III
Su retrato cuando era joven
En octubre de 1914, Alessandro realizó a caballo el viaje de Bolonia hasta Roma. Él era joven, el tiempo espléndido y Europa estaba en guerra. Aunque Italia había permanecido neutral, Alessandro estaba convencido de que el país recientemente unificado hallaría irresistible la prueba del combate y se vería obligado a ocupar su puesto en el frente. Durante los frenéticos días de agosto, el abogado Giuliani había expresado el repentino deseo de que su único hijo marchara a América, pero Alessandro se opuso a todos los esfuerzos para alejarlo del peligro, alegando que tan sólo faltaban unos meses para la obtención del doctorado y que debía prepararse para los exámenes finales.
—Podrías volver —sugirió su padre.
—¿Para qué irme, si voy a volver? —inquirió Alessandro, y luego citó a Horacio—: «Nuevos cielos encontrará el exilio, pero el corazón seguirá siendo el mismo».
Sus reflexiones las dictaba no sólo un espíritu práctico, ni únicamente la poesía latina, sino la muchacha de la Villa Medici. De haber sabido cómo se llamaba, o de haber pasado por su lado en la calle media docena de veces sin ser consciente de ello, o de haber visto desde su ventana la casa de ella al otro lado del Tíber, su existencia habría sido totalmente distinta.
En más de una ocasión tenía que haber visto la luz de su habitación entre las miles de luces al anochecer, tan distante que sin duda titilaba como una estrella.
Había estado cabalgando ahora desde las primeras horas de la mañana, cuando hacía frío y la luna se negaba a abdicar, suspendida delicadamente sobre una colina cubierta de pinos, tan tímida e inmóvil como un gamo. En la parte más elevada de una cadena de colinas, que parecía dirigirse en diagonal hasta la Toscana, desmontó, tranquilizó a Enrico y sujetó las riendas en torno a la rama de un pino, pegajosa a causa de la resma. Con unos pocos pasos abandonó la sombra y salió a un claro, cerca de una escarpa que caía y se alejaba hasta que el terreno volvía a ascender en una línea de montañas, las cuales se divisaban a lo lejos, hacia el norte.
Levantó ligeramente la cabeza y contempló la luz que se asomaba por el horizonte. Hacia el norte el viento soplaba tortuoso y rápido, ondulante como el que suele planear sobre una hoguera, de forma que obligaba a la luz a formar increíbles contorsiones. En algún lugar hasta donde abarcaba su vista, bajo un dosel de azul celeste, estaban Francia y la guerra. Inmóvil en su quietud, Alessandro parecía un granjero que contemplara cómo un incendio devoraba el bosque junto a sus campos.
El mundo se iba a romper en pedazos. En la separación de tantísimas familias, cada una se vería desintegrada; en la muerte de tantos esposos e hijos, cada uno moriría un poco; en la anarquía y la gravedad del sufrimiento, la ley de Dios surgiría con toda su fuerza, su dureza, su injusticia. Si consiguiera sobrevivir, Alessandro tendría que empezar de nuevo, pero se preguntaba si, en caso de quedar sin familia ni nadie a quien amar, sería capaz de volver a empezar.
Alessandro sorbió el encanto del paisaje que lo rodeaba como si fuese un ciego que recuperara la vista, pero no en la pequeña habitación de un hospital, sino en lo más alto de un promontorio barrido por el viento, desde el cual se divisara medio mundo. Allí estaban las verdes y ondulantes colinas, las nubes flotando, un río, pinares y, a lo lejos, la línea de las montañas. Como el único sonido que se percibía en el bosque era la cháchara de los pájaros, Alessandro podía percibir la música que brotaba de su memoria y se fundía con el sonido del viento entre los árboles. De la plenitud de las nubes, del vuelo curvo de un vencejo o del destello del sol sobre un río desmembrado surgían sonatas, sinfonías y canciones.
A salvo en medio de aquel verdor, bajo un dosel azul, Alessandro observó el vuelo de los pájaros que formaban momentáneas cintas de borroso color, pero las batallas que en el horizonte dominaban el aire lo sacudían como si quisieran despertarlo de un sueño. A pesar de que percibía el fin que se acercaba —el fin de todo lo que le era familiar, la reordenación de los elementos que constituían la belleza, la muerte de su familia, y su propia muerte—, estaba convencido de que, mientras la noche formulaba sus constantes reivindicaciones, las cosas en las que él había depositado su confianza se ataviarían con su brillante manto y adquirirían mayor esplendor. Incluso aquellas cosas que se habían mantenido en silencio entonarían su canto y lucharían contra su destrucción alzándose frente a ella con todas sus fuerzas. Después del sufrimiento, llegaría la redención. No le cabía la menor duda.
Después de una semana de viaje, Enrico había adelgazado y se había vuelto medio salvaje. Al cruzar el Tíber, a Alessandro le costó sujetarlo, pues el caballo conocía la carretera y aceleraba a cada recodo que le resultaba familiar. Consciente de que su cuadra en Porta San Pancrazio estaba en lo alto del Gianicolo, donde él había nacido y el ambiente le resultaba del todo familiar, Enrico saltó hacia delante y condujo a Alessandro a la cima de la segunda colina más alta de Roma, como un pájaro que emprendiera el vuelo en medio de una tormenta.
En una ocasión, Alessandro había llegado a casa después de montar durante semanas por caminos polvorientos y calurosos, y anunció su presencia disparando unos tiros al aire nada más alcanzar la colina donde se alzaba la casa. Esta vez se limitó a llamar a la puerta. Cuando su madre salió a recibirlo, no lo hizo con su habitual alegría, sino que tiró de él hacia el recibidor y cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Por qué has vuelto? —le preguntó en voz baja.
—¿Qué hay de malo en ello? —preguntó él—. ¿Acaso no puedo volver a mi casa?
—Tu padre no se encuentra muy bien. No se le puede molestar. ¿Te han expulsado?
—¿Cómo quieres que me expulsen? —preguntó Alessandro, sin dejar de sorprenderse de que su madre, que no había cursado estudios universitarios, ignorara que desembarazarse de un candidato al doctorado era un proceso equivalente a dejar morir de hambre a una planta en vez de arrancarla, y que eso precisaba como mínimo de cinco a diez años—. ¿Qué le ha sucedido a papá?
—Anda mal del corazón —le explicó su madre, apoyando la mano sobre su propio pecho—. Tiene que hacer reposo durante un mes y no subir escaleras.
—¿Podrá volver a trabajar?
—Sí.
—¿Y cómo subirá las escaleras del despacho?
—El médico ha dicho que cuando mejore podrá hacerlo poco a poco.
—¿Hasta qué punto es grave?
—Se pondrá bien. Incluso ya ha vuelto a hacerse cargo de la supervisión de la firma. Cada día, a las cinco y media, viene Orfeo para tomar nota de las instrucciones de tu padre y redactar las cartas.
—¿Orfeo?
—Sí.
—Creía que no había vuelto.
—Tu padre ya te contará lo sucedido, pero yo quiero saber por qué has regresado tan pronto a casa.
—Han cerrado la universidad debido a la guerra —mintió Alessandro.
—Pero nosotros no estamos en guerra —protestó su madre.
—La mitad de los estudiantes son franceses y alemanes, así como la mayoría de los profesores y, en cualquier caso, muchos italianos se están alistando en el ejército. La guerra lo está impregnando todo, por todos lados.
Alessandro no quiso mencionarle que él mismo se había alistado en la armada.
Las dependencias de sus padres ocupaban la mayor parte de la segunda planta, con media docena de ventanales desde los cuales se divisaba Roma, y una chimenea en cada extremo. Desde la cama se veían los Apeninos, bañados por todo tipo de luces, y la ciudad que se extendía a sus pies, con palmeras que de vez en cuando brotaban entre acumulaciones de muros y tejados que formaban una especie de lago ocre y dorado. En el extremo norte había una enorme mesa escritorio, frente a un sofá rodeado de mesas y librerías.
La puerta estaba entreabierta para que entrase el calor, y Alessandro pasó al otro lado, donde se quedó de pie junto al umbral. Su padre estaba dormido, las manos unidas decorosamente sobre la cintura.
—Papá —susurró Alessandro, y el anciano abrió los ojos.
—Alessandro.
—¿Por qué no estás bajo las sábanas? —preguntó Alessandro al darse cuenta de que su padre estaba durmiendo sobre la cama hecha, tapado con una gruesa manta de lana.
—Tan sólo estaba dando una cabezadita. Estoy vestido.
Iba con camisa, cuello, corbata, pantalones, tirantes y chaleco.
—¿Y eso?
—No estoy enfermo, sólo debo hacer reposo. Odio quedarme en cama todo el día. Orfeo vendrá esta tarde para que le dicte unas cartas y le dé instrucciones, ya que sigo ocupándome de algunos casos. Cuando llegue me pondré la chaqueta. No quiero que me vea sin ella.
—Durante treinta años te ha visto cuando te la quitabas.
—Pero no en mi dormitorio.
—¿Es por eso que todos los libros están alineados, los papeles apilados y los lápices en su sitio?
—No. Eso fue antes, por si me moría… He estado muy grave. Me desmayé y tuvieron que traerme a casa en una ambulancia.
Alessandro contempló a su padre, negándose a imaginárselo tan debilitado.
—Quise apartar de mi vista todos los estorbos. Deseaba que mi última visión fuese la luz dorada de Roma, o la nieve en las montañas, o una gran tronada… No unos lápices. Sácalos de ahí.
—Te estás recuperando.
—Da lo mismo. Llévatelos.
Alessandro recogió los distintos lapiceros.
—Éste, el rojo, no es muy bonito —comentó mientras lo levantaba—. Pero el negro es muy hermoso. Es como la pluma Wewood del despacho.
Se los llevó al pasillo y luego regresó.
—Lo sé —asintió su padre—. El negro formaba parte de un juego completo. Lo compré en París, en el setenta y cuatro. Vuelve a traerlo y ponlo sobre el escritorio. —Alessandro obedeció—. Así está bien… Rompí el juego, no sé por qué. No quedaba muy bien como conjunto. Y no se puede guardar una pluma en un lapicero, si no la punta se seca.
