una recompensa inimaginable.
—No creo que sea así —dijo Guariglia.
—¿No?
—No.
—Los santos sí lo creen.
—Los santos se equivocan.
Cuando el partido de fútbol se acabó y apagaron el reflector, los hombres de la Guardia del Río volvieron a sus camas provisionales; la luna llena hizo su aparición y se quedó colgando sobre las montañas. La mitad de los soldados dormía, pero la otra no. La tierra estaba muy cerca y las hileras de fuego reptaban en medio de la oscuridad, a ambos lados de la costa. Por encima de las alegres olas, más allá de la playa, al otro lado de las montañas, estaba Roma. Quizá debido al color apergaminado de la luna, Alessandro se sintió aliviado de su pasión por la ciudad, como si se tratara de la pasión por un amor no correspondido.
Penetraron en el resguardado puerto de Brindisi lanzando vapor entre las baterías de la costa, que se alzaban sobre promontorios barridos por el viento; una deslumbrante ciudad blanca reptaba hacia la cumbre de una colina. Brindisi era una ciudad tan calurosa y deslumbrante, que todo aquel que la mirara demasiado tiempo no podría evitar la ceguera. En ella, aparte de la columna de Virgilio, todo era cuadrado y plano, como si toda la ciudad estuviera esculpida en un bloque de sal. La base naval, que se había construido pensando en África, pero que en aquellos momentos era el carcelero de la flota de los Habsburgo, estaba sumergida en el color gris. Sin embargo, en uno de los extremos, allí donde la masa de los buques se hacía menos tupida, los colores aparecían más brillantes, ya que las enormes banderas rojas ondeaban sobre las gabarras cargadas de explosivos.
Los hombres de la Guardia del Río se habían lavado y afeitado, y se asomaban apoyados en la barandilla, contemplando la tierra firme, con los rostros encendidos debido al viento y al sol. Sólo cuando hubieron dado la vuelta al Gargano y entraron en el puerto de Brindisi percibieron el auténtico olor del mar: el intenso olor a sal, a yodo y a los mariscos que se curaban al sol.
Brindisi se hallaba justo donde el Adriático desembocaba en el Mediterráneo, allí donde el viento y las olas mecían el mar, atrás y adelante, sobre el coral.
—¡Ah! Tenemos buen aspecto, ¿verdad? —exclamó Fabio, un joven soldado de un atractivo excepcional.
Todos lo apreciaban y sonreían ante su presencia. Tenía un montón de amigos y había tenido un montón de mujeres, y siempre estaba contento, aunque temía la soledad.
—¿Y eso qué se supone que significa? —preguntó Guariglia, quien se estaba volviendo calvo y era poco agraciado: los dientes de la derecha eran más grandes que los de la izquierda, y su nariz parecía el cuerno de África.
Fabio había trabajado como camarero en un elegante café, próximo al taller de talabartero de Guariglia, pero nunca habían llegado a conocerse.
—¿Qué significa eso? —insistió Guariglia.
—¿El qué?
—Lo que acabas de decir.
—¿Y qué he dicho?
—Pues has dicho: «¡Ah! Tenemos buen aspecto, ¿verdad?».
Fabio parpadeó.
—Me preguntaba tan sólo si habría mujeres en Brindisi.
—¿Cómo puede existir una ciudad sin mujeres? —preguntó Alessandro.
—Me refiero a «mujeres» —replicó Fabio—. Iré a un café. Reconozco a las mujeres que entran para que uno se las lleve. Y nunca he tenido mejor aspecto. En media hora estaré en la cama con una mujer de tetas tan grandes como el Matterhorn.
Todos lo miraron asombrados.
—¿Qué tienes de malo tú, Fabio?
—¿Yo? Nada… Visto chaqueta blanca y zapatos relucientes, y ahorro para comprarme mi propio automóvil. Y tú, Guariglia, ¿qué tienes de malo? Siempre sentado por ahí, con un asqueroso delantal, haciendo pasar gruesas agujas a través de trozos de cuero. Hay días en que cuatro o cinco mujeres desean acostarse conmigo. Tú, en cambio, puedes considerarte afortunado si un caballo te lanza un pedo en pleno rostro.
—Vamos, Fabio, no enseñes las plumas —masculló Guariglia.
—¿Que yo enseño plumas?
—Grandes como las de un avestruz. Un hombre no debe ser tan vanidoso.
Fabio se alisó el cabello y se arregló la camisa.
—Lo que te ocurre, Guariglia, es que tienes envidia. Eres diez años más viejo que yo, y yo ya me he acostado con mil cuatrocientas dieciséis mujeres. ¿Con cuántas te has acostado tú?
—¿Acaso las cuentas? —le preguntó Alessandro.
—Las apunto en una libreta. ¿Con cuántas, Guariglia?
—Sólo con una, con mi esposa.
—Entonces es mejor que te calles —replicó Fabio, triunfal.
—Pero ella me ama —manifestó Guariglia, contemplando las olas.
Después de que el buque ganadero amarrara en un estrecho muelle del lado del mar en la base naval, no muy lejos de las banderas rojas, los hombres de la Guardia del Río desembarcaron y subieron a una colina rocosa, donde se alzaba un cobertizo abierto, con hamacas colgando de las traviesas. Mientras comían, Fabio hizo correr el rumor de que se les permitiría pasar unos días en Brindisi.
Incluso él llegó a creérselo, hasta que les avisaron de que podían hacer ejercicio subiendo y bajando la colina, pero que tendrían que zarpar por la noche, cuando llegara el coronel.
A Alessandro se le avisó de que se presentara en el rincón del cobertizo donde se habían instalado los tres oficiales.
—Tú avisarás al coronel de que ya hemos llegado —le indicó el teniente—. Le hablarás correctamente y estoy convencido de que le causarás muy buena impresión.
—Es mejor que así sea —añadió uno de los subtenientes—, porque puede ser un infierno para todos navegar bajo el mando de un coronel. Quizá te interese saber por qué te hemos elegido a ti; estoy dispuesto a ser franco contigo.
—Y yo dispuesto a ser Alessandro. Aparte de que ya lo sé.
—¿Ah, sí?
—Ustedes quieren que yo haga de pararrayos.
—Sólo porque eres lo bastante inteligente para manejarlo con propiedad.
—¿Y ustedes no?
—Si se presentara uno de nosotros, él podría tratarle como a un simple cabo. En cambio, si después de haberle avisado tú se presenta aquí y descubre que nosotros estamos al mando, puede que nos trate como a oficiales. Dile que ya hemos llegado y que estamos a su disposición. Se hospeda en el hotel Monopol. Por supuesto, no sabemos cómo se llama, pero ¿cuántos coroneles pueden hospedarse en un pequeño hotel?
—¿Y quién debo decirles que somos?
—Nosotros.
—Sí, pero ¿quiénes somos nosotros?
—No lo sabemos, Alessandro. De todos modos, aunque lo supiésemos no podríamos decírtelo.
—¿Y no puedo informarle de que somos la Guardia del Río?
—No. Imagino que él ya sabrá quiénes somos, aunque nosotros lo ignoremos.
—¿Y si no lo sabe?
—Para eso te hemos elegido a ti, Dottore…
Alessandro se trasladó con un montacargas hasta la entrada de la base, y de allí a pie hasta Brindisi, donde desapareció entre el matadero y el cementerio. Antes de dirigirse al hotel Monopol, compró un kilo de jamón, que se hizo envolver en tres paquetes: uno para Guariglia y los otros dos para sí mismo.
En el hotel Metropol, situado en frente del hotel Monopol, el recepcionista informó a Alessandro de que el coronel se encontraba en el cuarto piso, en la habitación 43.
Alessandro subió los largos tramos de gastadas escaleras, hasta una ventana abierta que daba a la ciudad y al mar. Allí se detuvo sobre una alfombra persa que cubría todo el pasillo, con la mirada absorta en los brillantes colores. Toda la ciudad había cerrado hasta la tarde, a excepción del débil ruido a motores y maquinaria —con algún que otro silbido de vapor— procedente de la base naval. Hacia el sur no se divisaban buques de guerra, sino únicamente azoteas deshabitadas, palmeras y deslumbrantes puntas de tierra color óxido que se adentraban en el agitado mar. Alessandro escuchó el árido viento que silbaba sobre el alféizar.
Se volvió al oír pisadas y descubrió a una mujer que bajaba del piso de arriba. Llevaba el cabello teñido de rubio, lo bastante mal para que pareciera de color naranja, y un vestido azul cartulina tan ceñido, que hacía que algunas partes de su cuerpo pareciesen más pequeñas de lo que en realidad eran, mientras otras se derramaban afuera de la prenda. Era lo bastante pequeña para ser una liliputiense, y la expresión de su rostro denotaba permanente confusión. Al ver a Alessandro, empezó a cimbrearse provocativa, mientras bajaba los peldaños.
—¿Dónde está tu madre? —le preguntó Alessandro.
—En casa —contestó ella.
—¿Y tu padre?
Pareció como si ella no le entendiera, pues lo miró con ojos inexpresivos.
—Tu padre.
Ella siguió sin contestar.
—¡Anda y lárgate a casa! —exclamó Alessandro, como si se tratara de un perro que lo hubiese seguido por un camino solitario, y ella se apresuró a bajar las escaleras.
Alessandro encontró la habitación del coronel en el cuarto piso. Se arregló el uniforme, se puso firme y llamó enérgicamente. Al no obtener respuesta, volvió a llamar, y siguió llamando hasta que una voz le contestó con un grito de impaciencia.
—¿Qué hay?
—¿Coronel?
—¿Qué pasa?
—Un mensajero.
—¡Maldita sea! —Para un soldado raso, tal irritación en la voz de un coronel no resultaba en absoluto alentadora—. Aguarde un minuto —le ordenó su superior.
Alessandro siguió en posición de firmes, escuchando la apagada conversación que se desarrollaba allí dentro, el cierre de persianas, puertas al abrirse y cajones al cerrarse. Al cabo de diez minutos, se puso en posición de descanso. A la media hora empezó a pasear. Después de una hora ya estaba sentado en el suelo, con las piernas apuntando al centro del pasillo y descansando sobre la alfombra roja. Había transcurrido otra media hora cuando sacó uno de los paquetitos de jamón y empezó a comer.
Luego oyó los pestillos de la puerta. Cuando los hubieron descorrido todos, Alessandro ya estaba en pie, intentando meter de nuevo en su bolsa el resto del jamón. Sin embargo, al no conseguirlo, justo antes de que se abriera la puerta intentó comérselo de un bocado, a pesar de que se trataba de un trozo demasiado grande. Las mejillas le abultaban como si fueran a estallar, y una de las lonchas, con grasa y todo, le colgaba hasta la nuez de Adán. La puerta se abrió.
Una mujer con sombrero, sombrilla, y cubierta de joyas, pasó junto a Alessandro camino de las escaleras. Parecía la esposa de algún personaje destacado de la ciudad.
El coronel iba completamente uniformado, cubierto de galones, dispuesto para matar. Tendió una mano, como si en ella hubiera que depositar algún mensaje. Al ver las mejillas hinchadas de Alessandro y la bamboleante loncha de jamón, levantó los ojos hacia la claraboya, con expresión de desespero.
—¿Qué es esto? —inquirió.
Alessandro puso una mano ante la boca y escupió una bola de jamón cubierta de saliva. De nuevo se puso firmes, ocultando el jamón ligeramente hacia atrás, para que no lo viera.
—¡Señor! —saludó.
—¡Cierre esa boca! —le gritó el coronel, y señaló la bolsa oficial que Alessandro había traído consigo para llevar los comestibles—. ¡Déme ese mensaje y lárguese de aquí!
—Mi coronel, yo…
—¡Qué se calle! —le ordenó el coronel.
De un manotazo le arrancó la bolsa, rompiendo una de las cintas y dejando un verdugón en el cuello de Alessandro. Luego la abrió de un tirón y sacó los dos paquetes. Por un momento se quedó con los dos en la mano, y a continuación desenvolvió uno. Cuando el coronel descubrió el jamón, Alessandro pensó que iba a matarlo.
—Se trata de un mensaje verbal —se apresuró a decir.
—¿Un mensaje verbal…? —repitió el coronel, con un ojo cerrado, el otro entornado y el puño cerrado alrededor del jamón.
—Sí, mi coronel.
—¿Y cuál es ese mensaje? —preguntó el superior, jadeando como alguien que está a punto de morir.
—Que ya estamos aquí.
—¿Quiénes?
—Nosotros, mi coronel.
—¿Y quiénes son «nosotros»?
—Mi unidad.
—¿Qué unidad, idiota?
—No puedo decírselo.
—¿No puede o no lo sabe? —preguntó el coronel—. ¿Quién le ha mandado? No lleva usted insignia. ¿Por qué va sin uniforme?
—Me manda el teniente, mi coronel.
—¿Cuál?
—El del buque ganadero.
—Voy hacer que le fusilen —anunció el coronel—, pero antes quiero saber qué diablos es usted. ¿Cuál es su unidad?
—Debería usted saberlo, aunque yo no lo sepa.
—¿Y cuál es el nombre del teniente que le ha enviado?
—Él no tiene nombre. ¡Y usted lo sabe muy bien!
—¿Y usted? ¿Tampoco tiene nombre?
—¡Por supuesto que no! —casi gritó Alessandro.
—¿Y su unidad tampoco tiene nombre?
—No.
—Usted no lleva insignia.
—No.
—¿Está usted en el ejército?
—Sí.
—Bien, entonces, ¿qué coño quiere usted de mí?
—Se supone que debo decirle que ya hemos llegado.
—¿De dónde?
Alessandro pensó que el coronel era idiota, o que estaba fingiendo.
—Ya sé que usted sabe que yo no lo sé, y usted sí —dijo.
—¿Y dónde están ustedes estacionados? ¿Se ha escapado usted de un hospital? —El coronel estaba ahora al borde del desaliento.
—No estamos estacionados en ninguna parte. Nosotros flotamos. Yo soy sólo un soldado raso, pero le advierto que no juegue conmigo.
El coronel parpadeó.
—Nosotros aguardamos su llegada.
—¿Para qué?
—Para que tome el mando.
El coronel era un oficial condecorado. Alessandro pudo ver por sus medallas que había sido herido en combate. El hombre volvió a entrar en su habitación, miró de nuevo a Alessandro con expresión de abatimiento, y lentamente cerró la puerta.
—¡Mi jamón! —gritó Alessandro—. ¡Devuélvame mi jamón! —Al oír como única respuesta los pestillos que se cerraban, empezó a dar patadas en la puerta—. ¡Mi jamón! ¡Déme mi jamón, maldito hijo de puta! ¡Mi jamón!
Una mujer que pasaba por el pasillo se pegó a la pared opuesta y apresuró el paso hacia el rellano.
Alessandro corrió escaleras abajo, empujando a la mujer contra la barandilla. Le rechinaban los dientes y cuando llegó al vestíbulo, le temblaba todo el cuerpo. Se sentía indefenso y ultrajado. Cambió de la mano izquierda a la derecha la masa de jamón masticado y la lanzó con todas sus fuerzas contra el mostrador de recepción. El recepcionista se agachó, y el jamón hizo sonar algunas llaves al penetrar en uno de los casilleros detrás del mostrador. El recepcionista se levantó y alzó las manos como si dijera: «¿Qué pasa?», y Alessandro salió a la calle.
En cuanto puso un pie en el adoquinado, al otro lado de la calle vio un letrero que anunciaba: Hotel Monopol.
Después de navegar desde la medianoche del día anterior, y de pasar los cabos de Otranto y de Santa Maria di Leuca, se encontraban en medio del mar Jónico, rumbo hacia el sur, a un espacio que era puro calor, azul y vacío, donde no había nubes y el agua tenía el mismo color que el cielo. A media tarde el viento dejó de soplar, de modo que sólo disfrutaban de la brisa que ellos mismos creaban con su propia velocidad. Todos los soldados se habían quitado la camisa y llevaban los pantalones cortos de campaña, que nunca se habían puesto en el tiempo que habían permanecido en el Veneto, excepto para nadar. A pesar del calor tenían que llevar botas, o de lo contrario se habrían abrasado los pies en cubierta.
—No hemos girado desde que salimos de Brindisi —comentó Fabio.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Alessandro—. No tienes ningún punto de referencia.
—¿Qué es un punto de referencia?
—Olvídalo.
—Vete a la mierda. Pero no hemos girado.
—Nos dirigimos directamente hacia el sur, a África —murmuró Guariglia.
—¿Sabes qué hacen los turcos, Guariglia? —preguntó un operario de una fábrica de acero, que se llamaba Ricardo—. Te lo voy a decir.
—Ya sé que hacen…
—Te cortan en pequeños trocitos mientras sigas con vida.
Fabio pareció desolado.
—¿Qué te pasa, Fabio? Seguirás siendo atractivo aunque te corten en mil pedazos. Incluso puede que seas mil veces atractivo. Piénsalo, así podrás acostarte con mil mujeres a la vez, si es que a ellas les gustan los pinchos morunos.
