I
Roma, agosto
El 9 de agosto de 1964, Roma yacía amodorrada bajo la luz de la tarde, mientras el sol giraba como una rueda cegadora sobre sus tejados, las suaves colinas y las cúpulas doradas. La ciudad estaba silenciosa y todo parecía haberse detenido, a excepción de las copas de algunos pinos que se mecían suavemente, una nube perdida que se movía a tientas y un anciano que avanzaba presuroso, a solas, por los jardines de Villa Borghese. Cojeando a lo largo de los senderos de grava y golpeando el suelo con su bastón a cada paso, penetró en la maraña de zonas soleadas y umbrías que, a modo de encajes de oro, se extendían ante él por el oscuro jardín.
Alessandro Giuliani era un hombre alto y de porte erguido. Su abundante cabello blanco caía y flotaba en torno a la cabeza como si se tratara del agua blanca que cae en la curva de una ola. Quizá debido a que llevaba tanto tiempo solo y sin familia, los ciervos del parque, o incluso los que vivían en libertad, le permitían a veces que pasara la mano por sus flancos punteados de nubecitas o que les acariciase la cara. En las terrazas ajardinadas y con suelo de terracota, o en lugares menos apropiados, las palomas volaban para posarse en su mano, aunque puede que eso fuera puramente casual. La mayoría de las veces, las palomas se quedaban en su sitio y lo examinaban con sus ojos redondos y grises, hasta que levantaban el vuelo con el movimiento femenino de sus alas, que él consideraba lleno de belleza no sólo por su gracia y finura, sino porque el aleteo creaba ecos que luego se transformaban en un exquisito silencio.
A medida que apresuraba el paso por Villa Borghese, percibía el impulso del torrente sanguíneo y sus ojos se entornaban debido al sudor.
Anticipándose a su aproximación por los largos túneles de oscuro follaje, los pájaros entonaban cantos apasionados, pero observaban un perfecto silencio cuando él pasaba por debajo, de modo que impulsaba su hipnótica cháchara detrás y delante como si se tratara de una ola oceánica que penetrara en un estuario. Con su cabello blanco y su poblado bigote también blanco, Alessandro Giuliani muy podría parecer inglés, de no haber sido por su traje color crema de corte inconfundiblemente romano, y el delgado bastón de caña de bambú, totalmente inapropiados para un caballero británico. Todavía con paso precipitado, sin aliento y dando golpecitos con su bastón, salió de Villa Borghese a una larga y ancha avenida que ascendía colina arriba, flanqueada a ambos lados por una hilera de edificios apacibles con cubierta de tejas, que reflejaban la luz como si se trata de una cascada estrellándose sobre rocas agrietadas.
De haber levantado la vista, habría distinguido ángeles de luz bailando sobre las plazas de brillo aleteante —formando espirales, remolinos y torbellinos dorados—, pero no levantó la vista, ya que su intención era alcanzar el final de la larga avenida y la parada donde debía coger el tranvía que, a última hora de la tarde, lo llevaría lejos, a la campiña. En cualquier caso, seguramente habría dicho que era preferible llegar al final de la avenida que detenerse a contemplar ángeles, puesto que ya los había visto muchas otras veces con anterioridad: sus rostros destacaban en las pinturas, sus voces aparecían en las notas de las arias, ellos mismos bajaban para capturar los cuerpos y las almas de los chiquillos, también cantaban encaramados sobre los árboles, aparecían entre las olas y en los riachuelos, inspiraban la danza y formaban la combinación justa y sagrada de las palabras en la poesía. A medida que iba subiendo la colina, sus pensamientos no se dirigían a los ángeles ni a la forma en que éstos se desplazaban, sino al tranvía motorizado, el último que salía de Roma los domingos, y que no quería perder.
La avenida seguía relativamente recta hasta la cumbre de la colina, pero por el lado opuesto bajaba haciendo curvas que, a diferencia de la otra vertiente, albergaban una fuente en cada recodo. Unas escaleras atajaban entre aquellas idas y venidas, y Alessandro Giuliani las tomó con paso rápido y doloroso. Con el bastón golpeaba en cada peldaño, en parte a modo de homenaje, en parte por venganza, y también para que le sirviera de metrónomo, pues había averiguado hacía mucho tiempo que para vencer al dolor tenía que separarlo de su más fiel aliado: el tiempo. A medida que iba bajando, el paso se hacía más fácil, y a poca distancia del cruce donde tenía que coger el tranvía se encontró con unos diez tramos graduales de escalera y sus correspondientes rellanos, en medio de un tupido desfiladero verde. A través de la reja de árboles enmarañados que formaban una larga y oscura galería, atravesada a intervalos por un sol cegador, distinguió el pálido círculo de luz que marcaba su destino.
Al acercarse descubrió, por el toldo azul que permanecía desplegado —a diferencia de todos los demás toldos de Roma aquel día—, que el café, cuya existencia parecía destinada sólo a aquellos que esperaban el tranvía más curioso de Italia, no había cerrado sus puertas. Se había olvidado de comprar algún regalo para la nieta y su familia, y de pronto se dio cuenta de que aún podría comprarles algo. A su biznieta no le entusiasmaría un regalo que consistiera en comida; de todos modos, como ya estaría durmiendo cuando él llegara, por la mañana la llevaría al pueblo para comprarle algún juguete. Mientras tanto, compraría jamón, chocolate y frutos secos, confiando en que aquello fuera tan bien recibido como el más sofisticado de los regalos. En una ocasión le había comprado al marido de su nieta una valiosa escopeta inglesa, y otras veces había llegado con los regalos que se esperaban de un hombre que hacía muchos años había dejado atrás cualquier posible utilización de su dinero.
Las mesas y sillas de la terraza del café estaban atestadas de gente y de bultos. Los cables que cruzaban sobre su cabeza no vibraban ni chirriaban, lo cual significaba que Alessandro Giuliani podía caminar despacio, comprar provisiones, y tomar algo. En aquella línea, los cables empezaban a vibrar diez minutos antes de que llegara el tranvía, debido a cómo se agarraba a ellos al tomar las curvas de la colina.
Mientras avanzaba entre el desorden de sillas, echó una ojeada a la gente que viajaría con él en dirección a Monte Prato, aunque la mayoría abandonarían el tranvía antes de la última parada, y algunos incluso antes de que éste bajara sus antenas en forma de látigo, cambiara al motor diesel y se alejara de los cables eléctricos que le proporcionaban energía para recorrer las calles de la ciudad. Estaba equipado con ruedas de goma y el soporte articulado de los trolebuses, y debido a este cruce entre autobús y tranvía, los conductores lo apodaban «la mula».
Un empleado de la construcción, que había improvisado un sombrero con una hoja de periódico doblada, metió la mano en un cubo para animar a un apático calamar que —Alessandro estaba convencido de ello— moriría antes de una hora debido a la falta de oxígeno. Inexplicablemente, el titular que se extendía por el borde del sombrero anunciaba: «Los griegos construirán puentes de oro durante el resto de 1964». Quizá se refiriera a la crisis de Chipre, o acaso estuviera relacionado con los deportes, pensó Alessandro; un tema en el cual era un completo ignorante. Dos daneses, un chico y una chica con los sombreros azul y blanco de los estudiantes, permanecían en una esquina de la terraza, sentados al lado de unas mochilas del ejército alemán casi tan grandes como ellos. El pantalón corto les ceñía el cuerpo como los guantes de un cirujano, y ambos estaban tan apasionada y descaradamente entrelazados, que resultaba imposible decir si las piernas lisas y lampiñas eran de él o de ella.
Algunas mujeres humildes de Roma, tal vez barrenderas o empleadas de cafetería, se hallaban sentadas juntas ante unos refrescos, y de vez en cuando les asaltaba la risa histérica originada por el cansancio y un trabajo duro. A veces les concedían unos días de permiso para que regresaran al campo, donde en el pasado habían sido muchachas esbeltas y graciosas, totalmente distintas a los obedientes toneles con chaqueta de punto en que se habían convertido. Cuando Alessandro pasó por su lado, todas bajaron la voz, ya que, si bien se le veía elegante y respetuoso, su edad, su porte y su extraordinario aplomo despertaron en ellas recuerdos de otros tiempos. Las mujeres bajaron la mirada hacia sus propias manos, acordándose de lo que les habían enseñado, no en la fábrica, sino durante la infancia.
En otra mesa se acomodaban cinco hombres corpulentos, en la plenitud de la vida. Eran camioneros y llevaban gafas de sol, camisas a rayas y descoloridas prendas del ejército. Sus brazos y muñecas eran gruesos como los de una armadura, tenían familia numerosa, desempeñaban un trabajo terriblemente duro, y pensaban que eran mundanos porque habían conducido sus vehículos al otro lado de los Alpes y habían pasado un rato con alguna rubia en algún prostíbulo alemán. De forma espontánea, Alessandro los transformó en un pelotón de soldados pertenecientes a una guerra que había finalizado hacía mucho tiempo y que muy pronto caería en el olvido, pero, recobrando el juicio, los licenció.
—Todavía no ha llegado, ¿verdad? —preguntó al dueño del café.
—No, aún no —contestó éste, inclinándose sobre la barra de bronce para echar un vistazo a los cables, ya que mediante su vibración podía predecir si el tranvía llegaba a su hora—. Y tampoco está cerca; como mínimo tardará diez minutos… Hoy viene usted con retraso, ¿eh? —prosiguió el dueño—. Al ver que no llegaba, pensé que finalmente había desistido, o que se había comprado un coche.
—Odio los coches —replicó Alessandro, aunque sin mucha energía—. Nunca me compraré un coche. Son espantosos, demasiado pequeños. Prefiero viajar en algo espacioso y aireado; ir en coche me produce dolor de cabeza. Su forma de moverse hace que me entren náuseas, aunque nunca llego a vomitar. Además, los hacen tan espantosos, que ni siquiera me apetece mirarlos.
Alessandro hizo un gesto como si escupiera. Era un hombre demasiado refinado para hacer una cosa así en circunstancias normales, pero allí utilizaba el lenguaje del hombre que había detrás del mostrador, quien, al igual que Alessandro, era un veterano de la guerra en los Alpes.
—Estos automóviles —prosiguió Alessandro, como si otorgara existencia a una nueva palabra— están por todos lados, como la mierda de las palomas. Hace diez años que no consigo ver una plaza vacía. Los aparcan por todas partes, hasta el punto de que uno ni siquiera puede moverse. Cualquier día de éstos, al llegar a casa me encontraré automóviles hasta en la cocina, en los armarios o incluso en la bañera.
»Roma fue creada tan sólo para ensalzar la belleza. Se supone que el viento tenía que ser lo más rápido aquí, y que los árboles, al inclinarse y mecerse, lo iban a frenar. Ahora se parece a Milán. Hoy en día, incluso los gatos más veloces y escurridizos mueren atropellados porque no son lo bastante ágiles para cruzar las calles donde antiguamente, lo recuerdo a la perfección, una vaca podía quedarse dormida toda la tarde. No era como ahora, con tanto frenesí y tanta tensión, en que todo el mundo va de un sitio a otro, habla, come y jode sin parar. Ya nadie se queda sentado en silencio, excepto yo.
Levantó la mirada a una hilera de medallas expuestas en una caja de cristal, encima de un batallón de botellas de licor. Alessandro también tenía sus medallas. Las guardaba en un estuche de cuero marroquí, color marrón, en el interior del aparador de su estudio. Hacía años que no abría aquel estuche. Sabía exactamente cómo eran, por qué se las habían otorgado y el orden en que las había ganado, pero no deseaba verlas. Cada una, opaca o brillante, le obligaría a retroceder a una época que hallaría demasiado dolorosa o demasiado hermosa para recordar, y tampoco deseaba ser uno de los muchos ancianos que, al igual que los bebedores de ajenjo, se pierden en sus ensoñaciones. De haber sido el dueño de un café, probablemente habría exhibido las medallas en una caja encima del mostrador, ya que eso convenía al negocio, pero mientras pudiera, hasta el último momento, mantendría alejados ciertos recuerdos.
—Deje que le invite a algo —dijo el propietario—, gentileza de la casa.
—Gracias —contestó Alessandro Giuliani—. Tomaré un vaso de vino tinto.
Siempre había asociado aquella expresión, «gentileza de la casa», con un establecimiento descomunal, veinte o cincuenta veces mayor que aquél donde ahora se encontraba; quizás un enorme casino, o un hotel en una isla atestada de alemanes con ajustados trajes de baño.
—¿No desea algo para comer? ¿Pan? ¿Queso? —inquirió el dueño, mientras cogía la botella.
—Sí, pero eso voy a pagarlo —advirtió Alessandro.
La respuesta que obtuvo fue un rápido gesto, el cual sin duda quería decir: «Al menos se lo he ofrecido, aunque me alegro de que quiera pagar porque, si bien el negocio no es una ruina, últimamente ha bajado bastante». Luego, mientras su cliente comía, el dueño del café se le acercó y le habló con tono de disimulo:
—¿Ve a aquellos dos? —inquirió, refiriéndose a la pareja de lascivos daneses—. Mírelos. Sólo saben comer y joder.
—Ya me gustaría eso a mí.
El dueño lo miró desconcertado. Vio que Alessandro tomaba alternativamente vigorosos bocados de pan y queso.
—¿Y qué hace ahora?
Alessandro tragó el bocado y lo miró fijamente.
—Puedo decirle qué es lo que no hago —replicó.
—Sí, pero eso es lo único que ellos hacen.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Porque si hiciera lo mismo que ellos, sería incapaz de hacer otra cosa, ¿no le parece?
—Si usted hiciera lo mismo que ellos —replicó Alessandro, absolutamente convencido—, ya estaría muerto. ¿Sabe a qué se dedican? Se lo voy a decir. Después de cenar regresan al hotel, y durante doce horas se apretujan como gimnastas que quisieran soldarse a presión, a fin de encajar en todos los huecos. Luego, durante el día, duermen en los autobuses o en la playa. De noche son como Paolo y Francesca.
—Qué repugnante.
—No, no es cierto. Tiene usted envidia de su suerte, porque en nuestra época eso resultaba del todo imposible.
—Sí, pero yo, a su edad, ya conducía mulas. ¡Mulas auténticas!
Alessandro aguardó a lo que seguiría.
—Yo conducía recuas de mulas por los collados en pleno invierno. Las bestias iban tan cargadas y el hielo era tan duro y tan liso, que resultaba fácil perderlas. Se desvanecían ante nosotros y bajaban durante muchos metros, siempre en silencio, pero nosotros seguíamos. La nieve nos cegaba y por encima de nosotros se levantaban paredes de roca cubiertas de hielo, lanzando nubes de vapor que lo cubrían todo de niebla a lo largo de casi un kilómetro.
—¿Y eso qué tiene que ver con ellos? —preguntó Alessandro, mirando de reojo a los daneses.
—Esos dos ignoran todas estas cosas, y eso me duele. Los envidio, sí, pero al mismo tiempo me siento orgulloso.
—Si era usted uno de los muleros, es posible que le viese en alguna ocasión —comentó Alessandro—. Puede que incluso hablara con usted, hace medio siglo.
Ambos dejaron que el tema se extinguiese, pero era indudable que habían estado en los mismos lugares: el frente en el norte se había extendido tan sólo unos centenares de kilómetros. Sin duda charlando habrían podido reconstruir parte de cómo había sido aquello, pero también sabían que hacerlo con unas cuantas palabras ociosas mientras aguardaban la llegada del tranvía no sería correcto.
—Cualquier día de éstos hablaremos —dijo el propietario—, aunque… —Dudó unos instantes—. No sé; esto es como los asuntos de la Iglesia.
—Le comprendo. Yo tampoco hablo nunca de ello… Quisiera comprar un poco de comida antes de que llegue el tranvía. ¿Tiene algo para mí?
El dueño del bar empezó a moverse entre cajas y recipientes y, cuando los cables empezaron a vibrar y la gente del exterior toqueteó sus bultos para asegurarse de que éstos no se habían escapado, o de que unos ladrones diminutos no se los habían llevado, le entregó a Alessandro Giuliani media docena de esmerados paquetes, que éste colocó dentro de su pequeña bolsa de cuero.
Los cables chirriaban como cigarras en plena tarde. De vez en cuando, uno de éstos recibía tal tirón que empezaba a soltar alaridos como la peor de las sopranos en la más calurosa ciudad de Italia.
—¿Cuánto es? —preguntó Alessandro.
Estaba ansioso porque sabía que tendría cierta dificultad en subir el alto escalón del tranvía, y luego se vería obligado a buscar el dinero en el bolsillo mientras se sostenía en el bastón, haciendo equilibrios con la bolsa y el billetero al tiempo que el vehículo avanzaba dando tumbos.
El dueño del café no respondió. El tranvía chirrió al torcer la curva. Sonaba como un taller ambulante.
—¿Cuánto es? —repitió Alessandro: la gente del exterior se había incorporado y aguardaba junto a las vías.
El propietario levantó la mano derecha, como si parara el tráfico.
—¿Cuánto? ¿En otra ocasión? —preguntó Alessandro.
El dueño del café movió la cabeza atrás y adelante.
—Ya no somos soldados —murmuró Alessandro, con voz queda—. Eso fue hace mucho tiempo. Todo ha cambiado.
—Sí —admitió el propietario—, pero una vez, hace mucho tiempo, lo fuimos. A veces me acuerdo de ello y se me encoge el corazón.
La tarifa a Monte Prato había subido de 1900 liras a 2200, lo cual significó que Alessandro no tuvo que entregar simplemente los dos billetes de mil liras, meterse el cambio en el bolsillo y alejarse conservando el equilibrio, tal como lo había planeado. En cambio, se encontró repentinamente haciendo múltiples cosas a la vez, mientras el ágil tranvía se balanceaba violentamente y el sol lanzaba sus destellos a través de los árboles. Intentar sacar de la cartera un billete de quinientas liras resultaba difícil, pero habría resultado mucho peor si el joven danés no se hubiese separado un momento de su hermosa y bronceada amante para sostener la bolsa de Alessandro y sujetarlo del brazo, tal como habría hecho un hijo con su padre.
Alessandro dio las gracias al muchacho, satisfecho de que la falta de decoro no implicara necesariamente ausencia de amabilidad.
El mejor asiento estaba junto al hombre del sombrero de periódico y el calamar.
—Buenas —saludó, dirigiéndose tanto al hombre como al calamar.
Intuyendo la travesura de Alessandro, el empleado de la construcción desvió hoscamente la mirada.
Al cabo de unos minutos, atisbo dentro del cubo y con un dedo azuzó al calamar. Luego levantó los ojos y se quedó mirando a Alessandro, como si éste fuera el culpable.
—Muerto —declaró, con tono acusador.
Alessandro se encogió de hombros.
—No había suficiente oxígeno en el agua.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que necesitaba oxígeno en el agua para poder respirar.
—¿Está usted loco? Los peces no respiran. Viven bajo el agua.
—Pero respiran, respiran. Hay oxígeno en el agua y ellos lo absorben a través de las branquias.
—Entonces, ¿por qué no lo ha hecho éste?
—Lo ha hecho hasta que se ha terminado, y luego se ha muerto.
El empleado de la construcción prefería creer otra cosa.
—Esos cabrones de Civitavecchia me han vendido un calamar enfermo.
—Será como usted dice.
El empleado se quedó unos instantes pensativo.
—¿Habría vivido, si yo hubiese soplado con una cana dentro del agua?
—Probablemente no, dado que habría soplado más dióxido de carbono que oxígeno. ¿Adónde se dirige usted?
—A Monte Prato.
—Imposible —contestó Alessandro, cerrando brevemente los ojos para dar mayor énfasis a sus palabras—. Allí hace demasiado calor. Tendría que haber llenado el cubo con hielo hasta la mitad.
—¿Y cómo sabe usted todas estas cosas? Creo que se equivoca.
—Las sé porque son evidentes.
—¿Tiene usted una pescadería?
—No.
El empleado de la construcción era un hombre tremendamente suspicaz.
—Si no tiene usted una pescadería, entonces, ¿qué hace?
—Soy profesor.
—¿De peces?
—No, de pollitos —contestó Alessandro.
—Entonces no sabe lo suficiente para opinar.
—Ah —replicó Alessandro, levantando un dedo—, pero ocurre que un calamar no es un pez.
—¿En serio?
—Ajá.
—¿Y qué es?
—Es una especie de pollito, un pollito marino.
Pareció como si el empleado de la construcción se dejara vencer por el desaliento, y Alessandro se compadeció de él.
—No soy profesor de pollitos, y, por lo que sé, no existe tal cosa. Pero lo que le he dicho acerca del oxígeno es cierto. Siento lo que le ha sucedido a su calamar. Había hecho ya todo el viaje desde Civitavecchia, y antes de eso había sido sacado del mar, que es su ambiente natural, y había padecido muchas horas en la bodega de una barca de pesca mientras ésta regresaba a tierra firme bajo el calor de agosto. El viaje era demasiado largo para él.
El empleado de la construcción asintió.
—Pero ¿de qué es usted profesor?
—De estética.
—¿Y qué es eso?
—El estudio de la belleza.
—¿Belleza? ¿Para qué?
—Sí, belleza. ¿Por qué no?
—¿Por qué hay que estudiarla?
—No es necesario. Está en todas partes, con gran profusión, y siempre la habrá. Y si yo dejara de estudiarla, tampoco desaparecería, si es eso lo que quiere usted decir.
—Entonces, ¿por qué lo hace?
—Porque me fascina. Desde siempre, por eso la estudio. A pesar de que a alguien le parezca ridículo…
—Yo no he dicho que sea usted ridículo.
—Lo sé, pero otros opinan que la mía es una profesión afeminada e inútil. Bueno, puede que para algunos lo sea, pero no para mí.
—No me líe usted. Yo no pienso que parezca usted afeminado. —El empleado retrocedió para examinarlo mejor—. Yo diría que es usted un viejo cabrón, duro de pelar. Me recuerda usted a mi padre.
—Muchas gracias —contestó Alessandro, ligeramente alarmado.
Ahora el trayecto hasta Monte Prato estaba despejado. Lo único que precisaba era dejarse sumergir en la agradable hipnosis del viaje, contemplar las largas hileras de árboles a medida que pasaban, divisar las montañas cuando empezaban a destacar sobre los campos, observar la enorme Luna redonda y su corte de estrellas brillantes a través de los cristales empañados del tranvía, armonizar el zumbido de los motores con el coro enloquecido de las cigarras, sentirse cómodo, viejo y satisfecho con los pequeños detalles. Dio por sentado que las horas que tenía por delante transcurrirían sin incidentes, que podría descansar y que estaría a solas: libre de recuerdos demasiado trascendentales para que el corazón pudiera soportarlos.
Antes de llegar a las afueras, donde cogería velocidad, el tranvía serpenteó por muchas callejuelas no tan agradables como aquélla en la ladera de la colina donde Alessandro Giuliani había subido. El tranvía cruzó y volvió a cruzar el río Aniene, y traqueteó por despobladas avenidas punteadas por las sombras recortadas de las rejas de hierro forjado y los árboles. Al pasar ante cada iglesia, las barrenderas se santiguaban; de vez en cuando el grupo de camioneros divisaba un nuevo camión alemán o una pieza mecánica del ramo de la construcción y todos volvían hacia allí la cabeza mientras uno de ellos les informaba de cuánto costaba o cuántos caballos de fuerza tenía.
A cada parada, el chófer levantaba la mirada hacia el retrovisor para vigilar tanto el interior del tranvía como la calle, a fin de cerciorarse de si alguien pretendía burlarse de él o retrasarlo queriendo subir o bajar. Aunque nadie había comprado billete de trayecto corto, a veces la gente cambiaba de parecer acerca de adónde quería ir, y él tenía que estar alerta. Pero en Roma apenas se movía nadie y no había ni un alma que lo frenara en su avance. El tranvía realizaba un tiempo excelente, y cuando alcanzó las afueras de la ciudad ya iba adelantado respecto al horario previsto. Eso complacía al conductor. Si pudiera regatear una parada a los pasajeros, eso le permitiría lanzarse a gran velocidad y llegar incluso antes a la siguiente parada, donde era poco probable que encontrara a alguien. De esta forma sería capaz de transformar su asqueroso trayecto de larga distancia local en el más etéreo de los expresos. Odiaba tener que frenar y cambiar de marcha, pero le gustaba conducir, y cada parada que podía pasar a gran velocidad representaba una satisfacción parcial en su antiguo sueño de participar como jockey en una carrera de caballos, o incluso como caballo.