—¿Y qué me dices de los otros? Todavía están en el pasillo.
—No. Asfixiaban la habitación. ¿Y tú qué haces en casa?
Alessandro le explicó que habían cerrado la universidad.
—Eso es mentira —contestó su padre.
—Lo he dicho para no preocuparte.
—Pues las mentiras me preocupan.
—Me he alistado en la armada.
—¿En qué? —gritó su padre.
—En la armada.
—¿En la armada? ¿Y cuándo te has alistado?
—La semana pasada.
El abogado Giuliani se reclinó contra las almohadas, tirando de la manta.
—¡Estúpido! ¿Por qué?
—Es una decisión arriesgada, pero razonable.
—¿Renunciar a una cátedra para alistarte en la armada cuando Italia está a punto de entrar en guerra? —gritó su padre—. ¿Eso te parece razonable?
—Déjame terminar. En primer lugar, la cátedra es puramente hipotética. Primero debería empezar como disertante, aborrecido por todo el departamento porque no vería las cosas desde el mismo punto de vista que ellos.
—¿Y por qué te admitieron, pues?
—Para poder rechazarme luego.
—Alessandro, no debes alistarte antes de una guerra, a menos que desees morir. ¿No bastó con la muerte de Elio Bellati?
—Papá —exclamó Alessandro, sosteniendo el índice en lo alto, balbuceando—. Yo aprecio la vida. No soy como esos que vuelan hacia las llamas de la guerra sin otro objetivo que perecer. Yo no pienso hacer una cosa así.
—¿No?
—Por supuesto que no. Tú estás pensando en pequeñas guerras como la última. Ésta es diferente. Has leído crónicas acerca de los combates, la forma en que se llevan a cabo rápidamente. Francia y Alemania están reclutando a sus hombres, y Asquith fracasará si no logra que se haga en Inglaterra. En caso de que Italia participe en la guerra, nosotros también tendremos que alistarnos en masa. A mi edad y en mis condiciones, yo tendría que ir a las trincheras, donde los niveles de mortandad son muy elevados.
»En la armada es muy distinto. Allí los objetivos son el armamento, mientras que en tierra lo son los hombres que llevan el arma. ¿Lo comprendes ahora? Y si Italia no llega a entrar en la guerra, entonces habré estado en la armada en tiempos de paz. Aun así, pienso que entraremos en guerra. Voy a correr un riesgo que todos mis conocidos temen correr. Todos prefieren esperar que ocurra lo mejor, pero, si las cosas empeoran, se encontrarán en una situación desastrosa.
»Precisamente porque no quiero morir en una guerra absurda, por vez primera en mi vida he calculado las consecuencias. He conservado todas mis pasiones, pero he cambiado de trayectoria. Quizá porque quiero mantener vivas mis pasiones.
—¿Y cuándo te vas? —preguntó el abogado Giuliani.
—El uno de enero.
—Eso no es tan pronto como podría haber sido —comentó su padre, ahora resignado.
—Lo sé. He venido a casa para poner orden en mis cosas… Como tú.
—¿A Livorno?
—A Venecia, como oficial de entrenamiento. Pero antes debo ir Múnich.
—¿Y por qué a Múnich?
—Para ver un cuadro mientras pueda.
Alessandro y su padre se volvieron al oír tres golpes secos en la puerta. De pie ante ellos, tan tieso y pequeño como un pingüino, con un maletín en una mano y un lápiz en la otra (sin duda había llamado con la cabeza), estaba el rector de la Universidad de Trondheim.
Luciana entró detrás de Orfeo, deslizándose de forma tan silenciosa en la estancia que su hermano no la habría visto inmediatamente de no haber sido por el sorprendente aspecto que ahora ella presentaba: ya no era una muchacha delgada, y lo que había perdido en delicadeza lo había ganado en gracia y serenidad. Llevaba un vestido amarillo y el cabello, que se sujetaba con una cinta amarilla, parecía la fuente de luz que se derramaba sobre él, como un potente rayo de sol reflejándose sobre un arroyo.
—Señor —saludó Orfeo, inclinándose ligeramente ante el abogado Giuliani y expresando su gratitud a Alessandro con los ojos—. Mientras ascendía el Gianicolo, en armonía con la bendita savia de la tarde que se filtra a través del universo y aterriza en las palmeras, pensaba en aquél cuyo manto, deliciae humani generis, se arrastra por el valle de la luna. Ni Artemisa ni Afrodita, abrumadas por la inteligencia de la bendita savia que…
—Por favor, Orfeo —lo interrumpió el abogado Giuliani—. Le agradeceríamos que, dada mi condición, se abstuviese de hablar del enaltecido y de la divina savia.
—Discúlpeme —pidió Orfeo, haciendo oscilar sus manos en torno a su rostro con un gesto totalmente indescifrable; luego alzó la mirada hacia el techo, extasiado—. ¡Los carros del enaltecido ya se acercan y cruzan los cielos en llamadas doradas! Siento el fuerte impulso de cantar, pero, ya sé, el corazón… El corazón es una rueda a la que la excitación puede imprimir unos giros tan rápidos, que la obligue a romperse. A nuestra edad hay que ir con cuidado —prosiguió—, ya que podemos sentirnos abrumados por la divina savia y morir antes de que llegue a nosotros.
—En eso tiene usted razón —convino el abogado Giuliani, creyendo que Orfeo estaba ya en disposición para trabajar—. ¿Está usted a punto para ponerse a trabajar ahora?
—Sí, ya estoy a punto.
—¿Está usted tranquilo?
—Sí, ya estoy tranquilo —contestó—. ¡Pero la gloria…! —gritó, y su cuerpo se tensó y se estremeció, mientras oleadas de gozo y de locura le recorrían todos sus músculos—. ¡La gloria y el gozo de la divina savia y del enaltecido! ¡La luz! ¡La luz!
—Orfeo, Orfeo —le suplicó su antiguo jefe—. El corazón. ¡El frágil corazón!
—Oh, sí —exclamó Orfeo, luchando por controlar su estremecido cuerpo—. Señor… —añadió jadeante—. ¡Los dominios que a veces veo!
—Hablemos de asuntos terrenales —le pidió el abogado Giuliani.
Orfeo asintió.
—Bien. Las pequeñas cosas, Orfeo. Las pequeñas cosas, como sosegar el enojo. Placeres tranquilos, cosas positivas…
Orfeo cerró los ojos.
—Un árbol que dé sombra —prosiguió el abogado, intentando tranquilizar al escribiente—. Una olorosa taza de sopa. Un suave violín. Un pájaro. Un conejo…
Orfeo, ya apaciguado, abrió su maletín y presentó al abogado los papeles que debía firmar, y aquellos con preguntas anotadas cuya respuesta era necesaria para la marcha de la firma. Mientras el enfermo los estudiaba detenidamente, Orfeo giró sobre sus talones, igual que un pingüino, y se encaró con Alessandro.
—Hago esto por generosidad —explicó—. Ya no soy un asalariado de su padre.
Alessandro lo miró desconcertado.
—Se lo voy a explicar —prosiguió Orfeo, acercándosele y bajando la voz para no distraer al abogado, e hizo señas a Luciana para que se uniese a ellos—. He dado el gran salto —susurró, describiendo un arco con la mano izquierda, al tiempo que lo seguía con los ojos—, y lo he hecho por encima de la bestia letal que va a devorar este siglo.
»Ya sabe usted que no había trabajo para mí en el despacho de su padre. Eso que llaman “máquina de escribir”… —Se volvió al otro lado e hizo una serie de gestos, el último de los cuales simulaba un escupitajo—. El hecho de lanzarme al viento supuso mi salvación, si bien de manera inconsciente. Su padre se ofreció para seguir empleándome, pero yo rechacé ese amable gesto caritativo. Transcurrieron varias semanas y regresé a casa, dispuesto a agarrarme a la savia.
»Pero, la gran sorpresa: un carruaje se detuvo ante mi puerta. Su padre había reflexionado acerca de mi situación y, junto con el señor Bellati, me habían conseguido un empleo.
»Mientras mi oficio desaparecía y no hallaba lugar entre los profesionales de la abogacía, una necesidad se extendía por todas partes. Yo, un escribiente de la vieja escuela, había sido encargado para entrenar a un centenar de escribientes de la nueva escuela y a un millar de esos asquerosos seres a los que denominan “mecanógrafos”.
—¿Dónde? —preguntó Alessandro, pensando que quizás Orfeo estuviese narrando un sueño.
—En el Ministerio de la Guerra. Con la ampliación de los ejércitos, necesitan escribientes que redacten los edictos, los nombramientos y las comunicaciones de elegante presentación. Necesitan de un escribiente de la vieja escuela para que dirija a los nuevos.
El padre de Alessandro apartó la vista de los documentos.
—Dentro de poco, cuando él mueva su pluma, la tierra va a temblar.
—En enero voy a ingresar en la armada —le explicó Alessandro a Orfeo.
—¡La armada! He hecho de todo para la armada. He nombrado almirantes, botado naves y creado nuevas bases. ¿Qué le gustaría? Basta con que me lo pida.
—Que me nombrase almirante —dijo Alessandro, sonriendo.
—De acuerdo —aceptó Orfeo—. Mañana le traeré los papeles —añadió, hablando en serio.
—Orfeo, no puede usted hacer eso —intervino Luciana.
—Pues claro que puedo. Utilizaré uno de los sellos reales e instruiré al ministro de la Guerra para que lo nombre almirante. Escribiré un mandato del ministro de la Armada y luego redactaré el nombramiento, lo introduciré en todos los registros, etcétera, etcétera. Me llevará unas tres o cuatro horas, pero, cuando lo haya hecho, él será almirante.
—Hay algunas características que le traicionarían, Orfeo —intervino el padre de Alessandro—. Por ejemplo, la edad.
—Yo sólo sería responsable de su creación. Luego desaparecería. Ya ha sucedido otras veces.
