EL TÍO VIROT, EL SEPULTURERO
AL día siguiente Hugo y Costacans se acercaron al cementerio de Coll de Nargó. El cementerio era grande, con pocas cruces y monumentos, en una esquina próxima a una vieja torre románica vieron el sitio en donde enterraron el cadáver del conde. Hugo saludó al sepulturero, un viejo llamado el tío Virot. El sepulturero dijo que efectivamente, al ser enterrado el cadáver del conde de España, no tenía cabeza.
—¿Y cómo había perdido la cabeza ese hombre? —preguntó Hugo y deslizó dos monedas de plata en la mano del sepulturero.
El tío Virot era un hombre grueso, forzudo, con una cara redonda y roja y una barretina en la cabeza. Llevaba pantalón azul, atado debajo de las rodillas con un bramante y una gran faja negra. Trabajaba con una azada de mango corto.
El tío Virot era un hombre jovial, muy socarrón y muy alegre para su oficio de enterrador. La cara suya parecía de cobre lustroso.
A pesar de su edad mostraba una dentadura blanca y fuerte.
El hombre gozaba en el pueblo fama de muy trabajador y activo, de excelente hortelano y cuidaba su huerto y sus bancales de trigo con gran perfección.
El tío Virot se creía un pozo de ciencia y no aceptaba absolutamente nada de las opiniones de los demás, ni siquiera la más pequeña brizna.
Si él decía: «El día de ayer fue húmedo», y alguien después, queriendo confirmar el aserto, añadía: «Sí, es verdad, el día de ayer fue lluvioso»; él corregía y volvía a decir: «El día de ayer fue húmedo».
Con esto daba a entender que no permitía rectificaciones ni variaciones en las verdades absolutas e inmutables que salían de su boca.
Hugo llevó la conversación sobre el caso del cadáver del conde y el tío Virot habló con bastante claridad.
—Yo no tengo responsabilidad ninguna en lo sucedido —dijo—. Yo traje el cadáver con mi chico en una escalera y lo dejé en la capilla del cementerio. Cerré la puerta, luego la de la tapia del camposanto, sujetando una hoja con la tranca por dentro y después cerrando las dos con llave y fui a mi casa. Era un día lluvioso. Al día siguiente mi chico me llamó y me dijo: «¿Sabe usted padre que la puerta del cementerio estaba por la mañana entornada?». «Yo la cerré muy bien. Voy a ir ahora mismo allá». Fui y, efectivamente, la puerta del camposanto se hallaba abierta y la de la capilla también. Entré en esta y me encontré al muerto sin cabeza.
—¿Quedaría usted asombrado?
—¡Figúrese usted! Alguno que entiende de esas cosas le había cortado la cabeza, porque el corte era limpio y sin piltrafas.
—¿Y no había huellas en el suelo del cementerio?
—Sí, las había.
—¿De una persona o de varias?
—Por lo menos de dos. Había también la huella de un saco.
—¿Usted supone que se llevaron la cabeza en un saco?
—Eso creo.
—¿Y para qué?
—Quizá para estudiarla.
—¿Entonces sería algún médico?
—No sé. Pero es muy probable.
—¿No se sabe quién?
—No, no se sabe. Únicamente se ha dicho que un médico de Guisona estuvo días pasados aquí y se marchó de prisa.
—¿Así que la mayoría de la gente supone que el médico de Guisona le cortó la cabeza ayudado por alguno?
—Eso se dice; pero no lo sabemos.
—¿Y usted, qué hizo después?
—Yo le avisé al alcalde. El bayle de Coll de Nargó dio antes parte de que había aparecido el cadáver frente a la casa llamada El Soleró, en el Segre, que venía entonces muy caudaloso, como ahora, y dio las señas del muerto, siempre suponiendo que había sido estrangulado. El bayle, considerando al muerto como desconocido, hizo un escrito para llamar a la gente para ver si alguien podía identificar el cadáver. El mismo día, por la tarde, vino aquí un ayudante del Ros de Eroles, a decir que de ninguna manera se hablara de este asunto y que se enterrara el cadáver.
—Y ustedes, ¿qué hicieron?
—Nosotros decidimos enterrarlo al día siguiente.
—¿Y lo enterraron ustedes?
—Sí; mi hijo y yo lo enterramos en ese ángulo del cementerio, hacia la torre y ahí está.
—¿Naturalmente, sin cabeza?
—Claro; no se la íbamos a poner nosotros —replicó el tío Virot con ironía.
—Esperemos que en el valle de Josafat, si es que hay valle de Josafat —dijo Hugo—, no tenga dificultades con eso y pueda encontrar pronto la cabeza el cuerpo o el cuerpo la cabeza.
El tío Virot se echó a reír e hizo sonar las monedas que le había dado Hugo en el bolsillo. Después, Hugo contó a Costacans que el conde, según le había dicho a él, había soñado muchas veces que andaba por el valle de Josafat, el día de la Resurrección de la Carne, buscando su cabeza, que se la habían quitado en vida.
—¿De verdad? —preguntó Costacans.
—De verdad.
Costacans le miró a Hugo con un aire cómico de espanto.