—Fabio preferiría morir antes de que lo mutilaran. ¿No es cierto, Fabio?
—Sí —admitió éste—. Lo peor que puede pasarle a uno es que lo mutilen. No concibo nada peor.
—Porque eres un miedica —añadió Guariglia.
—No; porque quiero morir sabiendo que estoy entero. ¿Qué hay de malo en eso?
—No te preocupes —le dijo Alessandro—. Puedes morir ahogado.
—Dijiste que no iban a malgastar un torpedo disparando contra un buque de transporte de ganado.
—Ahora estamos en alta mar. Puede salir un submarino y dispararnos un cañonazo.
—¿Y cómo van a llegar hasta el cañón? Cuando esos enanos salieran al exterior, ciento cincuenta de nosotros les dispararíamos.
—Pueden salir junto al cañón, que además está resguardado detrás de un escudo blindado.
Hacía demasiado calor para leer; además, los dos libros que Alessandro tenía en su macuto no eran para leer al sol, sino en una cálida biblioteca una noche de invierno. Así pues, contemplaba las olas, que se movían formando suaves ondulaciones y no llegaban a romper. El agua, aunque repleta de luz, era translúcida. Llana y lisa como la gelatina, se movía en suspiros poco profundos, y era de un azul que resultaba hipnotizante.
Por la tarde les dieron pan, queso, vino y gran cantidad de agua. Después de contemplar cómo el sol se ocultaba en el horizonte, todos se reunieron en la bodega principal.
El coronel auténtico pidió que encendieran el reflector. Éste brilló sobre sus cabezas e iluminó el tabique delantero como si fuera el decorado de un teatro. Destacando sobre el óxido anaranjado, el coronel se sentó en una silla de lona.
Era napolitano, de unos cincuenta años. Aunque ellos lo ignoraban, se llamaba Pietro Insana. Bajito, obeso y de trato paternal, cautelosamente reflexivo antes de hablar, poseía una extraña autoridad. Alessandro supo al instante que esta característica se debía al hecho de que él conocía en gran medida el rumbo a seguir. Había sido un político y hablaba con amabilidad y, aunque ellos sospechaban que no era capaz de disparar un fusil ni lanzar una granada, era él quien detentaba el poder.
—Buenas noches —los saludó, cuando todos hubieron callado.
Apenas se le oía por encima del ruido de las máquinas, de modo que se relajó en su silla, como si se encontrara en su casa de Nápoles, en la terraza, escuchando cómo su hija tocaba el violín. Los pies no le llegaban al suelo y a veces, durante las pausas, o incluso mientras hablaba, levantaba los ojos al cielo, donde las estrellas habían hecho su aparición.
—Soy vuestro coronel y quizás os sorprenda que no pueda deciros mi nombre.
Los soldados se miraron unos a otros y pusieron los ojos en blanco.
—Todo esto os parecerá una locura, ¿verdad? Se os ha ordenado que no utilicéis vuestros apellidos, que no llevéis insignia, vuestra unidad carece de denominación, y aquí estamos todos, rumbo al sur, puede que a África, pensaréis. Además, hay un coronel para tres pelotones, y este coronel no parece siquiera un militar. ¿Qué más?
»Pues, que no sólo no debéis usar el apellido entre vosotros, sino que incluso debéis olvidarlo. Debéis olvidar el apellido de vuestro compañero, y además olvidar también el vuestro.
Esa orden provocó risas nerviosas.
—Y eso no es todo. ¡Tú! —Señaló a un soldado de la primera fila—. ¿De dónde eres?
—De Santa Rosa delle Montagne —respondió el soldado, recordando el bienestar que había dejado atrás.
—No —le corrigió el coronel.
—¿No? —preguntó el soldado, tímidamente.
—Tú eres de Milán.
—Pero mi coronel… —se atrevió a decir el soldado—, yo soy de Santa Rosa delle Montagne. Nací allí, y tanto mi padre como mi madre…
—No —le interrumpió el coronel—, tú eres de Milán. A partir de ahora, todos sois de Milán. —Desvió la mirada y añadió—: Milán es una ciudad muy grande.
—Ahhhh —dijeron todos, casi al unísono.
—Bajo pena de muerte —afirmó el coronel.
—Bajo pena de muerte —repitió un soldado.
—¿Queréis que maten a vuestras familias?
Ante esa pregunta, todos reaccionaron con absorta atención.
—Considero que ha sido un error haberos traído a todos juntos, dado que ya os conocíais los unos a los otros. Pero el ejército opina que sois indicados para este trabajo… Infantería naval, de la que sólo quedan ciento cincuenta hombres, sin nada que hacer. Por desgracia para vosotros, erais pocos para utilizaros en el sentido convencional, y demasiados para que se os licenciara. En la guerra es peligroso tener experiencia, estar endurecidos por el combate y estar diezmados, porque se es a la vez necesario y totalmente prescindible.
»Queríamos que mantuvierais la boca cerrada incluso antes de salir de Mestre. Puede que esto os resulte difícil de creer, pero nadie sabe dónde estáis… Ni el ejército ni la marina. No habéis podido enviar ni recibir ninguna carta; no porque queramos privaros del contacto con vuestros hogares, sino porque no queremos que dejéis ningún rastro, ni de fuera hacia vosotros, ni de vosotros hacia fuera.
El coronel cambió de postura en la silla y contempló el cielo nocturno, traspasado ahora por una cinta de humo.
—¿Por qué? —preguntó, casi en tono filosófico.
Ni un grupo de cortesanas bailando habría retenido mejor la atención de los hombres de la Guardia del Río durante el largo intervalo en que el coronel compuso la respuesta a su propia pregunta.
—El ejército ha sufrido en el frente más deserciones de las que generalmente se conocen. Decenas de millares, en realidad. La mayor parte de las veces, el ejército delega en la policía, en los carabinieri o en la policía militar. No resulta difícil atrapar a los desertores, si se conoce su paradero. Apenas oponen resistencia. Y si lo hacen, dos o tres hombres bastan para reducirlos. La policía es quien mejor realiza este tipo de trabajo.
»Pero el ejército tiene un problema específico. Desertores los hay de muchos tipos y con distinta resistencia, como el esperma que intenta alcanzar el óvulo. La mayoría son débiles y están asustados, y se les detiene antes de que salgan del Veneto. Algunos logran llegar tan lejos como Roma o Milán, y éstos provocan distintos grados de problemas. Pero los más difíciles son aquellos que marchan a Sicilia. Sicilia es el óvulo. Allí no se contentan con quedarse como simples desertores, sino que muchos huyen a las montañas y allí forman cuadrillas. Pero no ellos solos, sino con la Mafia. Antes de la guerra yo era magistrado y acostumbraba a tratar con este tipo de problemas. Habíamos empezado a hacer incursiones para detener a esa gente. La mitad de ellos habían escapado a Estados Unidos y estábamos a punto de dar un golpe a su organización, pero desde que empezó la guerra han resucitado, sobre todo los del interior, pues el ejército ya no los persigue como antes. Disponemos tan sólo de las fuerzas necesarias para luchar en el norte. Ignoramos hasta qué punto mantienen contacto con sus hermanos en las ciudades, pero debemos suponer que se mantienen leales unos a otros, y que se han fortalecido.
»Varios centenares de desertores han huido a las montañas y se han instalado en media docena de enclaves. Ahora gobiernan el campo y dirigen a los bandidos que antes únicamente contaban con unas espadas y fusiles de un solo tiro. La guerra les ha proporcionado fusiles de repetición, granadas, bayonetas e incluso ametralladoras.
»Eso en sí no sería demasiado grave, pero la noticia se ha extendido por el frente, y los austríacos han empezado a abastecer de armas suyas a algunas de las bandas de las montañas. Lo hacen mediante submarinos.
»Nosotros intentaremos conseguir lo que no ha logrado la guarnición del ejército local. Vamos a aislar a estos grupos, a la fuerza y por sorpresa. Vamos a capturar a tantos desertores como podamos, y nos los llevaremos al Norte, para que se les someta a un consejo de guerra.
»Supongo que no querréis utilizar vuestros apellidos en Sicilia, si es que apreciáis en algo a vuestra familia. —Cambió de postura en la silla—. Y no pongáis esta cara de desconcierto. Ellos no saben que nos estamos acercando, ni quiénes somos. Los atacaremos por tierra y por mar, y os prometo que antes de que finalice el verano estaremos navegando de vuelta por aquí, con nuestros prisioneros.
Efectuaron un amplio giro lejos de tierra firme para evitar que los descubrieran. En realidad no temían que alguien pudiera sospechar que en un buque de transporte de ganado viajaban ciento cincuenta soldados de primera, pero querían evitar la tierra en sí, como si las desiertas montañas fueran lo suficientemente humanas como para tener ojos. Se deslizaron lánguidamente hacia el sur por el Mediterráneo, entre Sicilia y África, perdidos en el azul. En una ocasión vieron un destructor británico que seguía una ruta paralela a lo lejos. Lo estuvieron observando durante medio día, hasta que viró y se convirtió en un punto, en un espejismo, y luego en parte del recuerdo latente que obligaba a desviar hacia allí los ojos: una alteración en la mancha azul, algo parecido a una estela ligeramente blanca, y al final tan sólo una ilusión.
Cuando el destructor desapareció, volvieron a quedarse solos en el mar, fuera de las rutas comerciales, lejos de la guerra, en completo silencio aparte del sonido de sus propios motores y del roce de las olas. Durante un giro de 360 grados no vieron ni una sola cabritilla sobre el mar azul, y el cielo estaba igualmente desierto: ni nubes, ni pájaros, ni una variación en su textura.
Guariglia y Alessandro permanecían en la proa, meciéndose ligeramente sobre el suave oleaje.
—Mira eso —señaló Guariglia—. Nada más que azul. No se puede hacer nada con eso. Y tampoco se consigue nada con eso.
—Pero él es importante, y nosotros no.
—Si ni siquiera puedes tocarlo —exclamó Guariglia, mirando hacia el azul infinito—. Sin embargo, de no ser por mi familia podría quedarme en el mar para siempre.
—Guariglia, no te gustaría estar en el mar en medio de un temporal.
—Incluso durante la tormenta debe de reinar la calma debajo de la superficie. No creo que me importara ahogarme. Sería como no tener cuerpo, ni peso. Sería tan sólo un trozo de azul… Guariglia Azul.
El capitán del buque conocía una pequeña isla donde había un manantial. De allí había recogido al último de los pastores para trasladarlo a tierra firme, cuando empezó la guerra. Ahora sólo quedaban unas cuantas ovejas en estado salvaje, explicó, extrañas criaturas que estaban enfurecidas y asustadas al mismo tiempo, y las fuentes se hallaban a rebosar. También podrían conseguir un poco de madera de arbustos, a fin de ahorrar carbón. Desde lo alto de aquella isla se divisaba Sicilia, y se acercaron a ella desde el sur, por el lado en que no podían verlos.
Costearon hasta detenerse, lanzaron las anclas por la borda y los marineros bajaron dos botes. Cuando el coronel vio que sus tres pelotones permanecían en silencio, apoyados en la barandilla o en los aparejos, escudriñando la isla bajo la luz del mediodía, les dio permiso para desembarcar. Los que sabían nadar saltaron por la borda en cuanto se hubieron quitado las botas.
Alessandro saltó por la proa. Después de una semana en el mar, finalmente se entregó a él. Con sólo unos calzoncillos color caqui manchados de hollín, ansiaba zambullirse en el agua, y le pareció que flotaba durante horas en el aire. Con los brazos extendidos en completo abandono, expulsó el aire y atravesó el viento como una hoja. Luego quebró la vidriosa superficie del mar en múltiples fuentes de blanca espuma, llevándose consigo el aire hasta el fondo, hasta que éste se rebeló y volvió a empujarlo hacia el viento. Los otros hombres cayeron al agua como bombas de artillería, y mientras Alessandro volvía a zambullirse, cerraba los ojos y realizaba ingrávidos giros acrobáticos, escuchaba los impactos de sus compañeros que atravesaban las olas como si los hubiesen lanzado desde el espacio.
Algo hizo que todos emergieran a la vez, más de un centenar avanzando hacia la estrecha franja semicircular de la playa. Parecían una bandada de delfines migratorios. Nada más salir del agua empezaron a subir a lo alto de las colinas; lo consiguieron con bastante rapidez a pesar de ir descalzos, ya que la isla estaba llena de claros donde no había espinos ni rocas, sino únicamente pinos que durante milenios habían dejado caer sus hojas hasta formar una blanda capa en el suelo.
Al llegar a lo alto de la cadena de montículos formaron una hilera irregular que se quedó mirando al norte, a los picos de Sicilia en medio de la calina producto del calor. El mar estaba completamente vacío, y los soldados miraban al frente haciendo visera con las manos. Una sola palabra viajaba arriba y abajo de la formación y, aunque la pronunciaran a gritos, parecía un conjuro mágico: Sicilia.
Se desviaron hacia el oeste y durante varios días navegaron cerca de la costa calcinada de Tunicia, hasta que un día, a las tres de la madrugada, con las estrellas brillando y sin una sola luz en el pueblo de San Vito Lo Capo, se deslizaron hacia la costa por el lado oriental del promontorio situado más al norte de Sicilia. El buque desarrolló al máximo su velocidad, luego apagó los motores para avanzar en silencio y, con las luces apagadas, chocó contra el fondo arenoso, como si lo hubiese arrastrado la corriente.
—¿Cómo vais a salir de la playa, sin poner en marcha los motores? —preguntó Fabio a uno de los marineros.
—La marea subirá y la corriente nos arrastrará lejos de la costa. Al amanecer ya estaremos lo bastante lejos para encender las calderas sin despertar a nadie del pueblo —explicó el marino.
Los cajones neumáticos y las cajas con las provisiones se bajaron por la borda mediante grúas y poleas, mientras la Guardia del Río desembarcaba por cuerdas acarreando sus fusiles y mochilas. Caían allí donde el agua les llegaba hasta la cintura y mientras vadeaban tenían que sostener en el aire las armas y municiones. Se había formado un grupo para tirar de los cajones neumáticos por encima del suave oleaje, mientras las cajas de víveres se trasladaban a la orilla mediante botes peligrosamente cargados.
Cuando finalizaron la descarga del buque, éste navegó sobre la marea, tal como había anunciado el marinero, y se alejó mar adentro sin motores ni luces encendidas.
En un enclave situado entre el punto donde habían desembarcado y el pueblo, que se encontraba a unos kilómetros al norte, dominando la playa había un grupo de edificios agrupados mediante unos gruesos muros de piedra con baluartes en la parte superior. Antiguamente había sido un penal, pero ahora estaba deshabitado. Hacia allí se encaminaron, procurando no hacer ruido y sorteando las pocas casas cercanas que permanecían a oscuras. Junto a la entrada había unos letreros que advertían a los intrusos que se alejaran, bajo peligro de un duro castigo por parte de Roma. Un enorme candado sellaba un cierre de acero soldado a las puertas de hierro. Uno de los soldados de la Guardia del Río insinuó la posibilidad de escalar los muros y subir el material mediante cuerdas.
—Eso resultaría demasiado pesado —replicó el coronel, mientras removía dentro de su macuto—. Aquí tengo una llave.
Mientras los gatos huían despavoridos, la Guardia del Río enfiló un amplio patio y la enorme puerta se cerró a sus espaldas. Entre las sombras únicamente distinguían otras sombras. Por la parte del patio que daba al mar no podían oír el oleaje, pero sí ver las montañas que ascendían tierra adentro. Por la parte de tierra no divisaban las montañas, pero sí oían el ruido del mar. El coronel les ordenó que acamparan en la parte de tierra.
—Nada de hogueras —les advirtió—, ni tampoco ruidos. Apilad vuestros fusiles y dormid. Quiero un centinela en la puerta y otro en cada baluarte. En cuanto empiece a clarear, cerrad la ventanilla de la puerta y bajad de los baluartes. Luego echaremos un vistazo por ahí y decidiremos cómo organizar las faenas domésticas, aunque confío que no tengamos que quedarnos aquí mucho tiempo.
—¿No nos vamos a quedar, mi coronel? —preguntó un soldado con gafas, que parecía un muñeco de juguete, pero a quien, ya fuera por su puntería, por su sangre fría o por su historial como hijo de un armero, se le consideraba uno de los mejores tiradores de Europa.
—Le gusta caminar, ¿no? —preguntó el coronel, a modo de respuesta.
—Me encanta, mi coronel —contestó espontáneamente el soldado con cara de muñeco.
Todos apilaron sus fusiles, tendieron los sacos de dormir y se acostaron. Durante unos breves instantes, Alessandro levantó la mirada hacia las estrellas. Sin embargo, éstas no iban desfilando y sus ojos no necesitaban seguir su rumbo, como en el barco; ahora se hallaban enmarcadas por oscuras paredes. No creía que su madre estuviera deambulando entre ellas, pero, dado que éstas eran inmutables, inalcanzables e incomprensibles, pensó que podía estar equivocado.
