EL VIAJE SINIESTRO: DURANTE LA NOCHE
A las siete de la noche del día 2 de noviembre, el cabo de mozos de escuadra Francisco Lladot, postrado en cama y quejándose a cada paso de un dolor de cólico hepático en el costado, ordenó a los mozos Mariano Piquer, Miguel Sala y a Coll reunieran a toda la gente de la casa y se encerrasen con ella en la cocina sin dejar que nadie se acercara al prisionero.
Entre ocho y nueve de la noche salió el conde de su cuarto de la casa de Casellas acompañado del cirujano Ferrer, que llevaba al cinto el machete con que amenazó a España en la Junta al prenderle; de Ramón Massiá, que tenía la espada del conde; del acemilero Domingo Sala y del mozo Jacinto Pla, que bajaba alumbrándoles. Cuatro mozos de escuadra, entre ellos Miguel Sala, Coll y Piquer, quedaron en la casa guardando la gente en la cocina, hasta el día siguiente por la tarde, que fueron a Aviá.
El cura Ferrer, desde fuera, en la oscuridad, estuvo observando lo que pasaba.
Montó el conde dentro del portal de la masía en un macho, aparejado con una silla de labrador payés con estribos de madera y una piel blanca que pidieron al patrón de la casa.
Extrañando el general la caballería, dijo al montar al cirujano Ferrer:
—Este no es el mulo en que he venido estos días.
—No; el otro mulo se lo han llevado a Orgañá. El conde se echó la capa a los hombros porque hacía frío. Luego dijo al acemilero Domingo Sala:
—Amigo, ¡qué noche más oscura!
Detrás del preso salieron todos los demás: Ferrer, Massiá y los mozos de escuadra; pasaron por cerca de una casa llamada Fabá y bajaron hacia la orilla del Segre.
El conde encendió un cigarro puro y fueron así casi alumbrados con el fuego del cigarro que fumaba el general.
Antes de llegar al Segre se detuvieron.
Salió la luna en cuarto creciente entre nubarrones negros, y comenzó a brillar en las aguas del río.
Massiá y Ferrer llamaron al acemilero Sala, que llevaba el macho del ronzal.
—Cuando el guía se presente —le dijeron—, debes pararte y darle la brida, porque el guía es el único que ha de conducir al conde de España hasta Andorra.
Al llegar al camino real que va a dar a la garganta de los tres puentes del Segre, cerca de la bajada de San Armengol, se efectuó este cambio. Solana gritó:
—¡Eh! Aquí estoy yo.
Entonces Sala le dio el ronzal de la caballería y se unió al cirujano Ferrer y a Massiá, que iban unos cuantos pasos detrás del conde.
Solana echó a andar delante de la mula.
—Adiós, señor conde —dijo Ferrer con ironía.
—Adiós, señores —contestó el conde.
—Y no nos tenga usted odio —añadió Ferrer. El general no contestó. Al verse solo debió de tener un momento de esperanza.
—¿Adónde me lleva usted? —preguntó a Solana.
—A Andorra. Es lo que me han mandado.
—Todavía estamos muy lejos. ¿Cuánto tardaremos?
—Cinco o seis horas.
—Bueno, vamos. ¡Qué noche más negra!
—No tan negra, señor conde —repuso Solana—. Hay un poco de luna.
Efectivamente, a pesar de la negrura de la noche, a veces hacía su aparición la luna, dándole al paisaje con sus rocas grises y blancas y sus matorrales negros un aire espectral.
El río venía muy caudaloso; brillaba con reflejos de plata y murmuraba misteriosamente.
Massiá y el cirujano Ferrer se pasaron. Poco después se les reunió don Narciso. Todos estaban anhelantes, con el oído avizor. Los minutos les parecían siglos. Ya habían perdido de vista al conde en la oscuridad, y hasta pensaban si se les habría escapado de las manos, cuando oyeron voces y después el ruido de un cuerpo en el río.
—Lo han echado —dijeron todos, y volvieron sin hablar a Orgañá.
Momentos más tarde la luna, desembarazada de los nubarrones que la ocultaban, comenzó a lucir en el cielo y a brillar en las aguas inquietas y espumosas del río.