En un punto que ya no era Roma, pero tampoco en plena campiña, donde los campos sembrados de maíz y de trigo se alternaban con los almacenes de maderas o los recintos de las fábricas, y donde a lo lejos se divisaba la autopista, resplandeciente como un río a medida que el tráfico chocaba contra la luz del sol, el vehículo realizó una aproximación hipócrita a una parada vacía y volvió a partir como era habitual. Alessandro había empezado a soñar, pero un insistente movimiento consciente en el rabillo del ojo lo sacó de su ensueño. Partiendo de la derecha, con una ligera cuesta, se extendía un camino de tierra cubierto de baches. Algo más abajo de ese camino había alguien que corría desesperadamente, saltando por encima de los baches y haciendo oscilar los brazos.
Transcurrió un largo instante en el que Alessandro anheló permanecer indiferente, pero de nuevo se vio dominado por el rabillo del ojo. Volvió del todo la cabeza para ver mejor. Quienquiera que fuese, pretendía alcanzar el tranvía y estaba gritando para que éste parara. Aunque no se le oía, su intención era evidente por el movimiento de los brazos, que realizaban una ligera sacudida a cada grito.
—Hay alguien —anunció Alessandro, con voz débil; luego carraspeó—. ¡Hay una persona! —gritó.
Como nadie más había visto al corredor, nadie comprendió qué quería decir Alessandro. Pero no parecieron sorprenderse de que un anciano, aunque ostentara un aspecto tan digno como el suyo, gritara alguna incoherencia en una tarde tan calurosa. A excepción de una de las barrenderas, que rió como una idiota, la reacción de la gente fue permanecer en silencio y no volverse hacia él. El vehículo se hallaba en un tramo recto, acelerando hacia el sudeste.
Alessandro saltó de su asiento.
—¡Conductor! —gritó—. ¡Hay una persona que quiere coger el tranvía!
—¿Dónde? —gritó el chófer, sin apartar los ojos de la carretera.
—Ahí atrás.
El conductor volvió la cabeza. No se veía a nadie.
—Se equivoca —le dijo: se habían alejado bastante del cruce con el camino de tierra—. Además —prosiguió el conductor—, no puedo recoger a nadie entre paradas.
Alessandro volvió a sentarse. Miró hacia atrás y no distinguió a nadie. No era justo que el conductor acelerara en las paradas, sobre todo teniendo en cuenta que aquél era el último vehículo del día. Alessandro empezó a imaginar una carta de protesta. Era breve, pero reconstruía las frases repetidamente. Durante esos instantes, el tranvía prosiguió su avance un par de kilómetros, pero luego se vio obligado a frenar detrás de un enorme camión que transportaba una extraña pieza de equipo eléctrico, casi tan grande como una casa.
—Eh, mire —avisó a Alessandro el empleado de la construcción.
Alessandro se volvió para observar lo que el hombre le señalaba. Detrás del vehículo, a lo lejos en la carretera, la ágil figura del camino de tierra estaba a punto de alcanzarlos después de haber corrido unos dos o tres kilómetros sin desanimarse. Ya no seguía gritando y había dejado de levantar los brazos, como si hubiese llegado a la conclusión de que, dado que del vehículo no iba a ayudarlo, era mejor reservar sus fuerzas para conseguir por sí solo su propósito.
—Se lo voy a decir al conductor —anunció Alessandro al empleado. Se levantó para dirigirse al frente del vehículo—. Señor, mire hacia atrás —pidió al conductor—. Alguien está a punto de alcanzarnos.
El conductor miró a través del espejo y descubrió al corredor.
—Demasiado tarde —anunció—. La próxima parada está a unos quince kilómetros. Nunca lo conseguirá.
—¿Por qué no le deja subir? —preguntó Alessandro, alzando el tono de voz.
—Ya se lo he dicho, no recogemos pasaje entre paradas. Haga el favor de sentarse.
—Usted aceleró justo ante la última parada. Por eso está corriendo.
—Siéntese, por favor.
—No —protestó Alessandro—. Quiero bajar.
—Usted se baja en Monte Prato.
—Pues ahora quiero bajar aquí.
—No puede hacerlo.
—¿Por qué?
—¿Aquí? ¡Si no hay nada! No bajamos pasaje aquí.
—Éstas son mis propiedades. Todo esto. Y quiero echar un vistazo a mi trigo.
El tranvía se detuvo y las puertas se abrieron.
—Muy bien, pues —exclamó el conductor, mirando por el retrovisor—, eche un vistazo a su trigo.
—Un momento —replicó Alessandro—. Tengo que recoger mi bolsa —añadió, y empezó a caminar hacia su asiento, con gran lentitud.
—¡Vamos! —gritó el conductor, irritado—. Nos está retrasando.
—Un momento, un momento —replicó Alessandro, y al llegar a su asiento añadió—: Se me ha caído una cosa.
El conductor cerró la puerta y arrancó de nuevo, pero el obcecado corredor ganaba terreno. Alessandro miró hacia atrás y distinguió un muchacho de unos dieciocho o diecinueve años corriendo detrás del vehículo. Llevaba unos recios zapatos de cuero y parecía como si estuviese a punto de morir por el esfuerzo. El sudor le había pegado el cabello a ambos lados de la frente, respiraba con fuerza a través de la boca entreabierta y su tez había cobrado el color de un pimiento maduro.
—¡Ya está aquí! —gritó Alessandro.
Insensible, el conductor siguió mirando al frente, pero el muchacho utilizó un impulso final de energía y corrió hacia la puerta. Allí dio un salto en el estribo y se agarró, jadeante, chorreando sudor, con la cabeza agachada.
Alessandro, con la bolsa bajo el brazo, avanzó hasta la parte delantera del vehículo y golpeó el techo con su bastón.
—Señor —dijo con una voz sorprendentemente sonora y profunda—, creo que tiene usted un pasajero.
En aquel preciso instante, el muchacho, con el aspecto de alguien que llegara de un valle olvidado de Sicilia, empezó a golpear furiosamente el cristal. La forma en que colgaba de la puerta y golpeaba con el puño, recordó a Alessandro su propia tenacidad en otros tiempos, y se sintió tan lleno de afecto y orgullo como si aquel muchacho fuera hijo suyo.
El conductor pisó el freno con fuerza y Alessandro se vio lanzado de cabeza contra el parabrisas, aunque amortiguó el golpe con la bolsa y los brazos, con lo cual logró mantener el equilibrio. El cuerpo del muchacho dio un giro brusco y golpeó contra la pared del tranvía, pero continuó agarrado.
Al abrirse la puerta, tanto Alessandro como el muchacho pensaron que habían ganado, pero cuando el conductor salió de detrás del volante, descubrieron que era un gigante. Alessandro tuvo que echar hacia atrás la cabeza para mirar hacia arriba.
—No comprendo cómo… —empezó a decir, pero luego miró el asiento del conductor y vio que casi tocaba en el suelo.
Cuando el chófer bajó, el muchacho se apartó de la puerta.
—¡Si vuelves a acercarte a este vehículo…! —le advirtió el conductor, pero la rabia le ahogó la voz.
Alessandro bajó los peldaños del tranvía y saltó al suelo.
—Si no le deja subir, yo tampoco seguiré. Soy un anciano y eso puede costarle su empleo.
—Me cago en mi empleo —exclamó el conductor, quien subió de nuevo a su vehículo—. Toda mi vida he querido ser jockey.
Acto seguido cerró la puerta; el tranvía arrancó y empezó a alejarse.
Alessandro se sorprendió al ver el rostro del empleado de la construcción, con su sombrero de periódico, apoyado contra la ventanilla detrás de la cual él había estado descansando hacía tan sólo unos minutos. El hombre levantó ambas manos en un gesto de impotencia. Luego el hombre cambió de opinión y corrió hacia el frente, pero, al margen de lo que allí hiciera o dijese, el tranvía no se detuvo; los camioneros, las barrenderas y los daneses miraron hacia atrás, al anciano y al muchacho, con rostros que parecían lunas inexpresivas.
—Setenta kilómetros a Monte Prato —musitó Alessandro, mientras el tranvía desaparecía por la larga y recta carretera.
—Dentro de unas horas, el otro coche pasará de regreso a Roma —le anunció el muchacho, todavía jadeante a causa de la carrera—. Tal vez antes.
—Yo acabo de salir de Roma —replicó el anciano—. ¿De qué me serviría volver? Me dirijo a Monte Prato. ¿Y tú?
—A Sant’Angelo, diez kilómetros antes de Monte Prato.
—Ya lo sé.
—Voy a ver a mi hermana. Vive allí, en un convento.
—¿Es monja?
—No. Les hace la colada. Son muy limpias, pero no pueden hacerlo todo ellas solas.
Alessandro miró atrás y vio que, al haber dejado a sus espaldas la mayor parte de la ciudad, la carretera aparecía hermosa. A derecha e izquierda se extendían campos sembrados que lanzaban destellos dorados bajo la luz del sol poniente, y los altos árboles que se alineaban a cada lado brillaban y se mecían cuando el viento penetraba entre sus ramas.
—¿Sabes una cosa? —propuso—. Iré contigo hasta Sant’Angelo, y luego continuaré por mi cuenta hasta Monte Prato.
—No creo que nadie quiera llevarnos a los dos —contestó el muchacho—. Además, tampoco hay mucho tráfico. Apenas lo hay en esta carretera, y menos hoy, en día festivo.
—¿Crees que voy a quedarme de pie en la carretera, suplicando que me lleven? —inquirió Alessandro, indignado.
—Ya lo haré yo por usted.
—No, no lo harás. Hace setenta y cuatro años que tengo piernas, y sé muy bien cómo usarlas… Además, tengo esto —añadió, dando un golpe seco con el bastón sobre el asfalto—. Esto ayuda mucho… Es tan largo como el pene de un rinoceronte, y dos veces más tieso.
—Pero usted no puede andar setenta kilómetros. Ni siquiera yo podría —añadió el muchacho.
—¿Cómo te llamas?
—Nicolò.
—Nicolò, en una ocasión caminé varios centenares de kilómetros sobre glaciares y campos nevados, sin descansar, y me habrían disparado un tiro si hubiesen llegado a descubrirme.
—¿Eso fue durante la guerra?
—Por supuesto que fue durante la guerra. Yo me voy a Monte Prato —anunció Alessandro, y, después de apretarse el cinturón, se estiró los bajos de la chaqueta y se alisó el bigote—. Si quieres, te acompaño hasta Sant’Angelo.
—Si voy caminando, cuando llegue allá ya tendré que dar media vuelta para volver —contestó Nicolò.
—¿Y vas a permitir que esta minucia te detenga?
Nicolò no respondió; se limitó a observar al viejo león que tenía ante sí.
—¿Y bien? ¿Vas a permitirlo? —inquirió Alessandro, con una expresión tan tensa y peculiar en su rostro que Nicolò se asustó.
—No, claro que no —contestó el muchacho—. ¿Por qué tendría que permitirlo?
—Antes que nada, hay que realizar un inventario y trazar un plan —le anunció Alessandro.
—¿Qué inventario? ¿Qué plan? —preguntó Nicolò, despectivamente—. No tenemos nada y nos dirigimos a Sant’Angelo.
El anciano guardó silencio. Avanzaron un centenar de pasos.
—¿Qué quería decir con eso del inventario? —quiso saber Nicolò.
Al no obtener respuesta, miró al frente y decidió que si el anciano prefería guardar silencio, él tampoco hablaría. Pero, tal como Alessandro había intuido, eso no se prolongó más allá de una decena de pasos.
—Yo creía que un inventario era eso que se hace en un almacén.
—En efecto.
—¿Y dónde está el almacén? —preguntó Nicolò.
—Los comerciantes hacen inventario porque, al saber lo que tienen, pueden planificar por adelantado —explicó Alessandro—. Nosotros podemos hacer lo mismo. Podemos anotar en nuestra mente lo que poseemos, y qué obstáculos nos aguardan, a fin de superarlos.
—¿Para qué?
—La previsión es la base de la sabiduría. Si quieres cruzar un desierto, prevés que tendrás sed, así que te llevas agua.
—Pero ésta es la carretera a Monte Prato, y hay pueblos a lo largo del camino. No necesitaremos agua.
—¿Has andado alguna vez setenta kilómetros?
—No.
—Puede resultarte difícil. Y para mí lo será mucho más. Desde luego, soy algo más viejo que tú, y, como puedes ver, ando medio cojo. Si no logro mi objetivo será por un estrecho margen, de modo que tengo que buscar la precisión. Siempre lo he hecho así. ¿Qué traes contigo?
—Yo no llevo nada.
—¿Ni comida?
—¿Comida? —El muchacho dio un salto e hizo una voltereta en el aire, trazando un círculo completo para demostrar que no ocultaba nada—. No, no llevo comida. ¿Y usted? —preguntó.
El anciano se acercó a la cuneta y se sentó en una piedra.
—Sí —contestó, abriendo su bolsa—. Pan, medio kilo de jamón, medio de frutos secos y chocolate con leche. Necesitaremos mucha agua. Hace calor.
—En los pueblos —contribuyó Nicolò.
—Sólo hay unos cuantos a lo largo de la carretera, pero entre ellos hay manantiales. En cuanto lleguemos a las colinas, habrá agua en abundancia.
—No necesitamos comida. Cuando lleguemos a un pueblo podremos comer allí.
—El próximo se halla a quince kilómetros de distancia —anunció el anciano—, y yo camino despacio. Cuando lleguemos, las estrellas ya habrán recorrido la mitad de su trayectoria en el cielo y todas las ventanas estarán cerradas. De todos modos, aunque no podamos comer en los pueblos, esta comida puede sernos de gran ayuda. Te sorprenderías de lo mucho que se quema caminando.
—¿Y dónde vamos a dormir? —preguntó Nicolò.
—¿Dormir? —repitió Alessandro, elevando una poblada ceja blanca tan por encima de la otra, que por un momento pareció como si hubiera sufrido un accidente de automóvil y aún no se hubiese recuperado.
—¿No vamos a dormir por la noche?
—No.
—¿Por qué?
—Para una marcha de setenta kilómetros no es necesario dormir.
—No, no es necesario dormir —replicó el muchacho—, pero ¿por qué no hacerlo? ¿Quién dice que no debamos?
—Si duermes, no estarás lo suficientemente espabilado. Te verás arrastrado por los sueños y te perderás la posibilidad de soñar despierto. Además, eso sería un insulto a la carretera.
—No lo entiendo.
—Mira —dijo Alessandro, cogiendo a Nicolò de la muñeca—. Si yo decido que voy a ir a Monte Prato, tanto si hay setenta kilómetros como si no, yo voy a Monte Prato. Uno no puede hacer las cosas a medias. Si amas a una mujer, debes hacerlo sin reservas. Hay que darlo todo. No puedes pasar el tiempo en los cafés, o hacer el amor con otras mujeres; no puedes tenerla como algo seguro. ¿Comprendes?
Nicolò movió la cabeza de un lado a otro para indicar que no. Temía que el anciano superara lo que él podía soportar, que fuera quizás alguien escapado de un manicomio o, peor aún, alguien que hubiese logrado evitar todos los manicomios.
—Dios otorga dones a todas las criaturas —prosiguió Alessandro—, no importa cuál sea su condición o posición social. Puede dar la inocencia a un lunático, o el cielo a un ladrón. Al contrario de muchos teólogos, yo siempre he creído que los gusanos y las comadrejas tienen alma, y que incluso ellos son capaces de obtener la salvación.
»Pero hay un don que Dios no nos ha concedido, algo que nos debemos ganar, algo que un hombre perezoso nunca podrá conocer. Llámalo entendimiento, gracia, o elevación del espíritu; llámalo como quieras. Sólo se obtiene mediante el trabajo, el sacrificio y el sufrimiento.
»Uno debe dar todo cuanto posee. Hay que amar hasta el agotamiento, trabajar hasta el agotamiento y caminar hasta el agotamiento.
»Si yo quiero ir a Monte Prato voy a Monte Prato. No doy vueltas por ahí como un estúpido que, cargado con media docenas de maletas, se dirige a tomar las aguas a Montecatini. La gente como ésa expone continuamente su alma a un peligro mortal al imaginar que están libres de tal peligro, cuando, de hecho, el único peligro mortal del espíritu es permanecer demasiado tiempo sin él. El mundo está hecho de fuego.
El sermón de Alessandro fue un éxito y Nicolò empezó a animarse. Arrastrado con notable rapidez por una vorágine de pasión y de sueños, en un par de minutos ya había decidido su destino y declaraba que estaba determinado a ir a Sant’Angelo, a Monte Prato, a dos veces aquella distancia, a tres veces, sin descansar, prosiguiendo hasta que estuviese a punto de morir. Su rostro, con aquellos ojos oscuros, separados, como de lobo, la boca torcida y una nariz aguileña y voluminosa, aparecía tenso debido a su resolución.
Alessandro soltó su presa y levantó un dedo.
—Por supuesto, uno siempre debe descansar —advirtió, y una nube cruzó el rostro del muchacho, como si le hubiesen sacado de su ensueño mediante un puñetazo—. Hay momentos para dormir, para la inactividad, para soñar, para la indolencia, incluso para el letargo. Uno debe saber cuándo se merece tales momentos. Se presentan después de que uno se haya agotado. Me refiero al momento de inanición, de quietud, que precede a la gran excitación del amanecer.
—El amanecer… —repitió Nicolò, confuso.
—Sí, el amanecer —añadió Alessandro—. Dime, ¿qué tipo de pies tienes tú?
—¿Mis pies?
—Sí, los pies, esos que van unidos a tus piernas.
—Tengo pies humanos, señor.
—Por supuesto, pero existen dos tipos de pies. Todos los ejércitos lo saben, aunque no lo admiten por miedo a perder reclutas. Puedes ser alto, atractivo, inteligente, agraciado y con talento, pero si tienes los pies hechos un desastre, muy bien puedes ser uno de esos enanos que hacen de limpiabotas en la Via del Corso. Esa clase de pies son demasiado tiernos, no pueden contraatacar. Bajo un ataque prolongado, quedan hechos papilla. Sangran hasta producir la muerte. En menos de media hora ya están infectados y se hinchan. He visto a hombres que al quitarse las botas, después de medio día de marcha, sacaban unos pies que tan sólo eran dos esponjas ensangrentadas, una masa blanda e informe que recordaba a un animal desollado.
»Por otra parte también existen los pies de los invencibles. En casos extremos, tales como los campesinos de las montañas de Sudamérica, puede parecer que un hombre lleva un viejo par de botas viejas y embarradas, cuando en realidad va descalzo. Los pies invencibles son asquerosos, pero no sufren y duran toda la vida: construyen defensas allí donde se les ataca, cambian de color, de proporción y vuelven a componerse por sí mismos hasta que parecen unos bulldogs. Son capaces de hacer cualquier cosa, excepto sangrar y sentir dolor.
»Durante los primeros días en el ejército, uno se da cuenta, entre otras cosas, de que la humanidad se divide en dos clases… En fin, ¿qué tipo de pies tienes tú?
—No lo sé, señor.
—Sácate los zapatos.
Nicolò se sentó en el suelo y se desató los cordones. Cuando los zapatos y los calcetines quedaron esparcidos sobre las piedras a su alrededor, se tumbó de espaldas y levantó las piernas en el aire, a fin de que Alessandro pudiera inspeccionarle los pies.
Lo primero que examinó el anciano fueron las plantas. Luego tanteó bajo el talón. Seguidamente inspeccionó los dedos.
—Tus pies son repugnantes, feos e invencibles. Ponte de nuevo los zapatos.
—¿Y qué me dice de sus pies, señor? ¿Son invencibles?
—¿Necesitas preguntarlo?
Nicolò no necesitaba preguntarlo, pues había observado que Alessandro tenía cicatrices incluso en la palma de las manos.
A continuación, Alessandro hizo inventario de lo que llevaba en la bolsa. Los primeros objetos no dejaron del todo satisfecho a Nicolò, ya que era un juego de cintas de tela fuerte que sujetó a la bolsa a fin de poderla acarrear como una mochila.
—La llevarás hasta Sant’Angelo —decidió Alessandro, positivista—. Tú eres joven.
Lo segundo en salir fue una navaja de bolsillo, muy antigua y afilada, con un pedernal en el mango.
—El pedernal puede sacarse —le explicó Alessandro—, ¿ves? Y si se golpea contra la hoja, se produce una chispa. Cuando vayamos a descansar, es posible que necesitemos encender una hoguera para calentarnos.
—¿En agosto?
—Cuanto más se sube, más frío hace. Incluso en agosto.
Después de los paquetes de comida salió un mapa. Alessandro explicó que tener uno a mano era una obsesión que le perseguía desde hacía muchísimo tiempo. Le gustaba saber en qué parte del mundo se encontraba y lo que tenía a su alrededor. Para él, afirmó, un mapa era como la Biblia para un cura, un libro para un intelectual, etcétera, etcétera.
En su mapa —entre montañas, ríos, llanuras desiertas y urbanizaciones demasiado pequeñas para que en él figurara su nombre— descubrieron a lo largo de la carretera cuatro pueblos a modo de faro Alessandro sabía que de noche aquellos pueblos resplandecerían. En la oscuridad azul como la pizarra, sus escasas luces tendrían, con su simplicidad y su pureza, una mayor luminosidad que la acumulada fosforescencia de todas las avenidas de las grandes ciudades.
Le indicó sobre el mapa dónde podrían detenerse a cenar, si tenían hambre o aún no habían comido. En aquel otro sitio podrían ver Roma a sus espaldas, en la llanura, hirviendo de luz. Allá no verían pueblo alguno. Roma estaría fuera de su alcance y tan sólo vislumbrarían las estrellas, ya que la luna saldría tarde aquella noche, explicó Alessandro. Pero cuando lo hiciese, sería una luna perfectamente llena. En aquella otra parte abandonarían la carretera y atravesarían una serie de suaves cerros que dominaban Sant’Angelo y, más lejos aún, Monte Prato.
Alessandro le informó de que caminarían aquella noche, el día siguiente, toda la noche siguiente y las primeras horas de la otra mañana. El tiempo sería bueno y la luna llena les serviría de linterna.
Sant’Angelo y Monte Prato se habían transformado ya en algo más que simples pueblos de montaña en la línea del tranvía motorizado. Aparecían lejanos, hermosos, importantes. Antes de llegar a ellos, Alessandro Giuliani y Nicolò tendrían que caminar un largo trayecto, pasar por pueblos como Acereto, Lanciata y quizá por otros cinco o seis con nombres preciosos, equidistantes entre campos cultivados y grupos de árboles que se mecerían contra el cielo intensamente azul. Al inicio de su larga caminata, la carretera aparecía desierta y, quizá porque el mundo guardaba silencio, ellos también lo guardaron.
Alessandro Giuliani creía que si en un viaje todo iba bien y transcurría plácidamente, el impulso y la constancia del avance, tanto a pie como en otro vehículo, ensombrecería cualquier cosa que el viajero dejara atrás, o cualquier cosa que pretendiera alcanzar con su viaje. Conseguir un tiempo óptimo en el trayecto era ya en sí motivo de júbilo.
Una vez, durante la clase, expuso eso de pasada y se vio repentinamente desafiado por un estudiante deseoso de saber si el respetado profesor pensaba que era júbilo lo que sentía un condenado a muerte camino del patíbulo.
—Lo ignoro —contestó Alessandro—. Por lo general, el camino al patíbulo no suele ser lo bastante largo para considerarlo un viaje. Sin embargo, supongamos que se deba transportar a un condenado de un extremo al otro del país, donde será ejecutado, y que ese viaje puede durar días, o incluso semanas.
—Pero… ¿es eso realista? —preguntó el alumno.
