IV
La 19.ª Guardia del Río
Septiembre de 1916… Una docena de soldados permanecían de pie justo a la entrada de un túnel, o en cuclillas, ligeramente inclinados hacia delante, utilizando el fusil para mantener el equilibrio. Aguardaban allí para salir a pleno sol y penetrar en la brisa fresca, que constantemente soplaba de allí dentro. El teniente de infantería salió del grupo de pálidos árboles que protegían la boca del pasaje y avanzó con paso nervioso, la mano izquierda apoyada en el cinto de la pistola y la derecha empuñando un bastón corto.
Los hombres que había en el túnel empezaron a levantarse, pero de nuevo se agacharon cuando el teniente les indicó con una mano que ignoraran su presencia. Aun así, los que estaban fumando se quitaron el cigarrillo de los labios y, con gesto cortés, lo sostuvieron frente a sus estómagos hasta que el oficial hubo pasado.
—¿Es eso una instalación de la marina? —le preguntó el cadete al penetrar en el túnel, a unos cien kilómetros del mar—. Debe de tratarse de un error.
—Pon ahí tu macuto y todo lo demás —le ordenó el teniente, que se había detenido junto a una vagoneta de madera situada sobre unas vías que se internaban en el túnel.
El cadete, pelirrojo y con un diente mellado en el centro de la boca, depositó agradecido sus pertenencias en la vagoneta. Luego tiró de ella mientras seguía al teniente por el pasaje.
—Yo estaba destinado a la armada —dijo, como si se tratara de una protesta.
—Si se acerca un tren de mercancías en cualquiera de ambos sentidos, tendremos que retirar esto de la vía. Cada uno sujetará de un extremo la vagoneta y la pasaremos al lado contrario. Los trenes avanzan rápidos, pero se les oye de lejos.
Llevaban ya unos diez minutos de marcha, avanzando por debajo de lo que parecía una interminable cadena de bombillas opacas y vigas de madera, cuando el teniente contestó a la pregunta del cadete de la armada. No abordó el tema directamente, como si eso careciera de importancia, o como si ya no lograra concentrarse.
—No te preocupes —le dijo—. La verdad es que aquí ya no es tan peligroso. En el mar no disfrutarías de mayor seguridad.
—¿Seguridad? Yo iba en el Eurídice.
—¿En el crucero?
—Sí, mi teniente, en el crucero. Subí a bordo por la noche, a las cuatro de la madrugada partíamos de Brindisi, a las dos de la tarde chocábamos contra una mina, y a las dos y diez empezábamos a hundirnos. Nos habríamos salvado casi todos, pero un submarino nos estaba siguiendo. Salió a la superficie y se nos acercó aprovechándose de nuestra escora. En estribor, nuestros cañones habían quedado demasiado inclinados para poder acertarle, y los proyectiles pasaban por encima de su torre de mando. Además, mientras nosotros íbamos girando, ellos se nos acercaban cada vez más.
»Vi a su capitán, quien disparó a quemarropa en nuestro flanco. Los dos primeros disparos hicieron estremecer el barco. El tercero dio contra el depósito de municiones, y nosotros saltamos por los aires hechos pedazos. Yo estaba en el cuadro de señales y fui lanzado al mar a través de la puerta. Cuando estaba en el aire, la pared pasó junto a mí, y al coincidir ambos yo volví a pasar por la puerta mientras la pared se me adelantaba. Choqué contra los mapas, que se plegaron contra mí a medida que me hundía en el mar. Mi cara dio contra algo y tragué agua salada, pero conseguí ascender a la superficie y nadé por allí hasta que pude agarrarme a un sillón medio sumergido.
—¿Un sillón?
—Tal vez era el sillón del capitán, pero no lo sé con seguridad. No era el del cuarto de señales, porque aquél pesaba demasiado. Sangrando, me senté en él y permanecí allí una hora, hasta que me recogió uno de nuestros destructores. Mantenía la cabeza fuera del agua hasta que el sillón giraba, luego volvía a subirme a él e intentaba mantener el equilibrio. La herida fue en la cabeza, como puede usted ver. Tuve mucha suerte. De haber sido un poco más abajo, me habría desangrado en el mar hasta morir, como les ocurrió a muchos de los nuestros.
»Cuando el submarino pasó por nuestro lado entre los escombros, pensé que la tripulación estaría entristecida, ya que los heridos se rendían, abandonaban y se hundían, pero al pasar junto a mí vi que los muy cabrones se estaban riendo.
—¿Cuántos hombres se perdieron?
—Cuando zarpamos éramos mil doscientos cuarenta y dos. El destructor recogió del agua a ciento cincuenta y siete.
El teniente movió la cabeza con gesto negativo.
—Yo obtuve una medalla. No llevaba en el barco ni un solo día, y ni siquiera había visto el libro de claves. Pero conseguí una medalla por mantener el equilibrio en un sillón flotante.
—Cada día, en algún lugar del frente, los proyectiles estallan con efectividad y lanzan a los soldados por los aires —dijo el teniente—. Pero ellos no aterrizan sobre sillones flotantes.
De vez en cuando se cruzaban con grupos de hombres que avanzaban en dirección opuesta. Entre ellos había heridos, pero éstos también iban caminando.
—Ahora esto está tranquilo —le explicó el teniente—. No ha ocurrido casi nada desde mediados de agosto, lo cual significa que probablemente en otoño recibiremos un duro castigo.
—¿Va por ciclos?
—Como el tiempo.
—Llevamos ya media hora en el túnel.
—Tiene cuatro kilómetros de longitud. Saldremos en los márgenes del río. Es el único medio que hay para ir y venir de las trincheras, a salvo de la artillería. Si bajamos no es porque vayamos penetrando en la tierra, sino porque el terreno desciende hacia el río. Siempre vamos a unos ocho metros de la superficie, a menos que crucemos por debajo de una colina. La tierra aquí es blanda, sin rocas. Los zapadores excavaron este túnel en menos de un mes.
—Mi teniente, yo soy de la marina —replicó el cadete, deteniéndose como si se negara a seguir.
—Yo también.
—¿De verdad? —preguntó el cadete, sorprendido, ya que con su gastado uniforme verde y su correaje de infantería, el teniente parecía un auténtico veterano.
—Sí. ¿Crees que seguirás llevando este estúpido uniforme cuando estés ahí delante? Lo cambiarás por todo un equipo del ejército de tierra en menos de dos días. Vestido de azul serías un blanco demasiado fácil. Destacarías con excesiva claridad.
—¿Hay economato en las trincheras?
—No. Tendrás que quitárselo a un soldado muerto. A él se le enterrará con tu uniforme de la marina, tú lavarás el suyo y coserás los agujeros que le hayan hecho, y los dos tan contentos.
—Comprendo, los dos tan contentos… De todos modos, ¿por qué hay gente de la armada en las trincheras? —preguntó el cadete, quien, a pesar de su experiencia en el Eurídice, pensaba que el mar era más seguro y consideraba la posibilidad de volver a él.
—Nosotros constituimos la Guardia del Río —explicó el teniente, quien se detuvo para encender un cigarrillo.
El túnel parecía interminable y el cadete se preguntó si no estaría soñando, o si estaría muerto.
—El río es agua, ¿no? —prosiguió el teniente—. Al comenzar la guerra, nadie pensaba que las cosas iban a ir de esta manera por aquí arriba: tan mal y tan despacio. Así que destinaron a demasiado personal a la marina.
—No cuando a mí me reclutaron.
—Porque entraste tarde. Pero antes era distinto. Toda clase de tipos listos ingresaban en la marina para escapar de las trincheras, y terminaron aquí.
—Sí, pero ¿qué hacemos nosotros aquí?
—El norte siempre está en peligro de caer bajo un movimiento envolvente de los austríacos, pero aquí, debido a la proximidad de las montañas, hemos sufrido muy pocas tentativas de maniobra. La auténtica infantería se encuentra en el sur, mientras nosotros mantenemos la línea del frente en el agua. A alguien se le ocurrió que, llamándonos la Guardia del Río, no se resentiría nuestro orgullo en caso de tener que luchar en suelo firme.
De nuevo reanudaron la marcha.
—El río sigue en esta dirección desde las montañas —indicó el teniente al tiempo que lo señalaba con el bastón—. Diez kilómetros al norte, unas abruptas pendientes de pizarras dan paso a los Alpes. Nada importante puede penetrar por una zona tan escarpada como ésa.
»Nosotros estamos desplegados por la vertiente occidental del Isonzo, desde los acantilados hasta un punto situado a unos diez kilómetros al sur de donde estamos ahora. El río realiza la mayor parte de nuestro trabajo, pero hay que vigilar atentamente.
»Ellos no son Jesucristo, ¿sabes? No pueden andar sobre las aguas, así que tampoco pueden realizar ataques en masa, ya que nosotros dominamos todo lo relacionado con botes, nadadores y puentes. Siempre que han intentado este tipo de estrategia, los hemos vencido. Son voluntarios… ¿Checos? ¿Húngaros? Yo qué sé. Supongo que no se les informa adecuadamente. Los meten en botes o los obligan a nadar en plena noche. La mayoría mueren incluso antes de haber alcanzado esta orilla.
»Los únicos que logran penetrar en nuestras trincheras son aquellos que en las noches sin luna nadan como indios y, de pronto, surgen de la oscuridad y te clavan la bayoneta.
—¿Y eso ocurre a menudo?
—Cada semana. Lo hacen para mantener el ánimo. Se supone que así se sienten mejor, mientras nos desmoralizan a nosotros. Ya sé que a nosotros nos hace sentir mal, pero no comprendo por qué a ellos los anima. Para empezar, casi ninguno logra regresar a sus líneas. Te lo aseguro. Son voluntarios. Idiotas. Suicidas. Y lo mismo sucede con nosotros.
—¿Con nosotros?
—Se supone que debemos responder de la misma manera.
—¿Y yo tendré que hacer algo semejante? —preguntó el cadete, con voz quebrada.
—¿Cuántas veces he de decírtelo? Son todos voluntarios. Gente de lo más extraña, tipos que se creen indios, gente que decide que ha llegado la hora de morir.
Un punto luminoso apareció enfrente. A medida que avanzaban en su dirección, se percibía el apagado sonido de una ametralladora.
—Ahora se está tranquilo —comentó el oficial—, pero tenemos un problema.
—¿Cuál?
—Que no llueve. El río se está secando. Un par de semanas más y ya se podrá cruzar a pie.
—¡Oh, Dios!
—Bueno, ellos ya han iniciado el traslado de gran cantidad de fuerzas. Este último mes, los fuegos donde cocinan se han duplicado. Ignoro lo que comen, pero huele como si fuera mierda.
—Nosotros hacemos lo mismo, ¿no?
—¿El qué? ¿Comer mal?
—No, traer refuerzos.
—No hago más que pedirlos a gritos y por fin han accedido a mis súplicas.
—¿Y cuántos hombres han mandado?
—Por el momento, sólo a ti.
Habían llegado a la salida, donde un grupo de soldados permanecían de pie, como en la entrada, para escapar al calor.
—Eres un poco bajito —prosiguió el teniente—, pero sé que vas a cuidar de nosotros.
El cadete nunca había oído el fuego de una ametralladora ni había estado en una trinchera.
—Bien, voy a llevarte a la Decimonovena —anunció el teniente. Se puso en tensión, luego se inclinó hacia delante y empuñó la pistola—. Mantén baja la cabeza.
Empezaron a caminar a través de un laberinto de trincheras, donde reinaba un calor de todos los diablos y la luz era incluso más que deslumbrante.
Sin una furgoneta donde transportar su equipaje, el cadete empezó a respirar con esfuerzo y a sudar. A menudo el avance resultaba difícil. Aunque las trincheras estaban secas desde hacía meses, se habían diseñado pensando en las lluvias. El suelo estaba formado por tablones desiguales y colocados precipitadamente, con lo cual había que saltar por encima de hendiduras y piezas que saltaban, y soslayar los pies de los cadáveres que sobresalían de los muros de las trincheras allí donde la arena se había desmoronado. Al parecer, nadie se había molestado en volverlos a enterrar, o a todos les traía sin cuidado.
En los puntos donde los muros de la trinchera amenazaban con derrumbarse y los habían reforzado mediante tablones, el cadete tenía que sortearlos o pasar por debajo. Pero averiguó que no podía hacer ni una cosa ni otra sin chocar con el macuto, el fusil, el codo o la cabeza con todo lo que sobresalía de las paredes. En algunos tramos de la trinchera, el teniente le indicaba que se agachara, o que apresurara el paso, o ambas cosas a la vez. El sudor le escocía en los ojos y estaba tan cansado que se sentía a punto de desmayarse. Incluso el teniente, que sólo llevaba la pistola y un palo corto, respiraba jadeante, y en su uniforme habían aparecido manchas oscuras.
—¿Dónde están nuestros soldados? —preguntó el cadete—. Llevamos varios kilómetros en campo abierto y no he visto a nadie, excepto los pocos que se cruzaron con nosotros en dirección contraria.
