LA INVOCACIÓN
CUBÍ (haciendo la invocación clásica a Claunech).—¡Helon, Taul, Varf, Pan, Heon, Homono reum, Clemial, Serugeath, Agla, Casoly, Tetragrammaton, Venite! Evocad el alma de estos muertos.
Se oye toda clase de ruidos, silbidos, ronquidos, truenos, borborigmos y rumores de cadenas.
LA CALAVERA DEL CATAFALCO.—¿Qué es esto? ¿En dónde estoy? ¿Quién me evoca?
CUBÍ.—Servidor. El frenólogo CUBÍ.
EL CONDE.—¿Usted sabe quién soy yo?
CUBÍ.—Sí. Su Excelencia EL CONDE de España.
EL CONDE.—Celebro que sea usted respetuoso. Sí; yo soy la calavera dEL CONDE de España. Me tienen aquí para los funerales.
CUBÍ—Sí; ya lo he notado.
EL CONDE.—Yo le había dicho al fiscal Cantillón, en mis tiempos de capitán general de Barcelona, que pusiera una calavera en su despacho para asustar a la gente, y ahora soy yo el que asusta a la gente. En la muerte como en la vida.
CUBÍ.—¡Qué destino!
EL CONDE.—Peor es hacer reír.
CUBÍ.—¡Psch! Eso va en gustos. Cada cual obra según sus protuberancias craneanas.
EL CONDE.—Tengo la identificación aquí detrás. Un médico de Guisona hizo la mala broma de limpiar mi calavera, y un profesor de la Universidad de aquí, cuando aquí había Universidad, puso mi nombre escrito con tinta en mi occipucio. ¡Qué falta de respeto! ¡Con qué gusto le hubiera fusilado!
CUBÍ.—¿Y qué le paso a usted, señor conde?
EL CONDE.—Nada, una mala broma. Me asesinaron los de la Junta de Berga, carlistas y curas —¡vaya usted a fiarse de la gente de iglesia!—, y me tiraron al Segre. ¡Canallas! Después, ese médico de Guisona, que, sin duda, creía en las mismas cosas que usted, cortó la cabeza a mi cadáver en el cementerio de Coll de Nargó, la limpió, la mondó como si fuera uno una patata, se la llevó a su casa y, rodando, rodando, he venido a parar a esta iglesia, y aquí me tiene usted, amigo frenólogo, para espantar a las mujeres y a los chicos.
CUBÍ.—Permita usted, mi general, que observe nada más su combatividad, su destructividad y su secretividad. Con eso me contento.
EL CONDE.—Haga usted lo que quiera. No me puedo defender.
CUBÍ.—Tomaré su calavera con respeto. Lo que me choca, mi general, es lo desarrollados que están en usted los órganos de la maravillosidad y de la concenciosidad.
EL CONDE.—Basta, basta ya de tonterías, señor frenólogo, y déjeme usted de nuevo sobre mi ataúd.
CUBÍ.—¿Se encuentra usted ya bien ahí?
EL CONDE.—¡Psch! Es un sitio como otro cualquiera.