—Claro —respondió Alessandro—, por supuesto que lo es. En tal caso —prosiguió—, el hombre puede experimentar el mayor de los júbilos y la más terrible desesperación; como si, anticipándose a una eternidad en el cielo o en el infierno, fuera capaz de preverlos a ambos.
—No lo entiendo. ¿Júbilo en un hombre condenado a muerte?
—Júbilo, el que provoca la locura, visiones, euforia…
Había seguido un largo silencio, durante el cual los asistentes a la clase permanecieron quietos, como si les apuntaran con un arma, y el profesor fue incapaz de reanudar la clase, debido a que los recuerdos le hicieron olvidar momentáneamente dónde estaba y qué hacía.
Incluso un viaje a través de la ciudad proporcionaba las pequeñas alegrías y angustias que —si bien en un orden inferior a las que se experimentan en un viaje de días o semanas— se interrelacionan de forma parecida a las de un periplo alrededor del mundo. El grado puede cambiar, pero los modelos serán los mismos.
Alessandro suponía que Nicolò esperaba que la caminata fuera algo complejo. ¿Por qué no podía serlo? A pesar de que la experiencia de un muchacho de catorce años era lo bastante variada para enseñarle en más de veinte ocasiones que la vida resulta compleja y sorprendente, sólo una gran fuerza lo empujaría a seguir y le daría tanto el ímpetu que necesitaría para el resto de su vida como la inmediata capacidad para sobrevivir a los golpes que atraería con sus estupideces y excesos de adolescente. Nicolò habría perseguido al tranvía no sólo hasta Acereto, sino, en caso de no haber podido atraparlo allí, hasta Lanciata, y quizás incluso hasta Sant’Angelo. El muchacho creía que el mundo estaba uniformemente entretejido.
Acaso Nicolò se sintiese amargamente decepcionado ante la lentitud y las dificultades, pero Alessandro había aprendido a amarlas tanto —o quizás incluso más— como a la velocidad y a las facilidades. Para él, no eran cuestiones tan distintas. Era como si, frente a la desigualdad sin excepciones, formaran un vínculo secreto, con las manos entrelazadas bajo la mesa.
Quizá Nicolò todavía no supiera eso y se desanimara cuando la carretera se hiciese oscura y empinada. Por tal motivo, Alessandro lamentaba que su partida sucediese con tanta magnificencia a su alrededor: en los árboles que se mecían suavemente, como las olas del océano; en la variedad de colores del ocaso, cuando el sol poniente convertía el este en una perfecta zona de luz en constante palpitar y carente de sombras; en la neblina ligeramente polvorienta, seca y fría, que aparecía con la proximidad del anochecer; en el trigo cuando el viento lo atravesaba con la lentitud de un bote entre la bruma de las aguas polares; y en todos los recuerdos que aquellas bellezas atraían para que resonaran y susurraran hasta que, en su extática multiplicación, desaparecieran de la vista de los mortales debido a que la luz era demasiado intensa para ver.
Nicolò ignoraba que no siempre era todo tan perfecto. Creía que el buen tiempo, la carretera llana y el sol a sus espaldas era cuanto cabía esperar. Por eso le sorprendía el silencio de Alessandro, ya que desde el primer momento había supuesto que, al haber abandonado el anciano el tranvía por su causa, su charla le haría más fácil la caminata. ¿Acaso no había mencionado, ya en sus primeras frases, los tiroteos mientras escapaba por los campos nevados? Aunque los viejos fueran incoherentes y estrafalarios, a veces contaban historias interesantes, y aquel compañero, con su maraña de cabello blanco, su traje elegante, su delgado bastón de caña de bambú, y un porte distinguido que Nicolò había visto tan sólo en…, bueno, que no había visto nunca…, sin duda tendría mucho que contar.
Quería que Alessandro le contara historias incesantemente y le informara de cosas pertenecientes a una época en que él aún no había nacido. Escucharía con avidez, no porque sospechara lo que el anciano pudiera explicarle, sino todo lo contrario, porque no tenía ni la más remota idea. Ignoraba todo cuanto había hecho aquel hombre que cojeaba rítmicamente a su lado, por la carretera que conducía a Sant’Angelo y a Monte Prato.
Nicolò tampoco entendía que Alessandro pudiera saber exactamente lo que un joven esperaba de él, y que (antes de que Nicolò mostrara cualquier indicio de cuáles eran tales expectativas) pudiera sentirse ofendido por lo que de hecho eran suposiciones del muchacho.
Al fin y al cabo, a Alessandro Giuliani se le pagaba más que decentemente para hablar y escribir. ¿Por qué iba a esperar aquel muchacho que él no parase de parlotear durante el trayecto? ¿Y por qué iba a dar por sentado aquel muchacho que él, después de haber visto lo que había visto, de haber batallado toda su vida con fuerzas descomunales e inefables, de haber sobrevivido hasta una edad avanzada, de haber conocido íntima y profundamente tanto la belleza natural como la femenina, estaría dispuesto a seguir hablando? Durante kilómetros y kilómetros, los dos caminaron en absoluto silencio por la recta carretera.
A Nicolò le resultaba difícil creer que Alessandro no aceleraba el paso, ya que —quizá debido al golpeteo amortiguado provocado por el movimiento de sus piernas y de su activo bastón, y al insólito sube y baja de su paso renqueante— daba la sensación de que avanzaba muy rápido. Parecía como si, al poder canalizar toda la energía que utilizaba para moverse y detenerse, avanzara más veloz que una gacela. Sin embargo, lo hacía con lentitud.
Nicolò, que andaba sin dificultad ni esfuerzo, anhelaba correr y brincar.
—¿Qué es eso? —inquirió, aunque sin preguntar realmente, señalando un montículo de tierra en medio de un campo.
Inmediatamente echó a correr hacia allí, la bolsa golpeando contra su espalda a medida que saltaba por encima de las acequias de riego y de los surcos. Luego regresó bordeando una alberca, sobre la cual caía el agua formando una curva parecida a un pez que saltara.
—¿A qué vienen todos estos paseítos? —preguntó Alessandro.
Nicolò se encogió de hombros.
—¿Sabes? Una vez tuve un perro —prosiguió el anciano—. Un enorme perro inglés al que llamaba Francesco. Cada vez que lo sacaba a pasear, recorría tres veces la distancia que yo hacía.
—¿Y por qué me cuenta eso? —preguntó Nicolò.
—No lo sé —replicó Alessandro, haciendo oscilar los brazos al aire, como si indicara confusión—. Acabo de acordarme.
—¿Aún lo tiene?
—No, de eso hace mucho tiempo. Murió cuando yo vivía en Milán, pero a veces pienso en él y en mis clases lo utilizo como ejemplo.
—¿Es usted profesor? —preguntó Nicolò, con evidente malestar, pues nunca había ido a la escuela y consideraba que los profesores eran una peligrosa especie de monjas del sexo masculino.
Alessandro no contestó. El sol ya estaba bajo. Todo adquiría un tono cálido y dorado, y ellos aún se encontraban a diez kilómetros de Acereto. Pronto oscurecería. El anciano no deseaba malgastar energías, ya que empezaba a calentarse, a sentir que le invadía una sensación de fuerza, de ánimo. Si no permitía que decreciera, el ánimo lo empujaría hacia delante, como en un trance.
Continuaron en silencio hasta que Nicolò empezó a bailar siguiendo sus pasos.
—Tienes tanta energía que no puedes dominarla, ¿eh?
—No sé.
—Es maravilloso. Si yo tuviera tus fuerzas, cruzaría Europa en una semana y media.
—¿La atravesó cuando era joven? —lo desafió Nicolò.
—Estaba demasiado ocupado pensando en chicas y en escalar montañas.
—¿Qué montañas?
—Los Alpes.
—¿Con cuerdas y esas cosas?
—Sí.
—¿Y cómo lo hacía? Una vez vi una película en la que un individuo se caía. ¿Lanzaba usted la cuerda para atrapar una roca o qué?
—No, era muy distinto; pero si tuviera que explicártelo me quedaría sin aliento.
—Pero usted es un profesor, y los profesores deben explicar las cosas.
—No cuando efectúan una larga marcha.
—¿Qué enseña usted?
—Estética.
—¿Y quién es ésa? —preguntó Nicolò, pensando que podía ser una especie de iniciada de una orden religiosa, cuya sede se hallaba en lo alto de una colina.
—Querrás decir qué es eso. Eres el segundo en preguntármelo hoy —comentó Alessandro—. ¿Estás seguro de que quieres que te responda? Si lo hago, puede morirse tu calamar.
La sospecha de Nicolò acerca de la cordura del anciano volvió a resurgir.
—Venía de Civitavecchia. —Alessandro se volvió hacia el muchacho y lo miró fijamente a los ojos—. Marco…, el pollito de agua.
—No me llame Marco el pollito de agua —le ordenó el muchacho—. ¿Qué es la estética?
—La filosofía y el estudio de la belleza.
—¿Qué?
—¿Qué? —lo imitó el anciano.
—¿Eso enseñan?
—Yo enseño eso.
—Menuda estupidez.
—¿Por qué?
—Porque, ¿qué hay para enseñar?
—¿Me lo preguntas o me lo dices?
—Se lo pregunto.
—Pues no te lo digo.
—¿Por qué?
—Porque ya he contestado a eso. En un libro. Así que cómprate el libro y déjame en paz. O mejor aún, léete a Croce.
—¿Usted ha escrito un libro?
—Sí, varios.
—¿Sobre qué?
—Sobre estética —contestó Alessandro, poniendo los ojos en blanco.
—¿Y cómo se llama usted?
—Alessandro Giuliani.
—Nunca lo he oído nombrar.
—Pues todavía existo. ¿Y tú?
—Nicolò Sambucca.
—¿Y qué hace usted, señor Sambucca?
Con cierto dolor, utilizando el tono despectivo con que los principiantes se enfrentan a un largo aprendizaje, Nicolò contestó:
—Propulsores.
Alessandro se detuvo y contempló a Nicolò Sambucca.
—Propulsores… ¡Mira por dónde! Voy a caminar setenta kilómetros con un crío que fabrica propulsores.
—¿Qué hay de malo en ello? —inquirió Nicolò.
—No hay nada malo en hacer propulsores —contestó Alessandro—. Son necesarios para que vuelen los aviones. ¿Y dónde los haces, si puede saberse? Seguro que no en casa.
—En la FAI, la Fábrica Aeronáutica Italiana. Lo cierto es que no los fabrico. Ayudo. El año que viene seré aprendiz, pero ahora sólo soy ayudante. Barro los restos y las virutas, ordeno las herramientas, sirvo el almuerzo y empujo los grandes bastidores sobre los que se montan los propulsores. Se necesita un andamio muy largo para fabricar un propulsor. Hay que probarlo… Tenemos túneles de viento. Debido al sindicato, a mí todavía no me permiten tocarlos. Ni siquiera ponerles un dedo encima.
—¿Ya has terminado los estudios?
—Aún no he empezado —contestó el muchacho—. Cuando era pequeño, nos trasladamos aquí desde Girifalco, en Calabria. De niño yo vendía cigarrillos.
—Y tu padre, ¿qué hace?
—Monta andamios, de esos con barras de acero. Ya sabe, alrededor de las casas.
—Oh, eso es muy útil.
—La verdad es que no le entiendo a usted —comentó Nicolò.
—Bueno, sólo nos conocemos de esta tarde y hemos hablado muy poco. Me alegro de haber conservado cierta atmósfera de misterio.
—Sí, pero usted es un profesor.
—¿Y qué es lo que no entiendes?
—Que no encaja.
—¿El qué?
—Muchas cosas; los profesores no hacen eso.
—¿Qué es lo que no hacen?
—Caminar sobre campos helados, huyendo de soldados armados.
—Durante la guerra, mucha gente hacía cosas que no estaba acostumbrada a hacer.
—¿Luchó con los ingleses?
—Alguna que otra vez, pero ellos estaban de nuestro lado.
—Yo creía que habíamos luchado contra ellos y contra los norteamericanos. Y que quede claro que nos caen bien los norteamericanos, pero estaban del otro lado —especificó Nicolò.
—Eso fue en la Segunda Guerra Mundial. Entonces yo ya era demasiado viejo para participar. Lo único que hice fue permanecer quieto mientras me bombardeaban. Sabía muy bien cómo hacerlo, pues había adquirido mucha práctica en la guerra anterior.
—¿Es que hubo otra?
—Claro que hubo otra —masculló Alessandro.
—¿Cuándo? Nunca he oído hablar de ella. ¿Contra quién luchamos? ¿Está seguro?
—¿Y por qué crees que a la Segunda Guerra Mundial se la llama «segunda»?
—Tiene usted razón. Puede que yo sea un estúpido, pero no sé nada acerca de la primera. ¿Fue importante? ¿Duró mucho? ¿Qué hacía usted? ¿Cuántos años tenía?
—Planteas muchas preguntas a la vez.
—Ya lo sé.
—Si las contestara, tendrías que oírme todo el trayecto hasta Sant’Angelo. Y yo no tengo aliento para caminar toda esa distancia explicando todo eso. Las colinas son demasiado empinadas para que yo suelte todo un tratado. Hay muchos libros acerca de la Primera Guerra Mundial. Puedo darte una lista, si quieres.
—¿Hay algún libro que hable de usted en la guerra?
—Por supuesto que no. ¿Quién iba a escribir sobre mí? ¿Por qué iba a querer hacerlo, y cómo iba a saber lo que ocurrió? —Alessandro miró de reojo a Nicolò—. Te lo explicaré de otra forma: yo no me conozco lo suficiente para poder escribir mi autobiografía, y si alguna vez alguien lo intentara, le diría: «Olvídate de mí y cuenta la historia de Paolo, Guariglia y Ariane».
—¿Y quiénes eran ésos?
—No tiene importancia.
—Señor, me habla usted como si esto fuera la fábrica de propulsores. Y no lo es.
Alessandro se volvió hacia él y sonrió.
Estaba a punto de oscurecer y a medida que avanzaban por la carretera apenas se veían las caras. Después de caer de nuevo en el silencio, los dos escucharon el golpeteo del bastón de Alessandro y contemplaron los brillantes planetas que se alzaban como la vanguardia de otras estrellas más tímidas que finalmente brillarían detrás de aquéllos y sonreirían por todo el mundo.
Observaron destellos de hogueras a lo lejos, mientras manos campesinas que trabajaban en la cosecha cocinaban su cena. Luego Alessandro comentó que las numerosas estrellas que en agosto caían del cielo, compensaban en cierto modo la escasez de lluvia.
A varios kilómetros de Acereto, cuando aún no podía distinguir sus luces, Alessandro dijo:
—En Acereto comeremos junto a la fuente. Si hay algún sitio abierto, quizá podamos tomar un té caliente. Pero lo dudo.
Siguieron caminando.
—Para entender la Primera Guerra Mundial es necesario saber un poco de historia —afirmó Alessandro—. ¿La conoces tú?
—No.
—No sé por qué te lo pregunto; eres una hoja en blanco.
—¿Qué soy qué?
—Es inútil, no serviría de nada.
Prosiguieron en silencio aproximadamente unos diez minutos. Una vez más, Alessandro se volvió hacia Nicolò, tal como había hecho después de la declaración de éste acerca de los propulsores.
—O puede que sí —prosiguió Alessandro—. Quizá pueda resumírtela brevemente.
—Me tiene sin cuidado —replicó Nicolò—. Lo único que me interesa es que podamos tomar un té, o un café, en Acereto. ¿Puedo comer un trozo de chocolate ahora, para aguantar hasta que comamos?
—En primer lugar —contestó Alessandro, sin hacer caso a Nicolò—, debes entender que la historia se presenta como una interpretación correcta y otra errónea de la pasión. ¿Qué quiero decir con eso? Es algo complicado, pero quizá debieras prestar atención.
—Yo no soy un historiador. Sin duda mis colegas se sentirían profundamente ofendidos de que un humanista penetrase en su campo y ladrarían como perros hasta que volviera a salir.
—Lo mismo ocurre en la FAI —comentó Nicolò—. Había un ingeniero llamado Guido Castiglione. Era el jefe de pruebas, así que pretendía comprobar hasta el último detalle en todas las etapas de la producción, en cada uno de los departamentos. Ésa habría sido la mejor manera de hacerlo, detectando los errores en el primer momento. Pero todos los jefes de departamento, como Córtese en las estructuras, y Garaviglia, mi jefe en propulsores, conspiraron para echarlo. Uno no puede robar el pan a los demás…, al menos eso es lo que dice mi padre. En cualquier caso, ahora Guido Castiglione ya no trabaja en la FAI. Y lo mismo ocurre entre los ayudantes. Si se supone que uno debe barrer, y ve a otro con la escoba, le canta las cuarenta.
—Nosotros también somos así —reconoció el anciano—. Sólo que las cuarenta consisten en palabras, miradas y cosas que la gente dice sobre ti cuando no estás presente.
»Los historiadores tienen su método, como todos los demás, y se muestran celosos de él. Pero La Ilíada haría palidecer cualquier historia de Grecia, y Dante se yergue magnífico por encima de los medievalistas de todo el mundo. Por supuesto, éstos no lo saben, pero el resto de la gente sí. Como sistema para llegar a la verdad, la exactitud y la metodología son, en el fondo, muy inferiores a la imaginación y la apoteosis. No pretendo tener una patente en ninguno de ambos bandos, aparte de que la historia no es mi profesión, pero tengo algunas ideas sobre las épocas que he vivido. Perdona si no soy tan versado y sutil como debería…
—¿A qué se refiere? —preguntó Nicolò.
—Es sólo un prólogo para avisarte de que lo que voy a decir no entra dentro de mi área de especialización.
—¿Está usted loco? Deje ya de pedir perdón —replicó Nicolò—. Usted no hace nada malo; sólo me cuenta la historia. Ya me lo imagino encargando café y un bollo. Se dirige usted al camarero y le dice: «Perdone, yo no soy panadero y nunca he estado en Brasil. Y lo que es peor, no trabajo en una cafetería, pero, aunque no llevo conmigo el microscopio, ¿podría servirme un cappuccino y una pasta, por favor?».
Alessandro asintió.
—Tienes razón —reconoció—. La causa de mis indecisiones no reside en mi educación académica. Ésta nunca fue muy decisiva… Se debe a que, en el pasado, lo ocurrido me impactó como una ola gigantesca, como un alud, y durante mucho tiempo fue como si yo me encontrara en medio de un largo sueño emocional, en el cual no podía hablar ni moverme mientras el mundo pasaba junto a mí. Pero basta ya de eso. Te contaré, de forma simplificada, la historia de la guerra. No voy a desviarme del objetivo; no preciso hacerlo.
—Está bien —asintió Nicolò—. Aquí me tiene. Cuando usted quiera.
—A pesar de que Italia está rodeada por mar en tres de sus lados y por una barrera de montañas en el norte —empezó Alessandro—, y a pesar de que la historia de sus comienzos ilustra el triunfo de la administración uniforme y del centralismo, este país es un ejemplo de la división, las disputas y la dispersión. Observa que para el arte, para el desarrollo espiritual, no hay nada mejor que un paisaje de torres separadas e inexpugnables. La variedad, el sentido de las posibilidades y de la atención que desarrolla tal entorno nos ha proporcionado muchos honores, sin parangón en el mundo entero. Políticamente, sin embargo, el asunto es muy distinto.
Nicolò lo escuchaba atentamente, esforzándose por comprender. Nadie le había hablado nunca de aquella forma.
—Paradójicamente, países con fronteras abiertas y vulnerables como Francia, Alemania, Polonia, Rusia, Hungría, y aquellos con poblaciones divididas por el idioma, la raza y la religión, hallaron la fortaleza y los medios para unificarse y actuar como naciones mucho antes que nosotros. Acaso eso se debiera a que se vieron empujados a hacerlo por la misma diversidad a la que necesitaban vencer. Ignoro las causas, pero conozco las consecuencias de la diferencia entre ellos y nosotros.
»Nosotros éramos y seguimos siendo políticamente débiles. Allí donde su relación con otras naciones continúa siendo bastante consistente, debido a una elemental armonía política, nosotros siempre hemos sido como la familia que va a recibir a unos visitantes y que discute encarnizadamente hasta que aquéllos llaman a la puerta. ¿Qué ocurre si los invitados son unos depredadores? ¿Cómo reaccionará esa familia ante la amenaza? Si los visitantes empuñan la espada, olvidará la familia sus rencillas y lucharán todos a una. Sin embargo, el siglo XIX fue el siglo de la diplomacia. Un sistema espléndido, o lo habría sido si no se hubiese desplomado en el catorce, en el que nadie entraba empuñando la espada. Pero fue algo más sutil que todo eso.
»Al cruzar la puerta, sus ojos se posaron en todo cuanto había en la casa. Pero, más que vándalos, eran ladrones de guante blanco. En un ambiente de sociabilidad internacional nosotros nos hallábamos en terrible desventaja, porque la situación no resultaba lo bastante amenazadora para distraernos de nuestras luchas internas.
A aquellas alturas, e independientemente del esfuerzo por lograr entender, los ojos de Nicolò habían empezado a velarse, pero Alessandro no temía forzar una rama verde, pues sabía que ésta difícilmente llegaría a romperse.
—Recuerda eso, pues, aunque no lo entiendas, y por dos motivos. Primero, la paralización de las facciones debilitó a Italia en la esfera internacional; y segundo, aumentó su incoherencia y volubilidad en los asuntos internos. ¿Me sigues?
—Sí —contestó Nicolò.
—Bien… Gran parte de las razones por las que el siglo XIX mantuvo la paz después del Congreso de Viena pueden imputarse a que las fuerzas europeas se dedicaron a obtener y administrar colonias. Eso amortiguó bastantes estallidos de energía, que de lo contrario habrían conducido a la guerra, y proporcionó un margen de prosperidad y espacio que en gran medida alivió a Europa de sus tensiones. Algunas pequeñas rencillas cautivaron la atención del público debido a sus enclaves exóticos, pero no se trataron de guerras auténticas. ¿Sabes que, cuando entras en desavenencias con un amigo y se avecina la riña, lo primero que hay que hacer es estipular las reglas sobre las que debe regirse la pelea? Nada de puñetazos en pleno rostro, ni armas, y en el exterior para no romper los muebles… Así fue el siglo pasado. Las reglas eran claras y Europa salió al exterior, al resto del mundo, para desarrollar allí una batalla sin romper sus propios cacharros.
»Italia se quedó al margen de todo esto. Nosotros teníamos un país subdesarrollado justo en nuestro propio sur. Cuando quisimos imitar a Inglaterra, a Francia, a Alemania, a Holanda, e incluso a España, apoderándonos de algunas regiones de la Tierra, resultó patético. Cómico. Así que durante la primera parte de este siglo, Italia enloqueció por resarcirse de los territorios perdidos. A partir de los noventa, empezó a mirar a África con espíritu vengativo. Construimos bases navales en Augusta, en Tarento, en Brindisi, y aguardamos a que llegara el momento de recuperar nuestro prestigio en Europa apoderándonos de cocos y diamantes. ¿Y por qué no? En la antigüedad, todo el norte de África era nuestro.
»Nuestros fracasos coloniales nos hacían sentir como si hubiésemos perdido la oportunidad de coger el tren. La próxima vez no cometeríamos il gran rifiuto. No, la próxima vez, independientemente de lo peligroso o estúpido que pareciera, seguiríamos nuestro propio destino. La próxima vez nos vengaríamos por lo de Custoza, Lissa y Adua.
—¿Y qué pasó ahí? —preguntó Nicolò.
Alessandro parecía resentido por unas humillaciones tan distantes en el tiempo, que Nicolò ni siquiera había oído hablar de ellas.
—Fueron batallas donde hicimos el ridículo… En Custoza en las montañas, en Lissa en el mar, y en Adua, Eritrea, por un puñado de africanos.
—Me habría gustado estar allí —comentó Nicolò.
—¿En serio? —inquirió Alessandro—. Podríamos haberte utilizado en Caporetto también.
—Hábleme sólo de la guerra.
—No hay nada que decir acerca de la guerra, a menos que quieras que te cuente cómo empezó.
—Eso es aburrido.
