II
Carrera hacia el mar
El jardín de la casa del abogado Giuliani estaba dividido en cuatro partes, y mucho después de que Alessandro abandonara la casa se sabía de memoria cada uno de sus atributos. En la primera sección había un huerto de árboles frutales que al parecer los jardineros nunca podían dejar en paz; siempre estaban podando, injertando y levantando la tierra en torno a los prósperos frutales. Año tras año, cuarenta árboles producían fruta suficiente para el consumo de los Giuliani y para las cestas de mimbre que los jardineros se llevaban a casa sobre los hombros, o en equilibrio sobre el manillar de las bicicletas. En la segunda zona se cultivaban hortalizas, cuya cosecha se aproximaba a la de una pequeña granja y que incluso en enero proporcionaba media docena de variedades de verduras que la cocinera recogía a diario según sus necesidades, además de unas pequeñas margaritas que los jardineros habían olvidado al arrancar las malas hierbas, ya que eran las únicas flores de invierno. En la tercera área, las flores estallaban con tantos colores que parecía un incendio sin calor. En la cuarta había un emparrado que producía gran parte del vino que consumían los Giuliani.
Separando el huerto y los árboles frutales por una parte, y las flores y el emparrado por otra, se extendía un sendero de grava flanqueado por setos lo bastante altos para que Alessandro, con veinte años, sólo pudiera saltarlos con cierta dificultad. Unas zonas de verde césped, que parecían incrustaciones esmaltadas, se extendían entre las cuatro zonas, e hileras de pinos y palmeras en sus extremos hacían que el jardín pareciera surgir en medio de un bosque. Aunque las palmeras eran tan altas que desde Villa Borghese se veía cómo coronaban el Gianicolo cerca de Villa Aurelia, eran estériles. Los dátiles que colgaban de ellas formando enormes racimos nunca maduraban, y en otoño resplandecían con un amarillo inútil, despreciados por las bandadas de pájaros que se posaban en sus copas.
Aunque parte de la modesta riqueza de los Giuliani no la había creado el padre de Alessandro, había tenido que obtener el resto a base de duro trabajo. Muchos de aquellos cuyo bienestar procedía únicamente de su nacimiento miraban por encima del hombro al laborioso abogado por el hecho de que tuviera que trabajar; otros, que se habían enriquecido totalmente con el fruto de su propio trabajo, se resentían de que él hubiese recibido una herencia; y aquellos que no habían obtenido ni una cosa ni la otra, estaban amargados por el hecho de que él disfrutara de ambas. Pero eso traía sin cuidado a los Giuliani, y Alessandro, a los veinte años, apenas se había enterado de nada. Ellos tenían su casa y también su jardín.
El jardín se extendía en dirección a Ostia y al mar. A pesar de que no divisaban gran cosa en esa dirección, en cambio las ventanas de la fachada daban a Roma desde una altura suficiente para poder echar una mirada sobre su presente como si ya fuese historia. Una visión de la parte oriental de la ciudad y del Tíber estaba tan profundamente grabada en la memoria de Alessandro, que era capaz de reconstruirla a voluntad. Incluso cuando se encontraba en medio del laberinto de calles allá abajo, sabía exactamente dónde se encontraba, y se lo imaginaba todo como si mirara hacia abajo desde una de las pálidas nubes que a menudo se detenían obstinadamente sobre el cielo romano.
La perspectiva aérea se extendía mucho más allá de Roma, hasta los Apeninos. En verano aparecían blancos como el yeso en las cumbres y a lo largo de la cordillera, y al ponerse el sol, la enorme y tosca figura de medio cono del Gran Sasso brillaba a través del espacio hasta que su luz quedaba capturada por el cristal de una fotografía enmarcada en la pared oeste de la habitación de Alessandro. La fotografía era del Matterhorn, pero la imagen difuminada, medio perdida en el cristal y mucho más atractiva, era la presencia intrusa del Gran Sasso, afirmando sin pudor que la vida era mejor incluso que la más perfecta de sus reproducciones.
Una mañana de abril, antes de bajar a desayunar, Alessandro se quedó de pie junto a una ventana de la antecámara, abrochándose la camisa. Había regresado del norte, donde estudiaba, para pasar con su familia una corta temporada, y se sentía feliz de estar en casa. El sol de la mañana iluminaba con tal fuerza la parte occidental del jardín, que Alessandro distinguía con claridad cada pequeño detalle. En medio de lo que antes había sido un sólido muro de albañilería, en el extremo más alejado de la casa, había una verja de hierro a través de la cual entreveía las ventanas de una casa al otro lado del muro.
Alguien había abierto un boquete en el muro y ahora podía atisbar en el parque privado de los Giuliani, incluso en las mismas ventanas de los Giuliani. Hasta se hubiese podido descubrir a Alessandro abrochándose la camisa.
Se apresuró a bajar a la cocina, donde su padre tomaba distraído su desayuno mientras leía el periódico. El abogado Giuliani apenas se dio cuenta de la entrada de su hijo. La hermana pequeña de Alessandro, Luciana, permanecía de pie en un rincón, cubierta con un delantal blanco. Estaba a punto de abandonar la sala y tenía las manos sobre el lazo del delantal, pero el nerviosismo de su hermano impidió que lo desatara.
—¿Qué es eso que hay en el muro del jardín? —inquirió Alessandro, en un tono que sugería la creencia de que su padre podía sencillamente negar que allí hubiese nada, y que cuando volviese a mirar allí en efecto no habría nada.
—¿Qué cosa? —preguntó su padre, incapaz de apartar la vista de una noticia referente a la perpetua inestabilidad de Marruecos.
—El boquete en el muro, y la verja.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Por qué están ahí?
—No lo sé —contestó su padre, deseoso por finalizar la lectura de la noticia: siempre se había sentido hipnotizado por los periódicos.
—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?
—Es una verja para que otra gente pueda entrar en el jardín.
El abogado Giuliani terminó de leer y dio un mordisco a la tostada.
—¿Otra gente? ¿Quién?
—Los que viven al otro lado de la verja. Se llaman Bellati.
—¿Y por qué van a querer entrar en nuestro jardín? —preguntó Alessandro.
—No es nuestro jardín. Es el suyo.
Alessandro lo miró como alguien que ha recibido un balazo.
—Se lo vendí, pero nosotros podremos disfrutar de él durante veinte años. En ese tiempo, todo seguirá como antes, excepto que ellos podrán utilizar el jardín lo mismo que nosotros. Ellos pagarán la mitad de los honorarios de los jardineros y lo que se recolecte se dividirá también por la mitad. Ellos nos avisarán cuando organicen en él alguna fiesta, y nosotros les avisaremos a ellos, etcétera, etcétera… Es un acuerdo ventajoso.
—¿Y qué ocurrirá dentro de veinte años?
—Ya veremos cuando llegue el momento.
—Pueden edificar una casa ahí, o un edificio público. ¡Cientos de familias pueden vivir justo encima de nosotros! —exclamó el muchacho.
—Alessandro —le respondió su padre—, la utilización del suelo está reglamentada por la ley, y en la escritura he puesto como condición que, incluso aunque modificaran esa ley, el jardín debe permanecer cincuenta años sin urbanizar. Eso será en mil novecientos sesenta, Alessandro. Para entonces ya habrán construido enormes ciudades flotantes sobre el mar, Europa se habrá transformado en un estado único y tú ya tendrás setenta años. De modo que no te preocupes ahora.
—Pero ¿por qué lo has hecho? —preguntó Alessandro, en un tono tan triste y desconcertado que su padre dobló el periódico y apartó a un lado el té y la tostada.
—Es muy sencillo —contestó el abogado Giuliani con el mismo tono que utilizaba cuando se disponía a desvelar un secreto estupendo—. ¿Conoces la Via Ludovisi?
—No.
—Por lo visto, nadie la conoce. Es una pequeña calle cerca de Villa Medici.
—¿Y qué tiene de particular?
—Un pequeño triángulo de terreno situado entre Villa Medici, Villa Borghese y la propia Via Ludovisi, que forma su base. En ese triángulo hay campos, caminos y algunas edificaciones. Ahora te diré cuál es mi plan.
Alessandro se vio contagiado del entusiasmo de su padre, sin duda como los magistrados ante los cuales su padre se ganaba la vida.
—Roma es una ciudad de ruinas. Es muy tranquila, como suele suceder con las ciudades antiguas. Su administración tiene problemas, al igual que la red de transportes y todo lo demás. Los turistas ingleses vienen para echar un vistazo a las piedras y esperan encontrar una Roma rústica.
—¿Y qué?
—Que no siempre va a ser así. Quedan los días contados para que los rebaños de ovejas sigan pasando por la plaza Navona; y, a medida que vayan cambiando las cosas, Roma se parecerá cada vez más a París, a Londres o a Berlín. La ciudad crecerá. No le queda más remedio, y de hecho ya está creciendo.
El mayor de los Giuliani agitó un dedo ante su hijo, como si quisiera decir: «Detrás de este dedo está tu padre».
—La cuestión es: ¿cómo va a crecer?
—Y tú lo sabes.
—Tengo una sospecha razonable. He viajado por todas las ciudades importantes de Europa y he descubierto una cosa en todas ellas, algo que resulta evidente. Los barrios elegantes, las zonas residenciales, todos están cerca de algún parque. Passy, el Bois de Boulogne, Hyde Park y Mayfair, el Belvedere en Viena… Ahí es donde más se cotizan los terrenos. De modo que, con el tiempo, ocurrirá lo mismo con Villa Borghese. Roma se extenderá en torno a Villa Borghese y la zona más exclusiva se localizará justo en el sur, en la ladera de la colina que se interna en el centro de la ciudad. Anticipándome a eso, he adquirido ciento setenta hectáreas de terreno en el triángulo que ya te he descrito, espacio suficiente para construir más de una veintena de edificios. Mucho después de que yo haya muerto, quizá tu madre, y sin duda tú y Luciana, así como vuestros hijos, os beneficiaréis de esos terrenos. Algún día pueden proporcionaros una posición muy desahogada.
—No me interesa la seguridad —protestó Alessandro.
—Ni a mí tampoco, cuando tenía tu edad. Ya sé qué te interesa; mis dineros me cuesta. Yo me parecía mucho a ti, pero todo ha cambiado, y todo sigue cambiando, incluso aunque tú no te des cuenta. He vendido el jardín sin contar contigo para que dentro de medio siglo, o dentro de uno, los Giuliani sean libres de hacer lo que les dé la gana, o quizá tan sólo puedan sobrevivir.
»Es un juego de azar, y ahora no nos queda nada como reserva. He hipotecado la casa y vendido el jardín a Bellati, quien quizá tiene mis mismas ideas pero no ha viajado a París, o es tan amante de la naturaleza como para invertir una considerable fortuna en la adquisición de nuestro jardín.
Bellati era director del Banco de Italia. Su hijo, diez años mayor que Alessandro, era capitán en el ejército y llevaba espada. Cuando el rey de Italia quería hablar de dinero, invitaba a Bellati a palacio. Los dos hombres nunca habían hablado de otra cosa que no fueran los tipos de interés, el valor relativo del papel moneda o los méritos de una determinada inversión. Al rey de Italia no le gustaba que le oyeran hablar de algo tan vulgar como el dinero, así que paseaba con Bellati por un lugar tranquilo donde nadie pudiera oírlos, aunque sí verlos, y allí conferenciaban mientras los demás los observaban con envidia. Bellati había amasado una fortuna gracias a lo que la gente suponía, y continuamente se le invitaba a cenas donde nunca mencionaba al rey, lo cual hacía que todo el mundo estuviera totalmente convencido de que él y el rey eran como uña y carne.
Los Bellati eran sociables y gregarios en la misma medida que los Giuliani no lo eran. El abogado Giuliani confiaba más en su habilidad en los tribunales que en sus contactos, y seguía su propio rumbo, prefiriendo el riesgo de escalar montañas a la vida social en la capital. El y su familia se quedaban en casa y las luces permanecían encendidas toda la velada.
Las luces de la casa recientemente visible a través del muro acostumbraban a brillar hasta las ocho de la noche, luego se apagaban hasta las dos de la madrugada, cuando volvían a encenderse el tiempo suficiente para ver cómo sus moradores subían a los pisos superiores y se acostaban.
Al ser estudiante de estética y filosofía, acostumbrado a examinar los patrones según los cuales una cosa se diferenciaba de otra, Alessandro reparó en aquello inmediatamente. Y en los diez días que llevaba en casa también se había dado cuenta, y lo agradecía, de que aquella familia nunca se hubiese presentado. Alessandro empezó a creer una vez más que el jardín era suyo y, nuevamente, mientras paseaba por él, sus pensamientos fueron capaces de vagar y pudo hablar para sí mismo con el fervor de los lunáticos o de los estudiantes universitarios abrumados por tantas bellezas indiscutibles y verdades contradictorias.
Y así lo hacía una tarde, paseando arriba y abajo al anochecer, hasta que su intelecto se vio superado por el estómago y decidió abandonar sus reflexiones sobre estética en favor de unas chuletas de ternera a la parrilla. Estaba a punto de dar media vuelta cuando descubrió que uno de los jardineros se había dejado una pala apoyada contra un seto. La cogió, saltó sobre el seto y se dirigió al cobertizo. A pesar de que entonces ya casi había oscurecido del todo, el cielo aún brillaba y mostraba el color decadente de la cálida seda rosa que a menudo tapizaba el interior de los antiguos carruajes.
Los Bellati se preparaban para asistir a una cena al otro lado del Tíber, tal como hacían casi a diario. El hijo se encontraba entonces con un destacamento de soldados en un buque de guerra por el Adriático, y la hija había salido al jardín para cortar las flores con que pensaban agasajar a sus anfitriones. Había invertido mucho tiempo en arreglarse y ahora ya había oscurecido, pero su padre le había hablado de una linterna nueva que se guardaba en el cobertizo del jardín, la cual podría manejar sin temor a mancharse de hollín.
Mientras Alessandro se aproximaba al cobertizo, con la pala en la mano, se le ocurrió que quizás alguno de los jardineros la había dejado fuera por algún motivo y que lo mejor que podía hacer era dejarla apoyada contra la puerta.
Allí dentro, en medio de la más completa oscuridad, Lia Bellati sacó del bolsillo de su capa una caja de cerillas. Empujó el rígido cajón, sacó una cerilla y la encendió. Miró a su alrededor. Una linterna completamente nueva colgaba de una de las vigas. Aunque la muchacha estaba bien proporcionada, era bajita, y a veces tenía que dar saltitos para llegar a las cosas; sin embargo, sólo lo hacía después de asegurarse de que nadie la estaba viendo. A la edad de veintidós años y todavía soltera, no podía permitirse aparecer ridícula. Nunca se sabía quién podía entrar de repente en la cocina o la biblioteca, y por tanto quién podía ver su cuerpo, estirado como el de una gata, mientras saltaba para coger lo que deseaba.
El vértice del techo en el cobertizo del jardín era muy elevado y los jardineros eran una raza de hombres altos, en comparación con Lia Bellati. Ellos habían cogido la linterna por la base para enganchar en un clavo el asa de alambre y la mitad de la cerilla ya se había consumido mientras Lia buscaba algo donde encaramarse. En un rincón descubrió una mezcladora de cemento, excesivamente pesada para moverla. Tendidas a lo largo de la pared, había varias escaleras que se utilizaban para podar los árboles, pero la menor de todas era más larga que la parte más alta del cobertizo. La cerilla se apagó.
Alessandro apoyó la pala contra la puerta y el ruido que hizo asustó a la joven. Pero ésta supuso que habría sido el viento y se limitó a encender otra cerilla.
Justo cuando Alessandro se disponía a dar media vuelta, vislumbró el destello de una luz entre las rendijas de las tablas. Pero los jardineros se habían marchado muy temprano. Quizá fuera un ladrón que se había escapado, o uno al que aún no habían atrapado. Las escaleras eran de madera antigua engrasada, con accesorios de bronce. La mezcladora de cemento quizá fuera un buen botín, si conseguía arrastrarla por las calles de la ciudad. Escudriñó a través de una rendija entre las tablas.
En medio del cobertizo había una elegante muchacha con una cerilla encendida en la mano izquierda, que daba continuos saltos en el aire. Llevaba allí el tiempo suficiente para haber dejado su capa doblada sobre las escaleras. Al igual que su falda, la capa era de fino terciopelo negro y en la solapa llevaba un broche que brillaba como si fuera un diamante Porque, si bien Alessandro pensaba que era demasiado grande para tratarse de un diamante, lo era realmente. El cabello de la joven, aunque no del todo rubio, estaba lo suficientemente desteñido por el sol para captar la luz de la cerilla, y en algunos lugares resplandecía como si lo llevara sujeto con cintas doradas. Una vez más, la cerilla se apagó.
Alessandro siguió atisbando en la oscuridad, mientras se preguntaba si aquella danza que había visto no sería producto de su imaginación, al tiempo que abrigaba la esperanza de que volviera a reanudarse. Y así fue. Otra cerilla se encendió. La joven estaba mirando al cielo, respirando con fuerza y murmurando. De pronto dio un salto en el aire. Alessandro se asustó de tal modo que dio con la nariz contra la pared del cobertizo, pero mantuvo la suficiente presencia de ánimo para no gritar.
Aquélla era una mujer bajita, pero graciosamente proporcionada, elástica y atlética, tal como demostraba con aquella sorprendente peculiaridad. A pesar de que, desde algunos curiosos ángulos, el perfil de su rostro pareciera casi torcido, visto desde el frente resultaba espléndido. Al volverse en medio de sus saltos, Alessandro descubrió que la variedad de contrastes le resultaba insoportablemente excitante. Además, la sedosa blusa de color crema se ajustaba apretadamente en torno a un cuerpo que habría sido altamente deseable aunque se hubiese tratado de una rígida estatua de mármol en la Villa Doria Pamphili. Sin embargo, ella se movía con energía y Alessandro observaba —no sin apasionamiento— que, al saltar, sus pechos eran más amigos de la gravedad cuando la joven subía y más reacios a bajar cuando ella caía. Por haberlo heredado o quizá por su afición a la gimnasia y a la natación, su figura resultaba muy atractiva y completa.
Alessandro no había comprendido que ella pretendía alcanzar la linterna. Sólo sabía que daba saltos en el aire y que hablaba a solas en medio del cobertizo. La cerilla se consumió de nuevo.
Con la llama de la siguiente cerilla, la joven se acercó a la mezcladora de cemento para ver si podía moverla y la sacudió con violencia. Alessandro abrió la puerta y ella se volvió con la cerilla en el aire. El aún no había visto la linterna, pero la ventaja estaba de su parte.
—¿Es que pretendes llegar a alguna parte? —inquirió él.
La joven enrojeció de tal modo que la sangre y el calor que afloró a su cara enviaron oleadas de perfume por toda la estancia. De haberla conocido sólo por eso, Alessandro habría podido enamorarse de ella. Sin embargo, se limitó a preguntarle:
—¿Qué estabas haciendo?
—No es asunto tuyo —replicó ella, con tono agrio.
Alessandro sonrió y eso la turbó aún más.
La joven cogió la capa y pasó veloz por su lado.
Alessandro pensó que nunca más volvería a verla, pero, al pasar ante él, la joven le puso la caja de cerillas en la mano y le ordenó que la siguiera.
Él obedeció. Cuando ella llegó junto al seto, dejó su capa y se dirigió al jardín de las flores. Alessandro siguió tras ella, subyugado por su perfume y por el de las flores. Iba a llegar tarde para cenar, pero no le importaba.
—Enciende las cerillas —le ordenó ella.
—¿Todas a la vez?
—Pues claro que no, idiota. Una tras otra.
Cuando él encendió una cerilla y la mantuvo elevada, ella lo observó por vez primera, mirándolo fijamente hasta que la cerilla se consumió.
Al encender la siguiente, ella ya se había inclinado sobre las flores, y fue incapaz de volverse hacia él hasta que la cerilla no se hubo apagado, porque la impresión que le había causado aquel joven era la de alguien con quien muy bien podría casarse. Hombres de gran fortuna, diez o quince años mayores que ella, la habían pedido en matrimonio, pero ella había rehusado. Demasiadas lecturas de dolce stil nuovo, decía su padre; demasiado Petrarca y demasiada independencia. «¿Con quién vas a casarte? ¿Con un profesor de tenis? ¿Con un pastor?», solía preguntarle. Y, cada vez que su padre le hablaba así, en su corazón morían dos docenas de banqueros e industriales. Ella se casaría con quien le apeteciera.
—Tú debes ser de allí —comentó Alessandro, señalando la casa del padre de ella.
La joven había cortado un ramo de flores y ahora se había vuelto en dirección al joven.
—Pues sí.
—¿Cómo te llamas?
—Lia Bellati. Y tú Giuliani.
—Alessandro.
Ella le tendió la mano para que le devolviera las cerillas y él se las dio. Luego se acercó al seto y recogió su capa.
—Deja que te acompañe a la verja —se ofreció él—. Conozco lo bastante el jardín para encontrar el camino en la oscuridad.
La joven lo cogió del brazo. A pesar de que iba muy rígida, Alessandro sintió el calor que se desprendía de ella y respiró hondo precisamente porque se estaban tocando.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó cuando llegaron a la verja.
—Los suficientes para que no me hagan esa pregunta —replicó ella, provocándolo, tal como era su intención.
—Yo tengo un caballo —comentó él, mientras la joven pasaba al otro lado de la verja.
—Eso está bien.
—¿Sabes montar? Ya sé que saltar sí sabes.
—Sé montar, ¿y qué? —replicó ella.
Entonces, sin volverse a mirar atrás, se encaminó hacia su casa.
Alessandro dio media vuelta y regresó por el sendero que se internaba entre las partes cuidadosamente divididas del jardín. Sus manos aún olían a perfume y a azufre, debido a la caja de cerillas que había sostenido. Intentaba idear una forma para poder ver a la joven de nuevo. Si no quería montar con él, tendría que encontrarse con ella de otro modo. Pero era un inepto en tales asuntos, le aterrorizaban las fiestas y las recepciones, de las que escapaba siempre que podía.
Alessandro estaba sentado ante la ventana, esperando que Lia apareciese. Cada minuto, y a veces con mayor frecuencia, levantaba la vista de lo que estaba leyendo para comprobar si ella entraba en el jardín. Había paseado durante horas por Monteverdi y Villa Doria con la esperanza de encontrarse con ella, y después de una semana sin éxito, empezó a escribir la primera de muchas cartas que terminarían en las llamas. La mayoría de ellas eran simples hojas de papel con sólo un par de líneas, ya que las ansias que tenía de ella, y su extraña turbación, le dictaban frases como por ejemplo: «Mi corazón está hecho pedazos y mi alma entre tinieblas. No puedo continuar».
Como si pretendiera compensar la vergüenza de sentirse tan agitado, empezó a parecerse a uno de los jóvenes oficiales de Lermontov, aquellos que solían beberse una copa de coñac, apoyaban el revólver contra la sien, sonreían, y apretaban el gatillo sólo para demostrar que pertenecían al tipo de jóvenes a los que nada importaba. Después de haber leído a Lermontov y a otros rusos, y después de haber permanecido en vela hasta las cuatro de la madrugada, Alessandro se descubrió haciendo declaraciones de esta clase: «Sólo deseo una noche contigo, inmediatamente después me sacaré las entrañas».
Una clara mañana en que el cielo era profundamente azul y el sol calentaba desde el primer momento en que apareció sobre las colinas, Alessandro salió temprano con la esperanza de encontrar a Lia en la calle o en Villa Doria.
Acababa de pasar la cuadra cerca de Porta San Pancrazio cuando se volvió y la vio venir en su dirección desde el jardín. Llevaba botas altas y los extraños pantalones que lucían las mujeres cuando iban a montar, aquellos que al bajar de la silla parecían un vestido. Alessandro creía que los llamaban cotillons, pero, para asegurarse, él los llamaba mezzi pallonetti, o «medios globitos». En la mano izquierda, Lia llevaba un látigo corto.
—Vas a montar —le espetó en tono acusador.
Ella se miró el vestido, luego lo miró a él, y dijo:
—Isaac Newton.
—¿Resultaría una carga demasiado pesada para ti que te acompañase?
Ella le sonrió y reanudó su camino hacia el establo.
—Aunque tenga que ir a cambiarme, te alcanzaré —le dijo él, corriendo colina abajo hacia su casa.
Abrió la puerta de entrada con tal violencia, que todos los de la casa corrieron por los pasillos esperando un terrible acontecimiento. Subió a su habitación en menos de un segundo. En otro segundo ya se hubo quitado la ropa. Se puso los pantalones de verano para montar, un polo y, sin dejar de maldecir, un par de botas altas. Sacó el billetero de uno de los cajones del escritorio, cogió el dinero y dejó caer todo lo demás. En un instante se enjuagó la boca con sales dentales y se peinó de una sola pasada. Abrió de golpe la puerta. Volvió a entrar corriendo para coger el látigo corto. Salió disparado y con sus pesadas botas armó un tremendo alboroto al bajar las escaleras.
—Estás muy guapo —le gritó su madre cuando él ya salía por la puerta principal.
Corrió colina arriba. Lia ya no estaba. Probablemente el caballo ya estaba ensillado y aguardándola.
Aunque le llevara unos quince o veinte minutos de ventaja, la alcanzaría. Él era un magnífico jinete y contaba con un espléndido caballo. Su padre le había regalado el animal, el equipo y el pupilaje, pues deseaba que Alessandro viera el país, no desde la velocidad de un tren, sino lentamente y con todo detalle, tal como él mismo lo había disfrutado.
—Aprenderás más con tus viajes de ida y vuelta a Bolonia a lomos de un caballo, que con todos tus profesores —le había dicho el abogado Giuliani, y no andaba muy descaminado.
Sólo para aquella visita a casa había cabalgado Alessandro desde Bolonia vía Florencia y Siena, y en el viaje había invertido ocho días. Lo había hecho con la ayuda de una brújula, y la mayor parte del tiempo lejos de la carretera, sobre todo por las peladas llanuras junto a los lagos del norte de Roma. El caballo era de los mejores para la caza, joven aunque no inexperto, del color de la culata de un fusil caro y la figura de un pura sangre de carreras, sólo que tenía las patas más gruesas y más fuertes. Era capaz de correr todo el día, de saltar vallas altas y a veces resultaba sorprendentemente veloz. Era hábil cruzando ríos, y si las olas no se alzaban en exceso, avanzaba a medio galope por el mar.
A pesar de que Alessandro había subido corriendo la colina y llegó sudoroso a la cuadra, entró en ella tranquilamente y puso la silla sobre el caballo como si fuera a sacarlo a hacer ejercicio por el parque. Era una silla ligera y el caballo, que se llamaba Enrico, se puso nervioso.
—¿Hace poco que salió Lia Bellati? —preguntó al encargado, mientras ajustaba la silla y subía los estribos, como para una carrera.
—Hará una media hora —respondió el encargado, sin precisar demasiado—. Se dirigía al mar, por la Laurentina.
—La alcanzaré —manifestó Alessandro, al tiempo que ponía la brida a Enrico.
—No creo —dijo el encargado.
—¿Por qué no? Conoce usted a Enrico, y sabe cómo monto.
—La señorita Bellati monta extremadamente bien. Su hermano es jinete de caballería y ella monta su caballo.
—Creía que estaba en la marina.
—No creo. Lleva espada.
—Todos la llevan.
—Él lleva una de esas largas, ya sabe, ésas con las que se puede llegar hasta el suelo aunque se vaya montado en la silla. De las que parecen una guadaña, capaces de rajar a un tipo por la mitad.
—Al diablo con su espada. Usted sabe juzgar los caballos. ¿Cuál es el mejor?
El empleado de la cuadra guardó silencio.
—Comprendo —dijo Alessandro—. Aun así, la alcanzaré. Enrico puede saltar vallas como un pájaro. La alcanzaré en el bosque, justo antes de llegar al mar.
—Ya me lo dirá —concluyó el encargado, cuando él sacaba el caballo del establo.
Al salir a la luz, el animal corveteó y meneó la cabeza. Alessandro saltó a la silla, y al subir quedó deslumbrado por el brillante sol.
—No corra demasiado por la ciudad —le advirtió el encargado—. Los carabinieri le detendrían.
—Tengo que correr —replicó Alessandro—. Ella no me ha dejado otra elección.
Luego espoleó a Enrico y galopó temerariamente colina abajo.
Cruzaron el Tíber por el Ponte Aventino, lo bastante temprano en la mañana para que los pescadores siguieran en el puente, bajando sus redes cuadradas que colgaban de complicados pescantes. El curso del río empezaba a ir bajo, pero en abril el agua aún era clara y olía a fresco. Las hierbas de los márgenes eran verdes y los paseos estaban limpios gracias a las crecidas de marzo.
Alessandro miró a ambos lados y al frente en busca de carabinieri. Aún no habrían salido de patrulla, ya que la policía montada detestaba madrugar. Este conocimiento le permitiría montar por la ciudad mucho más rápido de lo que sin duda Lia se habría atrevido, y confiaba en anular su ventaja en unos cinco minutos.
A un hombre de blancos bigotes y traje blanco no le gustó la forma en que Alessandro adelantó a su carruaje.
—¡Golfo! ¡Cretino! ¡Loco! ¿Quién te ha dado permiso para montar de esa manera?
Alessandro se volvió en la silla. Tenía veinte años y los insultos brotaron veloces de su boca, de forma automática.
—¡Una rata como tú no tiene ningún derecho a hablar! —le gritó—. ¡Caníbal, comegusanos, crápula, capullo, babosa!
Las calles se hacían más anchas y los espacios más abiertos. Alessandro permitió que Enrico se lanzara al galope, ya que parecía improbable que los carabinieri montados patrullaran por los barrios menos poblados de Roma. Presionó sobre los flancos de Enrico con los tacones de las botas. A pesar de que ante sí no se escabullía ningún zorro ni ningún conejo, Enrico alargó sus pasos y tanto caballo como jinete giraron por un recodo, ajenos a todo, excepto a su propia velocidad y al cielo azul que se extendía frente a ellos por toda la campiña.
Dos carabinieri a caballo, montando con suma precisión uno junto a otro unos briosos caballos color castaño y profundamente marrón, se dirigían hacia la ciudad. Iban erguidos en la silla, inmaculadamente uniformados con su traje azul y botas altas. Los botones resplandecían y una banda blanca y ancha les cruzaba el pecho: la correa para las espadas de caballería. Los dos llevaban una brillante pistolera que se cerraba sobre la enorme culata de madera de una pistola, y de sus sillas colgaba una funda de la cual salía la engrasada caja y el cerrojo de un típico fusil militar. Llevaban la munición en las pequeñas bolsas de piel que colgaban de su cinturón y de la silla de montar. En su gorro brillaba la insignia, que destacaba sobre la llamativa banda roja. Incluso llevaban guantes blancos.
Alessandro se había preguntado a menudo si un hombre ataviado con su uniforme, cargado con correajes, hebillas, bandas, bolsas, una gorra, una pistola, guantes blancos, un enorme fusil y, quizá lo más importante de todo, su dignidad, sería capaz de galopar realmente y pelear.
