VI

LOS BANDIDOS

AL anochecer del día siguiente el doctor Alegret y Llusifer volvían a Guisona. Iban el médico y el practicante en dos mulos. Pasaron, ya de noche, por la fuente de San Clement; Llusifer cogió el saco con la cabeza del conde, lo puso en su mulo, y amo y criado salieron de Coll de Nargó, satisfechos por haber conseguido lo que querían.

Como el peso del saco era grande alternaban, unas veces lo llevaba uno y otras otro en su respectiva caballería.

Marcharon por la carretera principal a orillas del Segre y pasaron por delante de Oliana, sin entrar en el pueblo.

Después siguieron el mismo camino y lo abandonaron en Castellnou de Basella, para tomar a campo traviesa en dirección de Sanahuja. Iban por una senda, ya a media noche, cuando vieron un trozo de espesura iluminado por antorchas y les dieron el alto, unos desconocidos.

—¡Alto! —gritaron aquellos hombres por entre el ramaje.

—Echemos a correr —dijo Llusifer.

—No, es peor —contestó el doctor—; no corras.

—Vamos, vamos. No sea usted tonto.

—Que no corras, que es peor.

Llusifer, sin hacer caso de la recomendación, dio un palo a su mulo y echó a correr; pero al poco tiempo sonó una descarga cerrada y el practicante cayó de la cabalgadura.

—¡Yo me entrego! —gritó el doctor y temiendo tanto por la cabeza del conde como por la suya, escondió el saco en un ribazo y al pie de un árbol e hizo en este una cruz profunda con su cortaplumas.

—¡Eh! ¿Dónde está usted? —gritaron los bandidos.

—Estoy aquí.

Los bandidos se acercaron al doctor.

—¿Y mi compañero? —preguntó este.

—Lo hemos matado. Él ha tenido la culpa.

—¿Está muerto? ¿No estará solamente herido?

—No; está completamente muerto. ¿Usted quién es?

—Yo soy el doctor Alegret, médico de Guisona.

—Está bien. Le tendremos encerrado hasta que pague usted su rescate.

—No tengo inconveniente. Ahora déjenme ustedes ver a mi compañero. Quizá no esté muerto y pueda hacer algo por él.

Se acercaron. Llusifer había caído sobre unos matorrales, con la cabeza y el cuerpo atravesado por varias balas. Iluminaron el lugar con una antorcha. Llusifer tenía los ojos abiertos y vidriosos.

El doctor Alegret le contempló conmovido, le fue a tomar el pulso, pero bien pronto vio que era inútil.

—No hay nada que hacer —dijo y se secó los ojos con la mano.

El jefe de aquellos bandidos era un ex contrabandista, acostumbrado a robar y a desvalijar durante la guerra, que veía que se iban a acabar pronto sus ingresos. Él y su gente querían aprovecharse, pensando que quedaba poco tiempo de explotación de su industria.

Se dijo después, que todos ellos eran de la partida de Casulleras.

Los bandidos cogieron al doctor Alegret y lo llevaron a una casa abandonada de la Sierra de Pinos. Entre aquellos bribones había algunos enfermos que el médico pudo curar.

Desde su prisión, el médico escribió a un amigo suyo de Guisona para que la mandase diez onzas de rescate. El rescate del doctor había sido disminuido, en vista de que se había prestado a cumplir sus deberes de médico con los bandoleros.

El amigo de Guisona mandó las onzas y el doctor Alegret que se quedó libre, marchó a las proximidades de Sanahuja, buscó su querida cabeza; no la suya, la del conde y, como no conocía el terreno, se orientó con los toques de Animas de cada pueblo hasta que encontró el ribazo y el árbol marcado; cogió el saco y se lo llevó a Guisona; limpió y maceró y tuvo en cal el cráneo hasta sacar la calavera mondada y limpia.

El doctor Alegret solía guardar este cráneo en el armario de su despacho, y cuando lo veía solía dirigirle algunas amables y metafísicas bromas.