—Sólo para alguien que no sabe nada. Cuando uno se hace mayor las batallas de cualquier tipo resultan mucho menos interesantes que lo que las provocó o lo que éstas comportaron. Ya sé, ya sé; tengo tres patas en el suelo y una en la tumba, pero aún me quedan unas cuantas cosas que decir antes de irme al infierno. La Tríplice, ¿has oído hablar de ella alguna vez?
—Por supuesto que no.
—Fue una alianza con Austria-Hungría y Alemania, en la cual aplicamos al equilibrio de fuerzas europeas lo que habíamos aprendido en casa sobre una facción débil e inquieta que actuaba de manera totalmente desproporcionada a su tamaño. Contribuimos al equilibrio de nuestros aliados en la Tríplice con Francia, Gran Bretaña y Rusia, dando una de cal y otra de arena, viviendo en un segundo plano, por así decirlo La cola italiana meneando los grandes perros de Europa. La lección que pudimos aprender de nuestra política interna, de la historia y de la naturaleza humana no estaba lo suficientemente clara para nosotros Si uno juega a dos bandos, tarde o temprano se ve aprisionado entre ambos, u obligado a unirse a ellos. Al final perdimos todo interés en seguir en el extranjero, ya que queríamos el Alto Adigio de los austríacos tanto como Córcega de los franceses. ¿Qué habríamos hecho con Córcega? Cerdeña ya causa bastantes problemas.
»Los elementos de inestabilidad se habrían podido controlar si hubiésemos permitido que nuestra cultura amortiguara los danos de una mala política. Eso no era esperar demasiado. Al fin y al cabo, no somos Groenlandia. Durante milenios hemos sustituido cultura por política, y ha sido un éxito.
»Pero en los años anteriores a 1915 éramos sencillamente como los demás. La ausencia de una ética fehaciente iba acorde con nuestra época, el auge de la mecanización, la decadencia del Romanticismo como fin de una prolongada y fructífera existencia… ¿Quién sabe? Fueran cuales fuesen los factores, y cuál la combinación, todo llevaba a la convicción de que las cosas se desmoronaban, de que nuestras creencias ya no eran válidas, de que Dios nos había dejado de la mano, y de que en el mundo ya no quedaba nada que pudiéramos calificar de hermoso. Media década de disolución y una corriente interminable de filósofos montaban su tribuna para lamentarse de que la luz del mundo se había extinguido para siempre.
»Yo nunca pensé eso. En mi juventud estaba convencido de la bondad del mundo, de su belleza, de su justicia fundamental. Incluso cuando me desmoronaba, como a veces ocurre, y pensaba que había caído, cada vez que me levantaba descubría que era más fuerte que antes y que mis convicciones, si es que puedo llamarlas así, que tanto había acunado y que se habían empañado con la caída, resplandecían más que nunca. Casi siempre que volvía a caer y la oscuridad se cernía sobre mí, obstinadamente, éstas volvían a levantarse, pero no como antes, sino más luminosas.
»Como si la historia no fuera la continua alternancia de la oscuridad y la luz, la gente se volvió resignada y pesimista, y, al abrirse los distintos campos, entraron en tropel los lunáticos y los idiotas. ¿No te recuerda eso las facciones políticas y la Tríplice? Es lo mismo. Cuando las grandes fuerzas se inmovilizan, las astilladas facciones crecen desenfrenadamente.
»Igual que en otros países desmoralizados, nosotros también padecimos nuestra plaga de locos. Un movimiento de «futuristas», capitaneados por un demente llamado Marinetti. Cuando a los diecinueve años leí su manifiesto, me quedé horrorizado. Y eso que es casi imposible asustar a un muchacho de esa edad. ¿Tú te has sentido atemorizado alguna vez?
Nicolò negó con un movimiento de cabeza.
—No.
—Desde entonces, algunos fragmentos han permanecido en mi recuerdo. Incluso puedo citarlos: «Loamos el amor al peligro. El valor, la temeridad y la rebelión son los elementos de nuestra poesía. Estamos a favor de los movimientos agresivos, del insomnio febril, de los saltos mortales, de los puñetazos en pleno rostro… Nuestra alabanza va dirigida al hombre y a la rueda. No existe más belleza ahora que en la lucha, ni más obra maestra puede que la agresividad; por lo tanto, ensalzamos la guerra». ¿Insomnio febril? ¿Saltos mortales? Podría haber resultado divertido, de no haber sido por la influencia que tuvo en el resto del país. Cuando la gente escribe violentas insensateces en las paredes de la ciudad, ésta se vuelve violenta y absurda.
»Es probable que no estés familiarizado con las odas de Folgore al carbón y a la electricidad, ni falta que hace. Es concebible que uno pueda escribir una oda decente al carbón y a la electricidad, pero aquéllas carecían de sentido del humor, resultaban excesivamente entusiastas, horribles ejercicios que se adecuaban mucho mejor al realismo socialista que estaba en el otro bando del espectro político.
Al llegar a ese punto, Nicolò se irguió, colorado, y, a la manera de un agente de policía dándose a conocer a un grupo de saboteadores en un melodrama, anunció:
—Yo soy comunista.
Aunque lo declaró con orgullo, al mismo tiempo se sentía mortificado.
Alessandro anduvo unos pasos, preguntándose por qué le habría interrumpido y miró al muchacho con la misma expresión burlona con que había seguido la declaración de Nicolò sobre las batallas perdidas, en las que su presencia habría podido ayudar al triunfo de Italia.
—Bien —contestó—, ¿hay algo más que quieras decirme, o puedo continuar?
—No, pero eso que ha dicho sobre…, lo que sea, no me ha gustado. Por favor, tenga presente que soy socialista.
—Creía que eras comunista.
—¿Qué diferencia hay?
—¿Militas en algún partido?
—Creo que no.
—¿Perteneces a alguna organización juvenil?
—Al equipo de fútbol de la fábrica.
—Entonces, ¿por qué dices que eres socialista o comunista?
—No sé. Sencillamente lo soy.
—¿Y cómo votas?
—Soy demasiado joven.
—¿Pues cómo votarías?
—Me pondría a la cola y me darían una papeleta. Luego la llevaría a una pequeña cabina donde pudiera…
—No me refiero a eso, sino a quién votarías… A qué partido.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Entonces, ¿cómo sabes lo que eres?
—Ya se lo he dicho, sencillamente lo soy.
—¿El qué? —preguntó indignado el anciano, repentinamente molesto por el hecho de que lo hubiese interrumpido.
—¿Es usted comunista? —preguntó Nicolò, suponiendo, sin ningún motivo aparente, que Alessandro no era un comunista, sino más bien un demócrata cristiano.
—No.
—¿Pues qué es usted?
—¿Y eso a quién le importa? ¿Cambiaría las cosas respecto a ti lo que yo sea? No. Así que déjame proseguir… Había otros, también. Se multiplicaban como conejos. Papini, aquel hijo de puta, quería tirar a la hoguera todas las bibliotecas y los museos. Sostenía que la filosofía más profunda era la de un retrasado mental, y únicamente podía haber llegado a esta conclusión mediante la autocomplacencia.
»Une a eso la campaña de Marinetti contra los espaguetis, el deseo de DeFelice de que a todas las criaturas se les enseñara a degollar animales, y las distintas odas y sinfonías al carbón, a las taladradoras, a las dagas, a las agujas de corbata, y ya tienes una escuela. Combina todo esto con D’Annunzio, y obtendrás un movimiento.
—¿D’Annunzio qué?
—¿D’Annunzio qué? —lo imitó Alessandro.
—Me suena el nombre.
—No puedo explicarte todo lo relacionado a este mundo. Debería haberme dado cuenta. ¿Cómo puedo esperar que entiendas la teoría, cuando ni siquiera conoces la historia? Ha sido un error empezar desde un punto tan elevado. Deja que empiece de la forma más sencilla posible.
»Hubo una guerra enorme, devastadora, que ocurrió en Europa, entre los años 1914 y 1918. Italia se quedó al margen hasta la primavera de 1915. Luego, debido a que teníamos intereses en el Südtirol, el Alto Adigio, entramos en guerra contra el imperio austrohúngaro, y casi un millón de hombres perdieron la vida.
—¿Ésa fue la guerra en que participó usted?
—En efecto.
—Cuénteme cómo fue.
—No —se negó Alessandro—. Entre otras cosas, simplemente porque no me veo con fuerzas para hacerlo.
Habían pasado ya por unas cuantas calles de las afueras de Acereto. Incluso a las diez de la noche, el pueblo estaba dormido y las ventanas cerradas. En el centro del pueblo había una plaza, y en el centro de ésta una fuente. Se sentaron en el pretil.
No brillaba ni una sola luz y la luna aún no había salido, pero la plaza y los edificios que la rodeaban exhibían un pálido colorido que la luminosidad de las estrellas potenciaba lo suficiente como para perfilar las formas y traicionar cualquier cosa que se moviera a través de los campos de variados contrastes. El agua brotaba de la aguja de la fuente formando un chorro grueso y continuo que oscilaba de delante atrás, chocando suavemente sobre sí misma al caer en la fría pila de abajo. A veces las salpicaduras de la masa de agua, al caer, pasaban ligeramente por encima de Alessandro Giuliani y de Nicolò Sambucca.
Alessandro mantenía las manos juntas sobre el puño del bastón. De día, muy bien podrían haberlo confundido con un terrateniente, el alcalde o un médico que descansara junto a la fuente después de haber visitado a un paciente enfermo de gravedad. Sentía dolores en la pierna derecha, en el muslo y justo encima de la rodilla. Era una de las heridas que habían empeorado con el tiempo, pero aceptó resignado el dolor. Éste era inevitable, y Alessandro sabía que en su batalla con él finalmente saldría vencedor. Cuando regresó de la guerra, en invierno, a una Roma sombría y desmoralizada, había echado de menos las batallas que tanto ansiaba perder de vista. Lo mismo le ocurría con el dolor.
Debido quizás a la edad de su compañero de viaje, Alessandro se sentía como si fuera joven, en una época distinta, y temía la perspectiva de pensar una vez más en su juventud. Algunos de sus alumnos, y a menudo sus colegas, afirmaban haberse sentido emocionados por un libro que leían una y otra vez. ¿Quiénes eran aquéllos? ¿O de qué estaban hechos? ¿No estarían fingiendo? Quizá fuera un estúpido, pero pensaba que si una obra era auténticamente grande, bastaba con leerla una vez para sentirse arrebatado, desesperadamente conmovido, transformado para siempre. Se convertía en parte de uno mismo y ya nunca lo abandonaba; se amaba a los personajes como si fueran propios. ¿A quién le interesaba abrir surcos sobre unos terrenos que ya habían sido arados? ¿No sería eso inmensamente doloroso y discordante, lo mismo que vivir la vida de nuevo? En su trabajo se había visto obligado a releer y a menudo consideraba que aquello era una operación angustiosa, una expoliación.
Se volvió hacia Nicolò, que permanecía tendido a su lado, la oreja derecha apoyada contra el reborde de piedra de la fuente, la manga de la camisa enrollada hasta arriba, el brazo totalmente extendido en el agua, estirándolo para coger con la punta de los dedos una moneda sumergida.
—¿Crees que vale la pena? —preguntó Alessandro.
Como quería contestar cuando pudiera exhibir una reluciente moneda de cien liras, Nicolò no respondió.
Cuando atrapó la moneda, se incorporó con alivio, sacó una caja de cerillas de su bolsillo, y encendió una con la mano izquierda, que estaba seca.
—¿Qué es eso? —preguntó a Alessandro, quien, bajo la vacilante luz de la cerilla, vio que el brazo del muchacho había palidecido a causa de la prolongada inmersión en el agua fría.
—Déjame ver.
Nicolò encendió otra cerilla.
—Es griega —le informó Alessandro.
—¿Cuánto vale? —preguntó Nicolò, con la peculiar tensión habitual en quien encuentra una moneda extranjera y supone que puede tener muchas veces el valor que en realidad espera.
—Más o menos una lira —le informó.
—¿Una lira? ¿Sólo una?
Antes de que la cerilla se apagara, Alessandro asintió afirmativamente.
—¿Cómo es eso posible?
—¿Y qué esperabas? ¿Crees que la gente va tirando oro por ahí? Tan sólo vale la pena sacar dinero de una fuente cuando está llena de monedas. Yo solía hacerlo.
—Pero usted era rico.
—¿Y qué? Era un crío. Solíamos obtener el dinero para helados metiéndonos en las fuentes.
—¿No le daba dinero su padre?
—Para helados, no.
—¿Y eso?
—Porque sabía que lo conseguía en las fuentes.
—Era muy listo.
—Y eso era lo de menos —puntualizó Alessandro—. ¿Qué edad tienes tú, Nicolò? Pareces rondar los dieciocho.
—Diecisiete.
—Nicolò, en 1908, hace más de medio siglo, yo era un estudiante que empezaba en la universidad. Un día pasé junto a una fuente que estaba repleta de monedas. Sabía que no era del todo correcto que me quitara la chaqueta, me arremangara la camisa y me esforzara por sacar el dinero del fondo. Aunque no sabía muy bien por qué, parecía algo relacionado con la dignidad. Luego llegó un policía y me mandó, con ese gesto autoritario que suelen utilizar para dar órdenes, que volviera a lanzar las monedas al agua. Me dijo que no estaba bien lo que yo hacía, que debía dejarlas para los chiquillos.
»Aquello no tenía nada que ver con la dignidad. Uno nunca debe hacer nada para proteger su dignidad. O se tiene, o no se tiene. Al parecer, tenía que ver con la honradez. Y admitiéndolo, me adelantaba a la idea de dignidad, en vez de que ésta me adelantara a mí. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Pero es griega, señor —insistió Nicolò.
—¿Y no sería eso maravilloso para un chiquillo? —inquirió el anciano.
Nicolò dirigió el brazo hacia atrás, dispuesto a lanzar la moneda en el centro de la fuente.
—¡Eh! —lo detuvo en seco Alessandro—. ¿Cómo la va a coger? ¿Quieres que se ahogue?
—Que nade —dijo Nicolò.
—No, es para un niño pequeño.
Nicolò soltó la moneda y se bajó la manga de la camisa. No le satisfacía la idea de desprenderse de ella, aunque sólo fuese una lira.
—En este estúpido pueblo todo está cerrado —protestó—. Mírelo, ni una sola luz, ni un…
—Yo vi una luz al llegar, en el cruce.
—Pero no dentro del pueblo. No puedo creerlo. Ahora mismo, en Via Veneto todo empieza a animarse —afirmó, como si fuera allí cada noche.
—¿Sueles ir a Via Veneto? —preguntó Alessandro.
—A veces.
—¿Y qué haces allí?
—Voy en busca de mujeres —contestó Nicolò, y se ruborizó tan intensamente que, incluso en aquella oscuridad, Alessandro musitó: «Pomodoro».
—Es un buen sitio para buscar mujeres —admitió Alessandro—. Van muchas por allí, pero ¿las encuentras?
—La verdad es que no… —fue la respuesta, en una especie de ronco murmullo.
—¿Te has acostado alguna vez con una mujer?
—Todavía no —confesó Nicolò, avergonzado.
—No te preocupes —lo tranquilizó Alessandro—. Ya lo harás. Es probable que ni siquiera sepas que a las mujeres les apetece tanto acostarse contigo, como a ti con ellas.
—¿En serio?
—Así es, pero sé que no vas a creerme. Ni yo mismo me creería. En cualquier caso, es algo que nunca deberías aceptar del todo. Si lo haces, sería una lástima, porque significaría que te has convertido en un pavo real. Ni siquiera deberías empezar hasta que seas mucho mayor de lo que eres ahora. Puedes estar seguro. Eres joven, serio, y tienes un buen trabajo. Diría que las mujeres se sentirán intensamente atraídas por alguien que fabrica propulsores.
—¿Usted cree?
—Sí. Es honrado, poco corriente, interesante, y con posibilidades de prosperar. Hay que admitir que no es lo mismo que ser médico o abogado, pero quién puede asegurar que no vas a esforzarte y convertirte en un ingeniero, quizás algún día en jefe de la FAI.
—¿De la FAI? —inquirió Nicolò, escéptico, tal como hace la gente sin ilusiones, que a menudo aborta sus propias posibilidades—. ¿Yo? Nunca. En la FAI trabajan más de ciento veinte mil empleados.
Alessandro no perdonó a Nicolò la falta de confianza que éste tenía en sí mismo.
—Escúchame, estúpido —exclamó, haciendo que el rostro de Nicolò pasara del rojo al blanco—. Te será muy difícil ascender. El destino, las circunstancias y otros hombres a veces se volverán de forma aplastante contra ti. Sólo podrás vencerlos si no te unes a ellos, si no te condenas a ti mismo desde el primer momento. Si no tienes fe en ti mismo, ¿quién la tendrá? Yo no. Yo no perdería mi tiempo, y tampoco nadie lo hará. ¿Lo entiendes? Tú puedes ser el director de la FAI. Aún eres lo bastante joven incluso para ser Papa.
—¿Papa? Nunca ha habido un papa tan joven como yo.
Alessandro suspiró desesperado.
—Aún eres demasiado joven para «convertirte» en Papa.
—¿Primero debo ser cura?
—Diría que sí, que es lo mínimo que se exige.
—Yo no quiero ser Papa.
—No sugiero que te conviertas en Papa, ¡pequeño idiota! Sólo digo que aún eres lo bastante joven para intentarlo.
—¿Y por qué tendría que hacerlo?
—No es imprescindible que lo intentes, pero tu boca es un instrumento mágico con el cual puedes conseguir cualquier cosa.
—Cada dos por tres me dice que soy un idiota. ¿Por qué?
—Porque cada dos por tres lo demuestras. Echas a perder todo cuanto haces.
—Habla usted como el entrenador de fútbol, pero perdemos con todo el mundo. Siempre perdemos con Olivetti. Incluso hemos perdido con el sindicato de músicos. La Fábrica Aeronáutica Italiana, la que diseña aviones de combate, perdiendo con esos cabezas rapadas que tocan el violín…
—No quiero caminar hasta Sant’Angelo con un…, con alguien que admite la derrota antes de empezar —exclamó Alessandro—. Te diré una cosa que puede que entiendas, o puede que no, pero quiero que lo aprendas de memoria y que te lo repitas de vez en cuando, hasta que, algún día, consigas entenderlo.
—¿Es muy largo?
—No.
—Adelante.
—Nicolò —dijo Alessandro.
—Nicolò —repitió éste.
—La chispa de la vida no es una ganga.
—La chispa de la vida no es una ganga.
—Ni es un lujo.
—Ni es un lujo.
—La chispa de la vida es movimiento.
—Movimiento.
—Color.
—Color.
—Amor.
—Amor.
—Y muchas otras cosas más…
—Y muchas otras cosas más…
—Si de veras quieres disfrutar de la vida, debes trabajar en silencio y humildemente, a fin de realizar tus anhelos de grandeza.
—Pero yo no tengo ninguno.
—Pues empieza a tenerlos.
Nicolò movió la cabeza afirmativamente.
—Lo comprendo, señor. Comprendo lo que usted quiere decir. De veras. Creo que sí.
Alessandro lanzó un gruñido.
Ninguno de los dos habló mientras Alessandro desplegaba meticulosamente la cena, que consistía en jamón, fruta y chocolate. Después de todo el proceso, ambos empezaron a comer, inclinándose de vez en cuando para meter la mano en el punzante frescor del agua para beber.
—Comes como un animal —sentenció Alessandro.
Nicolò se interrumpió momentáneamente, de nuevo sorprendido, con la boca y las mejillas llenas con una loncha de jamón difícil de masticar. Incapaz de responder, llegó a sospechar que el anciano había elegido a propósito aquel momento para criticarle. Con las mejillas hinchadas como las de una ardilla, se dispuso a escuchar.
—No debes ronronear cuando comes, aunque los animales no lo hacen… Pero denota cierta idiotez salvaje. Nadie te quitará la comida de un zarpazo, así que puedes cortarla o trocearla antes de metértela en la boca. No respires tan rápido, parece como si fueras a morirte. Y no hagas tanto ruido al masticar… Las cafeterías de Via Veneto están llenas de gente que sigue las reglas que acabo de darte. Créeme, las mujeres elegantemente vestidas no miran dos veces a un tipo que come como un chacal del Serengeti. Y otra cosa, no hagas oscilar los ojos de un extremo al otro mientras comes. Por cierto, allí se desarrolló parte de la batalla.
—Pues nunca he oído hablar del Serengeti —replicó Nicolò, después de tragar avergonzado una bola de comida que podía habérsele atascado en la garganta, provocándole la muerte—. ¿Qué es, un barrio o una plaza?
—Es un territorio como la mitad de Italia, lleno de leones, cebras, gacelas y elefantes.
—¿En África?
—Exacto.
—Me gustaría viajar a África —comentó Nicolò, mientras se metía en la boca otro amasijo enorme de jamón.
—Hay sitios mejores que África adonde ir —declaró Alessandro—. Mucho mejores.
—¿Dónde?
—Allí —indicó el anciano, señalando el nor-noreste, hacia las grandes montañas que él sabía se elevaban a lo lejos, en la oscuridad: al Alto Adigio, a los Alpes Cárnicos, a los Julianos y al Tirol.
Nicolò se volvió para mirar hacia donde le indicaba su guía y distinguió una blanquecina masa de edificios que, incluso en la oscuridad, transmitían una tranquilizadora sensación de derroche típicamente italiana.
—¿Y qué hay de espectacular allí? —inquirió Nicolò—. Ni siquiera veo luces encendidas.
—No me refiero allí —suspiró Alessandro, pensando en montañas de cumbres nevadas y en el electrizante pasado—, sino más allá. Como si flotaras en medio de la noche igual que en un sueño, elevándote, el cortante viento contra el rostro, las estrellas tirando de ti, y el paisaje azul y negro a tus pies. Una vez, inesperadamente, yo salté por encima de la noche. Luego ya no volví, nunca más, por miedo a encontrarme con mi yo perdido.
—Allí arriba ya no hay gente luchando en la guerra. Una vez han ocurrido las cosas, éstas pasan, y nada más.
—No —negó Alessandro—. Una vez han ocurrido, perduran para siempre. Y si nunca hablo de ellas es porque creo que duran eternamente, conmigo o sin mí. No temo a la muerte, porque sé que cuanto yo he visto no se extinguirá, y que algún día saltará con todas sus fuerzas a través de alguien que aún no ha nacido, que no sabrá de mí, ni de mi tiempo, ni de lo que yo he amado. Estoy convencido.
—¿Cómo?
—Porque esto es el alma, y tanto si eres soldado como intelectual, cocinero o aprendiz en una fábrica, tu vida y tu trabajo te enseñarán finalmente que ésta existe. La diferencia entre tu carne y el poder animado que hay en su interior, la cual se puede sentir, comprender y amar, en ese orden ascendente, se te presentará con toda claridad dentro de diez mil años, diez mil veces aumentada.
—¿Ha visto alguna vez un espíritu? —preguntó Nicolò.
—A miles —fue la respuesta, que sorprendió incluso a Alessandro, el cual no poseía ahora un completo dominio sobre sí mismo—. A miles, surgiendo en tropel de los muertos entusiastas, ascendiendo por un rayo de luz.
»Y ahora presta atención —ordenó al muchacho, inclinándose hacia él al tiempo que se golpeaba la palma de la mano con el puño—. Si visitaras todos los museos del mundo para contemplar las pinturas en las que ese rayo de luz conecta el cielo con la tierra, ¿sabes qué hallarías? Descubrirías que en cualquier época, en cualquier país, tanto en un pintor como en otro, el ángulo de esa luz es más o menos el mismo. ¿Simple casualidad?
—Tendría que verlo. Medirlo. No sé…
—¿Medirlo?
—Con un transportador.
—Estas cosas únicamente pueden medirse con los ojos, y sólo cuando llegue la hora del juicio final. Ni siquiera los marxistas tienen transportadores.
