MÁS ESPECTROS
EL CONDE.—Y aquel cornudo de Aymerich, ¿qué hizo?
Se oye un gran estrépito y sale de un sepulcro un esqueleto envuelto en una vieja armadura.
AYMERICH.—¿Cómo cornudo? ¿Qué es eso? Yo soy Jorge Aymerich, antiguo virrey de Cataluña, enterrado en esta iglesia.
EL CONDE.—Usted perdone, yo hablo de otro Aymerich.
CUBÍ.—El señor Aymerich de que usted habla, mi general, aceptó el gobierno de Isabel II y fue magistrado creo que en Valencia.
AYMERICH.—Si se trata de otro de mi nombre, no digo nada. Me vuelvo a mi sepulcro.
El señor Aymerich con su armadura se vuelve a su tumba.
EL CONDE.—¿Y Narciso Ferrer, el otro cura de la Junta?
EL ROS DE EROLES.—No sé nada de él.
CUBÍ.—Yo le he visto en la América del Norte.
EL CONDE.—¿Qué me dice usted?
CUBÍ.—Narciso Ferrer, el fanático párroco de Castellfort, terminada la guerra se fue a los Estados Unidos y se hizo protestante.
EL CONDE.—¿También protestante?
CUBÍ.—También; y se ha casado con una americana y se distingue ahora por ser un republicano rabioso.
EL CONDE.—Quel satané coquin! Le digo a usted, señor frenólogo, que a pesar de no tener pelo ni cuero cabelludo se le ponen a uno los pelos de punta con estas noticias. La verdad es que prefiero estar así de calavera sobre este ataúd que no vivir entre tanta gentuza. Tiene uno con esto muchas ventajas, una de ellas la de no tener miedo a los callos ni a las almorranas.
CUBÍ.—Además, que el cráneo así, desprovisto de superfluidades, es el mejor para las investigaciones frenológicas.
EL CONDE (mirando a la iglesia).—¿Pero todavía hay más espectros? ¿Cómo se les permite salir sin un permiso especial? Debían tener sus horas.
EL ROS DE EROLES.—¡Qué quiere usted! Aquí ya no hay disciplina.
EL CONDE.—¡Eh!, usted; ¿quién es usted?
MIRALLES.—Yo soy el cabecilla Miralles, a quien los liberales fusilaron en Cervera durante el mando constitucional. Yo, sabe usted, tenía una hernia y esta hernia se me salió en el combate.
EL CONDE.—¡Qué falta de previsión! ¿Es que no había en su pueblo buenos bragueros? ¿En qué estado se encuentra la ortopedia en este país?
MIRALLES.—¡Qué quiere usted! En estas épocas de decadencia todo decae…, hasta los bragueros.
EL CONDE.—¿Y usted quién es, señor espectro?
PÉREZ CAMINO.—Yo soy el corregidor don Isidoro Pérez Camino, a quien mataron los españoles en Cervera en tiempo de la guerra contra Napoleón.
EL CONDE.—Yo no le conozco a usted.
PÉREZ CAMINO.—Pues he sido de su escuela. Al revés de usted. Usted francés, al servicio de España, y yo, español, al servicio de Francia.
EL CONDE.—¿Y por qué le mataron a usted?
El espectro del señor Pérez Camino enmudece.
CUBÍ.—No lo querrá decir. Este señor hizo una jaula ingeniosa a estilo chino, que era un cajón con un agujero para sacar la cabeza. Al que no pagaba las contribuciones, que según parece iban a parar a su bolsillo, o no obedecía a las autoridades francesas, le metía en esa jaula, le untaba la cara con miel y le ponía al sol para que se lo comieran las moscas.
EL CONDE.—¡Qué bestia! Porque un fusilamiento está bien, es decorativo; pero eso, no, eso es una estupidez.
CUBÍ.—Cuando entró el barón de Eroles en Cervera, le metió en la cárcel a este señor y la gente le hizo trizas.
EL CONDE.—Hizo muy bien. Bueno, retírese pronto, señor Pérez. La historia de usted es un poco sucia y no es usted digno de alternar con nosotros.
CUBÍ.—Señores, el sacristán vuelve después de la comida.
LOS ESPECTROS (unos a otros).—Hasta el año que viene, señores. Hasta el año que viene.
Los canónigos van apareciendo y sentándose en el coro y cantan las Vísperas.
LOS CANÓNIGOS.—«Deus in adjutorium meum intende Dómine ad adjurandum me festina. Gloria Patri et Filio et Spiritui Santo.»
CUBÍ. (saliendo de la iglesia).—¿Por qué la destructividad es tan pequeña en el cráneo del conde? ¿Por qué no está desarrollada la combatibilidad? ¿Será toda la frenología una filfa?