—¿Y qué me dice de algo menos ambicioso? —preguntó Alessandro, abrigando una idea.
—Cuan menos ambicioso sea, más fácil resultará. ¿Le gustaría ir al mando de un buque?
—No sé cómo, pero le diré una cosa. Cuando finalice el curso de oficial, me gustaría mandar una escuadra de pequeños buques en el Adriático.
—¿Cuántos buques querría?
—Veinte.
—¿Le gustaría disponer de su propia base? Puedo proporcionarle una pequeña isla en alguna parte, quizás en alta mar.
—¿Qué me dice de una en la isla Tremiti?
—Comprobaré los detalles. Tendré que aumentarle el rango, pero le daré el tipo de nombramiento que le permita disponer de los hombres y de los suministros que precise. Avíseme de la fecha en que vaya a graduarse y deje en mis manos todo lo demás. Voy a poner en el nombramiento tanto lacre y tantas cintas, que para transportarlo necesitará una carretilla de mano.
—No, Orfeo —intervino el abogado Giuliani—, no hará nada de todo eso… Tanto usted como él —añadió con tono grave, señalando a su hijo— podrían ser fusilados. Se lo prohíbo. Bórrelo de sus pensamientos.
—Como usted quiera —acató Orfeo.
Si bien Alessandro experimentó una profunda decepción, también sintió un cierto alivio.
—¿Ha contado los peldaños? —le preguntó a Orfeo el abogado Giuliani.
—Sí. Siete tramos de escaleras, o catorce, si cuenta usted los rellanos como divisiones. Veinte peldaños cada tramo. Eso nos da de un total de ciento cuarenta peldaños. Los he contado uno por uno, tanto subiendo como bajando, y he obtenido el mismo resultado.
—No me sorprende —comentó el abogado Giuliani, sacando del bolsillo del chaleco un reloj de cadena en el que había las cuatro fases de la luna contra un cielo índigo moteado de estrellas—. Si subo un peldaño cada cinco segundos, lo cual no será nada difícil, ya que el reloj dispone de segundero, eso da como resultado setecientos segundos, o unos doce minutos.
Mientras su padre dictaba a Orfeo y Luciana se marchaba para ayudar con la cena, Alessandro se instaló junto a la ventana. A medida que el sol desaparecía detrás del Gianicolo, su luz se filtraba a través de las palmeras y los pinos sobre la cima; parte de Roma, si bien aparecía dorada y ocre, se teñía con un cierto matiz verdoso que sugería una ciudad oriental.
Orfeo estuvo trabajando aproximadamente durante una hora y luego tapó la pluma. El abogado Giuliani le dio instrucciones para que no elevase el rango de Alessandro y Orfeo asintió. Al disponerse a salir, éste se volvió en la oscuridad del pasillo y observó a Alessandro, que permanecía inmóvil, sentado ante la ventana. Alessandro se había quedado dormido, pero entre las sombras que lo rodeaban parecía despierto, ya que apoyaba la cabeza en una mano, como si se hallara inmerso en sus pensamientos. Orfeo vio que el abogado estaba absorto en sus papeles, luego se volvió hacia Alessandro y, creyendo que éste lo estaba viendo, le guiñó un ojo.
En las cocinas de las casas que había en los distintos niveles del Gianicolo, durante los quince minutos que siguieron, muchos criados apartaron los ojos de la masa o de las sartenes para espiar la figura de aspecto vampírico y cubierta con un abrigo negro, que bajaba saltando los múltiples tramos de las escaleras de piedra, riendo estentóreamente y entonando una especie de conjuro. Nadie entendió sus palabras, pero todos las oyeron con claridad:
—Cumbrinal el Oxitano, Oxitano el Loxitano, Loxitano el Oxitano.
La cena se sirvió en el segundo piso, donde se hallaba confinado el padre de Alessandro, debido a lo cual había que subir comida, platos y cubiertos a una salita con una pequeña chimenea. En aquella época del año los Giuliani comían normalmente en el jardín, pero ahora, aunque el abogado no hubiese sufrido un ataque al corazón, se habrían visto obligados a comer en el interior de la casa, debido a un mes de octubre extraordinariamente frío y sorprendentemente ventoso. Ya habían apilado las mesas y sillas en las terrazas de los cafés o las habían retirado, las calles estaban vacías y las hojas habían empezado a cubrir los caminos del Gianicolo. Aunque noviembre pudiera parecerse al verano, octubre recordaba al invierno. Cualquiera que pasara por las oscuras callejuelas cerca de la plaza Navona podría ver soles anaranjados en el interior de las tiendas y restaurantes, mientras la fragante madera de manzano y roble ardía en las estufas de barro cocido.
—¿Quién quiere venirse a Alemania? —preguntó Alessandro, en mitad de la sopa.
Su madre, su padre, Luciana y Rafi siguieron tomando la sopa sin levantar la mirada.
—¿Quién quiere venirse a Alemania? —repitió Alessandro, como si no lo hubiesen oído.
Finalmente Rafi levantó los ojos y le dijo:
—Nadie.
Luego siguió sorbiendo la sopa.
—¿Por qué? —inquirió Alessandro, con su habitual tenacidad.
—Por lo general nadie desea ir a Alemania, Alessandro, y menos que nadie los italianos —le aseguró Rafi—. Ya deberías saberlo. Además, en invierno todavía quiere ir menos gente. Añade a eso el hecho de que Alemania está en guerra…
Luciana rió ahogadamente, con satisfacción.
—No estoy sugiriendo que vayamos como turistas —exclamó Alessandro, irritado al ver que su mejor amigo se había convertido en un esclavo de su hermana pequeña.
—¿Qué sugieres entonces? ¿Que la invadamos? —preguntó Rafi.
—No tardaremos mucho en hacerlo —replicó Alessandro—, pero no me refería a eso. Voy a ir a Alemania y pensaba que quizá te apeteciera venir conmigo. Pero, dado que parece como si hablara a unos ermitaños, iré yo solo.
—Ten mucho cuidado, Alessandro —le pidió su madre, pero él no la escuchó, ya que le repetía lo mismo siempre que iba a algún sitio o emprendía algo.
—No es mala idea —comentó Rafi.
—¿El qué? —quiso saber el abogado Giuliani.
—Invadir Alemania.
—Lo único que tendríamos que hacer es enviar a Orfeo —afirmó Luciana.
—Es absurdo azuzar a un caballo loco —le dijo su padre—. Él ha vivido una existencia tranquila y ha sufrido incomparablemente.
—¿Por qué ha enloquecido, papá? —preguntó Luciana.
—Lo ignoro.
—Alessandro —prosiguió Luciana—, ¿por qué quieres irte a Alemania?
—Para ver el retrato de Bindo Altoviti que pintó Rafael.
—¿Todo un viaje a Alemania para ver un cuadro? —preguntó Rafi.
—¿Todo un viaje a Amberes para discutir una abolladura en un barco? —replicó Alessandro.
—Nos pagaron por eso.
—Es posible —dijo Alessandro—, pero ten presente una cosa.
—¿El qué?
—Que una abolladura es sólo una abolladura.
A pesar de que Alessandro tenía un pasaje de segunda clase para los Wagons-Lits, en la estación le informaron de que el coche cama de segunda estaba fuera de servicio.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —inquirió—. No estoy dispuesto a quedarme sentado todo el día y toda la noche, y llegar a Múnich sin que puedan diferenciarme de una bolsa para la lavandería. He pagado por una cama y dispongo de reserva.
—Yo no puedo hacer nada, señor —replicó el empleado de la ventanilla de los billetes—. Me gustaría meterle en primera clase…
Alessandro levantó los ojos esperanzado.
—Pero la primera clase está completa.
Alessandro se rindió, pero inmediatamente revivió, como si hubiese sufrido una descarga de mil voltios.
—El único sitio disponible es uno que, me temo, tendría que compartir con una persona del otro sexo.
—¿Se refiere a una mujer? —preguntó Alessandro, con el pulso latiéndole en las muñecas.
—Sí —dijo el empleado, mientras comprobaba las listas—. El compartimento es para dos. Va vacío hasta Venecia y a partir de allí está reservado para una sola persona; una mujer. Yo no puedo acomodarlo con una mujer.
—Yo sería el único en sufrirlo —replicó Alessandro, temiendo que la mujer que tenía que subir en Venecia fuese una viuda albanesa de rostro chato, tres tipos de enfermedades cutáneas y un perro que vomitara.
—No puedo asignarle un compartimento donde viajará un pasajero del sexo opuesto —protestó el empleado.
—¿Por qué no? Todo el mundo necesita dormir: hombres, mujeres, todo el mundo.
—Podría tener problemas.
—No en estos momentos —replicó Alessandro, en un tono idóneo para sus ocasionales intervenciones en el salón de los discursos del Teatro Barbarossa—. Este tren finaliza en Múnich, y Múnich está en Alemania. Alemania está en guerra con Francia, Gran Bretaña y Rusia. Cientos de miles de hombres están muriendo, y millones pueden seguir su mismo destino. ¿Cree usted que cuando el tren llegue a Múnich algún funcionario intuirá por casualidad que un empleado de Roma mezcló ambos sexos? ¿Piensa que a alguien le importará?
—Estamos hablando de ordenanzas —replicó el empleado—, y estamos hablando de alemanes.
—¡Pero si toda la nación está en guerra! —suplicó Alessandro.
Detrás de él había una familia de Calabria, en tránsito para el norte. Dos de los tres hijos acarreaban unas cajas de madera llenas de gallinas: unas aves extrañas, de color gris, brillantes y musculosas. Eran las gallinas de pelea de Catanzaro. La presión estaba haciendo mella en el empleado.
—Me gustaría saber si le preocupa realmente su comodidad, o si sencillamente se siente atraído por la idea de intimar gracias a esta forzosa coincidencia, señor —exclamó el empleado, a punto de estallar de indignación.
Sin embargo, con la familia calabresa cada vez más nerviosa, Alessandro lo mantenía bajo una extraña presa. Aun así, su respuesta fue sincera, ya que las palabras «intimar gracias a esta forzosa coincidencia» provocaron en él una agradable sensación, que le recorrió todo el cuerpo.