Después de haber pasado la niñez y de haber practicado la escalada, sospechaba que si uno no se sentía cómodo, no podía agacharse, o se veía estorbado o cargado con todo el equipo, tenía que resultarle muy difícil combatir.
Aunque los carabinieri fueran meros símbolos que iban a caballo por las calles y parques para recordar la auténtica labor que realizaban en lugares mucho más desapacibles y con trajes mucho más toscos, ¿no les permitiría su orgullo, su entrenamiento y su experiencia olvidar que eran pavos reales a caballo y galopar como alma que se lleva el diablo? Las lavanderas y costureras que trabajaban en sus fortalezas fuertemente custodiadas debían de estar siempre a punto para remendar desgarrones en los uniformes y almidonarlos hasta el absurdo. Sin embargo, cargados de aquella manera, ¿cómo podían ellos y sus caballos disfrutar de la acción? El nunca había podido ganar una carrera si no disfrutaba con ella. ¿Serían ellos capaces?
Enrico tomó la curva a paso largo, corriendo casi como un felino, con todo el cuerpo agachado.
Pasó entre los carabinieri, cuyas monturas se apartaron, encabritándose. Uno podía arriesgarse a pasar al galope ante aquellos caballeros, pero nunca, jamás, pasar entre ellos. Antes preferirían que se les disparara.
La intención de Alessandro no había sido separarlos, ni asustar a sus caballos, pero ahora disponía únicamente de cinco segundos para decidir que hacer.
Si capitulaba, frenaba a Enrico y les juraba que a su caballo lo había picado una avispa o que lo había asustado el pitido de un tren, la multa y la sentencia podían ser llevaderas. Por otro lado, si con el látigo azotaba la acalorada grupa de Enrico, se inclinaba contra el viento y corría en busca de su libertad, podría escapar del bochorno, de la multa, de la cárcel, obtendría la respuesta sobre cómo montaban y peleaban los carabinieri y tendría casi la certeza de alcanzar a Lia Bellati. En ese caso, si lo atrapaban las penas serían mucho más rigurosas. De hecho, los carabinieri podían desmontar, sacar los fusiles y dispararle.
Pero no podrían hacerlo fácilmente. Por lo que ellos sabían, él era un novato sobre un caballo en estampida, o un lunático, o un retrasado mental que trabajaba en unas caballerizas. Incluso aunque decidieran abatirlo, pensó, no dispondrían de muchas posibilidades, a menos que saltaran sobre él con sus pistolas. En campo abierto y sin nada que les impidiera disparar, después de desmontar, de asegurar sus caballos, sacar los fusiles, arrodillarse en el suelo, apuntar y disparar, ni él ni Enrico, alejándose a gran velocidad sobre un terreno desigual que les hacía subir y bajar, serían un buen blanco. Y no sólo eso. El ya corría veloz en la dirección que le interesaba, y dudaba de que los hermosos caballos de los carabinieri pudieran saltar una valla o regatear unos árboles o unos arbustos como lo hacía Enrico. Las bolsas y espadas de los carabinieri sonarían como cencerros y les golpearían por todas partes, mientras que Alessandro iba vestido para deslizarse a través del viento. Por otro lado, si él se sentía ya gozoso con la caza, cuánto más por el hecho de que pudieran cazarlo. No sólo se sentiría atraído hacia delante, sino empujado por detrás. El miedo, el placer y el hecho de tener veinte años le permitían entregarse a ambas situaciones. Así que azotó a Enrico y se inclinó sobre su cuello. El animal, al que nunca había azotado y que era muy inteligente, recibió el mensaje y salió disparado como una flecha.
Pero los carabinieri eran soldados entrenados. No necesitaron decir nada, ni siquiera se miraron. Simplemente tiraron de la visera de la gorra para ajustársela, respiraron hondo, se resignaron a destrozar el uniforme y clavaron las espuelas en los flancos de sus monturas. Quizá la decisión de Alessandro habría sido distinta de haber sabido que tanto las armas como las bolsas estaban diseñadas y aseguradas para perseguir a alguien a caballo, y que aquellos hombres que parecían tan encumbrados estaban entrenados para galopar y batallar con ropas elegantes.
Alessandro galopaba por una recta que avanzaba paralela a las ruinas de un acueducto. Los arcos pasaban volando, como si fueran boquetes entre los vagones de un tren que circulara a gran velocidad en dirección contraria. La carretera se extendía despejada, era llana y estaba seca. Como mínimo les llevaba un kilómetro de ventaja y, aunque no se volviera para mirar atrás, sabía que la estaba aumentando. Cabalgaba tan rápido, que todos aquellos con los que se cruzaba se volvían para mirarlo. Sin embargo, en una recta, los caballos de los carabinieri eran sin duda mejores que Enrico, cuyas patas eran tan gruesas y fuertes como las de los caballos que participaban en carreras de obstáculos.
Al cabo de cinco minutos de carrera, Alessandro oyó dos detonaciones de pistola. Se volvió a mirar. Los carabinieri se hallaban peligrosamente cerca, con las pistolas apuntando al aire. Incluso distinguía sus insignias plateadas en la banda roja de las gorras.
La garganta se le tensaba a medida que ellos ganaban terreno, pero supuso que sus monturas se cansarían antes que Enrico, aunque sólo fuera porque ellos eran más corpulentos que él, y sus sillas de montar más pesadas y elaboradas. La carretera viraba a la derecha, seguía por debajo de uno de los arcos del acueducto, y luego volvía a girar a la izquierda, paralela a la vía del tren. A la izquierda de la carretera había una zanja llena de agua fangosa, detrás de la cual se abría un campo dividido con alambre de púas que llegaba a la altura del pecho. Al otro lado del campo, la carretera y la vía del tren proseguían paralelamente. Allí estaba la especie de yugo que había pensado cruzar para atrapar a Lia. Reflexionó que si podía tomar aquel atajo para ponerse a la altura de una hermosa muchacha que le llevaba veinte minutos de ventaja, muy bien podía aprovecharlo para escapar de los carabinieri. De modo que en vez de girar hacia los arcos, obligó a Enrico a seguir recto en la curva, junto a la zanja.
A Enrico le encantaba saltar. Pasó con un amplio margen por encima del agua, y siguió empinándose demasiado, sólo para lucirse. Los carabinieri estaban en su propio terreno y sabían que los caballos no podían saltar las vallas, de modo que siguieron por la carretera y desaparecieron entre los arcos del acueducto. Enrico saltó sobre el alambre, dejando un gran espacio entre éste y su plano vientre, y Alessandro no miró atrás hasta que hubieron pasado la tercera y última valla.
Cuando descubrió que no había nadie detrás, supuso que sus perseguidores habrían proseguido por la carretera. Después de que Enrico saltara a un verde terraplén que bajaba hasta ella, Alessandro los divisó a unos dos kilómetros de distancia, en la curva. Hacía tanto calor, que las reverberaciones que se levantaban del campo convertían a los oficiales montados en un solo carruaje negro elevándose del suelo y viajando por los aires.
Alessandro oyó media docena de disparos. Sabía que su suerte dependía ahora no de los principios o del entrenamiento de los agentes, sino del grado de su frustración. Eso lo llevó a pensar que, por culpa de los carabinieri, durante un año tendría que evitar la Laurentina, y que, para regresar a Roma al atardecer, su caballo se vería obligado a atravesar el Tíber cerca de Ostia —donde éste era ancho y profundo— con el fin de acercarse a la ciudad por el norte. Pero esos pensamientos eran prematuros, ya que al mirar atrás comprobó que los jinetes aún lo perseguían, aún se elevaban por encima de la carretera y se balanceaban hipnóticamente como si se tratara de un artefacto volador o un automóvil. ¿Cuándo iban a rendirse sus caballos? Tenía que ser pronto, dado el peso que transportaban, pero eso apenas importaba. No tardaría en conducirlos por extensas zonas de bosque interrumpidas al azar por hondonadas, barrancos, muros de piedra y cercas de ganado, donde un caballo tenía que esquivar obstáculos lo mismo que un boxeador, y un jinete debía ser lo bastante sutil y rápido para evitar las ramas que colgaban y las espinosas zarzas gruesas como anacondas.
Si Enrico lograba mantener la ventaja algunos kilómetros más de carretera recta, los perdería para siempre en el bosque. Ellos desmontarían para disparar unos cuantos tiros al azar antes de que su presa desapareciera entre la verde maleza que rodeaba la ciudad. Luego, a salvo ya de los carabinieri, Alessandro proseguiría veloz entre el follaje, hechizado por las oscuras hojas y el viento entre los pinos, hasta salir del bosque frente a la costa, en una playa desierta y blanca; allí el ruido del oleaje cubriría sus jadeos y el viento refrescaría a su caballo cubierto de sudor.
Aquella imagen de las olas y del viento sobre el mar hizo que Alessandro entornara los ojos y proyectara fríos dardos de electricidad a través de su cuerpo. Enrico obedeció gustoso y se estremeció incluso al correr, saltando hacia delante como si le hubiese picado un aguijón.
Mientras pensaba en la maravillosa ventaja y en la comodidad que le proporcionaba llevar la delantera, Alessandro se vio impulsado hacia delante por un enorme estallido a sus espaldas. Se volvió sobre la silla y allí, como en un sueño, apareció una gran luz suspendida en el aire. Se quedó tan sorprendido, que necesitó unos instantes para comprender que se trataba del faro de una locomotora corriendo sobre las vías paralelas a la carretera. Poco a poco, el artefacto se colocó a su altura. El trazo borroso de las bielas y de las ruedas, el vapor que brotaba de la vía férrea, la distancia abatida por el fuego, los miles de sonidos, y los movimientos complejos y contradictorios que se combinaban para empujar el tren sobre los sedosos raíles, le conferían el aspecto de una aparición.
Dos hombres en la cabina y otro en el vagón del carbón le sonrieron y lo saludaron con la mano. Ellos ignoraban que iba a la caza de Lia al tiempo que huía de los carabinieri. Ellos estaban animados por el buen tiempo, orgullosos con su máquina. Lo que ellos querían era correr.
¿Y por qué no? Alessandro miró a través del calor que dominaba a la luz y levantó la mano derecha, con el pulgar apuntando arriba. La negra locomotora agitaba el aire y traqueteaba sobre los plateados raíles. El fogonero empezó a echar paladas de carbón al fuego de la caldera y los maquinistas dejaron de sonreír. A medida que se acrecentaba la velocidad, la combinación de histéricos pistones y radios de ruedas provocaba tal frenesí que Alessandro se sintió atraído hacia él como si fuera la magnética oscuridad de las aguas bajo un puente; tenía que luchar, no dejarse arrastrar en su misma dirección.
De vez en cuando pasaba ante gente sorprendida en la carretera. Si dos carros le hubiesen bloqueado el camino, habría saltado por encima de ellos. No creía que lograra vencer al tren, y aunque la carrera hubiese durado más no lo habría conseguido. Pero se estaban acercando al bosque, y el caballo, que ya podía olerlo, aceleró como si avanzara sobre olas invisibles que brotaran de la atronadora máquina.
Cuando finalizó la carrera, ya estaban en medio del verdor. El bosque los recibió tal como Alessandro había intuido, alegre y amable. Se internaron veloces en él, para desaparecer entre sus zonas umbrías, y poco a poco fueron relajando el ritmo. Enrico parecía bailar entre los arbustos con tanta facilidad como un vencejo que maniobrara entre una maraña de árboles.
Si Lia había tomado la Laurentina, pensó Alessandro, sin duda había cortado hacia el mar por un camino que seguía la corriente de un arroyo claro. Ésa era la ruta más directa y la más hermosa, y, después de haber nadado en el mar, bastaba con emerger del agitado penacho de las cálidas olas y cruzar el transparente bajío para salir libre de sal y con sensación de frescor. Incluso a comienzos de la primavera, las corrientes podían ser tan cálidas como el agua del baño.
Pero le preocupaba el hecho de que ella pretendiera nadar a solas, y de que hubiese cabalgado sin protección hasta una zona tan despoblada. A pesar de que el campo que rodeaba Roma no fuera Sicilia ni Calabria, no se trataba de un lugar muy seguro para una mujer sola. Nunca lo había sido, ni lo sería. Por poco palideció al pensar que podía haberse encontrado con un amante en el trayecto, en cuyo caso aquella triple carrera no habría servido para nada, y la vergüenza le obligaría a emigrar a Argentina. Empezó a pensar en aquel país y no le resultó del todo desagradable. Pero, antes de renunciar, se quedaría junto al arroyo que bajaba hasta el mar y observaría cómo Lia y su enamorado salían entre las dunas. Menuda mirada les lanzaría. Su expresión sería la del desdeñoso jinete en medio de un café de Budapest, el cual, a punto de dispararse un tiro en la sien, observaba a la mujer que amaba y sonreía. Todo estaba permitido, aunque sólo fuera porque todo resultaba extraordinariamente agridulce. A pesar de que sólo tenía veinte años, Alessandro era consciente de que se había visto deslumbrado por la grandeza de Pushkin, y de que, a pesar de los argumentos operísticos, en aquellos asuntos los italianos eran mucho más realistas que los centroeuropeos, que llevaban charreteras y caretas de esgrima, y se suicidaban en los cafés o saltaban por la ventana con las cartas aún en la mano. En cambio, muchos italianos —entre ellos Garibaldi— se habían marchado a Argentina para volver como hombres más completos y precavidos, de bigote blanco, rostro arrugado y ojos que en los Andes se habían vuelto más sabios, por así decirlo.
Mientras Enrico lamía el agua tibia y Alessandro planificaba el asunto de la finca en la Pampa, Lia apareció sobre la cresta de unas dunas. Se sorprendió al descubrir a Enrico con el cuello bajo y estirado, y las patas delanteras cuidadosamente abiertas para poder beber. También la maravillo el hecho de que Alessandro, después de haber hecho lo imposible, se perdiera en sus pensamientos. Podía haberse paseado con orgullo sobre su caballo, satisfecho de haber remontado la aplastante ventaja de ella; en cambio, casi parecía abatido, y eso a ella la complació incluso más de lo que hubiese imaginado.
Mientras la montura de ella mantenía erguida la cabeza para conservar el equilibrio al bajar por la pendiente de fría arena, Alessandro se volvió sorprendido. Se sintió tan feliz, que se olvidó de adoptar una expresión severa.
—Debes de haber venido volando —comentó ella—. Hice correr a mi caballo todo el tiempo.
—Atajamos por el bosque —contestó Alessandro, bajando la mirada hacia Enrico—. Él piensa que es su deber saltar vallas y muros, deslizarse como un conejo entre árboles y arbustos, y cubrir grandes distancias sin desfallecer. Por otra parte, yo nunca le he dicho lo contrario.
—En Argentina suelen cabalgar así.
—¿En Argentina? —preguntó Alessandro, sorprendido.
—Mi padre fue a inspeccionar la construcción del tendido ferroviario entre Bahía Blanca y Buenos Aires.
—Creía que tu padre era banquero…
—¿Y quién te crees que proporciona el dinero para construir ferrocarriles?
—¿Cuánto tiempo estuvisteis allí?
—Unos cuantos años. Allí las playas son más hermosas —dijo ella, mirando hacia el mar; su caballo se mecía rítmicamente bajo el impulso de la brisa que soplaba sobre las olas—. No se veía un alma en decenas de kilómetros y yo solía nadar desnuda en el mar, sin nada encima…
El rostro y cuello de Lia enrojecieron, y, a pesar de que él no pudo verlo, incluso lo hicieron el pecho y los hombros. El calor empezó a recorrerle incluso la espalda, pero el viento le hinchó la blusa y la enfrió.
—¿No era peligroso? —preguntó Alessandro.
Habían empezado a pasear sobre sus monturas, siguiendo el arroyo hacia el sur, en dirección a Anzio.
—Las olas eran altas, pero la corriente suave —explicó ella.
—Me refiero a nadar desnuda.
—No estaba sola.
Alessandro se sintió como una piedra lanzada a la insondable profundidad del mar. Pensando aún que se trataba de otro de los amantes de ella, no tardó en tranquilizarse.
—Estaba con mi caballo.
—¿Y si se hubiese presentado alguien?
—¿Quién?
—Alguien con horribles intenciones.
—No había nadie, como puedes ver.
Alessandro asintió. Con todo, no pudo evitar sentirse irritado ante la escandalosa conducta que, si llegaba a casarse con Lia, recaería negativamente sobre él. Algo andaba mal cuando una hermosa y delicada joven mostraba un comportamiento tan irreflexivo.
—Pero ¿y si hubiese aparecido alguien? —insistió—. ¿Y si un hombre hubiese permanecido oculto entre las dunas? Allí no había nadie para ayudarte, excepto tu caballo.
—Con él habría tenido suficiente.
—¿Estaba entrenado para morder? —preguntó él con tono sarcástico.
—No, estaba entrenado para venir volando y traerme las alforjas, donde guardo esto —replicó, al tiempo que introducía la mano en un pequeño par de alforjas que, si no eran argentinas, al menos no parecían italianas.
De su interior sacó un pesado revólver que sostuvo con gesto experto en la mano derecha, con el cañón apuntando hacia él.
—Es inglés —le explicó—. Un Webley y Scott.
Durante casi media hora pasearon con sus caballos por la playa, hablando de Argentina, de balística y del mar. Aunque todavía no hacía bastante calor para nadar, Alessandro no pudo evitar imaginar a Lia surcando las aguas; pero cuando se veía con ella girando entre las olas, el escándalo carecía de importancia.
Fueran cuales fuesen los pensamientos que Alessandro pudiera albergar al respecto, se borraron al descubrir que por el Tirreno se había levantado inesperadamente una tormenta y que se dirigía veloz hacia ellos. En la lejanía escucharon el eco de los truenos, que empezaban en el mar y seguían hasta Roma sobre masas negras semejantes a las bandadas de estorninos que anidaban junto al Tíber, y que a veces ocultaban el cielo de noviembre.
La sólida barrera de la tormenta no tardó en extenderse desde la punta de Anzio hasta el horizonte.
Las pequeñas serpentinas de los rayos se entretejían con las espirales de las nubes de carbón e iluminaban el mar, al que conferían una tonalidad verde esmeralda. La tormenta viajaba sobre el viento, agitando las distantes olas hasta formar una cresta blanca, veloz en busca de la costa, y haciendo que la luminosidad del cielo se transformara en una mezcla gris, púrpura y dorada.
Lia se volvió a mirar a Alessandro.
—Puedo llegar a Roma antes que la tormenta —le anunció él.
—No lo conseguirías.
—Desde luego que sí.
—Es una locura —replicó ella.
—No, no lo es. Conozco mis posibilidades. Siempre he sabido cuándo eran buenas, y ahora lo son. —Apoyó una mano sobre el rígido cuello de Enrico.
—Me gustaría que así fuera. Ya me dirás si lo consigues.
—¿Por qué no me acompañas?
—No tengo intención alguna de competir con las tormentas o de correr más que ellas. Tampoco me interesa acompañar a alguien que lo intente. Eso no funciona. Nunca lo ha hecho, y nunca lo hará.
De haber sabido Alessandro que Lia salía al jardín temprano por la mañana, cada día se habría levantado a las cinco y habría estado allí para encontrarse con ella como por casualidad. Corrían los últimos días de abril y hacía varias semanas que no la veía, ni tenía noticias suyas, ni sabía cómo acercarse a ella. Carente de talante para el trato social, era incapaz de preguntar si ella asistía al teatro o a la ópera, y era poco probable que la encontrara en alguna cena, dado que no asistía nunca. De modo que resolvía el problema permaneciendo tendido en la cama.
Una mañana temprano, antes de que el sol iluminara la foto del Matterhorn, su padre entró en su habitación y lo sacudió.
—Quiero dormir.
—No puedes.
—¿Qué quieres decir con que no puedo? —preguntó Alessandro.
—Te necesito hoy. Umberto está enfermo y hace tres días que no viene. Tenemos un montón de asuntos pendientes y Orfeo me advirtió ayer que si no le traía un sustituto, se negaba a trabajar. Ya conoces a Orfeo. Aféitate y vístete, que llegaremos tarde.
—¿Y no puedes contratar a un escribiente? —preguntó Alessandro.
—Los escribientes no crecen como las setas —replicó su padre—. Son muy precavidos y lentos. Nunca he podido contratar a ninguno como no sea por tres meses, ni encontrarlo en menos de dos.
—Tengo problemas en la mano —anunció Alessandro—. Al cabo de unos minutos de escribir, de pronto se me queda agarrotada. Creo que debo de padecer parálisis, o el comienzo de una grave enfermedad.
—Puede que se te haya gastado el oro del plumín. Tráete la pluma; Orfeo le echará una ojeada. Es todo un experto.
—Pero hoy quería montar hasta Bracciano, para nadar en el lago.
—Hoy debes sustituir a Umberto.
—Preferiría no tener que hacerlo.
—No tienes más remedio.
—Aun así, preferiría no ir.
Su padre salió del dormitorio.
—¡No tienes más remedio! ¡No tienes más remedio! —repitió Alessandro.
A pesar de que al primer intento se puso los pantalones del revés, en cinco minutos se había afeitado y bañado, y bajó vestido como un abogado, con traje, chaleco y corbata.
—¡El desayuno! —le gritó a su padre, cuando éste tiró de él hacia la puerta.
—En el despacho —respondió el abogado Giuliani.
Bajaron el Gianicolo por serpenteantes caminos, calles y escaleras. No tardaron en llegar al Trastevere, donde descendieron por una serie de escaleras gastadas y empinadas que habían significado la muerte para más de un anciano, y que en las heladas mañanas de enero habían logrado enviar al otro barrio a criaturas tan ágiles como los gatos.
La bajada de la colina obligó a Alessandro y a su padre a andar con paso rápido, y mientras escuchaban el ritmo de sus pasos sobre los adoquines, atravesaron casi a la carrera la parte más baja del Trastevere. Al cruzar el Tíber por el puente, se unieron a la corriente de otros hombres que se dirigían concentrados a su trabajo, como si careciera de importancia la luz de la mañana que iluminaba todos los palacios, avanzaba entre los jardines e inundaba las bien proporcionadas plazas.
—¿En qué piensas cada mañana, al cruzar la ciudad? —preguntó Alessandro a su padre.
—En muchas cosas.
—¿Piensas en la propia ciudad?
—No. Solía hacerlo, pero hace años que desempeño mi profesión y ahora se ha adueñado de mí. Una profesión es como una gran serpiente que se te enrosca por todo el cuerpo. Una vez que te ha atrapado, se transforma en una lenta batalla para el resto de tu vida, al tiempo que te abandona la ligereza de la juventud. Por ejemplo, no queda tiempo para pensar en la ciudad, aunque la cruces a pie.
—A menos que hagas de ello tu profesión.
—Entonces es que eres arquitecto, y constantemente estarás pensando en conseguir clientes.
—Pero ¿y si eligieras la profesión de mirar las cosas en busca de su belleza, de su significado, a fin de hallar en el mundo tanta verdad como sea posible?
—Para eso necesitarías la independencia de la riqueza.
—¿Y qué me dices de una cátedra?
—¿De qué?
—De estética.
—¿Estética? —inquirió su padre—. Qué ridiculez. Vivirás como un esclavo durante veinticinco años. Sería mejor que entraras en la Iglesia.
—Prefiero morir a vivir sin mujeres —exclamó Alessandro.
—¿Y qué me dices del ejército? —preguntó su padre—. Para mí, la universidad es como el ejército. La única diferencia radica en que sus oficiales no ostentan el rango en los uniformes, sino que lo anotan a continuación del nombre, y lo difunden según lo pomposa, meliflua y monótona que resulte su forma de hablar.
—¿El ejército? —preguntó Alessandro—. ¡El ejército mata a la gente!
El abogado Giuliani contempló a su hijo con expresión incisiva.
—¿Ha habido alguna reforma de la que yo no me haya enterado? ¿No sabes que la única gente a la que el ejército mata es aquella que le arrebata la comida? De un tiempo a esta parte, el ejército está lleno de santos y de mártires. Se van a la guerra y no regresan, mientras el enemigo mantiene su posición. Acusarlos de matar gente constituye una auténtica calumnia.
—El hermano de Lia está en el ejército y parece muy capaz de hacerlo.
—¿Lia…? —preguntó su padre.
—Lia Bellati.
—Comprendo. ¿Qué edad tiene ella?
—La misma que yo, más o menos.
—¿Y su hermano?
—Treinta.
—¿Qué rango ostenta?
—Capitán.
—Impresionante —comentó el abogado Giuliani—. Llevará espada y un magnífico uniforme. —Se detuvo en mitad de la calle y, mientras los carruajes les pasaban por ambos lados, miró a su hijo directamente a los ojos—. Respétalo por lo que es, pero imagínate su uniforme cubierto de sangre, y al hombre que hay en su interior azulado por la muerte, tendido y abandonado en el campo de batalla. ¿Para qué? Generalmente para nada… Hagas lo que hagas, no te enroles en el ejército. ¿Queda claro?
—¡No tengo intención alguna de enrolarme en el ejército! Eres tú, quien ha dicho que el ejército es mejor que la universidad.
—En efecto.
—¿Qué debo ser, entonces? ¿Abogado?
—¿No te gustaría ser un abogado de éxito?
—¿Y a ti? —replicó Alessandro instantáneamente.
Que su padre fuera un abogado de éxito lo traía sin cuidado. Lo que Alessandro quería era herirle, y lo había logrado. Pero su padre lo perdonó en seguida, pues era consciente de que quizás Alessandro nunca lograra perdonarse a sí mismo.
En el despacho de abogados, subieron varios tramos de escaleras que arrancaban de un amplio zaguán. Ambos subieron en silencio, pero el abogado se sentía animado, porque su hijo había sacado a relucir, si bien de forma indirecta, la verdad de lo que el abogado siempre había soñado.
Empujaron hacia abajo el pestillo de una enorme puerta de madera color castaño. En el interior, el suelo de mármol era tan brillante que lo cruzaron con tanto cuidado como si avanzaran sobre hielo. Las espaciosas oficinas de la firma, de la que el abogado Giuliani era el principal accionista, daban sobre Roma como si la gobernaran. Además, eran notablemente silenciosas, a excepción de la sala de los escribientes, donde las plumas arañaban sobre el papel produciendo el mismo ruido que un granero invadido por los ratones, o un gallinero donde hubiera cien gallinas escarbando.
Antes de que Alessandro se sentara sin gran entusiasmo entre los escribientes, quiso desayunar. En el despacho del principal accionista, junto a los ventanales, había una preciosa mesa de madera. Los dos tomaron asiento ante ella y al instante se presentó un camarero con chaqueta blanca. El abogado Giuliani alzó un dedo, lo cual significaba lo de siempre, que a su vez quería decir un brioche y un cappuccino. El camarero se volvió a Alessandro.
—Cuatro tazas de chocolate, cinco brioches y cinco cornetti.
—¿Nada más? —preguntó su padre, arqueando una ceja.
—No tengo mucha hambre —replicó Alessandro.
Oyeron al camarero en la escalera, bajando a la pastelería en busca de más provisiones. Al cabo de diez minutos, Alessandro se servía una taza de chocolate tan espeso y caliente como la lava. Al parecer, su densidad hacía que conservara el calor. Incluso su textura se parecía a la lava, ya que estaba repleto de perezosas burbujas y hundimientos bruscos, que formaban ondulaciones como una esponja. Empezó a rebanar los brioches y los cornetti, y a untarlos con mantequilla. En algunos extendía mermelada.
—No pensarás untarlos todos, ¿verdad?
—¿Y por qué no? —preguntó Alessandro, advirtiendo que cuando los empleados pasaban ante la puerta abierta del despacho de su padre se detenían a mirar: el camarero había hecho correr la voz.
—Permite que te haga una pregunta —dijo el abogado.
—¿Cuál?
—Esa Lia…
—¿Sí…?
—¿Tú la conoces?
—Pues claro que la conozco.
—¿La conoces bien?
—Sí y no.
—¿Qué quieres decir con «sí y no»?
—¿Por qué estás tan acalorado?
—¿Has…? ¿Ella ha…? Al parecer es una salvaje, aunque quizá tenga una hermana. Alguien ha dado a entender que es amoral.
—Probablemente alguien enamorado de ella, a quien desdeñó —sentenció Alessandro: los cornetti habían desaparecido.
—Te advierto severamente… —empezó a decir su padre.
—¿Severamente? ¿Qué forma de hablar es ésta?
—No sabes adónde puede llevar una conducta así. Puede ser un desastre.
—¿Qué conducta? Yo no he dicho nada.
—Confío en que cortes por lo sano.
—¿Qué es lo que debo cortar por lo sano?
—¡La producción de seres humanos en miniatura! —gritó su padre.
—No tengo intención alguna de producirlos —exclamó Alessandro.
El abogado Giuliani se inclinó hacia delante, apoyando ambas manos sobre la mesa.
—Sólo te pido que no cometas ninguna estupidez.
—No lo haré —respondió Alessandro mientras se disponía a salir del despacho.
—Procura actuar juiciosamente.
—¿No lo he hecho siempre?
El abogado Giuliani adoptó la expresión de alguien que acaba de tirar de la alarma.
—Papá —suspiró Alessandro, entornando los ojos—. Ella nada desnuda en el mar, lleva pistola y su perfume me hace perder el sentido. A veces me acerco a la verja del jardín y huelo la manivela, porque cuando ella la toca, deja allí su aroma.
El abogado Giuliani se quedó petrificado.
—Contrólate —le ordenó.
—¿Te controlaste tú?
—No lo suficiente. Por eso te lo digo.
Orfeo, el jefe de los ratones del granero, el director de las gallinas escarbadoras, salió a recibir a Alessandro y lo acompañó a un escritorio que había junto al suyo. Ambos compartían una espléndida vista de Roma.
—Hoy será un día de mucho sol —comentó Orfeo—. Qué suerte permanecer aquí dentro, en la sombra.
Alessandro se volvió hacia el azul intensamente seductor, cerró los ojos y vio una inmensa ola blanca rompiendo sobre el sol. Sobre su etérea cresta circular volaban él y Lia, sin la más leve prenda, sin gravedad, trazando cabriolas, todo miembros relucientes y húmedos, balanceándose sobre la espuma.
—Piense en los pobres desgraciados de ahí fuera —prosiguió Orfeo—, bajo ese calor, con esos pesados fardos sobre las espaldas, sudando como bestias…
Orfeo era un anciano que había empezado a trabajar como escribiente antes de que el siglo XIX llegara a su mitad, y quien todavía no mostraba ni una sola cana. Puede que se tiñera el cabello, siempre reluciente, con alquitrán de hulla o alguna otra sustancia oscura. Su estatura y su porte habían provocado miles de debates internos en la gente que se cruzaba con él en la calle e intentaba determinar si se trataba o no de un enano, o si era o no un jorobado. De hecho, si bien era de baja estatura y andaba encorvado, no era ni un jorobado ni un enano, aunque en parte podía encajar en cualquiera de ambos tipos, según su estado de agitación o la energía de su resentimiento. Tenía el rostro de un hombre mucho más alto, al que una presa de aceite hubiese aplastado. Todo estaba en él, si bien con muy poco espacio para distribuirlo.