Permanecieron varias semanas en el penal. Cada soldado disponía de una celda, donde guardaba su equipo y lo sometía a inspección dos veces al día, para asegurarse de que todo estaba empacado y a punto para marchar, con comida, municiones y agua en la mochila que colgaba de la puerta de la celda. Nadie se aproximaba a las ventanas durante las horas del día.
Su rutina se parecía mucho a la que llevaban en los cuarteles de Mestre, sólo que ahora todo se realizaba en silencio. Hacían ejercicio, corrían alrededor del patio, limpiaban las armas y hacían instrucción en completo silencio. Las órdenes se impartían en susurros. Lo mismo que en Mestre, comían poco. Antes de que saliera la luna y luego de que desapareciera, se les permitía nadar, de cinco en cinco, en el suave oleaje de detrás del penal. Bajaban mediante una cuerda que deslizaban por el muro de la parte del mar y corrían hacia el rompiente de las olas. Allí descubrieron lo fuertes que estaban, y que podían deslizarse sobre el agua a gran velocidad, sin apenas alterar el ritmo de su respiración. Y cuando volvían a subir por la cuerda, lo hacían sin esfuerzo, como si volaran.
—Esos hijos de perra a los que vamos a cazar, en estos momentos deben de tener una enorme barriga —comentó Fabio—. Seguro que no paran de comer y beber vino en todo el día. ¿Creéis que podrán vencernos cuando los persigamos por las montañas, con el calor, cargados con las armas y el agua?
—Pues claro —replicó el soldado con cara de muñeco—. Se esconderán entre los arbustos y cuando pasemos darán un salto y nos dispararán por la espalda.
—No a ciento cincuenta de nosotros.
—¿Y si vamos por sitios donde no hayan arbustos ni árboles? —preguntó Alessandro.
—¿Y qué comeremos, si no?
—No sé, lo que siempre hemos comido… Dátiles, higos, espagueti y carne seca. ¿Qué esperabas encontrar por aquí? —preguntó, señalando hacia las agrestes montañas que se elevaban por encima del penal—. ¿Restaurantes?
Por la noche Alessandro dormía en su celda con la puerta abierta, escuchando el sonido del mar. En otra época habría echado de menos aquello que llenaba sus recuerdos y se habría esforzado por reconstruir el pasado, fijando en su mente los detalles exactos, los colores, las sensaciones y el cambio de luz de las estaciones. En otro tiempo habría pensado que para que todo volviera a su sitio bastaría con escapar del ejército y regresar, pero ahora estaba convencido de que, aunque pudieran volver a comprar el jardín, limpiarlo de hierbajos, replantar los árboles frutales y poner en su sitio nuevas tumbonas, gatos perezosos y agua en la fuente, nunca volvería a ser como antes. Todo se había echado a perder y el recuerdo era un pobre consuelo, excepto para aquellos que aún no eran del todo conscientes de lo que habían amado.
Mientras permanecía con la mirada fija en el techo abovedado de la celda, Alessandro decidió que si alguna vez regresaba a su casa y se sentía tentado a recurrir a los retratos de su madre y de su padre para conservar su recuerdo, los rompería. La resurrección no se producía mediante la planificación o el esfuerzo, pensó, y si alguna vez el pasado cobraba vida sería mediante una gran sorpresa, en la cual palidecerían las imágenes y el ritual de la memoria.
—Arriba —avisó uno de los tenientes, que pasaba ante las celdas—. Vamos a salir para las montañas.
Mientras aguardaban en el patio para pasar revista, se designaron a cinco hombres al azar para que se quedaran allí custodiando las ametralladoras y el material pesado. El coronel también se quedaría allí, pero había impartido órdenes precisas a los oficiales. Tenían que avanzar de cinco en cinco, cruzar la carretera vacía y empezar la ascensión. Se reunirían todos en la cumbre, donde volverían a formar en grupos más reducidos. Eran las cinco de la madrugada.
Cruzaron la carretera sin que los vieran, aunque los últimos tuvieron que aplastarse contra la hierba cuando un campesino pasó por allí con su burro. Éste los olfateó y empezó a rebuznar, por lo que recibió unos azotes en los ijares, como cuando se portaba mal. En cuanto el campesino se hubo alejado, los hombres se levantaron del suelo, cogieron los fusiles y corrieron hacia la ladera de la montaña.
Ésta ascendía tan abrupta que en ocasiones se tenían que ayudar tirando de la mano del compañero, y la hierba era tan resbaladiza que había que meter los dedos dentro de la tierra, agarrarse en los bordes redondeados de las rocas medio enterradas en el suelo y sostenerse en los manojos de hierbas secas que parecían colas de caballo. Maldiciendo y resbalando, por fin alcanzaron la zona de rocas, lo cual supuso un alivio, y siguieron arrastrándose hasta llegar a la cima, a unos mil metros por encima del nivel del mar.
Mientras aguardaban a los rezagados, todos miraban hacia su hogar. Sin luces en San Vito Lo Capo, y tampoco sin luna, sólo la luz de las estrellas podía hacer resaltar la orilla y el mismo mar, mediante ocasionales destellos, cuando las olas seguían el camino adecuado para captar alguna brillante constelación y reflejarla hacia la montaña.
En el grupo de Alessandro iban Guariglia, Fabio y el soldado con cara de muñeco, lo cual era una suerte, debido a sus dotes como tirador. En los entrenamientos se había destacado gracias a su puntería casi perfecta. En el frente había sido el azote de los austríacos, pues acertaba a los blancos más pequeños, distantes y que se movían con mayor rapidez. También era capaz de disparar más tiros en menos tiempo de lo que cualquiera hubiera creído posible.
El teniente hizo circular el menú gastronómico: cinco tragos pequeños de agua, un higo seco y una galleta. En el frente todos habían aprendido que muchas comidas pequeñas los conducirían más lejos que unas pocas abundantes. Eso sólo podía conseguirse mediante una gran disciplina, y ellos la tenían.
Los oficiales cotejaron sus mapas. En aquellos momentos, el delator que les había señalado el primer campamento que debían atacar se hallaría sin duda en alta mar, en algún punto entre Italia y Argentina, donde pensaba residir el tiempo que le quedara de vida. La mejor aproximación era por la carretera de Trapani, pero el coronel se había mostrado cauteloso. Así pues, iban a acercarse por el norte, a lo largo de una cordillera de montañas tan deshabitadas y agrestes que, salvo los cabreros, nadie las frecuentaba. Necesitarían tres días para situarse en posición, flanqueando un empinado valle que se transformaba en un callejón sin salida, en vez de coger la carretera que conducía directamente a su objetivo.
—¿Tres días? —preguntó Fabio—. ¿Y vamos a caminar tres días en medio de esta porquería?
—Si prefieres ahorrarte dos días cruzando el valle —le dijo Guariglia—, puede que te entierren gratis y sin piernas.
—Guariglia, en el zoo de Villa Borghese tienen un mandril…
—Ya lo sé —le interrumpió Guariglia—. Después de que el director del parque viniera a mi taller, regresó corriendo al zoo para ponerle al mandril el nombre de Adonis.
—Avanzad por la cresta más alta —les ordenó el teniente—, y recordad que el sonido llega hasta muy lejos a lo largo de los riscos. Tenéis que alcanzar esta posición antes del amanecer —prosiguió, señalando un punto en el mapa que correspondía a un pico cordillera abajo—. Si no lo alcanzáis para entonces, permaneced ocultos donde os encontréis, y los demás os esperaremos hasta que aparezcáis por la noche. Dividid vuestras provisiones para tres días. Podéis encontrar agua aquí y allá, justo debajo de la línea de la cresta. Si os encontráis con alguien, lleváoslo con vosotros.
—¿Y si es un pastor?
—¿Qué tiene eso que ver?
—Pues que se le escaparán los animales.
—Ya los buscará luego. Nada de disparos, por supuesto. Adelante.
Una brisa cargada de humedad, procedente del mar, empezó a subir por las laderas de las montañas. Los soldados quedaron impresionados por la inmensidad del paisaje y por el viento. Incluso en medio de la oscuridad distinguían la tierra que se extendía y se enrollaba para formar enormes cadenas de montañas. Justo encima del mar, las estrellas brillaban, aunque de vez en cuando las bloqueaban, hasta esconderlas, unas siluetas negras que se encontraban a varios días de distancia.
En la cordillera más alta estuvieron perdidos durante dos días mientras atravesaban las zonas verdes y las laderas cubiertas de hierba amarillenta, donde se sentían a salvo y la vida parecía hecha para permanecer quietos. Había que cubrir una línea quebrada, que como mínimo tenía un kilómetro de ancho, individualmente o en grupos de dos o de tres. No se veían unos a otros, a menos que forzaran la vista para diferenciar a sus compañeros soldados de las rocas y los arbustos. Mientras cruzaban collados y valles, con la única compañía del viento, tampoco podían descubrirlos desde los pueblos a lo largo de la costa, ni desde la carretera que la bordeaba. De no ser por el pesado metal que acarreaban, hubieran podido pensar que habían escapado de la mismísima historia.
Y a medida que avanzaba por las montañas, Alessandro se preguntaba hasta la saciedad si no era correcto que los desertores hallaran refugio en la paz de Dios. Su única respuesta, aunque forzada por otros, era afirmativa.
Frente a Tunicia, Guariglia le había dicho:
—Algunos de estos hombres han abandonado el frente no porque sean unos cobardes, sino porque no pueden soportar no volver a ver nunca más a sus hijos. En ese caso, ¿cómo podemos nosotros, en conciencia, darles caza?
—Eso no tiene nada que ver con la conciencia —le había contestado Alessandro—. El coronel quiere combatir a la Mafia, los generales quieren impedir que la tropa deserte y nosotros debemos hacer lo que nos ordenan. Si no los atrapamos a ellos, nos atraparán a nosotros.
—¿Y si todo el mundo se negara?
—El ejército se desintegraría y los austríacos entrarían en Roma en menos de dos semanas.
—¿Y vale la pena morir para impedírselo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque de todos modos morirías, y antes de lo que piensas. Aparte de la incongruencia que supondría la entrada de los austríacos en Roma, engalonados con sus espadas y plumas, ellos nos necesitan a nosotros, a ti y a mí, para conquistar Francia y Grecia. Y si nos negásemos a ayudarlos, nos darían caza y nos fusilarían.
»En la historia, Guariglia, la voluntad es tan sólo una ilusión, y el éxito no puede durar. Lo único que podemos hacer es obtener el mejor partido posible en el corto tiempo de que disponemos. Si decides rehacer el mundo, sencillamente terminarás matando a la gente en nombre de la impaciencia revolucionaria y del triunfalismo.
—Y por eso matamos desertores.
—Exacto. Si nos unimos a ellos, nos matarán también a nosotros.
El amanecer del tercer día los sorprendió en lo alto de una colina, mirando hacia un profundo valle donde se esparcían salientes rocosos y ribazos llenos de arbustos de laurel y de enebro. En el fondo del valle, sobre una elevación donde una línea de árboles crecidos indicaba la presencia de un arroyo, había medio centenar de tiendas.
Mientras el sol aparecía en el despejado horizonte a sus espaldas, los soldados, tendidos boca abajo sobre la hierba, se pasaban los prismáticos unos a otros para descubrir que en el campamento enemigo había mujeres, recuas de mulas, la colada tendida a secar, fosos para hacer carne a la brasa, una tarima que parecía un escenario y centinelas, de los cuales al menos media docena se alineaban a lo largo del camino de tierra que conducía hasta el campamento. Habían desviado el arroyo para crear su huerta y disfrutaban de una vista panorámica sobre el valle.
—Son italianos —comentó alguien, refiriéndose a los hombres a quienes supuestamente iban a atacar, pero el viento de la mañana se llevó aquella idea.
Cuando el campamento se hubo levantado, el viento del oeste arrastró el olor a pan recién horneado y a bizcocho. Aquel olor pasó por encima de la cresta como agua que se derramara sobre una roca, hacia donde los hombres de la Guardia del Río yacían entre las rocas y los matorrales, medio muertos de hambre, aguardando a que llegara el mediodía para tomar seis sorbos de agua, un minúsculo trozo de carne seca, cinco galletas y una sola pieza de fruta seca.
Los oficiales obligaron a sus hombres a que abandonaran la cresta y les hicieron retroceder a un bosquecillo de arbustos, donde los jabalíes dormían en sus madrigueras, aguardando la noche.
En la cresta habían dejado a tres observadores con unos prismáticos y cuadernos para anotaciones. Los tres estaban tumbados boca abajo a cierta distancia y se les había ordenado que no se levantaran bajo ningún concepto. Alessandro era uno de los tres: una sabia elección que todos ignoraban, pues se había criado en lo alto del Gianicolo con un telescopio en su habitación, robando a Roma, a las montañas que había más allá y a las altas nubes interminables peculiaridades y detalles visibles tan sólo para un ojo experimentado y paciente.
Cuando los tres soldados, sedientos y abrasados por el sol, entregaron aquella noche sus informes, era indudable que habían realizado sus cálculos, pero entonces intervino Alessandro:
—En el campamento hay doscientos cincuenta hombres, como mínimo —anunció.
—¿Cómo puedes saberlo? —le desafió uno de los otros soldados—. Estaban entrando y saliendo sin parar, moviéndose continuamente.
Alessandro lo miró irritado.
—Tomé una muestra de varias tiendas al azar. Conté cuántos soldados había en cada una y luego hice la multiplicación, dando por sentado que los jefes estarían en sus propias tiendas.
—No paraban de entrar y salir. Era imposible determinar cuántos hombres había en cada tienda.
—Para mí no.
—¿Por qué?
—Sencillamente, porque recordaba quién había entrado y quién había salido.
—¿Y cómo podías distinguirlos? —preguntó uno de los subtenientes.
—Por la ropa, la estatura, el color, el modo de andar, y mil indicios más.
—¿Y eras capaz de anotar mentalmente todos estos indicios?
—Claro —respondió Alessandro—. Sólo hay seis hombres en cada tienda.
—Prosigue.
—De los doscientos cincuenta, dos terceras partes son veteranos. Los otros nunca han estado en el ejército.
—¿Cómo puedes saber una cosa así? —inquirió uno de los otros dos observadores, en un ataque de celos.
—Lo digo por última vez —replicó Alessandro, con tono solemne—. Por cómo andan, por la forma en que se sientan y se mueven en grupo, por su modo de vestir, por sus modales, colores, texturas, por lo que les queda de su equipo, por la manera de encender un fuego o de hacer un nudo… Por ejemplo, cuando alguien que lleva algún tiempo en el ejército discute con otro, se pone ligeramente tenso, como tú ahora. Los otros inclinan un poco la cabeza. Los bandidos de las montañas no se limpian las botas, y tampoco dejan sus cosas formando hilera… Mira —concluyó—, lo tomas o lo dejas.
—Adelante, Dottore —le apremió el teniente.
—Muy bien… Ellos están nerviosos, se sienten culpables. Puede que no nos esperen a nosotros, pero están esperando a alguien. Sus centinelas vigilan el camino y están apostados alrededor de todo el campamento. Están entre los arbustos, a ambos lados del valle. Hay uno debajo mismo de nosotros, a unos cuatrocientos metros. Es de Civitavecchia y está cantando La cincindella.
Eso ya era demasiado para los otros dos.
—Nosotros lo hemos visto —intervino uno de ellos—, pero ninguno ha logrado oír lo que cantaba. ¿Cómo sabes que es de Civitavecchia?
Alessandro se volvió hacia ellos echando chispas por los ojos.
—Yo tampoco lo he oído, pero he leído en sus labios y he visto cómo movía los hombros. —Ofendido, dio bruscamente media vuelta y se alejó.
—Vuelve aquí y no hagas caso a estos dos idiotas —le ordenó el teniente—. ¿Qué más?
—Van armados con Mannlichers —prosiguió Alessandro— y disponen de mucha munición. Pero no hay minas ni alambradas. Están organizados para vigilar, pero eso es todo; carecen de plan de defensa. La media docena de mujeres que hay en el campamento son prostitutas de Palermo. No hay críos. Las mulas no paran de rebuznar debido a los jabalíes que se mueven entre los matorrales. A últimas horas de la tarde y primeras de la mañana, los jabalíes se abren paso con gran alboroto entre la maleza; nadie percibirá el ruido que hagamos al acercarnos, a menos que golpeemos con nuestros fusiles en las rocas.
—¿Y quién es su jefe?
—No lo sé. Puede que esté en una villa en Messina.
—La proporción numérica no nos favorece y la región es muy extensa y complicada —afirmó el teniente.