—Si he de serle sincero —le dijo—, me fascina la idea de estar a solas con una mujer durante dieciséis horas, en un espacio reducido y con una cama…
—¡Co, cocoroco! —protestó una gallina.
—De acuerdo —la interrumpió el empleado—. Pero recuerde una cosa: yo no le he dado esto; se lo di a una mujer que se presentó en lugar de usted. Andén número cuatro.
Cuando Alessandro iba a lomos de un caballo, sus sentidos se agudizaban hasta el agotamiento, pero un viaje en tren lo sumergía en un trance tibetano. Al montar a Enrico, continuamente hacía juicios y tomaba decisiones, moviéndose como un bailarín al tiempo que soslayaba los arbustos. Pero en el tren se paralizaba, era todo ojos, y el paisaje pasaba por su lado como si fuera una historia abreviada del mundo. Incluso al atravesar el gran vestíbulo de la estación, con sus grandes rejas que recordaban las de algunas iglesias españolas, empezó a experimentar el estado de exaltación que era el auténtico propósito de los ferrocarriles.
La estación era como un jarrón de flores exuberantes. Bajo la dorada luz de una mañana algo húmeda de finales de octubre, los colores resultaban de una viveza sorprendente, y los rayos de sol brillaban como si se concentraran en las partículas de polvo que flotaban por el techo abovedado. Una hilera de soldados de aspecto cansado, a punto de verse heridos por el rayo de luz que animaba al polvo, yacían apoyados en sus mochilas y demás fardos, con los rifles y bayonetas sobresaliendo en medio de ellos como estacas en un viñedo. Bajo aquella luz, sus uniformes adquirían una tonalidad dorada, mezcla de rojo y amarillo, tan vivos como tulipanes, y cuando los soldados inclinaban la cabeza fatigados, sosteniendo la gorra entre las manos, parecían seguir, e incluso acelerar, el paso de los transeúntes.
Las tiendas y los restaurantes que se abrían en torno al vestíbulo estaban atestados de viajeros que compraban algo y se lo llevaban corriendo, o que elevaban vasos y tazas mientras cerraban los ojos. Los maleteros, con expresión cansada y resentida, tiraban de chirriantes carretas casi siempre vacías, y uno atajaba por un lateral del vestíbulo con un enorme carrito de madera y acero, sobre el cual había una sola jarra de vino forrada de mimbre.
Alessandro compró media docena de panecillos y dos botellas de zumo de frutas antes de cruzar la corriente de tráfico humano que llenaba el vestíbulo. Después de que le revisaran el pasaje y de cruzar la barrera, empezó a caminar junto a una larga línea de vagones barnizados. Había llegado muy temprano. Los escasos pasajeros que habían subido ya, bajaban al andén y luego desaparecían repentinamente, como si fueran moscas que un pez se tragase. Casi todos paseaban por el lado derecho, cerca del tren. Sin embargo, junto a una vía vacía, a la izquierda, un anciano vestido de blanco avanzó unos pasos, para luego detenerse y apoyarse en el bastón. Levantó la vista, primero a la luz que desde fuera se filtraba en el hangar de la estación, luego al techo manchado de hollín, y finalmente al propio tren. Después de observar unos instantes el pavimento, reanudó la marcha.
El anciano perdía el equilibrio por culpa de una pequeña maleta que acarreaba con la mano izquierda, y Alessandro se ofreció para llevársela.
—Perderá diez minutos aguardándome —le dijo el anciano—, cuando le bastaría sencillamente con bajar por ahí y subir de un salto la escalerilla.
—No me importa ir despacio —replicó Alessandro, al tiempo que le cogía la maleta.
—¿Sabe por qué andamos despacio cuando envejecemos?
—No.
—Porque con la edad recibimos el don de la fricción. Cuanto menor es el tiempo de que disponemos, más sufrimos, más sentimos, más observamos, y más lento transcurre el tiempo, a pesar de que corra hacia adelante.
—No entiendo qué quiere decir.
—Ya lo entenderá.
—Cuanto menos tiempo, mayor fricción, dificultades y viscosidad. Eso hace que el tiempo se alargue. ¿Es eso?
—En efecto.
—Y al final, cuando ya no queda tiempo, transcurre tan lentamente que no pasa en absoluto.
—Exacto.
—Entonces, ¿el tiempo se detiene al morir?
—¿Qué piensa usted qué es la muerte? —preguntó el anciano, avanzando unos pasos más—. Con la muerte, el tiempo se unifica. Los ancianos suelen llamar a sus padres en el lecho de muerte, pero no porque tengan miedo, sino porque ven cómo el tiempo se comprime.
—¿Y usted cómo lo sabe? —inquirió Alessandro, con educación.
—No lo sé con certeza. Cuando yo tenía su misma edad era escéptico y rápido. Pronto escribí ensayos sobre los mitos del cielo y del infierno, y sobre la vastedad de la deficiente idea de la nada. A medida que fui envejeciendo comprendí que el mundo está hecho de equilibrios perfectos y de compensaciones exactas. Cuanto más pesada se hace la carga, más cerca se halla el final, el tiempo se vuelve más viscoso, y uno distingue, a cámara lenta, indicios de eternidad.
—¿Como por ejemplo?
—Rayos de luz, pájaros levantando el vuelo.
—¿Pájaros?
El anciano se detuvo.
—Le parecerá una locura, pero cuando uno ve pájaros que levantan el vuelo como si alguien los hubiese asustado, la gracia de sus movimientos se transforma en una imagen fija. Empiezan a cantar también, de forma tan rápida y vibrante, que su trino se congela en una larga nota antes de que el cazador dispare. Lo he visto muchas veces ahora. Vuelan formando arcos. Luego el arco se inmoviliza, para siempre.
»Si hubiese palomas en el hangar —añadió, alzando la vista—, y un tren lanzara un pitido y éstas se dispersaran, usted podría comprobarlo, concentrándose en el instante del pitido.
El anciano se volvió hacia Alessandro.
—Usted piensa que estoy loco —sentenció.
—Oh, no.
—Sí, lo piensa. Ande, ayúdeme a subir la escalerita.
Ambos cruzaron el andén y Alessandro lo ayudó a subir al tren.
—¿Qué hay para almorzar? —preguntó el anciano.
—¿En el coche restaurante?
—Sí.
—No lo sé.
—¿Y eso?
—Yo no trabajo para el ferrocarril.
—¿Desde cuándo?
—Nunca he trabajado para él.
—Oh —exclamó el anciano, más desconcertado que confundido.
—Pero puedo averiguarlo, si quiere.
—No, no. No es necesario. A veces me confundo —dijo, y empezó a reír para sí—. Con frecuencia me olvido de dónde estoy. Pero no pasa nada, joven, ya que olvidarse de dónde se está hace que uno a veces se sienta libre y ligero.
A media mañana, cuando el tren entró jadeante en la estación de Bolonia, Alessandro compró una botella de agua mineral, que dejó sobre la mesita situada junto a la ventana. Se asomó afuera al partir, mientras pasaba veloz junto a los tejados de la ciudad que durante tanto tiempo había sido su hogar. A medida que el tren iba adquiriendo velocidad y se dirigía hacia el norte, los campos amarillos y dorados que se acababan de segar, o que estaban a punto de hacerlo, desaparecían en el cielo azul. Una línea de humo en forma de lazo se arrastraba hacia la parte trasera del tren; sin embargo, en el silencio de la tarde que precede al momento en que los grillos reanudan su canción, la columna de humo subió sin esfuerzo hacia el cielo.
Al atravesar las tierras bajas del Po y del Adigio, Alessandro no podía apartar los ojos de la campiña en octubre. Respecto a los puntos hacia los cuales su mirada se sentía atraída, como él se movía al compás del tres por cuatro, aproximadamente, el movimiento del tren llegó a convertirse en una especie de música superpuesta sobre el paisaje. Una vez más, la música brotaba de lo inanimado, de lo elemental, de lo muerto, como si pretendiera devolverlo a la vida. El paisaje en sí aparecía en repetitivas descargas de profundo colorido, interrumpiéndose de vez en cuando sobre rápidos blanquecinos, o sobre el vacío de un abismo.
Al atravesar los marjales que preceden Venecia, se dejó caer en un asiento, exhausto y curtido por el viento, y se dio cuenta de que la botella de agua, al margen de su elegante matiz azulado, era la cosa más tersa, clara y transparente que había visto en su vida. Todo cuanto en ella se reflejaba era diáfano, suave y tranquilo: los campos de allí afuera, más allá de las cañas; las mismas cañas, que se mecían verdes y amarillas; el agua, de un azul sorprendente bajo la luz del norte, aparecía más clara, comprimida y conservada dentro del cristal. Si las botellas de agua mineral eran capaces de apaciguar la luz de las montañas, de los campos y del mar, ¿por qué dolorosos misterios serían opacos los lentes de la belleza? Incluso la muerte producía belleza —reflexionó Alessandro—, si no de hecho, sí como explicación, ya que la apariencia de una gran pregunta podía encontrarse en formas tan sencillas como una canción, y si allí no resultaba explicable, al menos era perfectamente inteligible.
El tren frenó al cruzar el puente sobre la laguna de Venecia. Arco tras arco, los pensamientos de Alessandro se elevaban y ocupaban su lugar, como en el recinto de una catedral, de modo que al llegar a la mitad del puente ya había dado con algo que se confirmaría únicamente después de toda una vida de verificación.