—Es preferible ser un caballero, lejos de este resol —añadió, con la esperanza de complacer al hijo del patrón.
Alessandro sonrió afligido por tener que quedarse a la sombra, pero Orfeo interpretó su expresión como de ira y perplejidad. No debería haber dado a entender que él y el hijo del abogado Giuliani eran caballeros de una misma categoría. Quizá se le hubiera permitido si el muchacho hubiese sido un año más joven, pero Alessandro había cruzado una imprecisa frontera, y sin duda hacía ya mucho que no comía con los criados, al margen de lo mucho que los apreciara. Orfeo, sin embargo, no creía que aquélla fuera una situación apurada; había un centenar de salidas y eligió una al azar, hablando como si disparase una metralleta.
—Existen toda clase de caballeros. Los hay como su padre, o como usted, que pertenecen a una posición elevada: quizá no la más alta de todas. Dios y los ángeles, y su bienaventurado Hijo, bendito sea, son indudablemente los más elevados. Pero así como existen el Sol y Saturno, también hay los satélites que los circundan en gran profusión. Y luego están las otras categorías, muy por debajo de las más elevadas. Aquéllas les van detrás, aunque dignas y flexibles. Mientras usted y su bondadoso padre pueden considerarse quizá satélites que surcan entre las líneas del arco iris que circunda Saturno, yo no soy más que un simple árbol, aunque orgulloso, en la montaña de la luna; erguido bajo la fría luz del santo protector, cuya capa de seda se extiende como un manto luminoso en torno a las estrellas, intenta sorber la bendita savia luminosa de esa grandeza que acompaña al perro que navega por el divino mar del espacio.
Uno de los escribientes, un joven con bigote, atrajo la atención de Alessandro. El índice de su mano izquierda se apoyaba en la sien, y mientras escribía con la derecha, la izquierda giraba trazando círculos.
Orfeo había empezado a describir con sorprendente detalle la «bendita savia luminosa que del árbol se derrama, como la sangre en la cruz, por el valle de las montañas marfileñas que circundan la luna», pero Alessandro sacó del bolsillo de su chaleco la hermosa pluma estilográfica con que lo escribía absolutamente todo: sus ensayos de estética, los exámenes de todo el curso, cartas declarando su amor a mujeres casadas de Bolonia, las cuales no se atrevían a contestar, resúmenes de informes, instrucciones para alimentar a su caballo, misivas (que tampoco obtenían respuesta) al primer ministro italiano. Era el más valioso de los instrumentos que poseía, incluyendo su pene, y debía reconocer que la pluma era irreemplazable.
—Mi padre me ha dicho que le consulte sobre esto —le dijo a Orfeo—. He comprobado que cuando escribo más de diez minutos, mi mano pierde el control, empieza a dolerme y me tiembla. También se calienta mucho. Sin embargo, no he descubierto ninguna otra cosa extraña en mí, creo.
—Déjeme ver, señor. —Orfeo cogió la pluma, empuñó una espléndida lupa y examinó la punta—. Pues claro, tonto. No la sujeta usted correctamente, señor. El lado izquierdo está totalmente gastado; no queda ya oro en él. Ahora es como un cuchillo. Un buen calígrafo se desliza sobre la página. Usted, mi querido muchacho, corta. Ésa no es manera. Esto necesita un nuevo plumín. Vuelva a metérsela en el bolsillo y venga conmigo. Le daré una pluma nueva.
Alessandro lo siguió dócilmente al armario del encargado, que se alzaba junto a la ventana. Orfeo tiró de un enorme cajón, ancho y profundo, que se deslizó como seda sobre sus guías, sin el más mínimo ruido. La luz del norte iluminó decenas, centenares, miles de plumas.
—Esta fortuna, este tesoro —puntualizó Orfeo—, pertenece a su padre, pero él me lo ha confiado a mí. Le daré la mejor de la colección. La mayoría son de ébano, pero ésta no. Mire.
El anciano sostuvo una pluma perfectamente lisa, de color negro mate. El enorme plumín resultaba deslumbrante incluso bajo la luz del norte.
—Su padre me ordenó que lo encargara de Londres. Es de cerámica… Wedgwood. No debe permitir que se le caiga. Es perfecta. Lisa, sin defecto alguno, fría al tacto, y el plumín es de una solidez que resulta tan flexible como un látigo. La llenaré para usted con una tinta especial; un pequeño frasco de esta sustancia cuesta el doble de lo que vale un litro de la normal.
Orfeo llenó la pluma y secó el plumín con una toallita de lino limpia que colgaba de un gancho en el lateral del armario.
—Y ahora a copiar —declaró, después de que cada cual se sentara en su sitio—. Aquí tiene la tercera parte de un contrato en portugués. Usted va a trabajar en una copia para el registro. No es una copia para presentarla, así que no es preciso que sea muy elegante, pero sí nítida. Trabaje duro. Dentro de dos horas vendrán los cantantes y el trabajo será mucho más llevadero.
—¿Qué cantantes? —preguntó Alessandro.
—Llegan aproximadamente cuando falta una hora para el mediodía —le contestó el escribiente del bigote, sin abandonar el trabajo—, y cantan hasta que nos vamos a casa para almorzar.
—¿Y son buenos?
—Son ángeles —exclamó Orfeo, con los ojos mirando al techo—. Dos mujeres y un hombre con una voz que resuena en toda la plaza.
—¿Por qué cantan en la plaza, si son tan buenos? —inquirió Alessandro—. ¿Y quién les paga?
—Es muy sencillo. Son de África, por eso cantan en la plaza, y por eso nadie les paga, aunque canten como ángeles y se merezcan estar en La Scala. Lógicamente, eso no sería posible. Llevan un mes por aquí. Seguramente habrán venido de África debido a la época de las lluvias, o porque se les murieron las cabras. Confío en que nunca vuelvan allí. Después de cada canción, en la plaza cae una lluvia de monedas. Ya lo verá usted. De cada ventana, en todas las oficinas.
A la espera de que llegaran los cantantes, se pusieron a trabajar. Mientras copiaba el contrato portugués, Alessandro descubrió que era como si el enorme plumín de la Wedgwood tuviera inteligencia propia. Cuando se necesitaba tinta, ésta acudía inmediatamente. Y si Alessandro se detenía por alguna duda, la tinta permanecía en su sitio, sin manchar la página. El resultado era un fácil deslizamiento, como si patinara con el viento empujando por la espalda, mientras el hielo virgen reflejaba las suaves zancadas sobre la lisa superficie. Aparte de estar redactado en portugués, el contrato en sí no trataba ningún tema prohibido, sino que consistía principalmente en un conjunto de reglas para el arbitraje del dinero destinado a la compra de ganado, pesca salada y aceite.
De vez en cuando, Orfeo se inclinaba junto a él para comprobar el trabajo del provisional aprendiz.
—Una escritura de caballero. ¡Observe estos vuelos y estos deslizamientos!
—Usted también vuela y se desliza —contestó Alessandro.
—Sí, pero vea que siempre lo hago exactamente de la misma forma. En ello radica la marca de un escribiente de la vieja escuela: en la exactitud… Todas las letras son idénticas. Los caballeros hacen galopar sus caballos a campo traviesa y saltan vallas a voluntad. Los escribientes debemos seguir las vías del tren; aun así, la disciplina nos proporciona satisfacción. Es como el satélite que circunda los planetas por el exterior, o la danza de los pomposos animales sobre la superficie reseca de un arroyo…
—Dígame, si los escribientes aprecian tanto la exactitud —le interrumpió Alessandro, frenando su monólogo antes de que Orfeo volviera a internarse en la bendita savia luminosa—, ¿por qué no adquieren una de esas nuevas máquinas de escribir, y así todas las letras serán exactamente las mismas?
Orfeo dejó de escribir.
—Permita que le explique una cosa, señor —le dijo con tono apremiante—. En estas oficinas somos muy avanzados. Utilizamos los milagros que Dios se ha dignado concedernos: instrumentos que parecen pájaros diminutos, plumas estilográficas, frascos con tapón de rosca, sillas que pueden ajustarse. Estamos en la vanguardia. Si esa máquina de escribir de la que usted me habla fuera un invento efectivo, no dudaríamos en utilizarla. —Se retrepó en la silla, sonriendo satisfecho.
—¿No es un invento efectivo?
Apenas incapaz de refrenar la risa, Orfeo negó con un movimiento de cabeza.
—¡Por supuesto que no! ¡Todos los establecimientos que compran estas máquinas están condenados! Nunca se utilizarán en las oficinas. ¡Nunca! Se lo aseguro. Son excesivamente impersonales. Resulta imposible adivinar lo que hay detrás de esas palabras, y, en cualquier caso, antes habría que redactarlo todo a mano. Hace casi sesenta años que soy escriba, y renunciaría inmediatamente a mi vida si lo que digo no se ajusta a la pura verdad. El uso de estas máquinas nunca se extenderá. No son en absoluto prácticas. Compadezco al inventor, compadezco a los usuarios y compadezco a los vendedores.
—No sé… —replicó Alessandro—. Cuando se vayan perfeccionando…
—¿Cómo van a perfeccionarlas? —gritó Orfeo.
—Digamos que se les podría aplicar un motor.
—¿Un motor? —Orfeo se echó a reír—. ¿Una máquina a vapor?
—No, un motor eléctrico, para imprimir las pulsaciones.
—¡Eso es imposible! Cada vez que la rozara…, ¡le mataría! Y si se descubriese un método para poderla tocar sin peligro: una funda de goma, quizás, o dedales de marfil para que los dedos sean como zancos, o sentarse sobre un asiento de goma…, aun así la electricidad no sabría qué hacer. ¿Cómo puede saberlo la electricidad? ¡Los dedos humanos! Los dedos humanos están diseñados para hacer cosas hermosas, no para aporrear teclas.
—¿Y qué me dice del piano?
—¿Qué pasa con él?
—La música de un piano brota con hermosas curvas, y sin embargo se obtiene pulsando teclas.
—Los alemanes puede que sí, pero nosotros, no.
—¿Acaso los italianos no tocan también el piano?
—Existen grados de simpatía, y grados de simpatía —exclamó Orfeo, en una especie de ataque de pánico, con el rostro y el cuerpo retorcidos—. ¿Y si se arrastraran hasta aquí, hablando ese horrible idioma que parece los ruidos de un mono al atragantarse con una naranja? A veces sueño que un alemán se ríe de mí porque soy bajito. Me mira y me señala, y la boca se le curva como un pergamino: «Eres tan bajito… —me dice—. ¿Cuánto mides? ¿Un metro?». Pero lo tengo totalmente controlado. Me limito a prescindir de él. Soy el amo de la situación. Tengo este sueño todas las noches. Esa gente es muy alta, pero todos están locos. Es por eso que hablan del mismo modo que si soportaran una operación sin anestesia.
—Yo no creo que su idioma sea horrible —opinó Alessandro—. Es casi tan hermoso como el nuestro.
—No entregue Venecia a esos maestros de la gárgara.
—Yo no he dicho que fuera a hacerlo.
Orfeo levantó un brazo y cerró el puño.
—¿Quiere usted luchar?
—¿Contra quién?
—¿Con quién va a ser? ¡Contra los alemanes!
—Pero… si no hay guerra.
—¿Tiene que haberla?
—¡Por supuesto! ¡Aquí no hay más alemanes que los turistas!
—Gente como usted… —murmuró Orfeo, con evidente disgusto— es la ruina de Roma. Ha sido así desde hace miles de años.
—¿Por qué? ¿Porque no quiero matar turistas?
—No, debido a los elefantes.
—¿Elefantes?
—Ellos creyeron que estaban a salvo, porque los elefantes se encontraban al otro lado del mar. Pero Aníbal fue más listo. Alimentó a los elefantes con uvas y miel hasta que estuvieron hinchados como un globo, luego los obligó a salir de Ceuta por mar, diciéndoles: «Anda, iros a nadar un poco», y las corrientes los arrastraron a España, donde arribaron a la playa. —Orfeo se volvió hacia el escribiente del bigote—. ¿No sucedió así?
—No sé, yo no estaba allí —contestó el empleado.
—¡Ah! Dos cobardes… —murmuró Orfeo—. Y para dos cobardes, dos cosas. Ellos habían conquistado ya la mayor parte de Italia: Milán, Venecia, Florencia, Bolonia, Génova. Escaparon por los pelos y la gente que los derrotó eran personas entrenadas que deseaban luchar sin parar, como los gansos que graznan sin cesar durante toda la noche.
—Eso ya son tres cosas —comentó el otro escribiente.
—¿Y eso qué más da? ¿Quién eres tú para criticar los números? Si ni siquiera puedo leer tus cincos, porque parecen seises.
Aquello se transformó rápidamente en una discusión entre los escribientes. Alessandro regresó al contrato en portugués, pensando en los elefantes que llegaron por mar hasta la costa de España. Los austríacos poseían sin duda buques de guerra en aquel mar, y les bastaba con bajar del Tirol sin necesidad de elefantes, pero estaban en tiempos de paz, y él no deseaba pensar en combates, ni en tener que morir en plena juventud. Aquél era un regalo que le hacía la historia, y le estaba agradecido por ello; de modo que no quería rebajarlo imaginando una guerra que no existía. Él era libre y plenamente consciente de ello.
A las once llegaron los cantantes. No eran africanos ni ángeles, pero sí muy buenos. El tiempo hasta la hora del almuerzo transcurrió con tanta suavidad como si los escribientes se hubieran deslizado por un río corriente abajo. A la una, cuando la cantante finalizó la última aria, las puertas y ventanas que daban a la plaza se llenaron con centenares de oficinistas, que transformaron sus monedas de plata en un breve y violento pedrisco.
Alessandro había vivido toda su existencia en el seno de su familia, y cualquier reunión social representaba una dura prueba para él. Consideraba que las conversaciones interrumpidas apenas iniciadas, las pequeñas murmuraciones, la gente que hablaba de pie mientras con los ojos recorría la estancia como cazadores en busca de presas y la abrumadora carga de las jerarquías, la etiqueta y los modales necesarios para una velada sin desagradables incidentes, podían resultar tan terroríficos y agotadores como una batalla. A pesar de que él nunca había participado en una batalla, sabía no obstante que la prefería a una situación en la que tuviera que asfixiarse con el cuello alto y la corbata, bailar con mujeres espantosas, y ver cómo los pantalones se le cubrían de azúcar en polvo.
Cuando llegó la invitación, iba sellada con lacre y atada con una especie de cordoncillo que, en un tamaño mucho más grueso, se utilizaba para las cortinas en los comedores de los hoteles de lujo. El papel parecía pergamino y la invitación que había en él estaba impresa en relieve, con letras negras, doradas y rojas, y llevaba repujado el timbre de los Habsburgo. Durante todo el día, la señora Giuliani había tenido que esforzarse al máximo para no abrirla.
—¿Qué es eso? —preguntó Alessandro.
—Ábrelo —le ordenó su madre.
—Luego —contestó Alessandro, ya que parte de su trabajo consistía en llevar la contraria.
—Puede que sea para tu padre. Si no la abres, lo haré yo. Quizá sea muy importante.
—La abriré luego, si es que puedo —contestó Alessandro—. He estado copiando todo el día. Un contrato de treinta y seis páginas en portugués, y estoy cansado. Esto puede esperar a mañana. Sin duda debe de ser algo trivial.
Se encaminó hacia su habitación, cerró tranquilamente la puerta y rasgó el sobre como si contuviera el último oxígeno respirable en pleno Marte. Su Excelencia el Barón Zoltán Károly, Ministro Plenipotenciario, Embajador Extraordinario del Emperador de Austria, solicitaba la presencia de Alessandro en la cena que al cabo de una semana se celebraría en el Palazzo Venezia, sede de la embajada de Austria-Hungría.
¿Por qué él?
¿Y por qué no? De hecho, era idóneo. Alessandro había estudiado durante años a Cicerón y los debates parlamentarios en Inglaterra, sin otra salida para su oratoria que los impacientes compañeros de estudios, los cuales no apreciaban las grandes cadencias que Alessandro se sabía de memoria. Últimamente había estado leyendo los periódicos como si lo hiciera con lupa de joyero, y anhelaba la oportunidad de iniciar lo que podía ser un talento político en ciernes. Por supuesto, no todos los invitados a una recepción en la embajada le darían ocasión para lanzar su discurso, pero lo cierto era que le bastaban quince minutos de cháchara con un ayudante del secretario belga, y estaba convencido de que esto, o algo parecido, lo conseguiría.
Necesitó dos días para comprar papel de carta lo bastante elegante, componer el florido párrafo de aceptación y lograr que Orfeo lo escribiera con tantos ringorrangos y adornos como fuera posible, aquellos que Alessandro por lo general se esforzaba en evitar. Luego metió el sobre en una bolsa de piel, saltó sobre Enrico y se dirigió al Palazzo Venezia. En la verja de la entrada había dos granaderos, soldados especiales tan primorosamente ataviados que habrían hecho enrojecer de vergüenza a los pájaros brasileños del zoológico, aquellos que cada invierno morían a bandadas ya que para ellos Roma era tan fría como el Ártico.
Los soldados llevaban ajustadas botas de cuero acharolado, calzones blancos, chaqueta verde entallada con galones dorados, cintas rojas, insignias, cordoncillos que les cubrían todo el cuerpo como roedores jugueteando sobre el esqueleto de un caballo muerto, cinto blanco para la espada, casco con visera, penacho de plumas, cuello cerrado de color rojo, bandas, medallas, cartucheras de piel y espada enredada entre borlas relucientes. Parecía un milagro que pudieran moverse; incluso que lograran permanecer de pie.
—Kurier für den Botschafter —dijo Alessandro, quien entregó la carta a uno de los soldados.
—Grazie —contestó el soldado.
Mientras Alessandro se alejaba, iba pensando en el momento en que haría su entrada en el patio de la embajada, solo frente a un mundo que no entendía. Aquella semana se quedó asombrado en dos ocasiones: primero al verse con el traje de gala, y segundo al lustrar la silla y los arneses de Enrico. Luego, casi sin aliento, desmontó en el patio del Palazzo Venezia, donde un lacayo ataviado como un mono se encargó del caballo.
Con rodillas temblorosas, se dirigió hacia la puerta principal. Las luces de los palacios y embajadas son distintas a las luces de cualquier otro lado, y brillan como si alguien hubiese averiguado cómo mantener con vida las estrellas de invierno en pleno verano. Los sones de toda una orquesta salían por puertas y ventanas, y Alessandro distinguió blancos destellos de los vestidos al bailar el vals, guiados o perseguidos por esbeltos trajes negros con bandas que iban desde el hombro hasta el muslo. Un centenar de personas bailaban formando un amplio círculo en un cavernoso salón pintado de blanco —que tanto por dentro como por fuera parecía una tarta de boda—, mientras los demás paseaban por la parte externa del círculo, a fin de poder charlar con todo el mundo.
Alessandro era el único hombre que no lucía banda ni medallas. Los criados llevaban una tira de color vivo que se ataban como si fuese una banda, las chiquillas de traje blanco y zapatos rojos lucían adornos de aspecto regio, y las mujeres una mareante mezcolanza de telas, joyas y carne. La forma en que se deslizaban al bailar el vals, como olas empujadas por el viento, contribuía en gran medida a su atractivo, en especial si se las comparaba con las extrañas, enjutas y jorobadas matronas que ostentaban diademas de brillantes, se movían con absoluta rigidez, y cuyo pálido cutis se advertía ligeramente grisáceo a causa de alguna dolencia.
La música alcanzó el delirio cuando un extático percusionista se entregó apasionadamente a unos pequeños instrumentos que imitaban los trinos de los pájaros. Cuantos más pájaros se oyeran, mejor. A pesar de que aquella canción fuese el producto de un músico enloquecido que enroscaba una especie de tornillos de madera, resultaba hermosa. Las luces de las arañas y candelabros se multiplicaban y titilaban a través de miles de carámbanos de cristal, que hacían que el salón de blancas columnas centelleara como un pueblecito de montaña en medio de la nieve.
Alessandro se encontró frente a un personaje al que supuso un agregado militar: un hombre con lustrosas botas, pantalones de color escarlata, chaqueta blanca y cuello dorado, y una banda roja y blanca. Lucía gran cantidad de medallas.
—Lo siento, pero no creo que nos hayan presentado —dijo el militar.
—Giuliani, Alessandro.
—¡Ah! —exclamó el militar, para quien la actitud de Alessandro resultaba tan sorprendente como si hubiese salido despedido de la cabeza de Zeus—. Nos complace que haya podido asistir. Por favor, pase y disfrute de la velada. Aunque… ¿por qué no iba a hacerlo? Es usted el hombre más joven de ahí dentro —le anunció, y acto seguido intentó esbozar un guiño—. Hay aquí muchas mujeres sin compromiso, y si logra hacerlas bailar muy rápido, puede que consiga burlar a sus carabinas, que suelen permanecer de pie por los rincones, moviendo la cabeza a sacudidas y con los ojos entornados, como lechuzas. Debe dar muchos giros; eso las marea. Luego podrá salir con la joven al jardín.
Alessandro estaba satisfecho de haber hallado en un lugar como aquél a un hombre con quien podía hablar abiertamente. Sin duda la causa se debía a que se trataba de un militar. Dado que Alessandro no conocía a nadie entre los invitados, cogió por el codo al agregado y tiró de él a un lateral.
—Oiga, nunca he asistido a una fiesta como ésta —le confió—. Preferiría con mucho montar a caballo. ¿Qué debo hacer?
—¿Cuándo?
—En general.
El agregado reflexionó la pregunta.
—¿Está usted nervioso?
Alessandro negó con la cabeza. Ahora que ya tenía a un amigo, no se sentía tan nervioso como antes, pero aun así se sentía terriblemente incómodo.
—No debe preocuparse; yo cuidaré de usted.
—¿Podré sentarme a su lado durante la cena?
—Hay que sentarse según el protocolo.
Alessandro pareció sufrir una decepción.
—Pero no se preocupe. Lo único que debe usted hacer es pasear entre la gente, coger una copa de champaña y buscar a alguien cuyo rostro le resulte agradable. El tiempo y los acontecimientos harán lo demás.
—¿Y si me encuentro con el embajador…? ¿Debo dirigirme a él como excelencia, su señoría o barón?
—No.
—¿Cómo debo llamarle, pues?
—No debe llamarle nada.
—¿Y si tengo que dirigirme a él?
Alessandro estaba más tranquilo ahora, aunque sólo fuera porque habían transcurrido diez minutos y se desenvolvía bastante bien. De hecho, aunque estaba convencido de que eran imaginaciones suyas, parecía como si los ojos de todo el mundo estuvieran pendientes de él.
—Si tiene que dirigirse a él, llámele Zoltán. Ése es su nombre.
—Me echarían.
—¿Está usted seguro? No es más que un hombre y tiene un hijo de su misma edad. El también fue un estudiante. Llámele Zoltán.
Alessandro se inclinó junto al oído de su amigo.
—Zoltán es un nombre muy extraño. En italiano incluso suena ridículo, como el nombre de un dios persa, o de una empresa que fabricara motores eléctricos.
—Lo sé, lo sé… Y ahora, ¿por qué no entra ahí y busca a una muchacha bonita? Tengo que saludar a la gente. Nos veremos luego.
Alessandro avanzó seguro hacia el círculo de frenéticos danzarines, y cogió al vuelo una copa de champaña de una bandeja de plata que un presuroso camarero llevaba sobre la mano alzada. En el mismo instante en que cogía el fino pie de cristal de la copa, se vio acorralado por una gigantesca mujer ataviada con un centelleante vestido. Como mínimo le sobrepasaba en una cabeza y su mandíbula era una copia de la proa de un trirreme. A pesar de todo, tenía unos hermosos ojos de color castaño claro, una nariz recta y larga, y dientes blancos y sanos. Por otro lado, si bien era corpulenta, lucía una figura bien proporcionada. Exhibía tres cuartas partes de sus senos, y el escote los tensaba lo suficiente para que un observador percibiera no sólo su respiración, sino incluso los latidos de su corazón. La mujer había tomado ya dos botellas de champaña.
—Permita que adivine su nacionalidad —dijo ella, mientras lo obligaba a retroceder hasta la mesa de los entremeses, como si fuera a arrestarlo.
Alessandro tenía ante su cara aquella pechera que subía y bajaba con sorprendente velocidad, sintiéndose como alguien que sube a un promontorio frente al mar en un día de tormenta, y se queda allí de pie, con el mar, rozándole los pies.
—¡Es usted checo!
Alessandro negó con un movimiento de cabeza.
—¡Británico!
De nuevo tuvo que negar con un gesto.
—Puede usted esconderse de mí, pero ya le he encontrado —manifestó ella, presionando contra Alessandro con la parte baja de su cuerpo, como si se tratase de un albañil que intentara encajar algo en una pared—. Yo ya no soy ninguna jovencita, pero me ha conquistado por completo. Usted es búlgaro, como yo.
—Soy italiano.
La mujer parpadeó.
—¿Es cierto que los jóvenes italianos no hacen el amor a las mujeres hasta después de casarse? —preguntó, como si estuviese hablando de política.
—Sí lo hacen, pero sólo de arriba abajo.
El desconcierto de la mujer dio paso a una especie de gruñido, al tiempo que bajaba la cabeza hacia él.
—Una mujer que le dobla en edad —dijo como si quisiera hipnotizarlo— puede que quiera tenerlo en su cama varios días seguidos. —Seguidamente, con fingida modestia, miró hacia el techo—. Yo suelo levantarme entre la una y las dos.
—¿De la tarde?
—Mi esposo está en Trieste, y yo en Via Massimo, ciento cuarenta y dos.
—Hábleme de su esposo —le pidió Alessandro.
De repente, ella desapareció. Saliendo al encuentro de un grupo de gente a la que sin duda la semana anterior había visto una docena de veces, los saludó como si se hubiesen encontrado por casualidad en el polo Norte.
Alessandro pensaba que no se estaba desenvolviendo del todo mal, dado que había sobrevivido ya durante media hora y había contraído un par de amistades. Se volvió hacia la mesa sobre la que llevaba tanto rato apoyado.
Al cabo de muchas copas de champaña, cincuenta camarones y una veintena de pequeños canapés, se alejó en busca de un rostro que le resultara agradable. Ahora comprendía por qué alguien podía soportar aquellas conversaciones interrumpidas por desagradables tragos y bocados, por qué los hombres podían bailar con aquellas matronas con aspecto de grulla, o las mujeres con tipos tan gordos que parecían toneles de grasa.
Se dedicó a fisgonear por la franja que rodeaba a los bailarines. La gente hablaba de lugares que él nunca había visitado, de cosas que no podía permitirse, de gente a quien no conocía, y de logros que a él le resultaban difíciles de creer. Las duquesas y los diplomáticos eran tan imaginativos como los trabajadores en una taberna. Alessandro se acordó de lo que en una ocasión le había dicho su padre: «De todos los habitantes de la Tierra, sólo los comerciantes dicen la verdad; aunque sólo cuando hablan con otros comerciantes, y a veces ni siquiera eso».
Un criado con peluca desfiló entre la multitud haciendo sonar una campanilla de plata. La orquesta dejó de tocar, y una larga fila de invitados empezó a circular hacia el comedor.
A pesar de que los músicos descansaban, el percusionista encargado de los instrumentos que imitaban el canto de los pájaros parecía incapaz de parar, y los invitados desfilaron como cazadores en uno de los bosques de color verde oscuro pintados por Uccello. Dos criados, uno a cada lado de la entrada, sostenían unas tablillas de cuero con la anotación de los asientos: un plano de la larga mesa, con unas tarjetas nominales que se correspondían con los asientos designados.
Una pareja de ancianos napolitanos se acercó a la tablilla.
—De Felice —anunció el hombre.
—Onorevole Dottore Fabio De Felice —dijo uno de los criados, al tiempo que le señalaba un asiento bastante próximo a la esposa del embajador, que estaba en uno de los extremos de la mesa—, e la signora —indicó con la mano un sitio al otro lado de la mesa, alejado exactamente del embajador como su marido lo estaba de la esposa del embajador.
—Giuliani —anunció Alessandro, sin poder creer del todo que pudieran acordarse de su nombre ni de su asiento.
—Il Signor Alessandro Giuliani —entonó el criado, indicándole una tarjeta firmemente apoyada en el centro de la larga mesa.
—Aquí dice De Sanctis, Maria —advirtió Alessandro.
El criado se asomó por encima de la mesa para inspeccionar las tarjetas, leyendo al revés. Iba pronunciando los nombres con tal aprensión, que parecían las declaraciones de un estafador que intentase borrar sus pistas.
—Er war eine Veränderung —intervino otro criado, señalando la tarjeta que pertenecía a Alessandro—. Par don.
Alessandro iba a sentarse a la izquierda del embajador, frente al embajador de Francia.
—Debe de haber un error —comentó.
Los criados comprobaron sus tarjetas.
—No, señor —replicó uno de los dos—. La baronesa en persona ha cambiado la tarjeta.
—Eso es imposible —afirmó Alessandro.
El ojo derecho de uno de ellos empezó a parpadear involuntariamente, al tiempo que el lado izquierdo de su boca se curvaba hacia dentro.
Mientras Alessandro se dirigía al extremo de la mesa, no se sorprendió al descubrir que el embajador era el amable militar del cuello dorado y la chaqueta blanca.
Justo a la izquierda de Alessandro se hallaba sentada Lia Bellati. Llevaba el cabello recogido, lucía un collar de esmeraldas, y su vestido era tan azul que a Alessandro le hizo pensar en el Atlántico. Estaba convencido de que el mundo no podía ser de aquella manera y, en caso de que lo fuera, entonces su suerte estaba a punto de dar un giro.
—¡Zoltán! —exclamó en un tono que era a la vez afable, imperativo, resuelto y profundo, aunque le exigió tal esfuerzo conseguirlo, que faltó muy poco para que se cayera de la silla al tomar asiento.
El embajador le estrechó la mano.
—Me alegro de verlo, Alessandro —saludó—. La última vez que nos vimos, todo era muy distinto.
A continuación presentó a Alessandro al embajador francés, quien se sintió profundamente contrariado al no conocer la identidad del joven que tenía frente a sí; sin duda algún príncipe o un prodigio musical. El embajador francés se devanaba de tal forma los sesos intentando imaginar quién era Alessandro, que pronto empezó a congestionarse.
Alessandro se volvió a Lia y comprendió que tendría que hacer lo imposible para controlarse y no besarla. Los ojos de la joven centelleaban, y su vestido azul océano y su collar de esmeraldas enmarcaban su joven rostro con tal hermosura, que Alessandro se olvidó de los representantes de las más altas esferas.
—¿Cómo lo has conseguido? —le preguntó a la muchacha.
—Ha sido mi hermano —contestó ella, mirando en diagonal a través de la mesa, hacia un joven con el uniforme militar italiano.