—Éstas son las trincheras de comunicación —explicó el teniente, sin detenerse—. Cuando lleguemos a las líneas, en la parte superior de la T, estará lleno de gente. Así que disfruta del espacio mientras puedas.
Prosiguieron hasta alcanzar el cruce de la T, donde una amplia trinchera se alejaba a ambos lados unos cuarenta metros, antes de desaparecer gradualmente de la vista. Unos cincuenta hombres, más o menos, permanecían sentados con la espalda apoyada en las paredes de la trinchera, o de pie sobre el estribo de madera mientras atisbaban por la rendija de disparo en la parte superior, o mirando a través de unos telescopios en forma de periscopio para ver qué ocurría allí arriba y a lo lejos.
En la trinchera no había sombras, el sol brillaba cegador y el cadete pidió permiso para beber.
—Cuando lleguemos.
—¿Está muy lejos?
—No tanto como lo que hemos recorrido. ¿Quieres ver una cosa?
El cadete no contestó, pero agradeció la posibilidad de un descanso.
—Ya estamos en la línea del frente —le explicó el teniente—, así que te pondré al corriente de cómo está la situación. Dame tu casco y tu fusil.
El cadete abrió el macuto y entregó su casco al oficial, luego hizo lo mismo con el fusil.
—Muy bien —asintió el teniente, quien colocó el casco en la punta de la bayoneta envainada—. Observa esto.
Acto seguido levantó el casco por encima del nivel del suelo y volvió a bajarlo, todo en un segundo. Al bajarlo se oyeron unos disparos, y una lluvia de tierra cayó en el interior de la trinchera.
—En esta ocasión han tenido que apuntar. Ni siquiera se han aproximado. Observa ahora.
Volvió a elevar el casco y lo agitó. A su movimiento le respondieron docenas de ráfagas de ametralladora y disparos de fusil, el cielo se oscureció momentáneamente, y una mezcla de tierra y arena saltó por encima de la trinchera. Cuando el casco volvió a bajar, había en él varios arañazos.
—En este aspecto, los austríacos son mejores que nosotros —observó el teniente—. Son más disciplinados y van con más cuidado. Debes mantener la cabeza agachada en todo momento, excepto por la noche. De noche podrás ver el río. Es hermoso, sobre todo cuando la luna se refleja en su superficie. Ellos no te descubrirán, ni siquiera cuando haya luna llena. Algunos chalados de la Decimonovena bajan de noche a nadar. Afirman que es seguro mientras se mantengan cerca de nuestro lado; pero ellos pueden decir lo que quieran.
—Deben de estar locos —concluyó el cadete.
—Seguro —corroboró el teniente, que ahora había enfundado la pistola y mantenía los hombros agachados mientras avanzaba hacia la Decimonovena—. ¿Te imaginas, metido hasta el cuello en el agua helada, desnudo, con diez mil cañones en la orilla contraria?
—Yo no suelo nadar si no es con un sillón —replicó el cadete, mostrando su diente mellado al sonreír su propio chiste.
—No vayas tan erguido, idiota. Estamos sobre una plataforma; podrían volarte la cabeza. Y ponte el casco.
Avanzaron por la trinchera más adelantada, pasando junto a centenares de hombres, docenas de emplazamientos de ametralladoras y excavaciones circulares ligeramente más anchas, a las que se llegaba a través de una subtrinchera estrecha y zigzagueante, donde se guardaban los morteros y su munición. La esperanza residía en que si el fuego de las contrabaterías daba en aquel arsenal, la fuerza de la explosión se vería absorbida por la barrera de la subtrinchera. Pero si un proyectil enemigo hiciese blanco en un polvorín recién cargado, la explosión sería tan potente que las barreras no servirían de nada, y la sacudida mataría a cuantos hombres se encontraran en un radio de veinticinco metros arriba y abajo de la trinchera, además de derribar al suelo a los que estuvieran de pie a una distancia de cien metros.
A lo largo de los muros de tierra se veían, plegadas y medio podridas, unas redes de camuflaje.
—¿Por qué no emplean este material para hacerse un poco de sombra? —preguntó el cadete.
—Ya lo utilizamos en una ocasión —contestó el teniente—, pero indicaba al enemigo dónde debía apuntar.
—¿Por qué no cubrirlo todo, pues?
—No hay suficiente red, y cuando hubiera que saltar al estribo para disparar, nos enredaríamos en ella.
Después de que el teniente se detuviera varias veces para charlar con algunos soldados en su reducto, llegaron a una desviación del sistema, que se extendía hacia el noreste formando un ángulo de treinta grados en relación con la trinchera principal.
—Por ahí se va a tu puesto, el cual se aleja un centenar de metros de las líneas a lo largo de un risco sobre el río. Lo llamamos el Campanario, por la vista. ¿Te has fijado en eso? —preguntó asestando una patada a dos cables aislados, sujetos a un lateral de la trinchera—. Son las líneas del teléfono. Una va al puesto del batallón, que se encuentra en el extremo de la T desde donde venimos, y la otra se dirige al cuartel general de la división y al despacho del brigada. Así que cuando hables por teléfono nunca sabrás si el mismísimo Cardona te estará escuchando; por tanto a guardar la compostura.
—¿Voy a hablar con Cardona?
—A la mierda Cardona. Lo que vas a hacer es enviar informes cuando le cojas el tranquillo, yo te daré las instrucciones pertinentes. Otra cosa que debes saber es que, desde aquí hasta el Campanario, no hay nadie en las trincheras de comunicación.
Un tiroteo estalló a lo largo de la línea: ametralladoras, un centenar de fusiles, algunos pequeños disparos de mortero.
—¿Qué es eso? —preguntó nervioso el cadete.
—¿El qué? —inquirió a su vez el teniente.
—Ese tiroteo.
—No sé —contestó—. No será nada. No queda nadie en esa trinchera. Está demasiado vista y es poco profunda, aparte de que el ángulo de tiro tampoco es muy bueno. Como puedes ver, no se halla protegida contra los proyectiles que envían desde allí. En ambos extremos deberás dar el santo y seña, de lo contrario te dispararán. Durante el día, antes de abrir fuego, suelen mirar para ver de quién se trata, pero no cuentes con ello. De noche, disparan en seguida. Debes dar la contraseña con voz lo bastante potente para que te oigan, pero no lo suficiente para que llegue al otro lado del río.
—¿Y cuál es?
—Solíamos utilizar bidón de aceite, pero ahora es Vittorio Emanuele, Re D’Italia. Como es demasiado larga, decimos Verdi, ¿sabes?
—¿Y si la olvido?
—Pues no lo hagas.
—¿Y si ocurre? A veces las palabras se le van a uno de la cabeza.
—Pues diles quién eres, habla italiano lo más rápido que puedas, y ponte a rezar.
Empezaron a subir por la trinchera de comunicaciones que conducía hasta el Campanario. El teniente había amartillado la pistola como si esperase que el enemigo fuera a salirle al encuentro en algún lugar de allí delante.
Al cabo de unos minutos llegaron a la entrada del Campanario y se encontraron frente al cañón de una ametralladora.
—¡Santo y seña! —oyeron antes de poder ver quién se lo preguntaba.
—¡Verdi! —exclamaron, quizá con una nitidez mayor de la que nunca habían utilizado, y los dejaron entrar.
En el Campanario se oía el silbido del viento como si se tratara de un auténtico campanario: no en una ciudad, sino en plena costa, ya que las continuas ráfagas que soplaban desde las montañas silbaban a través de las vigas, las planchas de metal ondulado y las rendijas de las aspilleras. Al pasar ante las bocas de los cañones, las ráfagas formaban remolinos que convertían aquellos artefactos en una especie de flautas sobrenaturales. A pesar del viento, en el Campanario hacía calor, ya que el aire frío que bajaba a través de los desfiladeros no bastaba para aliviar la presión del sol sobre los espacios abiertos, ni para refrescar los fortines camuflados.
—Os traigo a uno nuevo —anunció el teniente a algunos soldados apostados en la entrada.
Luego, sin decir nada más ni volver a mirar al cadete, quien temió no haberle caído bien al teniente, dio media vuelta. Ni siquiera había puesto el seguro a su pistola. Se alejó veloz por la trinchera, como un extraño conejo que temiera levantar la cabeza, y a continuación dobló por una curva hasta desaparecer.
—Ya ha hecho su trabajo del día —comentó uno de los soldados—. Ahora se comerá un poco de rostissana Piacenza y dormirá hasta el anochecer.
—¿Y qué? Nosotros iremos a nadar —replicó otro soldado—. Y éste, ¿quién es? —preguntó, señalando al cadete.
Éste se sintió bajito y confuso, porque era pequeño y estaba aturdido, pero no quería ceder ante aquellos soldados que parecían avezados a la guerra, así que replicó:
—Yo estaba en el Eurídice.
Sin embargo, a ellos apenas les llegaba un periódico y nunca habían oído hablar del Eurídice. De modo que, aunque se tratara de un nombre de mujer, a partir de entonces le llamaron así. Incluso después de muerto.
El Campanario era una fortificación redonda de cemento, aproximadamente del tamaño del ruedo en una plaza de toros de provincias. En torno a un patio de unos tres metros de diámetro se alzaban nueve fortines, todos del mismo tamaño. El patio se utilizaba principalmente para tomar el sol y el aire. En el centro habían caído algunos proyectiles, que habrían matado a todo el mundo de no haber habido una barricada de sacos de arena formando un anillo concéntrico entre las construcciones y el patio. Al parecer los austríacos se habían dado cuenta de ello y habían dejado de utilizar el patio como diana.
Los nueve fortines habrían podido tener distintos tamaños si los hubiesen construido quienes iban a ocuparlos. En el Campanario vivían veinte hombres, veintiuno con Eurídice. Los tres fortines que se destinaban a dormitorio estaban atestados con los catres y de unos casquillos clavados en tablones y vigas colgaban prismáticos, abrigos, armas y macutos. En una mesa situada en el centro había una linterna, y contra las paredes exteriores y bajo la tronera había sillas, fusiles y cajas de municiones. Siete hombres dormían en cada dormitorio, y como mínimo había siete que estaban continuamente de guardia, atisbando por las troneras que se hallaban frente a las líneas austríacas. A veces había catorce hombres, y otras los veintiuno, que disparaban, cargaban y cambiaban de un sitio a otro, tirando desesperadamente de sus ametralladoras. En el ataque que todos temían inminente iban a tener que doblarse, de modo que dos soldados se situarían frente a cada tronera, uno para disparar y el otro para cargar, o simplemente para sustituir al otro si lo herían o lo mataban. Los mapas y los teléfonos estaban en una de las edificaciones, la cocina en otra, y la munición y los alimentos almacenados en las otras tres. En el Campanario no había dispensario porque tampoco disponían de ningún médico: las camillas, instrumental quirúrgico y material para curar las heridas se hallaba todo apilado en el fortín de los mapas. No obstante, de todas aquellas construcciones la más notable era la que se destinaba a letrinas.
Aquélla era sin duda el fin del mundo, con sus dos hileras de tablones suspendidos sobre un pozo negro, lleno a rebosar. Casi era preferible morir a oler, oír o ver aquel lugar. Ni un solo animal defecando en pleno campo —ya fuese un caballo levantando hábilmente su cola en plena carrera, o una vaca solemne e indiferente— tenía menos dignidad que las dos hileras de criaturas de cabeza rapada y dientes cariados que no paraban de hacer muecas, retorcerse y gruñir, mientras se esforzaban por no caer en aquella horrible sopa que todos contribuían a aumentar. Alessandro había aprendido a sobrevivir allí, aunque lentamente. Llevaba consigo unos trozos de franela de mortero, a fin de limpiar la barra de madera sobre la cual tenía que mantener el equilibrio apoyándose en los muslos, los pies sobresaliendo precariamente del suelo firme, e inclinándose hacia delante para no caerse de espaldas en aquella trinchera, suerte que habían corrido dos napolitanos que se estaban acariciando mutuamente las partes.
Alessandro acudía allí con la cabeza envuelta en una manta, para no ver, oír, oler, ni que lo vieran a él. Pronto todos lo imitaron. Mientras sufría sobre la barra, procurando mantener el equilibrio desesperadamente, la cabeza metida en un turbante de sucia lana, soñaba con que paseaba por Villa Borghese en un claro día de otoño, vestido con sus ropas más finas, mientras las hojas y el aire fresco pasaban por su lado como un tren expreso. Algunos de los soldados cantaban, otros gemían de dolor: sonidos amortiguados bajo los cascos de lana que Alessandro había inventado. Ser ciego en aquel lugar era algo deseable, pero peligroso, ya que si uno estaba expuesto a una venganza, con facilidad, y anónimamente, podían empujarlo para que se cayera de espaldas como los napolitanos.
Eurídice dejó su macuto en el catre adyacente al de Alessandro.