Alessandro retiró la botella, se ajustó la corbata, se remetió la camisa en los pantalones y aguardó. En el andén, los ferroviarios de uniforme azul caminaban arriba y abajo con un paso parecido al de las codornices, pero nunca fallaban a la hora de dar la salida a los trenes. La máquina dejó escapar unas nubes de vapor, que flotaron para siempre en la difusa luz verdosa, y unas palomas asustadas emprendieron el vuelo, obligadas por la estructura de acero y cristal a realizar maniobras más ajustadas y ágiles que en campo abierto. Venecia parecía levitar, como en un sueño, y provocó en Alessandro la extraña sensación de que, si abandonase el tren, podría atrapar la parte opuesta de la curva sobre la cual el tiempo estaba a punto de romper como una ola. Pero, aunque eso hubiera sido literalmente factible, si al romper el billete y realizar antes de hora una salida no planificada hubiese podido confundir al tiempo, no lo habría hecho, pues los alicientes que lo aguardaban eran demasiado resplandecientes para dejarlos escapar. Además, tenía la sensación de que cuanto mayor fuera la intensidad y mejor atrapara cada destello en particular, mayor sería la luz al final.
La puerta de madera del compartimento de primera clase se abrió y cerró más rápido que el objetivo de una cámara, y de repente apareció ante él una mujer alta, con una pequeña maleta en la mano.
—¿El siete C? —preguntó.
Alessandro se encogió de hombros. Nunca recordaba el número de su compartimento después de haberlo encontrado, y siempre ansiaba tirar el billete en cuanto le fuera posible. La mujer dejó la maleta en el suelo, desdobló su billete y abrió la puerta hacia el interior del compartimento para poder leer el número que había en la parte exterior.
—Siete C —afirmó mientras cerraba la puerta, y luego, dirigiéndose a Alessandro mientras subía la maleta sobre la rejilla de los equipajes, añadió—: Quizá le hayan acomodado erróneamente.
La mujer se sentó frente a él y lo miró a los ojos.
—Creo que está usted en un compartimento equivocado —insistió, sonriéndole con un gesto forzado y falso, como si quisiera decirle: «¿Eres idiota o qué?».
Alessandro negó con un movimiento lento de cabeza, y acto seguido se volvió a mirar por la ventana, a los carritos que circulaban por el andén vendiendo emparedados. Era una mujer extraordinaria, que llamaba la atención. Era tan alta como podría serlo una inglesa sin problemas para encontrar pareja para casarse, y esbelta y delgada como si llevara corsé. Pero la forma en que su vestido de seda, negro y rojo, se ajustaba a su cuerpo, indicaba que no llevaba ningún tipo de corsé, y que su carne era tan firme como la de una campesina. Su modo de vestir no indicaba opulencia ni desahogo, sino una escasa familiaridad con ambos. Llevaba las uñas cuidadosamente esmaltadas, y sus manos, a pesar de tenerlas largas y fuertes, parecían sin embargo delicadas.
—¿Y bien? —insistió ella.
Dedicado a asimilar aún su apariencia, Alessandro no contestó, aunque le devolvió la mirada. Unos mechones de cabello rojo le caían en torno al rostro, que casi resplandecía con idénticas masas de pecas. Aquéllos no eran rasgos italianos y Alessandro empezó a sospechar que por su acento podía ser irlandesa.
—¡Dios mío! —exclamó la mujer en voz baja—. ¿Puede usted hablar?
Alessandro no dejaba de observarla. Su boca estaba parcialmente abierta mientras aguardaba la respuesta de él. La piel de su rostro estaba tan tensa y la disposición de sus dientes era tal, que le conferían una permanente expresión de ironía, o incluso de crueldad. Aún no había visto su sonrisa, que suavizaría la delgadez y la irritación nórdicas con una belleza espectacularmente femenina.
—No sólo es un hombre, sino un sordomudo —murmuró ella para sí, removiendo entre sus billetes.
—Pues mis amigos dicen que soy capaz de hablar hasta producir un orgasmo en los caracoles —replicó Alessandro.
En un primer momento, ella pareció enmudecer, pero luego exclamó:
—Vaya, como mínimo podremos comunicarnos —dijo en perfecto italiano, con acento irlandés—. Llevo diez años viajando en este tren. Creo que le han acomodado en un vagón equivocado, o simplemente lo ha elegido usted. Éste es un coche cama… Usted es un hombre y yo una mujer, y esto es un coche cama.
Alessandro sacó su billete y se lo entregó a la mujer, quien lo cogió y lo estudió cuidadosamente.
—Siete C —leyó ella—. Es un error del empleado.
—Sí —contestó Alessandro al tiempo que se inclinaba hacia ella—. Eso suele ocurrir cuando se compran billetes de tren en un monasterio.
El tren había empezado a moverse y la mitad ya se hallaba de nuevo bajo el sol.
—Muchísimas gracias, pero yo no compro mis billetes en un monasterio —replicó la mujer.
—De nada —contestó Alessandro—. Yo sí. Los monjes nunca estafan.
—Yo soy agente de viajes y nunca había oído nada parecido.
—¿Ha estado usted en Roma?
—Por supuesto.
—¿Conoce usted el Palazzo San Rafaello?
—No.
—En él viven cincuenta y cinco mil monjes. Allí hay barberías, panaderías, relojeros, tiendas de artículos de escritorio, de todo. También tienen una agencia de la compañía de ferrocarriles. ¿Por qué no? Los monjes siempre se trasladan de un sitio a otro.
—Es posible que así sea —convino ella, y de pronto dejó de hablar para mirarlo detenidamente.
—¿Qué clase de agente de viajes es usted? —preguntó Alessandro.
—Agente de reservas para la Nederland-Lloyd. Envío miles de turistas ingleses y escandinavos al sur. Vienen a ver las ruinas y se desvían a Grecia para contemplar la luz. A todos les hipnotiza, y todos vuelven en disposición de soportar otra temporada de oscuridad.
—Dígame una cosa —pidió él.
—¿Sí?
—Imaginemos que está usted en su oficina… ¿Dónde la tiene?
—En la plaza de San Marcos, detrás de las columnas. Estamos en la sombra y hay que tener la luz encendida incluso en pleno verano.
—¿Lleva diez años viviendo en Venecia?
—Seis. Primero estuve en Atenas.
—¿Habla usted griego?
—Sí.
—¿Tan bien como el italiano?
—No. Es más difícil.
—Bien, usted se encuentra allí, en su oficina, y una mujer se presenta para comprar un billete a…
—Alexandretta.
—Ella se sienta delante de usted.
—Estoy detrás de un mostrador.
—Pues de pie ante usted. Ella ha reservado un compartimento, pero usted le dice que ya no quedan.
—¿Sí?
El tren aceleraba, avanzando sobre el puente que media hora antes Alessandro había cruzado con arrebatada gravedad.
—Que debe viajar a Alexandretta en el vagón de tercera.
—Nosotros nunca haríamos eso.
—Es una hipótesis.
—Siga.
—Ella protesta.
—Por supuesto.
—«No quiero viajar en tercera. Tengo derecho a un compartimento». Pero usted sólo dispone de uno ocupado por un hombre. ¿Qué haría en ese caso?
—No los pondría juntos.
—Incluso aunque ella le pareciese una mujer nerviosa, encantadora y virtuosa, una mujer capaz de amar, una mujer cuya existencia estuviese llena de renuncias, pero para quien un viaje compartido a Alexandretta fuera quizás el tipo de experiencia que haría que sus renuncias valieran la pena…, ¿insistiría en esta decisión? ¿Qué resolvería para una de sus hermanas, en este caso?
El tren viajaba entonces a través de los marjales. La mujer irlandesa, cuyo nombre era Janet McCafrey, no respondió directamente a la pregunta de Alessandro, pero su rostro, agreste, rojo, tenso y bellamente moldeado, se transformó en una seductora y paciente sonrisa.
—Los monjes han realizado exactamente este tipo de distinción —añadió Alessandro.
—¿Y qué hago yo con un hombre en mi compartimento? —preguntó ella, a nadie en particular.
—Disponemos de dos camas —puntualizó él, observando que el vestido se le ceñía de tal forma al cuerpo, que sin duda la obligaría a pensar continuamente en la idea o el recuerdo de un abrazo—. Y respecto a su posible sentido de culpabilidad, debo decirle que en mi profesión, como en la agricultura, no hay lugar para la culpabilidad ni para la inocencia.
El tren avanzaba una vez más por los campos dorados. La botella de agua mineral traqueteaba intermitentemente contra la ventana. En el exterior brillaba el sol, y hacía frío en el sombreado compartimento.
—Y en la mía tampoco, añadiría yo. Además, ya sé que disponemos de dos camas.
—Entendido —asintió Alessandro.
Podía imaginar el largo, lento y excitante ritual de aquella mujer desnudándose para acostarse. Él intentaría cerrar los ojos o mirar hacia fuera por la ventana, y ella se desnudaría a unos treinta centímetros de donde él estaba, consciente de que cada susurro de sus prendas sería más poderoso que cien voluptuosos desnudos. De algún modo, él conseguiría meterse en la cama, en plena oscuridad, y luego se inclinaría hacia ella para hablarle; ella dejaría que su camisón cayera siempre ligeramente tan sólo algo más de lo conveniente. Luego ambos permanecerían allí, paralelos, avanzando veloces en medio de la oscuridad, atrapados entre las sábanas, mirándose al rostro mutuamente, anhelando acariciarse.
El tren era muy largo: dos locomotoras, dos vagones para el carbón, cuatro coches cama, ocho para pasaje, dos coches restaurante, uno para correos, y el vagón privado de un aristócrata desconocido, con una plataforma al final donde él permanecía sentado con su batín marrón. Cuando el tren recorría una curva se veían las locomotoras, tan afanosas como siempre al frente, los dardos de Europa, apresurándose de acá para allá como gatos enloquecidos recorriendo el jardín en busca de ratones.
Habían alcanzado ya la velocidad constante que convierte el paisaje en algo perfecto y eleva los pensamientos de quien lo contempla. Sin embargo, Alessandro estaba fuertemente pegado a la tierra gracias a la presencia de Janet McCafrey, y no pensaba en otra cosa que no fuese ella. En los compartimentos de los trenes, ella solía coincidir principalmente con hombres obesos que la consideraban una persona extraña debido a su delgadez angloirlandesa, como de pájaro, y en absoluto italiana, pero Alessandro apreciaba esa cualidad angulosa. Al principio había intentado hacerle perder la calma, para ver cómo su admirable intensidad se hacía aún más intensa. Mientras el tren avanzaba veloz, Alessandro se inclinó hacia delante y le dijo:
—Cuénteme pues, ahora que al parecer compartimos el mismo reservado, ¿por qué Bucarest?