—Todavía he anotado otro dato, mi teniente. Andan escasos de relojes, pues los centinelas no confían en su relevo para medir el paso del tiempo: no quieren permanecer ahí sentados, cantando La cincindella mientras quienes deben sustituirlos están durmiendo, o nadando en el arroyo, horas después de que debieran estar en su puesto… De modo que se llevan consigo el reloj. Cada puesto constituye un sistema separado y nadie colabora, lo cual sospecho que se debe a que hay que tratar con un puñado de indisciplinados. No hacen más que sacar el reloj del bolsillo y no paran de comprobar la hora cuando se acerca el momento del cambio de guardia. Como los relevos no saben qué hora es, los centinelas abandonan su puesto y se dirigen al campamento a buscarlos, lo cual constituye una auténtica estupidez, sobre todo si se tiene en cuenta que nosotros podemos estar esperándolos cuando regresen.
Aquella noche la Guardia del Río se terminó la comida que les quedaba, decididos a luchar por el pan a la mañana siguiente. Capturarían a los centinelas o les golpearían en la nuca con la culata del fusil —lo que fuera más silencioso—, y a continuación entrarían en el campamento y cortarían los tensores de las tiendas con las bayonetas. La mayoría estarían allí dentro y se verían atrapados: su primera reacción sería salir reptando de debajo de la lona caída, uno a uno, para encontrarse frente al cañón de un fusil.
Nadie pensaba que aquel plan surtiera efecto, con tan pocos hombres en la Guardia del Río y tantos desertores. Sería muy difícil eliminar a todos los centinelas sin hacer ruido, aparte de que no todo el mundo estaría dentro de las tiendas. Además, aunque tan sólo escapara uno de aquellos hombres, pronto toda Sicilia estaría al corriente de la operación.
Guariglia sugirió poner una roca en medio del camino y situar a unos hombres a lo largo de las lomas, pero los oficiales ya habían designado a diez soldados para esa misión y les dijeron que en cuanto los prisioneros se hallaran agrupados, un centenar de hombres de la Guardia del Río realizarían una batida por el valle, a fin de hacerse con los desperdigados.
Durante la noche se situaron cerca de los puestos de los centinelas, en medio de una gran algarabía que no llegó a traicionarlos, ya que los jabalíes, fastidiados en sus correrías, empezaron a merodear cerca de los centinelas e incluso por el campamento. El valle cobró vida mediante los disparos de fusiles. Las balas silbaban por todas partes, cercenando las hojas cerca de los tallos y desmenuzando rocas.
Cuando todo aquello hubo terminado, la Guardia del Río ya se había apostado: cincuenta hombres dispuestos para eliminar a los centinelas y ochenta más para correr hacia el campamento en caso de que alguien consiguiera dar la alarma. Durante los disparos, el griterío y el abandono de los puestos, mientras grupos de hombres desarmados perseguían a los jabalíes entre los matorrales, todos los que integraban la expedición querían atacar, y todos sabían que los demás también lo deseaban, pero, dado que se hallaban diseminados, nadie podía confirmar tales suposiciones. Sin embargo, aunque la oscuridad favorecía el ataque, no contribuía a facilitar la detención de los prisioneros, de modo que tuvieron que aguardar hasta el amanecer, con las bayonetas caladas por si había que cargar contra los jabalíes.
—Eso no importa —dijo a Guariglia y a Alessandro el soldado con cara de muñeco, mientras montaban las bayonetas—. Si los jabalíes nos atacan, pienso dispararles. Luego gritaré: «¡He matado un jabalí! ¡He liquidado a uno!». Con eso bastará.
Aun así, caló la bayoneta: por las crías, que, si bien no eran tan fieras como sus progenitores, se mostraban muy agresivas y a veces resultaban más veloces.
Tendidos sobre la fragante hierba, escucharon cómo los pájaros anunciaban la salida del sol y el corazón empezó a latirles aceleradamente. A las seis ya estaba claro, el cálido sol brillaba contra las montañas más altas y el valle permanecía entre sombras. Los centinelas empezaron a regresar. Uno de ellos, con el fusil colgado de la espalda, se encontró con un grupo de diez hombres de la Guardia del Río, quienes le apuntaron con las bayonetas a un centímetro de la cara. El centinela levantó las manos, cerró los ojos y contuvo el aliento.
Los demás centinelas regresaron al campamento y mucho antes de que sus relevos empezaran a moverse, los hombres de la Guardia del Río ya habían tomado posiciones y los estaban esperando. Todos sudaban, casi todos aguardaban tensos y algunos incluso aterrorizados. Estaban acostumbrados a las trincheras, a las alambradas, a los campos de minas y a la artillería; esperaban oír silbidos y detonaciones como señal para el ataque. Aunque la guerra en primera línea era mucho más peligrosa que lo que estaban haciendo en aquellos momentos, ya estaban acostumbrados a ello.
Los nuevos centinelas, que se acababan de levantar, avanzaban con paso cansino, tambaleante y confiado. Los minutos que los separaban de sus puestos parecían eternizarse, y cuando se hallaban a mitad de camino, de repente se detuvieron. Un instante después, los hombres de la Guardia del Río miraron hacia arriba y todos estiraron el cuello para escuchar. Un ruido de motores penetró atronador en el valle, formando eco en las laderas.
El plan se frustró cuando los centinelas corrieron de vuelta al campamento, mientras los demás salían apresuradamente de las tiendas. Dos bimotores hicieron su aparición por encima de la cordillera y volaron sobre Guariglia, quien con la gorra había intentado hacerles señas de que se marcharan. Acto seguido planearon sobre el valle, disparando sus ametralladoras contra las tiendas.
Cuando los dos aparatos viraron hacia el este y desaparecieron, en el campamento se había instalado el caos total. Hombres heridos, centinelas dominados por el pánico y mujeres desnudas que estrujaban sus ropas mientras corrían descalzas, saltando por el suelo cubierto de espinos, hasta que no les quedaba otro remedio que sentarse. Todo el mundo chillaba. Cuando los aeroplanos volvieron a aparecer sobre el valle, disparando las ametralladoras, los hombres de la Guardia del Río se levantaron agitando sus puños.
Las balas penetraban en el polvo, abatiendo y desgarrando las tiendas, provocando una carnicería entre las mulas atadas, que rebuznaban sin cesar. El terrible rugido de los motores parecía haber puesto en marcha todos los relojes y los despertadores del mundo.
Centenares de hombres medio vestidos y armados se habían desperdigado entre los matorrales.
—¿Quién ha enviado estos aviones? ¿Quién ha enviado estos aviones? —chillaba una y otra vez el teniente Valtorta hasta quedarse ronco, y luego empezó a gritar—. ¡Formad filas! ¡Formad filas!
Pero eso era imposible, pues todos estaban desperdigados en un círculo. Al aparecer por tercera vez, los aviones dejaron caer sus bombas, que agujerearon las tiendas antes de estallar, lanzando cuatro fuertes explosiones.
Mientras se desencadenaba la batalla, los pájaros no pararon de cantar con estridencia. Si lo hacían porque ignoraban lo que ocurría, entonces era un hecho extraordinario, pero también lo era si eran conscientes de lo que sucedía. El combate se desencadenó entre pequeños grupos y cuerpo a cuerpo, y los desertores pelearon como caballos dominados por el pánico. Al principio los hombres de la Guardia del Río se sentían cohibidos, quizá porque les resultaba difícil matar a otros italianos. Sólo al comprobar que su natural cortesía había costado la vida a varios de sus compañeros, empezaron a pelear como hombres que habían luchado contra alemanes y austríacos utilizando bayonetas y porras. Dispararon a sus enemigos, les abrieron en vivo las entrañas, y con la culata de sus fusiles les destrozaron el rostro.
Cuando todo hubo finalizado, el sol brillaba abrasador, y los que lograron sobrevivir pensaron que morirían si no conseguían llegar al arroyo. En muchos aspectos tenían razón.
Incluso cuando se sentaba en una silla de campaña y las piernas no le llegaban al suelo, el coronel Pietro Insana actuaba como un hombre de gran determinación. En cuanto los hombres de la Guardia del Río regresaron con sus heridos y sus prisioneros, lo cambió todo.
Izó la bandera, apostó centinelas en las puertas y envió a varios de sus soldados al pueblo en busca de provisiones. Pero de aquel callejón sin salida habían escapado tantos hombres, que en aquellos instantes en toda Sicilia ya sabrían de la presencia de la Guardia del Río. Temerosos de que los envenenaran, éstos dejaron de comprar comida nada más empezar y confiaron en sus propios economatos y en lo que conseguían pescar. Ahora patrullaban por las carreteras y las colinas, bajando en grandes columnas hasta Trapani, o se dirigían al este hasta casi llegar a Palermo, sólo para evidenciar que se encontraban allí.
La Guardia del Río se había constituido con tanto sigilo, que apenas nadie conocía su existencia, y mucho menos que se encontraban en Sicilia. Los bimotores habían sido enviados por otra división —lo cual había tenido fatales consecuencias— y regresaron al Veneto casi de inmediato. Su aparición en el momento preciso del ataque hizo correr la voz de que el ejército italiano se proponía pacificar Sicilia mediante aeroplanos, ametralladoras y bombardeos. Aunque los propósitos no eran desencadenar una matanza, la muerte de más de un centenar de hombres había logrado difundir el poderoso mensaje. En las trincheras del Norte, en los Alpes, donde a mediados de julio los soldados italianos aún apoyaban sus fusiles sobre montículos de nieve, lo sucedido en aquel callejón sin salida llegó a conocerse como el Asalto al Monte Sparagio. Era de dominio público que todo aquel que hubiese participado en el ataque estaba condenado, pero eso no era cierto. Nadie sabía quién estaba en el ejército acuartelado en San Vito Lo Capo, y las listas no aparecían en ningún sitio. Ni siquiera en el Ministerio de la Guerra, en Roma, donde las habían destruido.
Un buque de guerra llegó para llevarse a los prisioneros. Esposados y atados con cadenas, los trasladaron con lanchas a motor hasta un destructor camuflado que aguardaba en alta mar, con sus chimeneas echando humo.
En agosto, la Guardia del Río echaba de menos el Norte, con la pasión que tan sólo podían sentir aquellos que habían pasado la mayor parte del verano encerrados en una fortaleza de piedra en Sicilia, teniendo como principal diversión largas y agotadoras marchas por las montañas y tan sólo media docena de momentos de inesperada emoción. En junio les habían lanzado una bomba por encima del muro, la cual armó mucho ruido y mató a unas cuantas gallinas. Dos mujeres rubias aparecieron inexplicablemente en la playa, detrás del muro norte, y se bañaron allí desnudas. Sospechando que se trataba de una trampa, el coronel ordenó a sus hombres que se alejaran de los baluartes, pero no sin que antes se hubieran desencadenado fuertes discusiones por la posesión de un insuficiente número de prismáticos. Las mujeres eran estudiantes nórdicas convencidas de que los italianos estaban sexualmente reprimidos, las cuales —a pesar de que a sus espaldas había más de un centenar de hombres que agonizaban por el indescriptible anhelo de subir a un baluarte— creían estar a solas. En medio de la confusión provocada por ciento cincuenta hombres esclavizados por dos mujeres desnudas entre las olas, nadie se dio cuenta de una aguda vocecita que emergía por debajo del baluarte: era la de un soldado al que llamaban Smunqere, que vociferaba su acostumbrado sermón:
—Pensad en todos los castigos y las impurezas de nuestra existencia, en el pecado, en el sufrimiento, en la inmundicia que puede cernerse en el umbral de la pequeña manguera y sus apéndices que cuelgan delante de nosotros, empujando las diabólicas partes de nuestra naturaleza hacia el impulso y la náusea. Gracias, Dios mío —gimió en un tono estridente—, por los milagros de la cirugía moderna. Un procedimiento sencillo, indoloro y casi exento de dolor puede conducirnos a una vida más pura. La tensión se desvanece. Una especie de desasosiego da paso a una irreversible serenidad —chillaba, aunque nadie se volvía para escucharle.
Quien lo había convertido debía de ser un genio, y ahora él pretendía pescar conversos en un mar vacío.
Poco después del incidente de las dos suecas desnudas, por encima del muro lanzaron otra bomba. Ésta metió un poco de metralla en el pie de un muchacho, quien empezó a chillar, pero que en seguida se recuperó. Al que lanzó la bomba lo mataron de un disparo mientras huía y lo abandonaron sin enterrar. Con morbosa curiosidad, los hombres de la Guardia del Río observaron desde lejos la progresiva descomposición de su cuerpo. De noche podían olerlo, pero ya estaban acostumbrados a este tipo de olores. Además, el calor era tan intenso y los pájaros tan eficaces, que en una semana lo único que quedaba allí donde había caído el cadáver eran unos zapatos de cuero, unos huesos blanqueados y una mancha oscura. A mediados de julio, la flota francesa pasó cerca de la costa. Su imagen era a la vez delicada y enérgica. Alessandro les explicó que la lengua materna de Napoleón era el italiano, y que nunca llegó a dominar el francés, lo cual les complació enormemente a todos, ya que habían oído hablar de Napoleón y les ilusionaba que fuera de los suyos. Poco después del paso de la flota, pescaron un atún enorme, que rociaron con aceite y asaron sobre un fuego de hierba y ramas de vid. A primeros de agosto hubo una lluvia de meteoritos. De noche los hombres de la Guardia del Río se recostaban en lo alto de los baluartes y contemplaban cómo el cielo se desintegraba en una especie de cohetes luminosos, en los que dominaba el color blando y el plateado. La luz se extendía silenciosa y el rastro de las estrellas parecía coquetear como las jovencitas en primavera. Brillaban, sonreían y luego desaparecían.
Una noche, a primeros de septiembre, el coronel les obligó a saltar de la cama y formar.
—Nada de saltos de alegría, ni de ooohs, ni de aaahs —les advirtió—. Vamos a regresar al Norte. No sé qué nos tienen deparado para cuando volvamos. No me han informado al respecto.
Un soldado, que por lo general era muy callado, pidió permiso para formular una pregunta.
—¿Cómo se ha enterado de todo esto? No ha llegado ni salido ningún mensajero…
—Tengo un pajarito —contestó el coronel—. Se llama Malatesta y puede hablar, nadar y volar. Es mi único vínculo con el mundo exterior, pero a través de él puedo saberlo todo y lograr que se sepa todo.
Alessandro no pudo reprimir su voz.
—Mi coronel —le llamó.
—¿Sí?
—¿Ha oído hablar alguna vez de la bendita savia que fluye del manto del enaltecido, el cual está sentado en un trono de madera de eucalipto, y que se derrama por las profundas sombras del marfileño y asfixiante valle de la luna?
El coronel hizo caso omiso a su pregunta.
—Partimos esta misma noche —les informó—. El buque de transporte de ganado estará aquí dentro de una hora. En el trayecto de regreso al Norte realizaremos una incursión. Atacaremos en la parte oriental de la isla y les haremos saber que podemos golpear cuando y donde queramos. Hay varias bandas de desertores cerca de Catania.
—¿Están armados? —preguntó uno.
—Sí. No están muy bien organizados, pero son tan poderosos que incluso cobran impuestos en Randazzo y Adrano. Nadie los ha perseguido, pues operan en un territorio accidentado que hay en torno al volcán. Pero nosotros llegaremos de improviso, sin aviones en esta ocasión, y abriremos brecha entre grupos de menor resistencia. Luego los acosaremos. Son soldados habituados a la montaña, mucho mejores que vosotros, pero nosotros tenemos la iniciativa.
—¿Vamos a entrar en Catania?
—Oh, sí, entraremos. Aunque tendríais que desear todo lo contrario. Cuando finalice la operación, desfilaremos por las calles de la ciudad, junto con los prisioneros. En Roma insisten en que debemos hacerlo, aunque nos expongamos a que nos disparen desde las ventanas.
—¿Y no tendremos tiempo siquiera para detenernos a probar un bombón? —preguntó Fabio.
El buque ganadero había parado los motores y, en silencio, se dirigía hacia la costa, flotando sobre la tranquila corriente que acariciaba el cabo. A pesar de que aún no lo había visto, avanzaba suavemente hacia donde ellos se encontraban.
Una vez más pasaron ante las blancas costas de Tunicia y se deslizaron tan al sur, que se vieron aislados de todo casi por completo. Mientras recorrían su órbita en torno al sol de Sicilia, cayeron en una curva en la que sólo había espacios vacíos y calor, pero luego interrumpieron su relajada navegación para acelerar hacia el norte. La proa del buque ganadero cortaba el mar y lo ensortijaba formando una espuma susurrante que repetía siempre lo mismo, hasta quedarse dormida sobre las olas. Esquivaron las islas y, en cuanto oscureció, se deslizaron hacia una playa desierta en la costa sur.
Vadearon hasta la orilla, esta vez sin llevar consigo el equipo pesado ni las cajas de víveres, sino únicamente el fusil y la mochila. A lo lejos, hacia la izquierda, una sola hoguera ardía sobre una colina azulada por la oscuridad.
