LA TENTACIÓN DEL DOCTOR ALEGRET
LOS que conocen las tretas del espíritu malo, saben los recursos y socaliñas de este ciudadano infernal para perder las almas de los hombres.
El buen San Antonio pudo escribir una enciclopedia y un cuadro sinóptico con las diversas tentaciones que sufrió en su cueva.
El Bosco, Patinir, Teniers y otros muchos, convirtieron en gráficas estas tentaciones, para edificación del espíritu y escarmiento de la gente.
El doctor Alegret no estaba en potencia propincua para experimentar muchas de las tentaciones antonianas. Ya no era joven; del fuego pasado, no quedaban más que el guante, el paquete dé cartas y el ramo marchito.
Además, el doctor Alegret, que poseía, a juzgar por el exterior, las circunvoluciones frontales muy desarrolladas, tenía un cerebelo corriente y vulgar.
Al doctor Alegret ya no le tentaba más que la ciencia.
El doctor estuvo, a principios de noviembre, en Coll de Nargó. Había sido llamado por un médico de esta villa para ayudarle en un caso de un parto difícil.
El doctor tuvo suerte en su intervención obstétrica, y la mujer y el niño asistidos por él quedaron perfectamente.
El mismo día en que el doctor Alegret practicaba su operación, supo cómo se encontró en el río el cadáver del conde de España.
Inmediatamente fue a ver al juez municipal y le insinuó que, desde el punto de vista de la frenología y de la craneoscopia, nada sería tan interesante como examinar la cabeza del conde de España.
El juez municipal, bastante bruto, y que en aquel mismo momento había recibido la visita del emisario del Ros de Eroles, dijo que no permitiría ver al muerto, ni a frenólogos, ni a craneoscópicos, ni a nadie.
El doctor Alegret se indignó en nombre de la ciencia; luego averiguó que al cadáver del conde de España lo habían colocado en la capilla del cementerio y entonces concibió el atrevido proyecto de cortar la cabeza al conde para estudiarla y entregarla a la ciencia.
Explicó su idea a su criado y medio practicante Llusifer, que al oírle tembló de emoción y de entusiasmo.
Los dos, presos de una verdadera fiebre científica, discutieron largamente las posibilidades del proyecto.
Llusifer fue por la tarde a rondar por las cercanías del camposanto y vio donde estaba la capilla y los medios que se podían emplear para escalar la pared del cementerio. Había un sitio en que la tapia tenía agujeros, y por allí era fácil el escalo. Sin más, los dos decidieron marchar de noche, preparados.
Fueron, efectivamente, a las once, llevando un farol, un saco e instrumentos de cirugía; recorrieron las paredes del cementerio para buscar el sitio encontrado por Llusifer.
Dentro del cementerio, cerca de las tapias, había algunos árboles.
Llusifer saltaría la tapia, bajaría el cementerio por un árbol y abriría la puerta.
La noche estaba húmeda y templada. Había llovido, pero en aquel momento no llovía. El cielo aparecía anubarrado y negro.
El médico puso las manos juntas, Llusifer apoyó en ellas el pie, luego subió a los hombros del doctor, se encaramó a la tapia y bajó por dentro por el tronco del árbol.
Entonces, el doctor se aproximó a la entrada; Llusifer se acercó también por dentro, quitó una barra de madera que sujetaba una de las hojas de la puerta del cementerio. Al quitar la barra, las dos medias puertas cedieron y se abrieron chirriando. Alegret, al ver la entrada franca, pasó adentro. Luego, entre amo y criado, cerraron y sujetaron las puertas con una piedra.
Entraron y fueron avanzando hasta llegar a la capilla. Entonces, el médico encendió el farol; Llusifer empujó una ventana apolillada de la capilla, pasó adentro y abrió la puerta.
A la luz del farol el espectáculo era imponente. En el recinto, viejo y polvoriento, con el techo cruzado por grandes vigas, cubierto por el polvo de los siglos, se veía en el suelo, desnudo, el cadáver del conde de España.
El médico dejó el farol sobre la mesa del altar y, decidido, abrió su estuche de medicina, sacó un cuchillo, la sierra, el escoplo y el martillo y comenzó su obra.
Dio primero un profundo tajo en la garganta del cadáver, seccionó la tráquea y los tejidos y siguió cortando hasta la columna vertebral.
La desarticulación de la cerviz era lo difícil; pero el doctor, valiéndose del escoplo y del martillo, rompió la vértebra cervical.
Llusifer tuvo que agarrar la cabeza por los pelos.
—¡Caramba, cómo pesa! —exclamó.
—Es lo que pesa más del hombre —contestó el doctor Alegret, sentenciosamente.
Mientras el doctor cortaba la cabeza del conde, dieron las doce en la torre de la iglesia del pueblo. Cada campanada vibraba temerosa en el aire.
Llusifer miró con entusiasmo al doctor pensando que el encontrarse allí en aquella capilla vetusta, a las doce de la noche, a la hora de los fantasmas y de los espectros, cortando la cabeza a un hombre célebre, para estudiarla científicamente, a la luz de aquel farol mortecino, era algo que valía la pena de vivir.
Hecha la operación, metieron la cabeza en un saco; Llusifer se lo echó al hombro y salieron los dos del cementerio y sujetaron la puerta con un trozo de madera puesto en el suelo.
—¿Ahora qué hacemos? —preguntó Llusifer.
El doctor Alegret dijo que irían a la fuente de San Clement. Llegaron a ella sin encontrar a nadie.
—Aquí mismo dejaremos el saco con la cabeza —indicó el doctor.
Lo dejaron allí escondido entre unas matas, se lavaron después; limpió el doctor Alegret sus instrumentos y se volvieron a casa, sin que nadie les hubiera visto.
Es evidente: «El que a hierro mata a hierro muere», dice la vengativa sentencia de la Biblia, y el que se acostumbra a cortar cabezas acaba haciendo que se la corten a él…
Cuando Hugo conoció la historia del robo de la cabeza del conde, hecho por el doctor Alegret y su practicante Llusifer, pensó que era una bonita historia para una gente aficionada a lo lúgubre, a las cofradías de las Animas, de la Buena muerte, a las reliquias de hueso, a las calaveras y a otras macabrerías pintorescas.