Janet se estrujó el pecho con la mano derecha, palideció, y se quedó petrificada. Luego se levantó, como si pretendiera tirar de algún tipo de cordón, y volvió a desplomarse en su asiento, desesperada, ya que su intención era ir de Venecia a Múnich, y ahora descubría que se dirigía a Bucarest, a setenta kilómetros por hora.
—¿Bucarest? —preguntó mansamente—. ¿A Bucarest?
—¿He dicho a Bucarest? —contestó él—. Ha sido un estúpido error. Lo lamento.
Ella cerró los ojos y se pasó la mano izquierda por la frente, suspirando de alivio.
—Quería decir Budapest.
—¡Oh, Dios! —exclamó ella, desesperada.
—No se preocupe —la tranquilizó Alessandro—. Vamos en dirección a Múnich.
La expresión de ella no fue de enfado, sino de cautela. Se preguntaba quién sería él y era consciente de que le gustaba.
—Sospecho que la precisión no es su fuerte —le dijo, y seguidamente le obsequió con la misma sonrisa que le había ofrecido al acusarlo de ser sordomudo: desafiante, insolente, seductora.
—Puede que no —concedió Alessandro, con un ligero matiz de aparente aflicción—. Para mí todo es lo mismo: Budapest, Bucarest, Múnich, Praga, Barcelona. Estoy en continuo movimiento. Todas las ciudades llegan a ser iguales, sobre todo cuando mi misión en ellas es la misma.
Entonces, deliberadamente, guardó silencio, y miró hacia fuera por la ventanilla. Al final ella tuvo que hacer la pregunta, y la formuló delicadamente, con cautela:
—¿Y cuál es su misión?
—Soy vendedor de cepillos para dientes —explicó, removiendo dentro de su bolsa de viaje; y mientras ella volvía a hundirse contrariada en el asiento, él se embaló—: Disponemos de un artículo de limpieza dental revolucionario, muy elegante, el cual han utilizado exclusivamente los personajes principales de las casas reales, y que todavía no se ha distribuido al público en general. Ese instrumento, aunque relativamente caro, está hecho con los materiales más nobles, dura toda la vida, aplica la pasta dentífrica de la forma más suave y efectiva posible, no erosiona el esmalte de los dientes y resulta fácil de usar.
Su mano encontró dentro de la bolsa el cepillo para la cola de Enrico. Se trataba de una creación vienesa cuyo tamaño doblaba la longitud de la mano de un hombre, con la mitad del largo mango rodeado de cerdas, del grosor de los espagueti, que sobresalían rígidamente a un dedo de distancia. En un extremo había un surtido de dientes curvos, de aspecto amenazador, como de guadaña, que al pasar delicadamente entre los pelos de la cola de Enrico le marcaban una hipnótica ondulación. En la base de las cerdas aparecía un ancho cuchillo dentado, y las mismas cerdas estaban cubiertas de resplandeciente lanolina negra para caballos, a la que se enganchaban multitud de partículas.
—Tengo que ir de farmacia en farmacia —explicó—, y resulta duro. Hay gente que se muestra contraria a la modernidad del diseño, que desconfía de todo lo nuevo. Pero entonces yo les digo que con esto se blanquea los dientes el rey de Inglaterra.
Alessandro sonrió con orgullo y sacó el cepillo para el caballo.
Janet se lo quedó mirando unos instantes, luego sus ojos pasaron del cepillo a él, y de él a la puerta. Entonces se inclinó hacia delante.
—Dígame una cosa —le pidió, con expresión severa—. ¿Cuándo se escapó usted, y qué es lo que quiere? —Apoyándose de nuevo en el respaldo, y con la sequedad que sólo podría utilizar una irlandesa que se hubiese pasado diez años vendiendo billetes de barco a impacientes aristócratas ingleses, añadió—: Puede usted llamarme enfermera Janet.
Alessandro estalló en carcajadas y ella lo imitó. Los pasajeros del compartimento de al lado dieron unos golpes en la pared de separación, y su apagada orden les llegó a través de la chapa con la austeridad del más puro alemán:
—¡En tiempos de guerra no se ríe!
—¿Sabe que nunca había oído a un italiano que se riera de sí mismo? —comentó ella—. ¿Está usted seguro de que es italiano? ¿Qué se ha hecho de su orgullo?
—¿De mi orgullo? —repitió Alessandro—. Mi orgullo… Veamos. Para empezar, la verdad es que nunca he tenido demasiado. Siempre he estado excesivamente ocupado. Demasiado para ver, demasiadas cosas que nada tienen que ver conmigo. —Se quedó unos instantes pensativo—. Hace poco, cogí deliberadamente todo el orgullo que me quedaba y lo llevé al matadero.
Los ojos de aquella mujer eran verdes y tan animados que parecía como si estuviese bailando.
—¿Por qué?
—Mi padre me preguntó lo mismo.
Ella asintió, en espera de que él prosiguiera.
—Por la guerra —dijo—. Como un animal obligado por las estaciones a desarrollar un tipo de conducta que él no puede entender, yo me sentía impulsado a cambiar de piel, a bailar, a sumergirme en el cieno, a comportarme como un estúpido. Ignoro por qué, pero algo me dijo: «Abandona tu orgullo, despréndete de él, húndelo, abandónalo, haz el tonto, sé indiscreto, búrlate de ti mismo». La verdad es que no entendí todo eso, pero el impulso resultaba arrollador y pienso hacerle los honores.
—Usted sobrevivirá —comentó ella.
—No creo que sea capaz de librarme de las trincheras, pero, si es preciso, me transformaré en lo que haga falta para librarme del frente. Ésa es mi intención.
Ella se retrepó en su asiento para contemplar a su compañero fortuito. No le habría importado ir rumbo a Bucarest y a él tampoco.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó.
—Alessandro Giuliani —contestó, justo antes de que un estallido de vapor lanzara su silbido.
El tren pasó grandes y pequeñas ciudades en dirección a las montañas. La cosecha, el sol y la luz de octubre habían convertido a Italia en una malla de campos, cuyos esplendor y tranquilidad se veían rotos tan sólo por el ferrocarril. Incluso entonces, después de que los trenes hubiesen pasado, la calma volvía a cerrarse como las frías aguas azules llenaban el hueco dejado por un remo.
El revisor italiano iba a ser sustituido en Bolzano por un Schlafwagenmeister austríaco. Por tal motivo creía que su prestigio podía verse afectado profundamente, y miró a Alessandro y a Janet con ojos que no habrían sido más inquietos y cautos de haber pertenecido a una comadreja. Su gorra picuda y su bigote engominado contribuían a exagerar el efecto. Allí tenía a un hombre y una mujer en edad de mantener relaciones sexuales, juntos en un compartimento matrimonial sin estar casados, y quizás incluso sin que se conocieran.
—¿Alguno de ustedes quiere ejercer el derecho a la reclamación? —les preguntó.
Los dos lo miraron inexpresivamente.
—A mí me compete arreglar el desaguisado y velar por la comodidad y la dignidad de los pasajeros, en especial mientras el tren realiza las maniobras en Bolzano.
Dado que ninguno de los dos formuló ninguna demanda, les marcó los billetes, esbozó una nerviosa inclinación de cabeza y retrocedió de espaldas, empujando contra la ventanilla a una gorda mujer austríaca.
—¿Qué hace usted cuando no vende cepillos de dientes o confunde puntos geográficos? —le preguntó Janet mientras pasaban por un pueblo donde sonaban las campanas y los pájaros planeaban en torno a los campanarios, aguardando a que callaran.
—Tendré que aplazarlo debido al servicio militar, pero estaba a punto de entrar como conferenciante en la Universidad de Bolonia. Se supone que debo explicar a los universitarios, al tiempo que lo averiguo yo mismo, lo que es bello y por qué. Por supuesto, ni yo ni ningún otro puede hacerlo, pero lo intentaré, y para eso tengo que conocer las teorías acerca de la belleza, desde Aristóteles hasta hoy. Además, se supone que antes de morir tengo que haber formulado mi propia teoría.
—Bueno, este cepillo de dientes es bonito —observó ella.
—Muchísimas gracias. Podría citarle una de las múltiples leyes sobre contextos y contrastes. Por ejemplo, si asociamos una silla de montar, un rifle, una bayoneta, una almohaza, digamos que pintados con tonos marrones y dorados, colgando descuidadamente de la gastada puerta de un establo, con las suaves líneas de un caballo difuminándose al fondo de la tela, el jinete de pie en el centro y vestido con brillantes colores puede, de hecho, ser bello. Pero si lo asociamos con…, por ejemplo su mata de cabello rojizo, la blancura de sus dientes, su boca extraordinariamente hermosa y sus hombros desnudos, sin duda resultaría feo.
»Todo eso en relación a usted y a mí, pero podría tener mejores posibilidades contemplado por otros ojos. Un pulpo es una criatura llena de bolsas, viscosa, de lo más repulsiva. Pero ¿qué es lo peor? ¿Su afilado pico oculto entre los pliegues de carne fofa, o sus tentáculos llenos de ventosas? Hay quien afirma que es una prueba de que Dios no creó el universo. Sin embargo, de lejos, nadando suavemente bajo el agua, adquiere la gracia de una primera bailarina. Y seccionado bajo un microscopio, presenta dibujos de inagotable esplendor. Además, para un pulpo del sexo opuesto, o incluso ante otro pulpo adolescente que necesita de alguien a quien imitar, puede resultar atractivo o bello, según sea el caso.
»Intercalemos a ello un poco de latín y griego, exagerémoslo, alarguémoslo, retrocedamos de vez en cuando para recuperar el hilo, demostremos que, al margen del contexto, la posición y el grado de comprensión, de hecho nada es relativo y la belleza es absoluta, y tendremos los fundamentos para una conferencia… Eso es lo que yo hago.