—¿Qué libro es ése? —preguntó Eurídice, dando por sentado que, puesto que él había estudiado en el liceo y había sido cadete en la marina, era el único allí que sabía realmente lo que había que leer—. Es griego —exclamó después de acercarse para mirar, y retrocedió asombrado.
Después de un año y medio en el frente, Alessandro estaba muy delgado, musculoso y curtido por el sol. Para Eurídice, su aspecto era el de un veterano, aparte de que debía de ser unos seis o siete años mayor.
—¿Sabes leer griego? —le preguntó.
Alessandro asintió.
—¡Eso es fantástico, realmente estupendo! —exclamó Eurídice, señalando la página abierta—. En el liceo yo sólo aprendí latín y alemán, pero no griego.
—Ya lo sé —contestó Alessandro, quien volvió a su libro.
—¿Y cómo puedes saberlo? —inquirió Eurídice.
Alessandro levantó la vista y lo examinó.
—Porque esto es árabe.
Eurídice abrió el macuto y empezó a desempacar.
—Nadie está gordo —comentó, pues había visto que todos eran delgados.
—Sólo tú —intervino alguien, con tono cruel.
—Nadie está gordo —repitió Alessandro, sin apartar los ojos del libro.
—¿Y eso?
Alessandro sacudió la cabeza.
—Porque estamos nerviosos.
—Estoy deseando adelgazar. En la marina, la comida era demasiado sabrosa.
—No te hagas agujeros de bala, a no ser que estés hecho a prueba de agua.
—¿Qué quieres decir?
—Guardo mi munición bajo tu cama —explicó Alessandro, sin levantar aún la mirada—. Cuando llueve, el agua se filtra por ahí.
Un gato se deslizó dentro de la habitación, arrastrándose cuanto podía sobre su vientre. Lanzó una ojeada alrededor, saltó sobre el catre de Alessandro y empezó a lamerse.
—¿Y eso qué es? —preguntó Eurídice, observándolo.
—Es una gata.
—Sí, ya lo veo. Pero ¿qué lleva?
El animal estaba envuelto en cuero y metal, en una especie de arnés que parecía una mezcla de dispositivo ortopédico y un aparato militar.
—La hirió un trozo de metralla —explicó Alessandro—. Se le llevó una buena parte de la espalda. Tardó seis meses en sanar y, sin el arnés, se abre la herida con los dientes.
En aquel preciso instante, como si obedeciera una orden, la gata se retorció intentando lamerse el lomo. Como no llegó hasta él, se limitó a lamer el aire.
—¿Y cómo se llama?
—Serafina.
—¿Qué come?
—Macarrones y ratas.
Alessandro dejó el libro a un lado y cogió entre sus brazos al animal, un amasijo de pelos marrones, anaranjados y rubios.
—Lo más triste de ella no es que la hirieran, sino que, si quisiera, podría largarse de aquí. Ya sabes lo rápidos que son los gatos, cómo corren, y cómo saltan. Podría ir adonde quisiera, lejos del frente. Podría largarse a una aldea en los Apeninos, donde atraparía ratones bajo un olivo, y nunca estaría expuesta a que le disparasen un tiro, a no ser cuando los campesinos salen a cazar pájaros. —Se volvió a mirar a Eurídice—. Pero eso ella no lo sabe. Así que se queda con nosotros.
Dos noches más tarde, cuando la luna apenas resultaba visible tras una gruesa capa de nubes grises y amenazadoras, bajaron a nadar. Los soldados del Campanario estaban convencidos de que, si bien era peligroso nadar en el ramal del Isonzo que se deslizaba allí abajo, era perfectamente correcto, e incluso racional siempre que el grupo expedicionario no fuera menor o mayor de tres.
En tales excursiones, nunca habían matado a nadie; ni siquiera los habían detectado. La primera vez que se habían arrastrado pendiente abajo y a través de los campos de minas que ellos mismos habían instalado, eran tres, y en las sucesivas expediciones formadas por tres hombres nunca había ocurrido nada malo. Más de tres hombres, se decía, formarían un grupo demasiado numeroso. Su avance, ya fuera simultáneo o sucesivo, atraería la atención de la parte del ojo que se irrita con las secuencias. Si eran menos de cuatro, los austríacos seguirían tranquilos. Dos hombres, o incluso sólo uno, no se moverían lo bastante «a escala» dentro del paisaje. Un diminuto ligur había postulado que el movimiento nocturno sobre un terreno se realiza bajo tres categorías: puntos, escalas y placas. Éstas, al constar de más de tres hombres, eran lo bastante amplias para alertar al vigilante. Los puntos, al constar de menos de tres hombres, eran lo bastante reducidos para llamar la atención. Las escalas, sin embargo (y todos sabían que una escala estaba formada por tres hombres), eran razonables y apaciguadoras, casi invisibles para los centinelas y observadores, formaban parte del paisaje y no eran lo suficientemente amplias para que su aparente movimiento pareciese algo anormal. Todos confiaban en esta teoría; incluso Alessandro, que de hecho no creía en ella, pero se negaba a despreciarla. El ligur, a quien llamaban Microscópico, aseguraba que lo había comprobado. Él mismo era un punto, y una vez que había tenido que arrastrarse hasta el borde de las líneas austríacas para rescatar a un camarada herido (habían elegido a Microscópico con la presunción de que su corta estatura le permitiría pasar desapercibido), la noche no logró protegerlo y miles de disparos salieron en su dirección. Había escapado tan sólo gracias a que un jabalí, que se estaba alimentando con los muertos, se asustó con el tiroteo y corrió hacia tierra de nadie, atrayendo los disparos de los austríacos mientras él arrastraba el cuerpo inerte de su compañero a través de las cenagosas hondonadas. Al cerdo acabaron matándolo, puesto que era también un simple punto. Todo esto confirmaba que las escalas eran la única forma de circular entre los ejércitos.
Un soldado a quien llamaban el Guitarrista, un afable florentino que con sus canciones hacía más tolerables las largas noches, se había negado a creer en la teoría de las escalas. Lo condenaron al ostracismo. Cuando entraba en la letrina, todos salían. Al hablar, nadie le prestaba atención. Él había intentado desquitarse colgando la guitarra en lo alto del muro, pero la ausencia de música le dolía más a él que a cualquier otro. Al cabo de una semana, la tiranía de los demás lo había vencido hasta el punto de admitir que la teoría de las escalas era correcta, y reanudó sus conciertos.
Alessandro le comentó que, desde luego, la teoría era absurda, pero que contribuía a mantener las cosas en su sitio. Todo iría bien mientras todos creyeran en ella. Al cabo de un par de días, todo el mundo, incluso Microscópico, volvía a solicitar el trato del Guitarrista y comentaba precisamente lo mismo.
Durante el día hacía tanto calor, que los soldados de infantería se despojaban de la camisa y se enrollaban los pantalones por encima de las rodillas. Las opulentas y afortunadas moscas de verano apenas podían moverse: cuando aterrizaban en algún lugar, pretendían quedarse allí para siempre y a menudo perecían en el intento. La gata permanecía tumbada sobre la espalda y no se inmutaba aunque la mojaran con agua fría. Incluso las ametralladoras parecían disparar con mayor lentitud, aunque eso sólo era una ilusión.
Después de medianoche, Alessandro, Eurídice y un talabardero romano llamado Guariglia partieron hacia el río. No iban armados y sólo llevaban unos calzoncillos de color caqui. Con aquel grado de desnudez, lo más probable era que si una patrulla enemiga los descubría, en vez de Matarlos les capturara y, como todos sabían, el cautiverio significaba la seguridad. Guariglia era alto, ligeramente calvo, moreno, y lucía una poblada barba. Sus cejas formaban una sola rama cubierta de musgo.
Los tres soldados se deslizaron por la pendiente, antaño cubierta de hierba, que conducía del Campanario hasta el río, y se detenían petrificados o se escondían detrás de las rocas cuando las nubes brillaban bajo el reflejo de la luna. Se trataba de una amplia franja que corría desde la fortificación hasta el río y que estaba expuesta al fuego italiano, debido a lo cual no la habían minado. Habían salido por una pequeña puerta metálica en la base de la torre y habían enrollado tres capas de alambre espinoso, lo suficiente para pasar por allí: el alambre en la orilla del río había desaparecido hacía mucho tiempo, arrastrado por las aguas.
El suelo era blando, sin espinas ni ortigas. Incluso arrimarse contra una de las lisas rocas, a instancias de la luna y las nubes, constituía una agradable sensación, ya que la roca estaba fría y el liquen azul verdoso de la cara norte desprendía un olor dulzón cuando lo aplastaban. Sus movimientos iban a tono con la luna, las rocas y la gravedad, de modo que descendían tan silenciosamente como si formaran parte de la misma colina.
El ejército enemigo, fuertemente armado, se hallaba atrincherado en la otra vertiente, y los tres soldados desnudos, iluminados por la luna que se filtraba entre nubes, permanecían bajo el punto de mira de centenares de fusiles y media docena de ametralladoras. Aguardándolos, también había morteros, bombas luminosas, lanzallamas y granadas. Tras la línea del frente, los pesados cañones permanecían en silencio, pero preparados, dispuestos a magnetizar cualquier punto que los observadores eligieran como objetivo.
Sin embargo, aquel arsenal no constituía el auténtico peligro. Éste residía en cualquier patrulla enemiga que pudiera infiltrarse, decidida a matar en silencio, armada con hachas, bayonetas y mazos. Si la desnudez de aquellos nadadores no lograba apiadar a tal enemigo, entonces estarían perdidos.
En el preciso instante en que alcanzaban la orilla del río, los austríacos lanzaron una bengala unos centenares de metros hacia el norte.
—No os mováis —musitó Alessandro.
Todos se inmovilizaron entre las pálidas rocas de la parte seca del lecho del río, hasta el punto de que ni siquiera las madres de las rocas habrían podido distinguirlos.
—¿Por qué debemos hablar susurrando? —inquirió Eurídice, susurrando—. El ruido del agua es lo bastante fuerte para que no se oiga nada.
—Por nosotros —contestó Alessandro—. No podemos oír nada porque estamos muy cerca, pero lo oiríamos si estuviésemos lejos. Una de sus patrullas cometió este mismo error y nosotros lanzamos un par de bengalas paralelas al lecho del río. La sustancia fosforescente estalló creando la misma luz del día. Aunque ésta sólo duró unos instantes, no quedaron zonas en sombra, de modo que los liquidamos a todos.
La fría y blanca luminosidad de la bengala se hizo más brillante y próxima a medida que el viento empujaba su alegre paracaídas hacia el sur y la masa de la tierra la atraía hacia sí.
—¿Todavía están por aquí? —preguntó Eurídice.
—¿Quiénes? —inquirió a su vez Alessandro.
—Los de la patrulla austríaca.
—Están todos muertos —contestó Guariglia.
—¿Pero siguen ahí?
—No —susurró Alessandro—. De eso hace ya tiempo. El agua creció y se los llevó.
Eurídice preguntó cuántos eran.
—Nos cargamos a seis; una placa —contestó Guariglia, con exasperante convicción, y luego añadió—: Callaros hasta que pase la bengala.
Los tres aguardaron entre las rocas hasta que hubo pasado.
Excepto quizás en el arenoso delta que les permitía desembocar en el Adriático, las aguas del Isonzo y sus ramificaciones apenas eran cálidas, sobre todo en el norte, donde transmitían la sensación de sus orígenes en la nieve de las montañas. Pero septiembre conserva el calor del verano al igual que marzo mantiene el hielo en los lagos. El fuerte calor, el curso poco profundo allí cerca, el tiempo de insolación, las charcas y bajíos donde éste quedaba atrapado, todo contribuía a mantener el agua cálida.
En las tranquilas charcas y las aguas silenciosas donde no podían darse una zambullida, nadaban en silencio y regularmente, como si se deslizaran sobre aceite, con improvisadas y femeninas brazadas de pecho, o bajo el agua en medio de la oscuridad más absoluta. En lo que quedaba de los rápidos, allí donde las rocas fracturaban el agua formando el oleaje, nadaban vigorosamente, saltaban, pateaban, haciendo lo imposible por mantenerse en el mismo sitio y no dejar que la corriente los arrastrara río abajo.
Al cabo de un rato llegaron a un tronco pelado, que se había incrustado entre las rocas hasta convertirse en una especie de clavija sobre la cual el río saltaba formando una perfecta curva plateada. Los tres se apoyaron en la lisa madera y colocaron el rostro contra la continua cresta de la ola. Ésta los empujaba hacia atrás hasta que les dolían los músculos y el agua tronaba sobre ellos, friccionándolos hasta que se les cortaba el aliento. Pero los tres se mantenían firmes, contemplando la luna y las estrellas que se mecían débilmente en la fría ondulación que pasaba sobre sus cabezas. Alessandro miró hacia arriba: aparte de algunos jirones de nubes, el cielo aparecía despejado y tranquilo, con las estrellas brillando.
—Ha despejado —avisó a Eurídice y a Guariglia—. Mirad, está claro.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Guariglia.