—Yo sí; siempre llevo uno en mi bolsillo. Mire —dijo Nicolò, quien sacó una pequeña cajita de plástico rojo donde había colocado ordenadamente una regla a seis escalas, un transportador, una pequeña regla curva, un compás y otro de precisión para calibres, metidos en su estuche como para que Alessandro Giuliani pudiera admirarlos—. Nunca se sabe… Cuando se trabaja con máquinas y se modelan piezas, siempre hay que medir y volver a medir para que salgan bien. Las máquinas no admiten errores ni excusas. No quieren saber nada de lo que uno quiere o espera. Hay que hacer bien las cosas, o de lo contrario no funcionan.
Mientras realizaba esta declaración, se le veía tan inocente y tan seguro, que obligó al anciano a permanecer en silencio.
—¿Y bien? —inquirió Nicolò, para que Alessandro contestara.
—Tu razonamiento es hermoso y sorprendente, Nicolò —admitió Alessandro—. En resumen, que tienes razón. Hay que medir y volver a medir para que las cosas salgan bien. Ahora me avergüenzo de no haber medido todos esos rayos de luz.
—Señor, ¿qué le pasó allí?
Ante esa pregunta, quizá porque estaba fatigado debido a la caminata, el anciano apoyó la cabeza en el puño izquierdo, flojamente cerrado.
Nicolò se inclinó hacia delante en un gesto complicado e inescrutable, revelando que se transformaría en un hombre sabio y compasivo. No se disculpó por haber incitado a Alessandro a seguir, puesto que Alessandro lo habría hecho igualmente. Aun así, Nicolò se sintió conmovido y experimentó una gran compasión por aquel anciano que, siendo cojo, le enseñaba a caminar.
Reanudaron la marcha en las afueras de Acereto. Quizá debido a que habían comido y descansado, Alessandro se sentía con fuerzas.
—Dios lo compensa todo a la perfección —le comentó a su compañero—. Uno no puede caerse sin levantarse. Llámalo energía, la lección de Anteo o como quieras, pero la fortaleza brota de nuevo después de una caída… Por otro lado —prosiguió animado—, puede que todo se deba a que la Luna está a punto de salir, o al chocolate, o a un nuevo aliento. Avísame si quieres que vaya más despacio.
—Creo que podré ir a su paso —replicó Nicolò, con tono sarcástico.
Durante las dos horas que siguieron, mantener el paso de Alessandro sería una tarea que obligaría al muchacho a jadear y a pensar en que quizás algo fallaba en su corazón, ya que le resultaba difícil mantenerse a la altura del anciano, que acarreaba su bastón y a cada paso realizaba una mezcla de giro incontrolado y de caída amortiguada.
Estaban subiendo una cuesta. La carretera que llevaba de Acereto a Lanciata tenía algunos tramos empinados, siguiendo la cresta de la cordillera de colinas que desde los terrados de Roma llegaba a parecer los Alpes, y luego serpenteaba vertiginosamente hacia valles profundos donde los rebaños de ovejas resplandecían a la luz de la luna, como si fueran placas de nieve.
Entraron luego en una brusca pendiente donde el borde blanco lechoso de la carretera se transformaba en una rampa luminosa que conducía hacia un atractivo agujero donde reinaba la ingravidez y el éxtasis. Al efectuar los giros, Alessandro se acercaba peligrosamente al abismo, y a veces el borde del terreno se desmenuzaba y caía ruidosamente allí donde momentos antes él había posado el pie. Alessandro no parecía darse cuenta o darle demasiada importancia; al contrario, se sentía protegido por su avance casi sobrenatural, que Nicolò interpretaba como una amistosa carrera para ver quién alcanzaba antes la cresta más alta, donde la luna se cernería voluminosa sobre un mundo en silencio.
Nicolò se mantenía alejado del borde y eso divertía a Alessandro.
—De las muchas cosas excelentes que proporciona el montañismo —le dijo tanto a la noche, al abismo y al aire como al muchacho que avanzaba con paso rápido detrás de él—, una de las mejores recompensas es que se pierde el miedo a las alturas. Cuando yo era un muchacho, al escalar con mi padre o con los guías que él conocía o que había contratado, detestaba el vacío de los grandes abismos, y mis puños palidecían de la fuerza con que me sujetaba a la roca. En cambio, los guías se sentaban con las piernas colgando sobre un precipicio infinito; se ponían de pie sobre un diminuto pináculo mientras se fumaban una pipa, enrollaban las cuerdas o clasificaban el material de escalada; o corrían arriba y abajo por riscos de cabras tan verticales y no más torneados que la columna de Trajano.
»Después de unos cuantos días en las montañas, mi padre apenas prestaba atención al precipicio que había más allá de las paredes verticales sobre las que permanecía de pie, con los tacones sobre la roca y el resto de sus botas proyectándose al vacío.
»No recuerdo cuándo perdí el miedo, pero, debido quizás a que lo había padecido durante tanto tiempo, cuando desapareció ya nunca más volví a experimentarlo. No he vuelto a las montañas desde la guerra, pero no me dan miedo las alturas. A lo largo de los años, ya fuera en los acantilados de Capri, en lo alto de San Pedro, o subiendo al tejado para enderezar una teja torcida, he descubierto que esta parte de mí, por lo menos, ha seguido siendo joven.
Se le veía tan acalorado como un joven corredor en un día espléndido.
—¿Quieres que afloje la marcha? —le preguntó a Nicolò.
—No —respondió el muchacho, jadeante—, pero quizá debería hacerlo, puesto que, a fin de cuentas, estamos subiendo.
—Por mí no aflojes —le advirtió Alessandro—. Haga lo que haga, por la mañana estaré agotado, de modo que seguiré a buen ritmo mientras pueda. El mundo está lleno de pequeñas sorpresas desagradables. Aquí me tienes, con setenta y cuatro años, corriendo montaña arriba y poniéndote en ridículo porque eres un muchacho de diecisiete años y jadeas como un viejo de noventa. No te preocupes; dentro de unas horas es probable que tengas que llevarme a cuestas. Pero, por el momento, dame ese gusto, suda un poco y sígueme en la carrera.
—¿Y qué ocurrirá si sigue a este paso hasta Sant’Angelo? —inquirió Nicolò, desesperado.
—Pues que dispondrás de mucho tiempo para pasarlo con tu hermana, y a mí me enterrarán en Monte Prato. Es mejor que me entierren allí, que en uno de esos nichos de mármol en Roma.
—¿No tiene miedo a la muerte?
—No.
—Yo sí.
—Tú no estás cansado.
—Pero tampoco soy valiente.
—Eso no tiene nada que ver con el valor. El valor se necesita para otras cosas.
—Sí, pero se echa de menos a la gente.
—Eso ya lo sé.
—Y no se puede hacer nada al respecto, ¿verdad?
—Mantenerla con vida.
—¿Es eso posible?
—Sí.
—¡Vamos!
—Se la mantiene con vida, pero no mediante la destreza, ni con la magia, ni con los recuerdos, sino con amor. Cuando comprendas eso, ya no tendrás miedo a la muerte. Pero eso no significa que debas buscar la muerte como un payaso. La muerte, Nicolò, es algo emocional.
—Lo mismo que la vida.
—Eso espero.
—Mire, señor, será mejor que no se muera en la carretera, sobre todo si yo no estoy allí para dar aviso, y menos aún si estoy presente. ¿Comprende lo que le quiero decir?
—Mi nieta se encargará de que me entierren junto a mi esposa. Los dos mantuvimos una unión tan estrecha, que apenas importa dónde nos pongan, porque en realidad nunca nos hemos separado.
—Oh —exclamó Nicolò, incapaz de añadir nada más, pues estaba demasiado ocupado en respirar.
—Es cierto. En cualquier caso, la muerte pone en movimiento a los abogados. Y éstos estarán muy ocupados cuando yo me vaya. He dejado instrucciones concretas, escritas a máquina. Incluso indico qué deben hacer con mis trajes, mis documentos y las cosillas que tengo en mi escritorio.
»Casi todo hay que quemarlo. Uno no vive en virtud de las cosas que ha amasado, ni del trabajo realizado, sino a través del espíritu, mediante formas y medios que no se pueden controlar ni siquiera intuir. Todas mis pertenencias y documentos deben quemarse entre los pinos que hay en la parte trasera de mi casa. Allí tengo un fogaril metálico, para prevenir el vuelo de pavesas lo bastante grandes que pudieran prender otros fuegos. Va contra las ordenanzas municipales quemar desechos en el centro de Roma, pero ya he tomado medidas al respecto. Tengo un sobre dirigido al inspector local y otro para el supervisor. He redactado cuidadosamente una oda, en perfectos versos yámbicos, suplicando esta única indulgencia. Como sé que mis versos les traerán sin cuidado, he pensado incluir veinticinco mil liras para el inspector y cuarenta mil para el supervisor.
—Con diez mil habría bastado. ¿Para qué tanto?
—Porque la inflación no es algo desconocido en este país y yo puedo vivir más de lo que tenía pensado. Aunque para qué, eso es un misterio… Soy tan precavido y escrupuloso, que me siento totalmente preparado para morir. Así que si fallezco en esta carretera, tú sigue andando. Ellos ya me encontrarán. Todo está dispuesto para que cuiden de mí.
—¿Usted cree que va a morir? —exclamó Nicolò, entre jadeos—. Juraría que soy yo quien morirá.
—No te preocupes, aún estoy en forma —replicó Alessandro, provocándolo—. Puede que hayas interpretado erróneamente mi modo de andar. Desde la guerra, mi paso se hizo algo más lento y últimamente he tenido que utilizar esto —añadió, golpeando el asfalto con la punta del bastón—. Pero he remado por el Tíber durante cuarenta años, excepto cuando su cauce venía seco o había inundaciones. He remado tanto si llovía como si hacía calor. Conmigo han chocado barcas a motor y me han atacado los cisnes. He visto a los ejércitos de los conquistadores desfilar por los puentes sobre mí, y luego, varios años después, cómo se marchaban. He navegado por el río incluso bajo la nieve, viendo cómo ésta siseaba junto a mí al caer al agua, mientras los remos se quedaban atrás; como si en vez de estar en Roma me hallara en Inglaterra. No pretendo alardear, pero no soy tan débil como la mayoría de los hombres de mi edad.
—Ya me he dado cuenta —masculló Nicolò, con el sudor brillándole en la frente—. Aunque da una impresión muy distinta. Su forma de vestir… le hace parecer un merengue.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Alessandro, bajando la vista para examinarse la indumentaria.
—Es todo blanco. Y también lo es su cabello. Parece usted un cura en verano, o un heladero.
—¡Un heladero!
—Bueno, eso parece. Se le ve tan delicado, que pensé que tendría unos noventa años, o cien.
—¿Cien? —Alessandro no se sintió complacido con aquel halago—. Quizá dentro de veintiséis años, cuando tú tengas cuarenta y tres, cumpla los cien. Y el traje no es blanco, es de color crema claro. ¿No lo ves?
—Pues a mí me parece blanco.
—Resulta difícil distinguirlo a la luz de las estrellas. Espera a que salga la luna llena.
—¿Cómo sabe que habrá luna llena?
—Entre otras cosas, porque ayer casi lo era, a excepción de una pequeña astilla. Esta noche saldrá perfectamente redonda. Por eso ando tan rápido.
—¿Camina usted rápido cuando hay luna llena?
—Al poco de salir de Acereto empieza una cadena de colinas. Por allá —añadió, señalando hacia delante y a la derecha, a una oscura colina que se alzaba más alta que las de su entorno—. Allí, por la noche, cuando no me obligan a bajar del tranvía, contemplo la puesta del sol sobre el mar; aunque a esa distancia el mar es tan sólo una línea muy delgada y azul, como una pincelada en una acuarela. Y uno puede ver que Roma empieza a iluminarse; débilmente al principio, pero luego como una ciudad en llamas. Hacia el este hay medio centenar de cordilleras de montañas, y al anochecer sus ondulaciones hacen que parezcan el mar, incluso más que el propio mar.
»Si podemos avanzar lo bastante rápido, llegaremos allí cuando salga la luna. Primero será de un color entre anaranjado y ámbar, lo mismo que Roma en el extremo opuesto, resplandeciente como el rescoldo de una hoguera.
»Por unos instantes, la luna ambarina del este y la ambarina ciudad del oeste parecerán imágenes reflejas, y desde lo alto de la cadena las veremos una frente a la otra, como si fueran dos gatos a cada lado de una reja. Luego, mientras la luna sube cambiando de miles de colores, podremos beber y comer un poco de chocolate. Será mucho mejor que ver una película.
—¿Hay agua allí arriba? —preguntó Nicolò—. La verdad es que empiezo a tener sed. Será porque anda usted muy rápido.
—No, no hay agua allí arriba; está demasiado alto. Pero he llenado una botella de vino que encontré. Cuando lleguemos arriba podremos saborear el agua fresca de Acereto. Lo vamos a necesitar, porque habremos hecho un gran esfuerzo.
—¿Y dónde está?
—En la bolsa que llevas a la espalda. Si respiras con tanta dificultad, en parte se debe a ella.
—¿Encontró una botella con tapón?
—Encontré una, pero sin tapón.
—¿Y cómo sabe que el agua no se ha derramado?
—Te he estado vigilando —dijo Alessandro—. Desde que salimos de Acereto no has hecho ninguna voltereta. No vayas a andar cabeza abajo…
—De acuerdo —prometió Nicolò, que entre sus amigos y en la fábrica era famoso porque sabía andar con las manos.
—Es algo extraordinario ver salir la luna —observó Alessandro—. Sobre todo cuando es luna llena. Se la ve tan apacible, tan redonda, tan ligera… Cada vez que veo salir la luna llena, me acuerdo de mi esposa. Tenía un rostro radiante y hermoso, y si poseía alguna imperfección era la de ser demasiado perfecto, sobre todo cuando era joven.
»Si ando tan rápido es porque quiero ver salir la luna, y si quiero ver salir la luna es porque… En fin, ya te lo he dicho. Vamos, que no nos va a esperar cuando le llegue la hora de salir.
Siguieron adelante sin descansar. Nicolò había recuperado el aliento. Se metió cuidadosamente la camisa dentro de los pantalones y se retiró los mechones que le caían sobre los ojos, como si fueran a presentarle a alguien. A medida que iban avanzando, de vez en cuando se recordaba que no debía andar con las manos.
—Ni una sola nube —comentó Alessandro mientras se sentaban en una roca plana, en la cumbre de la cordillera hacia la cual habían estado caminando—. En trescientos sesenta grados, y hasta lo más alto en el cielo, es como si las nubes nunca hubiesen existido.
Desde donde estaban, la oscuridad se extendía por todas partes. Incluso la blanquecina carretera formaba una cerrada curva en la cumbre, y luego se ocultaba a medida que descendía por la cordillera. Después de abandonar la carretera habían tenido que escalar unos metros para alcanzar el estrecho saliente en la parte más elevada de la colina, alrededor de la cual el mundo parecía haberse transformado en un fluido giratorio que de pronto se hubiese congelado.
—Allí está Roma —anunció Alessandro—, con el color del ámbar, pero reluciente como un diamante. Esa cinta oscura que corta las luces es el Tíber, y aquellos copos blancos, como mica, son las grandes plazas.
»Si miras hacia el oeste verás una línea inmóvil justo más allá de las colinas. Eso es el Mediterráneo. Se distingue del cielo porque, si bien los dos tienen el mismo color, en la estrecha franja del mar no hay estrellas. La diferencia es muy débil porque la atmósfera empaña el brillo de las estrellas a medida que éstas se aproximan al horizonte, pero si fuerzas la vista lograrás distinguirlo.
—No lo veo —declaró Nicolò—. Y tampoco veo estrellas por allí; sólo arriba —añadió, forzando la vista y entornando los ojos, mientras movía la cabeza de un lado al otro.
Feliz por haber aventajado a la luna en lo alto de la colina, y de haber encontrado un mirador excelente desde el cual contemplar su salida, Alessandro podría haber ignorado la falta de habilidad de Nicolò para distinguir las estrellas cerca del horizonte, pero medio siglo de dar explicaciones y de aclarar dudas no se lo permitía.
—Mira al frente —le ordenó.
—¿Adónde?
—Allí. —Le señaló hacia Rigel, su estrella favorita—. Cuenta las estrellas que puedes ver en un espacio del tamaño de una moneda.
—No puedo.
—¿Y eso?
—Se amontonan unas sobre otras.
—¿Qué quieres decir con «se amontonan unas sobre otras»?
—Que están demasiado confusas.
—¿No parecen puntitos como de agujas?
—No, parecen como si alguien hubiese derramado pintura.
El anciano sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un estuche de cuero rígido, que abrió con un experto movimiento de la mano izquierda.
—Intenta mirar a través de esto. Puede que te permita ver las cosas más claras.
Nicolò cogió las gafas con montura dorada del soporte de terciopelo donde permanecían sujetas y se las caló. Luego volvió la cabeza en dirección a Rigel y, por vez primera, vio las estrellas.
—Y eso que estas gafas no deben de ser adecuadas para ti —comentó Alessandro—. Aún así ¿lo ves mejor?
—¡Sí! Las estrellas están más metidas en el cielo, y puedo verlas una a una.
—¿Nunca has llevado gafas?
—No, no las necesito. —Hizo una pausa—. Bueno, sí las necesito.
—¿Es porque son demasiado caras?
—No. En la clínica podría conseguirlas gratis. Puede que hagan ver las cosas más claras, pero a las chicas no les gustan.
—¿Quién dice eso?
—Todo el mundo.
—Pues yo he comprobado todo lo contrario. Y en cuanto a la opinión de que las chicas son menos guapas si llevan gafas, quizá valga para los monos. En muchas ocasiones, las gruesas gafas de una muchacha han sido el anzuelo que ella ha clavado en mi corazón. Incluso en la actualidad, me siento fascinado por las muchachas miopes que se sientan en la primera fila y me miran a través de los anillos concéntricos del reluciente cristal. Y más aún si son ligeramente estrábicas.
—Está usted loco.
—Las gafas son un invento maravilloso, del todo compatible con la belleza física.
—Pero… ¿son un invento?
—¿Qué te creías? ¿Que crecen en la selva?
—¿Y quién las inventó?
—Un florentino. Alessandro di Spina. Las gafas incluso tienen un patrón, san Jerónimo, debido a que en el retrato que de él pintó Ghirlandaio cuelgan de una esquina de la mesa, como si fueran la cosa más normal del mundo. Sin embargo, fue Rafael quien las hizo famosas, con su cuadro del papa León X, el hijo miope de Lorenzo de Médicis, el que desterró a Martin Lutero.
—No conozco a ninguno de estos tipos —se lamentó Nicolò.
—No te preocupes. Yo tampoco.
—Excepto a san Jerónimo. A los santos sí los conozco.
—Perfecto. ¿Y qué santo es hoy?
—No lo sé.
—Creía que sí lo sabías.
—No hasta ese punto. ¿Cree usted que el Papa lo sabe?
—Apuesto a que yo sí lo sé.
—Entonces, ¿qué santo es?
—Yo no soy el Papa, pero hoy es nueve de agosto. San Romano, creo. Era bizantino.
—¿Y eso es malo? —preguntó Nicolò, que nunca había oído la palabra «bizantino».
—¿Dónde está el agua? —preguntó Alessandro—. ¿Y el chocolate?
—Mi padre dice que si uno come demasiado chocolate se vuelve negro.
—No cabe duda de que eso es cierto —asintió Alessandro—. Al fin y al cabo, el chocolate viene de África, y los africanos son negros. Pero ¿y qué me dices de Suiza? Gran parte del chocolate procede de Suiza.
—¿Y qué?
—¿Son negros los suizos?
—¿No lo son?
—Bueno, ¿tú que crees?
—No lo sé —contestó Nicolò, claramente confundido—. ¿Está Suacia en África? —preguntó, mientras sacaba la botella de agua de la bolsa de Alessandro para colocarla cuidadosamente sobre la losa de piedra.
—¿Te refieres a Swazilandia?
—A Suacia —insistió Nicolò.
Alessandro sintió que el corazón le latía contra el pecho. Luego volvió a respirar con lentitud.
—¿A ti qué te parece? —preguntó.
Nicolò hizo esfuerzos para visionar la totalidad de la tierra.
—¿Dónde hay un océano, en África o en Perú?
—Será mejor que empecemos cerca de casa —aconsejó Alessandro—. Primero nómbrame los países de Europa.
—¿Cuáles son?
—Soy yo quien pregunta.
—¿Qué me pregunta?
—¿Cuáles son los países de Europa?
—Pues… hay países —contestó Nicolò.
—Nómbralos.
—Italia, por supuesto…
—Excelente.
—Francia.
—Sí.
—Alemania, España, Irlanda y Caoba.
—¿Caoba?
—Es un país, ¿no? Está en Brasil.
—No, no lo es. Pero sigue.
—¿Es Alemania un país?
—Sí, pero ya lo has dicho.
—¿Hay más?
Alessandro asintió.
—¿Hay uno que se llama Gran Dinamarca?
—Cuando vuelvas a Roma, debes consultar un mapa —aconsejó Alessandro, con tono grave—. ¿Has visto un mapa alguna vez?
—Sí, tengo uno. Pero no sé qué dice. No sé leer.
—¿Nada de nada?
—No, ni siquiera mi propio nombre. Ya se lo he dicho. Nunca he ido a la escuela.
—Tienes que aprender a leer. Te enseñarán en la fábrica.
—Dicen que tengo que saber leer antes de convertirme en aprendiz, y que ellos me van a enseñar. Se supone que tengo que ir a un sitio llamado Monte Sacro. Eso está bien. Pero conozco los números. Puedo hacer cuentas perfectamente. ¡Mire! La luna.
Alessandro se volvió hacia el este, y el bastón se le cayó sobre la roca al descubrir una diminuta cúpula naranja, muy distinta a la del neblinoso amanecer, que se alzaba serenamente detrás de la línea de colinas más lejanas.
El arco se transformó rápidamente en un silencioso semicírculo, como si espiara sobre ellos con su viejo y cansado rostro. Éste tenía un aire profundamente cansado, como si la tarea de tener que flotar en órbitas perfectas le hubiera conferido precisamente aquel aspecto ensimismado.
—Todo el mundo se detiene cuando aparece esta espléndida danzarina —comentó Alessandro—, y su belleza hace que se disipen todas nuestras dudas.
Es como una danzarina, pensó Nicolò cuando la luna, formando un círculo perfecto, empezó a recorrer airosa el perfil de las colinas que había empezado a iluminar.
—Tan suave… —murmuró.
—Sin decir nada, dice muchas cosas —prosiguió Alessandro—. En este aspecto, es mejor que el sol, que siempre está cotorreando y golpea como un ariete.
Gracias a las gafas de Alessandro, Nicolò pudo ver que en la luna había montañas y mares. Y aquel repentino descubrimiento de la luna, tan cercana y llena, flotando sobre ellos como una gigantesca nave espacial, hizo que la amara para siempre. Quizá por vez primera en su vida, Nicolò se sintió levitar fuera de su ser, separado de sus anhelos. Mientras contemplaba aquel enorme disco de combustión interna, se sintió capaz de detener el tiempo y la sensación de gravedad, y una especie de descarga eléctrica pareció estallar dentro de sí. Apareció a oleadas, y se fue intensificando cada vez más a medida que la luna pasaba del color naranja al ámbar, y de éste al nacarado y al blanco. Luego, al cabo tan sólo de unos minutos, el espíritu que había emprendido el vuelo regresó a un cuerpo en cuyo interior el corazón latía como el de un pájaro que acabara de posarse después de un vuelo largo y apresurado.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó, experimentando un estremecimiento convulsivo.
—Cuando yo tenía tu edad —dijo Alessandro— había aprendido ya a comprimir ese dardo de pura luz que acabas de experimentar.
Nicolò no sabía qué pensar, así que se quedó mirando al frente.
—Cuando una gran visión se te presenta dispuesta a arrebatarte, debes luchar contra ella. Igualmente te arrastrará, pero mantén los ojos muy abiertos, y así podrás transformarla, como si fuera hierro fundido, en rayos de luz.
»Yo solía dar grandes paseos por la ciudad, y cuando fui capaz de sumergirme en un fuego cruzado de bellas imágenes, me inflamaba del mismo modo que te ha sucedido a ti. Eso tiene muchos nombres y constituye una de las principales fuerzas de la historia. Pero, aun así, sigue escondiéndose, como por timidez.