Tenía un rostro agradable y más curtido que el de Alessandro en todos los aspectos; quizá porque ya le habían puesto a prueba, y en cambio a Alessandro no. Con sólo mirarlo, se adivinaba que era no sólo un excelente tirador, sino de aquellos que en la guerra solían salir ilesos.
—Él arregló lo de las invitaciones —le explicó Lia—. Pero yo no tenía ni idea de que ya conocías al embajador, quien acaba de decirme que, a pesar del protocolo, su esposa siempre te pone a la izquierda de él.
—¿Quién si no cuidaría de él? —preguntó Alessandro.
Un criado vestido con librea retiró el plato con ribete dorado donde estaba la tarjeta de Alessandro, y lo sustituyó por otro exactamente igual. Alessandro preguntó por qué no había retirado simplemente la tarjeta.
—Estas tarjetas pueden tener los bordes sucios —explicó Lia, observando la expresión que él ponía durante la sustitución.
Los cubiertos y piezas de porcelana desplegados ante Alessandro constituían una pequeña ciudad, detrás de la cual se amurallaba una pequeña cordillera de montañas de cristal: cinco tenedores, tres cuchillos, media docena de cucharas, tres servilletas, cuatro copas de vino, una de champaña y un vaso para el agua. Frente a cada sitio había tres garrafas: una para el vino tinto, otra para el blanco y otra para el agua. Al parecer, aquéllas eran costumbres de la familia imperial.
A medida que se servía la sopa, la orquesta (que se había situado en una tarima bajo un arco, detrás de la baronesa) empezó a interpretar varios delirantes valses vieneses que animaron a Alessandro a comer los entremeses siguiendo el ritmo, pero cuando advirtió que los músicos prolongaban los acordes, él hizo lo mismo, a fin de evitar equivocaciones que podían resultar desastrosas. Su confianza iba en aumento, y el alivio que experimentaba por haber sobrevivido a la rigurosa prueba en sociedad no sólo le hizo sentirse cómodo, sino eufórico.
—¿De qué es la sopa? —preguntó de improviso al embajador—. Es la mejor que he probado en mi vida.
—Es que lleva un ingrediente especial —contestó el embajador.
—¿Cuál?
—Todo el champaña que ha estado usted bebiendo esta última hora… —Se inclinó hacia él y, a fin de que no pudiera oírle el embajador francés, ni nadie más, le susurró—: Yo no bebo nada; para poder hablar de política y no desvelar ningún secreto. Así que, desde la posición que me otorga la sobriedad, diría que la sopa no es muy buena. La he probado mejor en el ejército, durante unas maniobras, y todo el mundo sabe que en el ejército se cocina con meado de caballo.
Alessandro no pudo evitar que se le escapara la risa dentro de la sopa.
—Explíquenme eso tan divertido —pidió el embajador francés, al otro lado de la mesa.
—No.
—¿Por qué?
—No querría provocar un incidente.
—Zoltán —añadió el embajador francés, retomando una charla previa—, los únicos incidentes que debemos temer son los que puedan provocar nuestros amigos alemanes y los italianos.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Alessandro, en calidad del único italiano presente en la conversación.
—Los pobres alemanes están desconsolados por lo de las colinas —aclaró el embajador francés, con el sarcasmo característico de los galos—. Hemos visto cómo intentaban establecer un destacamento en el norte de África, y hemos visto cómo fracasaban. Y seguirán fracasando porque carecen de bases navales en el Mediterráneo, aparte de que probablemente no han declarado la guerra en Europa porque prefieren adquirir algunas colonias. Por ese mismo motivo, no podrán superarnos. Y contra los británicos no tienen ninguna posibilidad. Sólo la tienen frente a usted.
—¿Frente a mí?
—A Italia.
—¿Cómo?
—En Cirenaica y en Tripolitania.
—No, yo no opino lo mismo —intervino el barón Károly—. A los alemanes no les interesa ese desierto. Por otro lado, eso nos irritaría enormemente.
—Puede que no les interese ahora, pero si siguen sondeando la costa mientras nosotros conservamos Marruecos, Argelia y Tunicia, y los británicos se afianzan en Egipto, ¿adónde van a ir?
—Pero ellos no están sondeando la costa.
—Unos barcos alemanes pasaron ayer ante Gibraltar —explicó el embajador francés—. Claro que quizá sólo busquen un poco de sol.
—¿Quién le ha informado de eso?
—Los británicos. La prensa todavía no lo ha publicado, pero lo hará. Al final les habríamos descubierto nosotros. Esta noche tenía intención de preguntarle si sabía algo al respecto, dado que son amigos suyos.
—Es la primera noticia que tengo.
—¿Y no han concertado visitas portuarias en Trieste o Dubrovnik?
El embajador austrohúngaro negó con un movimiento de cabeza.
—De haberlo hecho, lo sabría.
Asombrado de que lo incluyeran justo en la conversación en que a él le habría gustado intervenir, Alessandro dijo:
—A mí eso me parece un incidente entre Alemania y Austria, no entre Alemania e Italia.
—No —replicó el embajador francés—. Italia se vería obligada a reaccionar, temiendo por Cirenaica y Tripolitania, los puntos más débiles en la costa del norte de África. Esto podría desencadenar una guerra entre Italia y Turquía.
Lia asintió, aunque sin intervenir en la conversación.
—¿Con Turquía? —preguntó Alessandro.
—Italia se adueñaría de Libia para proteger sus intereses —afirmó el barón Károly—. Sospecho que antes de que finalice el año, ustedes habrán declarado la guerra al sultán.
—No, si yo tengo voz en este asunto —afirmó Alessandro.
Debido quizás a que estaban acostumbrados a escuchar conversaciones entre potentados, los embajadores percibieron que Alessandro estaba hablando en nombre de Italia. Así que, en vez de contestar «pero no la tiene», el embajador francés preguntó:
—¿Y por qué no?
—Porque en Libia no hay nada que valga una guerra —contestó Alessandro.
Al final, su dominio de la retórica, unido a la potencia de su voz, silenció a todos los comensales de la embajada.
—Eso no es exacto —intervino el hermano de Lia—. Italia ha potenciado el desarrollo de Libia a lo largo de los años. Hay yacimientos minerales de gran valor y su potencial agrícola proporciona a los parados del sur un lugar adonde ir. ¿Y qué me dice del honor, por no mencionar el derecho de Italia a tener una colonia en África, a nuestra historia en ese país, al problema del acceso al canal y a la imposibilidad de aceptar una base naval alemana frente a nuestras costas?
Animado por el hecho de que un centenar de personas estuvieran pendientes de sus palabras, Alessandro se dispuso a contestar.
—Capitán —empezó con tono respetuoso—, Libia es territorio turco y nosotros estamos allí en calidad de huéspedes. En cuanto al esfuerzo que durante los últimos diez años hemos invertido en ese país, no llega ni a la mitad de lo que se ha invertido en la nueva construcción de la Via del Corso. Además, cuando usted afirma que los yacimientos minerales poseen un gran valor, mejor sería decir que poseen una gran habilidad, dado que han permanecido ocultos bajo tierra sin que hasta el momento nadie haya podido hallarlos.
»Por lo que se refiere al potencial agrícola de Libia, algo que lo dificulta seriamente es el hecho de que allí nada crece. Cuando llegue el día en que un italiano del sur decida cambiar su tierra rocosa y seca por un puñado de arena, entonces quizá valdrá la pena guerrear contra el sultán. Pero aquella gente prefiere emigrar a América, adonde seguirá marchando tanto si luchamos con Turquía como si no, lo cual convertiría la guerra con los turcos en algo completamente inútil.
»Por otra parte, nuestra historia es tal, que si tuviéramos que seguir esta política tendríamos que declarar la guerra no sólo por nuestras antiguas posesiones en Libia, sino por las de Gran Bretaña, España, Alemania, Francia, Austria y Cartago. Quizá la mejor forma de evitar la instalación de una base naval alemana en el sur no sea declarando la guerra a los turcos, lo cual me parece una estrategia bastante indirecta, sino informando a los alemanes de que eso constituiría un casus belli. Por lo que se refiere a nuestro honor, ése es asunto muy complejo e importante, al que se le serviría mucho mejor actuando correctamente.
—¿Es preferible entrar en guerra con Alemania después, que con Turquía ahora? —preguntó el hermano de Lia.
—Es preferible no entrar en guerra con nadie.
—¿Es preferible correr el riesgo de una guerra con Alemania luego, a una victoria frente a Turquía ahora? —insistió el capitán.
—¿Y quién ha dicho que vayamos a ganar?
—Yo le aseguro que ganaremos, pero no puedo ofrecerle esa misma garantía respecto a Alemania.
—Por lo que yo colijo —prosiguió Alessandro—, sería mucho más sensato permitir que los alemanes construyeran una base naval en Libia, si es eso lo que pretenden, y nosotros levantar tres bases en la bota de Italia a fin de anular su poder. De ese modo no tendríamos que preocuparnos por nada, seríamos mucho más fuertes y no ahorraríamos la pérdida de sangre y de dinero en una guerra.
—Maniobrar es mucho más importante que unirse o buscar el equilibrio —manifestó el capitán—. Usted desdeña la maniobra a favor del equilibrio, pero tanto en la guerra como en la rivalidad entre estados, la posición lo es todo.
—¡Oh, sí! ¡Dadme un buen programa, y yo moveré el mundo! —exclamó un inglés, en perfecto alemán.
Dado que nunca se sabe exactamente cuándo un inglés decide utilizar el sarcasmo, aquellos que estaban de parte de Alessandro dieron por sentado que el inglés se burlaba de lo que había dicho el hermano de Lia, mientras que cuantos iban a favor de éste, consideraron que estaba de acuerdo.
La baronesa se aprovechó de esta circunstancia y empezó media docena de conversaciones a la vez. Los dos embajadores abandonaron el Mediterráneo y empezaron a hablar de Rusia.
Alessandro se retrepó en la silla y se volvió del color de las cerezas. Dominado por el orgullo y la turbación, era demasiado joven para darse cuenta de que la cuestión quedaba en el aire; de modo que pensó que él había triunfado.
Luego descubrió que las cenas diplomáticas constan de varios menús, y que había hecho mal en no imitar a Lia y al embajador, que se limitaron a probar cada uno de los platos que les habían servido. Él, en cambio, espoleado por el triunfo, comió casi todo lo que le sirvieron, y después de catorce platos y tres postres se sintió tan pesado que dudaba de que Enrico fuera capaz de acarrear su peso.
Eso y el champaña lo obligaron a permanecer sentado en una silla como un anciano, y contemplar cómo Lia se deslizaba por la pista bailando unos valses que parecían durar eternamente. Al parecer, el truco consistía en no comer demasiado a fin de poder danzar inmediatamente después. Lia estaba bailando con un soldado. Alessandro bailaría con ella más tarde. Ahora disfrutaba del privilegio de contemplar su belleza desde lejos, y, a pesar de que no tenía la suficiente experiencia para asegurarlo, tenía la impresión de que así era mejor, porque era más probable que perdurara en el tiempo.
Ella se movía como una nube.
Lia y su hermano abandonaron el Palazzo Venezia a las once y media. Mientras Alessandro permanecía de pie sobre los adoquines y los observaba subir a un carruaje, se preguntó si llegaría a casarse con ella. Lia era una mujer exquisita, y él temía estar ciego frente a todo lo demás, sentirse atraído hacia ella por debilidad, que su pasión por ella fuese incompleta. Auténtico conocedor del amor religioso que los poetas italianos habían experimentado por mujeres a las que simplemente habían visto en la calle, temía que aquel enamoramiento por Lia nunca pudiera compararse a la unión elemental que suele ocurrir entre los hombres y las mujeres cuando Dios está presente y les envuelve la luz del día.
Sabía muy bien que el amor puede ser como la más bella de las canciones, lograr que la muerte pierda su importancia, existir bajo formas tan puras e intensas que es capaz de reordenar el universo. Alessandro sabía todo eso y también que él carecía de este sentimiento. Sin embargo, mientras permanecía de pie en el patio del Palazzo Venezia observando a los diplomáticos que desfilaban por la verja de la entrada, se sentía satisfecho, pues sospechaba que pretender imponerse al amor más profundo sería en el fondo mucho menos hermoso que sufrir su ausencia.
Una vez, en lo alto de los Alpes Julianos, él y su padre habían observado a una bandada de pájaros que se disipaba ante la presencia de un águila. Mientras ésta se movía con inquietante lentitud —como un barco de guerra que avanzara confiado lejos de la costa— y los pájaros se dispersaban para atraer al águila lejos de los polluelos, su padre le había comentado: «En este momento sus almas están colmadas. En cambio, el águila no es nada. Dios está con ellos por lo que les falta».
Su ensueño se vio interrumpido por el regreso de su caballo, que se mostró feliz de que lo sacaran de unas cuadras que le resultaban poco familiares. Lo montó, y Enrico salió a trote corto por la verja, hacia la cálida noche primaveral.
Era miércoles y Roma estaba tranquila. Bajaron por la Via del Corso hasta la Piazza del Popolo, pero en vez de girar para cruzar el Tíber en dirección a casa, galoparon por el Viale del Muro Torto y a través de la Porta Pinciana hasta el pequeño triángulo de tierra que el abogado Giuliani había cambiado por el jardín. Mientras se asomaba por encima de los solares vacíos y los edificios invisibles, Alessandro comprendió de pronto que si se casaba con Lia podría conservar el jardín. Si aquella unión era capaz de arreglar la cuestión de un jardín en el Gianicolo, entonces quizá también pudiera equilibrar otras cosas.
Mientras regresaban a casa a lo largo de la Villa Medici, bajo el frescor de la noche y de unas estrellas más brillantes que las de cualquier otra ciudad europea, Alessandro percibió los sones de una orquesta. Incluso horas antes, una orquesta tocando al aire libre habría supuesto una fuerte conmoción; y ahora hasta percibía que cantaban. En los jardines de la Academia Francesa, una orquesta al completo acompañaba a los cantantes en el Ma di… de Norma. Alessandro ató a Enrico a la reja de hierro de una ventana, empotrada en un muro, y la utilizó como escalera para atisbar por encima.
A pesar de que era casi medianoche, ni cantantes ni músicos daban muestras de cansancio, y cuando Alessandro entró en los jardines, perfectamente camuflado con su traje de gala, habían finalizado el aria y empezaban de nuevo. Si los austríacos eran capaces de quedarse extasiados con Strauss, los franceses podían sentirse espoleados hasta el delirio con Norma, aunque en ambos casos tanto los músicos como los cantantes fueran italianos. Abandonaron Norma y pasaron a Ernani, para luego entonar «Ecco la barca», de La Gioconda, y mientras tanto, centenares de personas deambulaban por los jardines. Quizá porque aquélla era la Academia Francesa, había muchas mujeres de gran atractivo. En comparación, la embajada del Palazzo Venezia (aparte de Lia) había resultado decepcionante. Alessandro se preguntó por qué no habría ido allí, en vez de asistir a la cena. La música era mejor, el ambiente menos formal, y los socios de la academia y sus invitados no tenían muchos más años que él. Cuando los cantantes guiaron a la orquesta en Gia nella notte densa…, Alessandro se dispuso a disfrutar con todos sus sentidos del aire fresco de la noche.
Si bien los amplios paseos de los jardines de Villa Medici estaban iluminados por oscilantes antorchas, la fuente se alumbraba con media docena de bombillas eléctricas. En la parte trasera de la residencia, allí donde nadie pudiese descubrirlo, un motor imprimía continuos círculos a un generador a fin de obtener la corriente que proporcionaba la luz. Durante las pausas de la orquesta, si se escuchaba atentamente, se percibía su monótono y optimista ronroneo.
Así como los valses de la embajada austríaca le habían resultado maravillosamente agradables, los cantos en los jardines de Villa Medici le sumieron en una profunda reflexión. Paseó lentamente entre los invitados de la Academia Francesa, en busca de puntos de referencia para sus pensamientos errantes: una oscura rama ondulante, con hojas brillantes como la cera; la visión de las estrellas en medio de un sendero de árboles; una muchacha retirándose el cabello hacia atrás, siguiendo el ritmo irresistible de una canción; la concordancia de colores en el espacio iluminado por una antorcha; el ir y venir de las mujeres con sus prendas de seda…
No lejos de la fuente, donde Alessandro no podía verlas, había tres muchachas que muy bien podían haber posado como modelos para Fragonard, uno de los anteriores residentes de la academia, ya que no sólo parecían reflejar la luz, sino que en cierto modo la retenían o quizás incluso la generaban.
Más jóvenes que los socios más jóvenes, no sabían muy bien qué hacer. Aunque se hallaban demasiado apartadas para que alguien pudiera oírlas, hablaban para lucirse, pues percibían certeramente, si bien de forma algo extraña, que empezaban a desempeñar un importante papel.
Cuando se detuvieron a contemplar los reflejos en el agua, la primera en hacerlo fue Jeannette, la hija más joven de uno de los residentes. Luego le siguió Isabelle, hija de un subsecretario de la embajada francesa. La última era Ariane, hija de un médico italiano y una francesa. Podía cambiar del francés al italiano con la misma velocidad que una golondrina muda su rumbo, y había estudiado latín, griego e inglés lo bastante como para navegar por ellos sin cometer errores.
Era la más joven de las tres, pero destacaba entre las otras por su belleza. De pequeña, los rasgos físicos que más tarde la harían tan hermosa resultaban tan sorprendentes, que hasta parecía vulgar. Sólo alguien con una gran experiencia podría haber percibido la impresionante belleza que curiosamente dormía tras lo que parecían unos rasgos de lo más inarmónicos: la amplitud de las mejillas y la frente, la energía independiente de los ojos, el arco insoportablemente bello de las cejas y la sonrisa que —incluso desde la distancia, o incluso en el recuerdo— despertaba el amor y un placer paralizante en todos aquellos que la habían contemplado.
Durante toda su infancia había creído que era fea y, a pesar de que luego todas las pruebas contribuyeron a negar tales conclusiones, nunca había podido abandonar esa idea, de modo que ella —la más bella de cuantas mujeres había visto Alessandro tanto en la realidad como en los cuadros o en fotografía— vivía convencida de que su físico no llegaba ni a vulgar, e iba de un sitio a otro con la inquietud de una persona que se avergüenza de que la vean. Ni siquiera más tarde, al escuchar las continuas protestas que le aseguraban todo lo contrario, había podido creer que cuando la gente se detenía a mirarla no lo hacía porque pensara que ella era horrible; y esa convicción hacía que su belleza fuera más allá dé lo increíble.
Jeannette, Isabelle y Ariane rodearon la fuente, paseando con la máxima lentitud que les permitía no detenerse a cada paso, y charlando con el mismo entusiasmo que si todo el mundo las escuchara mientras deambulaban por un escenario iluminado. Hablaban de Aix-en-Provence, y al oírlas se habría podido creer que esta localidad era no sólo la capital de Francia y quizás incluso de Europa (o como mínimo la del Santo Imperio Romano), sino el Valhalla francés.
En París, las jóvenes hablaban así de Deauville, de Biarritz o de Niza, y las muchachas de cualquier otro lugar hablaban así de París. Pero aquellas tres, al no conocer París, tenían que contentarse con Aix. Su tono era a la vez conspirador y como si estuvieran de vuelta, para convencerse a sí mismas y a los demás de que eran realmente algo importante. A modo de experimento, alternaban entre un tono u otro, intentando hallar el apropiado.
Al describir Jeannette una tarde junto a una cascada, lo hizo casi con erótico placer. Chicas y chicos se sintieron atraídos por la idea de atrapar truchas moteadas que deambulaban por las charcas poco profundas. Al principio entraron vestidos, sujetándose la ropa por encima de las rodillas, pero luego se la subieron hasta la cintura. Al final y de forma progresiva, terminaron buceando bajo el agua en persecución de los peces, para luego salir con el cabello enmarañado y lacio, y el agua fresca chorreándoles, lanzando destellos bajo el sol. Los vestidos veraniegos de las chicas se adherían a sus cuerpos, haciendo resaltar pechos y pezones, y los chicos se habían quitado la camisa. Todos habían perdido la noción del tiempo, lo cual, según Jeannette, era algo que solía ocurrir en el agua. No tardaron en abrazarse y bailar juntos entre la fría corriente, agarrándose en busca de amor o de calor. Jeannette explicaba que habría sido mucho más escandaloso si de vez en cuando alguien no hubiese atrapado una trucha, lo cual ayudaba a romper el hechizo.
—¿Y tú estabas en la orilla viendo todo eso? —preguntó Ariane, dado que Jeannette era la más joven del grupo.
—No —replicó ésta, como si confesara que su vida podía verse arruinada por una indiscreción—. Yo estaba en el agua —mintió—, en brazos de un joven.
—¿De quién? —preguntó Isabelle, muerta de curiosidad.
Pero Jeannette no quiso decírselo, ni pudo.
Quizá debido a que era demasiado alta y tenía el rostro cubierto de pecas, Isabelle pensaba que al final sería como su madre, más un ama de casa que la amante de un hombre. Soñaba con tener una granja en la cima de una colina, con huertos y emparrados. Algún día, solía decir, la remodelaría, y describía las habitaciones y las nuevas telas como si el corazón se le cuarteara poco a poco sólo de pensar en sustituir tales cosas por amor, si bien la casa estaría junto a un río y sus hijos nadarían en él, y quizá su existencia fuera ideal.
Después de que Isabelle y Jeannette recordaran por dos veces la pastelería, y tres veces el café donde solían sentarse con sus amistades a tomar vino, se volvieron a Ariane para que introdujera una novedad que demostrara que Aix era un lugar insuperable y que las convertía en seres fascinantes por el solo hecho de haber estado allí.
Aunque Ariane también lo intentó, no pudo conseguirlo.
—Me encanta la luz de Aix —comentó, pero, aunque así lo creía, no puso el alma en ello—. Y los campos. El verano pasado, mi padre y yo paseábamos por el campo cada día. Bueno, casi…
Solían evitar hablar de sus padres a menos que fuera para mentir sobre sus rasgos juveniles, que presumiblemente no tardarían en abandonarlos, o para dejar caer de improviso un indicio sobre su riqueza, o sobre la gente a quien conocían.
—¿Y de qué hablabais? —preguntó Jeannette, casi con crueldad.
—De todo —contestó Ariane.
Aunque sólo tenía diecisiete años y creía saber todo lo que sabía Alessandro, no acostumbraba a pregonarlo. No era en absoluto locuaz, excepto cuando transitaba por el mar de sus múltiples idiomas.
—¿Como qué? —inquirió Isabelle.
—De mi madre —contestó Ariane.
Dado que Ariane había perdido a su madre, Jeannette e Isabelle comprendieron que habían llegado a un callejón sin salida.
Siguieron paseando mientras las tres se afanaban desesperadamente por encontrar otro tema, y Ariane no era la que menos lo intentaba. El cariño que sentía por su madre había salido a la superficie, como sucedía a menudo, logrando que su charla de aquella noche, su paseo en torno a la fuente, su vestido, sus aspiraciones, sus ambiciones, y todo cuanto anhelaba en la vida, se convirtieran en una traición. En una inesperada prueba de lealtad, Ariane se sentía llena de amor y ciega a cuanto la rodeaba.
Sintió que el mundo se desmoronaba, como intuía que algún día sucedería definitivamente, y lo único que experimentó fue amor hacia aquella mujer que había muerto cuando ella tenía doce años, por aquella mujer que al morir se quebró en pedazos ante la tortura de abandonar para siempre a su familia, pero feliz de ser ella quien moría, en vez de su esposo o su hija.
Alessandro había estado paseando exactamente al mismo ritmo que Isabelle, Jeannette y Ariane, ocultándose de ellas tras el surtidor de la fuente, con la misma perfección que el teórico planeta idéntico a la Tierra y situado al otro lado del Sol, que nunca puede verse. Pero entonces, cuando las canciones de los tres cantantes se unieron en el aire para formar una cuarta más hermosa incluso que las otras, la cual surgió como por arte de magia, Alessandro viró en redondo y empezó a pasear en dirección contraria a las agujas del reloj. Al levantar la vista, de pie ante él había una muchacha cuyo rostro estaba bañado por las lágrimas.
En enero de 1911, en la gran biblioteca de Bolonia donde Alessandro realizaba gran parte de su trabajo, a menudo hacía tanto frío que incluso se podía ver el aliento al blanquearse. Una tarde, aproximadamente cuando faltaba una hora para que oscureciese, tan sólo quedaban unos cuantos estudiantes en la sala de lectura, un recinto tan grande que la estufa encendida sólo calentaba una estrecha franja de aire cerca del techo. Con las piernas apretadas para conservar el calor y el cuello levantado y abrochado, Alessandro se inclinaba ante media docena de volúmenes desplegados sobre una larga mesa. A menudo leía seis libros a la vez, y no porque disfrutara con ello, sino para cotejar unos con otros y comparar datos y causas. A menudo la verdad era lo bastante amplia como para abarcar en sus contradicciones al menos seis puntos de vista, y allí donde uno aparecía débil o incompleto, los otros seguían su exposición. Alessandro examinaba los libros como si fueran testigos y, a pesar de que tenía que volver páginas hacia atrás y hacia delante casi sin parar, con objeto de alinear los acontecimientos, utilizaba esta técnica con auténtica maestría: la compilación de los hechos parecía concluir con un logro, más que con una simple suma.
Pero para leer seis libros a la vez tenía que estudiar de firme, con lo cual no disponía de tiempo para compromisos sociales. Tenía pocos amigos, y cuando no se olvidaban de él, lo consideraban un excéntrico. De hecho, siempre estaba al borde de que le pidieran que abandonara la universidad.
Nunca dudaba en desafiar a los profesores, pues consideraba que la única autoridad residía en la razón. «El mejor medio que tienes para ascender —le había advertido su padre— es entregarte a la soledad, no temer a nada y trabajar duro».
—¿Eres Giuliani? —preguntó alguien al otro lado de la mesa donde Alessandro estudiaba, aunque formuló la pregunta con un susurro tan leve que Alessandro no lo oyó—. ¿Giuliani?
Alessandro levantó la mirada. Sentado al otro lado de la mesa había alguien que parecía inglés, pero que hablaba italiano sin acento.
—Sí.
—¿Conoces a Lia Bellati?
—Así es.
—Bueno, la verdad es que sé algo más…
—¿Algo más de qué?
—Ahora carece de importancia lo que yo pueda saber. En Bolonia, un conocido de los Bellati está en serias dificultades. ¿Podrías ayudarlo? Él tiene muy pocos amigos y ahora necesita uno.
—Yo tampoco tengo muchos amigos —replicó Alessandro.
—Eso está bien.
—Pero no sé quién es él, y tampoco sé quién eres tú.
—He venido a verte porque he oído decir que en una ocasión desafiaste a dos carabinieri.
Alessandro dejó la pluma sobre la mesa.
—Disparaban contra mí.
—¿Te dispararon y tú seguiste huyendo?
—¿Lo consideras un triunfo?
—La mayoría se habría detenido en seco.
Alessandro volvió las palmas hacia arriba.
—¿Qué quieres de mí?
—Aquí tenéis varios estudiantes que son monárquicos.
—En efecto. Pero no estudian… Se dedican a manifestarse, a pegar pasquines y a batirse en duelos. Debo confesar que no los entiendo, dado que ya tenemos un rey.
—Quieren transformarlo en un dios.
—Es demasiado bajito.
—Eso no los detendrá.
—Es posible, pero, con tanto cruce de sangres, diría que se parece a un enano de las montañas de Calabria. Con eso ya tienen el trabajo hecho.
—Sí, pero mientras tanto causan muchos problemas.
—¿Y…?
—Han creado un club de esgrima y los veinte que constituyen el club han descubierto a un judío en la Facultad de Derecho.
—Teniendo en cuenta la cantidad de judíos que hay allí, no creo que eso sea muy grave, ¿no te parece?
—Comentan que van a matarlo.
—¿Por qué?
—Él es de Venecia, y su madre alemana. Lo consideran un traidor.
—¿A qué?
—A Italia.
—Eso es algo casi imposible. ¿Es un traidor?
—No. Es apolítico. Pero, si estuviese metido en política, sin duda sería del todo normal.
—¿Y por qué no lo ayudas tú?
—Si un judío sale en defensa de otro, no sirve de nada.
Alessandro se quedó desconcertado. La nube de su aliento se detuvo en el aire.
—Ellos siempre nos superarán en número, y lo saben. En cambio, un cristiano… Mi amigo vive en el dieciséis de Via Piave, en el último piso. Esta noche piensan obligarlo a salir a la calle para darle una paliza.
—¿Y qué me dices de la policía?
—He acudido a ella. Ya estaba al corriente de todo, pero le trae sin cuidado.
—¿Qué relación hay entre Lia y todo esto? Tú la conoces, él también la conoce, y según parece todos os conocéis entre vosotros… ¿Es judía ella?
—Sí. El nombre de nuestro amigo es Raffaello Foa, y ellos suponen que su padre es un banquero aliado con los austríacos.
—¿Lo es? —preguntó Alessandro, cerrando sus seis libros de dos en dos.
—Es carnicero.
—Entonces, ¿por qué Rafi no se lo dice a los monárquicos?
El otro estudiante sonrió con tanta amargura, que Alessandro pensó que nunca había visto sonreír así a alguien tan joven.
—No serviría de nada —concluyó.
El parque estaba en silencio, excepto por el suave roce de la nieve al caer. No lejos de donde Alessandro se hospedaba había la tienda de un armero, donde a menudo se detenía a contemplar las pistolas, escopetas y equipos de caza que se exhibían en el escaparate. En una ocasión había visto que el comerciante sacaba una pistola a través de las barras de hierro de la reja de protección, sin necesidad de abrirlas.
En plena oscuridad, las calles estaban desiertas y las persianas bajadas. La nieve había obligado a la gente a recluirse en las casas, y el humo de miles de chimeneas endulzaba el aire con el olor de las suaves maderas de Rusia y Finlandia.
Alessandro se sentía demasiado asustado para percibir más cosas. Su visión periférica había desaparecido y el valor estaba a punto de hacer lo mismo. Al ver lo cerca que las barras estaban del cristal, instintivamente levantó la pierna y, con el tacón de la bota, le propinó una patada. El escaparate se hizo añicos, con tal ruido que Alessandro pensó que se habría oído incluso en Nápoles. Sacó una pistola a través de la reja y la escondió en su abrigo.
—Camina despacio —se ordenó a sí mismo, pero nadie acudió a ver que pasaba.
Todavía estaba asustado mientras se escurría por el parque, aunque ahora ya sabía que disponía de una buena medida para proteger a Raffaello Foa, quien debería haberse procurado una pistola o haberse quedado en Venecia. Pronto todo habría terminado, y entonces, si no los abandonaba la suerte, Alessandro volvería a casa y se metería bajo la colcha por lo menos durante catorce horas. A la mañana siguiente, el sol fundiría la nieve y evaporaría los pequeños riachuelos que serpenteaban entre los adoquines.