—Puede que se vuelva a nublar —dijo Alessandro, aunque el cielo tendía a aquella especie de claridad que regía el sur de Italia en verano, y por la cual se habían hecho justamente famosas las noches veraniegas.
Guariglia negó con un movimiento de cabeza.
—No —dijo.
—Debo de estar loco por acceder a bajar hasta aquí —exclamó Eurídice.
—¿Por qué lo dices?
—Porque nos van a ver —replicó Eurídice, irritado—. Nos matarán.
—¿Y qué? —preguntó Guariglia—. ¿Acaso estás por encima de la muerte, o algo por el estilo?
—¡Oh, Señor! —exclamó Eurídice, a punto de soltarse del tronco.
—Aguarda un momento —aconsejó Alessandro—. ¿Qué más da que haya luna llena? Nos vamos a mover en escala; somos tres. ¿Cuál es el problema?
—¡Oh, Señor! —repitió Eurídice, y siguió exclamando lo mismo bajo la curva de agua plateada.
—¡Cierra ya la boca, jodido chinche! —le espetó Guariglia.
—Aguarda —susurró Alessandro—. Te estás preocupando por nada. Ellos no nos han visto. Simplemente, volvamos atrás. Es absurdo preocuparse mientras no empiecen a disparar.
—No me digas que no estás nervioso —protestó Eurídice.
—¿Y quién te ha dicho que no lo está? —preguntó Guariglia—. Lo único que ha dicho es que no está preocupado, lo cual es muy distinto. Siempre estamos nerviosos, pero no nos preocupamos.
—Eso es cierto —añadió Alessandro.
—Hasta que empiezan a disparar. Y no te asustes tanto por si te matan, pequeño idiota, o lograrás que nos liquiden a todos.
—¿Y es así como funciona? —inquirió Eurídice, con tono desagradable y burlón.
—¡Exacto! —replicó Guariglia—. No llevas aquí más de diez minutos, maldito chinche de diente roto, y no sabes nada de nada. En cambio, yo llevo un año en el frente. —El rostro de Guariglia estaba tenso—. Es así como funciona.
—Nadie sabe cómo funciona —intervino Alessandro—. Vámonos.
Se deslizaron hacia la izquierda por la graciosa línea que formaba la corriente, nadando con energía y decisión. En los rápidos aceleraban como atletas, adentrándose en el agua blanca que se agitaba a su alrededor, golpeándola con sus brazadas, avanzando siempre con decisión, sorprendiéndose de su propia fuerza. A lo largo de una franja de aguas oscuras que apenas se levantaban o giraban, ninguno de los tres dijo nada, pues todos sabían que no podían turbar su quietud. Con los brazos y piernas tensos debido al anterior ejercicio, se sumergieron y nadaron bajo el agua, emergiendo con gran preocupación para respirar hondo y luego volver a sumergirse lentamente, a fin de emprender de nuevo el avance. Alessandro los guiaba en silencio a través de la oscuridad. Los otros dos podían seguirle porque, en su total ingravidez, percibían la turbulencia de su brazada y, a veces, cuando se hallaban cerca de la superficie, incluso distinguían los destellos de la luna contra las plantas de sus pies. Luego se arrastraron por una corriente poco profunda hasta el lugar del cauce seco por donde habían entrado.
—¿Por qué, simplemente, no echamos a correr?
—Preguntó Guariglia. —Para cuando se den cuenta de lo que está pasando habremos llegado a medio camino de la cuesta, y para cuando lancen una bomba luminosa ya estaremos en casa.
—Ellos no necesitan lanzar una bomba luminosa. Ésta es la cuestión. En cualquier caso, si echamos a correr seguro que nos descubrirán. Quizá podamos correr el último tramo de la colina, pero ahora debemos avanzar en silencio.
—¿No es mejor arrastrarnos? —quiso saber Eurídice.
—¿Para qué? —inquirió Alessandro—. Nos están observando desde arriba; no serviría de nada. Avanzaremos de roca en roca, completamente agachados, hasta convertirnos en roca. Permaneced inmóviles el máximo tiempo posible. Ya sabéis, como si fuerais indios.
En cuanto Alessandro pronunció la palabra «indios», oyeron el lanzamiento de un mortero.
—¡Adelante! —gritó Alessandro, contradiciendo todo cuanto acababa de decir, y todos corrieron hacia las rocas, destrozándose los pies mientras prestaban atención al silbido que soltaba el proyectil al subir—. ¡Seguid corriendo hasta después de que estalle! —les gritó—. ¡Al principio los deja deslumbrados!
Eurídice hizo lo que se le ordenaba. La bomba luminosa estalló con una impresionante luz diurna.
—¡Ahora! —gritó Alessandro.
Él y Guariglia encontraron sitio detrás de las rocas, al inicio de la pendiente. Eurídice los siguió, pero un poco más tarde. Se oyeron disparos en el norte y en el sur: estallidos ilocalizables que no indicaban pautas a seguir ni consecuencias.
—¡Nos han visto! —exclamó Eurídice.
—No.
A continuación lanzaron otro disparo de mortero, luego otro, y otro, justo hacia donde ellos estaban.
—Sí, nos han visto —dijo Alessandro.
—¿Por qué no nos quedamos detrás de las rocas? —preguntó Eurídice, con voz chillona, llena de patetismo—. Aquí estamos protegidos.
—Eso es lo que tú crees, condenado chinche —exclamó Guariglia, con tal rapidez que la frase surgió como una sola sílaba—. Ya lo comprobarás, si nos lanzan un explosivo justo delante de nosotros.
—Corred —avisó Alessandro.
Empezaron a avanzar cuando tres proyectiles de mortero aún silbaban por encima de sus cabezas. Primero estalló uno, luego el otro y a continuación el tercero. La luz resultaba tan cegadora, que por un instante frenaron la marcha, pero las cuatro bombas luminosas brillaban como si fuera pleno día y a ellos no les quedó más remedio que acelerar.
Los soldados del Campanario evitaban disparar, pues no querían alertar o estimular a los austríacos a hacer más de lo acostumbrado, pero el enemigo había descubierto a las tres figuras en la pendiente sin protección. Una ametralladora barría la colina, a diez metros de las alambradas. Tenían que detenerse. Los tres se ocultaron detrás de las rocas, pero éstas no eran lo bastante grandes. Por todas partes saltaban fragmentos de metal y astillas de roca. Algo golpeó a Alessandro en la garganta, justo debajo de la nuez de Adán. Sangraba, pero aún podía respirar. Eurídice empezó a chillar.
—No grites, que te vas a ahogar —le dijo Guariglia, pronunciando con dificultad las palabras.
Alessandro miró hacia arriba y distinguió varios objetos volando por encima del Campanario, volteando por los aires y bloqueando las estrellas. En un primer momento no supo qué eran, pero finalmente los reconoció.
—¡Son unos genios! —gritó—. ¡Unos genios! Van a cegarlos con bengalas. Preparados…
Desde el Campanario, veinte granadas fosforescentes habían saltado por encima del parapeto. Todas a la vez voltearon por los aires y estallaron, deslumbrando a cualquiera que estuviese mirando. Las ametralladoras austríacas enmudecieron unos diez o quince segundos, y cuando quienes las manejaban recobraron la visión, los nadadores ya habían pasado las alambradas y entrado en el Campanario.
Al salir todos por el estrecho pasaje que conducía hasta el patio, descubrieron que Alessandro tenía un profundo corte en la garganta, y que la sangre le fluía copiosamente sobre el pecho. Guariglia tenía un agujero de bala en la pantorrilla, y como temía que la bala aún siguiera incrustada allí dentro, empezó a examinarse frenéticamente la pierna. Cuando descubrió otro agujero en la otra parte, la expresión de su rostro pareció la de alguien que acaba de acertar una quiniela.
Eurídice se sentía orgulloso de sí mismo.
—¡No he muerto! —clamaba—. Una vez más no he muerto.
—Ahora, ya saben que bajamos a nadar —comentó Alessandro, mientras uno de los muchos hombres que se arrastraban por allí le aplicaba un vendaje en la garganta.
—Puede que no —dijo Microscópico—. Puede que piensen que nos dedicamos a pasear de noche por ahí, medio desnudos.
—Eso espero —intervino Guariglia, que estaba doblado por el dolor—. Ojalá crean eso, estos jodidos chinches austríacos.
—Se ha terminado la natación —anunció el Guitarrista.
—Eso ya no importa —dijo Alessandro—. Empieza a hacer demasiado frío para nadar.
Bajo la luz directa del sol y resguardados del viento, hacía mucho calor, pero a la sombra los soldados de infantería tenían que ponerse la camisa. Mientras media docena permanecía en el patio, disfrutando del último sol del verano con el pecho desnudo, Alessandro, Eurídice y el Guitarrista llevaban jerseys de lana en la sala de los mapas. La sombra era tan fría como la mancha púrpura de las lejanas montañas, que veían como a través de un bloque de cristal transparente.
La sala de los mapas daba al norte. Hasta un recodo en el río, ambas orillas eran visibles a lo largo de varios kilómetros más de lo que abarcaba el Mauser 98 que Alessandro había capturado —mucho más preciso y mejor fabricado que los Martinis italianos—, provisto de una bayoneta más corta y mucho más manejable. Alessandro nunca había utilizado la bayoneta y confiaba en no tener que utilizarla nunca, pero las órdenes eran tenerla siempre calada y con la vaina puesta, lo cual suponía enormes dificultades cuando había que circular por el reducto.
Aunque Alessandro hubiera preferido permanecer tumbado al sol, su misión consistía en vigilar el sector norte desde las seis de la mañana hasta varias horas después de anochecer.
Permanecía sentado en un sillón de mimbre, cerca de la tronera central, forzando la vista hacia el exterior. La parte inferior de la tronera era más estrecha que la superior, y ahí apoyaba el fusil, con un cartucho en la cámara, el punto de mira levantado para disparar a unos doscientos metros, la bayoneta quitada y apoyada contra la pared. Sobre el trípode donde se apoyaba el fusil había un telescopio, cuyo cañón, como el de un arma, se proyectaba dentro de la pendiente de la tronera. Con una potencia de veinte aumentos y una lente de ocho milímetros, aquel instrumento del economato naval proporcionaba a Alessandro una visión única de las montañas.
A lo lejos, en el norte, se alzaba la inmaculada blancura del perfil del Tirol, el corazón de Austria. El hecho de que el país enemigo fuera tan puro, tan hermoso, tan elevado, tan eternamente blanco a pesar de los veranos calurosos y sangrientos, según Alessandro era un augurio en absoluto ambiguo. Apenas transcurría un día sin que acudiera a la sala de los mapas para contemplar aquel perfil, hasta que se sentía lo suficientemente ingrávido y puro para volar.
Eurídice estaba sentado en el borde de un catre, bajo el sector de los mapas. Nadie era capaz de atisbar por el telescopio todo un día. Se necesitaba un suplente, aunque —como en el caso de Eurídice— no llevara en primera línea el tiempo necesario para saber exactamente qué estaba viendo y se extasiara con el cambiante terreno que abarcaba el suave recorrido del telescopio, hasta el punto de olvidarse del enemigo. A Alessandro le sorprendía que a los hombres del Campanario se les confiara, sin entrenamiento previo, la vigilancia de gran parte del terreno que cubría la artillería italiana en aquella zona. Un artillero los visitaba periódicamente para comprobar las coordenadas y les explicaba que en la actualidad su profesión se practicaba principalmente de noche y casi sin necesidad de visión, aunque continuaba anotando ávidamente todos los datos.
A media tarde, las montañas deslumbraban más allá de su blanco perfil. Entonces llegaba el cocinero con tres platos de pasta in brodo. Aunque en aquella ocasión había mucho brodo y muy poca pasta, otras veces había mucha pasta y muy poco brodo. La gata Serafina entró detrás del cocinero, se sentó expectante y miró seriamente los tres platos de comida sobre la mesa de los mapas.
—Pasta in brodo —anunció el cocinero antes de marcharse, profundamente molesto de que nadie, excepto la gata, se hubiese vuelto a mirarlo, puesto que él hacía todo lo posible con el material que le daban.
Ansiosa, seria, patética y orgullosa, todo a la vez, la gata no movió un solo músculo, esforzándose por no parpadear, y permaneció sentada en absoluta quietud, como un diplomático transformado en mochuelo.
—Come rápido, Eurídice —le indicó Alessandro, quien inspeccionaba la trinchera del frente norte austríaco—. Estoy hambriento.
A Eurídice no hacía falta decirle que comiera rápido. Regordete aún, disfrutaba con la poca comida que podía conseguir. Mientras él y el Guitarrista comían, y de vez en cuando alimentaban con un macarrón a la gata, a Alessandro se le veía cada vez más concentrado.
—Haz una llamada —ordenó al Guitarrista—. Veo muchas idas y venidas en la trinchera más cercana del sector tres.
El Guitarrista hizo girar la manivela del teléfono para conectar con el cuartel general.
—Una unidad del tamaño de una brigada ha saltado a la primera trinchera justo al sur del sector tres —informó Alessandro, y el Guitarrista lo repitió.