»Uno de mis trucos favoritos, que hace tiempo abandoné, consistía en concentrar esa especie de desbordamiento sobre los caballos de los carabinieri para obligarlos a retroceder sobre sus patas traseras y a relinchar. Los caballos son muy sensibles a los sentimientos humanos, y cuando sienten que estás muy agitado, a menudo reaccionan por simpatía.
—¿Y cómo hacía eso?
—No me resultaba muy difícil. Tenía que estar muy nervioso, pero en mi juventud yo parecía una continua tormenta eléctrica. Solía concentrarme en el caballo como si éste fuera el emblema o modelo de todos los caballos que habían existido o que existirían en el futuro, y a continuación expulsaba esa corriente a través de la brecha.
»El caballo solía mover la cabeza en dirección a mí y hacia atrás, abriendo desmesuradamente los ojos. Luego se estremecía, como si de repente sintiera un escalofrío. En ese instante yo abría las compuertas para que mi fuerza brotara de golpe, y él retrocedía y relinchaba como hacen los caballos, con un sonido capaz de atravesar todas las cosas.
»Nunca olvidaré la sorpresa de los carabinieri, ni la caída de sus capas, o el ruido de los sables mientras ellos se mantenían rígidamente sobre los estribos para no caer. Sin embargo, nunca se enfadaban. Después de que los caballos se expresaran de forma tan completa, tanto ellos como sus jinetes parecían mirarse siempre con cierto respeto. Con bastante frecuencia, al pasar por su lado, oía a alguno de los guardias que le decía a su inquieta montura: “¿Qué te pasa? ¿Qué te ha puesto nervioso?”. Luego veías que daban palmaditas en el cuello de sus caballos para tranquilizarlos. Ahora ya no lo hago; no estoy seguro de ser aún capaz de ello.
»Pero la luna es encantadora. Contemplarla me hace muy feliz… El rostro de mi esposa, sobre todo cuando era joven, habría sido perfecto, como esos de las artistas de cine, de no haber brillado tanto amor en sus ojos. Cuando sonreía —añadió, señalando el frío resplandor que empezaba a ascender por el cielo—, era tan encantador como éste.
—Por eso usted nunca la ha olvidado —afirmó Nicolò.
Alessandro hizo una leve inclinación de cabeza y cerró los ojos un instante.
—Por eso y por otros motivos, aunque éstos nunca me parecen bastantes. Mis simbolismos, mis comparaciones, mis descubrimientos, no pueden siquiera hacerle justicia, y tampoco pueden devolvérmela. Ahora sólo puedo hacer que brille su recuerdo. Por eso tanteo cuidadosamente, siempre con cuidado, en busca de cosas hermosas; porque ella era muy bella.
»Ahora mira al otro lado —añadió, alejándose de lo que le habría podido hacer vacilar—. La luna en un extremo y la ciudad de Roma en el otro. Roma se sigue pareciendo a unas catacumbas de fuego y conservará toda la noche este color de ámbar estrellado. Sin embargo, a medida que se levante la mañana, las luces blancas darán paso progresivamente a las hileras ambarinas de los faroles de la calle. Pero la luna, tal como avanza, va pasando por toda una gama de matices. Primero fue la hoguera rojo rubí de un granjero, casi extinguida en medio del campo. Luego ha madurado, a través de miles de matices que van del naranja al ámbar y al amarillo. A medida que se hace más ligera, esparce su masa, hasta que, en algún momento entre el color crema y el nacarado, en la mitad de su apogeo, parecerá un estallido de humo que quisiera escapar con el viento. ¿Sabes qué sucede entonces?
Nicolò movió la cabeza de un lado al otro.
—Pues que se vuelve tan blanca y dura como el hielo. Deslumbra tanto que apenas se la puede mirar. Todo su peso converge en ella, hasta que parece una de esas inmensas lámparas que, en la ópera, o en los palacios del estado, se ven tan altas, tan duras y tan pesadas, que tienden a disuadir a la gente que quiera quedarse debajo.
»Con la ciudad a un lado y la luna directamente encima, confío en no andar torcido como una lechera holandesa, con un cubo en el extremo de una pinga y el otro en equilibrio sobre la cabeza. En la oscuridad, distinguirás dos grandes núcleos de luz: el uno fijo y el otro avanzando en un arco perfecto. Sólo por la mañana, al amanecer, podrás ver tres, y a medida que el sol vaya saliendo, los otros dos desaparecerán.
—Eso no es del todo exacto —exclamó Nicolò—. Mire, ahí llega el tercero, y además hace ruido.
Alessandro se volvió y vio unas luces que serpenteaban a lo largo de un sendero irregular. La perfecta oposición entre la luna y la ciudad de Roma se vio rota por la inesperada aparición de una hilera de coches y de camiones. Uno de éstos, adornado con guirnaldas de luces que centelleaban al otro lado del valle, transportaba a una banda de música.
—Por eso estaba desierto Acereto —reflexionó Alessandro en voz alta—. Deben de haber ido a ayudar a Lanciata. Al estar más arriba, sin duda allí hará más fresco. Habrán formado equipo para cosechar primero en Lanciata y ahora se traen la banda de música.
—Van a pasar por ahí delante —anunció Nicolò.
—Claro. Es la carretera.
—¿Y qué vamos a hacer?
—¿A ti qué te gustaría?
—¿Nos limitaremos a quedarnos aquí?
—A menos que por algún motivo quieras detenerlos.
—Ni siquiera nos verán.
—¿Y qué? Ya los veremos nosotros a ellos —dijo Alessandro.
—Estaremos en la oscuridad. Pasarán en seguida.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—No lo sé. Es como si nosotros no existiéramos, como si estuviésemos muertos.
Alessandro asintió.
—Me gustaría saludarlos.
—Puedes hacerlo, si ése es tu deseo.
—No quiero ser un par de ojos en la oscuridad.
—Pues lucha mientras puedas —señaló Alessandro—, porque algún día lo serás. Dime una cosa: ¿era Roma algo insignificante hace un momento, o lo era la luna, por el hecho de que no salieras a su encuentro?
Nicolò ya se había resignado a contemplar desde la oscuridad el paso de las luces.
—No —contestó—. No lo eran…
—En cualquier caso, la distancia está a favor nuestro —prosiguió Alessandro—. Me siento completamente satisfecho de ver pasar a los celebrantes desde la oscuridad. Dejemos que pasen de largo. No perderemos nada, sino todo lo contrario. Y que Dios nos perdone, pero mientras ellos pasan, y nosotros nos quedamos, les arrebataremos todo cuanto poseen.
Fragmentos de una canción se propagaban hacia ellos con el viento, interrumpidos como una conversación telefónica a través de una línea averiada. Sin embargo, a medida que la banda de músicos y el convoy se acercaban, los fragmentos de música se soldaban y las interrupciones desaparecían. En el camión viajaba una orquesta de pueblo con viejos instrumentos, sin mucho tiempo para ensayar y un poco achispados. De todos modos, cada músico era un virtuoso que seguía un estilo independiente.
A pesar de que el director realizaba gestos amplios, dramáticos y elegantes, nunca había aprendido cuál era el significado de éstos; y aunque lo hubiese aprendido, sus músicos seguirían ignorándolo. Su función consistía en elegir la pieza a interpretar y en agitar los brazos.
Aun así, la música resultaba embriagadora, aunque sólo fuera por algunas armonías fortuitas en medio de la disonancia colectiva. Sin saberlo, el clarinete y el xilófono habían formado por pura casualidad un dúo que habría hecho enrojecer a los músicos de La Scala, para luego seguir cada uno por absurdos caminos separados. Sonido tras sonido, reforzándose y combinándose independientemente del plan escasamente seguido, la orquesta de aficionados a veces se iluminaba con una especie de halo que traspasaba al anciano, sabedor de que así era cómo las bandas de música habían llenado las plazas desde tiempos inmemoriales.
En las hileras de improvisados bancos que habían construido sobre los camiones, se arrellanaban los agotados granjeros y sus esposas. Uno de los vehículos arrastraba un remolque con pilas de herramientas que resplandecían a la luz de la luna. Al pasar el convoy, Alessandro y Nicolò, que permanecían ocultos entre las sombras, vieron que una figura se levantaba y se apoyaba contra la barandilla cubierta por una lona.
—¡Cómo mañana no llegues a la hora, Bernardo, tendrás que volver a casa andando, cabrón!
La respuesta llegó de otro camión:
—¿Y qué puedo hacer yo? ¡La luna llena ha estropeado los relojes!
—¡Eh! ¿Qué es aquello? —preguntó el primero que había hablado, señalando el saliente donde Alessandro Giuliani y Nicolò Sambucca permanecían sentados e inmóviles, bajo la luz de la luna.
El rumor circuló de un vehículo al otro, hasta que el convoy se detuvo y la banda dejó de tocar. El único sonido procedía de la vibración de los motores diesel.
—Digan lo que digan, tú no contestes —aconsejó Alessandro a Nicolò, en un susurro—. Y no te muevas.
—¿Por qué? ¿Para qué? —protestó Nicolò.
—Para enriquecer sus leyendas.
—¡Está usted loco!
—Cierra el pico.
—¡Eh! —llamó alguien desde uno de los camiones—. ¡Eh, los de ahí!
Al no obtener respuesta, todo el mundo se acercó a las barandillas de aquella parte, y los camiones se bambolearon.
Durante unos instantes, los granjeros se quedaron tan quietos como el objeto de su curiosidad. Entonces uno de ellos saltó al suelo y trepó hacia la roca, aproximándose a Alessandro y a Nicolò con mayor cautela de la que habría utilizado para acercarse a un toro furioso. Aunque a cada paso que daba parecía retroceder dos, como por arte de magia avanzó hasta situarse a cinco pasos de donde estaban ellos.
—¿Qué andan buscando? —preguntó, como si lo hubiesen ofendido.
Como ninguno de los dos buscaba nada, resultó fácil guardar silencio.
El granjero se los quedó mirando durante unos instantes, luego murmuró algo y se fue.
—Es un viejo, vestido de tiros largos, y un chaval —explicó cuando llegó a la carretera—. No dicen nada. Son como dos estatuas.
Eso provocó una oleada de murmullos.
—¡Dirige los faros hacia dónde están! —gritó alguien.
Un camión dio marcha atrás y maniobró para enfocar las luces sobre las dos figuras misteriosas. Los dos permanecieron con la mirada fija en las luces, absolutamente inmóviles.
—¿Os dais cuenta? Es como yo decía. ¿No lo veis? Tal como os he dicho.
—¡Eh, oigan! —los llamó alguien—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Espíritus o algo por el estilo?
Una de las mujeres empezó a gemir y pronto formaron coro. El camión que había abandonado la fila volvió inmediatamente a la formación, y los granjeros reanudaron la marcha, santiguándose.
—Dentro de mil años —manifestó Alessandro—, aún se recordará este incidente. Desde luego, para entonces nosotros ya nos habremos convertido en ángeles, en diablos o en un dragón que lanza fuego por la boca, pero habremos dado a esta roca una historia que se transmitirá de boca en boca.
—¿Y eso para qué sirve?
—A nosotros no nos beneficia en nada, si te refieres a eso. Sin embargo, a veces resulta agradable lanzar un cable hacia el futuro, por muy tenue que sea. Nunca se sabe, puede que ese cable siga sin romperse hasta el día del juicio final. Como comprenderás, eso es mejor que limitarse a vivir y morir para que lo entierren a uno en un nicho cerca de una fábrica de productos químicos. ¿O prefieres ir pasando hasta que te llegue la hora? Nicolò, los contratiempos son algo importante. Pero ¿por qué te cuento yo eso? A tu edad, deberías sentirlo hasta en los huesos, incluso aunque ignores la razón. El motivo es que no lo sabemos todo. Precisamente por eso, a veces vale la pena romper los planes e ir por donde se supone que no debiéramos.
»Además, lo que hagamos no es asunto suyo. No estoy dispuesto a que me interroguen en plena noche. Éste es nuestro viaje, no el suyo.
La banda de música empezó de nuevo a tocar.
—Ya se han recuperado —comentó Alessandro—. Aunque van a hacer que yo lo pague…
—¿El qué? ¿Cómo van a hacer que usted lo pague?
—Con su música —musitó Alessandro, con voz débil, al tiempo que cerraba los ojos.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Nicolò—. ¿Quiere un poco de agua?
—No —contestó el anciano, apartándolo con un gesto de la mano—. En seguida me recuperaré. Déjame solo unos instantes y luego proseguiremos la marcha.
Nicolò se trasladó al otro extremo del saliente. Oyó que Alessandro suspiraba y luego vio que apoyaba la cabeza entre las manos. Era el hombre más extraño que Nicolò había visto en su vida. Su conducta a veces le resultaba inexplicable, pero, aunque no la entendiera, sabía que todo lo que le sucedía se desarrollaba según su propio horario, independientemente de los acontecimientos de la carretera, aunque éstos se entregaran a su propia expresión.
Alessandro estaba retrocediendo en el tiempo. Como si en efecto se hallara ante él, veía la rueda metálica perfilándose ante un cielo totalmente despejado, girando sin parar a medida que tiraba del cable y luego lo soltaba. Alessandro bajaba la cabeza y se cubría los ojos cada vez que el sol lanzaba sus destellos a través de los rayos de la rueda, punto más elevado de la terminal de una barquilla de carga que viajaba sobre un inmenso abismo.
En julio de 1899, en la región del Alto Adigio o Tirol Meridional, rodeada por vacas que hacían sonar los cencerros y por los terrenos llanos de las granjas, la pequeña población de Völs destacaba solitaria sobre una meseta, al pie de los bosques y prados que ascendían la ladera pronunciada de la montaña hasta que ésta se transformaba en una roca vertical. En lo alto, a unos dos mil metros, a menudo por encima de las nubes, sobre una meseta inexpugnable donde el viento soplaba helado incluso en verano y donde no crecían los árboles, se hallaba Schlernhaus. A la gran mayoría de los refugios de los distintos clubes alpinos se les denominaba Hütten, y con toda la razón del mundo, pero no a aquél, debido a su magnitud. Para acarrear la piedra, el maderamen y la pizarra con que lo habían construido, y posteriormente poder abastecerlo, los montañeros habían hallado, un tramo tras otro (mediante una máquina de engranaje a vapor, que ellos habían subido a piezas sobre sus espaldas), una cuerda cada vez más pesada, hasta que, atado al último cabo, apareció un reluciente cable de acero.
La rueda sobre la cual giraba el cable había estado dando vueltas regularmente cada tres cuartos de hora durante más de una década cuando el abogado romano Giuliani llevó por primera vez a su hijo a las montañas. El muchacho, que entonces tendría nueve años, atravesó corriendo un prado rocoso hasta la maquinaria que se perfilaba contra un cielo cuyo color rivalizaba con los azules marinos de Venecia.
La rueda de cuatro rayos parecía tan ligera como el aire. Al igual que si poseyera voluntad propia, a veces tiraba contra el freno de torsión, o retrocedía, o avanzaba más despacio, o aceleraba, o incluso se detenía por completo para volver a empezar, llena de resolución. Alessandro se quedó maravillado al comprender que, a través de la finura de aquellos cables y mediante el gracioso giro de la rueda, se había construido y se abastecía al gigantesco Schlernhaus.
—¡Sandro! —lo llamó su padre, y contempló a su hijo que regresaba junto a él a través del prado, saltando de piedra en piedra como una pequeña cabra.
A Alessandro no le bastaba medir con los ojos las proporciones de una habitación; tenía que rozar todas las paredes y golpear de un extremo al otro como si fuera un torrente que penetrara en un estanque, de modo que en aquel minúsculo dormitorio de paredes de madera rebotaba de un lado al otro como una bala de cañón. Las camas eran tan altas que se veía obligado a utilizar las clavijas en la pared para subir a ellas, y saltaba de una a la otra por encima de la estrecha hendidura que las separaba. Si bien la ventana era pequeña, se abría a un panorama de montañas de una blancura plateada que incitaba a seguirlas a lo lejos. La primera noche, después de cenar, Alessandro trepó al anaquel para abrir la ventana. Retiró el pestillo y el viento entró con tal violencia, que en un primer momento lo lanzó de espaldas sobre la cama. Cuando el abogado Giuliani regresó de afeitarse, con un cuenco de porcelana entre las manos, descubrió a su hijo envuelto en mantas y acuclillado como un gato en el alféizar. Mientras el aire aullaba por cada una de las rendijas de la habitación, el joven Alessandro miraba directamente al viento, como si acabara de descubrirlo.
Durante el día visitaban los picos cercanos, con Alessandro encordado a su padre como un perro a su traílla, mientras trepaban por paredes de rocas o cruzaban deslumbrantes campos nevados. Subieron al mismísimo Schlern, al Roterd Spitze (que ellos denominaban Cima Rossa) y al Mittagskofl. Bajaron a los Seiser Alpe, suaves pendientes de prados sin límites aparentes, que parecían constituir un mundo en sí mismos. Por el este recorrieron la cima de la montaña hasta llegar a la Cresta Nera, donde sólo encontraron a dos escaladores, aparte de una docena de cabras blancas y peludas, erguidas sobre unos salientes a los que sólo se podía llegar gracias a un milagro. Deambulando durante la mayor parte de las horas de sol, el abogado Giuliani y su hijo aprendieron a anhelar la llegada del viento frío, ya que cuanto más se exponían a él, más estimulante les parecía. Sus ojos perseguían las omnipresentes distancias y, a medida que las montañas influían sobre ellos y sus espíritus se tranquilizaban y engrandecían, descubrieron la diferencia entre lo que antes eran y en lo que se habían convertido. Dos días después de haber abandonado Roma no habrían sido capaces de permanecer sentados en medio de un campo de nieve, alimentándose de silencio y de sol, pero al cabo de una semana ya recorrían los campos nevados, los riscos y los valles desiertos, donde pasaban las horas tan tranquilos como un rebaño de cabras.
Un atardecer regresaron al Schlernhaus cuando ya había oscurecido. Sus ventanas iluminadas, brillando a través de los jirones de nubes heladas, eran como las luces de un faro. En el interior, cadetes taciturnos, con delantales azules y la gorra azul y blanca del ejército, trabajaban febrilmente en una inmensa cocina tan húmeda y calurosa como una sauna, y se asomaban al comedor con tanta frecuencia como lo habrían hecho para espiar a una mujer.
Dado que estaban en pleno verano, solían encender únicamente los fogones, pero no las enormes estufas de azulejos de las zonas principales. Después de permanecer doce o catorce horas en la nieve y el viento, muchos de los comensales temblaban a veces como si tuviesen escalofríos.
A Alessandro aquello le parecía imposible, viniendo del exterior, donde estaban bajo cero, y se sentaba a tomar la sopa caliente en una habitación ligeramente más cálida que los prados cubiertos de escarcha que acababan de abandonar. Cada día, al anochecer, le invadía una gran tristeza, y ansiaba volver con su madre, a su hogar, al verano de Roma. También su padre estaba excepcionalmente silencioso a aquellas horas y a menudo hablaba de acortar unos días su viaje. Pero aquella noche, al volver al Schlernhaus, no pensaron ni una sola vez en aquellas cuestiones.
Dos soldados del Leibregiment, la guardia real de los Habsburgo, estaban apostados ante la entrada principal. Como a los soldados de elite en todo el mundo, parecía no importarles quedarse a la intemperie toda la noche, y sus pesados abrigos de pieles indicaban que probablemente tendrían que hacerlo. Las enormes estancias del Schlernhaus, incluso los desolados pisos altos, estaban caldeadas y secas. En cada estufa ardía un fuego, habían colgado estandartes de las vigas y una de las plantas estaba cerrada al paso con un cordón, detrás del cual había otros dos soldados, más corpulentos incluso que los de abajo.
Alessandro se cambió y bajó al extraordinariamente caldeado comedor. El abogado Giuliani se acercó a una mesa donde había media docena de vieneses, y en su mejor alemán les preguntó por la inesperada calefacción y la guardia, así como por el motivo de que los cadetes de la cocina fueran de veintiún botones, abrumados entre bandejas de pasteles, cacerolas recién sacadas del horno y piezas de caza asándose.
Los austríacos intercambiaron miradas entre sí. El abogado Giuliani era italiano, e Italia reclamaba parte de las montañas donde ellos tenían que responder a preguntas formuladas por un italiano que tenía la desfachatez de presentarse por allí. Aun así, le contestaron fría y brevemente con dos palabras:
—Eine Fürstin.
En 1899 y en el Südtirol, aquello bastaba para explicarlo todo.
Alessandro había aprendido muy pronto el alemán, pero sus profesores le habían omitido aquella palabra.
—¿Qué significa? ¿Qué significa? —susurraba, al tiempo que se giraba en su asiento, con las piernas colgando lejos del suelo.
Pero su padre le estaba preguntando a un camarero que pasaba por su lado por qué no habían puesto pan en la mesa.
—Nadie comerá hasta que ella baje —contestó el camarero—, pero, a cambio de la espera, podrán tomar lo mismo que ellos: ciervo, faisán, pasteles y cosas que yo nunca había visto. Han traído dos cocineros y el cable ha estado dando vueltas todo el día para subir las provisiones. Ha llegado una barquilla llena sólo con los utensilios para hornear.
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —preguntó Alessandro, nervioso—. ¿Qué significa eine Fürstin?
Como si su idioma fuera poco elegante y estuviese prohibido, el abogado Giuliani se inclinó hacia él y le susurró:
—Eine Fürstin significa «una princesa»…
Alessandro se quedó petrificado. La sola palabra «princesa» le había dejado inmediatamente sin habla, y ahora se hallaba deslumbrado, con los ojos vítreos y la boca abierta. Había leído acerca de príncipes y princesas más allá de lo que pueda expresarse con el término ad nauseam, y allí se encontraba con un castillo en la cima de una montaña, soldados con abrigos de pieles y una auténtica princesa. De repente, en la estancia habitualmente fría donde tomaban su sopa y sus chuletas, todos los elementos de sus sueños convergían para golpearlo en pleno rostro como un guante de armiño.
Alarmado por la extraña y retorcida expresión que había aparecido en el rostro de su hijo, el abogado Giuliani cogió a Alessandro por los hombros y lo zarandeó.
Seguidamente oyeron el tintineo de una campanita de plata y un auténtico lacayo profesional, tocado con una peluca empolvada, entró en la sala y gritó:
—¡En pie!
Todo el mundo obedeció, incluso el abogado Giuliani, igualitario y republicano, quizá porque sabía que tanto las viejas zorras como los imperios moribundos muestran un interés especial por el decoro.
Todavía sin haber recuperado la respiración, Alessandro se subió en la silla, con la servilleta en la mano. Desde cierta distancia, su aspecto era el de un hombre alto con una cabeza muy pequeña. A medida que un grupo de gente bajaba taconeando por las escaleras, Alessandro se sentía tan nervioso que temió caerse de la silla. Luego, tal como había esperado, una muchacha de unos once años entró en el salón como si hubiese vivido allí toda su vida. Era lo que los adultos llaman una mocosa, esbelta y delicada, con unos rasgos luminosos y perfectos, el cabello rubio y las mejillas coloradas. Llevaba un vestido floreado, de cintura alta que partía del tejido de terciopelo negro con que lo habían confeccionado, fino como la arena y con adornos bordados en hilo de oro.
El pecho de Alessandro estalló, se quebró, se hinchó, se agitó, se petrificó, se atascó, se detuvo y se rindió, todo a la vez. Hizo una reverencia tan profunda, que con la servilleta a cuadros barrió por encima de la mesa. Afortunadamente para él, nadie lo vio, ya que todos aguardaban a que la princesa hiciera su entrada en el salón, y aún estaba bajando. La pequeña era la hija de un miembro del séquito real.
La princesa entró con solemnidad, apoyándose en dos bastones de ébano. Junto a ella caminaban dos sirvientes, uno a cada lado, para protegerla de una posible caída. Iba vestida de negro y un espeso velo oscurecía su rostro. Su aspecto era tan frágil, que no cabía duda de que los soldados del Leibregiment la habían acarreado hasta la cima de la montaña. Tenía que ser así, o mediante la barquilla de carga.
