EL VIAJE
HUGO propuso a Costacans que le siguiera acompañando, primero a Barcelona y luego a Francia. Costacans dijo que iría con él hasta Solsona y le dejaría allí en casa de un arriero a quien él conocía, y que le llevaría en una tartana a Manresa.
Costacans y Hugo fueron a caballo de noche, una noche de otoño admirable; las estrellas brillaban en el cielo y echaban sobre la tierra una luz plateada; el viento era blando, tibio.
Solsona estaba desierto y triste; desde la toma de Tristany, la mayoría de los habitantes habían emigrado y el pueblo parecía deshabitado. Hugo y Costacans fueron a casa del arriero, y por la mañana siguiente se despidieron. Hugo marchó a Manresa.
Manresa le pareció a Hugo un pueblo un poco polvoriento en su cerro gris, con el río turbio, las casas amarillentas con galerías llenas de trapos y alguna torre cuadrada que se destacaba en el aire.
Manresa estaba ocupada por las tropas liberales, y era un ir y venir constante de soldados harapientos y de mozos de partidas.
Hugo arregló la cuestión de su pasaporte con relativa facilidad, y tomó un asiento en la diligencia para Barcelona, que salía por la mañana.
La diligencia era un tanto monstruosa, pintada de rojo en una época lejana; su pintura tenía una porción de desconchados. Todo en España, durante la guerra, había quedado atrasado y anticuado.
Aquella diligencia era un aparato gigantesco, ventrudo como una barrica, con una porción de ventanas redondeadas, guarnecido en el interior con pequeños cojines estrechos recubiertos de una tela cuyo color era indefinible.
Al frente de máquina de tan fantástico aspecto tiraba una fila de siete mulas. Estas mulas iban desde la mitad del cuerpo afeitadas.
Hugo observaba lo que pasaba por delante de sus ojos con una atención puramente externa.
El traje del zagal le pareció de una gran elegancia; llevaba una barretina roja, chaqueta de color tabaco con bordados, pantalones cortos, alpargatas y un pañuelo de color al cuello.
El mayoral era grande, pesado, rojo, y tenía una gran variedad de gritos para dirigir sus mulas; hablaba en catalán y cantaba en castellano. Se llamaba de apellido Bicho o Bixo, palabra que no producía risa, como hubiera producido en Castilla, por no significar el vocablo en catalán insecto o sabandija, como en castellano.
La diligencia iba con una velocidad verdaderamente vertiginosa. Se prohibía que la gente se asomara a las ventanillas para evitar los accidentes de cristales rotos o de piedras que pudiesen caer.
Hugo veía el campo de otoño claro con nieblas y nubes de polvo en la carretera; pueblos blancos sobre altos amarillentos.
De cuanto en cuando se distinguía un hombre encorvado trabajando en el campo. El terreno tenía tonos de cobre. Los montes grises unos, de cimas rojas otros, con rocas blanquecinas, algunos nevados, iban apareciendo y desapareciendo a medida que avanzaba la diligencia.
Dentro del coche había soldados, aldeanos, campesinas, vendedores ambulantes, todos mezclados, que iban poco a poco, con el movimiento del vehículo, echándose unos sobre otros.
A veces el zagal bajaba, azotaba a las mulas con el látigo y luego se le veía que aparecía en la portezuela de atrás con la fusta.
Antes de llegar a un pueblo, otra diligencia más pequeña se colocó detrás y fueron así durante largo rato.
Al entrar en la aldea con un estrépito terrible, el mayoral, sintiéndose humorista, dijo que debían parecer las dos diligencias un perro enorme que llevase atada a la cola una lata.
A veces había que hacer una vuelta brusca en el recodo de un camino, y todo el formidable aparato de la diligencia, con sus grandes ruedas, pasaba al borde de un precipicio. De cuando en cuando se veían en el campo algunas hogueras.
El camino, como todos los de España entonces, era malísimo, lleno de baches y de agujeros. Había que pasar con frecuencia verdaderos torrentes y pantanos llenos de lodo.
El aire era vivo y puro, el viento arrastraba rápidamente las nubes y en los picos de los montes brillaba la blancura de la nieve.
A veces, para cambiar el tiro, se paraban en el portal de una posada, en el que había muchos hombres, con barretina, capa o manta, alrededor de un brasero lleno de astillas, que ardía en medio del zaguán llenándolo de humo.
Volvían todos a subir al coche. El mayoral se colocaba a la derecha. El zagal gritaba y azotaba a los caballos con su látigo.