—¿Puedes informar de cuál es la unidad? —le preguntó éste a Alessandro, de parte del oficial que había al otro extremo de la línea.
—Llevan cascos puntiagudos —contestó Alessandro.
—¿Y plumas?
—Creo que no, pero se encuentran demasiado lejos para saberlo con seguridad.
—Que sigamos informando…
Alessandro observó que de vez en cuando asomaba algún casco, cuando un soldado alto, o alguno que tenía el paso saltarín, giraba por un recodo de la lejana trinchera, y aguardó la respuesta italiana. Al cabo de un minuto y medio, ésta se hizo escuchar. El trueno surgió de un cañón detrás de sus líneas y, al ser un día claro y luminoso, Alessandro pudo ver con toda claridad cómo bajaban los proyectiles. Estallidos enormes, metálicos y brillantes, sacudieron la tierra a ambos lados de la trinchera.
Otras dos docenas de proyectiles hicieron impacto, lanzando por los aires el suelo arenoso.
—Puntería perfecta —informó Alessandro—, pero no ha servido de nada.
El Guitarrista pasó el mensaje.
—Dice que sigas observando y que colabores con unos cuantos disparos de fusil cuando sea necesario.
Alessandro elevó el punto de mira posterior de su fusil, se colocó en posición y disparó una carga sobre la trinchera donde había visto los cascos. Después de lanzar el primer cartucho y tirar del cerrojo para volver a cargar, los oídos le silbaban por la detonación del disparo, al tiempo que olía la pólvora quemada que el aire arrastraba a través de la tronera. Efectuó otros cinco disparos sobre la misma zona y volvió a cargar el fusil.
Sin apenas oírse a sí mismo y temblando a consecuencia de las sacudidas, Alessandro comentó:
—Ahora ya tienen su ración. Me gusta airear la tierra. Es como cultivar el jardín.
—No lo entiendo —intervino Eurídice, mientras comía—. ¿Por qué los austríacos no concentran su artillería en este puesto y lo borran del mapa?
—Es lo que harán cuando inicien la ofensiva —contestó el Guitarrista.
Eurídice dejó de comer.
—¿Por qué?
—¿Por qué preguntas «por qué», cuando acabas de preguntar por qué no?
—Porque también quiero saber por qué, y por qué es distinto de por qué no.
—En este caso —contestó el Guitarrista—, si sabes por qué, también sabes por que no.
—¿Cómo?
—Olvídate ya del no y come, ¿quieres? —intervino Alessandro, todavía mirando por el telescopio.
Eurídice se apresuró a finalizar su sopa, decepcionando a la gata.
—¿Quieres decir que durante la ofensiva harán saltar el Campanario?
—No les queda otro remedio —respondió el Guitarrista—. Es un punto de observación y de control demasiado bueno, aunque den por sentado que no soportaría un asalto a gran escala.
—¿Y qué haremos?
—Cuando todo esto esté a punto de desmoronarse, los que podamos retrocederemos a nuestras líneas.
—¿Y los que no podamos?
—Pues nos quedaremos.
—Para morir.
—Eurídice, cuando los fortines empiecen a saltar por los aires, las trincheras de comunicación ya habrán desaparecido. Tendremos que regresar por la superficie, a campo descubierto y sobre nuestras propias minas. Y lo más probable es que nos disparen desde ambos bandos. Así, ¿qué más da?
—Todos vamos a morir —murmuró Eurídice, dándose cuenta de ello por primera vez.
—Exacto —confirmó Alessandro mientras se volvía hacia él desde la tronera.
—Deja que te haga una pregunta —insistió Eurídice.
—Dentro de poco tendrás que pagar por hacerlas —comentó el Guitarrista.
—¿Cuándo crees que iniciarán la ofensiva?
—Cuando las aguas del río hayan bajado lo suficiente.
—¿Y cuándo será eso?
—Dentro de un par de semanas. Depende de la lluvia.
—Pero si no llueve.
—Por eso mismo.
—De todos modos, tampoco tenemos la seguridad de que organicen una ofensiva, aunque el río se seque por completo —insinuó Eurídice.
—¿Por qué no iban a hacerlo?
—Por asuntos urgentes en otras zonas.
—¿En cuáles?
—Herzegovina, Bosnia, Montenegro…
—Eurídice —lo interrumpió el Guitarrista—, los asuntos urgentes los tienen aquí. En la guerra entre Italia y Austria, el ejército austríaco está allí, y aquí está el italiano: tú, yo y él.
—Yo estoy en la marina.
—Y nosotros también.
—¿Por qué no vuelven a enviarnos al mar?
—¿Y por qué no se lo preguntas a ellos?
Eurídice estuvo disgustado hasta el anochecer. Luego el sol imprimió un tono rosa y dorado a las montañas y, tal como los otros se habían visto obligados a hacer antes, se resignó al hecho de que iba a morir.
Aunque los hombres del Campanario consideraban una subespecie a los del ejército regular, los envidiaban por sus ataques suicidas, tanto en el frente occidental como en el ruso, donde saltaban de sus trincheras y penetraban en medio de una barrera de fuego de ametralladora. A veces, en una trinchera de menos de un kilómetro de longitud, cinco mil hombres podían saltar a la superficie, y en pocos minutos sufrir un millar de muertes instantáneas, un millar de heridos que agonizarían lentamente en el campo de batalla, un millar de heridos graves, un millar de heridos leves y un millar que saldrían físicamente ilesos, pero espiritualmente destrozados para el resto de sus vidas, lo cual, en algunos casos, era tan sólo cuestión de semanas.
Sólo ciertos sectores del frente de batalla sufrían una carnicería, al estilo francés, pero ésa era la idea más difundida. Todo cuanto sabía la 19.ª Guardia del Río era lo que le llegaba de las tranquilas trincheras de comunicaciones, charlas con amargados soldados de infantería que sufrían de insomnio, a quienes habían transferido desde los violentos puntos de combate en el sur. Si alguno de los que integraban la Guardia del Río estaba a punto de perder los nervios, muchos de los soldados de infantería los habían perdido hacía tiempo. Lo que preocupaba especialmente a las tropas navales eran los informes que les llegaban de allá abajo, donde se decía que con bastante frecuencia se fusilaba a las tropas italianas por cuestiones disciplinarias; que los generales italianos, al igual que sus camaradas franceses, diezmaban a sus hombres ejecutándolos por delitos que no habían cometido. Se obligaba a padres de familia a salir de las filas, junto a adolescentes igualmente desconcertados, para condenarlos a muerte por actos atribuidos a otros a los cuales ellos ni siquiera habían visto.
Un día sorprendentemente claro, un comandante del cuerpo médico cuyo aspecto no era en absoluto militar se presentó en el Campanario para hablar a los soldados en formación, quienes pensaban que iba a soltarles un nuevo discurso sobre enfermedades venéreas, algo totalmente inútil dado que nunca les daban permiso. En cambio, el oficial pidió voluntarios.
Lógicamente, nadie se ofreció. Pero Alessandro, que pensaba que el ejército nunca fusilaría a un voluntario, dio un paso al frente casi sin pensarlo. Guariglia lo siguió, ya fuera por amistad o porque había tenido los mismos pensamientos.
—Sólo necesito a estos dos —declaró el médico.
Y los dos se marcharon sin saber adónde, mientras los otros soldados, que habían tenido más tiempo para pensárselo, imitaban el sonido de un mosquito, dando a entender que se los llevaban para someterlos a un experimento sobre la malaria.
—¿Existe algún peligro de muerte? —preguntó Alessandro, cuando los tres trotaban por las trincheras de comunicaciones.
—No, pero habrá queso y tomates.
—¿Cómo dice?
—Almuerzo.
—¿Se trata de un experimento dietético?
—¿Quién ha hablado de experimentos? Seguidme y nada más.
Al llegar al final del túnel, subieron a un camión que los condujo hasta las montañas. Dos horas más tarde, los veinte soldados que habían viajado allí dentro, todos inquietos y en silencio, subieron por un soleado prado de la montaña cubierto de flores azules. Soplaba una brisa fría, pero la temperatura era perfecta cuando se agachaban junto al suelo.
El médico y el conductor del camión extendieron manteles a cuadros en el suelo, y de un baúl que había en el lateral del vehículo sacaron pan, queso, botellas de vino y chocolate. Cuando hubieron distribuido los alimentos, el médico les dijo que comieran, pero nadie los tocó, por miedo a que estuviesen envenenados.
De modo que el doctor cogió un poco de todo aquí y allá, y se lo comió. Al ver que no se moría, los soldados empezaron a engullir gran cantidad de comida, al tiempo que sus ojos iban de un lado a otro, como si se preguntaran qué ocurriría a continuación.
—Nos dispararán un tiro para diseccionar nuestros cerebros —comentó un siciliano que llevaba una red en el pelo.
—Eso es poco probable —afirmó Alessandro.
—¿Y por qué tiene que serlo? Quiero decir que, en todo caso, ¿qué lo haría probable? ¿Crees acaso que nos han sacado porque querían llevarnos de excursión?
—Ya veremos qué quieren.
Después de almorzar, el médico les hizo devolver todos los cubiertos y las botellas de vino. Luego sacudieron los manteles, pero se les ordenó que volvieran a extenderlos.
—¿Veis esta pequeña florecita azul? —preguntó el médico, mientras hacía girar una diminuta flor entre el pulgar y el índice de la mano.
Todos asintieron, convencidos de que estaba loco.
—Durante las próximas cinco horas, quiero que las recojáis, con tallo y todo, y las depositéis sobre los manteles.
—Nos matarán a tiros —musitó el siciliano.
—Cállate ya —le ordenó Guariglia.
—Mi comandante —le llamó Alessandro—. ¿Puedo preguntarle por qué?
—No. Limitaos a cumplir las órdenes.
Durante cinco horas, todos recogieron flores. Poco a poco, muy lentamente, las pilas de pétalos y tallos aumentaron hasta formar montículos, y la ansiedad de los soldados se fue desvaneciendo. El conductor también recogía flores, mientras el médico dormitaba al sol, con un periódico plegado sobre la cara y la cabeza descansando sobre una hogaza de pan.
—¿Para qué sirven? —le preguntaron al chófer.
—No lo sé. Llevamos haciéndolo desde la primavera. Recogemos voluntarios a lo largo de todo el frente.
—¿Y qué pasa con las flores?
—Las meten en cajas y las suben a un vagón de mercancías con destino a Milán.
—¡Ese hijo de perra tendrá una fábrica de perfumes! —exclamó el siciliano.
—No lo creo —adujo Guariglia—. Huélelas.
El siciliano olió las flores que tenía en la mano y dio un respingo.
—¡Qué pestilencia!
—Así es —corroboró el conductor.
—¿Y siempre es la misma flor? —le preguntaron.
—Siempre la misma.
Hablaban a medida que iban recogiendo las flores. El siciliano, que trabajaba en una tienda de comestibles, les habló de su sueño, el cual lo consumía con tal intensidad, que lo había seguido desde Messina hasta el soleado prado de las montañas, donde el aire era fresco y la luz clara. Habló durante dos horas, repitiendo sin cesar y enumerando los objetos de su deseo, como si así se los garantizara para la otra vida. Su ambición era poseer una villa desde donde se dominara el Tirreno, un coche marca Bugatti, un Caravaggio, un yate de madera de teca y caoba, y un piso en Sevilla. La villa tendría mil metros cuadrados, el Bugatti sería verde, el Caravaggio una escena de la crucifixión, el yate sería un queche, y el piso estaría cerca de la Giralda. Las posteriores descripciones de cada uno de los detalles y el conjunto de aquellas pertenencias resultaban extremadamente irritantes, ya que las repetía como un loro.
—¿Y luego qué? —le preguntó Alessandro.
—Si lograra esto, si pudiera tenerlos…
—¿Sí?
—Pero me llevaría toda la vida conseguirlos.
—¿Y…?
—Cuando los tuviera, sería feliz.
—¿Y si lo consiguieras todo ahora mismo, y al regresar a tu unidad te matasen? —preguntó Alessandro.
—No sé. Pero quiero todo eso.
—Invertirías toda la vida en conseguirlo, pero no cambiaría nada.
—Lo que pasa es que tienes envidia.
—En absoluto. Te agarras a los bienes materiales como consuelo frente a la muerte, pero cuanto más te agarres a ellos, más sufrirás.
—Anda, vete a tomar por el culo —exclamó el siciliano, lanzando un puñado de flores a una de las pilas—. Yo no estoy sufriendo nada. ¿Y tú? Estoy muy bien, perfectamente, y sé lo que quiero. La vida es así de sencilla. Yo no pienso en la muerte.
—Por supuesto.
—¿Por qué tendría que preocuparme?
—Ya lo verás —le contestó Alessandro—. Tu materialismo te hará sufrir terriblemente, y no sólo al final, sino durante toda la vida.