El número 16 de Via Piave era un edificio oscuro, donde no se filtraba ni una sola luz entre las persianas de las ventanas. Mientras Alessandro guardaba inmóvil frente a su mole, oyó a lo lejos el tronar de una tormenta. Los truenos casi nunca aparecían con la nieve y la idea de los dardos luminosos golpeando a ciegas a través del aire frío y gris obligó a Alessandro a levantar los ojos. En el cielo no se observaban destellos, únicamente había el ruido sordo de un trueno; luego todo retumbó. Alessandro sintió que su pecho vibraba con cada sacudida y, a pesar de que volvería a escucharlas muchas veces —retumbando furiosamente por rincones ocultos entre el aire sofocado por la nieve, como si lo llamaran a él y a los de su generación para algo tan sorprendente e inesperado que nadie se había atrevido siquiera a imaginar—, las descargas se oían tan lejanas y fantasmagóricas que no parecían en absoluto reales.
Tanteó en busca de las escaleras y, a medida que iba subiendo los cuatro tramos, las sacudidas hacían vibrar la claraboya. Cuanto más subía, más claro veía: arriba, el blanquecino cristal barrido por la nieve se estremecía como un bombo, iluminándolo todo con su resplandor.
Le abrió la puerta un joven alto, de su misma edad, con los pómulos tan altos y los ojos tan rasgados, que a Alessandro le recordó a Tamerlán. La sorprendente estatura de aquel hombre —que debía agachar la cabeza para pasar por el umbral—, y su aspecto, hicieron que Alessandro se preguntara por qué había imaginado que tendría que protegerlo, dado que su constitución podía con todos los monárquicos y anarquistas de Italia.
—¿Eres italiano? —le preguntó Alessandro.
—Sí. ¿Y tú?
—Pues pareces de la Horda de Oro —comentó Alessandro.
—Magiar —puntualizó Rafi Foa—, un poco de alemán, otro poco de ruso, y todos judíos, si te refieres a eso. O aunque no te refieras a eso.
—Pues no, no me refería a eso.
En la habitación de Rafi ardía una pequeña estufa de barro cocido. Sobre una enorme mesa de biblioteca, entre dos lámparas de queroseno, aparecían libros y cuadernos de apuntes esparcidos. En un rincón había una cama. Aparte de un estante para libros y una silla, en la estancia no se veía nada más.
—Puedes sentarte en la silla —ofreció Rafi, después de que se hubieron presentado.
Rafi no había oído nada sobre los monárquicos, y aunque prestó atención a todo cuanto le explicó Alessandro, no pareció asustado ni sorprendido.
—¿Lo conoces? —preguntó Alessandro, refiriéndose al intermediario—. Tiene ojos azules, el cabello castaño liso y rostro colorado. Parece inglés.
—No sé quién es. Tal vez sea un monárquico.
—¿Conoces a Lia Bellati?
—Sí, pero sigo sin conocer a ese «inglés».
—¿De qué conoces a Lia?
—Conocí a su hermano hará unos años, cuando él estaba destinado cerca de Venecia. Lo incluimos en nuestras minyan, en nuestras oraciones. Me hospedé con ellos en Roma, una vez que él estaba allí, y otra vez cuando él se encontraba en Cerdeña. Esos militares no paran de viajar.
Entonces oyeron pasos de gente subiendo las escaleras y el miedo paralizó a Alessandro.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó—. Yo tengo esto… —De debajo del abrigo sacó una pistola de caza con cañón largo y gruesa culata—. No está cargada, pero eso ellos no lo saben.
—A no ser que ellos también traigan una —comentó Rafi—. Llévatela. Sal por las escaleras que conducen al tejado.
—¿Y tú?
—Dios me protegerá.
—¿Dios? —preguntó Alessandro: quienquiera que subiese por las escaleras había llegado casi al último piso, demasiado cerca para que él pudiese escapar sin ser visto—. Ellos piensan que tu padre está aliado con los austríacos.
—¿Mi padre?
—Sí. Creen que es un banquero.
De un cajón de la mesa, Rafi sacó un chal de oraciones y se lo puso sobre los hombros. Aparte de en algún grabado, Alessandro no había visto nunca a un judío rezando. Para él, aquello fue tan alarmante como el hecho de oír que se acercaban los monárquicos.
—Mi padre es carnicero —explicó Rafi— y sólo está aliado con las amas de casa de Venecia.
—¿No vas a defenderte? —preguntó Alessandro.
Rafi abrió un libro de plegarias, se irguió en toda su altura y lo besó. En el preciso instante en que los otros aporreaban la puerta, él empezó a rezar, y, mientras se mecía atrás y adelante, Alessandro se escondió tras la cortina que servía de puerta al armario.
Después de hacer saltar el pestillo de hierro forjado, cinco jóvenes penetraron en la habitación. Flanqueado por las fluctuantes lámparas de queroseno mientras murmuraba sus oraciones, dominándolos a todos con su estatura, Rafi los asustó más que ellos a él. Pero los otros habían acudido con un plan, de modo que vencerían su miedo, lo agarrarían y le propinarían una paliza.
—¿Eres Raffaello Foa? —le preguntaron, como si tal confirmación justificara lo que iban a hacer.
Prosiguiendo con su extraña oración, Rafi se negó a contestar.
Alessandro sabía que antes de rozarle la piel tenían que destruir el material. Primero le despojarían de su chal y del libro de oraciones, y cuando fuese como ellos, ya libres de su miedo, le castigarían por haberlos asustado.
Desparramaron todos los libros y los destrozaron. Pero, antes de finalizar con esto, alguien le agarró el chal y se lo quitó. Rafi se negó a mirarlos, incluso cuando empezaron a pegarle. Todos contenían el aliento y le golpeaban tan fuerte como podían, castigándole en el pecho, los brazos y la cabeza.
Rafi permanecía de pie mientras repetía frase tras frase, apoyado en la mesa, negándose a desfallecer. Tenía el rostro cubierto de sangre y, al golpearle, la sangre salía disparada hasta salpicar contra las paredes. Lo golpearon en la espalda, en los riñones, en las costillas, en los genitales. Le dieron patadas en las piernas. Pero él se negó a caer.
—¡Los banqueros judíos se han adueñado de nuestro país! —gritó uno de los atacantes—. ¡Pero se ha terminado! ¡Nunca más!
Rafi seguía murmurando, con los ojos cerrados, cuando uno de los estudiantes que lo habían vapuleado sacó de debajo del abrigo un sable envainado y empezó a golpearlo como si fuese un saco de lona colgado de una viga en una academia de esgrima. Rafi se retorció, escupiendo su propia sangre, y cayó sobre la mesa, donde quedó tendido entre las dos lámparas, aunque siguió moviéndose y rezando.
Al ver que el estudiante sujetaba el sable con ambas manos y lo levantaba lentamente, Alessandro salió de detrás de la cortina y con la culata de la pistola le asestó un golpe en la nuca que le abrió una brecha en el cráneo y lo derribó al suelo.
Con la pistola firmemente sujeta con ambas manos, Alessandro retrocedió al otro lado de la mesa y amartilló el arma. El clic resonó contra las paredes y el techo.
Creía que así los obligaría a huir, pero uno de ellos abrió lentamente su abrigo, metió una mano dentro y sacó su propia pistola. Alessandro no supo qué hacer. Los truenos apenas eran audibles y el viento soplaba justo lo necesario para silbar levemente por las rendijas de las ventanas. Se mantuvo firme.
—Los judíos son aliados de…
—¡Cállate ya! —gritó Alessandro, tensándose como si estuviese a punto de disparar—. ¡El problema con los judíos es que ellos no se alían con nadie!
La tormenta persistía. Los truenos eran poco comunes en invierno, y él ignoraba que éstos, amortiguados por la nieve, sonaban exactamente como si fueran disparos de artillería. Pero mantuvo su posición, ya que eso era lo único que podía hacer, y los monárquicos retrocedieron.
Los jóvenes cantantes con poca experiencia, y los viejos con poca voz, a menudo coincidían en Bolonia, en un teatro que se mantenía en pie gracias a un armazón y unas vigas que formaban un entramado contra las abultadas paredes exteriores. En aquel teatro de la ópera condenado a la extinción, los adornos arquitectónicos de la fachada estaban tan deteriorados por las inclemencias del tiempo que los diablos habían perdido sus dientes, las gárgolas su rostro y las cornisas sus molduras. Pero en Italia siempre había habido edificios que parecían a punto de derrumbarse, y aquél, con su faja de maderamen, aguantaría hasta que Alessandro hubiese abandonado la ciudad.
Tres veces a la semana, Rossini y Verdi desplegaban suficiente fuerza y belleza para hacer callar a los estudiantes y conducirlos a una especie de éxtasis que los cantantes de La Scala consideraban como el estado natural del género humano. Cuando un cantante consultaba a otro acerca de una temporada en aquel teatro, la respuesta era una pregunta: «¿Cuánto tiempo eres capaz de mantener el aire despejado?». Con eso se referían a cuántos minutos podían con su aria impedir que los aviones de papel se desplomaran sobre la orquesta, creando una congestión de tráfico jamás vista en el mundo. A veces llegaban a formar de diez a veinte capas, planeando en círculos y en zigzag, mientras un centenar, o más, volaban de aquí para allá sin impedimento alguno.
Cada cual mantenía la mirada fija en su avión particular, o en su favorito. Mientras éstos atravesaban el enorme espacio vacío de aquella oscura bóveda, los cantantes vigilaban no sólo los misiles, sino los centenares de muchachos cuyas cabezas se movían atrás y adelante en multitud de direcciones distintas, en una especie de partido de tenis completamente anárquico. Y no sólo hacia atrás y hacia delante, sino, lenta y gradualmente, hacia abajo. Era como cantar en un hospital psiquiátrico.
A veces, uno o varios estudiantes, que conocían la letra y estaban dotados con una potente voz, se ponían en pie sobre sus asientos y rivalizaban con el desdichado que tuviera la desgracia de estar en aquellos momentos sobre el escenario. Si esto lo hacían como un cumplido o como una burla, carecía de importancia; el resultado era el mismo. Peor, quizás, era cuando desplegaban varios centenares de periódicos, indicando una ofensiva indiferencia. Los bombardeos con huevos y verduras, los insultos a grito pelado, y algún que otro zapato aterrizando junto a la aterrorizada soprano, no dejaban, por supuesto, lugar a dudas.
Pero si una joven cantante tenía la osadía y el valor de enfrentarse a todo aquello y seguir cantando, y además hacerlo bien, entonces aquellos centenares de muchachos tan indómitos como animales y nerviosos como caballos salvajes, o toros inquietos en un día de fiesta, de pronto se quedaban quietos. El teatro se electrizaba y, más allá de las candilejas, cientos de rostros expresaban tristeza, anhelo o deseo, y algunos incluso centelleaban con el reflejo de las luces sobre el reguero que bajaba por las mejillas, desde unos brillantes ojos que capturaban la luz como ópalos humedecidos. Y cuando el aria finalizaba, después de unos instantes de silencio los estudiantes irrumpían en un alarido de admiración que habría hecho morir de vergüenza al público de los principales teatros de ópera del mundo.
Después de una briosa obertura —con características orquestales atribuibles únicamente al hecho de que los empresarios de los teatros eran conscientes, desde hacía muchos años, de que a los adolescentes se les puede apaciguar mediante el toque de un cuerno de caza—, se levantó el telón, estrujando entre sus pliegues algunos de aquellos planeadores de papel. Un telón de fondo extraordinariamente pintado brilló bajo los focos. En él los azules del Giotto y las sombras de Caravaggio se habían unido para crear la ilusión de un bosque tranquilo donde lo que se veía no era la noche o el día, sino la plasmación de un estado anímico. Junto con el efecto de la obertura, los azules débiles y espectrales, los verdes oscuros de las nubes que formaban las copas de los árboles, y las sombras móviles y confusas, varias conjunciones artísticas lograron que los estudiantes permanecieran más quietos que un difunto.
Pero en cuanto un grupo de obesos «cazadores» surgió de entre los árboles y empezó a cantar, Alessandro advirtió que los blancos aviones empezaban a planear desde el último piso. En el patio de butacas, con total desprecio a las leyes contra incendios, dos estudiantes habían instalado un brasero donde asaban taquitos de carne. Alessandro se apoyó sobre lo que antiguamente había sido el acolchado terciopelo de la barandilla del anfiteatro y sonrió. En ocasiones como aquélla, a veces solía acordarse de la muchacha de Villa Medici. A pesar de que era francesa, demasiado joven, que desconocía su nombre, que la rodeaban sus protectoras amigas, y que su encuentro había sido como un sueño, le resultaba tan familiar como alguien a quien conociera de toda la vida. Cuando los ojos de ambos se encontraron, Alessandro experimentó una inmensa sensación de gravedad, como si cincuenta años se hubiesen comprimido en diez segundos. No se había enamorado localmente de ella, como le había ocurrido con Lia, sino que la amó de forma tan sosegada, que pensó que pronto la olvidaría. En cambio, cada vez que consideraba tal posibilidad, su amor hacia ella iba en aumento, lo cual le traía el recuerdo de que una ventisca empezaba siempre con suaves y persistentes copos de nieve.
Para compensar su ausencia, o la de alguien como ella, Alessandro se sentía atraído por muchas cosas que, al ser hermosas, se transformaban en aliadas de su belleza: el azul de los decorados iluminado por los focos; la gracia de un gato al girar su pequeño rostro leonino para estudiar el movimiento de un ser humano; la fogata que resplandecía en el oscuro taller del herrero, o de una panadería, y que llamaba su atención al pasar; el tono único del coro de la catedral emocionando a la extasiada congregación con su espiritual belleza; o las montañas, cuando el fuerte viento azotaba la nieve de la cumbre; o la sonrisa perfecta y espontánea de un chiquillo. Sobre tales observaciones, dado que lo asaltaban de forma tan intensa y plena, había empezado a construir un arsenal de principios estéticos totalmente dispares. Aunque el sistema que se estaba formando no ostentara un orden perfecto, confiaba en que, a medida que las cosas progresaran, podría ver que las imágenes iban encajando.
Al finalizar su canción, los cazadores salieron del escenario en medio de una gran decepción. Luego siguieron varias escenas que no habían sido compuestas para un público que se mecía atrás y adelante en sus butacas, como leopardos enjaulados en un zoo.
Alessandro permanecía inclinado hacia delante, con la mirada fija en las pinturas iluminadas del decorado. A medida que el aire rozaba las velas de las candilejas y sus llamas luchaban por sobrevivir, distintos tonos de luz iluminaban el espeso bosque.
—Llevo más de un minuto dándote golpecitos en el hombro —le avisó Rafi.
Alessandro se volvió y forzó los ojos para ver en la oscuridad.
—Cuando escuchas música, se te pone cara de bobo.
—¿Te encuentras bien ya? —le preguntó Alessandro.
—Sí, incluso ya he jugado a tenis. ¿Podemos hablar aquí? —preguntó Rafi, como si aquél fuera un teatro normal.
—Podríamos batirnos en duelo y nadie se daría cuenta —contestó Alessandro—, pero será mejor que salgamos.
Cuando se hubieron sentado en una larga escalinata de mármol blanco, desde donde se divisaba a lo lejos la campiña que rodeaba Bolonia, Alessandro le preguntó:
—¿Por qué te negaste a luchar?
En su último año de carrera de derecho, Rafi era capaz de hacer lo que le apeteciera tanto con una pregunta como con una respuesta.
—Pero si luché… Lo hice hasta donde fui capaz y tuve que soportar las heridas que me causaron.
—Pero ellos no…
—Eso no es asunto mío.
—Extraña forma de luchar.
—A eso me obliga lo que yo busco.
—Ya me lo imagino —contestó Alessandro—. Pero, si yo no hubiese estado allí con una pistola que robé destrozando un escaparate, ahora estarías obligado a ir con mucho cuidado para buscar algo.
—En eso te doy la razón —admitió Rafi, con furia contenida.
—¿Por qué no has aprendido a devolver los golpes?
—Como seguramente sabrás, la mayoría de las calles de Venecia están hechas de agua. Allí las peleas suelen ser muy cortas, ya que al cabo de pocos instantes uno de los dos contendientes suele terminar en el canal. Cuando yo era pequeño, me lanzaron muchas veces desde algún puente o un embarcadero.
—Escucha —dijo Alessandro, quien no había participado en una auténtica pelea en toda su vida—, yo puedo enseñarte a salir con bien de cualquier prueba física… —Examinó al que iba a ser objeto de transformación—. Tú eres enorme, pero sin duda no muy fuerte. En sí, la estatura carece de importancia. Tienes que hacer ejercicio… ¿Por qué sonríes?
—Soy bastante fuerte, ¿sabes?
—Oh, lo dudo —se jactó el más pequeño de los dos.
—Durante seis meses al año estudio leyes, pero los otros seis trabajo para mi padre.
—Cortando chuletas no se convierte uno en un Hércules.
—Mi padre no posee una carnicería con un escaparate y un mostrador. Es un mayorista. Su almacén es del tamaño del Arsenal, y bajo sus órdenes tiene a ciento cincuenta empleados. La mayoría son cortadores. Puesto que cortar exige una gran habilidad y se supone que yo voy a ser abogado, no hay razón para que me enseñen a hacerlo. Así que me dedico a acarrear y colgar la carne.
—¿Mucha cantidad?
—A cuartos.
—¿Y cuánto pesa un cuarto?
—Cien kilos, o más. Llevamos una bata azul con capucha, y antes de cargar nos calamos la capucha para no mancharnos de sangre el cabello. Hay que descolgar del gancho un cuarto de res, cargárselo sobre los hombros y caminar. Y si la traen en una bodega de algún barco transoceánico, puede que haya que andar unos diez minutos antes de llegar al almacén. Allí debes hacer girar la pieza sobre los hombros, mantenerla levantada y colgarla. Es posible que las piezas vengan apiladas. En tal caso hay que agarrarlas desde el suelo para cargarlas al hombro.
—Entonces, ¿por qué no agarraste a los monárquicos a fin de lanzarlos escaleras abajo?
—Yo nunca he hecho una cosa así.
—Pues déjame que te enseñe.
—De acuerdo —aceptó Rafi—. Enséñamelo.
—Este fin de semana —contestó Alessandro—, si hace buen tiempo.
Ambos se estrecharon la mano.
Dado que no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo, Alessandro se pasó los días que siguieron imaginando la forma de fortalecer a Rafi Foa. El domingo por la mañana, los dos aguardaban junto a las vías del tren mientras éste se aproximaba dejando atrás el sol invernal. Como no querían que los maquinistas los viesen, aguardaban entre los arbustos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Rafi.
—Primero saltaremos al tren —contestó Alessandro—. Subiremos al techo y correremos hasta el vagón del personal.
—¿Para qué?
—Para que los que hay allí dentro nos persigan por el techo de los vagones mientras el tren está en marcha.
—¿Y si nos cogen?
—No lo harán. Éste es el propósito del ejercicio.
—¿Cómo vamos a escapar de ellos, en un tren en marcha?
—A unos diez kilómetros, la vía pasa por un puente sobre el río. Imagina la sorpresa que se llevarán al ver que saltamos.
—Imagina la que me llevaré yo. ¡Estamos en el mes de enero!
—Haz exactamente lo mismo que yo.
—¿Ya lo has hecho alguna vez antes? —preguntó Rafi, amedrentado, mientras el tren avanzaba con estruendo y el ruido de sus motores hacía que todo vibrara a su alrededor, penetrando en sus pechos hasta el punto de hacer que también vibraran sus voces.
—Por supuesto —contestó Alessandro.
Los dos echaron a correr a lo largo del tren y lo abordaron junto al vagón para el ganado.
—¡Salta como si hubiese una escalera! —le gritó Alessandro, por encima del ruido de las ruedas.
Ambos avanzaron agarrados a las tablas separadas, hasta que llegaron al comienzo de un vagón en cuyo tejadillo, curvo y resbaladizo, no había asideros.
—¿Y ahora qué? —gritó Rafi.
—Continúa hasta la esquina —ordenó Alessandro, improvisando, y así lo hicieron—. Agárrate con las manos al borde del tejado y súbete apoyando los pies sobre el eje transversal.
—¿Cómo voy a apoyar los pies ahí? —le gritó Rafi, mientras eran zarandeados en lo alto sobre las vías—. No es lo bastante ancho y está demasiado alto.
—Es suficiente; tienes que combarte.
Alessandro empezó a avanzar hacia el otro extremo del vagón. Las manos se le cortaban con los bordes del sucio techo metálico y tenía que utilizar todos los músculos de su cuerpo para evitar caer en el espacio entre los dos vagones. Rafi lo siguió.
El ruido resultaba espantoso: atronadores estampidos cuando los vagones sin carga pasaban sobre los puntales desnivelados de la vía, acero que chirriaba contra acero al adherirse las ruedas a los raíles, el enloquecido traqueteo de aquellos vagones vacíos y sin amortiguadores, que avanzaban a toda velocidad.
El humo y las pavesas reptaban por la cubierta del tren. Alessandro y Rafi se veían obligados a entornar los ojos la mitad del tiempo, y la otra mitad los tenían llorosos debido a la irritación. Apenas podían respirar. De caer entre los vagones, los metros en que éste los arrastraría y los cortes que les produciría los dejarían totalmente irreconocibles.
Alessandro se volvió hacia Rafi, cuyo rostro mostraba cierto cansancio.
—¡Vamos, súbete! —le ordenó.
—No tengo suficiente asidero —contestó Rafi, desesperado—. Es demasiado alto. Me caeré.
Alessandro ignoraba si podría conseguirlo. Sus manos estaban resbaladizas a causa del sudor y la sangre.
—Claro que podrás. Pon tus manos ahí encima, así —le indicó al tiempo que empezaba a izarse.
Las manos le resbalaban, pero cuando empezaban a retroceder, hizo presa como un gato y de un brinco se encaramó al techo del vagón. Acto seguido cogió a Rafi de la muñeca y lo ayudó a realizar los mismos movimientos frenéticos, hasta que ambos estuvieron tendidos boca abajo sobre la cubierta, jadeantes, sudorosos, sucios de hollín y cubiertos con la sangre de las heridas de las manos. De vez en cuando el humo les cubría con nauseabundas nubes negras.
—¿Haces eso muy a menudo? —inquirió Rafi.
—Siempre que puedo —contestó Alessandro, escupiendo cenizas y grasa.
—¡Estás loco! —le gritó Rafi.
—Ya lo sé.
—¿Y qué me dices de los túneles?
—Tendrás que vigilar si se acerca alguno —respondió Alessandro, agradecido de que se lo hubiese recordado—. Al primer indicio, hay que colgarse entre dos vagones, de lo contrario te barrería del techo. Aunque diría que no hay ningún túnel por ahí cerca.
Alessandro se irguió sobre el tren en movimiento. El viento, el humo y las sacudidas del vagón de mercancías parecían confabularse para tirarlo abajo, pero no lograron salirse con la suya. Rafi se incorporó al ver que Alessandro se preparaba para saltar al techo del vagón que tenían delante.
—¿Y qué ocurrirá si caemos? —preguntó Rafi, gritando.
—No te caerás —le contestó Alessandro, antes de iniciar una carrera y saltar en el aire sin ninguna duda aparente.
Cayó sobre su pie derecho en el techo del siguiente vagón y no se volvió a mirar atrás. Dio por sentado que Rafi lo seguía, ya que en aquella operación el único consejo que podía darle era predicar con el ejemplo.
A medida que ganaba velocidad en su carrera sobre el techo del tren, le resultaba cada vez más fácil saltar los boquetes entre vagón y vagón. Era tal la dicha al aterrizar, que ya nunca la olvidaría. Al cabo de cinco o diez saltos, había perdido el miedo y saltaba en medio del fuerte viento y el humo. Sentía las pavesas encendidas golpeándole en la nuca, y los pasos de Rafi a sus espaldas.
Siguieron a lo largo de cuarenta vagones, volando a cada salto con los brazos extendidos a fin de atrapar el aire que les permitiera recuperar el equilibrio. Cuanto más lograban sostenerse en el aire, más felices se sentían. Al llegar finalmente al vagón de los empleados del tren, empezaron a dar taconazos sobre el techo.
Tres hombres salieron corriendo a la plataforma del vagón. Uno llevaba una botella de vino y otro un bocadillo. Al descubrir a dos muchachos de expresión enloquecida y ropas ensangrentadas, empezaron a gritar y a gesticular, y uno de ellos movía la botella de vino al aire, como si fuese una pistola.
—¿Es éste el tren que va a Roma? —les gritó Alessandro, haciendo bocina con ambas manos—. ¿Dónde está el coche restaurante? ¿Puedo llevar a mi perrito si le meto un tapón en el culo?
Mientras Alessandro y Rafi reían, el ferroviario de la botella se la tiró, pero falló y ésta se estrelló en un contrafuerte. El otro les lanzó con todas sus fuerzas el bocadillo, pero éste se separó bajo el impulso del viento y el jamón se enrolló justo ante los pies de Rafi. Cuando éste intentaba explicar por señas a los sorprendidos empleados que no comía cerdo porque era judío (dedicó la primera parte de la pantomima a hacerles entender que estaba circuncidado), Alessandro le sacudió del hombro.
—¡El puente! —le señaló.
Éste se alzaba sobre el agua al doble de la altura del tren, y la corriente del río apareció abundante y profunda. Los empleados se quedaron con la boca abierta cuando Alessandro, y luego Rafi, saltaron del techo del tren, planearon por el aire durante un tiempo increíble, y se estrellaron como piedras en el agua.
El choque con el agua fría fue como una descarga eléctrica. Restañó sus heridas y les limpió la sangre, sudor y suciedad. Cuando emergieron a la superficie, tenían la garganta llena de agua asfixiante y les resultaba difícil ver, pero la corriente los transportó veloz a un recodo del río, donde nadaron hacia una playa arenosa y allí subieron a tierra.
Mientras corrían a campo traviesa para evitar quedarse totalmente helados, ambos fueron conscientes de que a partir de entonces serían capaces de realizar cualquier hazaña.
—La mayoría de la gente nunca hace esto —observó Alessandro—, y sin embargo eso es lo que nos salva. Nos pone a prueba para estar en forma.
—Sólo para la guerra —añadió Rafi.
—Estoy casi convencido de que nunca tendremos que ir a la guerra. Es poco probable que estalle una guerra en Europa y, aunque así fuera, hay muy pocas probabilidades de que Italia participe en ella. Pero quiero estar preparado. Y eso no sirve sólo para la guerra. Es útil para todo.
Una noche, al regresar a sus habitaciones, Alessandro se encontró con una carta: estaba escrita sobre el papel más fino, con una caligrafía autoritaria y elegante. Después de quitarse la húmeda chaqueta, encendió las lámparas y el fuego. Aquélla era una carta de las que suelen imprimir un nuevo giro a la vida, pensó Alessandro. Mientras la estancia empezaba a caldearse, abrió el sobre. La carta empezaba así:
Excelentísimo señor:
Mi vida como hombre en este mundo cruel se acerca rápidamente a su fin. En mis setenta años de aflicciones, me he visto empujado por un motivo u otro a tener que luchar para ganarme el sustento, mantener a mi familia y seguir el cauce que se me ha asignado.
De joven pensé que con paciencia al final lograría convertirme en algo parecido a un rey, estaba convencido de que dormiría en una habitación de cinco pisos de alto por cincuenta metros de ancho, que mandaría ejércitos enteros, y que el destino me elevaría a esos preclaros lugares desde donde la vida parece fácil y hermosa.
Pero mi suerte ha sido muy parca. La posición más elevada que he conseguido ha sido la de jefe de la antigua orden de los escribientes en el bufete de su padre. Los antiguos escribientes me han rendido obediencia, pero no en la medida que yo esperaba, sobre todo ahora que ni siquiera me obedecen.
Esta semana sufrí la afrenta máxima. El martes, su padre trajo a la oficina un artefacto, que según creo se denomina «máquina de escribir». Antonio, un joven con una caligrafía espasmódica y sin elegancia, traicionó a toda su profesión al conseguir en un solo día teclear esa monstruosidad como si fuera una gallina bizca, realizando contratos de primordial importancia. ¡Es capaz de escribir dos páginas en una hora! Esa increíble velocidad me ha anulado por completo.
No sólo van a redactarse documentos de primerísima calidad con esa máquina, y puede que con alguna otra, sino que el mal que trajeron consigo a la oficina llegó el martes junto con una resma de asqueroso papel negro, que al insertarlo en capas alternas entre las hojas de papel blanco, proporcionan cinco copias del documento original.
A pesar de que los resultados son espantosos, ahora todo el mundo va mucho más rápido, con lo que sólo hay trabajo para tres escribientes y tres máquinas. Su padre se propone conservar a un solo escribiente de la vieja escuela como yo, para que pase las facturas, escriba cartas y lo acompañe a los juzgados. Mi escritura ya no es lo bastante rápida para ese tipo de trabajo. Como usted muy bien sabe, no resulta fácil.
Tendría que retirarme, pero no puedo permitírmelo. He gastado todo mi dinero en la savia.
Como usted expresó mi mismo parecer respecto a esas máquinas de escribir, ahora le suplico que me proteja. Ayúdeme a dar el último salto.
Necesito convertirme en profesor de teología y astronomía en esa universidad a la que usted asiste. Durante muchos años he estado estudiando y formulando ideas y teorías que aclararán los misterios de esta dolorosa existencia. No exijo mucho dinero, tan sólo una cantidad equivalente a los años que he gastado en la savia.
Debe usted conseguirme este puesto. Y si ya estuviese ocupado, ayudaría en sus obligaciones al ocupante actual; gratuitamente si es preciso, ya que dentro de poco voy a recibir una pequeña pensión. De hecho, en caso necesario puedo contribuir al mantenimiento y conservación de la cátedra con la cantidad que se precise para mantener mi colaboración.
Llegaré a mediados de la semana que viene dispuesto a dar mi último salto mortal. Con todo mi afecto, etcétera, etcétera…
Orfeo Quatta.
Al día siguiente, cuando Alessandro regresó de su última clase, Orfeo lo aguardaba en el umbral.
—¿Qué es eso? —le preguntó Alessandro, señalando un enorme bulto redondo de piel, en forma de tapón, atado con correas.
—Es mi maleta —contestó Orfeo, como si Alessandro fuera un estúpido.
—Sí, pero está cubierta de pelo. Nunca he visto una maleta con pelo encima.
—Las pieles sin curtir son las más resistentes —explicó Orfeo—. Éstas son las maletas que utilizan los americanos, sólo que ellos las llevan con cabeza y rabo.
—¿Y de qué animal está hecha?
—De vaca.
Alessandro invitó a Orfeo a quedarse con él, a fin de disuadirlo de que diera el gran salto y enviarlo de regreso a Roma con una carta que le escribiría a su padre, donde le explicaría la humanitaria necesidad de que volviera a contratarlo en las mismas condiciones de antes.
Pero a Orfeo no se le disuadía fácilmente.