Miró de frente a los escaladores y montañeros, quienes, con profunda satisfacción, la saludaron mediante una inclinación de cabeza o una reverencia. Para aquella gente, ella era como un espejo. Al reverenciarla, lo único que hacían era declararse respeto hacia sí mismos, honrar al mundo que ellos habían construido y corroborar que todo era correcto dentro de él. Tanto si esto era cierto como si no lo era, ellos creían que no existía mejor escudo ni tranquilidad que un imperio sobre la Tierra. Durante un siglo tras otro, los Habsburgo habían regido y protegido apacibles y tranquilos valles, llanuras que vibraban bajo los cascos de los jinetes y cadenas de montañas indomables y sagradas; y lo habían hecho con tal plenitud y sosiego, que se contradecía con lo ilógico de la vastedad de sus insostenibles dominios.
Cuando la princesa se hubo sentado, todos los demás la imitaron. La muchacha, que llevaba el cabello trenzado y enroscado al estilo de la región, se sentó en un extremo de la mesa real. También a ella le colgaban las piernas, pero no tan lejos del suelo como a Alessandro. Estaba jugando nerviosa con el cuchillo, lo cual provocó el comentario del abogado Giuliani acerca de que cuando la gente se entretiene con los cubiertos, por lo general utiliza el cuchillo.
Los camareros salieron cargados de la cocina para servir primero a la princesa, pero ella lo rechazó prácticamente todo. Sin embargo, al final en su plato había una decena de guisantes, una hoja de lechuga y un trozo de carne del tamaño de un chanquete. Le llenaron generosamente la copa de vino, que ella vació de golpe, agarrándola con ambas manos. Se la llevaron inmediatamente y pusieron otra en su lugar. La segunda la llenaron de champaña o de cerveza —resultaba difícil saberlo con certeza—, y ella se la bebió lentamente.
Mientras los camareros trinchaban lomos de ciervo y servían verduras y patatas asadas que acarreaban en bandejas de cobre, la orquesta del pueblo de Völs entró apresuradamente en el salón, colocándose frente a una resplandeciente estufa de azulejos tan alta como el techo. De los ocho músicos, seis eran extraordinariamente corpulentos, y todos habían subido andando por la montaña poco antes. A fin de que el salón alcanzara la temperatura idónea, la estufa estaba cargada y ardía como una forja, de modo que permanecer junto a ella era absolutamente insoportable, en especial con un chaleco de pelo de cabra húmedo. El trompetista estaba encendido como un ascua y su rostro habría servido como señal luminosa para detener un tren. Sin embargo, cuando la orquesta empezó a tocar, él la siguió. Algunas personas asintieron, pues habían reconocido la primera pieza como un himno del regimiento de los Landesschützen, y querían que todos los demás supieran que la habían reconocido. Nada parecía fuera de lo normal hasta que, al finalizar la segunda canción, Die Lautlose Bergziege (La silenciosa cabra montés), el trompetista se sintió mareado.
Tenía grandes dificultades en respirar y, para disimular su angustia, sonrió hasta que torció la boca en una mueca. Luego se desplomó, girando mientras caía, y aterrizó de espaldas contra el suelo, en medio de un gran estruendo de los instrumentos.
La princesa mostró su preocupación depositando el tenedor en el plato. El director del refugio salió corriendo de la cocina, junto con el oficial de guardia. Los dos aflojaron la indumentaria del trompetista y se lo llevaron, después de lo cual el director reapareció inmediatamente y con su bastón golpeó contra una de las vigas del techo.
—¿Hay aquí algún médico? —inquirió—. ¿Hay algún doctor entre los grupos inscritos?
Al parecer no había ningún médico. Aun así, el director del refugio, uno de los más famosos montañeros del mundo, repasó a la audiencia con la eficiencia ávida y voluntariosa de un escalador que buscara un asidero. Sencillamente, parecía como si todos los médicos se escondieran y él estuviera decidido a hacerlos salir. Su mirada se detuvo en Alessandro.
«¿A mí?», preguntó éste con una silenciosa pantomima, señalándose el pecho con el pulgar. Alessandro miró a su padre como para asegurarle que él no era un médico ni una enfermera. El abogado Giuliani miró con los ojos entornados al director del refugio, intentando desentrañar cuáles eran sus intenciones. No cabía duda. El famoso guía, a quien se consideraba en sus cabales y que necesitaba desesperadamente a un médico, había puesto los ojos en Alessandro.
—Él sólo tiene nueve años —adujo el abogado.
Sin decir nada, el director del refugio dio media vuelta y se marchó. Alessandro respiró aliviado. Luego la princesa miró en su dirección y sonrió. Él le devolvió la sonrisa lo mejor que pudo, y ella se echó a reír porque lo habían confundido con un médico. Acto seguido pinchó un guisante y se lo llevó a la boca, momento en que todo el mundo en el amplio comedor cogió su tenedor y empezó a comer, mientras los músicos interpretaban una segunda versión de Die Lautlose Bergziege, esta vez sin trompeta.
Pronto la música se apoderó incluso de los intérpretes y pareció convencerlos de que su camarada no tenía nada. La ascensión desde Völs había sido difícil, luego la espera fuera, en el frío, y después el calor de la estufa y el compromiso de tocar para una princesa. Sin duda estaría en la cocina, con un paño frío en la cabeza y bebiendo aguardiente. A medida que se desvanecían sus pensamientos sobre el repentino desmayo de su amigo, aumentaba la energía de la interpretación. Los fuegos de la estufa y de las chimeneas oscilaban al ritmo de la música, y Alessandro se dispuso a atacar un siseante trozo de ciervo que un sudoroso cadete había depositado ante él junto con una enorme cantidad de patatas asadas y verduras. Sobre la mesa había una jarra de cerveza, pero ni el abogado ni su hijo la probaron.
Alessandro casi estaba a punto de pedirle a su padre que le troceara la carne, pero decidió que no podía permitir semejante cosa en presencia de la muchacha rubia a quien había confundido con la princesa. Al cabo de un par de minutos, por fin consiguió separar un pequeño trozo del resto, y se disponía a comérselo cuando el director del refugio volvió a entrar y cruzó la estancia.
La princesa se interesó por los dos, y los que la rodeaban se interesaron por lo que a ella le llamaba la atención, de modo que todo el salón guardó silencio.
Alessandro dejó caer los cubiertos en el plato.
—Necesitamos al muchacho —anunció el director del refugio al abogado Giuliani, hablando en italiano.
—¿Para qué? —le respondió éste.
—Se lo diré allí dentro.
Los tres se dirigieron a la cocina. Bajo una enorme campana de cobre, medio ciervo giraba sobre un fuego que le extraía y devoraba gotas de grasa. Los calderos burbujeaban con cosas que se asomaban a la superficie como si quisieran gritar, pero a las que volvían a sumergir antes de que pudieran expresarse. Los cadetes se afanaban sobre las mesas, colocando trozos de pastel en los platos de postre y volviendo a llenar las salseras. En el centro de la cocina, en el suelo, había una camilla donde habían tendido al trompetista, en diagonal entre una mesa de amasar y un cajón lleno de cebollas. Uno de los soldados, inclinado sobre el enfermo, le amasaba el pecho como si estuviera haciendo pasta.
Alessandro sabía que él no era ningún médico. ¿Y si esperaban que curase al enfermo? El único remedio que a él le resultaba familiar era un té caliente con limón y miel, y cuando caía enfermo, su madre le horneaba galletas de chocolate y se sentaba junto a él en la cama, vigilándolo durante horas y horas. Esos eran los únicos métodos curativos con los que tenía cierta experiencia.
—Creo que ha sufrido un ataque al corazón —informó el director del refugio—, pero sigue con vida y podría sobrevivir si lo trasladásemos a menor altitud y lo examinase un médico en Völs. Y cuando digo «médico», hablo en un sentido muy amplio; pero tiene que atenderlo alguien.
—Es posible, pero ¿qué tengo que ver yo con todo eso? —preguntó el abogado Giuliani.
—Usted no; él —replicó el director, señalando a Alessandro—. Él es el único que puede salvarlo.
Alessandro se sintió terriblemente inapropiado.
—La víctima de un ataque al corazón necesita que le den masaje ininterrumpidamente, o si no, éste se para. La barquilla no es lo bastante amplia para que en ella quepan dos hombres adultos.
—¡Me niego rotundamente! —oyó Alessandro que exclamaba su padre—. ¿Está usted loco? ¿Pretende usted que vaya en esa…, en esa cosa, con un moribundo?
—Es completamente segura. Además, nosotros lo ataremos con una cuerda. Es imposible que caiga, pero en caso de que ocurriera, se quedaría colgando.
—Ni hablar. El cable no se instaló para transportar a seres humanos —dictaminó el abogado Giuliani, una frase quizá con mayor sentido en italiano que en cualquier otro idioma.
—¡Exacto! —replicó el director del refugio—. Fue instalado para cargar grandes cantidades de piedra y pizarra, plintos de más de mil kilos; diez veces el peso de ambos. El cable se revisa cada semana y tiene cinco centímetros de diámetro. Puede aguantar fácilmente una carreta cargada, un vagón del tren…
—¿Y las Termas de Caracalla?
—Sí, una piedra detrás de otra. Lo he utilizado durante años. Una vez que mi hija cayó enferma, la bajamos por el cable. —Entonces cogió al abogado por el codo y le susurró aparte—: No se lo diga a nadie, pero hoy la princesa ha subido con la barquilla. Y la ha encontrado bastante cómoda.
—Sólo si mi hijo consiente, y usted responde con su vida de su seguridad. Cuando él suba a la cesta, yo le estaré apuntando a usted con un rifle. Si a él le ocurriera algo…
Por unos instantes, los giros del asador y el agua hirviendo fueron los únicos ruidos que se oyeron, aparte de la orquesta en el comedor.
—¿Con qué rifle?
—Pida uno a los soldados. Insisto en ello; es la única forma de asegurarme de que no me miente usted. Y no me estoy marcando ningún farol. Lo mataré si a mi hijo le ocurre algo.
—De acuerdo.
—Y sólo si él consiente.
—Por supuesto.
El abogado Giuliani se llevó a Alessandro aparte.
—Sandro, si no quieres, no estás obligado a hacerlo. El director es un gran montañero; diariamente la gente le confía sus vidas… Y cada vez que viajamos en tren o nos asomamos a una galería, hacemos gala del mismo tipo de confianza. ¿Tú que dices?
—¿Podremos regresar a casa mañana, si lo hago?
—Podremos hacer lo que quieras, aunque no aceptes.
—Lo haré. ¿Por qué no?
—Consígueme una gruesa piel de cordero —ordenó el director del refugio a un cadete—, y lléname un termo con té caliente.
Después de que Alessandro y su padre subieran a ponerse prendas de abrigo, salieron a plena noche junto con una docena de hombres y la camilla donde yacía el hombre de la orquesta. Mientras avanzaban entre la niebla hacia la terminal del cable, el soldado no paraba de amasar el pecho del trompetista, anunciando periódicamente a los que les seguían que el enfermo seguía con vida.
El director del refugio aseguró a Alessandro al brazo de acero con el que la barquilla de madera se sujetaba del cable, y tanto él como el abogado Giuliani revisaron una y otra vez los arneses de escalada y los nudos.
—Aunque cayeras de la barquilla —le dijo el director a Alessandro—, quedarías colgando a un lado. Llevas doble ligamento y quiero que sepas que he llevado gente al Marmolada con mucha menos protección que ésta, de modo que no debes preocuparte.
A continuación, el padre de Alessandro cogió el rifle de uno de los soldados. Turbado por su falta de confianza en el famoso montañero y por lo que sabía que los alemanes considerarían una típica reacción italiana, comprendió que no le quedaba más remedio que llevar a cabo las condiciones establecidas. Aunque no apuntó al director del refugio con el arma, la cargó, y aquél pudo oír los inconfundibles ruidos de que abría el cerrojo del arma, que un cartucho se deslizaba en la cámara, y que volvía a poner el cerrojo.
Alessandro se abrochó el abrigo de loden.
—¿Quieres el pasamontañas? —le preguntó su padre.
—No, prefiero ver lo que hay a mi alrededor.
Lo levantaron y lo depositaron en el interior de la barquilla, junto a la piel de cordero que cubría al trompetista.
Le dijeron lo que tenía que hacer, con un imperdible le prendieron una nota en la espalda, y tiraron de una palanca de madera que hizo sonar una campana en la terminal de abajo.
—No pares hasta que alguien te sustituya —le indicó el director del refugio.
Al cabo de unos instantes, el cable se estremeció y la barquilla avanzó en medio de la oscuridad.
—¿Qué hay aquí? —gritó Alessandro, descubriendo el termo del té metido entre la piel de cordero y la pared de la barquilla.
—Es para el frío; bébelo cuando subas —le gritaron contra el viento, pero sólo alcanzó a oír «frío», pues ya estaba flotando en medio de una nube tan densa como el algodón.
Hizo presión sobre la camisa de gamuza del trompetista, tal como le había instruido el soldado. Aunque no veía nada, sabía que aún estaba cruzando la meseta que formaba la cumbre, y que la barquilla no tardaría en llevarlo por el borde del precipicio.
Sentía la presencia del abismo lo mismo que un ciego intuye la presencia del mar al otro lado de una playa. Luego, al pasar por encima del borde, reconoció el insensible silencio de las grandes alturas y experimentó un escalofrío. Debido a la fuerte inclinación del cable, se veía obligado a inclinarse hacia delante para mantenerse erguido. A pesar de que los arneses lo salvarían en caso de caer por encima de la barandilla, no lograban mantenerlo en su sitio; pero lo consiguió mediante las rodillas y presionando con los pies contra las paredes de la barquilla.
En menos de un minuto abandonaron la capa de nubes que cubría la montaña y penetraron en el aire puro. Las estrellas aparecían por todos los lados, incluso abajo, meciéndose hasta provocar mareo. Por el oscuro perfil de los picos y valles, Alessandro comprendió que se hallaba a una altura de unos mil metros sobre el suelo, y sin un solo saliente por allí cerca. Por mucho que sacara la mano, no encontraría nada donde sujetarse, y lo único que alcanzaba a percibir era el sonido de las ruedas al rozar sobre el cable.
De pronto, el cuerpo que tenía debajo se movió. Aun así, él siguió masajeándolo, tal como le habían indicado.
—¡Marie! —gritó el trompetista, con dolorida confusión.
Alessandro confió en que el destinatario de sus esfuerzos se diese cuenta de lo que estaba sucediendo.
—¡Marie! —volvió a llamar el trompetista, con inquietante vigor, al tiempo que Alessandro percibía que aquello era como montar un caballo sin ensillar—. ¿Qué está usted haciendo? —preguntó en su dialecto alemán, los ojos tan abiertos como los de una anguila encolerizada.
Alessandro no comprendía aquel dialecto y creyó que le estaba preguntando la hora.
—Es de noche —contestó, pues ignoraba la hora exacta; luego se sintió obligado a darle conversación—. No hay luna ni ruiseñores, pero todo va bien y el tejón se halla en su madriguera.
Aquella delgada voz que hablaba en italiano, el intenso olor de la piel de cordero, la oscilación acuñadora de la barquilla, el siseo del aire, la oscuridad y su propio dolor e infortunio eran excesivas impresiones para un sencillo músico de Völs. Lo invadió el pánico. Aquello era una pesadilla y durante toda su vida, al sufrir una pesadilla, había dado manotazos en el aire. De modo que en esos instantes su principal objetivo era librarse de aquella pequeña gárgola que se sentaba encima de él, con las alas plegadas como un murciélago, y que no paraba de oprimirle el pecho. Aquellas horribles criaturas eran muy sabias y terriblemente crueles, pues sabían que en el corazón era donde más dolía.
—Waldteufel! — gritó—. ¡Diablo del bosque!
Entonces levantó su mole de cintura para arriba y se abalanzó sobre Alessandro. Con ambas manos, enormes y gruesas como una ristra de salchichas, agarró el frágil cuello del muchacho y apretó con la rigidez de un muerto, aunque el trompetista seguía completamente vivo y al parecer con muy buena salud.
Mientras Alessandro notaba cómo la sangre se le acumulaba en la cabeza, recordó lo que le había ocurrido al termómetro de mercurio que él había metido en el horno de la cocina. De haber podido agarrarlo, habría tirado de las orejas del músico y le habría lanzado un puñetazo en plena boca, buscando a fondo la nariz, pero sus manos hicieron todo aquello en el aire, frente al rostro del atacante.
—¡Asqueroso vampiro! ¡Repugnante criatura! ¡Ahhhh! ¡Es horrible! ¡Horrible! —exclamó el trompetista.
Alessandro tanteó en busca de un arma y encontró el termo. Por la espalda, se lo pasó de la mano izquierda a la derecha y luego golpeó a su verdugo. Después de un golpe y un apagado estallido de cristales, nada cambió, excepto que la presa estranguladora se hizo mucho más tensa.
Consciente de que no podría aguantar mucho más, Alessandro luchó por desenroscar el tapón del termo. El cadete que lo había llenado no había pensado que quien debía desenroscarlo era un niño de nueve años. Con todas las fuerzas que fue capaz de acumular, Alessandro imprimió un giro al tapón, y creyó que tiraba con cada uno de los músculos de su cuerpo cuando el tapón saltó hacia el abismo. El vapor salió disparado, quemándole las manos.
«Suélteme ya», pensó Alessandro, en vez de decirlo, pues no le quedaba aire en los pulmones.
El corpulento músico respondió al patético farfulleo de Alessandro apretando con más fuerza, hasta el punto de que el muchacho pensó que el cuello se le iba a desgarrar. Entonces enseñó los dientes y sacudió el termo abierto contra el rostro del estrangulador.
Un finísimo arco iris de té hirviendo y cristales rotos salió disparado contra el objetivo. El trompetista lanzó un alarido, aflojó ambas manos y cayó contra el suelo de madera, tras lo cual perdió el conocimiento a consecuencia del golpe. Sin acordarse de dónde se encontraba, Alessandro dio un salto hacia un lateral y cayó al vacío. Sin embargo, tal como le había asegurado el director del refugio, estaba fuertemente atado, de modo que se encontró colgado de los arneses, balanceándose a poca distancia de la barquilla.
—¡Mamá! —gritó, casi a punto de llorar, pero luego se sintió como un estúpido, sin duda porque allí no había nadie más, aparte de sí mismo, y no le quedaba más remedio que hacer lo que tenía que hacer.
A pesar de que tenía miedo incluso de mirar hacia arriba, y no digamos abajo, levantó ambas manos y se agarró al borde de la barquilla. Con una retahíla de palabrotas que había aprendido principalmente en el cuarto curso de la Academia San Pietro en Roma, tiró de los arneses para volver a subir.
El trompetista yacía perfectamente inmóvil sobre la piel de cordero. Quizás estuviese muerto, pero, en cualquier caso, Alessandro tenía que seguir masajeándole el corazón. De nuevo empezó a bombear sobre su pecho. Entre presión y presión, lanzó el termo por la borda, y seguidamente hizo lo mismo con todos los fragmentos de cristal.
El trompetista seguía con vida, pues se agitaba. El viento había cesado, y ahora, mientras flotaban sobre las copas de los abetos, Alessandro percibía el motor del cable resoplando allá abajo, no muy lejos.
Durante el viaje de regreso, Alessandro se reclinó contra la piel de cordero. Caliente, seguro y apesadumbrado, se maravillaba de que el trompetista hubiera sido capaz de saltar y salir corriendo al llegar a la estación del cable. Aun así, Alessandro sería un héroe a su regreso. No podría evitarlo. Lo entrarían a hombros y lo vitorearían durante media hora, mientras terminaba de cenar. Y después de despedirlos a todos, no subiría a su habitación, sino a la de la muchacha rubia vestida de terciopelo. Ella lo acogería en su lecho, donde pasarían solos toda la noche, en plena oscuridad, el uno junto al otro, quietos. Eso uniría para siempre sus corazones y luego se casarían. El problema era dónde vivirían; en Roma o en Viena. Quizá París, a modo de componenda. Decidió que ella se llamaba Patrizia.
En efecto, oyó felicitaciones cuando pasó sobre el saliente, entonces libre de nubes, pero no fue el continuo histerismo que había imaginado. Aunque eso carecía de importancia; la mejor parte se desarrollaría en el comedor, con una orquesta, luces, banderas y cálidos fuegos.
El abogado Giuliani pasó el rifle al soldado y observó al director del refugio mientras soltaba el arnés. La cena ya había finalizado, le dijeron, pero le prepararían lo que él quisiera y se lo servirían en la cocina. Alessandro sólo quiso tomar el postre. A pesar de que estaba delgado como un palo, pensó que si cenaba esa noche estaría demasiado gordo para acostarse con Patrizia.
El comedor estaba a oscuras en el Schlernhaus. Todo el mundo se había retirado a sus habitaciones, excepto algunos soldados y montañeros que permanecían sentados en torno a un fogón de rojas ascuas en la sala de los guías, hablando acerca de la guerra. El sonido de una cítara llegaba apagado de los pisos superiores: en honor a la princesa.
Nadie lo felicitó. Los guías lo observaron detenidamente debido a su andar pomposo, y el pinche de cocina que había tenido que quedarse hasta más tarde para servir la cena estaba ansioso por irse a la cama, ya que tenía que levantarse a las cuatro de la madrugada.
—Cuéntame —le apremió el abogado Giuliani—, ¿qué ha ocurrido? ¿Cómo es que se ha derramado el té? Y la nota que han enviado contigo dice que el señor Willgis salió corriendo hacia su casa. Eso me tiene intrigado…
»Está bien —añadió su padre—. Comprendo que no quieras hablar de lo ocurrido. Ahora me voy a acostar. Si tú quieres, mañana regresaremos a casa.
Alessandro asintió con la cabeza.
El cadete le puso un trozo de tarta Sacher en la mesa, se quitó el delantal azul y se dirigió veloz a la puerta de la cocina.
—Luego deja el plato en el fregadero, para que las ratas no salten sobre la mesa —le indicó, antes de salir hacia los barracones de los cadetes.
A solas en la cocina, su valor empezó a desfallecer. Alessandro decidió ir en busca de Patrizia antes de que estuviese demasiado atemorizado para hacerlo. Tuvo la tentación de irse sencillamente a la cama, pero el recuerdo de la bella y tímida muchacha rubia lo animó. Temblaba de tal forma al dejar los cubiertos en el fregadero, que el tenedor traqueteaba contra el plato y la taza contra el platito, como si los manejara un anciano paralítico. Seguidamente, con el corazón en un puño, como el que se dirige hacia el patíbulo, se encaminó a las escaleras. Quería abrazarla, besarla, sorber su aliento, de modo que tanteó contra las escaleras en medio de la oscuridad y empezó a subir hacia los pisos superiores, con sus confusos e íntimos aposentos.
Durante el día, los soldados del Leibregiment permanecían firmes ante la puerta de los aposentos reales, y nada en el mundo, ni siquiera un pequeño mosquito, podría pasar entre ellos, pero, inexplicablemente, de noche paseaban de un lado al otro como osos enjaulados en una barraca de feria, efectuando largos viajes al vestíbulo a intervalos regulares. Precisamente a un chiquillo le resultaba muy fácil, con sus calcetines de alpaca, penetrar callandito en el ala prohibida y seleccionar entre una veintena de puertas situadas en dos hileras frente a frente.
No eran muchas las posibilidades que tenía de encontrar a Patrizia antes de que lo descubrieran. Las puertas en sí no le ofrecían ninguna pista, estaba demasiado oscuro y no disponía de mucho tiempo, ya que en cualquier momento alguien podía salir al pasillo.
Eligió al azar una puerta del centro, y estaba a punto de poner la mano sobre el pomo, cuando lo disuadió una voz ronca que salió de allí dentro. Alguien parecía hablar para sí mismo:
—¡… a Gisella! Pero dentro de una semana Hermann quedará desenmascarado. En un año seré el favorito de la corte y entonces llegará mi hora. Por otro lado, nadie se enriquece yendo con disimulos, y al emperador le cae bien Von Schafthausen. Erróneamente, por supuesto…
No cabía duda de que aquel hombre iba a permanecer levantando toda la noche y que no se trataba de Patrizia.