—Algún día estaré tumbado en mi bañera de mármol —replicó el siciliano—, mirando por el tragaluz, con una pizza a mano y un auténtico fonógrafo en donde sonará Carmen, y me acordaré de ti… —Satisfecho de sí mismo, se echo a reír.
—En cierto modo, te envidio —admitió Alessandro, y luego reanudó la tarea de recoger flores.
Nunca les dijeron para qué habían hecho exactamente todo aquello pero nunca olvidarían que lo habían hecho.
A comienzos de octubre el tiempo se nubló, el cielo parecía de pizarra y el aire era seco y frío. El verano llegaba a su fin y una vez más tendrían que aprender a vivir en la oscuridad. Se precisaba una fuerte tormenta de lluvias para detener la ofensiva, pero los días transcurrían sin que cayera una gota.
El estado de ánimo de los soldados de infantería había cambiado. Pequeñas irritaciones que se consumían bajo el calor y la luz del verano, ahora volvían a emerger. El techo de los fortines parecía mucho más bajo. El dolor de muelas atormentaba a quienes lo padecían y tan sólo empeoraba, ya que los dentistas del ejército se encontraban en lugares situados a medio día de viaje. Las visitas tenían que solicitarse con tres meses de antelación, pero nadie quería tentar al destino con la arrogancia de suponer que él sería capaz de soportar el dolor durante tanto tiempo.
La comida se había vuelto incomible, aunque eran muy pocos los soldados a los que les bastara. La colada tardaba en secarse, una ducha significaba estar temblando durante dos horas y, excepto cuando el sol se asomaba ocasionalmente entre las nubes para dar fe de que la lluvia no haría acto de presencia, sólo los piojos se sentían felices.
Durante ese tiempo, el ejército del otro lado del Isonzo permaneció tranquilo. Apenas efectuaban algún que otro disparo, pero de noche llegaban camiones cargados de hombres y de material. Aunque los italianos hostigaban aquel reaprovisionamiento nocturno y la llegada de refuerzos con constantes disparos de artillería, no conseguían detenerlo ni aumentar sus bajas.
Sin embargo, con cada día que pasaba aumentaban las esperanzas de que, al ser tan meticuloso preparando la ofensiva, el enemigo se jugaba la posibilidad de cruzar el río, pues el retraso podía favorecerlos con un día de lluvia sangrienta.
—Eso carece de importancia —manifestó Guariglia—. Ellos atacarán el día en que empiece a llover. Están esperando ese momento. El nivel del río se hallará en su punto más bajo y ellos habrán traído el mayor número posible de soldados.
—La cortina de fuego de la artillería empezará inmediatamente —intervino Microscópico desde su catre, al tiempo que dibujaba un esquema con las manos—. Durante seis horas habrá un castigo continuo. Luego, miles de hombres aparecerán sobre las trincheras, todos a la vez. Saldrán poco a poco, pero al cabo de unos segundos se pondrán en pie y echarán a correr. Al cruzar el río, muchos caerán, pero miles de ellos llegarán a la colina. Cuántos lograrán alcanzar nuestras trincheras es otra historia. Sin embargo, algunos lo conseguirán y tendremos que enfrentarnos a ellos cara a cara. A esas alturas ellos ya estarán como borrachos, y algunos se creerán el mismísimo Dios. Dispararán tan rápidos como el diablo y usarán las bayonetas.
—Los austríacos son mejores que nosotros con la bayoneta —intervino Biondo, un taciturno maquinista de Turín, que se había alistado en la marina porque creía que podría ser de gran utilidad en la sala de máquinas de los barcos a los que hubiesen alcanzado.
—¿Y eso por qué? —preguntó Eurídice, con tono apacible.
La explicación saltaba a la vista, pero nadie quiso expresarla con palabras. Finalmente, alguien se atrevió:
—Porque son más altos.
Por un breve instante, no hubo ninguno que no se sintiese turbado por aquel augurio.
De noche, debido al frío viento que soplaba desde los Alpes maravillosamente cubiertos de hielo y nieve, encendían un fuego en una estufa hecha con un bidón de aceite. Aunque la mayor parte de la madera que consumían procedía de los restos de tablones que habían utilizado para construir trincheras y fortificaciones, una gran pila de madera de manzano había aparecido de algún modo en el Campanario, y en cada fuego añadían dos o tres de aquellas ramas.
Era una lástima, ya que por los brotes y vástagos se podía ver que el árbol aún daba fruto cuando lo cortaron, y que habría continuado así al menos durante veinte años. Pero lo único que ahora tenían era su aroma.
Durante la semana que precedió a la ofensiva, Alessandro había tenido la guardia de día, con lo que podía dormir por las noches. La semana anterior, en que le habían asignado el turno por la noche, el cambio de horario lo había agotado hasta tal punto que pensó que el corazón le iba a fallar. Sin embargo, a medida que el tiempo iba transcurriendo, él recuperaba sus fuerzas poco a poco, e incluso era capaz de dormir en paz y soñar. Sus sueños se centraban en Roma.
Después de cenar, todos se lavaban, abrían de par en par las troneras para permitir que entrase el frío aire de la noche, metían un par de troncos de manzano en el fuego, apagaban la lámpara y se envolvían con la manta de lana.
El sueño llegaba sin dificultad, el viento soplaba a través del reducto fortificado y el fuego crepitaba. Cada hombre veía en el fuego lo que veía en su corazón. Para Alessandro, el cuadro inicial era siempre el mismo: un día con un cielo perfecto, intensamente azul sobre Villa Borghese, cuando las sombras entre los árboles eran tan oscuras que tenían matices de color rojizo. En un grupo de cipreses salvajes, donde las hojas danzaban al viento como lentejuelas, el estallido de muchos rayos de luz contra la oscuridad producía una fosforescencia continua. A través de las sombras, todo eran fugaces percepciones de un azul tan intenso que casi se podía respirar.
El agua en las fuentes de Villa Borghese era brillante y fresca: podía captar el deslumbrante sol como si fuera el destello de una espada y caer sobre sí misma como un blanco oleaje, flotar en medio de una niebla de arco iris o correr de oscuridad en oscuridad, para emerger momentáneamente sobre un lecho de guijarros amarillentos, como si quisiera limpiarse con el sol.
Sus padres y su hermana permanecían sentados en un banco a la sombra, y él estaba junto a la fuente, con un traje blanco, medio deslumbrado por la luz, protegiéndose los ojos con la mano mientras inspeccionaba la zona de sombras. Luciana estaba sentada en el banco, con las piernas colgando, columpiándose atrás y adelante, mientras miraba a derecha e izquierda en busca de un chico con quien jugar. Sus padres iban vestidos tal como los había visto en las fotos del siglo XIX, en las que, incluso con el envaramiento que solía aparecer en los retratos de su juventud, parecían tan ajenos a la mortalidad como si el año 1900 fuera a ser un casco contra el cual el géiser del tiempo chocaría, sólo para volver a caer formando un decorativo surtidor.
Al día siguiente, Alessandro permanecía sentado en el patio del Campanario, con la espalda apoyada en el muro. El fusil, con la bayoneta calada, se apoyaba en el mismo muro. Más allá del perfil de la fortificación, en el lago circular que formaba el cielo visible para los soldados del patio, oscuras nubes corrían impulsadas por los vientos de allí a arriba. Su vientre era negro, y todo lo demás gris. Aunque de vez en cuando el sol hacía acto de presencia y los soldados estiraban el cuello para mirarlo, protegiéndose los ojos en una especie de saludo, casi siempre permanecían bajo la fría sombra.
El empuje de las nubes que se apresuraban a bajar resultaba seductor incluso para los que ignoraban el motivo.
—Se debe a que vienen del norte —le explicó Alessandro al guitarrista—. Han partido de Viena a lo largo del Danubio, flotando sobre los campamentos militares y el Ministerio de la Guerra. Ahora han venido a vernos a nosotros. No quieren saber nada de todo esto, así que se largan hacia el Adriático. Cruzarán el mar y flotarán inmaculadas sobre África, como globos extraviados. No oyen nada, se limitan a pender sobre silenciosos desiertos y ejércitos en lucha, como si ambos fueran indistintos. Desearía poder hacer lo mismo.
—No te preocupes —le dijo el Guitarrista—, algún día lo lograrás.
—¿Lo crees de veras?
El Guitarrista reflexionó unos instantes.
—¿Te refieres a si hay algo al otro lado de la empalizada?
—Sí.
—No lo sé. La lógica dice que sí, pero mi esposa acaba de tener un crío al que nunca he visto. ¿De dónde viene? ¿Del espacio? Carece totalmente de lógica, así que, ¿a quién le importa la lógica?
—Hacen falta muchas pelotas para arriesgar la esperanza, ¿no?
—Así es. Tengo la sensación de que van a castigarme por tal presunción, pero ya he tenido la mala suerte de ser músico y soldado, de modo que quizá se me conceda un respiro. La música es una de las cosas que me confirman, de vez en cuando, que Dios existe y que cuida de mí —prosiguió el Guitarrista—. ¿Por qué crees que la tocan en las iglesias?
—Creo conocer el motivo —contestó Alessandro.
—La música no es racional —afirmó el Guitarrista—. No es real. ¿En qué consiste? ¿Por qué unas variaciones mecánicas de ritmo y de tono hablan el lenguaje del corazón? ¿Cómo puede ser tan hermosa una simple canción? ¿Por qué fortalece mi determinación a creer, si apenas me permite ganarme la vida?
—¿Y el ser soldado?
—La única cosa medio decente en esta guerra, Alessandro, es que te enseña la relación que hay entre riesgo y esperanza.
—Tú has aprendido a arriesgarte, por eso te atreves a creer que algún día vas a flotar como una nube.
—De no ser por la música, pensaría que el amor es un sentimiento perecedero —prosiguió el Guitarrista—. De no haber sido soldado, no habría aprendido a luchar con todas mis fuerzas. —Respiró hondo—. En fin, todo eso está muy bien, pero la realidad es que no quiero que me maten antes de haber visto a mi hijo.
Eurídice y Microscópico estaban pateando un balón de fútbol, arriba y abajo por el patio. Un poco torpe, como siempre, Eurídice golpeó la pelota demasiado bajo con la punta del pie, y para compensarlo levantó éste demasiado alto. El balón planeó por el aire y todo el mundo en el patio observó cómo se elevaba contra el fondo de nubes, con la esperanza de que no saltara por encima del muro. Pero lo hizo, y ya había salido unos cinco metros cuando el viento lo empujó hacia el centro del patio. Aterrizó contra el muro más cercano, rebotó, efectuó por el aire una baja trayectoria, y por fin se detuvo en los hierbajos que crecían sobre el reborde superior del tejado del Campanario.
Todos observaron en silencio cómo se detenía.
—Una pelota estupenda —comentó alguien.
La mitad de los soldados que estaban apoyados contra el muro se incorporó para ver mejor. Alessandro y el Guitarrista siguieron sentados, ya que lo veían a la perfección desde donde estaban.
—He sido yo quien le ha dado la patada —declaró Eurídice, acercándose a la pared.
—No subas ahí —le advirtió Guariglia, cuando estaba a punto de hacer presa en el muro y escalarlo.
—¿Por qué no? —preguntó Eurídice, que seguía siendo un novato.
—Está en un reborde —le advirtió Guariglia—, y ellos lo tienen bajo su punto de mira.
—Pero yo iré rápido y me mantendré agachado. Basta con empujarla y volverá a caer. No les dará ni tiempo de disparar.
—Yo no lo haría —dijo Biondo.
—No tenemos otra pelota —insistió Eurídice.
—Deja que suba Microscópico —le gritó el Guitarrista.
—Vete a tomar por el culo —le espetó Microscópico, que estaba harto de ser una pequeña diana—. ¿Por qué no vas tú a cogerla?
—Yo no la he tirado ahí —contestó el Guitarrista—, y tampoco soy un liliputiense.
—Te diré lo que puedes hacer —le gritó Microscópico.
Eurídice había subido ya a la parte herbosa del tejado y Guariglia le gritó que aguardara. Alessandro y el Guitarrista se levantaron.
—Vuelve ya —le gritó Guariglia—. Déjala hasta la noche. Ahora no; no vale la pena.
Apoyándose en el estómago, Eurídice se arrastró sobre la hierba hasta la pelota.
Se detuvo justo en el reborde y luego miró hacia atrás.
—Aquí arriba hay una bonita vista —exclamó—. Sólo tengo que alargar la mano.
Alessandro avanzó un paso y gritó con rabia:
—Eurídice, no seas idiota. Baja ahora mismo.
Por un momento, Eurídice no se movió. Luego se retorció y miró hacia abajo a lo largo de su cuerpo, a todos aquellos que lo estaban observando. Ahora era uno de ellos.
—Está bien —accedió—. Ya la cogeré más tarde.
Todos respiraron aliviados, pero a continuación, por algún motivo que nadie nunca averiguaría —quizá porque se sintiese muy cerca, porque todo el mundo lo estaba observando, porque nadie había muerto desde que él había llegado, o porque se olvidó de dónde estaba y pensó que aún seguía en la escuela—, Eurídice alargó el brazo para coger la pelota.