—Orfeo —le dijo Alessandro, cuando se hubieron sentado ante un agradable fuego—, no existe ninguna posibilidad de que lo admitan como profesor, ni siquiera que lo acepten como ayudante. Ni por un día, ni una hora, ni un segundo… Si regresa usted a Roma con la carta que voy a escribir, todo volverá a su estado inicial.
—¿Adán y Eva?
—Lo que usted quiera.
—¿Los jardines colgantes de Babilonia?
—No sé, cualquier cosa que usted quiera, Orfeo.
—No —contestó el anciano, sonriendo presuntuoso—. Si ellos supieran de la bendita savia que he descubierto en todas las fuentes, seguro que me invitarían a quedarme en su facultad.
—No soy del mismo parecer.
—Oh, pues lo harían. Estoy seguro. Aquí dentro están todas las teorías —dijo, apoyando un dedo en la sien—. La gravedad, el tiempo, la determinación, el libre albedrío, todo cuanto quiera. Las aflicciones del mundo se habrían acabado.
—Está bien, de acuerdo. Le presentaré al funcionario adecuado y se lo explica usted mismo.
—¡Ni hablar! —exclamó Orfeo—. Eso nunca funcionaría.
Alessandro le sacó un formulario.
—Yo no tengo título alguno y ellos no me conocen. Tardaría años en poder convertirme en profesor.
—Eso es exactamente lo que le estaba diciendo.
—Puede que esos hombres no sepan nada de esa especie de perro que aúlla el dolor del universo, o de la bendita savia…
—Puedo asegurarle que, aunque estuviesen enterados, tampoco lo admitirían.
—Entonces tendremos que ser más listos que ellos. Abra mi maleta.
Alessandro abrió con cautela las correas de aquel barril peludo que había subido por las escaleras y sacó la toga más extraordinaria que hubiese contemplado en toda su existencia. Estaba ribeteada con cintas de color púrpura y de pelo blanco. En el pecho llevaba cosida una escarapela de piel de zorro rojo y un cordón granate asegurado con una presilla en el hombro. El birrete parecía un barco de guerra del siglo XIV que se hubiese reencarnado en un almohadón de color púrpura.
—¿Qué es eso? —inquirió Alessandro.
—La túnica del rector de la Universidad de Trondheim, en Noruega. Nadie habrá oído hablar de él, aparte de que ya ha fallecido.
—¿Saqueó usted su tumba?
—Todo el mundo sabe que mi cuñado es un sastre de Hamburgo… Hace años, cuando el rector de la Universidad de Trondheim estuvo en aquella ciudad, le entregó la túnica a mi cuñado para que se la ensanchara. Tenía que pronunciar un discurso y había engordado bastante; sin duda por comer demasiados jopkeys, unos panecillos noruegos. Pero el director falleció y su viuda le dijo a mi cuñado que podía quedarse con la túnica. Éste, que conocía desde hace tiempo mis ansias por dar el gran salto, me la remitió.
—¿Y qué piensa hacer con ella?
—¿No salta a la vista? Yo, el rector de la Universidad de Trondheim, de paso por Bolonia, voy a pronunciar una trascendental conferencia.
—Pero usted no habla noruego.
—Nadie habla noruego. Además, yo hablo un italiano tan perfecto, que, aunque hubiera alguien que hablase noruego, ¿por qué iba a querer utilizar ese idioma?
—¿Qué me dice de otro noruego?
—Le diría que soy un húngaro de paso hacia Trondheim para hacerme cargo del puesto, y que si quiere hablarme tendrá que hacerlo en húngaro, latín o italiano. ¿Qué idioma cree usted que elegiría, eh?
—Confío en que habrá pensado en un nombre que pueda tomarse como noruego o húngaro, si eso es posible.
—Orflas Torvos —pronunció Orfeo, sin dejarse ni un acento.
Los ojos de Alessandro saltaron de un lado a otro, intentando escapar.
—Usted sólo tiene que averiguar cuándo queda libre el local más idóneo para dar mi conferencia —añadió Orfeo—, y ayudarme a pegar los carteles.
—¿Qué carteles?
Orfeo metió la mano en el barril peludo.
—Éstos.
Había docenas de carteles bellamente impresos, donde se anunciaba su conferencia sobre «Astronomía, Teología y la Bendita Savia que une al Universo». Unos espacios en blanco, para el lugar, fecha y hora, aguardaban su insuperable caligrafía. Estaba decidido a dar el gran salto.
A primera hora de una noche de finales de enero, mientras las lámparas de gas llameaban en el abovedado Teatro Barbarossa y un tren expreso cargado de aire frío bajaba de Suiza dispuesto a helar a los italianos en sus lechos, Orfeo dio el gran salto. Como a menudo sucede en instantes de crucial importancia, el hombre que lo arriesgaba todo —en ese caso Orflas Torvos— estaba completamente sereno y era dueño de sí mismo.
Solo en el alto escenario, paseó atrás y adelante con su magnífica túnica y su birrete color púrpura, realizando una sorprendente imitación. Quería imitar la expresión preocupada, irritada y arrogante, habitual en todos los conferenciantes académicos lo bastante vanidosos y crueles para pretender humillar a varios centenares de personas a la vez.
Durante unos pocos segundos, Orfeo entró en comunicación con su reloj de bolsillo. Luego lo cerró y aguardó. Cuando el último del casi millar de asistentes se acomodó en su asiento, al fondo del antiguo salón de conferencias iluminado por lámparas de gas, Orfeo carraspeó y subió al podio.
Recorrió con la mirada el amplio interior del Teatro Barbarossa y poco faltó para que se tambaleara de espanto y de tristeza. El espanto se debía a la visión de aquel millar de personas que lo contemplaban como bebés ansiosos de que los levantara en el aire, y la tristeza al recuerdo de que su padre y su madre habían pasado toda su vida frente a un auditorio, iluminados por fluctuantes candilejas y antorchas en espiral. Los dos habían muerto hacía casi tres cuartos de siglo y se habían quedado en algún punto de la carretera, bajo unas sencillas tumbas. Lo último que su hijo de cuatro años vio de ellos fueron sus lápidas de madera, desde una de las carretas del circo, que se dirigía a la siguiente representación.
Antes de que Orfeo cumpliera los diez años, el director del circo lo llamó junto a un manzano y le dijo:
—Orfeo, tendrás que dejarnos. No eres lo bastante deforme y has crecido demasiado.
—¿Dónde están enterrados mis padres? —le preguntó.
—No me acuerdo. Creo que en algún lugar de Rumania.
—¿Dónde?
—Al borde de la carretera.
—Ya lo sé, ¿pero dónde?
El director del circo movió la cabeza de un lado al otro.
—No fue en ningún lugar cerca del mar Negro; de lo contrario me acordaría.
—Muchas gracias.
Los diez años siguientes los pasó con un grupo de gitanos, tratantes de ganado, que lo contrataron como escribiente. Como no era uno de los suyos, cuando alcanzó la edad para casarse lo abandonaron en Trieste. Desde allí se había encaminado hacia Roma, donde durante medio siglo había sido escribiente de asuntos legales, dado que el despacho al que se había dirigido, cerca de la estación de ferrocarriles, era el bufete de un abogado.
Ahora era él quien se veía iluminado por las candilejas y las antorchas en espiral, como si el mundo fuera el único capaz de imprimir tales rodeos, ya que un rodeo era la única forma que él tenía para regresar al lugar perdido donde se le había roto el corazón. Siempre había creído que se merecía un título por cada carta perfectamente copiada, por cada página inmaculada. El mundo en su totalidad consistía en una labor de espera, que todos debían acatar.
—Echo de menos mi hogar en Trondheim —empezó con un tono autoritario, casi imperativo, de contrabajo—. Echo de menos la forma en que los vientos del Ártico arrancan los carámbanos de los aleros, y cómo éstos se estrellan al igual que una bomba sobre una ciudad de cristal.
La audiencia permaneció atenta en sus asientos. Lo que ignoraban era que mientras Orfeo hablaba con su profunda voz de contrabajo, su alma se mecía con la música de un circo.
—Ustedes no saben nada de la savia —prosiguió—. Ni tienen la más remota idea de la bendita savia, la bienaventurada savia que llena los marfileños valles de la luna.
Los oyentes se envararon en sus asientos y fruncieron las cejas al intentar penetrar en las manifestaciones de Orfeo.
—Ustedes, pequeños mocosos, mandriles, se parecen a los monos del Peñón de Gibraltar.
El corazón les dio un vuelco y sintieron que la sangre se les acumulaba en la aorta, tiesos como un palo. Orfeo continuó, cada vez más relajado, y su tranquilidad se debía a una función inversa a la tensión que se acumulaba en el estómago de los asistentes.
—Toda mi vida he padecido esta deformidad, mientras ustedes permanecían en la cocina bien surtida de sus padres, atiborrando de zabaglione sus fabulosos cuerpos. Las muchachas, bronceadas y de ojos verdes, con su abundante melena rubia trenzada para formar un lascivo cesto que caía sobre sus robustas espaldas…
»Y los muchachos, estúpidos idiotas de mandíbula de granito, que me doblaban en estatura, embriagados con su apostura, se limitaban a aparecer por la tarde, a jugar al tenis, a comer y a abordar con su desnudez espléndida a aquellas mujeres hermosas y esculturalmente formadas.
»Yo supe, incluso antes de haberlo deseado, que habría un árbol nudoso y retorcido, negro y duro, que nunca daría fruto, un pez que nunca saltaría, un gato que nunca maullaría. Toda mi vida ha sido amargura y lamento, amargura y lamento…
»Sin embargo —añadió, cerrando brevemente los ojos—, durante algún tiempo fui capaz de imaginar la suavidad y la dulzura del amor.
Orfeo apoyó la cabeza sobre el dorso de la mano derecha, en un gesto digno de un actor de teatro clásico, y todo el mundo en el Teatro Barbarossa percibió su respiración. Luego él levantó la mirada y empezó a hablar con acento grave, casi monótono:
—La textura glacial de la bendita savia, de la sublime savia enaltecida, se descongelará, y el mundo arderá. En los grados de la exaltación, el primero es la detención de todo aleteo en el más profundo de los movimientos, y el más enaltecido observa por encima de la blancura de los polos. El segundo grado es el lento transcurrir de la savia que se derrama como lava por el borde del exterior, etcétera, etcétera… Hasta que la bendita savia del décimo grado, físicamente indistinguible de lo que llamamos… —y aquí hizo una pausa, como si algo le doliera— gas…, se convierte en la auténtica savia, la sublime savia que constituye la parte esencial.
»Uno puede saltar encima, o puede saltar afuera. Es como saltar sobre la pluma de un pájaro, o la danza de los pomposos animales sobre la superficie reseca de un arroyo. Imaginen un trono, por ejemplo, situado entre un grupo de árboles. El oxígeno del desolado valle marfileño de la Luna, blanda y silenciosa, te vuelve patas arriba. Cierras los ojos. Oyes los grillos que cantan en la noche. Tu madre te acaricia la cabeza mientras la carreta avanza. No importa que ella mida medio metro. No importa. Ella te quiere. El amor de una madre hacia su hijo es suficiente, incluso para la gente encorvada que sólo mide medio metro, porque los bebés lo ignoran. Ellos aman y se dejan querer.
»¿Que dónde está la tragedia? La tragedia es ésta. Aunque, ¿qué sabrán ustedes, puñado de mocosos ignorantes? —inquirió—. Antes de que sus padres nacieran, mi mano guiaba las corrientes de la bendita savia a través de los océanos de pergamino que, de haber tenido mis maestros la visión y el valor necesarios, habrían podido transformar el mundo, como si mi mano hubiese guiado a cientos de reyes.
»A medida que los ríos de blancura fluían a través de mi pluma, yo transcribía la imagen inversa de la bendita savia mediante formas que me paralizaban el corazón. Nosotros poseíamos el sello adecuado, o al menos habríamos podido tenerlo. Las órdenes que yo transcribí, todas juntas, tendrían la fuerza necesaria para levantar cordilleras de montañas. Mi voluntad interpretaba su propia canción, pero la savia era negra, negra como la sangre.
»Empecé a estudiar los efectos de los contrarios, para, mediante su comprensión, poder censurar al enaltecido y transformar la huella de su manto sobre el pergamino. Al cabo de muchos años, había yo regurgitado las diez categorías de la bendita savia y las había mezclado en todas sus posibles formulaciones. Estaba a punto de averiguar la forma de trasponer el orden de las categorías y volver a arrojar la savia sobre el pergamino para dejarlo negro como el carbón, lo cual habría convertido la bendita savia negra en blanca, y de nuevo en negra.
»Durante algún tiempo mis órdenes habrían resplandecido en blanco, reformando al mundo con su luminosidad. Pero el padre de este muchacho —tronó Orfeo, sin señalar a nadie en particular, con lo cual obtuvo la eterna gratitud de Alessandro— me expulsó en el último momento y me robó la maestría de la savia. Él destrozó todo el sistema, que yo había construido con tanto cuidado, para inducir a la savia a que realizara un súbito cambio.
»¿Saben ustedes qué hizo? Se lo voy a decir —exclamó Orfeo, abandonando el podio para mirar fijamente hacia las primeras filas, hasta que nadie se atrevió a respirar—. Trajo esos artefactos conocidos como “máquinas de escribir”, las cuales son más ruidosas que la cisterna de un retrete. La cosa más fea que puedan ustedes imaginar, que escribe letras individuales siempre idénticas, aunque sin vida. Esas máquinas carecen de gracia. Son incapaces de realizar un adorno, variar el grosor de una línea, o torturar al lector con el paso a un estilo indescifrable, pero encantador. Un buen calígrafo puede crear ríos que se deslizan hacia el mar, ríos tan salvajes y caprichosos como un torrente en los Alpes, o tan caudalosos como el Isarco, o tan anchos y lisos como el Tíber en Ostia, o tan profundos como el Po al desembocar en el Adriático.
»Pero ¿y la llamada “máquina de escribir”? Ese artefacto ha atacado a la bendita savia que une todas las cosas. Ha sido mi propio verdugo. Mecánica y veloz, tan mortal como el acero, como esas armas que disparan cien balas de un tirón, ha asesinado mi existencia, ha destrozado mis hermosas líneas, ha obligado y vencido al tiempo. El viejo mundo se ha extinguido y ahora, ¿lo sabían ustedes?, van a dotarlas de motor, de modo que habrá que sentarse en un sillón de goma, o llevar un traje de goma, para evitar que nos electrocuten.
»Pegarán nuestras manos a las teclas y nos limitaremos a permanecer allí sentados, bajo una luz eléctrica que nos destrozará la vista, en nuestro sillón de goma, sin otro aliciente en esta vida. ¿Se dan cuenta? Sin ningún otro aliciente.
Había finalizado. Avanzó en silencio por el pasillo central. Las cabezas se volvían al pasar, pero nadie se levantó para seguirlo. Cuando abandonó el Teatro Barbarossa, un gran suspiro colectivo escapó de aquel millar de almas, pero ni una sola persona habló mientras la audiencia salía al aire frío de la noche. Varios licenciados de la Universidad de Trondheim se escabulleron por los estrechos callejones, preguntándose ansiosamente qué les depararía el mañana.
Cuando Alessandro llegó a casa, no encontró allí a Orfeo ni a su maleta. Corrió hacia la estación, donde el último tren a Roma estaba a punto de partir. Recorrió arriba y abajo el andén en busca del anciano, pero al principio no logró encontrarlo, ya que se encontraba en el lavabo, sin atreverse a tirar de la cadena antes de que el tren saliese de la estación. Al final no pudo resistir más y regresó a su compartimento, donde Alessandro lo descubrió mientras colocaba su extraña maleta sobre la red de los equipajes.
Alessandro se quedó en el exterior, recuperando el aliento, y Orfeo abrió la puerta para poder hablar.
—¿Qué va a hacer ahora? —le preguntó Alessandro.
—Regresar a Roma y morir —contestó el viejo escribiente.
—Hablaré con mi padre. Haré que se deshaga de las máquinas, o como mínimo que lo mantenga en su puesto hasta que usted quiera. Podrá usted seguir haciendo los contratos a la antigua usanza, como si nada hubiese cambiado.
—Es inútil —se lamentó Orfeo—. He estado engañándome a mí mismo. Estas máquinas están en todas partes. Todo el mundo las utiliza ahora. Hace diez años que empezaron a utilizarlas, pero yo no quería admitirlo. Cuando llegaban catálogos a la oficina, yo los rompía. —Movió la cabeza de un lado al otro—. Ya todo ha terminado.
—Escribiré a mi padre —repitió Alessandro, andando al lado del tren, que había empezado a moverse y ganaba velocidad.
Orfeo negó con la cabeza una vez más.
—Gracias, pero todo ha terminado.
Se inclinó hacia fuera para cerrar la portezuela y, al contemplar al muchacho que corría junto al tren, su rostro expresó una profunda conmiseración. Cuando la puerta se cerró de golpe y el tren abandonó la estación para entrar en la noche invernal, Alessandro recordó a Orfeo dándole golpecitos en el pecho mientras le decía:
—Si la bendita savia no logra mantener unido a este mundo, entonces, ¿qué lo conseguirá?
En junio de 1911 hizo tanto calor durante varias semanas, que en el jardín de los Giuliani los gatos permanecían tendidos como tigres en lo alto de los árboles. En cuanto el sol asomaba por encima de los Apeninos, la ciudad empezaba a arder. Incluso en lo alto del Gianicolo, donde la brisa soplaba entre los frondosos pinos.
Alessandro y Lia se veían en el jardín. La hierba se había vuelto blanca, con toques de plata y oro, bajo los efectos de un sol que, día a día, se abatía sobre ella desde un cielo despejado, y un viento seco que parecía soplar en todas direcciones. Sin embargo, el calor era lo bastante seco y dorado para que resultara agradable. Durante la primera parte del mes, bajo el recuerdo de un invierno húmedo y lluvioso, incluso lo acogieron con agrado, de la misma forma que lo maldecirían en pleno agosto.
Cuando Lia se hallaba profundamente inmersa en sus pensamientos, el rostro se le oscurecía lo suficiente para recordar al de un buen tirador concentrado en un blanco difícil. Al reír, no sólo lo hacía con el rostro y la voz, sino con un leve movimiento de hombros y brazos, una especie de latigazo suave y eufórico que siempre finalizaba con una curvatura y relajación de los dedos.
Alessandro la deseaba intensamente. A veces se fijaba en uno de sus rasgos físicos, con frecuencia de tan poca importancia que ni siquiera ella lo había percibido, como por ejemplo la curva del cuello al bajar hacia los hombros, o la microscópica geografía de sus labios. Eso provocaba sorpresa en ella y un agradable estupor. Lia podía estar hablándole, con la cabeza ligeramente inclinada, y de pronto se daba cuenta de que él miraba fijamente el declive de su labio superior. Al principio intentaba escapar, pero nada más volverse comprendía que la evasión era del todo imposible. Sentía que poco a poco se iba excitando, al tiempo que notaba que el labio superior se le entumecía ligeramente, sensación que luego se extendía al resto del cuerpo. Y eso era mucho mejor que un beso, ya que podía durar mucho más y no se extinguía al consumarlo.
El hecho de que Alessandro pudiera, incluso en medio de un absoluto silencio, provocar en Lia tal estado de excitación sexual y hacerla enrojecer como una de las amapolas de Villa Doria, era un triunfo para los universitarios a los que el abogado Giuliani tanto gustaba de menospreciar, ya que ellos habían enseñado a Alessandro un par de cosas sobre cómo debía mirar.
Un halcón se dejó caer desde el cielo vacío sobre las ramas superiores de un alto pino. Lia alzó rápidamente la mirada hacia allí, protegiéndose los ojos del sol con una mano, y en ese preciso instante Rafi Foa salió de la casa de los Giuliani, vestido con un traje completo y acarreando un maletín. Después de haber subido andando la colina, su aspecto recordaba a un soldado en unas maniobras por el desierto, pero nunca se aflojaba la corbata ni se quitaba la chaqueta: dado que el traje tenía una lógica interna y él había decidido ponérselo, no estaba dispuesto a contradecir esa lógica.
—Éste sí que es un tipo complicado —comentó Alessandro, cuando Rafi se les acercó—. Camina a grandes pasos, pero, aun así, se pone traje en días como éste.
Rafi se sentó sobre la rubia hierba y tiró el maletín frente a él. Había finalizado sus estudios con notas excelentes y efectuaba la ronda de los palacios y ministerios con la esperanza de empezar desde arriba, pero, debido a la forma en que operaba el gobierno y porque no ponía en ello todo su entusiasmo, aún no había encontrado empleo. Incluso los guardias y los porteros percibían su indecisión, y los jueces y viceministros intuían de inmediato que algo lo arrastraba lejos de la abogacía, algo sagrado y vital.
—He ido a ver al jefe de protocolo del Tribunal Supremo —explicó Rafi, empapado en sudor Es lo bastante viejo para que piense en un sucesor. Le había impresionado mi historial y me ha preguntado cómo andaba de francés. Le he dicho que lo hablaba correctamente y ha empezado a gritarme en el dialecto de los saboyanos; italiano de Aosta, solíamos llamarlo en la escuela. Ha empezado a decir tantas insensateces, y con una voz tan chillona, que me ha entrado la risa.
—Pero no te habrás reído —dijo Alessandro, quien estaba orgulloso de Rafi y quería que alcanzase una posición lo más elevada posible.
—No he podido evitarlo. Me ha formulado un montón de preguntas que yo sólo entendía a medias, y ni siquiera hacía pausas entre una y otra. Sospecho que pretendía probar que yo no sabía francés, a pesar de haberle dicho que sí.
—¿Y tú qué has hecho?
—Se lo he dicho.
—¿En serio? —preguntó Lia.
Rafi asintió.
—Le he dicho: «Quizá piense usted que habla francés, pero parece el tonto del pueblo». Se ha ruborizado y ha empezado a hacer extraños sonidos.
—¿Y qué ha ocurrido luego?
—¿Que qué ha ocurrido? Pues que me he largado de su despacho. Puede que yo no tenga madera de abogado.
Lo primero que hizo la señora Giuliani cuando Alessandro y Rafi llegaron de Bolonia, después de haber cabalgado duramente toda una semana, fue acompañar a éste a una pequeña habitación que daba al jardín. Cuando le enseñó el cuarto de baño, entró allí de puntillas y con un dedo sobre los labios.
—Tendrás que ir con cuidado, o de lo contrario despertarás a Luciana —le susurró—. Mañana se marcha a Nápoles con sus compañeras de estudios, para el viaje de fin de curso. Ya se habrá ido cuando os levantéis.
—¿Quién es Luciana?
—Mi hermana pequeña —contestó Alessandro.
—Nunca me has hablado de ella.
Alessandro se encogió de hombros.
Con cuidado, la señora Giuliani cerró silenciosamente el pestillo de la puerta que comunicaba con la habitación de Luciana y empezó a llenar la enorme bañera de patas egipcias.
—Ahora disponemos de mucha agua caliente —le informó.
A solas en el cuarto de baño, Rafi se quitó en silencio las prendas sucias y se metió en la voluminosa bañera. Al sumergirse, quebró la lisa superficie con el chapoteo, pero a continuación se esforzó por no hacer ruido. Cuando hubo finalizado, antes de apagar la luz y permitir que la bañera cantara para sí a medida que se vaciaba en la oscuridad, descubrió una taza sobre un estante. Pegado en torno a ella había un trozo de papel, escrito con letra femenina, que rezaba: «Para una prenda de vestir». La taza estaba medio llena de pequeñas monedas. El trazo de la letra no se había liberado aún de las normas de la caligrafía para que perteneciera a una persona adulta, ni era lo bastante inocente como para ser de una criatura.
Rafi durmió a pierna suelta, y a la mañana siguiente, al despertar, Luciana ya se hallaba a mitad de camino de Nápoles. Durante varios días, a la hora de cenar, se sentó en el sitio de ella; y, aunque a menudo el abogado Giuliani se refería a su hija como Lucianella, Rafi no preguntó nada acerca de ella. Luciana era una colegiala, una cría, pero cada noche, al volver a casa después de la ronda por los palacios y ministerios, Rafi se acercaba a la pequeña taza con la nota escrita a mano y estudiaba cuidadosamente la caligrafía.
Era mejor entrevistarse con el secretario del ministro de Justicia que con el ministro en persona, según había aconsejado a Rafi el abogado Giuliani, ya que el secretario era quien realizaba las contrataciones.
—No se lo digas a Giuliani —le advirtió el padre de Lia—, pero ve a ver antes al ministro. Si le caes bien, te acompañará al despacho del secretario para que te contrate o te prepare. Depende.
—¿Depende de qué?
—De la situación concreta en que se encuentre ese circo al que llamamos Ministerio de Justicia. Es posible que los subordinados lo controlen todo. Si el ministro es un estúpido, delegará en ellos cuanto pueda y demasiado a menudo, con lo cual ellos usurparán sus poderes hasta que lo echen todo a perder peleándose entre sí… Eso si a él le acompaña la suerte.
—¿Y cuál es ahora la situación en el Ministerio de Justicia?
—Lo ignoro.
—El abogado es amigo del secretario.
—Entonces tienes que ser tú quien decida. Si quieres, yo puedo conseguirte una entrevista directamente con el ministro. No tienes más que pedírmelo. Mi mujer me ha comentado que el hermano de su amante está casado con una veneciana. La decisión está en tus manos.
La noche en que Luciana regresó de Nápoles, Rafi, Alessandro, Lia y el hermano de ésta habían acudido al concierto que interpretaba una orquesta de Budapest. Rafi se sorprendió al comprobar lo difícil que era escuchar la música por encima de una docena de discusiones briosamente susurradas acerca de la diplomacia austrohúngara, pues en Venecia lo que solía ahogar la música eran las conversaciones relativas a temas como el sexo y el dinero.
En el debate que siguió en un restaurante del Trastevere, Rafi se mostró totalmente desinteresado, como la mayoría de los abogados que consideraban la posibilidad de participar en política. En cambio, las opiniones de Alessandro eran contrarias y volátiles, y era un experto en justificarlas, incluso cuando éstas se advertían totalmente absurdas. Seguía leyendo todo lo relacionado con la diplomacia y devoraba los diversos periódicos que se recibían al amanecer. Luego combinaba sus conocimientos recién adquiridos con la lógica, el entusiasmo y la retórica, y hacía grandes progresos.
Todos regresaron a medianoche. Rafi descubrió que la taza de Luciana había desaparecido y que el pestillo había cambiado de posición. A la mañana siguiente tenía una cita con un funcionario que —al son de los gallos que cantarían en los corrales de la colina que se alzaba detrás del ministerio— hablaría extensamente sobre cuánto le exigía a su personal. Sin embargo, antes de salir para la cita, Rafi, con los pantalones y los zapatos puestos, sin camisa y los tirantes colgando a los lados, se dispuso a afeitarse. Cuando una parte de su rostro estaba ya limpia, y la otra se hallaba cubierta de espuma, la puerta del cuarto de Luciana se abrió. Con la navaja aún en la mano, a punto de deslizaría a lo largo de la mejilla, Rafi se volvió.
Olvidándose de que en casa había alguien más, Luciana entró en el cuarto de baño al despertar y se quedó de pie ante Rafi, cubierta con un corto camisón, absolutamente inmóvil y conteniendo el aliento. Él se había asustado casi tanto como la joven, no por lo inesperado de la entrada, sino por el aspecto seductor de la muchacha. Era más alta que su hermano, con una maraña de cabello rubio que aún llevaba sin peinar. Tanto los brazos como las piernas eran tan largos y esbeltos que resultaba difícil sacar conclusiones respecto a su edad, del mismo modo que lo había sido deducir algo de su letra, excepto algunas contradicciones que, de haberse preocupado en analizarlas, le habrían informado de cuál era exactamente su edad.
Era demasiado alta para ser una niña. Parecía doblar a Lia Bellati en estatura, mostraba cierto empaque y no crecería ya más. Por otro lado, se la veía excesivamente frágil para ser una mujer. La delicadeza de sus piernas corroboraba que su existencia no era lo bastante larga para que la gravedad se hubiese instalado en ellas.
Rafi no era un experto en mujeres, pero sí un buen observador. Al ver que Luciana enfocaba los ojos hacia él exagerando la mirada de sorpresa, como alguien que nunca hubiese visto a otro ser humano, comprendió inmediatamente que la joven necesitaba gafas. Supuso que por razones de vanidad se las quitaba siempre que podía y, si bien no podía precisar el motivo, eso lo complació.
Luciana y sus compañeras de clase habían estado nadando en Capri, debido a lo cual se la veía bronceada y con el cabello extremadamente rubio. La brevedad del camisón provocó una agradable sacudida en Rafi, pero fue incapaz de apartar los ojos del rostro de ella.
En cuanto a Luciana, parecía tan frágil como un junco, paralizada ante la presencia de aquel hombre musculoso, desnudo de cintura para arriba e inclinado sobre la jofaina. El mueble donde se apoyaba le llegaba a la mitad de los muslos y la parte superior del espejo mostraba sus hombros y garganta. Tenía que agacharse para poderse afeitar. De haber estado completamente vestido, sus cabellos negros y sus brillantes ojos de tártaro le habrían paralizado el corazón, pero contemplar además aquel cuerpo esbelto, que años de duro trabajo habían formado y cambiado en algo tan sólido y fuerte como una estatua de mármol, provocó en Luciana una placentera turbación. Sólo al cabo de unos instantes, mientras el vapor subía de la bañera formando espirales, logró balbucear:
—Oh, supongo que será mejor que vuelva más tarde.
El recuerdo de aquel encuentro mantuvo a Rafi despierto muchas horas en las noches siguientes.
Durante la cena, Luciana fue incapaz de mirarlo, excepto por alguna furtiva ojeada. Vestía el uniforme del colegio, tartamudeaba constantemente al hablar, y abandonó la mesa tan pronto como le fue posible. Él hizo gala de una enorme sangre fría.
Rafi podría haber regresado a Venecia, pero se quedó.
Alessandro percibió un zumbido en sus oídos cuando él y Rafi bajaron del tren al duro lecho de la vía, en la estación de Barrenmatt. A dos mil metros de altitud, el aire era tan leve y silencioso que parecía tan sólo un destello más de la luz. Los sonidos llegaban de forma distinta y no resultaban tan apremiantes. Los cuerpos, obligados a una economía de movimientos, se trasladaban con una especie de gracia especial, y el sol de agosto era más diáfano que cálido. Recogieron sus mochilas en la puerta del único vagón de equipajes, las apoyaron junto a la vía y se sentaron sobre la tienda que llevaban enrollada.
A mediodía, apenas se veía una nube en el cielo. Hacia la izquierda, sobre un ribazo, estaba la aldea. De sus cinco edificios, incluida la estación, el más grande era el hotel, que tenía cuatro pisos y un desván. Todas las ventanas de la aldea estaban provistas de persianas y jardineras colmadas de geranios. La única calle llegaba hasta la colina y luego viraba para regresar a la estación; el resto de Barrenmatt era pura roca, vías, edificios, carretera o campos. Éstos estaban desiertos en aquellos instantes, pues las vacas habían emigrado a mayor altitud, donde continuamente hacían sonar nerviosas los cencerros de cobre u hojalata. Aquellos cencerros se oían mejor desde lejos, y su estructura era sólida, ya que se oían lejanos aunque se encontraban allí cerca.