El teniente y el coronel estudiaron el mapa. Habían desembarcado a un kilómetro de distancia del objetivo y se vieron obligados a vadear un río, si bien bajaba prácticamente seco en aquella época del año. Después de que el buque empezara a retirarse, atravesaron las dunas y entraron en un inmenso terreno sembrado de naranjos, entre los cuales anduvieron durante kilómetros en plena oscuridad. Tuvieron tiempo para comer naranjas y permanecer al descubierto entre los árboles, escuchando el canto de los pájaros —a los que ni la presencia de la Guardia del Río ni la noche habían logrado acallar—, que les llegaba con el viento. Fue una caminata agradable, a pesar de que las hileras de los árboles no eran del todo rectas y a veces los soldados chocaban de cabeza contra los troncos.
Todos se reagruparon junto a un terraplén, sobre el cual pasaba la vía del tren, lejos de cualquier aldea o pueblo, y esperaron mientras comían naranjas y se tendían contra la pendiente de grava que soportaba las vías. En un cielo blanqueado por la luna, un pasillo de estrellas brillaba hasta donde alcanzaba la vista, siguiendo el trazado ferroviario.
—Cuando llegue a Catania —decía Fabio—, entraré en un café y me tomaré cinco capuchinos.
—Te equivocas, señor plumón —le dijo Guariglia—. Lo que harás es recorrer las calles, como todos nosotros, apuntando a los prisioneros con tu fusil mientras vas rezando para que un disparo no te alcance en la nuca.
—Que no —replicó Fabio—. Cinco capuchinos.
—Estarás tan delgado cuando bajes del volcán —le dijo Alessandro—, si es que consigues bajar, que no necesitarás ningún capuchino; ni siquiera los reconocerás. No te apetecerá ni un café, Fabio, porque volverás tan duro como el acero y con menos hambre que una bayoneta.
Fabio parpadeó al mirarlo.
—Yo ya soy duro como el acero —replicó—. Todos lo somos.
—Los soldados montañeros saben lo que se hacen —prosiguió Alessandro, apretando un puñado de guijarros hasta que los más blandos se desmenuzaron entre sus dedos—. Cuando salgas de allí, no tendrás ganas de ir ni a un café.
—¿De qué tendré ganas, pues?
—Beberás orines, masticarás piedras y serás un guerrero.
—¡Qué llevo dos años en el frente! —protestó Fabio—. Ya soy un guerrero.
—Nunca has comido tierra.
—Eso es cierto —terció Guariglia—. Nunca has comido rocas.
—Oh, iros a tomar por el culo —les espetó Fabio, y dio un mordisco a una naranja.
Lejos en el horizonte, hacia el oeste, apareció una luz. Al principio era tan sólo una astilla luminosa, como una estrella perdida entre los huertos, pero luego creció y se hinchó hasta convertirse en una deslumbrante luz amarilla que avanzaba lentamente sobre las vías. Los oficiales ordenaron a todos que se ocultaran entre los árboles, excepto Guariglia, que debía permanecer entre las vías y encender un puro.
Aunque Guariglia era desconfiado, su pasión por el tabaco cubano era tan grande que no protestó; se quedó allí, fumando satisfecho. Luego, dirigiéndose a los oficiales que permanecían ocultos, agachados bajo la rama de un naranjo, les preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Se supone que el tren debía de estar aquí cuando llegásemos —susurró el coronel, aunque no era necesario hablar tan bajo.
—Comprendo —contestó Guariglia.
—Si ven el resplandor de tu cigarro, pararán.
—Eso está bien —exclamó Guariglia, velando el brillo de las estrellas con una enorme nube de humo oloroso—. Si es que…
La luz se iba acercando, meciéndose atrás y adelante mientras la máquina oscilaba sobre las pequeñas desviaciones de los raíles, por otro lado perfectamente paralelos. El tren se arrastraba como si se avergonzara de llegar con retraso y acercarse lentamente hacia la compañía de soldados que le aguardaba entre los árboles.
Cuando estuvo tan cerca que se percibía el movimiento petulante y neurótico de las bielas y las levas, y el vapor que salió de medio centenar de válvulas de antes de la guerra sonaba como una jaula llena de serpientes, Guariglia salió de las vías y movió el cigarro en el aire.
—No hagas señales con el puro —oyó que le decía el coronel, en medio de la oscuridad—. No somos mendigos; esta gente está bajo nuestras órdenes.
Aunque la máquina era relativamente pequeña y sólo tiraba de tres vagones descubiertos, cuando se detuvo junto a Guariglia parecía una gigantesca mole de hierro.
—Se supone que tenía que recoger a más gente —dijo el maquinista—. ¿Dónde están?
—Déjame mirar en los vagones —pidió Guariglia.
—Adelante.
Todos estaban vacíos.
—Podéis acercaros —llamó Guariglia hacia la oscuridad, con manifiesta expresión de triunfo—. No hay nadie a bordo.
Por ambos lados del oscuro huerto aparecieron los soldados, que de inmediato subieron a los vagones, y en unos instantes estuvieron todos acomodados. Los oficiales subieron a la cabina del maquinista. Al cabo de unos minutos, el coronel se subió a la plataforma posterior de la locomotora y, por encima del ruido que producía el vapor, el rugido del fuego de la caldera y el goteo del agua de los condensadores y de los depósitos agrietados, se dirigió a sus hombres:
—El maquinista dice que lamenta el retraso. Su hija se casaba hoy y él no podía desaparecer de la fiesta, aparte de que eso habría despertado sospechas. Como mínimo no ha mentido explicándonos cualquier tontería sobre una reparación en la vía o la rotura de un eje… Dice que, como ya sabemos, hay un largo recorrido hasta el volcán, pero que procurará llegar con luz de día. A pesar del aspecto que pueda tener su tren, corre a gran velocidad.
—¡Bravo! —gritaron algunos soldados.
El maquinista apareció inesperadamente sobre la plataforma, junto al coronel.
—Soldados —les dijo—, mi tren puede viajar muy rápido, pero es peligroso ir a toda marcha… —Sonrió a las filas de jóvenes fuertemente armados—. Aun así, ¡esto es la guerra!
Permanecían con la espalda apoyada en los bajos laterales de los vagones descubiertos, el fusil apoyado junto a ellos, con la bayoneta enfundada por encima de los cascos de acero y silbando al cortar el viento. Guariglia era el único que iba sentado sobre una caja, en el primer vagón. Había encendido otro puro y lo disfrutaba mientras el viento le arrancaba de vez en cuando las cenizas de la punta, avivando la combustión. Incluso el último soldado del último vagón olía el humo del tabaco, al tiempo que Guariglia mantenía la cabeza vuelta hacia las estrellas, como si estuviera en la terraza de algún centro de veraneo.
Más abajo, a la derecha de Guariglia, Alessandro también contemplaba el cielo nocturno. Tenía hambre. Para cenar únicamente habían comido naranjas y todos se sentían ingrávidos y mareados. A medida que el tren ganaba velocidad era como si flotaran en el aire, corriendo con las estrellas. A Alessandro le gustaban las estrellas porque eran inalcanzables, y consideraba que absolutamente todas eran sus aliadas… Como si fueran joyas de su propiedad que, de haber sido él un hombre completamente distinto al que era, le habrían proporcionado una gran satisfacción. Aunque la guerra fuera capaz de hacer que un soldado pareciera insignificante, éste en cambio podía deleitarse en el hecho de que las estrellas siempre colocaban a la guerra en el sitio que le correspondía.
El maquinista les había dicho la verdad. A juzgar por la velocidad y el impulso del tren, aquél debía de haberse tomado dos botellas de aguardiente y estaría golpeando con un martillo el regulador de la locomotora. Todo tipo de piezas metálicas saltaban y traqueteaban. Parecía como si los vagones intentaran separarse unos de los otros, tirando de los empalmes al saltar uno hacia la izquierda y el otro a la derecha. El viento soplaba cada vez con más fuerza a medida que abandonaban las tierras bajas y ascendían la altiplanicie, sin un solo árbol que pudiera detener su fuerza.
Al llegar a una cuesta, menguaba la velocidad, y todos se alegraban de que el maquinista hubiese recuperado la cordura. Pero en cuanto llegaban a la cumbre y empezaban a bajar, volvían a experimentar el vértigo de la aceleración. Lo que había frenado al tren no era la prudencia, ni la moderación, sino tan sólo la gravedad, y el maquinista la maldecía, hasta que de nuevo empezaba a bendecirla cuando volvía a tirar del tren.
En mitad de la noche entraron a toda marcha en una amplia llanura, que apenas podía soportar la arremetida del ancho cielo con su cargamento tridimensional, brillante y fosforescente. Una lluvia de meteoritos salió disparada en el firmamento, como si fueran cohetes de señales, e intensificaron la profundidad del espacio al brillar tan próximos a la tierra. Sin luces ni hogueras, tan sólo los animales estaban levantados y en campo abierto. Sus amos se encontraban resguardados en sus dormitorios, pero ellos permanecían bajo una lluvia de estrellas y, a pesar de que eran criaturas inferiores, sufridas y mudas, aquella luz les hablaba con tal claridad que eran capaces de entender que les prometía el fin de sus padecimientos: un alma, el habla y un espíritu perfecto. Los soldados que viajaban en los vagones descubiertos, bajo las mismas estrellas, atravesando los mismos campos, respirando el mismo aire oloroso, también se hallaban incluidos en aquel pacto. A ellos también se les prometía la redención, el amor y la liberación.
Estaban esparcidos en varios grupos al pie del Etna, y mientras los oficiales batallaban con sus mapas, muchos de los hombres de la Guardia del Río se fueron a dormir en medio del campo.
—Yo pensaba que sería como las montañas que hay en torno a Roma, pero esto es más grande que una provincia. ¿Cómo sabremos dónde encontrarlos? —preguntó Fabio a Valtorta.
—No lo sabremos —contestó el teniente—. Tendremos que peinar un sector, y si se encuentran allí los encontraremos. Si no, pues no los encontraremos. Empezaremos por aquí y avanzaremos en zigzag hasta llegar a la cumbre.
—Necesitaremos un millón de años para cubrir todo este terreno —protestó Guariglia.
—No, si lo hacemos individualmente —replicó Valtorta, con los ojos fijos en las nubes que planeaban sobre el cono, a unos treinta kilómetros de distancia, y luego se dispuso a cargar su mochila—. Vosotros no habéis hecho la guerra de esta manera, pero esto no es exactamente una guerra. Con ciento cincuenta patrullas individuales rastreando el volcán, no pueden pasarnos desapercibidos.
—¿Y qué ocurrirá si uno de nosotros se encuentra con una docena de los suyos? —preguntó Alessandro.
—Les disparáis. Nosotros acudiremos dando un rodeo al oír los tiros.
—Pueden tardar una hora en llegar.
El teniente se metió cargadores de munición en los bolsillos laterales y se los abrochó.
—¿Qué os preocupa? Disponéis de ciento cincuenta balas y un buen fusil. Manteneos a distancia y todo irá bien.
—Pero ellos pueden desperdigarse.
—Nosotros les cortaremos la retirada. Los atraparemos uno a uno, o les obligaremos a dirigirse hacia algún claro.
—Los listos se tenderán en el suelo y esperarán a que hayamos pasado —objetó Guariglia—, para luego escapar por el valle.
—No lo creo —apuntó Alessandro—. Creo que, al igual que los animales salvajes, buscarán la espesura del bosque o escaparán hacia las alturas. El coronel debe de ser un cazador.
—Lo es —corroboró el teniente—. ¿Y tú?
—No, pero tenía un caballo de caza. A veces perseguíamos algún animal y, al hacerlo, por la noche nos encontrábamos siempre en el bosque o en una colina.
Temprano aún por la mañana, Alessandro y Guariglia, a los que habían juntado para que rastrearan hasta las zonas anexas, dieron con una granja rodeada de establos, un molino y una cisterna. Dos mujeres hacían la colada en una acequia en la que el agua manaba con tanta abundancia como en los Alpes. Al ver a los dos soldados fuertemente armados, se asustaron como dos gacelas, pero recuperaron la confianza cuando Alessandro pidió ver a los hombres de casa.
—Aquí sólo está mi padre —dijo la más joven, y luego se tapó la boca con la mano, como si hubiese escrito su propia sentencia de muerte.
—No se preocupe —le dijo Guariglia—. Sólo queremos comer y tomar un baño.
La joven corrió hacia el huerto, en busca de su padre.
—¿Qué hacéis con tanta agua? —preguntó Alessandro a la otra mujer.
—La vendemos.
—¿Querríais vendernos un poco a nosotros?
—¿Por qué no?
Media hora más tarde, Alessandro y Guariglia estaban flotando en una enorme cisterna mientras el padre de una de las muchachas discurseaba sobre el patriotismo y el rey. Era un veterano de la guerra de África y había visto a otros soldados avanzando por el campo, lo cual le hacía sospechar que Alessandro y Guariglia estaban dando caza a los desertores que rondaban por el volcán. A pesar de que había insistido en que se bañaran y comieran gratis, ellos se negaron a contestar a sus preguntas, por temor a que no fuera lo que aparentaba.
—¿Cómo podemos estar seguros de que no nos matará en el estanque, lo mismo que a Eurípides? —musitó Guariglia, con el agua helada chorreándole del bigote.
—Ha estado manipulando nuestros fusiles y no nos ha disparado, Eurípides —contestó Alessandro, nadando hacia el granjero, que estaba acariciando las armas—. Además, sólo los viejos soldados se emboban de esta manera con los fusiles.
Luego Alessandro buceó hacia el fondo y en total oscuridad nadó hasta que la presión de los oídos se le hizo insoportable. Entonces dio media vuelta y buscó la superficie con la máxima rapidez, lanzando por los doloridos pulmones plateadas burbujas de aire, que lo precedieron en su ascensión, hasta que perforó el aire con la boca abierta.
—¿Qué profundidad hay aquí? —preguntó al dueño.
—No lo sé —contestó el anciano—. Esto forma parte de la montaña. A veces salen burbujas, aunque no muy a menudo. Nosotros la bebemos. Nunca hemos tenido un cordel lo bastante largo que llegara hasta el fondo. Cuando yo era joven, mi padre trajo un rollo con mil metros de cable, pero el plomo nunca llegó a tocar fondo. ¿Puedo echar un vistazo a las bayonetas?
—Desde luego —contestaron, inquietos.
El anciano desenfundó las bayonetas y contempló la luz que se reflejaba en las engrasadas hojas.
—Es un chiflado —comentó Guariglia en voz baja, pateando el agua.
—Eso no te lo discuto —contestó Alessandro.
Después del baño se afeitaron con agua caliente y se pusieron sus uniformes recién lavados y todavía húmedos. Luego se dirigieron a una galería abierta, donde dejaron sus fusiles apoyados en las mochilas y se sentaron a comer. Las mujeres, cuyos maridos se habían marchado al Norte hacía varios años y que habían estado espiando a los dos soldados mientras nadaban, habían entrado en una especie de frenesí. Como si padecieran una enfermedad nerviosa, hacían gestos extraños, inconfundibles —y a pesar de todo ambiguos—, con los labios, la lengua, las mandíbulas, los ojos, las manos y los dedos.
El anciano se había sentado a la mesa con Alessandro y Guariglia y peroraba acerca de los austríacos y los africanos. Mientras descargaba el puño sobre la mesa de vez en cuando, no se daba cuenta de que su hija ponía los ojos en blanco o de que su nuera se detenía detrás de él, se sostenía los pechos con ambas manos, acercaba la lengua a la punta de la nariz, cerraba los ojos, hacía girar la pelvis y gemía como una loba.
Alessandro y Guariglia no sabían qué pensar. Por la forma en que a ambos se les abría la boca y los ojos se les salían de las órbitas, el anciano creía que los tenía completamente hipnotizados con sus historias sobre la guerra de Eritrea y que les había contagiado sus ansias por combatir.
La que gemía como una loba abrió las persianas de la cocina y, sujetándolas para poder cerrarlas si su suegro se volvía, dejó caer la blusa hasta la cintura.
—¡Así es! —gritaba el anciano—. ¡Aquellos malditos turcos! ¡Nosotros sabíamos muy bien qué hacer con ellos!
Cuando la comida estaba a punto de finalizar, la nuera se giró brevemente, se metió una enorme barra de pan bajo el vestido y saltó hacia la cocina.
—¿Y ahora qué, muchachos? —preguntó el anciano.
—Podríamos echar una siestecilla —sugirió Alessandro—. Hemos estado levantados toda la noche.
—¿Y desperdiciar la luz del día? ¡Dios mío! Cuando yo estaba en el ejército marchábamos todo la noche sin dormir, durante semanas, y durante el día luchábamos. ¡Marchaos ya y detened a esos cabrones!
—Si durmiésemos pelearíamos mejor —suplicó Guariglia.