Al hacerlo, elevó la cabeza, y todos los soldados del patio quedaron paralizados en sus lugares, con la esperanza de que el carácter impulsivo de Eurídice fuera su propio guardián. Pero, antes de que su mano pudiera empujar la pelota por la pendiente cubierta de hierbajos, su cabeza sufrió una sacudida hacia atrás y Eurídice se desplomó sobre la pendiente. El brazo derecho perforó el aire, tirando consigo de todo su cuerpo. Seguidamente rodó por encima del muro de sacos de arena y cayó de costado en el patio.
A partir de aquel instante, todos supieron cómo reconocer a la muerte y permanecieron de pie en silencio, mientras cientos de nubes pasaban sobre sus cabezas, deslizándose veloces hacia el sur.
Alessandro escribió:
Queridos mamá y papá:
Escribo muy de tarde en tarde porque, a pesar de que aquí no hacemos gran cosa, ese poco nos lleva la mayor parte del tiempo de que disponemos. Mi existencia se parece en cierta medida a la de un guardabosques, de modo que podéis pensar que disfruto de relativa tranquilidad. Paso doce horas vigilando colinas y montañas, y el resto lo tengo libre. Al parecer, con todo el tiempo del mundo para reflexionar, tendría que escribir brillantes ensayos y cartas que vosotros leeríais una y otra vez, pero no puedo. Aquí hay demasiadas tensiones y todo el mundo es desgraciado. De hecho, si alguna vez disfruto de un breve permiso, me iré a Venecia para beberme tres botellas de vino.
Hoy he visto una cosa sorprendente. Estaba mirando con un telescopio hacia el sur, a través de la tronera. Era por la tarde y la luz llegaba del noroeste. De pronto, sobre las trincheras, apareció una nube negra que cambiaba de dirección y se movía tan veloz como un aeroplano, pero su tamaño era el de un palacio. Culebreaba, caía, se elevaba y volvía a caer, reflejando la luz como si fuera de malla o lentejuelas. Era una nube de estorninos o golondrinas que se alimentaban de los cadáveres que había en tierra de nadie, entre las dos líneas. Guariglia, que ha servido más abajo, asegura que se presentan cada tarde y se lanzan sobre los muertos. No sé qué pensar de todo eso, dado que resulta a la vez hermoso y grotesco.
Continuamente estamos esperando a que un «asqueroso chinche» austríaco surja de la nada, lance una granada, efectúe un par de disparos y clave su bayoneta en un pobre desgraciado que salga de las letrinas. Ese tipo de cosas hace que estemos en tensión las veinticuatro horas del día. Lo mismo sucede con las bombas. Entre ocho y diez estallan cada semana contra el Campanario, y nunca se sabe cuándo van a presentarse. Al estallar nos tiran fuera de la cama si estamos durmiendo, nos derriban al suelo si estamos de pie o nos obligan a levantarnos si estamos sentados. A estas bombas no les gusta lo estable. Lo vuelven todo del revés. El polvo se desprende del techo, las paredes tiemblan y los objetos caen al suelo.
En todo momento buscamos algún cañón que apunte hacia nosotros, pues al enemigo le encantaría disparar a quemarropa contra nuestras troneras, en una trayectoria casi plana; de este modo el proyectil chocaría contra las placas de acero y sería el fin del Campanario. Por eso, en cuanto divisamos un cañón corremos todos a dispararle con nuestros fusiles y ametralladoras, sacamos el mortero al patio, lo cargamos y les soltamos la artillería. Si lo que divisamos es algún tipo de artefacto óptico, o un armazón de madera, damos por sentado que pretenden localizar anticipadamente las troneras a fin de situar allí el cañón cuando anochezca de forma que respondemos con la misma celeridad. Si alguien pretendiese levantar una cruz allí, o ir a tender la colada, le lanzaríamos igualmente toda nuestra artillería, y es probable que nunca llegara a saber por qué.
Suelo disparar entre veinte y treinta cargas al día, lo cual explica quizá mi escritura temblorosa. Tampoco oigo muy bien. Dudo de que alguna vez pueda volver a la ópera, ya que apenas podía oírla bien incluso antes de que mi propio fusil me arruinara el tímpano del oído derecho.
Otra fuente de tensión es que aquí no disponemos de intimidad. La mayoría nunca ha tenido habitación propia, como yo, y dado que nunca han estado solos, han aprendido a vivir sin reflexión ni contemplación. Por ejemplo, si yo estoy en una habitación con Guariglia, un talabartero romano, y me encierro en mis pensamientos, él lo nota, se siente incómodo, y hace todo lo posible para distraerme o para entablar una conversación.
La intimidad física tampoco existe por aquí. Lo mejor que uno puede hacer es irse a un almacén, donde sólo suele haber otros dos soldados concentrados en vigilar y disparar por las troneras.
A pesar de que no escriba a menudo, o no tanto como solía, hay algunas cosas que me gustaría aclarar con vosotros, o al menos intentarlo mientras pueda. Tengo la impresión de que he vivido más allá del tiempo que me corresponde y que nunca volveremos a vernos. Yo no era así al principio, pero algo ha cambiado. En cualquier caso, los permisos que consiga no serán lo bastante largos para permitirme ira casa, y no dispongo de medios para avisaros con tiempo para que vengáis a encontraros conmigo en Venecia. Quizá pueda ir a casa por Navidad. No lo sé. De momento estamos más o menos a salvo. El último a quien mataron fue a un muchacho que, al querer recuperar una pelota, se expuso al fuego enemigo en vez de aguardar a la noche. Uno nunca sabe lo que le puede pasar y ahora estamos esperando una ofensiva en cualquier momento. Me refiero a una ofensiva en la zona, ya que parece improbable que los austríacos avancen a lo largo de todo el frente. Aunque incluso eso es posible.
Ha llovido tan poco este verano, que el río va muy bajo. Solíamos salir de noche a nadar, y la última vez que lo hicimos descubrimos que en el lugar más profundo me llegaba tan sólo a la altura del pecho. Eso fue hace unas cuantas semanas, en las que ha seguido la sequía, y la nieve ha dejado de fundirse en las montañas. Ahora el río baja tan seco que se puede cruzar por una docena de sitios; en cuestión de días se podrá vadear por cualquier lugar. Incluso aunque lloviera esta noche, sería demasiado tarde. Por eso os escribo.
He prometido varias cosas. Que lucharé bien, que intentaré conservar la vida y que me concentraré más en lo primero que en lo segundo, ya que la mejor forma de mantenerse con vida es actuar con decisión y arriesgarse. Me tienen sin cuidado las reclamaciones sobre el Alto Adigio, así que estoy luchando por nada; pero todos hacen lo mismo y ésa no es la cuestión. Una pesadilla así carece de justificación, pero hay que hacer todo lo posible por superarla, aunque eso implique jugar según las reglas. Imagino que una pesadilla es tener que seguir unas reglas absurdas por unos objetivos que no son totalmente ajenos, sin control alguno sobre nuestro destino, ni siquiera sobre nuestras acciones. Mientras pueda ejercer el control, haré cuanto me sea posible. Por desgracia, la guerra está regida sin orden y al azar, hasta el punto de que las acciones humanas parecen haber perdido su significado. No sólo están ejecutando a soldados porque desertan, sino que a veces los fusilan por nada. Creo que después de la guerra, durante muchísimo tiempo, quizás incluso para lo que queda de siglo, las implicaciones de todo esto se reflejarán a través de casi todo, sin embargo, prefiero dejar este tipo de especulaciones para cuando vuelva a casa. Nos sentaremos en el jardín y hablaremos de todas estas cosas, porque, si vuelvo, quiero comprar de nuevo el jardín. Quiero arrancar todas las malas hierbas, reforzar el césped, podar los árboles y convertirlo en lo que fue antaño. Dispongo de la energía, la voluntad y, por primera vez en mi vida, la paciencia necesarias.
Quiero deciros ahora cuánto os quiero, a todos, y lo mucho que he descuidado a Luciana, aunque me enorgullezco de la hermosa e impresionante mujer en que se ha convertido. No os preocupéis por mí, independientemente de lo que ocurra. Aquí estamos nerviosos, pero no asustados. De una forma u otra, todos hemos escrutado en el fondo de nuestras almas y nos sentimos felices de morir si es necesario. Sólo me queda deciros que os quiero.
Alessandro
A finales de mes, el verano se había retirado y el invierno empezaba a inundar el Veneto con las altas nubes, que iniciaban su relajado vuelo hacia África mientras las montañas se cubrían de nieve. Cuando a lo lejos, en el norte, un lago azul entre las nubes se expandiera hasta alcanzar el tamaño de un principado y el sol lo atravesara, los Alpes resplandecerían en su totalidad como pólvora encendida y la gran imagen blanca se deslizaría por el norte de Italia, flotando sobre el aire azulado para que todos la vieran.
Treinta hombres más llegaron al Campanario, soldados de infantería que habían estado en las trincheras de más abajo enfrentándose al fragor de la batalla desde el primer momento. Cínicos, violentos y turbulentos, destruyeron por completo el civilizado equilibrio del contingente de la marina: hacían muchísimo ruido, ensuciaban las letrinas y discutían entre sí. Jugaban a cartas, bebían, vomitaban y se vigilaban mutuamente con las bayonetas envainadas.
La Guardia del Río se hallaba a su merced, porque con ellos habían traído a un sargento que lo reestructuraba todo y a cada uno le decía lo que debía hacer. Con sus risas broncas, sus mejillas sin afeitar, sus enfermedades cutáneas, su sífilis y su aparente placer por matar, parecían tan arrobadores como la misma guerra.
De noche enviaban patrullas de hombres capaces de ver en la oscuridad y que regresaban trayendo consigo algún jabalí o un cerdo salvaje, y en una ocasión incluso a un enloquecido macho cabrío que había seguido la orilla casi seca del río desde su hogar en las montañas. A cada salida de la patrulla, seguían grandes festines de carne y vino, pero incluso éstos contribuían a poner nervioso a todo el mundo y a convencer a la Guardia del Río que estaban sentenciados.
En una semana las nubes se cerraron sobre un frío sol y las esperanzas crecieron, pero poco después el sol reapareció, lo mismo que miles de soldados de caballería enemigos. Los distinguían en la parte trasera de las filas, detrás de la artillería, levantando polvo a medida que entraban en formación o se trasladaban de un sector a otro. Era posible establecer su posición incluso sin necesidad de un telescopio. Camiones y furgones levantaban nubes de polvo que parecían rescoldos de hierba quemada, y la caballería lo levantaba en columnas, como si pasara un tren. Ésta se movía suave y regularmente al fondo del paisaje, señal inconfundible de que poseían unos caballos de guerra veloces y bien alimentados.
—Me gustaría estar en caballería —le dijo Alessandro a Guariglia—. Me crié para ello. Toda mi vida he estudiado equitación y esgrima.
—No digas estupideces —le espetó Guariglia—. Nuestras ametralladoras están esperando a estos cabrones y a sus pobres caballos. No durarán ni un minuto.
Los soldados sabían muy bien lo que les esperaba, como si lo llevaran en la sangre.
—Están ahí para hacer cuña —comentaban de la caballería enemiga—, para abrir brecha en nuestras filas por varios sitios, y luego desparramarse como el grano que se derrama por un saco roto. No tienen paciencia para esperar sentados por ahí. Estos sólo traen a los caballos justo antes de atacar. El río está bajo, así que llamarán a la puerta dentro de dos o tres días.
Todo el frente parecía haber cobrado vida y haberse llenado de hombres, pero no tanto como las líneas austríacas, que casi estaban a punto de reventar con uniformes nuevos y bayonetas que subían y bajaban. En el Campanario habían traído tanta munición, que la capacidad de cada fortín se había reducido de forma considerable. El ejército había abierto nuevas troneras, instalado nuevas minas y colocado nuevas alambradas.
—Vosotros, los mamones de la armada, no sabéis cómo luchar en tierra. ¿Por qué no regresáis al mar, de dónde venís? —había preguntado un soldado de infantería que tenía una cicatriz en forma de disco, la cual le abarcaba gran parte de la barbilla.
—Dame un pasaje y verás —replicó Biondo.
Los de infantería persiguieron a Microscópico hasta que les dijo por qué estaba en la marina: a él lo habían reclutado para quitar el hollín de las chimeneas y limpiar calderas.
—Como soy tan pequeño —les dijo—, puedo arrastrarme por las tuberías. Y no me digáis que sois valientes hasta que os hayáis arrastrado por las entrañas de una caldera y salido por la chimenea. Y si os atascáis, estáis perdidos. No se desmantela un barco por un deshollinador, y resulta muy fácil quedarse atascado. Así que muchas gracias, podéis utilizar el pasaje porque yo prefiero quedarme aquí.
Pero aquello era todo mentira. Microscópico era ayudante del panadero en un barco de aprovisionamiento.