El tren retrocedió unos cuantos metros por la vía y se detuvo para que algunas mujeres con sombrilla pudieran bajar delicadamente los peldaños exteriores. La distancia entre aquellas mujeres y los dos jóvenes con su material de escalada no superaba la que había entre la terminal de carga y la de pasajeros, pero muy bien podía haber sido todo un océano. El tren era uno de los típicos trenes de montaña, y su máquina, un pequeño y vigoroso conjunto de cilindros y bielas. Arrastraba tan sólo dos vagones, más pequeños que los de un tren normal, fabricados con maderas aromáticas que crujían a cada recodo de la vía. Las ventanillas del vagón de pasajeros eran de cristal grueso, pesado y transparente, con un matiz purpúreo apenas perceptible, a través del cual las agudas y brillantes aristas de las rocas se percibían con todo detalle. Un chorro de vapor se arrastró perezosamente por el suelo y luego desapareció cerca de los pies de un ferroviario que tensaba clavijas mientras las damas bajaban de su primoroso juguete.
De haber estado todo aquello en Roma, se habría visto rodeado por cosas parecidas, derramando sus atributos en una caótica ilusión. En Roma habrían parecido más grandes, pero a dos mil metros y al aire libre parecían tan insignificantes como las vacas de los pastos altos, casi invisibles por la distancia. Allí, en solitario y en medio de aquellos vastos espacios abiertos, tanto el tren como las casitas parecían haberse comprimido. Sus colores se dirían más intensos y amigables, y sólido y denso su volumen. Al igual que muchos de los productos artesanos que se realizaban en las montañas, parecían encuadrarse perfectamente en unos límites muy definidos. La belleza de los relojes suizos radicaba en su precisión, y ésta nacía de su modestia. No precisaban ser un planetario, ni el reloj de un campanario, lo mismo que un cantante tirolés no tenía por qué interpretar sinfonías. Esta familiaridad con sus limitaciones había puesto la perfección al alcance de quienes los habían diseñado.
Según Alessandro, esto se debía sencillamente a que los habitantes de las montañas eran conscientes de que ya habían conseguido todas las cosas realmente importantes. No necesitaban imaginar escaleras que condujeran hasta el cielo, ni picos de tamaño gigantesco que les atenazaran el corazón, pues disponían de ellos en tal profusión que les resultaba difícil comunicarse de pueblo a pueblo. Gracias a ellos, a veces el mismo Sol se negaba a brillar, o se veía forzado a desplegar sus rayos dorados a través de las redondeadas crestas de hielo y una nieve más blanca de lo que la física podía autorizar.
A mediodía, el equilibrio del paisaje resultaba sorprendentemente claro, y todo, excepto las montañas, aparecía con una pequeñez caprichosa. El mismo cielo cedía un tercio de su volumen a aquellos tronos de roca y hielo, y a pesar de que el macizo se hallaba a un día de distancia, se le veía tan alto que Alessandro y Rafi tuvieron la sensación de que se encontraban a la distancia de un brazo del alto muro de un jardín.
Parecía como si las plateadas arrugas que brillaban entre los pliegues de roca color sangre de toro fueran interminables, al igual que los cuarteados glaciares que se derramaban entre cimas y paredes escarpadas, o los prados lo bastante grandes como para albergar una ciudad. Cincelados sobre las electrizantes alturas y la masa rocosa había pozos al revés, agujas, pararrayos y torres resplandecientes que hacían eco al trueno e hilaban los rayos como si éstos fuesen de lana.
Alessandro y Rafi, con las manos haciendo visera ante los ojos y la cabeza inclinada hacia atrás, apoyaron la espalda en su mochila. Cuando el tren hubo arrancado, el sol se ocultó tras la montaña y, aunque a ellos no tardó en cubrirlos la fría sombra, las catedrales que tenían ante sí siguieron brillando.
Al día siguiente efectuaron dos viajes al campamento que habían instalado en lo alto de un amplio prado, junto a una muralla de abetos. En el primer viaje trasladaron el equipo, y en el segundo provisiones para diez días. Por la tarde, antes de partir, comieron en el restaurante. La ascensión con las pesadas mochilas fue un tormento y cuando llegaron al campamento ya había oscurecido. Dejaron las mochilas apoyadas contra un árbol y durmieron a pierna suelta.
La tienda era lo bastante grande para que permanecieran de pie en su interior, y colgaron el material de escalada en la pértiga superior: cuerdas, arneses, clavijas y empotradores para meter en las grietas de la roca, mosquetones, bandolera de escalada, piolets, crampones y gafas de sol. Alessandro sostuvo en lo alto una bolsa de pitones o clavijas fijas y la hizo sonar.
—En este mundo hay más gente que caza ballenas o persigue elefantes de la que sabe cómo utilizar esto.
—¿Y…? —preguntó Rafi.
—Hay más monstruos actuando en espectáculos de poca monta que gente que sepa cómo utilizar eso.
Rafi se lo quedó mirando, inexpresivo.
—Incluso más gente que ha cenado con el rey —prosiguió Alessandro, imparable.
—Pero el rey organiza cenas a las que asisten centenares de personas…
—Sí. Aun así, su reino es muy reducido.
—¿A qué te refieres?
—A que nosotros estamos más o menos solos, y que los lugares a los que vamos a ir, a menudo son sitios que nunca ha pisado el ser humano. Nunca, desde el inicio de los tiempos. Lo notarás en cuanto llegues allí. Es algo distinto a todo cuanto hayas experimentado hasta ahora.
El lado izquierdo de la tienda pertenecía a Rafi, mientras que el derecho era de Alessandro. Las provisiones y la ropa estaban apiladas formando caballete en el centro. Instalaron la cocina frente a la tienda, construyeron con piedras un fogón y una mesa, y buscaron unos troncos recortados para utilizarlos a modo de sillas. Conseguían el agua de una cascada que brotaba horizontalmente de la roca y luego caía unos cincuenta metros dentro de un blanco charco en un cuenco rocoso cubierto de musgo, perpetuamente regado por las salpicaduras. El salto de agua, de apreciable grosor, era tan potente y veloz que podían quedarse junto a él y contemplar su imagen reflejada en la lisa superficie. Ni una sola gota rebasaba los límites del ariete frío como el hielo. Para obtener el agua bastaba con rozar el chorro con los dedos, y éste derramaba el líquido en sus cubos.
—Es un derroche, no poder cerrar el agua cuando ya no la necesitas —comentó Rafi, mientras por su lado se derramaban miles de litros.
La primera noche guisaron carne cecina, patatas, setas y varios tipos de verduras con el agua más pura del mundo. Habían subido cuatro botellas de cerveza y se las bebieron con el guiso mientras contemplaban las luces de Barrenmatt. A excepción de un tenue resplandor rosado en el cielo, hacia el oeste, sobre una aldea ligeramente mayor que Barrenmatt, no se veían otras luces. Las estrellas aún no habían aparecido, el aire era cálido, y ellos estaban un poco achispados debido a las cervezas y la altura. Ese día, Alessandro se pasó diez horas examinando el equipo y su utilidad.
—Podría hablar de ello sin parar —comentó, meciéndose ligeramente en la oscuridad—. Podríamos estar aquí sentados días y días, y tú memorizarías tipos de nudos, técnicas y manejo de cuerdas, pero en una hora de escalada aprenderás más de lo que cualquiera pueda explicarte en un mes, ya que tu vida dependerá de los nudos, de la forma en que claves un pitón, y de cómo sujetes la cuerda.
—A veces hablas como un rabino, Alessandro.
—Pues nunca he oído a ninguno. ¿No cantan?
—Son otros los que cantan.
—¿No tienes miedo? La noche antes de la escalada, la mayoría de la gente siente terror, aunque ese miedo lo llaman ansiedad. Yo suelo respirar agitadamente a medida que atravieso los pastos al pie de la pared, pero en cuanto me olvido de todo lo que no sea la roca y la ruta de escalada el miedo me abandona.
—Yo no tengo miedo —declaró Rafi.
—¿Y eso?
—Si fuera a morir mañana, sería inútil tener miedo hoy.
A las diez, apenas podían mantener los ojos abiertos. Después de haber hervido los cuencos y limpiado los demás utensilios, entraron en la tienda y se dejaron caer sobre las mantas.
Alessandro intentó levantar la cabeza para contemplar el reflejo de la luna sobre las montañas, que brillaba a lo lejos sobre los pastos y los grandes espacios abiertos, pero no pudo moverse. Los ojos se le cerraban y se esforzó en abrirlos, pero al cabo de unos instantes, se le cerraron de nuevo, y al cabo de otro se quedó profundamente dormido.
Al día siguiente escalaron una pared de unos cien metros de altura. La base no se encontraba lejos de la cascada, de modo que percibían el rugido del agua allá abajo y el silbido del viento sobre la cima, en lo alto. Rafi le preguntó por qué necesitaban llevar impermeables, ya que sería lo bastante duro escalar aquella roca con el peso de las cuerdas y el metal.
—¿Y si empieza a llover? —le preguntó Alessandro a su vez—. ¿Y si la temperatura baja y aumenta el viento? Puede que te encuentres a setenta y cinco metros de altura, y que aún te falten veinticinco. No puedes permitirte el lujo de coger frío o mojarte demasiado.
—¡Pero mira el cielo!
Alessandro lo examinó. Unas cuantas nubes opulentas se deslizaban por aquel espacio azul, procedentes del otro lado de la cumbre del risco, donde no podían verlas.
—Detrás del saliente puede haber una nube tormentosa —señaló, sin dejar de mirar hacia arriba—. En menos de diez segundos podemos vernos metidos en una tormenta de lluvia y relámpagos como no has visto en toda tu vida. Lo que vamos a hacer es bastante sencillo —añadió Alessandro, mientras desenrollaba una de las cuerdas—. Yo empezaré a escalar mientras tú me aseguras desde el suelo. A medida que vaya ascendiendo, clavaré una clavija aquí y allá, o meteré un empotrador en una grieta. Luego le pondré una anilla, a la cual añadiré un mosquetón, y acto seguido pasaré la cuerda por el agujero del mosquetón. De este modo la cuerda quedará asegurada a la roca. Así, si caigo, la cuerda se doblará sobre el mosquetón y tú notarás un tirón hacia arriba. Dejarás que la cuerda resbale en torno a tu cuerpo y entre tus manos, para frenarla poco a poco a fin de detenerme en la caída. ¿Ves esos salientes y esos árboles? El primero se halla a unos cuarenta metros de altura, y el segundo treinta más arriba.
Dos pequeños bultos de vegetación salían de lo que parecía una cornisa de pura roca. Rafi los contempló con expresión de duda.
—¿Árboles?
—Abetos enanos. Es probable que el tronco tenga tres veces el grosor de tu brazo y son capaces de soportar el peso de cincuenta hombres. Las raíces son tan fuertes que pueden reventar el granito y penetran profundamente en la roca. En cuanto al abeto, crece robusto y tupido. Ésos van a ser los anclajes que vamos a utilizar hoy. Será más fácil que asegurarnos en la roca. Cuando yo llegue al primer anclaje, me ataré a él para asegurarme y luego te sujetaré a ti.
»A medida que vayas escalando, tienes que retirar las clavijas que yo haya clavado y los empotradores. Sacas los mosquetones y te cuelgas del cuello las cintas. No tienes por qué caer, y no caerás. Yo te sujetaré constantemente desde arriba con una cuerda. Luego, cuando te reúnas conmigo en la plataforma, te asegurarás al árbol, me darás todo el material que has ido recuperando, y yo proseguiré la escalada, para repetir todo el proceso. A la distancia entre dos anclajes la llamamos tramo. Así que, después de escalar tres tramos, llegaremos a la cima —anunció mirando hacia arriba y haciendo visera con la mano.
—¿Y qué sucederá si te caes tú?
—Yo sólo puedo caer el doble de la cuerda que haya entre el último aseguramiento y el punto donde inicie la caída. Si las presas son escasas, pondré puntos de aseguramiento con mayor frecuencia, de modo que si caigo la distancia no será mucha. Luego utilizaré mi inventiva y empezaré de nuevo a subir, como una araña.
—¿Y si sufres alguna herida o quedas inconsciente?
—Entonces bájame.
—El primer árbol a unos cuarenta metros…
Alessandro retrocedió unos pasos, para volver a estudiar la posición: parecía como si en las montañas su cabeza siempre estuviese inclinada hacia atrás, y entrecerrara los ojos todo el tiempo.
—Más o menos… —convino Alessandro.
—La cuerda mide cincuenta metros. ¿Cómo podré bajarte hasta mí? Necesitaría otros cuarenta metros, de lo contrario quedarías colgando en el aire y yo sin cuerda para maniobrar.
—Éste es uno de los motivos para que el segundo cargue con otra cuerda. El otro es que el primer escalador pueda acarrear hasta el primer anclaje todo el peso de la cuerda a la que va atado. ¿Para qué obligarlo a llevar dos, sobre todo cuando está más expuesto a las caídas, ya que no se halla asegurado con una cuerda desde arriba, como el segundo escalador?
—¿Debo atar las dos cuerdas, pues?
—Con un nudo de pescador. Con un doble nudo, por favor. Y antes de quitarte la primera cuerda que llevas atada en la cintura.
—Es un sistema muy ingenioso —comentó Rafi.
—Y hermoso también —añadió Alessandro—. Las sutilezas son cada vez mejores. Por ejemplo, yo no me ato la cuerda en torno a la cintura, sino que utilizo varias anillas y me ato a la cuerda mediante un arnés en ocho y un mosquetón. Y espera a ver cómo bajamos en rappel. Es como volar.
—Confío en que esto no resulte como lo de la catedral, Alessandro.
—En la catedral apenas había presas y no podía clavar clavijas. Además, tuvimos que escalar a oscuras.
—Ya lo sé.
—Y aquí no habrá curas que corran para gritarnos, porque quien ha construido estas montañas no es la Iglesia. Es Dios. Voy a empezar a escalar. No tires de la cuerda, de lo contrario me arrancarías de la roca. No dejes de observarme. Si caigo, lo verás incluso antes de sentirlo en la cuerda. Así podrás prepararte para el tirón.
Rafi puso expresión seria.
—Te veré arriba, en el primer árbol.
Alessandro avanzó hacia la base de la pared y empujó hacia la espalda la bandolera de escalada con los mosquetones y las clavijas. Una ancha grieta ascendía casi todo el trayecto hasta el primer punto de anclaje. A medio camino, ésta desaparecía bajo una serie de salientes que parecían ofrecer buenas presas. Luego proseguía hacia arriba, estrechándose gradualmente hasta un metro aproximadamente por debajo del árbol. Allí la roca era completamente lisa y Rafi se preguntó cómo se las ingeniaría su amigo para superarla.
Alessandro empezó una escalada lenta y suave. Al principio jadeaba y era plenamente consciente de la distancia que lo separaba del suelo. Luego, a medida que iba subiendo, se olvidó del suelo, se olvidó del jadeo y de todo lo demás excepto de la ruta y de la estrategia a seguir para escalarla.
Se detuvo tan sólo para clavar un pitón cuando había escalado unos diez metros. La grieta era ancha y profunda, ofrecía buenas presas en los bordes y su decisión lo llevó lejos y con bastante rapidez.
—Voy a clavar aquí una clavija porque la grieta se hace cada vez más difícil, y porque ya estoy lo bastante alto como para precisar un aseguramiento —le gritó mientras martilleaba en una delgada grieta, paralela a la mayor.
Cuando los golpes sobre el acero alcanzaron un tintineo muy agudo, Alessandro enfundó el martillo de escalada e introdujo un mosquetón por el ojo de la clavija.
—Aquí no voy a utilizar anilla —le explicó, gritando—. La grieta es relativamente recta, de modo que la cuerda subirá bastante vertical sin necesidad de anillas. Esto es esencial: si subiera haciendo zigzag, ésta sufriría una fuerte fricción en los ángulos, con lo cual incrementaría el peso de la cuerda que cuelga a mis espaldas. Cuando el aseguramiento de la ruta exige poner puntos de seguros a izquierda y derecha, hay que utilizar anillas a fin de crear una vía central donde la cuerda pueda deslizarse sin dificultad. ¿Entiendes?
—¡Sí! —gritó Rafi hacia arriba.
Alessandro abrazó la cuerda con el mosquetón.
—Si cayera ahora, sólo bajaría el doble de la distancia a que yo me encuentre de esta clavija. ¡Escalando! —gritó.
Prosiguió la ascensión, asomándose hacia fuera e inclinando la cabeza para ver adónde se dirigía y qué iba a hacer cuando llegase allí. Las presas de mano se convertían en presas de pie y, a medida que ascendía, todo lo que tenía arriba y abajo era una posibilidad ya alcanzada.
Alessandro había estado siguiendo una grieta dentro de la cual podía, siempre que quisiera, introducir medio cuerpo desde la cabeza a los pies. Después de eso, le bastaba sencillamente con doblar la rodilla y apoyarse en la espalda para quedar completamente empotrado y libre a fin de clavar un pitón, descansar o comprobar la ruta hacia arriba. Al estrecharse la grieta, se veía obligado a imprimir un giro oblicuo a los pies y a buscar en la superficie de la roca alguna presa para la mano izquierda, mientras la derecha tanteaba en la grieta principal. Incluso entonces podía descansar, permitiendo que su cuerpo se apoyara en un costado y encajonando sólidamente un pie en la grieta. Lo hizo para clavar un pitón, y luego, cinco metros más arriba, para meter un empotrador en la parte estrecha de la grieta.
El empotrador era una especie de clavija donde se habían practicado varios agujeros para hacerla menos pesada para el escalador. Cuando la grieta era muy estrecha o había un pequeño agujero, metía el empotrador y le imprimía un giro a fin de que quedara bloqueado. Luego le ataba un mosquetón, que aseguraba en torno a la cuerda. Cuando la grieta empezó a desaparecer y tuvo que hacer presa en las repisas, metió un empotrador y le explicó a Rafi lo que había hecho.
A continuación avanzó sobre las repisas, como si se tratara de una escalera, para empezar con la siguiente grieta. Relativamente pronto se vio obligado a clavar otro pitón, y en seguida se encontró casi en el saliente, a un metro por debajo del árbol.
Éste resultó muy útil. Tal como ocurría con frecuencia, los pequeños árboles que crecían en las rocas a menudo bajaban formando una U antes de volver a subir, como si quisieran salir a su encuentro. Todavía se hallaba a la distancia de un brazo para poder alcanzarlo.
La roca que surgió entre el árbol y Alessandro era completamente lisa. Desde abajo supuso que había grandes probabilidades de que existiera un asidero sólo visible cuando estuviese más cerca. No hacía falta que fuera muy resistente, ya que sólo lo necesitaba para girar la pierna hacia arriba, como un jinete, y saltar en busca del árbol.
Parecía como si hubiesen dado lustre a la roca.
—¡Estoy a un metro del árbol —gritó hacia abajo—, y la roca es más lisa que el cristal! Voy a hacer una cosa imprevista, pero no me queda más remedio. Hoy no tenía planeado enseñarte la escalada artificial… Ahora lo vas a ver.
Alessandro encajonó los pies en la grieta, se sujetó con la mano izquierda —a treinta y cinco metros del suelo— y sacó un pitón de la bandolera.
—Voy a clavar un pitón lo más arriba que pueda.
Deslizó la mano izquierda por la grieta hasta que ya no pudo encajarla más, y con la derecha colocó el pitón por encima de ella, empujándolo hasta que la punta se apoyó en la roca. A continuación lo sujetó con el índice doblado de la mano izquierda.
Con suavidad desenfundó el martillo y golpeó con él la cabeza del pitón, que se introdujo hasta el cuello, produciendo la característica vibración.
—Está firme —anunció mientras lo comprobaba mediante unos golpes laterales con el martillo.
Acto seguido enfundó el martillo, sacó un mosquetón de la bandolera, lo introdujo por el ojo del pitón y lo cerró en torno a la cuerda.
—Ahora ya estoy asegurado, pero todavía tengo que pasar por la roca.
Entonces sacó dos anillas y las unió para formar lo que los franceses llaman un étrier, un estribo, y lo fijó al extremo del mosquetón.
Sujetándose en el pitón, ascendió los dos peldaños de aquella escalera improvisada y se inclinó formando un arco para mantener la presa en el pitón, que ahora se hallaba a muy poca distancia de su pie izquierdo. Su equilibrio era tan precario, que no se atrevía a mirar hacia arriba. Rafi contuvo la respiración.
Con movimientos lentos, Alessandro levantó el brazo derecho tan alto como pudo, pero aun así se quedó a dos palmos de la curva del tronco del árbol. Giró la cabeza hacia arriba con la misma lentitud, se detuvo, alzó los ojos hasta lo alto de las cuencas hasta que, sin poner en peligro su posición, logró ver adónde debía llegar.
Luego, sencillamente, se incorporó como si hubiese estado en un café del Trastevere, y se agarró al árbol lo mismo que un trapecista. En dos segundos estuvo sentado en la plataforma, manipulando su equipo.
Cuando se hubo asegurado al árbol, hubo tirado de la parte floja de la cuerda y se hubo enrollado ésta en el cuerpo para la posición de aseguramiento, llamó a Rafi:
—¡Ya puedes escalar!
En el instante en que las manos de Rafi se apoyaron en la roca, comprendió que todo había cambiado. El sol había pasado ahora al otro lado de la escarpada pared y el aire era más cálido, caluroso incluso. Olía a resina de pino, cuyo aroma traían las corrientes de aire al ascender con el continuo tronar de la cascada. El mundo y el cielo azul quedaron tras él, y subió por la grieta como si lo hiciera por una escalera de mano. Una gran conmoción le recorrió el cuerpo y temió dar crédito a lo que sentía con tal intensidad. Al parecer no había nacido para ser carnicero o abogado, sino precisamente para esta actividad. La longitud de brazos y piernas, la fuerza de manos y dedos, y su extraordinario y recién descubierto sentido del equilibrio, lo condujeron hasta el final del primer tramo.
Al empotrarse para recuperar las clavijas que Alessandro había clavado sólidamente, no tembló ni se estremeció como solían hacer los escaladores novatos, sino que se sintió feliz durante toda la ascensión. En ningún momento pidió consejo, no precisó tensión en la cuerda, escaló dos veces más rápido de lo que Alessandro había esperado, y en el obstáculo que había bajo el árbol sorprendió absolutamente a su maestro.
En vez de utilizar el estribo y abandonarlo en el pitón, extrajo el pitón, lo colgó de la bandolera y miró hacia arriba.
—¿Y ahora qué piensas hacer? —le preguntó Alessandro—. Tendré que tirar de ti.
—No será necesario —replicó Rafi, quien se apoyó en un asidero casi imperceptible.
Cuando hubo levantado las manos tan alto como pudo en la estrecha grieta, empezó a levantar los pies. Su cuerpo no tardó en transformarse en un arco, con las manos y los pies compartiendo de forma casi increíble el mismo asidero.
—No tenses la cuerda —pidió, mientras Alessandro lo observaba asombrado.
A continuación, tal como había hecho su amigo, Rafi se levantó, pero apoyándose en la inhóspita grieta, en vez de en el estribo sólidamente asegurado.
Empezó a resbalar, pero inmediatamente se agarró con los dedos al tronco curvo del árbol, y poco después se hallaba sentado también en la plataforma.
Al cabo de diez días, el alumno había empezado a distanciarse de su maestro, y era el primero en los tramos más difíciles y escarpados, aquellos que debían escalar artificialmente porque no ofrecían ni un solo asidero. Aquéllas eran las paredes sobre las cuales los escaladores debían utilizar toda su inmensa fuerza, clavando en la roca más de cincuenta clavijas en una tarde.
Suspendido a quinientos metros, sin ningún soporte debajo, Rafi se sentía totalmente cómodo, y subía por una increíble grieta del grosor de un cabello sin dar nunca muestras de cansancio.
Practicaron el descenso en rappel en muchas agujas, casi como si volaran, dilapidando todo un día de dura escalada en una hora de euforia. Escalaron sobre hielo y nieve, y llegaron a los picos más altos, donde la luz se duplicaba por el reflejo. Consiguieron realizar varios deslizamientos muy complicados, descendiendo sin esquís durante kilómetros y kilómetros por collados de inmaculada nieve polvo.
A pesar de que comían copiosamente, perdían peso a medida que la altura y el ejercicio se adueñaban de ellos. Se quedaban dormidos antes de que oscureciera, y se despertaban antes del alba. Tan pronto como el sol empezaba a ponerse y ellos regresaban de alguna escalada, se lavaban, devoraban unos cuantos paquetes de galletas, queso y cecina, y se entregaban al olvido. Dormían sin soñar, y cada mañana se levantaban cuando la luna se hundía en Suiza, llenos de energía, más fuertes que nunca, capaces de correr en aquella penumbra por los prados más abruptos, dirigiéndose ávidamente hacia el mundo vertical donde, al mediodía, los halcones planearían formando hipnóticos círculos sobre sus cabezas.
A medida que Rafi se volvía más competente, su pasión por la escalada y la que sentía Alessandro divergían. Al primero le interesaba ir más allá de los límites, hacer lo que ni él ni nadie habían hecho, y, dado que los límites constituían en sí el peligro, siempre se sentía atraído por los riesgos.
Disfrutaba permaneciendo de pie al borde de una escarpa, a veces tan sólo con los tacones sobre la roca, como un guía montañero que quisiera impresionar a sus clientes, o se quedaba contemplando un abismo tan profundo que, de haber caído en él, Alessandro habría necesitado un telescopio para distinguir dónde se quedaría para siempre, o un microscopio para descubrir dónde se había producido el impacto. Desde aquellas alturas solían tirar grandes rocas y, al cabo de unos segundos, si miraban en el punto adecuado, solían discernir una pequeña y silenciosa columna de polvo.
Rafi comentó que las clavijas que introducía en la roca y el vuelo elástico y hermoso de las cuerdas del rappel eran mucho mejores que los índices y las citaciones. Alessandro comprendía lo que quería decir, pues sabía que la belleza de la escalada reside en que a veces el fracaso para que ciertas cosas funcionen perfectamente bien somete incluso a hombres corrientes a pruebas que los elevan mucho más allá de lo que habían creído posible, y que el regreso del escalador al campamento en ocasiones puede parecerse al torpe planeo de los ángeles al cruzar sobre la boca del infierno.
Rafi había encajado perfectamente con las montañas, ya que al verse sometido a alguna prueba y reducir la resistencia prácticamente a la nada, su alma se veía libre de trabas y, al elevarse, lo arrastraba cerca de donde él quería estar. Le resultaba indiferente la seguridad, y progresivamente iba ignorando los pequeños detalles que para Alessandro representaban las razones primordiales de que escalara. Éste apreciaba el aroma de las plantas que crecían sobre la roca vertical: al pisarlas con la bota o al rozarlas una cuerda horizontal, desprendían un perfume dulce y resinoso que se impregnaba en la ropa. Y cuando Alessandro encendía fuego, la fragancia del humo se introducía en todas sus posesiones, quedándose allí el resto del día. Cuando el sol de la mañana se reflejaba en las enormes aglomeraciones de roca en lo alto, allí donde las nubes y la niebla se deslizaban veloces y relucientes, se producía una explosión divina que penetraba en los ojos y se apoderaba del corazón. Pero lo mejor de todo eran los truenos.
En su última escalada, salieron a las tres de la madrugada hacia la base de una aguja vertical de unos mil metros de altura, tan agrietada y estropeada que parecía disponer de cientos de miles de vías de escalada. Pero, como sucede a menudo, cuanto más ascendían, más se les complicaban las cosas. Y aquella última aguja no fue una excepción.
Mucho antes de llegar a la cumbre, las repisas desaparecieron, las grietas se estrecharon hasta la mínima expresión y los aleros aparecían cada vez más a menudo, al tiempo que las vías en torno a ellos eran cada vez menos perceptibles.
A las cuatro de la tarde, agotados después de todo un día de escalada artificial, aún estaban muy lejos de la cima. Con sólo unas horas para que oscureciera, decidieron bajar en rappel, ya que el descenso les habría llevado más tiempo del habitual, debido a que habían tenido que realizar el aseguramiento clavando pitones en la roca, y no realizando anclajes en árboles o rocas. Tendrían que efectuar el rappel desde los pitones que habían clavado, de modo que habría que volverlos a clavar cuidadosamente. En consecuencia, se verían obligados a abandonar gran cantidad de material en la roca, no les quedaba otro remedio.
Los minutos transcurrían veloces y el tiempo iba empeorando. Si tenían alguna duda sobre los beneficios de la retirada, ésta se desvaneció al ver cómo aumentaba la nubosidad. Tomaron la decisión cuando ambos se encontraban de pie en sus estribos, colgando de un resistente pitón: estaban atados a él por el pecho, descansando inclinados hacia el exterior, sobre un vacío de setecientos metros.
Fueron muy cuidadosos a la hora de preparar el rappel, ya que abrir el mosquetón incorrecto habría significado una caída silenciosa hacia la misma muerte. Sus vidas dependían de las cuerdas, los mosquetones y el resistente pitón que Rafi había clavado en la escarpa. Había necesitado cinco minutos de martillazos para clavarlo y, mientras lo hacía, el sudor del esfuerzo se le secaba bajo el empuje del viento.
Cargado con las clavijas que había ido sacando como segundo, Alessandro estaba a punto de bajar para instalar el siguiente pitón cuando, de pronto, el viento impulsó una enorme nube negra sobre la cima de la aguja y chilló a través de los espacios vacíos mientras el cielo parecía a punto de resquebrajarse.
Las oscuras nubes se desplomaron sobre los dos escaladores, desplegándose y recogiéndose con lentitud, empujando una masa de violentos y agitados vientos que comprimieron la barba de Rafi hasta el punto de hacerle parecer un chivo. En una de aquellas ráfagas, ambos se vieron azotados por la lluvia, la nieve y el granizo, uno a continuación del otro y a gran velocidad, y luego sopló un aire frío que se les metió bajo las ropas, hinchándolas como un balón a punto de estallar.
Ambos forcejearon dentro de sus impermeables al tiempo que caía el primer rayo en forma de serpiente y les erizaba el cabello. Todo se volvió blanco y ellos se vieron lanzados contra la roca como si fueran boyas de una caña de pescar. Al instante el trueno resonó dentro de sus cabezas y durante un par de minutos rebotó contra las otras cadenas de montañas. Los oídos aún les silbaban cuando el trueno ya se había extinguido y seguían deslumbrados.
Al recuperar la visión, descubrieron unas nubes oscuras que adoptaban las mismas serviciales curvas de las laderas cubiertas de abetos por donde ascendían. El frente de arriba se había precipitado hacia el oeste, donde había efectuado una maravillosa, terrible y obediente zambullida sobre los dos escaladores, al tiempo que coronaba y abandonaba la aguja, como una serpiente que se arrastrase por una pared.