—Pero eso es totalmente innecesario —dijo ella.
—Nadie mejor que yo sabe que todo está ahí, y que no es necesario explicarlo o interpretarlo, sino que basta con captarlo. Lo que vemos desde la ventanilla, a medida que el tren altera lentamente nuestra perspectiva y acelera en medio de distintos registros de color y de forma; la luz a través de esta botella de agua; el ritmo de los motores; la forma en que las nubes avanzan impulsadas por el viento… Usted misma, enfermera Janet, todo su cuerpo, contemplado en su totalidad, miembro a miembro, bajo la luz o bajo la oscuridad; su sonrisa, la forma en que mueve los ojos o se apoya en su brazo; la similitud de colores en su vestido y en su pelo; los mismos ángulos de sus dientes, que brillan con la humedad; sus largos dedos reposando sobre la palma, como los radios de un nautillo; el ritmo de su respiración; la dulzura, imagino, de su aliento, y el sabor de su boca… Todas estas cosas, y eso que sólo he rascado en la superficie, hacen que mi profesión sea totalmente innecesaria, y yo lo sé.
—Cierra la puerta —le ordenó ella.
Alessandro se estiró y corrió el pestillo.
Como si lo hubiese programado la naturaleza, ambos se levantaron para saltar rápidamente al banco del otro y, ambos de pie, chocaron con violencia en el centro. Al doblar una curva, el tren osciló, primero a un lado y luego al otro. En primer lugar fue ella quien se vio lanzada contra él, y luego él contra ella, y cuando la fuerza del giro los mantuvo a ambos unidos, la aumentaron abrazándose con más fuerza.
Los dos permanecieron de pie mientras el tren subía las colinas, besándose hasta el aturdimiento. Luego ambos se dejaron caer, acariciándose sólo ligeramente, y siguieron besándose como mínimo durante una hora. Janet emergió como si saliera de una corriente subterránea.
—Es la guerra, ¿verdad? —preguntó, y acto seguido él volvió a sumergirla.
Ambos se encontraban en el alto promontorio que se alza entre la guerra y la paz y, al igual que unos alpinistas, se embriagaron con la magnitud del paisaje que se extendía por debajo.
Los dos perdieron la noción del tiempo, pero después del cambio de locomotora en Bolzano, donde bajaron la persiana, empezó a oscurecer. Al norte, una región que Alessandro conocía perfectamente, las montañas mostraban un matiz rosa dorado a lo largo de la línea nevada, y las agujas rocosas de los Dolomitas, que se elevaban por encima de prados oscuros, aparecían rojizas. A medida que el tren ascendía hacia aquel mundo de hielo, Alessandro y Janet ardían con el fuego que ellos mismos creaban. Sus ojos estaban vidriosos, sus cabellos como si los hubiese despeinado un huracán, y los dos se decían cosas totalmente distintas a las palabras.
Antes de que la luna apareciera, alguien llamó a la puerta. Sin embargo, ellos apenas lo oyeron. El encargado austríaco del coche cama, que había subido en Bolzano cuando ambos estaban semiinconscientes, avisó de que la cena estaba lista.
Cuando ambos entraron en el coche restaurante, la cabeza les daba vueltas. Parecía como si hubiesen permanecido varias horas al sol y avanzaron juntos comportándose inequívocamente.
El menú ofrecía diez tipos de Schnitzels.
—¿Qué se supone que debo hacer? —preguntó Janet—. No me gustan los huevos, no me gusta el pan rallado ni la carne de ternera.
—¿Y cómo has logrado sobrevivir en Venecia durante seis años? —preguntó Alessandro.
El camarero se les acercó con una servilleta doblada sobre el brazo en forma de manubrio.
—Siento comunicarles que, debido a la guerra, no disponemos de Weiner Schnitzel, Salzburger Schnitzel, Heimlich Schnitzel, Schweizer Schnitzel, Fest Schnitzel, Schlange Schnitzel, Nelke Schnitzel, Unverwandt Schnitzel, Ganzlich Schnitzel y Auberst Schnitzel.
—Entonces, ¿qué tiene usted?
—Pollo con patatas.
—¿Y cómo han cocinado el pollo?
—Sobre el fuego, señor —contestó el camarero, con voz gélida.
—¿Directamente?
—No, señor. Dentro de una marmita de heises Wasser.
—¿Pollo hervido?
El camarero se hallaba dividido entre la conflictiva provocación, el disgusto, la vergüenza y el orgullo.
—En el frente, los hombres están muriendo.
—Lo siento —dijo Alessandro—. Tráiganos lo que haya. ¿Qué sirven con el pollo hervido?
—Patatas, como ya he indicado…
Janet levantó el índice y sonrió maliciosamente, pero el camarero no comprendió que en realidad no había «indicado» ninguna patata.
—Una pequeña Salat. Mineralwasser sin limitación. Postres a elegir: flan de ruibarbo o torta de fiesta. El flan de ruibarbo habla de…
El jefe del coche restaurante se le había acercado por detrás y, cogiéndolo del hombro, le susurró algo al oído, con lo cual dejó a Alessandro y a Janet con las últimas palabras resonando en sus oídos: «El flan de ruibarbo habla de…».
—En cuanto a la torta de fiesta —prosiguió, con un suspiro—, está hecha de azúcar, harina y una pizca de cacao.
—Tomaremos el flan parlanchín.
—¿Qué quiere decir con eso de «flan parlanchín»? —preguntó el camarero, y por lo bajo añadió—: Cerdos italianos.
Pero Janet le oyó.
—Yo soy irlandesa —puntualizó.
Después de aquella agresión, Alessandro ya no se sintió culpable por querer comer mientras los hombres morían en el frente. Pensó también que muy bien podía estar en su lugar, o como mínimo matándolos a ellos.
—Tráigame la torta de fiesta —ordenó.
Después de que el camarero se hubo marchado, Janet le dijo:
—Si fuera un inglés, se mearía en nuestra sopa.
—Él es alemán y yo italiano —explicó Alessandro—. A estas alturas ya lo habrá hecho.
—Gracias a Dios que Irlanda es neutral.
—¿De qué lado?
—De los ingleses.
—Puede que, a fin de cuentas, Italia no entre en guerra —le dijo Alessandro—. No tenemos un auténtico interés en participar. Aunque hagamos mucho ruido, es nuestro comportamiento habitual y apenas conseguimos nada con ello. Si declaramos la guerra, ya sea a las potencias centrales o a la Triple Entente, será al final, quizá la primavera próxima. Podemos mandar una escuadrilla de guerra al mar para que dispare unos cuantos cañonazos antes del armisticio. Así es el carácter italiano.
—Pero no el inglés —intervino ella—. E, indudablemente, tampoco el alemán.
—Ni el de los rusos —añadió él, jugueteando pensativamente con el cuchillo—. Todos esos millones de combatientes son capaces de infligir grandes daños, y no sólo a sí mismos.
En las afueras de Innsbruck, el tren avanzó a velocidad de paseo al pasar por una enorme barricada de alambre de púas y cruzar una amplia zona militar. Alessandro se levantó de la silla, sorprendido de que un tren civil pudiera cruzar un campamento armado. Unos soldados, protegidos tras unas barricadas de sacos de arena, vigilaban detenidamente los vagones a lo largo del trayecto, y unos reflectores eléctricos iluminaban el armazón inferior del tren, proyectando un extraño resplandor incoloro que sugería no los travesaños del ferrocarril o el suelo de grava de la vía, sino la entrada a otro mundo.
El lento avance del tren permitió a Alessandro observar detenidamente aquel campamento del ejército imperial. Hasta donde alcanzaba su vista hacia el oeste, en dirección a las montañas que formaban un muro en el valle del Ruetzbach, se desplegaban hileras de tiendas, filas de carromatos y piezas de artillería, y hogueras que se extendían a lo largo de aquellos callejones como si fueran matorrales ardiendo.
En torno a cada fuego se reunían docenas de hombres, y como mínimo habría cien hogueras en cada hilera. Hileras que aparecían sin cesar a medida que el tren iba avanzando: veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, y seguían apareciendo más. Alessandro calculó que en el campamento habría diez mil hombres, o más.
Experimentó un escalofrío ante aquel espectáculo, como si atisbara por una ventana hacia el futuro. Justo en el instante en que el temblor desapareció, se volvió en su asiento para atisbar por las ventanillas del otro lado. También allí los ocasionales pasajeros se habían visto sorprendidos por el nuevo mundo, ya que al otro lado había otros diez mil hombres, en una ciudad de tiendas y de hogueras.
La mayoría de los soldados eran muchachos sólo un poco más jóvenes que él. Llevaban el pelo cortado al rape, y sus caras enormes y desgarbadas de adolescente eran dignas de un leñador o de un guía de montaña en una aldea alpina, o de los insatisfechos hijos de los tenderos de aquellas ciudades, lo bastante grandes para contener iglesias y plazas. Los que estaban en los puestos de guardia, vigilando el tren a medida que iba atravesando su campamento, tenían la expresión de los mineros al salir de la oscuridad. Aquella expresión no sólo se debía a que les deslumbrara el reflejo de los focos al chocar contra el brillante armazón, sino a que se veían completamente desplazados del mundo que hasta entonces habían conocido. Con sus abrigos grises y sus botas altas, cargados con rifles y municiones, parecían los hombres más silenciosos, extraños y predestinados que Alessandro había visto en toda su vida.
Las hogueras se alejaban tanto en la distancia, que parecían besar el inicio de las colinas, y la tierra daba la sensación de haberse cuarteado para dar salida a una blanca y espectral luminosidad.
Entonces, armado con una pistola, un oficial del ejército penetró en el coche restaurante. A pesar de que iba inspeccionando el interior del vagón, sus ojos estaban vueltos hacia arriba para seguir los pasos de alguien a quien no podía ver y que le seguía a él por el tejado.
Terminaron de cruzar las afueras y entraron silenciosamente en Innsbruck, donde ni un solo soldado apareció ante sus ojos.