Grandes nubes portadoras de lluvia se hicieron visibles sobre las montañas el día en que empezó el bombardeo de la artillería. Las nubes parecían muros de rocas color vino y avanzaban lentamente hacia el sur, abriéndose camino con los zarcillos amarillos y blancos de los relámpagos.
Durante semanas, la artillería italiana se había mostrado muy activa a fin de hostigar las formaciones enemigas. Las bombas volaban sobre sus cabezas varias veces por minuto, aunque los austríacos reducían su respuesta durante el período de tiempo que iba entre el anochecer y el amanecer. Ellos no necesitaban practicar la observación, ya que nada se resistía a caer bajo su fuego.
Cuando Alessandro se había detenido ante el campo de pruebas de Múnich, había sentido pavor y se había estremecido. Ahora la hilera de un centenar de cañones estaba formada por diez en fondo y disparaban continuamente, cien a la vez, sin interrupción, sin conceder ni un instante de tregua. Cuando un proyectil hacía blanco en el Campanario, lo cual ocurrió una veintena de veces aquella noche, todos se lanzaban al suelo, con la esperanza de que el techo no se les viniera encima.
—Me pregunto si se nos ordenará que salgamos a la carga —no paraba de repetir el soldado que había entre Alessandro y Guariglia—. No veo señal alguna, pero es posible que nos ordenen cargar.
A continuación se echaba a reír y así siguió toda la noche. A las cuatro de la madrugada, cuando todo el mundo estaba ya sordo y temblaba debido a los cañonazos, se acercó a Guariglia:
—No les dirás quién soy, ¿verdad?
—¿Y quién eres tú?
Con temor, obviamente espantado, el soldado contestó:
—El hijo del rey.
—¿Y qué haces aquí? —preguntó Guariglia.
—Mi padre me envió a morir.
—¿Y quién es tu padre? —preguntó Alessandro, que no le había prestado atención.
—El rey.
—¿El rey de qué?
—De Italia.
—Oh.
—Quisiera hablar con él cuando termine la guerra —dijo Guariglia—. Tengo un par de cosas que me gustaría decirle.
—Todo el mundo dice lo mismo —contestó el soldado—, pero cuando están en su presencia, descubren que apenas pueden hablar.
—Tú estarás allí, ¿no?
El soldado enloquecido negó con un movimiento de cabeza.
—Yo estaré muerto.
—Pues ya tienes un objetivo —replicó Alessandro.
El príncipe sufría tanto por culpa del miedo, que de nuevo echó a correr hacia las letrinas.
—No te preocupes, hombre —le gritó Alessandro—. Tú irás al cielo. Los hijos de los reyes siempre van al cielo.
A las cinco, justo antes del alba, la artillería interrumpió su castigo. En cuanto las formaciones enemigas saltaran de sus trincheras, la artillería italiana estaría dispuesta para lanzar todas sus existencias contra la marea que se les vendría encima. Pero todo permaneció tranquilo. Durante un rato, nadie supo qué ocurría. Todos sus sentidos estaban destrozados por culpa de las explosiones y necesitaron casi un cuarto de hora para entender aquel silencio.
Había empezado a llover y por la noche el cauce del río había subido debido a las tormentas en las montañas. El viento azotaba el Campanario y las gotas volaban a través de las troneras. Con intervalos de pocos segundos, a cada rayo le seguía una descarga de truenos, pero después del intenso bombardeo aquellos estallidos parecían incluso suaves. El aire estaba cargado con cierto olor a whisky mientras la asediada 19.ª Guardia del Río escuchaba el suave golpeteo de la lluvia contra el tejado, todos con el pensamiento dirigido hacia su hogar.
El Guitarrista se hallaba en la sala de comunicaciones cuando, a las cinco y cuarto, gritó que habían cortado las líneas: alguien se había infiltrado en la trinchera.
La Guardia del Río miró ansiosa a los de infantería, quienes a su vez los observaron con desdén.
—Ése no es nuestro reducto —exclamó uno de ellos.
—Vamos —intervino otro, con indiferencia—. Alguien está llamando.
Todos miraron a Guariglia, que era el más duro y el más corpulento, aunque aquello no era correcto y ellos lo sabían. Conocían a sus hijos como si los hubiesen visto realmente y sabían del cariño con que se los describía una y otra vez. Por otro lado, él había hecho más de lo que le correspondía en cuestiones de dificultad y peligro. Luego se volvieron al Guitarrista, que no había cumplido con su parte, pero él era músico, blando, tenía una familia y miraba al suelo. Microscópico era demasiado pequeño. Biondo estaba en la tronera. Los demás se encontraban en los otros fortines.
Con el corazón palpitándole, Alessandro arrancó la funda a su bayoneta, que golpeó contra la pared y rebotó en el suelo. En un instante ya había cogido el fusil y salía corriendo bajo el umbral, luego atravesó el patio, acto seguido pasó ante la ametralladora y entró en la trinchera de comunicaciones.
Al partir sentía miedo, pero a cada paso que daba su rabia iba en aumento, hasta que, al girar por los suaves recodos de la trinchera, se sintió enfurecido y a punto de estallar. Tiró del pestillo de seguridad del fusil y a cada curva adelantaba hábilmente la bayoneta levantada. Era como si careciese de cuerpo, como si sólo fuera dos brazos fuertes, un fusil perfectamente engrasado y una centelleante bayoneta que se deslizara por la trinchera a toda velocidad. Lo único que anhelaba era matar al intruso que se había atrevido a cortar las líneas.
Para el enemigo habría resultado demasiado peligroso regresar, así que tenía que seguir allí, esperando. Y allí estaban.
Al girar por una cerrada curva, le dispararon un tiro. Éste falló y la bala se incrustó en la pared de la trinchera. El soldado austríaco que había disparado dio un respingo y, dominado por el pánico, tiró del cerrojo de su fusil.
Alessandro siguió corriendo. Justo cuando el soldado enemigo, un muchacho de rostro delicado, un extraño, consiguió meter otra bala en la cámara y estaba a punto de levantar el fusil, Alessandro le clavó la bayoneta en el pecho y, alzando su cuerpo hasta doblarlo como si fuese un puño, lo mató. Frente a él sonaron dos disparos.
Los dos compañeros del muchacho a quien Alessandro acababa de matar le estaban disparando. Una de las balas había fallado. La otra golpeó a Alessandro en la parte superior del hombro y lo lanzó contra el arenoso muro de la trinchera. Sin embargo, no dejó que el fusil se le escapara, sino que lo extrajo del soldado muerto y lo enderezó entre sus manos.
Los austríacos se apoyaban en una rodilla y tiraban de sus cerrojos, de modo que Alessandro no disponía de tiempo para apuntar. Así pues, dirigió el fusil hacia ellos y disparó. Uno de los dos soldados cayó al suelo. El otro disparó y volvió a fallar. Al ver que su amigo yacía inmóvil, que Alessandro recargaba el arma y que él no podía volver a cargar a tiempo, tiró su fusil y saltó por encima de la trinchera.
Alessandro vio que el muchacho herido había dejado de moverse. El otro ni siquiera había sufrido un solo espasmo. Ambos yacían en medio de dos charcos de sangre. Su rostro se tensó mientras se colgaba el arma al hombro y, presionando con la mano derecha sobre la herida, regresó tambaleándose al Campanario.
Aturdido, penetró en la sala de los mapas y se detuvo ante los demás. Los que estaban sentados se levantaron, todos con la mirada fija en la mano ensangrentada que cubría la herida y en sus inexpresivos ojos.
Ni siquiera los de infantería lo tomaron a broma. Uno guió a Alessandro hacia el catre. Otro le cogió el fusil y se dispuso a limpiar la bayoneta. Aquél era su oficio. No se trataba de algo con lo cual uno nacía, sino que se aprendía, pero eso no resultaba en absoluto difícil. Usaron unas tijeras grandes para abrirle la camisa con mayor celeridad, tal como habrían hecho si se estuviera muriendo. Pero luego retrocedieron un paso.
—Eso no es nada —observó uno de los soldados de infantería.
—Te ha abierto un pequeño surco encima del hombro, nada más —intervino Guariglia, antes de apoyar un trapo bañado en alcohol sobre lo que parecía el corte de un sable.
El efecto del alcohol hizo que Alessandro aullara con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Ahí vienen! —gritó uno de los soldados de infantería, al tiempo que un ruido aterrador se extendía por todo el Campanario: el alarido de veinte mil hombres que se lanzaban a la carga.
A lo largo de todo el frente, pareció como si miles de austríacos y alemanes brotaran del suelo. Al principio lentamente, a medida que salían al exterior, pero luego con mayor rapidez al correr hacia el río, protegidos por los jirones de los bancos de niebla. Todos chillaban, a millares. Los italianos subieron al estribo de disparo, atisbaron por encima de las trincheras y abrieron fuego. A ambos lados continuamente se cargaban los morteros. Disparando al azar, podían hacer saltar por los aires una línea de atacantes cuando empezaba a vadear el río, o liquidar a los defensores que se atrevían a salir de sus cuevas, y eso era lo que hacían. La artillería pesada cesó el fuego, excepto para efectuar un bombardeo continuo de diez minutos contra el Campanario, el cual se vio castigado por centenares de impactos.
La gata Serafina, que con anterioridad había sufrido ya el fuego de la artillería, se agazapaba aterrorizada en el rincón más profundo del fortín de comunicaciones. Alessandro permanecía tendido en un catre, vendado y tembloroso.
Al principio nadie fue capaz de moverse, pero las sacudidas de los proyectiles se hicieron tan intensas que todo se estremecía, y los soldados se veían lanzados por toda la estancia como dados en un cubilete.
Luego, como si lucharan contra las olas de un temporal, gritando exclamaciones que nadie podía oír, pero que eran obscenidades dictadas por la rabia y la determinación, tanto los soldados de infantería como los de la Guardia del Río se esforzaron por llegar a las troneras. Sin embargo, a cada intento se veían lanzados al suelo, inmovilizados por parte del techo que se derrumbaba y sofocados por el polvo, chocando unos con otros. A pesar de todo, algunos lograron llegar al muro exterior. Allí, gritando y lanzando maldiciones, cogieron sus armas.
Sin apenas poder ver u oír, cegados por el humo y ahogados por la pólvora, disparaban hacia el río, efectuando barridos con las ametralladoras, apretando los dientes como si utilizaran lanzas y espadas. Uno de los soldados apostados en el centro cayó hacia el interior, totalmente irreconocible después de haber estallado una bomba frente a su tronera. Otro hombre corrió a ocupar su puesto, pero no consiguió encontrar el arma.
Justo cuando Alessandro se incorporaba para sustituir a un soldado que había caído, otro de los fortines explosionó. Después de un terrible alarido, todos los que permanecían con vida echaron a correr, pues las troneras habían quedado inservibles y los austríacos, que habían sufrido un millar de bajas en el río, se hallaban ya frente a la alambrada rota. Alessandro fue el último en salir.
Biondo yacía muerto en el patio. El Guitarrista trepaba sobre los cascotes para escapar. El de la ametralladora estaba muerto, y su arma destrozada en la entrada de la trinchera. Guariglia se encontraba bien. La trinchera se había vuelto a llenar.
Mientras Alessandro se esforzaba por sortear los cráteres y empezaba a correr hacia las líneas italianas, sólo distinguió a una docena de los del Campanario. La gata corría tan veloz que desapareció casi inmediatamente, saltando por encima de la trinchera italiana —que era el objetivo de todos— y corriendo como una flecha hacia la campiña del Veneto.
La artillería pesada había dejado de disparar, pero los morteros seguían castigando las trincheras. Algunos de los hombres cayeron, pero nadie quería retroceder para ver si seguían con vida, ya que un millar de austríacos habían logrado cruzar las alambradas y los seguían de cerca.
Alessandro alcanzó la trinchera y saltó por encima. Los italianos sobre cuyas cabezas saltó estaban disparando frenéticamente los fusiles, y apenas se dieron cuenta.
El ruido de los disparos era ensordecedor, como si todo el mundo se viese arrastrado por un viento explosivo. Alessandro cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, descubrió al Guitarrista acuclillado justo frente a él. Estaba sonriendo, así que Alessandro le devolvió automáticamente la sonrisa. Al menos ellos habían logrado sobrevivir. Luego lo observó con mayor detenimiento. El Guitarrista seguía inmóvil en su sitio, y sus ojos estaban sin vida.
—¿Quién ha quedado? —gritó Alessandro.
Miró a lo largo de la trinchera. Microscópico estaba disparando. Algunos de los soldados de infantería que se encontraban en el Campanario manejaban una ametralladora entre nubes de humo. Otros resultaban vagamente reconocibles en la línea del frente. Alessandro cogió un fusil que había tirado en el suelo, lo apoyó sobre un saco de arena, subió al estribo y con suma frialdad empezó a disparar a las filas de los soldados enemigos que se aproximaban. Algunos habían alcanzado la trinchera italiana y estaban disparando al interior. Alessandro se sentía mareado. Volvió a cargar.