XV

EL VIAJE SINIESTRO: ¡AL RIO!

BALTÁ y Morera, cansados de esperar en el sitio convenido, creyeron que ya no pasaría el conde y decidieron, de común acuerdo, volverse a Orgañá a cenar.

Estaban convencidos de la inutilidad de su viaje cuando oyeron los pasos de una cabalgadura y vieron el fulgor de un cigarro que brillaba en la oscuridad.

Se pararon y al llegar el hombre en el mulo con su espolique frente a ellos, Baltá gritó:

—¡Alto!

Solana se detuvo y paró la mula.

—¿Qué quieren ustedes? ¿Quiénes son ustedes? —preguntó España.

—Soy Andreuet, de la patulea de Silvestre de la Seu —contestó Baltá en un catalán rudo.

—¿Liberal?

—Y tan liberal. Más que Riego.

Este Silvestre de la Seu era, efectivamente, el jefe de una patrulla isabelina, que solía hacer expediciones por aquellos contornos. A estas patrullas delos pueblos, en que abundaban los ladrones, la gente les llamaba patuleas.

Suplicó el conde al supuesto Andreuet de la patulea de Silvestre de la Seu que no le maltratase.

—Soy un comerciante francés —le dijo—, y si quiere usted, puede llevarme a la Seo de Urgel, pues conozco al gobernador de esta ciudad y le pagaré el rescate que me pida.

—Bueno, está bien —contestó Baltá—. Le ataremos a usted. No se nos vaya a escapar por estos rincones oscuros.

—No tengo tal intención; pero no me opongo a que me aten.

Le ataron los brazos con una cuerda y le hicieron volver a montar.

Solana siguió a la comitiva a unos cincuenta pasos por detrás.

Cuando llegaron cerca del puente de Espiá, Baltá obligó a desmontar al conde.

—Le voy a soltar a usted. No hay necesidad de llevarle atado.

—¡Muchas gracias!

—¿Tiene usted papeles que le identifiquen? —preguntó Baltá al soltarle.

—Aquí, no —contestó el conde—, porque me los han quitado.

—¿Quién se los ha quitado a usted?

—Los carlistas.

—¡Canallas! —exclamó Baltá con ironía.

—Si ustedes me llevan delante del gobernador de la Seo de Urgel, yo les demostraré que soy un hombre de bien.

—Si usted es hombre de bien, el gobernador lo verá, es cierto —contestó Baltá con un acento entre irónico y amenazador.

En este instante la luna iluminó el campo, y el conde vio en la otra orilla un grupo de hombres; reconoció entre ellos a su ayudante Mariano Orteu, a quien llamó desesperadamente, creyéndole amigo, gritando repetidas veces:

—¡Mariano! ¡Mariano! ¡Socorro! ¡A mí!

Baltá entonces se alejó cuatro o seis pasos, tiró el cuello del conde un lazo corredizo con la cuerda que tenía en la mano.

Morera dio un puñetazo y después un puntapié en la espalda al prisionero; el conde cayó al suelo, y Baltá, poniéndole un pie sobre la cabeza, tiró de la cuerda y lo estranguló.

Le desnudaron al conde y le registraron. No tenía en los bolsillos más que unos cigarros, un poco de pan y unas uvas.

Solana, Balta y Morera ataron los brazos y los pies del cadáver, y luego, en la misma cuerda del cuello con que le estrangularon, en el otro extremo sujetaron un gran pedrusco.

Después, entre los tres levantaron el cadáver por encima del pretil del puente y lo echaron al otro lado.

El cuerpo arrastró a la piedra y cayeron ambas cosas al río, haciendo saltar el agua con la zambullida.

Aigua al nen, que avall va (Agua al nene, que va para delante) —dijo el capitán Baltá con ironía al oír el estrépito del cuerpo y de la piedra en las aguas.

Hacía próximamente un año que por este puente le pasaron al conde en triunfo cuando llegó de Francia para tomar el mando del Ejército carlista.

Hugo, al saber este detalle, recordó el letrero en castellano que había leído en una casa de Orthez: «Lo que ha de ser no puede faltar».