—¡Tonterías! —gritó el anciano, mientras se levantaba—. ¡Y que Dios os bendiga!
Luego les trajo los fusiles y las mochilas, y los tres se marcharon juntos hacia una colina que subía hasta el volcán. El granjero volvió a bendecirlos y a felicitarlos, y a continuación regresó a sus campos.
Alessandro y Guariglia se alejaron un breve trecho antes de volverse para contemplar de nuevo la casa. En el piso superior, las dos mujeres bailaban una extraña danza.
—Están desnudas —exclamó Guariglia.
—Ya lo veo.
—Volvamos.
—El viejo nos está mirando.
—¡Y nos dice adiós con la mano, el muy hijo de puta! Éste nos vigilará como un perro hasta que no hayamos desaparecido.
—Es fiel a la causa.
—Aguarda un momento —dijo Guariglia—. ¿Qué es aquello?
Por el lateral del conjunto de edificios, fuera del campo de visión del anciano, un soldado armado con un fusil se acercaba a la casa. Los golpes que dio en la puerta hicieron que las dos mujeres se apartaran de las ventanas con la rapidez de un galgo.
—¿Quién es ése? —chilló Guariglia.
—Sabes muy bien quién es —contestó Alessandro—. Míralo, metiéndose la camisa en los pantalones y arreglándose el pelo. ¿Quién más puede ser? ¿Quién va a ser, si no?
—Lo mataré —exclamó Guariglia.
Luego ambos se separaron y empezaron a subir en zigzag por la falda del Etna. Por entonces el sol ya estaba alto, sus uniformes se habían secado y hacía tanto calor que sólo anhelaban la altitud, aunque sólo fuera porque sabían que el aire sería más fresco en las alturas.
La mochila de Alessandro era demasiado pesada. Tenía que transportar ciento cincuenta cartuchos, probablemente más de los que iba a necesitar, ropa pesada, comida suficiente para unos cuantos días y agua. Esto, unido al peso de las botas, cintos, cargadores, cartucheras, fusil, bayoneta y funda, pistola, munición para la pistola, y muchos otros objetos variados que se habían acumulado en la mochila y los bolsillos, sumaba casi tanto como su propio peso.
A las cuatro de la tarde se detuvo en un claro entre jóvenes castaños. Incluso antes de que el verano terminara, las hojas empezaban a amarillear, pero no por culpa del calor, como en todos lados, sino debido al frío y a la altitud. A un par de miles de metros, el bosque en recesión parecía más propio del norte de Europa que de Sicilia, y se veía tan umbrío y húmedo que parecía un bosque de la Francia medieval, o el parque de Villa Borghese a principios de diciembre.
Con su dulce cháchara asustada, los pájaros parecían decir que nunca habían visto a un hombre, aunque posiblemente eso no fuese cierto, ya que los campesinos subían al Etna para recoger castañas. Quizá lo que los pájaros no habían visto nunca era a un soldado.
Alessandro dejó en el suelo la mochila y el fusil, y sin aquel peso en las espaldas se sintió como un ángel volando hacia el cielo. Se sentó. Durante varias horas había recorrido la ladera de la montaña, por el bosque, entre matorrales, viñedos, campos sembrados y sobre las negras rampas de lava que le gastaba las botas y le lastimaba los tobillos. El uniforme se le había vuelto oscuro como consecuencia de su propio sudor, y la parte de la mochila que se apoyaba contra su espalda estaba totalmente empapada.
En dos ocasiones se había cruzado con Guariglia, aunque con nadie más, y ambos habían comentado que nunca encontrarían a nadie, pues con los ojos irritados y la cabeza agachada por el peso que llevaban sobre los hombros, nunca dispondrían de la suficiente libertad de movimientos para poder vigilar.
—No cabe duda de que pueden oírnos y vernos —había comentado Guariglia.
El arroyo de aguas heladas que cruzaba por el claro era lo bastante profundo para cubrir a Alessandro, cuando éste se zambulló en el centro. La brisa era fresca y él sabía que la noche sería muy fría, pero iba a encontrarse con Guariglia, cazarían por primera vez y para cenar asarían la caza en buen fuego.
Alessandro salió del riachuelo, se sacudió el agua, se vistió y fue a sentarse sobre su mochila. Lejos, en la distancia, el mar aparecía iluminado por la cálida luz de la tarde. Había algo en aquel color azul, apacible y frío, lejano, de la franja quieta y deslumbrante bajo el horizonte, que hizo que Alessandro relajara su atención y permitiera que el momento pasara.
Se inclinó hacia delante, cogió su fusil cerca de la base de la bayoneta y lo hizo girar para apoyarlo contra la horquilla de un árbol joven, allí donde estuviera a mano y a la vista. En el mar, un barco avanzaba lentamente por aquella franja de azul, y la mancha blanca de su estela se convertía en un rastro que finalmente desaparecía. Alessandro recogió una castaña y la olisqueó. Eso le recordó Roma en otoño, la visión de Via Condotti desde la plaza Trinita dei Monti al anochecer, cuando los fuegos empezaban a encenderse en los restaurantes a lo largo del Tíber y un cielo color naranja, a punto de oscurecer, silueteaba las palmeras reales en lo alto del Gianicolo. Lamentaba no haber llevado nunca a su madre a contemplar las vistas de Roma que él había descubierto a medida que iba creciendo. Ella nunca volvería a verlas y ellos nunca las habían disfrutado juntos; pero su madre andaba muy despacio y él no tenía la paciencia necesaria para pasear lentamente a su lado.
De pronto se sintió lanzado hacia delante, como si le hubiese corneado un toro por la espalda. Salió despedido hacia la mitad del claro, e iba a chocar de cabeza contra el tronco de un árbol caído cuando sintió que giraba en el aire apartándose de él. Fuera lo que fuese que le había lanzado, seguía agarrándolo, y por su propia conveniencia le había vuelto panza arriba, de modo que ahora sólo podía ver el cielo azul.
Cuando ambos cayeron al suelo y con el golpe los pulmones de Alessandro se quedaron sin aire, éste recibió un tremendo impacto en pleno rostro. No tuvo la menor posibilidad de revolverse ni de responder. En una fracción de segundo, intentó comprender lo que sucedía. Luego, un tipo corpulento, calvo y de ojos azules lo soltó, se echó hacia atrás y, sin darse cuenta, tropezó con el fusil. De inmediato lo cogió de la horquilla del árbol donde se apoyaba y, arrancando la funda de la bayoneta con tal fuerza que voló por los aires, dio media vuelta y embistió a Alessandro.
Su propia bayoneta, con la que había matado a un hombre, avanzaba hacia él como un sabueso furioso, pero más veloz y más seguro de sí mismo. El hombre que la empuñaba parecía imperturbable, como si fuera a clavar una pala en un montón de tierra antes de sentarse para almorzar.
Alessandro contempló la plateada punta engrasada y contuvo el aliento. No le quedaba elección. Podía pensar: «Ahora voy a morir y ésta es la última cosa que voy a ver», o apartarse unos milímetros del trayecto de la hoja y escapar sin saber muy bien cómo.
A pesar de que no disponía de equilibrio ni de fuerza, sus músculos estallaron y saltó a un lado. La bayoneta penetró en el blando suelo del bosque y efectuó una incisión de color arcilloso en el tronco del árbol caído.
Alessandro dio un salto mortal hacia atrás, entre los arbustos, y rodó colina abajo, desgarrándose la piel con las rocas y las ramas. Para ayudar al impulso de la gravedad, empujaba con piernas y brazos todo lo que tocaba, haciendo el molinete ladera abajo hasta que se encontró —jadeante como una ramera— al pie de una pequeña loma cubierta de hierba.
Disponía de una nítida visión de todo el trayecto hasta donde se había detenido, ahora milagrosamente lejos, y estiró la cabeza para averiguar si lo perseguían. La brisa ni siquiera mecía las hojas y el hombre rubio y calvo se alejaba a gran velocidad por una rampa de lava, llevándose consigo la mochila y el fusil de Alessandro.
Sin pensarlo, al principio sin levantarse siquiera, Alessandro salió en su persecución.
No quería perderlo ni que él le descubriera, así que siguió por el borde del sendero de lava, entre los árboles y los matorrales. Los cortes de la cara continuaban sangrando, el polvo negro que respiraba se posaba también sobre las heridas abiertas y se torció el tobillo media docena de veces, pero al final consiguió recuperar el aliento y dejó de sangrar.
Tenía que avanzar en silencio, ya que el otro se hallaba muy cerca. El desertor estaba en el centro del camino de lava, subiendo sin interrupción, con paso tan regular como el de un guía de montaña. Alessandro le siguió durante dos horas, a un centenar de metros a su derecha y unos cuantos metros por detrás, y en todo aquel tiempo el desertor no se volvió ni una sola vez a mirar hacia atrás. Pero en cuanto el sol empezó a bajar y una sombra cubrió el este, el rubio se detuvo y examinó toda la montaña a sus pies. Alessandro se lanzó boca abajo contra las rocas.
El desertor permaneció erguido en lo alto, con el sol iluminándole por detrás. Cuando la brisa nocturna ascendió y le meció los cabellos, hizo que éstos brillaran cegadores, como si llevara puesto un casco dorado. Se hallaba de pie en medio de un campo de hierba amarilla, donde aparecía aún un leve matiz verdoso allí donde el terreno formaba montículos o el suelo era irregular. A sus espaldas, el cielo aparecía desierto. Cada vez hacía más frío y Alessandro distinguía claramente la silueta de su fusil y la bayoneta que el desertor llevaba colgando del hombro, pegado contra el costado de la mochila en la que había comida, agua, municiones y ropa de abrigo.
Con la oscuridad, Alessandro acortó la distancia. Él se encontraba en dirección contraria al viento y podía oír a su presa, mientras que el otro no podía oírle a él. A veces captaba momentáneamente su figura contra el cielo violeta del anochecer, y más tarde pudo verlo al perfilarse contra las estrellas.
De vez en cuando, Alessandro oía disparos allá abajo, pero sonaban tan débiles, que no estaba muy seguro de si no serían producto de su imaginación. Sólo con que el viento soplara ligeramente en sus orejas, los ruidos desaparecían y, comparando las inciertas detonaciones con las pisadas del desertor, éstas sonaban como martillazos.
A eso de las diez, el otro se detuvo al borde del cráter. Sin nada que hacer aparte de reflexionar y pasar frío, Alessandro observó que el desertor subía a lo alto de una roca y allí se instalaba, como un asceta bíblico. «Descansará hasta el amanecer —pensó Alessandro—, pues de noche no puede avanzar por el cráter. Luego saldrá como alma que lleva el diablo hacia el noreste y desaparecerá en dirección a Messina, o hacia una cueva donde esté seguro».
Alessandro se acurrucó sobre una blanda zona de hierba, sujetándose los tobillos y tratando de cubrirse el cuerpo todo lo posible con los brazos. La postura no era muy cómoda, pero así se estaba más caliente que de pie o sentado; al final se quedó dormido.
Alrededor de las cuatro se despertó en medio de un completo silencio. Ni siquiera el viento era lo bastante intenso para producir algún ruido, y el aire de la montaña era transparente y denso, con las estrellas y la Vía Láctea brillando a lo lejos, como si estuvieran inquietas e irritables. Una luna en cuarto creciente, tan delgada que parecía una grieta en el cielo, colgaba sobre el mar en su órbita hacia al otro lado del planeta.
Alessandro decidió que esperaría un par de minutos después de que el desertor emprendiera la marcha, cuando estuviera limpio, descansado, bien alimentado y convencido de que se encontraba a salvo; cuando ya no pensara en Alessandro, convencido de que éste no lo había seguido Entonces, cuando los dos se hallaran eufóricos ante el amanecer a aquella altitud, Alessandro atacaría.
Se adelantó para encontrar el sendero que, antes de la guerra, los turistas y los amantes de la naturaleza habían abierto al borde del cráter. Nadie que cruzara la montaña podría evitarlo. A pesar de que Alessandro subió en línea recta hasta el borde, llegar allí le costó más de lo que había imaginado. Abajo, en el fondo del cráter, lagos de fuego se revolvían y burbujeaban, cubriéndose de escamas y láminas como si fueran la piel seca de un mítico animal. De vez en cuando, una línea de fuego saltaba por los aires y volvía a caer, dejando una huella momentánea sobre el lago derretido de donde había salido disparada. El aire que flotaba por encima del borde estaba cargado de azufre y resultaba irrespirable, después de surgir de aquellos malévolos lagos que no habían dejado de moverse durante toda la noche, desde hacía miles de años, testigos de una guerra tan generalizada y profunda en el núcleo de la tierra, que la superficie se rebelaba.
Alessandro avanzó por el sendero hasta que halló un grupo de rocas a la derecha. Subió hasta un saliente plano y volvió a bajar en busca de una piedra con el canto lo bastante afilado y dentado, que además encajara cómodamente en su mano. Justo cuando los primeros rayos rosados de un sol debilitado golpearon el lugar donde el desertor había dormido, apareció allí un pequeño fuego, tan brillante como la luz de una linterna.
Al apagarse aquella hoguera, empezó el terror de Alessandro. En el almacén de explosivos de Mestre le habían entrenado para la lucha sin armas, pero ninguno de los ejercicios le había preparado para lo que estaba a punto de hacer. En un momento de sinceridad, su instructor había informado a la tropa de las pocas posibilidades de salir con bien contra un enemigo mucho más corpulento, al margen de los conocimientos que tuvieran. Alessandro había memorizado únicamente la mitad de las instrucciones y luego había olvidado la mitad de lo que había aprendido. Recordó la rapidez y la gracia con que el desertor había cogido su fusil, desenfundado la bayoneta y colocado la hoja en completo silencio. Recordó con qué serenidad le había atacado, sin siquiera alterar su respiración. A base de mirar la roca que había bajo sus pies, y permaneciendo quieto, Alessandro intentó dominar los deslizamientos que se producían en el interior de su estómago. El sol naciente pronto desplazó a los lagos en fusión y, aunque éstos se hallaban en la sombra, no podían rivalizar ni con la parte más insignificante de aquel círculo color sangre. Cuanto más alto subía el sol, menos temor experimentaba Alessandro.
El desertor estaba ascendiendo por el sendero y Alessandro empezó a temblar. Tenía miedo a dejar que pasara, o a estar tan trastornado por el miedo que se precipitara o retrasara al saltar.
Alessandro ya no tenía hambre, o al menos no pensaba en ello. Sólo deseaba vivir. «¿Por qué no dejarlo escapar? —pensó—. Permitir que se vaya. De este modo yo seguiré con vida… Pues porque ese hijo de puta me ha robado mi fusil y mi ropa. Cuando vino hacia mí apuntándome con mi propia bayoneta estaba dispuesto a matarme, y para él eso no significaba nada».
Tensó la mandíbula y apretó el puño alrededor de la piedra. En aquel mismo instante el sol brillaba deslumbrante, mientras se elevaba como un globo por encima del cráter del volcán.
Alessandro pensó en que debía parecer un león acechando a su presa sobre la roca. Un león no tendría miedo ni hambre, pero, al saltar a la espalda de aquello que estaba dispuesto a matar, parecería furioso. Rugiría al tiempo que hurgaría con las garras. Como el león de Venecia, tendría la melena rígida debido al polvo y al sol. Como el león de Venecia, con expresión abatida, a la vez brutal y astuta, dejaría que Dios y la naturaleza lo guiaran en la lucha.
Tenía que ser así para Alessandro, porque ya no disponía de tiempo para seguir reflexionando. Oyó pisadas a un ritmo rápido. El desertor apareció ante sus ojos. No tenía ni la más remota idea de que alguien lo estuviese esperando, y avanzaba decidido, como un excursionista.
En el instante en que Alessandro saltó por los aires, se desprendió de todo su miedo. Estaba a punto de devolver un favor y estaba volando como un halcón. Cuando el desertor se volvió, Alessandro trató de golpearlo con la piedra en pleno rostro, pero la gravedad conspiró contra él y el golpe dio a un lado.
Los dos aterrizaron en el suelo y la mochila se deslizó junto a ellos, mientras el fusil traqueteaba sobre las rocas. Por un momento, ninguno de los dos se movió. Alessandro lanzó un puñetazo y sintió que los nudillos golpeaban contra una ristra de dientes, pero lo que sintió a continuación fue que un par de botas presionaban sobre su estómago. No se limitaron a patearlo, sino que lo empujaron hasta levantarlo y lanzarlo contra una de las rocas. La piedra le resbaló de la mano.
El desertor fue directo hacia el fusil. Posó ambas manos en el arma y se disponía a volverse cuando Alessandro se lanzó como un ariete contra él, para proyectarlo por el borde del sendero a un saliente mucho más abajo. El desertor se había hecho daño con la caída; Alessandro, en cambio, seguía intacto, pero el fusil también había caído por el borde del sendero. El enemigo se acercó lentamente para cogerlo, tiró del cerrojo y apuntó con él a Alessandro, quien se retiró del borde con tanta rapidez, que el disparo no llegó a producirse.
