II

EL QUETO Y EL CHINCO

HUGO se dedicó a pescar en el río para ver si llegaba a coger, si no peces, noticias de su amigo el conde de España.

Le faltaban cuatro días aún para volver a Las Roquetas.

Llevaba toda la mañana y unas horas de la tarde pescando, sentado con su caña al lado de unas higueras, cuando apareció una mujer con la que trabó conversación.

Esta mujer iba con un saco en la cabeza a lavar la ropa. Hablaba bastante bien castellano; había vivido en Huesca.

Hugo le preguntó, como no dándole importancia, si ella sabía algo del conde de España.

—Yo no sé nada más que lo que se dice, que lo encontraron muerto ahí en el río.

—¿En dónde fue?

La mujer le señaló un sitio exacto, un arenal de la margen izquierda del Segre.

—¿Usted le vio?

—Yo, no; pero si usted tiene curiosidad por saber cómo le encontraron, pregúnteles usted a esos hombres que ahora están componiendo unas redes.

Había dos hombres arreglando unas redes en un erial. Con ellos andaba un jorobado.

—¿Quiénes son esos hombres?

—Son dos pescadores: el Queto y el Chinco.

—¿Y el jorobado?

—Es como un ayudante. El Queto y el Chinco fueron los que encontraron al muerto.

—¿Y querrán contar cómo fue?

—No sé, yo creo que sí. Si les convida usted a merendar ya contarán lo que han contado a todo él mundo.

El Queto era un viejo grueso, vestido con un pantalón azul, alpargatas, barretina, la cara de color de caoba curtida por el sol, los brazos rojos, las manos fuertes con un vello espeso y dorado, los ojos claros como de gato y el pelo entre rojizo y canoso.

El Chinco, su lugarteniente, era más joven, moreno, cetrino, muy delgado y esbelto, con los ojos negros y el pelo largo con tufos por encima de las orejas y en la cabeza un gorro de cuartel sucio y usado.

El Queto tenía hijos y nietos. El Chinco vivía con una mujer morena, seca, de mal aspecto. Este pescador tenía en el pueblo fama de avaro, se decía que guardaba lo que ganaba en una caja de hoja de lata.

Había estado en el ejército carlista, y pasado mucho tiempo enfermo en un hospital de Camprodón.

El Queto y el Chinco tenían como ayudante a un pobre jorobado que les arreglaba las redes, y al que no le daban más que las sobras de su comida.

Todo esto contó la mujer que iba a lavar la ropa en el río.

Hugo fue a buscar a Costacans, le explicó lo que había dicho la mujer y le mostró a los dos pescadores.

Costacans se acercó a ellos, estuvo hablando largo rato con los dos y después, aproximándose a Hugo, le dijo que le siguiera. El jorobadillo quedó únicamente en el arenal próximo al Segre.

Fueron los dos pescadores y Costacans, seguidos por Hugo, hasta el hostal del Roch. Hugo les convidaría a merendar a los dos pescadores y les daría unas pesetas.

Se sentaron a una mesa y Costacans pidió que les trajeran una merienda y un porrón con vino del Priorato.

A las preguntas de Hugo, el Queto contestó contando cómo habían encontrado entre su compañero y él el cadáver del conde de España en el erial de la margen izquierda del Segre, en un terreno que se llamaba Armena, enfrente de la masía El Soleró, al anochecer del día 4 de noviembre.

—¿Cómo estaba el conde? —preguntó Hugo.

—El muerto estaba atado de pies y manos, con una cuerda al cuello que tendría tres o cuatro varas. El cadáver tenía una moradura en la cara y en las rodillas del golpe que debió dar contra las piedras al caer al río. En el cabo de la cuerda atada al cuello, había un lazo en el que debió sujetarse una piedra que la corriente del río, sin duda, fue soltando.

—¿Y estaría vivo cuando cayó al agua? —preguntó Hugo.

—A medias —contestó el Queto—; si hubiera estado muerto del todo creo que no se le hubieran hecho los cardenales en la cara y en las rodillas, aunque no lo sé. No sé si a un muerto se le pueden hacer cardenales.

—¿Moriría de estrangulación?

—Así lo creo. Yo no conozco cómo están los muertos estrangulados, no he visto ninguno de cerca.

—Yo sí —repuso el Chinco—; cuando estuve en Barcelona vi ahorcar en la explanada de la Ciudadela a unos cuantos por orden del conde de España y hablé después con el verdugo.

—Yo ahogados he visto bastantes —dijo el Queto—. Generalmente los ahogados están muy blancos y tienen unas manchas rojizas en las nalgas y en las orejas.

—¿El conde las tenía?

—Sí, aunque el conde llevaba poco tiempo en el agua. Cuando los muertos llevan mucho tiempo en el agua, el vientre empieza a verdear y cosa rara, si les pone usted la mano en el cuerpo, parece que este está más frío que el agua misma.

—¿Así que el vientre del conde no estaba todavía verde?

—No, entonces comenzaba. La cara la tenía abultada, los ojos entreabiertos, la boca llena de espuma y la lengua fuera.

El Queto hizo aquel relato con cierta delectación, y los detalles hicieron gesticular con unas muecas muy raras de disgusto y de desagrado a Costacans.

—¿Y supieron ustedes quién era el muerto? —les preguntó Hugo.

—No, al principio no; el alguacil fue el primero que dijo: «este debe ser el conde de España».

—¿Le conocía?

—Únicamente de retratos. Luego vino el secretario del Ayuntamiento, que ha vivido en Barcelona, y el secre dijo que sin duda alguna era el conde, que le conocía por su corpulencia, el pelo cano y la frente calva.

—Y luego, ¿qué pasó?

—Nada; nosotros no hicimos nada; el cuerpo estaba sobre el arenal; yo le dije a este: No se debe tocar a los muertos mientras no venga el juez. Vino el juez, el enterrador y su hijo, lo pusieron en una escalera, avisaron a dos hombres, y entre los cuatro lo llevaron al depósito del cementerio, lo dejaron allí para asegurarse de quién era, y allí, sin duda, fue donde le cortaron la cabeza.

—¿Cómo? ¿Le cortaron la cabeza? —preguntó asombrado Costacans.

—Sí; ¿no lo sabían ustedes?

—Yo, no —contestó Costacans—. ¿Usted lo sabía? —preguntó a Hugo.

Este hizo un gesto como dando a entender que lo sabía pero que no quería decirlo.

—¿Naturalmente, no se sabe todavía quién se la cortó? —preguntó Hugo con cierta indiferencia.

—El enterrador parece que sí lo sabe —dijo el Chinco.

—En Orgaña —siguió el Queto— se comenzó a hacer un expediente para saber de quién era el cadáver y quién lo había echado al río; luego mandaron enterrarlo y que no se hablara del caso bajo pena de prisión.

—¿Así que el cadáver del conde no se encontró próximo al Puente de Espiá ni en la Ansola del Magí? —preguntó Hugo.

—No; fue hallado, como le he dicho a usted, en un erial de la margen izquierda del Segre, cuya partida de terreno se llama Armena, y enfrente de la masía El Soleró. Debió ser tirado al río la noche del 2 de noviembre y nosotros lo encontramos la noche del 4.

—¿Y qué hicieron del cadáver decapitado?

—Lo enterraron en el cementerio del pueblo, en una esquina, a la izquierda de la iglesia el día 7 de noviembre.

El Queto y el Chinco concluyeron su merienda y salieron de la posada para ir de nuevo al río.