Tras de sí dejó un gran despliegue de rayos, como si los lanzara para castigar a las montañas que la obligaban a bajar. Sin embargo, el castigo fue de una gran belleza. Con los ojos desmesuradamente abiertos, jadeantes, conmocionados por las furiosas sacudidas que se desencadenaban allí arriba, Alessandro y Rafi se balancearon aturdidos en el vacío. Los truenos eran tan profundos, los rayos tan brillantes, y los vientos tan intensos, que se extrañaron de haber sobrevivido. Quizás eran excesivamente pequeños para las explosiones que se producían en torno a ellos. De haber sido su tamaño tan grande como el de las montañas, sin duda habrían sufrido algún daño, pero ellos eran inmunes. Incluso salieron ilesos cuando los potentes destellos se producían tan cerca, y de forma tan continuada, que era como si Rafi y Alessandro pendieran ante la boca de un cañón que disparase a quemarropa.
A principios de invierno, Alessandro publicó un ensayo donde razonaba contra el hecho de que la guerra con Turquía, que había estallado en octubre de 1911, no se hubiese hecho pública hasta principios de invierno. A pesar de que había hablado muchas veces respecto al tema, en el silencio de su habitación le había añadido el tipo de frases incisivas que no se le ocurrían al hablar, dado que sus orígenes había que buscarlos en la colaboración entre mano y pluma.
El artículo salió a la luz en un periódico de Roma después de que Alessandro se viera obligado a reescribirlo veinte veces, tras lo cual suprimió como mínimo la mitad de su fuerza original. Inmediatamente se vio inundado de cartas, algunas de ellas pertenecientes a monárquicos, garibaldinos y oficiales del ejército, que ponían en duda su patriotismo. Unas pocas eran de gentes sencillas que escribían para expresar su desacuerdo o su aprobación. No obstante, la mayoría eran de personas pertenecientes a una invisible red política totalmente autónoma, algo no del todo real, a la cual pretendían insuflar vida de forma inesperada. Su intención era utilizar a Alessandro para sus propósitos, promoviendo el objetivo de poner fin a la guerra con Turquía simplemente como un primer paso. De hecho, a ellos les tenía sin cuidado la guerra, Turquía, y mucho menos cualquier otra cosa, pues en su agenda secreta figuraba la intención de machacarlo todo.
Las tres cuartas partes de aquella gente hacían que, en comparación, Orfeo Quatta pareciese un modelo de cordura. Aquellas personas odiaban a Italia, a los militares, al gobierno, al capitalismo, a los caballos, a las espadas y a las enciclopedias. Odiaban a estas últimas porque percibían en ellas la conspiración, conjuras que no sólo diferían de las que ellos promovían, sino que eran subversivas. Les desagradaba el capitalismo y las espadas, lo cual no resultaba sorprendente, pero Alessandro no entendía que odiaran a los caballos.
Educado rigurosamente en varias escuelas filosóficas, durante su carrera universitaria había comprendido muy pronto que, si bien cualquiera de ellas era admirable, ninguna bastaba para explicar el misterio de la vida en el mundo. De hecho, incluso al combinarlas todas resultaban sumamente inadecuadas. No soportaba el marxismo, el julianismo, el socialismo y las otras creencias económicas que se esforzaban no sólo en querer explicarlo todo, sino en reordenar y sustituir aquello que había llegado a existir a pesar de miles de filosofías, millones de teorías e innumerables milenios de costumbres, necesidades y posibilidades.
Él no despreciaba ni a Italia, ni a las espadas, ni a los caballos, ni a las enciclopedias, y no contemplaba la guerra de Libia como una consecuencia lógica de la situación en que estaban las cosas, sino más bien como una desviación de esta misma situación. Sin embargo, hasta él llegaban las súplicas de extraños italianos que se apasionaban con el Imperio Turco. Incluso algunos romanos, que vivían por allí cerca, habitaban en una especie de mundo soñado, en recargadas habitaciones llenas de borlas, paredes tapizadas de suave terciopelo y decoración morisca. Después de haberse acostumbrado a mirar a través de los ojos islámicos, ahora no podían volver a Occidente, de forma que eran como jóvenes cautivos, sumergidos en un país enemigo, obligados a reestructurar sus almas.
Un frío día de enero, mientras millones de estorninos tomaban posesión de los árboles a lo largo del Tíber y planeaban en forma de negras nubes enloquecidas hasta bloquear la visión del cielo, desde la ventana del despacho de su padre Alessandro vio pasar a miles de personas por las serpenteantes calles de allí abajo, en dirección al Campidoglio. Enarbolando estandartes atados a unas pértigas, cantaban y callaban al unísono, exigiendo el fin de la guerra y protestando por cómo se estaba realizando. Su más firme aliado era el estancamiento de las tropas en el desierto de Libia, donde el cólera y las fiebres tifoideas hacían estragos entre las fuerzas expedicionarias italianas.
Los manifestantes llenaban las calles, resbaladizas a causa de la lluvia, como si fueran adoquines. Aparte del significado de lo que estaban diciendo, los cánticos elevaron a Alessandro a un alto grado de agitación, hasta el punto de querer unirse a ellos.
—Adelante —dijo su padre, sin levantar la mirada del escritorio—. No te hará daño. Incluso puede que te sirva de ayuda… —Cuando Alessandro iba a dirigirse hacia la puerta, su padre añadió—: De todos modos, permíteme que te ponga en guardia.
—¿Contra las espadas de los carabinieri?
—Ya sé que eres lo bastante rápido para mantenerte alejado de su camino, y que marcharás en silencio y con escepticismo en un lateral de la manifestación.
—Entonces, ¿contra qué?
—Piensas que podrás soltar un discurso ante esos miles de personas.
—No, en absoluto.
—Sí que lo piensas. Se te nota. En el Campidoglio te adelantarás a todos y, de repente, te convertirás en Cicerón. Sin embargo, Alessandro, ellos no te lo permitirán. Y, aunque lo hicieran, estarías hablando a un millar de concepciones distintas. Cada uno se ha construido un túnel para viajar a través del terror y las tristezas del mundo, y como al final nada es suficiente, todos quieren compartir su propio método, confiando en la fuerza numérica.
»Cuando yo era niño, mi padre me contó la historia del ejército napoleónico en Rusia. Eran diez mil hombres y no podían imaginar que con su volumen pudieran perecer ante algo tan prosaico como el frío. Diez mil hombres constituyen, a fin de cuentas, todo un pueblo, y los pueblos no se hielan hasta la muerte. Pero estaban excesivamente ocupados y eran demasiados; cada uno se sentía protegido en compañía de los demás. Sin embargo, se perdieron entre la nieve y murieron por congelación.
»La muerte es como el frío; no puede alterarse mediante el concepto de la solidaridad. Al final uno cae de rodillas, conmocionado y sorprendido, y entonces sólo dispone de una espada, un escudo, y algo muy importante para llevarse consigo.
Alessandro aguardó a oír de qué se trataba, pero su padre no se lo dijo.
—Si no lo descubres por ti mismo, no será más que una advertencia que yo te haga para disuadirte.
Abajo, entre la multitud, se había desencadenado una batalla. Los anarquistas utilizaban las pértigas con sus estandartes negros para golpear con ellas a la gente, y los carabinieri obligaban a sus monturas a andar de lado para reunirlos a todos en un laberinto de callejuelas secundarias.
—¿Lo ves? —le dijo el abogado Giuliani—. No sólo no encuentran ayuda en la unanimidad, sino que ni siquiera logran conseguir tal unanimidad.
—Yo podría unirlos a todos.
—Eso es una tontería, Alessandro. Si llegaran a soportarte, o siquiera a escucharte, sería porque te estarías traicionando a ti mismo y a tus ideas hasta el punto de borrar todo aquello que antes era noble y elevado.
—¿Y si los obligara a escuchar mis opiniones y luego los arrastrase conmigo?
—Eso te convertiría en un demagogo, en un charlatán. ¿Por qué piensas que los grandes líderes y los grandes discursos van unidos a las guerras, a las revoluciones y a la creación o extinción de gobiernos y estados? Los intereses comunes son entonces tan diáfanos, que los discursos brotan sin esfuerzo. Sin embargo, ahora ni los hechos ni las consecuencias son lo bastante claros para legitimar la oratoria. Éste es el tipo de guerra que va a suceder y que convertirá en unos estúpidos tanto a sus partidarios como a sus detractores.
En la calle, la multitud era cada vez menos numerosa.
—Y otra cosa —prosiguió el abogado, que seguía sentado ante su escritorio y garrapateaba algunos documentos oficiales mientras hablaba, convencido de que el hecho de haber disminuido la solidaridad de los manifestantes habría hecho que ésta resultara menos atractiva para su hijo—. ¿Recuerdas cómo en otoño y en primavera conducen a las ovejas a través de Roma? Todas avanzan uniformemente, tienen a sus pastores y a sus moruecos, y todas balan para variar, pero lo único que hacen es ir y venir de unos pastos a otros, y todo sigue siempre igual. Tú tienes mucho más que lana y chuletas de cordero para ofrecer. No te unas a las multitudes, a no ser que puedas convertirte en su líder, y no trates de serlo hasta que ellas te necesiten.
—¿Y qué se supone que debo hacer mientras tanto?
El abogado levantó la vista y le miró.
—¿No hay suficientes cosas en el mundo que puedan mantenerte ocupado?
—Sí, sin duda. Pero me refería a la retirada de Libia.
—Escribe otro ensayo.
—Ya he dicho cuanto tenía que decir.
—En ese caso —le replicó su padre—, entonces dirígete a la oposición.
Al principio Lia pensó que había derrotado a Alessandro, como si la acción fuera una justificación, como si la declaración de guerra probara lo acertado de su razonamiento —mejor dicho, del de su hermano— respecto a que la guerra era necesaria. Alessandro, sin embargo, no daba su brazo a torcer simplemente porque algunos oficiales lo juzgaran equivocado. En el primer enfrentamiento, ni él ni Lia tuvieron que vérselas con un incidente desagradable. Con la batalla sin iniciarse, no se había podido probar nada, y todo proseguía en una situación de incertidumbre. Elio, el hermano de Lia, había escrito desde el norte de Italia, donde estaba destinado con un destacamento de caballería, diciendo que al parecer la guerra no se ganaría con un rápido bombardeo, y que él no iría a África.
Cuanto más discutía Alessandro con Lia, más atraído se sentía hacia ella. En pleno debate, se olvidaba de lo que estaba argumentando, y se aturdía con distintas variedades de deseo: algunas básicas, otras comunes, y algunas otras etéreas. A veces, incluso cuando no estaban solos, cogía la mano de Lia para enfatizar su razonamiento, y toda su contención se desvanecía. A veces bromeaban y otras se ponían serios. Se acosaban mutuamente con la historia, la razón y las estadísticas, pero como la guerra aún no se había agudizado, y ellos tampoco, en octubre, después de la declaración y de sus discusiones, empezaron a besarse.
Habían realizado cuarenta vueltas al jardín, mirando hacia el cielo para contemplar cómo los estorninos y los gorriones maniobraban frente a las nubes grises y frías. Al anochecer, las luces amarillentas de las casas de ambos lucían alegres y serenas.
—Lamento nuestras discrepancias, Alessandro —musitó Lia, al llegar junto a la verja.
Cubiertos por la oscuridad y protegidos por la distancia y el muro, Alessandro tiró de Lia hacia sí, y ambos se rozaron sin un ápice más de presión de la que habría sido bien vista en un baile de la embajada. Pero luego él bajó la mano por la capa de terciopelo, hasta la cintura, y la abrazó con fuerza. Lia le devolvió el abrazo y por vez primera ambos se rozaron de la cabeza a los pies, con la suficiente intensidad para sentir que la sangre corría con fuerza por sus venas. Alessandro la besó en la boca. El perfume de Lia se desprendió, sus pechos se hincharon contra él y durante media hora permanecieron apoyados contra el muro. Al separarse, ambos estaban ardientes, entumecidos y agradablemente jadeantes. La política y la guerra parecían haber quedado relegadas.
En noviembre, los campos estaban secos y abandonados. A poca distancia de Monte Aventino resultaba fácil encontrar un lugar donde el heno estuviera segado o un grupo de pinos con el suelo blando. Los caballos habrían avisado en caso de que se acercara algún campesino o un cazador, pero nadie se había aproximado lo suficiente para contemplar las extraordinarias escenas que ambos interpretaban entre los árboles o contra alguna gavilla de heno blanqueado.
Pero la pequeña guerra se negaba a dejarlos en paz. Elio había sido trasladado a Venecia, donde él y su brigada de caballería habían subido en secreto a bordo de un barco al amanecer. Su familia no se enteró de que se encontraba en Libia hasta el día 10 de diciembre, cuando ya llevaba allí casi un mes.
Después de haber pasado treinta días escasos en Libia ya era consciente de que si se mantenía con vida no era por sus propias habilidades, sino por pura casualidad. Su estilo era como si escribiese desde una prisión, convencido de que el carcelero leería la carta; pero, aun así, se le notaba lleno de esperanzas.
Todos se preguntaban qué habría visto él, y empezaron a descubrirlo. Los periódicos informaban acerca de predicciones de victoria que se revisaban constantemente, llamadas a los voluntarios, la existencia de un barco de los Caballeros de Malta que, con centenares de víctimas del cólera a bordo, se apresuraba a regresar a Nápoles, donde se quedaría un solo día para repostar, las esquelas de ribete negro y los rumores de que el pánico se apoderaba de quienes ostentaban el poder.
Las tropas italianas que navegaban cerca de las costas apenas podían hacer frente a las enfermedades que se infiltraban en sus filas. Habían menospreciado la fortaleza del enemigo, dando por sentado que los libios tomarían partido por Italia contra los jefes supremos de Turquía. Pero los libios habían huido al desierto y no luchaban como caballeros. Cuando un destacamento italiano desertaba, los soldados sólo podían esperar la muerte mientras se les desmembraba poco a poco. El invierno se iba cerniendo sobre ellos y nadie en Roma sabía lo duro que iba a ser.
Las conversaciones de Rafi con Luciana habían sido siempre precavidas y educadas. A pesar de que a veces ella se reía cuando él le explicaba sus esfuerzos por encontrar un sitio en los ministerios asfixiados por los burócratas, su risa finalizaba tristemente y, en la fracción de un segundo entre esos dos estados, ambos se buscaban con la mirada. Ninguno de los dos sabía que el otro era consciente de ello, pero en una ocasión en que ella acudió a abrir la puerta de entrada, sus ojos coincidieron inesperadamente, y a partir de ese momento los dos lo supieron.
En el patio de la sinagoga española en Venecia había un pequeño jardín donde no entraba mucho sol. Un anciano de barba blanca utilizaba un estrecho azadón para trazar una intrincada red de canales de irrigación poco profundos, en torno a la base de varias palmeras. Llevaba la camisa empapada en sudor y hablaba para sí mientras trabajaba.
El anciano levantó la cabeza cuando Rafi, ataviado con chaqueta y corbata, salió de entre las palmeras.
—¿Un funeral o una boda? —preguntó.
Rafi negó con un movimiento de cabeza.
—Entonces, ¿por qué vas ataviado así? ¿Es tu forma habitual de vestir?
—Es una costumbre que adquirí yendo de despacho en despacho. ¿Está disponible el rabino?
El anciano miró hacia el cielo despejado.
—Depende de lo que quieras decir con «disponible».
—¿Es usted el rabino?
—¿Estás buscando trabajo?
—¿Podría hablar con usted?
—¿Por qué pides permiso por algo que ya estás haciendo?
—Por cortesía.
—La cortesía funciona al principio, pero ya estamos en la mitad. No soy ni un gitano ni un profeta, así que tendrás que expresarte con palabras.
—Será difícil —dijo Rafi.
—La gente suele confundir los designios del tiempo con las dificultades.
—Estoy enamorado de una muchacha.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Es demasiado joven.
—¿Hasta qué punto?
—No es todavía una mujer.
—¿Y cómo la quieres?
—¿Cómo?
—Sí. ¿La amas físicamente, materialmente?
—No.
—¿Por qué?
—Todavía no está preparada.
—¿La quieres como a una hija?
—No, es demasiado mayor para eso, y yo demasiado joven.
—¿Cuánto? ¿Qué hay? ¿Un año de diferencia?
—Ocho.
—Supongo que es bastante, aunque no tanto. ¿La quieres como a una hermana?
—No.
—¿Por qué?
—La quiero demasiado.
—Hasta el momento todo va bien —sentenció el rabino, apoyado en su azadón—, y por eso percibes lo que tú llamas dificultades. Sin estas dificultades, tú y ella estaríais metidos en serios apuros. Por lo que tú me cuentas, diría que estás profundamente enamorado de ella; quizá de la mejor forma que un hombre puede amar a una mujer. La quieres lo suficiente como para venir a verme.
»Tú quieres saber qué debes hacer. No eres el primer hombre que me formula esta pregunta. Ni siquiera, deja que te lo diga, la primera mujer. El primero en preguntármelo fui yo mismo, e incluso supe cuál era la respuesta. Hace de eso mucho tiempo, cuando apenas sabía nada de nada. Tú también conoces la respuesta ahora.
—Todavía no he formulado ninguna pregunta —replicó el joven abogado.
—Eso depende de lo que tú entiendas por preguntar. Según mi parecer, tú has hecho una pregunta. Te has puesto rojo como un tomate, tus ojos se han abierto desmesuradamente, tu respiración se ha hecho más lenta, aparte de que estás más nervioso que un gamo. Para mí has formulado una pregunta. Yo conozco la respuesta, y tú también: esperar.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres años.
—¿Tres años?
—Para entonces, ella ya no se verá intimidada por ti y tendrá la oportunidad de rechazarte. Tú habrás tenido tiempo de probar que la amas no sólo por lo que ahora es, sino por lo que será en el futuro, por la mujer en que se habrá convertido. ¿Cuáles son tus medios de vida?
—Soy abogado.
—En este caso, te resultará fácil mantenerte ocupado durante estos tres años.
—¿Podré seguir viéndola?
—Por supuesto que puedes. Tienes que verla y permitir que ella te conozca. Pero debes esperar. Quizá te sea difícil. Aprende a aceptar las dificultades. Imagino que ella te quiere, ¿no? De lo contrario tendríamos que empezar de nuevo. Te quiere, ¿verdad? Claro. Lo leo en tu expresión. ¡Perfecto! Pareces un beato cristiano.
El rabino se olvidó de preguntarle si ella era judía. Quizá dio por sentado que lo era, o tal vez pensó que eso carecía de importancia.
Una tarde de finales de agosto, Rafi jugaba al ajedrez con Luciana en el jardín. Todo el mundo estaba en la sombra o en el interior de las casas, haciendo la siesta, enloquecido por el siroco. O, en el caso de Alessandro, leyendo plácidamente dentro de la bañera llena de agua fría.
Ajenos al calor, Rafi y Luciana estaban sentados en sillas de lona en medio de los árboles frutales, con el tablero de ajedrez entre ambos, sobre una caja de embalaje para frutas volcada. El cabello de Luciana había adquirido a aquellas alturas un color dorado pálido, y su cutis bronceado por el sol era suave y perfecto. Al igual que su color, cuya tonalidad evocaba los matices de muchos de los edificios de Roma, en contraste con el azul polar de sus ojos.
En consideración a ella, no utilizaban un reloj para controlar las jugadas. Luciana invertía cinco o diez minutos en cada movimiento, y se aturdía con facilidad. En cuanto ella efectuaba el movimiento, Rafi le replicaba sin hacer ni una sola pausa. Nunca necesitaba reflexionar y siempre establecía inmediatamente su posición. Lo calculaba todo por anticipado, manteniendo simultáneamente varias estrategias, y observaba cómo ella fruncía el ceño mientras estudiaba el tablero. Le encantaba ver que los fríos ojos de ella saltaban y giraban perfectamente simétricos por el campo de batalla instalado sobre la caja de frutas. Se la veía hermosa en todo momento, pero lo era más aún cuando ignoraba que la estaba observando.
—¿Qué has pensado para ti, Luciana? —le preguntó Rafi—. Cuando yo tenía tu edad ya había decidido estudiar derecho. Fue una tragedia.
—Yo no quiero estudiar derecho —contestó ella, con el mismo tono que si hubiese dicho: «Yo no quiero convertirme en cucaracha».
—Formar una familia es lo más importante —comentó Rafi—, pero proporciona algo de menor interés y mayor uniformidad si es que se hace correctamente. Pienso que quizás hayas pensado en otra cosa, o en algo más para completarlo.
—¿Como por ejemplo?
—No sé. ¿Tocar el piano? ¿Viajar a los mares del Sur?
—No, pero tampoco sueño con el matrimonio; quizá porque ignoro quién podrá ser mi marido. —Incluso bajo el brillo de la luz solar, le subieron los colores y se vio obligada a bajar los ojos—. ¿Cómo voy a pensar en casarme, si no sé qué aspecto tendrá?
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Nunca se lo he contado a nadie —dijo, mirando su entorno en el jardín, a los gatos que dormitaban silenciosos en las ramas bajas de los árboles frutales—, pero no pienso vivir en Roma. No soy ambiciosa y no deseo un marido ambicioso que dedique su vida a forjarse una posición. No me importa el dinero.
Rafi ignoraba si aquello era un rasgo de la madre, del padre o de ambos, pero todos los Giuliani le resultaban exasperantemente iguales.
—Me iré al norte, a las montañas —prosiguió Luciana, y Rafi se dejó caer sobre el respaldo de su silla—. Aún no lo he meditado, pero pienso irme allí. Puede ser difícil al principio… Me instalaré para vivir. No está muy apartado y siempre he ido a los Alpes en verano.
—¿Y te contentarás con casarte con un guía montañero o un guarda forestal, o con un insignificante funcionario de la localidad? —inquirió Rafi—. ¿Alguien que, en comparación con un residente de la ciudad, esté lejos de los centros de poder? ¿Alguien fuera de… órbita, como si dijéramos?
—Yo no lo veo así. Siempre he pensado en lo maravilloso que sería vivir en una granja de la montaña, con ovejas, cabras y viñedos. Eso implicaría casarme con un granjero, tanto si está fuera de órbita como si no. Creo que cuanto más cerca está uno del poder, menos entiende lo que significa estar vivo.
Rafi encontró un sitio donde vivir en el último piso de un edificio en el Trastevere. Dado que la habitación era pequeña y para llegar a ella se necesitaba el vigor de un alpinista, el alquiler era casi inexistente. Si se piensa que alguien en su situación podría haber derrochado el dinero en ir a restaurantes y al teatro, en comprarse ropa, en ir en coche, o en talismanes inútiles como bastones de paseo o relojes de moda, Rafi, en cambio, comía con los empleados del ferrocarril, vestía modestamente, e iba andando a todas partes.
El dinero lo ahorraba para comprar una casa en una colina, junto a una aldea en los Alpes. Las ventanas de su habitación daban al Gianicolo, desde donde divisaba las luces de la casa de los Giuliani, y más o menos una vez por semana acudía allí a cenar.
El tiempo iba transcurriendo, se declaró la guerra, las hojas cayeron silenciosamente y luego, después de las Navidades, nevó. Un día Rafi trajo un amigo milanés a cenar, el cual proporcionó un coche que los conduciría colina arriba y luego volvería a bajarlos. Después de abandonar la casa, cuando ya habían subido al coche, Rafi se volvió y divisó a Luciana en la ventana de la habitación de Alessandro.
—Aguarda un momento —le pidió al milanés—. He olvidado una cosa.
Corrió hacia la casa y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación de Alessandro estaba sin aliento. Aunque Luciana se volvió hacia él, permaneció junto a la ventana, y Rafi se quedó en la puerta.
—Luciana —murmuró jadeante—. No sé cómo decirte esto. Tus padres están abajo y deben de pensar que estoy loco. Luciana, te quiero.
La respuesta apareció primero en el rostro de la muchacha, luego en su respiración.
—¿Me esperarás? —preguntó Luciana.
—Sólo tendremos que esperar dos años —le dijo Rafi—. Con eso bastará.
Luciana movió la cabeza de un lado al otro, como si pretendiera regañarlo, y luego alzó el índice de la mano derecha.
—Uno —contestó—. Lo que piensen o digan los demás, a nosotros no nos importa.
En febrero de 1912, los barcos infestados fondearon de noche en Nápoles con los heridos, los enfermos y los moribundos, mientras una lluvia gris caía incesantemente sobre Roma. En medio de tormentas de truenos y relámpagos, poco a poco se hizo evidente que quienes habían marchado alegremente el pasado octubre habían alcanzado las costas del infierno. Si alguien hubiese sabido cómo hacerlo, habría podido medir el sufrimiento y el dolor que aparecían indirectamente en los relatos de valentía. Resultaba fácil distinguir a los periodistas que habían estado realmente allí, de los que se habían quedado en los barcos y utilizaban los prismáticos, pues los que habían estado presentes destilaban todo tipo de detalles. Uno de ellos parecía opinar que la cosa más triste del mundo era un cubo lleno de agua, después de que no quedara nadie para beber de él. Otro se sentía conmovido por las luces eléctricas de los barcos que cargaban a los heridos: a medida que aquellos barcos fueran abriéndose paso entre las tormentas del Mediterráneo y las hélices salieran a veces sobre las depresiones entre dos olas, aquellas luces brillarían momentáneamente, como si se tratara de una señal divina para los que iban a pasar los últimos instantes de su vida en medio de un mar invernal.
Sólo en su habitación de Bolonia, con el fuego encendido en la estufa y un mundo de nubes plomizas planeando por el cielo, Alessandro se sintió especialmente atraído por la narración que un periodista hacía de un ataque de artillería:
Una vez se ha oído alguno, tanto de lejos como de cerca, hay que creer para siempre en cosas que nunca se habrían percibido con una cómoda existencia. Nunca un trueno se ha experimentado de forma tan intensa ni amenazadora, pues el trueno viene siempre desde arriba y después de que le preceda un relámpago. Si bien a un ataque de artillería a veces le acompaña un blanco destello capaz de transformar la noche en día, parece como si se escapara por una hendidura en el suelo y su sonido terrible y profundo no tiene nada que ver con el estruendo aéreo con que a menudo lo asociamos. No, el ruido de un ataque de artillería llega desde abajo, y aunque sus ocasionales estrépitos y estallidos son tan naturales como el tumulto de las olas, hacen que el alma flote en un mundo de oscuridad.
A comienzos del nuevo año, el nombre de Alessandro Giuliani apareció al pie de varios artículos publicados en algunos de los periódicos más importantes del país. Aunque él no era el mejor, ni el más conocido, ni el más efectivo crítico de la guerra, ostentaba un puesto especial gracias a la extraordinaria fuerza de su prosa y a la absoluta ausencia de amargura. La oposición se expresaba a menudo como si fueran guerreros, a los que nadie creía cuando aseguraban que estaban en contra de la guerra. Alessandro, por otra parte, era todo energía y no estaba interesado en criticar, castigar, culpar o acusar. El sólo quería hacer lo correcto: no por una vaga idea de lo humanitario, ni por los turcos, ni por el socialismo; sino por Italia. Esta disciplina y equilibrio aparentes le proporcionaron seguidores, y quienes lo leían dieron por sentado que se trataba de alguien que les doblaba en edad. Durante el mes de enero se consolidó aún más, sus argumentos ganaron en claridad, aprendió a no temer repetirse y disfrutó del poder recién descubierto, con el cual sería capaz de movilizar el país —aunque sólo fuese un poco— mientras permanecía sentado en su sillón, con la pluma en la mano, intentando rozar la verdad.
Hacia finales de mes, cuando las nubes de estorninos seguían en perpetuo movimiento sobre las hileras de árboles que marcaban las alamedas, regresó a casa desde Bolonia, llevando consigo recortes de sus artículos en diversos periódicos y revistas. Sabía que su padre y su madre se enorgullecerían y confiaba en que Lia se quedara impresionada, aunque no estuviese de acuerdo.
Llegó a casa justo cuando en Roma empezaba a anochecer. Su padre había regresado temprano y, antes incluso de quitarse el abrigo, Alessandro dejó caer los recortes sobre la mesa del comedor. El abogado Giuliani era ya un hombre anciano: había envejecido sin que nadie se diese cuenta, como si no le hubiesen prestado la suficiente atención. Sacó las gafas para mirar de cerca, encendió la luz y empezó a leer.
—¿Va a venir Rafi esta noche? —preguntó Alessandro.
—Rafi está en París —le informó Luciana.
—¿Y qué hace allí?
—Ha ido para una firma —contestó su padre, alzando la vista brevemente—. Un barco italiano sufrió una embestida en el puerto de Cherburgo. Vamos a demandar a los propietarios del barco francés que chocó con él.
Su madre lo miró con una expresión que, según entendió Alessandro, estaba relacionada con algo que sólo ella podía tomar en serio, algo parecido a: «¿Y piensas presentarte ante los profesores con la camisa rota?».
—¿No recibiste mi carta? —le preguntó.
—No, no la he recibido —contestó Alessandro, con la peculiar satisfacción de los que realmente no han recibido una carta que se les ha enviado.
—Entonces, ¿no lo sabes?
—¿El qué?
Alessandro experimentó un sobresalto, como si mirara abajo desde una gran altura. Los ojos de Luciana estaban llorosos y su padre lo observaba por encima del recorte de periódico que había empezado a leer, como si no tuviese intención de terminarlo.
—¿De qué se trata? —preguntó Alessandro, levantándose de la silla, deseando enterarse inmediatamente—. ¿Ha muerto alguien? ¿Quién?
La señora Giuliani cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—¿Quién? —repitió él, ahora débilmente.
—Elio Bellati.
Luciana estaba sollozando y Alessandro no podía entender por qué. Su hermana temblaba como si lo hubiese visto con sus propios ojos.
Mientras su madre acudía a consolarla, su padre se incorporó, se quitó las gafas y se enfrentó a su hijo.
—Despedazaron su cuerpo, Alessandro…
Éste se desplomó en la silla.
—¿Cómo os enterasteis?
—Salió en los periódicos. No fue sólo él. Hubo más.
—¿Y Lia? ¿La habéis visto después?
—Creo que será mejor que te acostumbres a prescindir de ella, Alessandro.
—¿Por qué?
—Porque así están las cosas.
Más tarde, Alessandro atravesó el jardín, que se hallaba cubierto de hojas húmedas y podridas. Aunque en la casa de los Bellati había tan sólo unas cuantas luces encendidas, abrió la verja de hierro. Un criado al que nunca había visto acudió a abrir la puerta: un anciano con aspecto de estar especializado en trabajar temporalmente en casas donde había ocurrido una desgracia. Sus modales tendían a amortiguar cualquier emoción y cualquier orden. Si le hubiese pedido que trajera el periódico, sin duda le habría contestado: «Un momento. Voy a ver si ha llegado alguno por casualidad».
Alessandro anunció quién era. El criado se marchó y luego regresó.
—Quizá quiera usted dejar su tarjeta.
—No tengo tarjeta —contestó Alessandro—. Vivo al otro lado del jardín.
El criado negó suavemente con la cabeza.
—Ellos no le recibirán.