Cuando Alessandro se asomó entre las rocas, el montañero que había intentado clavarle una bayoneta se alejaba cojeando hacia la plataforma del cráter, con el fusil acunado entre los brazos. Comprobaba tan a menudo el sendero bajo sus pies, que parecía como si se viera en dificultades para decidir qué dirección debía tomar.
Alessandro desató los cordones de la mochila. El desertor no había visto la pistola, envuelta en su propio cinto y oculta en el bolsillo interior que había en el fondo a la izquierda. Abrió la mochila y bebió su propia agua, comió carne seca, galletas y fruta mientras examinaba las pertenencias del desertor: un suéter roto, una navaja plegable con mango de madera, un manifiesto político socialista fechado en mayo de 1915, un tarro de mermelada y una postal de la Capilla Sixtina. La postal era de una mujer llamada Berta, y en ella decía que regresaba a Danzing. Iba dirigida a Gianfranco di Rienzi, de un batallón de los Alpes que Alessandro sabía eran magníficos montañeros, con años de experiencia en la lucha entre la nieve.
Quizá debido a que Alessandro conocía ahora el nombre del desertor, que era un montañero y que había estado enamorado de Berta, la cual no le correspondía, no sentía deseos de matarlo, ni siquiera de capturarlo. Sin embargo, no podía tolerar el hecho de haber perdido su fusil. Alessandro se había envuelto el cuerpo con un suéter a modo de bandolera, se bebió la última gota de agua y reanudó la marcha. Al proseguir su avance por el sendero, sacó la pistola y soltó el seguro. Cuando enfundó de nuevo el arma, sintió la inexplicable energía que a veces, por las mañanas, se apodera de los soldados que han pasado en vela la noche anterior.
Al llegar a la caldera, Alessandro estaba terriblemente sediento, pero sabía que Gianfranco di Rienzi lo estaría mucho más aún. Caía un sol de justicia y el calor que subía de los lagos de fuego combaba el aire y lo mecía atrás y adelante en láminas verticales que parecían líquidas.
Debido a los charcos de magma ocultos bajo una costra que podía hundirse por el peso de un hombre, Gianfranco golpeaba de vez en cuando el suelo con la culata del fusil, como un patinador que diera patadas a fin de comprobar la dureza del hielo.
Gianfranco se volvió, levantó el fusil y realizó un disparo en dirección a Alessandro. Cuando la detonación atravesó la humareda, Alessandro retrocedió de un salto y se inclinó sobre una rodilla, pero el proyectil ya había pasado.
El segundo disparo se hizo con mayor atención. Alessandro tuvo tiempo de lanzarse al suelo al oír que la bala le pasaba por encima de la cabeza, aunque no se encontraba bien protegido. Gianfranco desperdició dos cartuchos más, pero lo único que consiguió fue clavar unas esquirlas en la cara de Alessandro cuando las balas chocaron contra las agudas y dentadas rocas que había a su alrededor, aparte de reducir a tres balas sus reservas de munición.
Alessandro se sentía extrañamente seguro, pues Gianfranco di Rienzi disponía ahora tan sólo de tres oportunidades, de tres pequeñas balas. En el Campanario y más tarde en las trincheras, las balas caían sobre ellos como un aguacero. Tres balas en campo abierto sencillamente no le impresionaban. Así pues, corrió hacia delante, saltando las ardientes grietas que iban de un lago a otro por encima de los senderos, obligando a Gianfranco, que se encontraba a unos cincuenta metros, a que le disparase otra vez y desperdiciara otra bala. Ésta, sin embargo, le pasó muy cerca. Ahora sólo le quedaban dos y Gianfranco hizo lo que Alessandro había sospechado: decidió utilizar la bayoneta. Retiró la funda cuidadosamente, la colgó del cinto y retrocedió a la carrera el camino que ya había andado.
Alessandro sacó la pistola, apartó el cinto a un lado y corrió hacia una depresión cubierta de piedras, al tiempo que se escondía el arma en la cintura, debajo de la camisa. Cuando Gianfranco apareciera en lo alto de la hondonada, envuelto en las nubes amarillentas iluminadas por el sol, podría decidirse por dos opciones: dispararle o atacarle con la bayoneta. Convencido de que Gianfranco se decidiría por conservar los últimos dos cartuchos que le quedaban, Alessandro se sentó sobre una piedra y afianzó los pies en el suelo.
En efecto, Gianfranco apareció entre las nubes de azufre, pero por detrás de Alessandro. Podría haberle disparado, sin embargo, ambos llevaban todo un día viviendo de los errores del otro, y esto iba a seguir así: Gianfranco no quería desprenderse de aquellas dos balas. Empezó a bajar.
Cuando Alessandro oyó el ruido de los guijarros deslizándose por la pendiente, se levantó de un salto y se volvió. Gianfranco estaba convencido de que lo tenía en su poder.
—¿Por qué has querido atraparme, idiota? Te quité cuanto necesitaba, y en dos ocasiones te perdoné la vida. Dos veces… ¿Es que no podías dejarme en paz?
—No.
—¿Por qué?
—Porque eres un desertor.
—¿Y no te gustan los desertores? ¿Eres un monárquico? ¡Estúpido!
—No soy monárquico —replicó Alessandro; los dos se hallaban tan cerca que con diez pasos Gianfranco habría podido clavarle la bayoneta—. Pero no me gustan los desertores.
—¿Por qué?
—Por Guariglia. Guariglia tiene esposa e hijos, y cuando tú, hijo de puta, huiste del frente, hiciste que le resultara mucho más difícil seguir con vida.
—Quizá tú y ese Guariglia debierais desertar también.
—No, en consideración a los demás Guariglias y a los que son como yo.
—Quizá también ellos debieran desertar.
—¿Para que los persiguiesen los austríacos, en vez de los italianos? Sabes que sería así. Los desertores tendrían que unirse para combatir contra los austríacos, con lo cual se verían obligados a formar otro ejército.
—Te aseguro que ese nuevo ejército también tendría sus desertores.
—Y yo te aseguro que gente como yo saldría en su busca —replicó Alessandro.
—Pues lo siento —dijo Gianfranco—, porque hemos llegado a un punto muerto. Ambos disponemos de unos argumentos interesantes, pero sólo yo tengo el fusil.
Gianfranco bajó el arma, posicionando la bayoneta, y avanzó. La mano derecha sujetaba el cuello de la culata y el dedo del gatillo no se apoyaba en él. Eso dio a Alessandro el tiempo suficiente para retroceder un paso, coger la pistola y sacarla de debajo de la camisa. Cuando ésta apuntó a la cabeza de Gianfranco di Rienzi, Alessandro había tirado ya del percutor. Si Gianfranco seguía avanzando o cambiaba la posición de la mano derecha, le dispararía.
—¡Justo en el medio de la cabeza! —advirtió Alessandro, con el dedo tenso en el gatillo que ignoraba si podría disparar.
Si Gianfranco se rendía, viviría hasta el momento de su ejecución. Sin embargo, ante la imposibilidad de proseguir su avance, éste colocó el fusil en posición horizontal, lo apoyó en el hombro y tiró del cerrojo, con la certeza de que Alessandro no tendría valor para efectuar el disparo.
De los siete prisioneros que transportaba el buque ganadero, tres estaban heridos. Todos permanecían encadenados en cubierta, bajo un toldo de lona. Los que no estaban heridos, deseaban que el buque chocara con una mina, ya que así los desencadenarían y en el mar dispondrían de una oportunidad. Pero a los heridos no les quedaría ninguna esperanza: no se encontraban lo bastante fuertes para nadar hasta la costa, y en el agua se desangrarían hasta la muerte.
Gianfranco di Rienzi iba vendado en el hombro y en una pierna, y su rostro era totalmente inexpresivo. Alessandro lo había estado observando mientras cruzaban Catania. Sus ojos lo captaban todo, pero no expresaban nada mientras viajaba en una carreta junto con otros dos prisioneros, bajo una manta empapada por la lluvia. Catania era una ciudad llana, pero daba la impresión de que se encontraba en lo alto de una colina frente al mar. Las tiendas estaban cerradas y todo parecía de color gris. Pasaron ante un restaurante y Fabio se agachó para entrar en él y pedir un capuchino, pero, antes de que lo obligaran a regresar a la formación, permaneció allí dentro el tiempo necesario para oler a cordero y a aceite caliente. Los soldados de la Guardia del Río avanzaban a paso de marcha, empujando la enorme carreta de dos ruedas sobre los irregulares adoquines. La lluvia les caía a chorros por la cara. Tenían los uniformes empapados, lo mismo que las botas, la mochila y todo cuanto había en su interior… Los fusiles se hallaban cubiertos de gotitas de humedad, y la grasa que hacía que el agua se transformase en perlas se empañaba con el frío.
Sólo de tarde en tarde aparecía una luz en alguna ventana, o una mujer o un niño se asomaban tras las persianas para ver la columna de soldados.
Cuando la lluvia se arrastraba por las calles de Catania, ni la ciudad ni su arquitectura tenían la costumbre de alegrarse, ya que mientras ciudades como Salzburgo o Londres se habían edificado para la lluvia, Catania lo había apostado todo por el mar azul y su cielo inmaculado.
El rostro de Gianfranco di Rienzi carecía de expresión, pero mientras sus ojos saltaban de los canalones borboteantes a las fachadas pulimentadas por el agua, o a las palmeras que goteaban al viento, no dejaba de estudiar la ciudad como si fuera una madre que acariciara por última vez el rostro de su hijo.
Los prisioneros habían abordado el buque ganadero en medio de un absoluto silencio. Nada más verlo, primero se asombraron, luego se deprimieron, como si creyeran que hubiesen sido más felices de haberlos trasladado al lugar de su ejecución con un moderno destructor de cubiertas pulimentadas y brillantes adornos de latón; y acaso tuvieran razón. Teniendo en cuenta la primera imagen que captaron del buque, tan hundido en el agua que parecía un hombre al que la faja se le hubiese caído sobre las rodillas, su melancolía quedaba en cierto modo justificada, en especial bajo aquella lluvia y en medio de la niebla. Y cuando el buque zarpó, abriéndose paso entre la bruma, los prisioneros habían caído en la desesperación más profunda. Los motores, las luces y el avance sobre el mar podrían haber contribuido a devolverles la confianza, o a dictarles ritmos para que sus dedos los imitaran o sus corazones los siguiesen. Si el mundo moderno estaba dispuesto a ejecutarlos, tenía la obligación de distraerlos mientras tanto; sin embargo ellos estaban empapados, heridos y flotando a ciegas sobre un mar inmóvil y gris. En cierto modo, eso apenas importaba, ya que la vida de un soldado no era más que una introducción a la muerte, y cuando ésta se presentaba —o se disponía a hacer acto de presencia— el soldado se hallaba en parte resignado.
El tiempo despejó cuando cruzaron el golfo de Tarento, y a media mañana —cuando el cielo era azul y el mar lanzaba destellos por vez primera en varios días— Alessandro visitó a su prisionero.
—Fuiste muy considerado al no destrozarme el hueso de la pierna —le dijo Gianfranco di Rienzi—. Te agradezco que me dispararas en el trasero.
—Te disparé a la parte posterior del muslo.
—Eso es el trasero.
—Mi intención no era esquivar el hueso. No pensaba en él en absoluto.
—Muchas gracias. Estoy seguro de que disfrutarás con mi ejecución.
—¿Y quién ha dicho que vayan a ejecutarte? Te juzgarán. Puede que cumplas unos cuantos años de condena, pero luego saldrás en libertad.
Gianfranco miró fijamente a Alessandro, quien permanecía arrodillado sobre la cubierta, frente a él.
—¿Lo crees así? —preguntó con voz queda.
—No.
—Yo tampoco.
—¿Y qué me dices de tu historial?
—He sido un buen soldado. He matado a un montón de alemanes. También a un policía militar. —Alessandro levantó la cabeza—. En la Via Cardano de Pavía, frente a un centenar de personas. Le disparé en el pecho con la pistola reglamentaria. En aquel mismo momento supe que yo era hombre muerto; por eso huí al volcán.
—¿Nos estabas esperando?
—Desde hacía cinco meses.
—Nosotros no andábamos buscándote; tan sólo hacíamos un barrido.
—Debería haberte matado.
—Lo intentaste.
Gianfranco sonrió.
—¿Cómo pudiste dar aquel salto? ¿Eres un saltamontes? Los humanos no pueden saltar hacia atrás como tú lo hiciste.
—¿No has visto nunca una bayoneta buscándote el cuerpo?
—Por supuesto.
—¿Y qué hiciste?
—Disparar.
—Pues yo salté.
—Si pudiera, rompería estos grilletes y nadaría hasta África —comentó Gianfranco, mientras la niebla surgía del mar a través de los destellos plateados.
—Te desangrarías en el agua.
—Correría ese riesgo. Corta la cadena.
Los otros prisioneros guardaban silencio.
Era indudable que Alessandro no iba a cortar ninguna cadena.
—¿Por qué no?
—Porque entonces me fusilarían a mí.
—Vente con nosotros.
—¿A África? Aunque creyera que no ibas a desangrarte en el mar, no cortaría tus grilletes. Yo quiero regresar junto a mi familia —dijo Alessandro, luego se levantó.
—Ya se ve que el ejército te tiene cogido por las pelotas.
—El ejército siempre me ha tenido cogido por las pelotas —replicó Alessandro—. Desde el primer día. Y siempre he sido consciente de ello… Pero ¿sabes una cosa? En el Veneto fuimos barridos, sin embargo, yo sigo con vida. Fui afortunado… y estoy decidido a seguir forzando al máximo mi suerte.
—Mírame —le ordenó Gianfranco—. Mírame.
Alessandro obedeció.
—No voy a quedarme aquí mucho tiempo. Estoy bastante tranquilo, aunque con la mente revuelta. Veo cosas. Y ahora lo veo con claridad. —Hizo una pausa, mostrando una indudable satisfacción—. No vas a salirte con la tuya.
Cuando el buque ganadero rodeaba el cabo de Otranto y giraba hacia el norte, los prisioneros de estribor contemplaron un mar aparentemente sin límites, ignorantes de que las playas vírgenes del sur de Italia se hallaban tan sólo a unos centenares de metros, o que a babor se veía la costa desfilando lentamente, como si se deslizara sobre unos raíles.
Uno de los prisioneros, que había sido intérprete en una banda de música —un tipo nervioso, de rostro macilento y ojos saltones, al que habían capturado mientras lavaba sus ropas—, no paraba de exigir la presencia de un sacerdote.
—No tenemos cura —se le informó—. Éste no es un buque de guerra.
Sin embargo, al cabo de un rato formulaba a otro la misma demanda.
—¿Puedo ver a un sacerdote?
—¿Para qué quieres un cura? —le preguntó Gianfranco.
—Para que me ayude a enfrentarme tranquilamente a la muerte.
—¿Y para qué quieres enfrentarte a ella tranquilamente?
—Mis entrañas pueden enloquecer —contestó el músico.
—¿Qué quieres decir?
—Que puedo perder el control del esfínter y eso no me gustaría. ¿Y a ti?
—No sé a qué esfínter te refieres, pero eso carece de importancia, ya que todo se habrá acabado en un instante. —El músico miró a Gianfranco como si éste perteneciera al mismo pelotón de fusilamiento—. Y luego te encontrarás al otro lado. Si allí no hay nada, en fin, será una decepción, pero tú no lo sabrás. Y si hay algo, entonces será como si te hubiesen disparado con un cañón.
—A mí nunca me han disparado con un cañón, pero siempre me he preguntado cómo sería estar muerto —dijo el músico, en tono sarcástico.
—Pues ya ves, ahora vas a averiguarlo —replicó Gianfranco.
—¿Y tú no estás asustado?
—Terriblemente, pero apuesto a que hay algo al otro lado.
Alessandro y Guariglia habían estado escuchando desde la estrecha cubierta superior.
—¿Por qué? —preguntó Alessandro.
Gianfranco levantó la vista hacia él.
—¿Por qué no te vas a tomar por el culo? —le espetó—. Toda mi vida he oído hablar del paso al otro lado, de mil maneras, pero no estoy seguro; simplemente correré este riesgo. Muy pronto, gracias a ti, me hallaré frente a un pelotón de fusilamiento. Y cuando aprieten el gatillo, echaré a volar.
Alessandro se deslizó entre las barras de la barandilla y saltó a la cubierta de los prisioneros. Guariglia lo siguió por la escalerilla.
—¿Fue eso lo que le pasó al policía militar en Pavía? —preguntó Alessandro—. ¿Salió volando hacia un reino de alegría, o simplemente se acabó todo allí, paralizado, concluido, envuelto en oscuridad? Me gustaría saber qué sintió él cuando tu bala chocó contra su pecho y le detuvo el corazón. ¿Regolfó su sangre y salió de él a borbotones? ¿Fue así como salió disparado hacia el reino de la alegría?