Más de cien años antes, el retrato de Bindo Altoviti Cuando era joven, pintado por Rafael, había viajado desde Florencia hasta Múnich en una carreta tirada por caballos. Bajo los aguaceros que cayeron por el valle del Adigio, la sucia lona gris que protegía la carreta hacía agua por todas partes, pero la caja de madera que contenía la pintura era estanca, con todas las rendijas calafateadas, de modo que Bindo Altoviti no se mojó. En el paso de Brenner, después de una repentina nevada, una de las mulas resbaló sobre una placa de hielo y estuvo a punto de arrastrarlo todo por la empinada ladera de un precipicio. De no ser por esto, el viaje no habría tenido nada de extraordinario, excepto que una parte importante del alma de Italia había marchado al norte para residir en la Alte Pinakothek. Que los alemanes consideraran entre sus más apreciadas posesiones aquellos pocos pfennigs en pinturas y telas, y que los italianos se sintiesen relativamente vacíos con su ausencia, explicaba gran parte de las leyes y principios que Alessandro Giuliani se esforzaba continuamente por comprender, y que Rafael dominaba por completo.
Alessandro había querido viajar a Múnich no sólo para estudiar aquel cuadro, sino para mirar a los ojos al joven Bindo Altoviti y contemplar a un hombre que había viajado a través del tiempo propulsado y empujado por las leyes del arte. Permanecía junto a Janet en una silenciosa galería que olía a aceites recién aplicados, cientos de años después de que se efectuara tal aplicación. Ninguno de los dos sabía cómo era posible, pero las sombras, la gran superficie de madera oscura y las montañas cubiertas de nieve que se divisaban a través de las ventanas parecían conspirar para levantar y sostener los cuadros como si se mantuvieran en equilibrio sobre columnas de agua o de luz. De haber estado las pinturas simplemente colgando de las paredes, en vez de flotar sobre el rompiente oleaje de sol y sombra, no habrían conseguido ni una décima parte del impacto que provocaban.
Janet se dirigió a la izquierda para contemplar un enorme cuadro de una batalla medieval. Los caballos tenían formas redondeadas, hinchados como balones, e iban cubiertos de gamarras y bridas doradas. Patéticamente rechonchos, inmóviles, flotando en el tiempo, mostraban sus dientes en la batalla, como perros, mientras sus enemigos y sus aliados ascendían tranquilamente hacia el lugar imaginario donde su movimiento se evaporaba y los hacía infinitivamente sabios.
Sin pedir disculpas ni importarle, sin reflexionar, sin dar crédito a las múltiples pruebas que demostraban lo contrario, Alessandro estaba convencido de que el retrato de Bindo Altoviti —il ritrato suo quando era giovane: su retrato cuando era joven— seguía tan vivo como cualquiera de las luces que calibran el tiempo y nos informan de que estamos vivos. Sus ojos podían ver, su mano podía tocar, y también respiraba. La tela de seda negra que le caía del hombro era nueva y, más allá de la pared esmeralda del fondo, Roma palpitaba en pleno mayo.
El joven Bindo Altoviti, con su aspecto atemporal, formaba una unión perfecta con las montañas, el cielo y la mujer alta y pelirroja que se había inclinado ligeramente para examinar una feroz batalla concluida muchísimo tiempo atrás. Alessandro imaginó que Bindo Altoviti diría, medio con nostalgia y medio con placer: «Ésas son las cosas en las que me vi irremediablemente atrapado, las olas que me llevaron, lo que yo amé. Cuando la luz inundaba mis ojos y yo era inquieto y podía moverme, ignoraba lo que era el color; sólo era consciente de mi pasión por ver. Pero ahora que permanezco inmóvil, te entrego a ti toda mi vivacidad y mi vida para que tú la tomes, tal como fui en el pasado. Y aunque tengas que luchar más allá de tu capacidad de lucha, y sentir más allá de tu capacidad de sentimiento, recuerda que todo finaliza en una paz perfecta, que permanecerás tan inmóvil y satisfecho como yo, para quien los siglos no significan siquiera unos segundos».
El sorprendente rostro de Bindo Altoviti era de aquellos que habían perdurado y aún se veían en los muchachos que servían en las cafeterías de Via del Corso o que guiaban a los turistas por callejuelas laterales, en carruajes que apenas encajaban entre las paredes. Si Bindo Altoviti podía perdurar a través del tiempo no sólo para vivir en su retrato colgado de un claustro alemán, sino para sudar en las panaderías de Roma, entonces quizás Alessandro tuviera que abandonar su propia visión limitada de la historia en favor de un cuidadoso proceso de descendencia, las impresionantes repeticiones, las inexplicables similitudes y reapariciones que formaban una unidad de muchas generaciones de padres e hijos.
En los ojos de Bindo Altoviti, Alessandro descubrió sabiduría y diversión, y comprendió por qué los personajes de cuadros y fotografías parecían observar desde el pasado como si tuvieran el don de la clarividencia. Incluso los hombres brutales e impacientes, cuando se veían paralizados por el tiempo, adquirían expresiones de extraordinaria compasión, como si en la fotografía se reflejara la esencia de su redención. En cierto sentido, todos seguían vivos. Sin saberlo, Bindo Altoviti se había transformado en los jóvenes que, también ignorándolo, recorrían las calles de Roma. De haberlo sabido, sin duda habrían acudido a contemplar aquel retrato. Pero eso apenas importaba, ya que cuanto hacían no cambiaría la forma en que el tiempo cuarteaba y estallaba sobre sus cortas existencias como el estruendo de una bomba luminosa. Sólo que ahora Alessandro había visto un benévolo esquema de pasión y color en perfecto equilibrio y, a través de la expresión valerosa e insolente de Bindo Altoviti, había comprendido que iba a vivir eternamente.
Un ruido lejano golpeó contra las ventanas de la Alte Pinakothek. Aunque llegó débilmente, sacudió el pecho de Alessandro y resonó en sus pulmones.
—¿Qué ha sido eso? —le preguntó a un viejo guardián del museo.
—Nada que deba preocuparle —le contestó en italiano el vigilante, a pesar de que le había formulado la pregunta en alemán—. Ocurre cada mañana a las once, sin falta, desde que empezó la guerra. Están probando los cañones de campaña.
—¿Y dónde ha sido? —preguntó Alessandro, ya que debido al eco de las salas no había podido determinar su dirección.
—No lo sé.
Alessandro y Janet salieron al exterior, incapaces de asegurar si las detonaciones procedían del este. Alquilaron un coche y le pidieron al conductor que los condujera hasta allí.
Después de una hora de transitar por calles tranquilas, cruzar vías del tren y viajar por caminos que atravesaban bosques y sembrados, llegaron a un enorme campo de maniobras.
En el camino de tierra habían desplegado rollos de alambre de espino, para aislar el campamento militar de los paseantes y excursionistas. Furgones de cañón y camiones que contenían munición herméticamente almacenada cubrían gran parte de la superficie que antes había sido verde en los campos. Y a lo lejos, por encima de éstos, en una baja colina, estaban los cañones, centenares de cañones formando una sola línea ininterrumpida. La orden de disparar avanzaba regularmente a lo largo de la fila, como el tictac de un reloj. Sólo que el reloj hacía primero tic y luego tac, mientras que aquella gran máquina se expresaba con un monótono sonido.
«¡Ka-boom!», parecía decir, inmediatamente después de que uno de sus segmentos se convulsionara, retrocediera, y tosiera con un estallido de fuego y humo. Y de nuevo «¡Ka-boom!», cuando, dos segundos más tarde, se disparaba el siguiente cañón.
Por muy metódico que fuera aquel ruido, no era el sistema ni la exasperante exactitud de los intervalos lo que inmovilizaba al conductor y a sus dos pasajeros, sino el sonido en sí. Alessandro pensó que, por muchas veces que lo escuchara, nunca lograría acostumbrarse a él. Pero se equivocaba.
La marca de cada estallido era una profunda sacudida que sólo duraba una décima de segundo y luego se unía a un estridente traqueteo metálico, como el de la plancha de metal que en los teatros se utilizaba para imitar al trueno. «¡Ka-boom! ¡Ka-boom! ¡Ka-boom!». Si bien el efecto metálico sufría un ligero desfase con la sacudida inicial, empezaba un instante más tarde y finalizaba un momento después, y lo mismo sucedía con las ondas silenciosas que seguían a cada disparo. Se notaban por todo el cuerpo, principalmente en el pecho y en la garganta, pero también en las extremidades, o en la frente. Y, según la posición de la mandíbula y la tensión de las mejillas, incluso se percibían en el interior de la boca. Los truenos que producía la naturaleza no eran tan profundos ni tan intensos como aquéllos y, aunque Alessandro se había criado en Roma —quizá la mejor ciudad del mundo para atraer las tronadas—, nunca los había oído estallar de forma tan continua, ya que incluso el trueno perduraba.
El caballo era asustadizo. Sólo un poco más arriba de los campos, aquella serpiente de centenares de segmentos proseguía con sus estruendosas sacudidas y, a cada detonación, el carro se movía y las ruedas chirriaban.
—Estoy empezando a temblar —anunció Janet, estremeciéndose no debido a la emoción, sino por el aire cargado que sacudía sus labios, su pecho y la musculatura de los muslos y de los brazos.
El ruido de las explosiones rodaba por las laderas de las colinas y se extendía sobre los campos. Junto a cada cañón, pequeñas figuras vestidas de gris los recargaban sin descansar ni un solo instante. El enamoramiento de Alessandro por Janet se veía ahogado por el apremio de los cañones, más incisivos que el mismo trueno. «¡Ka-boom! ¡Ka-boom! ¡Ka-boom!». Aquél era el sonido de la guerra, que en el frente occidental había empezado a ahogar la música del mundo. Alessandro estaba convencido —ya que resultaba fácilmente comprensible— que para algunos la música dejaría de existir. Pero no para él. Para él, no. Si los impulsos eléctricos le subían por la columna vertebral no era debido a los impactos, sino porque, por encima del estruendo de los cañones, todavía era capaz de percibir sonatas, sinfonías y canciones.