Alessandro avanzó hacia una puerta situada al otro extremo del pasillo. Lentamente, en silencio, giró el pomo y miró al interior. Allí, bajo la oscilante luz de la luna que las nubes dejaban pasar intermitentemente, yacía una mujer que parecía una ballena varada, con enormes boquetes entre los dientes, labios extraordinariamente protuberantes, nariz porcina y orejas en forma de cuernos para la pólvora. ¿Quién sería? Era demasiado horrorosa para bajar al comedor. Quizá fuera una doncella o una pariente desafortunada de la familia real, escondida siempre en las habitaciones superiores de los palacios y las posadas.
Después de cerrar aquella puerta, Alessandro estuvo a punto de perder las esperanzas de encontrar a Patrizia, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, descubrió que justo delante de cada puerta había un par de zapatos o de botas. Normalmente, a nadie le estaba permitido llevar botas en el Schlernhaus, y éstas se dejaban sobre unos estantes bajo la escalera, pero a las botas y zapatos reales se les permitía dormir junto a sus amos o amas.
Algunas eran enormes, otras delicadas, y los zapatos de la servidumbre se delataban a causa de las hebillas. La puerta que no tenía zapatos delante debía de ser la de la princesa, dado que a ella probablemente se le permitía llevarlos incluso en la cama. Un par de zapatos, inequívocamente pequeños, no estaban alineados, sino que los habían dejado caer delante de la puerta, como si su dueña tuviera que correr descalza sobre el frío suelo para alcanzar la tibia cama. Alessandro se acercó a aquellos zapatos como si fueran la reliquia de un santo. Estaban frente a la última puerta cerca de la ventana, al final del pasillo, frente a la de aquella mujer monstruosa iluminada por la luz de la luna. Se sintió extasiado ante el descuido con que ella los había dejado caer, por cómo se desplegaban las cintas, y por su aspecto bajo la pálida luz que un cañón parecía lanzar a través de las veloces nubes; se preguntó si sería capaz de amar a la propia Patrizia tanto como amaba el rastro agudo y casual que ella iba dejando.
Luego los pasos de un soldado se acercaron por el fondo del pasillo. Obligado a elegir entre el amor y la muerte, el joven Alessandro giró el pomo, entró en la estancia y cerró silenciosamente la puerta a sus espaldas.
Patrizia yacía bajo una colcha de raso plateado, iluminada por la luz de la luna. Parecía distinta con las trenzas desenredadas y el dorado cabello desparramado sobre la almohada. La muchacha abrió los ojos cuando él entró y lo siguieron a medida que se acercaba. Permaneció quieta, sin asustarse.
Alessandro se puso un dedo en los labios y ella sacó una mano de debajo de las sábanas e hizo lo mismo. Se trataba de un juego, pero a la vez era algo mas que un juego.
—¿Hablas italiano? —preguntó él, en un susurro.
—Sí —contestó ella, también susurrando—. Viajamos a Italia cada primavera.
—¿Te acuerdas de mí?
—¿De Italia?
—No, de esta noche.
—No —mintió la muchacha.
—Oh —exclamó él, con aire abatido—. Te vi en el comedor.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Alessandro Garibaldi —contestó él.
—¿Eres pariente de Garibaldi? —preguntó ella, pues la mayoría de la gente a quien conocía era familia de otra gente de quien todo el mundo había oído hablar.
—Soy su hijo menor.
—¿Pero no hace mucho que él murió?
—Sí. Pero no hagas caso. Él era el padre de mi hermano, y el tío de su media esposa, que era hermana de la abuela de mi primo. Ella se casó con el hermano de mi tío, que era él, y a través de ella me tuvo a mí. ¿Quién es la extraña mujer que hay en la habitación de enfrente?
—¿Es que te metes en todas las habitaciones? —preguntó la muchacha, sorprendida y, para deleite de Alessandro, celosa.
—Ha sido por equivocación.
—Ésa es Lorna, mi prima. Se esconde porque es muy fea. Es una pena, porque es muy simpática, y yo la quiero. Me lee cosas.
—Mira lo que hacen las nubes cuando pasan ante la luna —señaló Alessandro—. Me dan vértigo.
—¿Tienes frío? —preguntó ella, en un tono que habría resultado inconfundible, excepto a un chiquillo de nueve años desesperado por hacer exactamente lo que ella le pedía.
—No —replicó, temblando no por culpa del frío, sino ante la posibilidad del rechazo así como del terror a la aceptación.
—Métete conmigo aquí dentro —le propuso ella, aunque con cierto recelo—. Si te apetece, claro —añadió apartando las sábanas, y él saltó a la cama.
Allí dentro se estaba caliente. O más que eso. Fuese debido al colchón de plumas, al camisón de franela que llevaba ella, al grueso cobertor o al traje de lana y los calcetines de alpaca que él no se había quitado, aquella cama parecía una estufa.
Alessandro no sabía qué hacer. Cuando ella apoyó la cabeza contra su pecho, le invadió una oleada de extrañeza y de emoción. Alessandro le besó el cabello. Nunca en su vida había olido nada tan dulce ni acariciado nada tan suave.
Pero aquel instante de total perfección era tan vulnerable a la interrupción como la superficie lisa como un espejo de un lago al amanecer. De pronto, y contra sus más fuertes deseos, Alessandro se vio turbado y entristecido por el hecho de que su padre no supiera dónde estaba. Quizás el abogado Giuliani hubiese bajado a echar un vistazo y, al descubrir que la cocina estaba vacía, hubiese salido al exterior para preguntar a los cadetes qué había sido de Alessandro, hasta perderse en medio de la niebla y el frío. Alessandro dio un respingo al pensar en su padre deambulando a ciegas por el prado, cerca de los altos acantilados. O quizá se limitara a permanecer en la cama, pensando y recordando, de un modo que al muchacho siempre le había parecido muy triste.
A Alessandro no le quedaba más remedio que regresar. Por maravilloso y fantástico que fuera todo, a pesar de que él se sentía como si hubiese nacido para dormir en la cama de Patrizia, tenía que dejarla y volver junto a su padre, una figura mucho menos angelical —con la barba de chivo que lucían los abogados italianos y sus gruesas manos— que la suave muchachita que yacía a su lado. Incluso en aquellos instantes, Alessandro fue consciente de que el mundo había vencido al abogado Giuliani de una forma tal que ni siquiera él podía entender. Los pequeños, los seres delicados de nueve y once años, poseían en realidad toda la fortaleza.
Los pensamientos de Alessandro se desvanecieron inmediatamente ante el ruido metálico del pestillo de la puerta al ser levantado por alguien que no se sentía obligado a deslizarse con calcetines de alpaca.
Inmediatamente se zambulló bajo las sábanas. Fuera cual fuese el peligro, la repentina llegada de un tercero le pareció una bendición. Cuando él se halló entre los pliegues de raso, Patrizia lo abrazó protectora y afectuosamente, y lo hizo de modo tan secreto, que fue la expresión más íntima que Alessandro hubiese experimentado en su vida. La presión de las manos de la muchacha, su firmeza mientras instruían al intruso, eran lo que él había soñado al pensar que ambos unirían sus corazones.
Justo en el umbral, Lorna se detuvo casi de puntillas, los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro vuelto hacia la luz de luna que entraba en la habitación, con la postura más patética, extraña y repulsiva que se pueda imaginar. Aun así, ella era un alma cándida, inmensamente torturada y destinada a sufrir para siempre en un cuerpo que era una fortaleza contra el amor, un bastión inexpugnable. Se detuvo en medio de la habitación de su prima, con expresión de éxtasis torturado y en una postura que le daba la apariencia de ser uno de los tres cerditos rezando, mientras absorbía el rayo de luna con sus tristes ojos vacunos.
—¡He tenido el más maravilloso de los sueños! —exclamó—. Ich träumte, ich tanzte mit einem Schwan! Er hatte die wunderbarstenflauschigen Polster an dem Füssen, und er war auf einem Mondstrahl in mein Zimmer gekommen… ¡He soñado que estaba bailando con un cisne! En sus pies tenía los almohadones más maravillosos y mullidos, y entró en mi habitación sobre un rayo de luna.
—¡Dios mío! —murmuró Patrizia, pues sabía que cuando Lorna tenía uno de sus maravillosos sueños, acostumbraba meterse en la cama con ella para explicárselo con todo detalle—. Lorna, querida, ¿no te parece que podrías contármelo mañana por la mañana? Tenemos que levantarnos muy temprano para bajar a los Seiser Alpe, y estoy muy cansada.
—¡Pues claro que no! —replicó Lorna, con una exasperante falta de sensibilidad—. Sabes que si espero hasta mañana, luego me olvidaré de los detalles, y son precisamente estos detalles los que a ti te gustan.
—Pero Lorna…
—Era un cisne muy esbelto, tenía el pico de un color naranja parecido al del arco iris, y me amaba. Le pregunté cómo podía viajar sobre un rayo de luna y él me contestó que gracias a una alegre canción… Déjame sitio.
Lorna medio levantó la cubierta y saltó sobre la cama con un movimiento rápido y falto de gracia, propio de ella. El Schlernhaus se estremeció.
Patrizia —cuyo nombre no era ése, lógicamente— se alarmó. Había perdido a Alessandro, que permanecía debajo de Lorna, como si formara parte del cuerpo de ella. Se preguntaba si él podría respirar, o si estaría gritando.
—La alegre canción era como el gorjeo de un cuerno. Una vez oí a un pájaro que cantaba de esa manera, en la finca del abuelo en Klagenfurt. ¿Qué es eso? ¿Es tu pierna?
Como si de una respuesta negativa se tratara, Alessandro, que por segunda vez en cuestión de horas experimentaba la sensación de no poderse mover mientras le faltaba el aire, mordió rabiosamente a Lorna en una de sus enormes nalgas…
El grito que emergió de aquella gigantesca joven hizo que la extraña y alegre canción de su cisne imaginario se convirtiera en la más vulgar de las tonadillas callejeras. Su chillido tuvo la fuerza y el brío del pitido de un tren expreso. Su nota se alzó tan estridente, que todo el Schlernhaus se despertó. Cada uno de los montañeros, los cadetes en los barracones perdidos entre la niebla, el abogado Giuliani, la comitiva real, y todo bicho viviente se sentó de golpe en la cama como si un rayo los hubiese golpeado. Incluso la pequeña Patrizia empezó a gritar.
—Was ist es! Mach es tot! Mach es tot! ¿Qué ha sido eso? ¡Matadlo! ¡Matadlo! —chillaba Lorna, reanudando sus gritos enloquecidos.
Con anterioridad nunca se habían encendido las lámparas del Schlernhaus de forma tan simultánea ni con mayor rapidez. La luminosidad que se reflejó en la niebla sugería el destello de un fotógrafo o el de un cañonazo. Cuatro soldados con pesadas botas corrieron por el pasillo, las bayonetas caladas. Estaban tan nerviosos, que en vez de girar el pomo de la puerta la derribaron, y, al golpear ésta contra el suelo, sonó como si fuese una bomba. Los miembros de la familia real, que habían nacido y se habían criado rodeados de asesinatos, lanzaron un gemido colectivo.
Alessandro intentó protegerse envolviéndose con la colcha hasta formar una bola. Patrizia sollozaba. Lorna, con la espalda apoyada contra las columnas de la cama, permanecía en absoluto silencio, apuntando con su dedo acusador el bulto que se alzaba en el lecho.
—¿Qué es eso? —inquirió el oficial de la guardia, desenvainando el sable—. ¿Un animal?
—¡Y tiene unos horribles colmillos! —les gritó Lorna.
Alessandro asomó la cabeza entre una masa de raso. Los soldados se quedaron momentáneamente sorprendidos mientras él se liberaba de la colcha, bajaba de la cama y empezaba a salir, dispuesto a regresar a su habitación. Sin embargo, no estaba del todo seguro de conseguirlo.
Dos sargentos lo agarraron de las orejas y lo arrastraron al pasillo. Alessandro sospechaba vagamente que los había humillado, que había ofendido la sacralidad de su orden y que en aquel preciso momento era algo claramente perjudicial el hecho de ser italiano.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! —gritaba rítmicamente, temeroso de que fueran a matarlo.
Al tiempo que el mundo parecía hundirse a sus pies, de sus ojos brotaron lágrimas silenciosas. Ya no seguía siendo el amante de Patrizia ni el hijo de Garibaldi, sino el asesino del Imperio de los Habsburgo, un criminal, una bestia con colmillos.
—¿Qué hacen ustedes? —gritó el abogado Giuliani a los soldados armados, a pesar de que él iba con camisa de dormir y ellos parecían doblarle en altura—. ¡Suéltenlo!
Alessandro vio en su padre toda la luz del mundo, pero los soldados no lo soltaron.
—¿Está usted loco? —preguntó el abogado romano al oficial de guardia—. ¿Es así como tratan ustedes a los niños?
—Nuestros niños son honestos, limpios y se comportan con decencia —gritó el oficial, en un tono tan repleto de odio y de rabia, que tanto el abogado Giuliani como su hijo guardaron silencio.
Acto seguido, el oficial procedió a narrar a los mirones allí reunidos su versión de lo que había ocurrido. A pesar de que Alessandro no entendía gran cosa de lo que decía, empezó a temblar.
Entonces apareció la princesa, con el ceño fruncido y una mano vacilante sobre la cintura.
—Este chico ha intentado violar a mi nieta —anunció, y luego, temblando ligeramente, añadió—: En otros tiempos, habría ordenado que lo fusilaran.
El abogado Giuliani palideció. Temía por la vida de Alessandro y no le quedaba más remedio que tomar la iniciativa.
—¡Sandro! —inquirió—, ¿es eso cierto?
Alessandro, que no había comprendido las acusaciones pero había captado el tono, sabía que su abrazo con Patrizia había sido de lo más decente y puro que pudiera existir.
—No —contestó.
Aun así, su padre levantó la mano y la descargó contra la mejilla de Alessandro. El sonido retumbó por todos los pasillos, al tiempo que Alessandro caía al suelo.
A continuación, el abogado Giuliani levantó a su hijo.
—Nos iremos a primera hora de la mañana —anunció, y arrastró al muchacho de regreso a su habitación.
Una vez allí, acostó a Alessandro en la cama y lo arropó. Ambos se vieron obligados a hablar en susurros.
—Estoy bien —dijo Alessandro.
—No ha sido mi mano —se disculpó su padre—. Estaba aterrorizado por lo que pudieran hacerte. Ellos no son como nosotros.
—Ya lo sé.
—Debes comprenderlo —le suplicó su padre—. Nunca te había pegado antes y nunca volveré a hacerlo. Pero los soldados estaban armados. Tenían las bayonetas caladas… Esa gente castiga severamente a sus hijos, y yo no quería que te golpearan.
—Lo sé —contestó Alessandro, acariciando el rostro de su padre, como a menudo éste hacía con él.
A pesar de que estuviese mirando al abogado Giuliani, lo que él veía era aquella rueda, girando incansablemente bajo el sol, casi con voluntad propia.
—Papá… Cuando volvamos mañana a casa, la rueda seguirá dando vueltas, ¿verdad?
—¿Qué rueda?
—La del cable.
—Sí, no para de girar.
—¿Incluso cuando no la vemos? ¿Aunque nosotros no estemos aquí?
—Claro. No tiene nada que ver con nosotros.
—¿Incluso aunque estemos muertos?
—Así es.
—Entonces, papá —anunció Alessandro—, no tengo miedo a morir.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Nicolò—. Llevamos horas aquí. La luna ha bajado ya. Quizá deberíamos continuar, a menos que quiera dormir.
—Ayúdame a levantarme y nos iremos —pidió el anciano.
Cuando llegaron a la carretera, Nicolò le preguntó:
—¿En qué estaba pensando? Me di cuenta de que no dormía.
—No, no estaba dormido. Recordaba algo que me ocurrió hace mucho tiempo.
—¿En qué?
—En cómo la historia, la geografía y la política influyen en el amor. Y en cómo éste los influye a su vez…
—Eso no me parece muy probable. Me refiero que uno puede inventarse cientos de historias para demostrarlo, ¿no?
—En efecto.
—Pero el inventarse historias no es muy original, ¿verdad?
Alessandro cerró un ojo y bajó la cabeza, como si fuera un toro a punto de embestir.
—Imagino que no, señor Sambucca.
—Entonces, ¿cuál es la verdadera historia? Le he preguntado en qué pensaba usted, y me contesta no sé qué de historia, geografía, política y amor. Sólo me interesa saber qué le ocurrió a quién. ¿No es eso bastante?
—Lo es cuando se tienen diecisiete años y casi todo el futuro por delante, pero cuando la mayor parte de la vida ha pasado, uno busca que todo tenga su significado. A veces se consigue, y otras no. Pensaba sencillamente en mi padre. Debería haberle consolado más de lo que lo hice. En una ocasión, se vio obligado a darme una bofetada frente a unos soldados austríacos, y eso lo entristeció terriblemente, no sólo entonces, sino durante el resto de su vida. Estaba convencido de que me había traicionado y nunca pude persuadirle de que no era así.
—¿Lo obligaron ellos a hacerlo?
—En cierto modo.
—Debería haberlos usted matado.
—Lo hice, y la verdad es que no tardé muchos años.
—¿Cómo lo logró?
—¿El qué?
—Matarlos.
—Les disparé con un rifle, y cuando me hallé a corta distancia utilicé la bayoneta.
—¡Jesús! —exclamó Nicolò, abriendo los ojos asombrado—. ¿Y cómo lo hizo? Me refiero a cómo lo hizo exactamente…
—Me temo que no iba a satisfacer tu curiosidad.
—¿Y por qué no? Usted no ha sido el único que ha participado en una guerra.
—Ya lo sé, pero yo sobreviví. Eso me sitúa en un plano inferior.
—¿En un plano inferior?
—Sí, inferior al de aquellos que perecieron. Aquélla fue su guerra, no la mía. Yo conseguí salir con vida, dejarla atrás. Aunque Dios me protegiera, las mejores historias fueron las suyas, y ésas se vieron interrumpidas bruscamente. La auténtica historia de una guerra no es en absoluto una historia, sino oscuridad, tristeza, silencio… Las historias de compañerismo y valor sirven únicamente para compensarlas de lo que carecen. Cuando estuve en el ejército, me vi rodeado por miles de hombres, sin embargo, casi siempre estaba solo. Y cuando hice amigos, luego los mataron.
»Si te contara lo que vi en la guerra, sólo tendrías el punto de vista de los que sobrevivieron, y ésa es la parte más pequeña de la verdad. La verdad en sí es lo que finalmente aprendieron aquellos que nunca regresaron.
—Entonces cuénteme la parte más pequeña de la verdad —insistió Nicolò—. ¿Quién puede contármela, si no?
—No hay tiempo suficiente hasta Sant’Angelo para contar siquiera la parte más insignificante de la verdad —fue la respuesta de Alessandro Giuliani.
Estaban descendiendo por un largo valle. La luna llena había bajado ya mucho y, a medida que descansaba sobre el dentado horizonte que se extendía a sus pies, parecía milagrosamente cercana, como si ellos hubiesen volado hacia ella, o ella hubiese bajado a la Tierra para echar un vistazo. Parecía haberse aliado con la aurora, resplandeciendo azul y nacarada al mismo tiempo.
Aunque la luna no tardara en desaparecer tras la cadena de montañas que se extendía a sus espaldas, la mayor parte del mundo seguiría iluminado por su luz, incluso aunque continuaran andando entre sombras.
Alessandro había empezado a temblar debido al cansancio. Qué estúpido había sido dejándose enredar en aquella situación, pensó. Sencillamente, ya no poseía la fuerza que había tenido en el pasado, y Nicolò estaba imprimiendo un paso rápido sin darse cuenta de lo difícil que le resultaba al anciano cojo mantener su ritmo. Sin embargo, debido a que el mundo que había más allá estaba iluminado por un suave y pálido resplandor, siguió adelante, con la esperanza de que —incluso aunque no se lo mereciese— la fuerza le saliera al encuentro, tal como había sucedido en muchas otras ocasiones.
Si así ocurría, pensó, y por algún don especial se le liberaba de la fatiga y del dolor, le contaría a Nicolò lo que éste le había pedido. Aún faltaba un buen trecho antes de que tuvieran que separarse, y en el tiempo que les quedaba podría contarle una historia sencilla que bordeara el peligro de una pérdida o de un corazón roto, si bien sabía que el recuerdo podía resultar más intenso y peligroso que la experiencia misma. ¿Cómo había podido inducirle la vanidad a pensar que era capaz de atravesar las montañas una vez más, avanzando día y noche como si aún fuera un joven soldado?
Acto seguido contestó a la pregunta que él mismo se había formulado. Durante toda su vida había sufrido períodos de desesperación, para luego levantarse con la misma velocidad que había caído en ellos. Eso le había ocurrido en alguna carrera, cuando a veces una palmada lo espabilaba como a un recién nacido e inesperadamente lo impulsaba a coger sin esfuerzo la delantera. O durante una escalada, cuando de repente se transformaba de un asustadizo novato en alguien capaz de bailar al borde del precipicio. También le había ocurrido durante sus exámenes de doctorado, cuando el joven Alessandro, tembloroso y asustado, se había convertido en examinador de sus examinadores: deslumbrándolos, obligándoles a ir juntos como un rebaño de ovejas, deleitándolos aunque lo odiaran.
—¿Le apetece descansar? —le preguntó Nicolò, justo antes del amanecer, mientras avanzaban hacia el sur a través del valle, cultivado a lo largo de sus veinte o treinta kilómetros—. Ya casi es de mañana. Hemos hecho un buen promedio, pero empieza usted a ir muy despacio. Creo que si descansáramos otra vez, podríamos mejorar la marcha. Ya sé que usted puede ir muy rápido; casi me dejó atrás subiendo las montañas. Tal como usted dijo, lo difícil iba a ser la bajada por la mañana.
—El corazón no responde —se quejó Alessandro—. Me cuesta respirar. Temo que si me detuviese, me quedaría tan entumecido y agotado que sería incapaz de proseguir. Caminemos despacio, si tu paciencia te lo permite hasta que me recupere. Estas horas de la noche son siempre las más difíciles. Si consigo superarlas hasta que se haga de día…
Una ligera niebla blanquecina se levantaba de los balates, cubriendo los campos e intentando infructuosamente pasar por encima de los terraplenes que se alzaban a cada lado de la carretera. El cielo se había vuelto lo bastante luminoso para disimular las estrellas y los planetas. A medida que la noche se transformaba en día, parecía como si todos los pájaros del interior de Italia empezaran a cantar y a revolotear en un creciente éxtasis que pronto cubriría la campiña con sus sonidos. En los árboles se desplegaba tanta actividad como en una colmena, con pájaros que saltaban o brincaban y hojas que se desprendían y caían formando espirales en el aire apacible.
Con el aumento de la intensidad de la luz vino la del ruido, la de la brisa y la de la agitación de las hojas. Finalmente vencida, desecha y conquistada por el viento, el calor y la luz, la niebla desapareció de los campos. Vivos colores estallaron en el aire, de lo que habían sido provisionales grises a punto de desvanecerse. Cuando el viento silbó sobre la carretera y levantó nubes de polvo, Alessandro comprendió que algo estaba sucediendo. Se estremeció al comprobar que el mundo inanimado y sin vida empezaba a moverse, y que todas las cosas muertas iniciaban una danza.
El sol se elevó por la izquierda y transformó las brillantes hojas de los álamos en una cegadora neblina luminosa demasiado brillante para poderla soportar, hasta que el viento penetró entre los árboles y éstos empezaron a inclinarse y a mecerse, suavizando el deslumbramiento.
Alessandro sintió que el mundo entero se iluminaba. Entonces su corazón se refugió en el pasado y él apenas rozó el suelo mientras caminaba entre los árboles que brillaban con luz trémula al amanecer. Ya no importaba que el lejano trueno sonara apagado y en sordina, porque cada vez se acercaba con mayor nitidez a través del aire. Después de medio siglo, o quizá más, iba a echar un último vistazo. Ya no le importaba lo que pudiera ocurrirle. Sólo quería retroceder, y así lo hizo.