—Así lo espero —contestó Gianfranco—. Porque en ese caso, entonces yo me sentiré feliz, y si me equivoco, entonces simplemente me quedaré tranquilo.
—Pues yo sigo sintiendo curiosidad —insistió Alessandro—. Dices que conoces más de mil maneras de realizar ese paso. Dime sólo una.
—Puedo decírtela. Se presenta como si fuese un espíritu.
—Ya sé que se presenta como un espíritu, maldita sea —exclamó Alessandro—. Mirad hacia allá —les dijo a los prisioneros, señalando el horizonte—. Sólo se ve mar azul. Al norte, al este y al sur, un horizonte vacío. Decidme, ¿qué hay al otro lado?
—Lo mismo —contestó uno de los prisioneros.
—No —exclamó Guariglia—. Vamos siguiendo la costa. Debido a su fondo plano, el barco puede navegar por aguas poco profundas, y así burlar a los submarinos. A babor se ve la playa, las conchas, incluso se huelen los árboles; al otro lado apenas no se oye nada debido al ruido del oleaje. El humo de las hogueras en el campo impregna de olor las ropas, y se ven los pájaros revoloteando por allí. Las montañas están muy cerca, y en el Gargano alcanzan una gran altura.
—Pues llévanos a este otro lado —pidió Gianfranco.
Después de pasar ante el Gargano, donde las abruptas montañas y los frondosos bosques semejaban el paraíso, penetraron en la persistente brisa del norte, que convirtió al Adriático en una superficie picada. Incluso en la cumbre del Etna los vientos parecían muy fríos, pues habían nacido en los glaciares y las heladas cumbres de los Alpes. Aunque el mar parecía una tabla de lavar y el avance sobre su superficie era a la vez frío y mareante, el humo rancio de los motores se alisaba hacia atrás al salir por la chimenea —como los cabellos de un piloto en una cabina descapotable— y ya no se enredaba por cubierta con las corrientes cruzadas, con lo cual no atormentaba a los condenados, ni a quienes los habían capturado.
Se les sirvió una cena excelente, según los patrones del ejército: queso, tomates, vino tinto y pan recién horneado. La visión de la costa deslizándose y escurriéndose hacia el sur consolaba a los prisioneros, como si todo aquello que contemplaban incrementara irrevocablemente su historial.
Todos pensaban que las lejanas colinas y las sombras que surgían ante ellos, las columnas de humo de las hogueras en los campos, la luna y las misteriosas y distraídas canciones de los pájaros que se elevaban de los matorrales y revoloteaban como rayos solares negros, permanecerían con ellos para siempre.
El viento silbaba entre las jarcias y las barandillas metálicas, el oleaje desplegaba una actividad tan intensa que parecía anticipar un milagro, y la masa de aire oscuro que flotaba sobre ellos fue opaca en un principio, pero luego empezó a brillar cuando la luz de las estrellas estalló y cruzó el espacio.
Todos olvidaron cuanto habían dicho, las opiniones que habían formulado y abandonaron sus esperanzas. Los hombres de la Guardia del Río se retiraron porque los prisioneros ya seguían su propio camino, no tardarían en dejar aquel mundo y ya no precisarían de la compasión ni de la comprensión.
Aunque Alessandro quería saber más cosas de la Berta que había enviado una postal de la Capilla Sixtina y de lo que Gianfranco di Rienzi había hecho antes de la guerra, se contentó con imaginar las respuestas en vez de interrumpir la paz que se cernía sobre los prisioneros, hora tras hora, mientras el barco ganadero se abría paso contra el viento.
—¿Por qué desertaste? —le había preguntado a Gianfranco, cuando aún navegaban por el golfo de Tarento.
—Estaba harto del ejército —le había contestado Gianfranco—. Calculé que si aguardaba en alguna otra parte hasta que finalizara la guerra, las posibilidades de sobrevivir serían tan buenas, o mejores, que si me quedaba con mi brigada. Estábamos avanzando, y todo el mundo moría.
Al acercarse a las escasas luces de Pescara, todos se acostaron para pasar la noche. Se suponía que los pueblos de la costa debían estar a oscuras por temor a los bombardeos navales, pero nunca obedecían del todo estas órdenes. La luna flotaba sobre la cresta de las colinas, palpitando luminosa.
Los soldados desplegaron sus mantas y sus petates, mientras los fusiles, bayonetas y otros utensilios de guerra se sostenían entre sí, apuntando hacia todos los ángulos. La Guardia del Río estaba tan íntimamente unida y era tal su eficiencia, que podían hacer cualquier cosa sin necesidad de que se lo ordenaran. Podían levantar y desmontar un campamento, alinearse para el ataque, resistir un asalto, cargar un barco, arrastrarse bajo las redes, y todo con sorprendentemente velocidad y coordinación. Tardaron menos de cinco minutos en acostarse, después de lo cual permanecieron en absoluto silencio.
Alessandro y Guariglia habían extendido sus mantas sobre dos escotillas juntas, apartados del resto de la tropa durmiente, pues les correspondía la siguiente guardia. Conscientes de que al cabo de unas horas tendrían que renunciar al sueño, les resultaba difícil acostarse y decidieron dar un paseo. Al dirigirse hacia popa pasaron cerca de la cubierta inferior donde se hallaban los prisioneros. Después de aproximarse a la barandilla sin que aquéllos los vieran, se inclinaron hacia el cremoso resplandor de la luz de la luna. Ni uno sólo de los prisioneros estaba durmiendo. Todos miraban hacia la costa, con los ojos inundados por la luz que se reflejaba desde el mar.
—Escucha —le susurró Guariglia a Alessandro.
Por encima del sonido del viento oyeron algo. A medida que la brisa cambiaba, de forma intermitente, pudieron distinguirlo con mayor claridad. Alguien estaba cantando.
Moviendo los labios mientras la cabeza oscilaba arriba y abajo, como un flotador sobre las olas, Gianfranco di Rienzi repetía una y otra vez la misma palabra:
—Gloria, gloria, gloria, gloria…
—No me cae nada bien —comentó Alessandro a Guariglia, cuando ambos permanecían tendidos sobre sus mantas, con la cabeza apoyada sobre la mochila.
—¿Y quién ha dicho que ha de caerte bien?
—Después de lo que he estado pensando, sería preferible que así fuera.
—¿Estás loco?
—Guariglia, he matado a muchos hombres, algunos sin duda mucho mejores que Gianfranco di Rienzi, pero nunca he entregado a ninguno para que lo ejecuten.
—Pues no puedes liberarlo. Hay dos guardias en todo momento. Ni siquiera Fabio dudaría en dispararte.
—Nuestra guardia empieza a medianoche.
—Estás loco. Si escapara durante nuestra guardia nos fusilarían a nosotros.
Alessandro sonrió.
—Mató a un policía militar, Alessandro… ¿Y cuántas veces intentó matarte a ti?
—Dos.
—¿No te basta eso?
—No, en absoluto —contestó Alessandro.
—Olvídalo.
—Lo haré.
Alessandro se acurrucó y se dispuso a dormir. Guariglia lo vigiló durante un rato y cuando se convenció de que estaba durmiendo, se dispuso a rezar su oración habitual, en la cual suplicaba a Dios que le permitiese ver una vez más a su mujer y a sus hijos.
Indiferente a los deseos de los soldados, el buque ganadero siguió su rumbo. Tanto si se trataba de desertores alucinados, como de oficiales responsables, la nave ignoraba sus más profundos anhelos y despreciaba sus hojas de servicios. Se limitaba a navegar contra el viento, al tiempo que su rumbo constante suscitaba los múltiples estados de ánimo que suele producir una gripe.
La brillante luz nacarada de la luna bañaba el rostro de Alessandro con destellos grises, plateados y dorados. La misma luz iluminaba también a Guariglia, cuyo rostro sonriente descansaba sobre una almohada improvisada con un suéter. Mientras Guariglia dormía, Alessandro soñaba.
Estaba en la playa entre Ostia y Anzio, a la que había ido muchas veces y en todas las estaciones. Allí había aprendido a nadar, cabalgando sobre la espalda de su padre mientras éste saltaba entre las olas.
En el sueño, él permanecía tendido en la arena, cerca del agua. Se levantaba un viento huracanado y unas nubes altas cubrían retazos de azul como si fueran gasas impulsadas por el viento. Justo sobre la playa, el aire tenía la calidad grisácea del otoño, y en el instante en que Alessandro se tumbó, el viento empezó a agitar el mar levantando montañitas verdes y blancas, tan lisas y frescas como un dulce de gelatina. Las cabritillas de las olas se elevaban al impulso del viento, curvándose y revolviéndose bajo las contradictorias arremetidas, al tiempo que formaban vacilantes curvas de espuma.
Desde Ostia a Anzio, el mar retrocedía formando un alto muro de agua. Al principio Alessandro temió que si despertaba lo que retenía la contención de aquella masa, ésta podría desbordarse y cubrir toda la llanura del Tíber. La ley de la física anunciaba algo parecido a una caída, sin embargo, aquellas colinas de espuma, con sus propios valles, picos y mesetas, desafiaban sus expectativas.
Cuando abrió los ojos, lo que vio fue el inmenso globo iluminado de la luna.
—Guariglia —musitó, girándose para llamar a su amigo—. Guariglia.
Éste se despertó.
—¿Qué hora es?
Guariglia consultó su reloj.
—Las once y media. ¿Me has despertado sólo para preguntarme la hora?
—¿Quiénes hacen la guardia ahora?
—Fabio e Imperatore.
—Vamos a adelantar el relevo.
Guariglia se quedó mirando a Alessandro, luego se volvió a observar el mar por encima de la cubierta, y más lejos aún.
—¿Por qué? —inquirió, a pesar de que ya conocía la respuesta.
Roma aguardaba justo al otro lado de los Apeninos.
Guariglia prefirió no saber lo que podía ocurrirle, a cambio de una dulce certeza que significaría su muerte. Al igual que Alessandro, decidió volver a casa aunque esto significara tener que cruzar a pie las montañas, aunque fuera lo último que hiciese en su vida.
A pesar de que las posibilidades de Alessandro para conservar la vida probablemente no eran mejores ni peores en el frente que intentando mantener la ventaja a la policía militar, se sentía atraído hacia Roma por todo aquello que él amaba. Pensó en los trenes que salían rugiendo de Tiburtina, en sus silbidos y chirridos; en las palomas gris perla que planeaban en lo alto de las cúpulas, mezclándose con el pálido cielo azul; en el Tíber inundando urgentemente sus márgenes después de una lluvia torrencial; en las calles silenciosas y en las escaleras que habían adquirido una inesperada simpatía por los mortales después de contemplarlos generación tras generación; y en las tormentas de truenos, que lavaban la ciudad y la dejaban reluciente y humeante bajo el sol. Quería regresar con su familia.
En vez de ponerse las botas, tanto él como Guariglia ataron en silencio los cordones y se las colgaron de los hombros.
Cada soldado de infantería llevaba unas fuertes tenazas para cortar alambres. Con un poco de presión suplementaria, éstas podrían cortar unos grilletes y unas esposas. No hacía falta ser un mecánico para saber eso. Las tenazas se guardaban en un baúl de madera, junto al equipo de señales y los estandartes de batalla, pero cuando Alessandro y Guariglia llegaron junto al baúl, descubrieron que el candado abierto se balanceaba al suave ritmo del barco y que las tenazas habían desaparecido.
Bajaron a la cubierta principal y avanzaron con pasos extraños, como si flotaran, pues no estaban acostumbrados a andar sin las botas. Alguien permanecía de pie en cubierta, junto a la barandilla donde los prisioneros tenían que estar encadenados. Los dos pensaron que sería Fabio, pero al acercarse descubrieron que era el músico. Contemplaba fijamente las montañas y la costa, con las piernas y muñecas libres de los grilletes.
El lugar donde Gianfranco había adoptado una beatitud casi absoluta se encontraba vacío, lo mismo que el que habían ocupado los demás.
—No sé nadar —les informó el músico, como si explicara su expulsión de un regimiento.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Alessandro, aunque ya lo sabía.
El músico señaló hacia las montañas.
—¿Dónde está Fabio?
—¿Fabio?
—El que os estaba vigilando.
—¿El camarero?
—Sí.
—Es quien cortó las cadenas —explicó el músico—. Saltó por la borda con los demás.
—¿Con todos los prisioneros? —inquirió Guariglia.
—Todo el mundo —añadió el músico.
—¿Qué quieres decir con «todo el mundo»?
—Pues todos.
—¿Los prisioneros?
—Todos. Si no me creéis, echad un vistazo. ¿No sabéis lo que ha ocurrido? Alguien ha matado a vuestro coronel.
—¿Gianfranco?
—Fabio, el camarero, cortó las cadenas.
—¿Fue él quien mató el coronel?
—No lo sé.
Los dos corrieron hacia la escalera de la cámara, e inmediatamente volvieron a bajar, retrocediendo. El coronel estaba tendido sobre la cubierta, con un tajo en la garganta. El corte era grueso, de color castaño oscuro, y la cubierta se hallaba pegajosa por la sangre. Ambos corrieron hacia la siguiente cubierta, donde las mantas permanecían desplegadas y unos hombres invisibles acostados en ellas.
Inmediatamente volvieron junto al músico.
—Yo no sé nadar —dijo éste—, y siempre necesitarán a alguien a quien fusilar. Por eso me he quedado —añadió, riendo—. Nos iban a fusilar a todos, y yo no quería. Pero he cambiado de opinión. No puedo escapar, ¿sabéis? Así que es mejor acabar de una vez.
—Utiliza un salvavidas.
—No hay ninguno. De todos modos, ya no importa. Me atraparían. Lo sé. Vosotros me atraparéis, ¿verdad?
Mientras el buque seguía su curso, los dos se quedaron mirando al músico. La fría luz acentuaba sus rasgos de pájaro y ambos pensaron que si el mundo fuera justo tendría que recompensarle, y que simplemente moviendo los brazos con suavidad, de atrás hacia delante, lograría volar como un pájaro, por encima de las montañas, bajo la luz de la luna.
—¿Sabes nadar? —volvió a preguntarle Alessandro a Guariglia.
En cierto modo, a Alessandro le resultaba difícil imaginar que, con aquella pinta, su amigo fuera capaz de nadar. Guariglia lo miró irritado.
—¿Cómo crees que fui a aquella isla y regresé?
—Sólo quería asegurarme.
—Alessandro —le dijo Guariglia, con sequedad—, ¿consideras que soy demasiado feo para saber nadar?
—Eso no tiene nada que ver.
—Por mucho que me duela —dijo Guariglia—, será mejor que nos separemos. Las montañas estarán llenas de desertores. Aguarda unos minutos, a que te encuentres algo más al norte.
—Podemos quedarnos, Guariglia.
—No. Fusilarán a todo el mundo. Será como si arrancaran piojos. Nos interrogarán durante una hora y luego nos llevarán al paredón. Que los jodan a todos. Y me voy con mis hijos. —Pasó una pierna por encima de la barandilla—. Puede que lo consigamos.
Guariglia saltó del barco, se zambulló en el agua sin apenas hacer ruido y desapareció entre las olas. Cuando volvió a aparecer en la superficie, ya se había vuelto hacia la orilla y nadaba con fuerza. La forma en que lo hacía recordó a Alessandro a un animal nadando por un río que acabara de destruir su madriguera.
El músico se dirigió hacia popa hablando consigo mismo, lo mismo que un paciente en un hospital de enfermos en fase terminal.
Alessandro se detuvo con las manos apoyadas en la barandilla. No era el momento idóneo para medir el tiempo. De haber contado, lo habría hecho con excesiva rapidez. Y si hubiese tratado de establecer el avance de la luna al saltar de pico en pico, se habría sentido hipnotizado durante demasiado rato. Así que simplemente aguardó a que el buque se hallara a la altura de un trozo de playa lo bastante ancho y despejado.
El mar ya no se parecía a una tabla de lavar, pues la luna lo había acariciado hasta transformarlo en olas vagarosas que susurraban lo que se supone deben susurrar en las noches de luna, y eso proporcionaba al buque ganadero una excelente navegación mientras se deslizaba entre las suaves depresiones de las olas. Alessandro subió a la barandilla y se sentó sobre la barra.
Miró hacia fuera. El mar se veía jaspeado por la espuma, transformándose en montañas y valles derretidos, fríos y suaves mientras se deslizaba bajo la luna. Ésta no tardaría en ocultarse tras las montañas y él cruzaría aquellos cercos de fuego. Cuando saltó al vacío, sintió que la amorosa luz lo acariciaba con afecto. Nunca había imaginado que algo tan frío y claro como la luz de la luna pudiera estar tan lleno de promesas, y al caer le pareció que sus manos hacían presa en el rastro de blancos destellos que flotaban en el aire, pero eso eran las estrellas.