IV

EL DOCTOR ALEGRET

HAY quien ha asegurado que el doctor Alegret de Guisona no se llamaba así, hay quien ha dicho que ha visto la lista de los médicos titulares de esa villa catalana y que en ella no aparece ningún doctor Alegret.

No queremos nosotros sentar plaza de escépticos. Esperemos que haya otros investigadores más expertos que encuentren las huellas que dejó en este mundo el doctor Alegret.

El doctor Alegret era, en tiempo de la guerra, hombre ya próximo a la cincuentena; de teorías audaces, entusiasta de la frenología, de la cranoscopia y de los sistemas de Spurzheim y de Gall.

El doctor Alegret era un original, practicaba la medicina, la frenología y el violín.

El doctor vestía en ocasiones de levita y hasta de frac azul y sombrero de copa; llevaba melenas, pantalón collant y guantes blancos. Indudablemente para andar por un pueblo era un poco exagerado. Algunos enemigos suyos decían que, por su tipo y su indumentaria, se le hubiera podido tomar por un prestidigitador o por un flautista. El doctor Alegret no hacía caso de estas habladurías.

El doctor Alegret había estudiado en Montpellier y después en París, donde tuvo unos amores románticos. Como recuerdo de estos amores, además de las huellas que podía haber en su corazón, le quedaban un guante de mujer, unas cartas y unos ramos de flores marchitas.

A consecuencias de estos amores, el doctor Alegret, en vez de ir a ejercer a una ciudad, se metió en un pueblo dispuesto a practicar la austeridad y el cartujismo. El doctor había tenido una época de sentimentalismo y de erotismo agudo; pero después, poco a poco, este erotismo se había calmado hasta llegar a la indiferencia.

El doctor, hombre atrevido en sus ideas religiosas, político-sociales y médicas, se inclinaba un poco hacia el magismo oriental.

Si no homeópata del todo ni del todo mágico, el doctor se mostraba entusiasta de Hahnemann, de Paracelso y de Van Helmont, cuyas vidas había leído; lo que no le impedía admirar a Broussais.

La historia de los médicos geniales le transportaba: Hipócrates, Galeno, Celso, Averroes, Avicena, Miguel Servet, Huarte de San Juan, Ambrosio Pareo, Vesalio, Jener, Bichat y otras, le producían gran entusiasmo.

El doctor Alegret era un escéptico en la práctica de la medicina, ya sabía que si se curaba el enfermo se debía, más que a su ciencia, a unas velas que la familia había puesto a la Virgen o a San Pedro, y que sólo si se moría él tenía participación en el hecho.

En todas partes, y para desesperación de los médicos, sucede lo mismo; pero en Guisona con mayor razón, porque el San Pedro de Guisona es más eficaz que el de los otros pueblos.

Guisona venera a San Pedro en una ermita poco distante de la ciudad. Gracias a su veneración no se conocen allí atacados de rabia entre los verdaderos devotos. Ahora, entre los devotos no verdaderos, quizá haya alguno que otro hidrófobo. En Guisona se repite esta oración en honor del santo:

Vostra gran benignitat

Experimenta esta comarca,

Puix ningú de mal de rabia

Jamai s’ha vist atacat

Com vos haja visitat

Amb aquell degut fervor.

El doctor Alegret, al principio, había querido luchar con San Pedro; pero se había tenido que declarar derrotado.

El doctor Alegret tenía en su despacho muchas calaveras, varios fetos en alcohol y una porción de estampas anatómicas, bastante feas. En algunas cosas, el doctor mostraba cierto mal gusto médico-farmaceútico.

El doctor llegó a esa pequeña mixtificación de sembrar plantas de pensamientos en calaveras cortadas por la mitad.

El doctor Alegret contaba con un criado, medio ayudante, digno de él. Este criado lo había encontrado en una feria de mozos para buscar trabajo que suele haber en Guisona. El criado, hombre atrevido y decidido, hacía tales cosas que el pueblo, por su audacia y su irreligiosidad, le llamaba Llusifer.

El doctor iba con frecuencia al camposanto del pueblo con su ayudante Llusifer y clasificaba los cráneos según sus protuberancias, por el sistema de Gall.

Quizá alguna vez, llevó algún pito en el bolsillo para iniciar el baile fúnebre y medieval de la Totentanz, como el esqueleto de la Danza Macabra pintado en el cementerio del convento de los Hermanos Predicadores, de Basilea.

Cuando el doctor practicaba alguna autopsia y Llusifer le ayudaba, este hacía muecas de satisfacción y de inteligencia al médico, como indicando que los dos estaban en el secreto y que no les espantaban aquellas cosas.

Llusifer era un hombre simpático y audaz.

Lo que le perdía al practicante era la idea demasiado buena de su agilidad y de su astucia. Tal idea le daba una confianza un tanto excesiva en sí mismo, que le proporcionaba muchos golpes y batacazos.

Cuanto se le ocurría al buen Llusifer le parecía maravilloso y fácil. Bajar desde un balcón a la calle, subirse a un árbol, saltar un arroyo, todo se le antojaba posible; pero en la práctica casi todo le salía mal, porque se caía, o se metía en el agua, o se torcía un pie, lo que no era obstáculo para que siguiera creyendo en la fertilidad de sus recursos y de sus facultades.

El doctor Alegret tenía una frente ancha y una cara estrecha, alargada por una romántica perilla. Su cara triangular le hacía pensar al doctor que sus habitaciones craneales anchas permitían al cerebro funciones sólidas y fuertes; pero que, en cambio, su capacidad agresiva de adquisividad era mediocre.

Llusifer, en opinión del doctor, era un sentimental; tenía el órgano de la fantasía y del chiste, pero no poseía gran acometividad ni sentido práctico.