Pronto apareció Monistrol, muy blanco, con sus tejados y sus arcadas. Abajo corría el Llobregat y pasaban sus olas, de un color turbio como de barro, por delante de sus viejas murallas. En la plaza se paseaba la gente charlando y fumando cigarrillos.
De Monistrol comenzaron a seguir el camino hacia Martorell, y dieron vueltas y revueltas y pasaron por sitios estrechos y por cuestas en donde parecía muy fácil el romperse la cabeza.
Al acercarse a Montserrat, el paisaje era impresionante; aquellas grandes paredes grises y negras con aire de murallas tenían un aspecto romántico e irreal.
El Montserrat iba agrandándose y parecía un fantasma de monte en la bruma gris, con sus cárcavas y contrafuertes como tubos de órgano.
Aquella montaña extraordinaria, levantada como un gigante fantástico en medio de la tierra, parecía dejar indiferente, a pesar de su aparato escénico, a todos los que iban en la diligencia.
Uno de ellos dijo que el pasar por allí era peligroso, porque a veces se desprendían grandes piedras.
Dieron la vuelta todo el monte hasta salir al pueblo Collbató, en donde ya comenzaron a entrar en el llano.
Después, poco a poco fueron dejando atrás el Montserrat con su aire de gran castillo legendario y fantástico.
De Martorell a Barcelona el camino le pareció a Hugo de aire proletario y sin carácter. Las casas que veía eran pequeñas y con terrazas. Algunos gitanos hacían su campamento al borde del camino. Pasaban grupos de soldados en formación por la carretera.
Hugo fue a Barcelona a la fonda de las Cuatro Naciones. Al día siguiente marchó a visitar al cónsul de su país. Hablaron los dos del conde de España. En Barcelona se le pintaba como un monstruo, como un aborto de la Naturaleza.
Hugo, que había conocido al conde amable y burlón, se encontraba muy asombrado de la fama que tenía de diabólico y perverso.
Hugo compró dos hojas dedicadas al conde de España.
En la una había un grabado toscamente hecho; dos hombres, uno de barretina y otro de zorongo, llevaban, el uno por la cabeza y el otro por los pies, el cadáver de un general con uniforme, espadín y faja.
La leyenda de ese grabado decía:
«A la inesperada muerte del tigre de Cataluña don Carlos de España, cuyo cadáver se encontró acribillado de heridas en la margen del río Segre, cerca de Orgañá.»
Luego venían estos versos:
Ya murió, ya murió, Barcelona,
el feroz, el tirano, el verdugo.
Ya, por fin, a los cielos les plugo
tus ultrajes e insultos vengar.
En la orilla del Segre frondoso,
sin auxilio de gente homicida,
acabó allí don Carlos su vida
cuando a Francia pensaba escapar.
Seguían luego otros versos ramplones por el estilo.
El papel, en su leyenda y en sus versos, no decía una palabra de verdad. Ni el cadáver se encontró acribillado de heridas, ni el Segre es frondoso, al menos en el sitio donde le mataron al conde, ni el general quería escapar a Francia, ni pudo ser muerto sin auxilio de gente homicida, porque todo el que mata a un hombre es homicida.
La otra hoja tenía un grabado que representaba un aldeano de pañuelo en la cabeza cavando en el suelo con una azada; otro de barretina y traje de payés con una antorcha en la mano, y dos hombres de pueblo llevando un ataúd.
La leyenda decía: «Entierro de Carlos España. (Unos vecinos de Coll de Nargó hallaron el cadáver del conde de España en el río Segre. Se hizo constar la identidad del cadáver por los facciosos de Orgañá, y fue enterrado en la noche del 5 al 6 de noviembre de 1839)».
La literatura que ofrecía al público este papel no era muy superior a la de la hoja del grabado anterior.
Comenzaba así:
Coro
Alegraos, catalanes;
por fin vemos enterrar
al tigre conde de España,
que a tantos hizo llorar.
Después el poeta, entrando en materia, decía:
Monstruo aleve, fiera odiosa,
ni aun mereces sepultura;
que es tratarte con dulzura
enterrar a tal traidor.
Tu cuerpo abrasar debían
llamas de eficaz hoguera,
porque al del infierno fuera
parecido aquí el ardor.
Se veía que la muerte del conde de España no había producido en el arte mixto elegíaco e imprecatorio ningún Propercio ni ningún Tíbulo.
Hugo, que no tenía que hacer nada en Barcelona, se embarcó y fue hasta Cette.
De allí marchó a Tolosa de Francia, en donde pudo notar que los legitimistas franceses estaban indignados con la muerte del conde de España, quizá principalmente por ser este francés además de legitimista.