XII

VISITAN AL CONDE

EL estudiante Massiá encontró a don Polino en una calle de Orgañá, con su bastón y su perro. —¿Quiere usted venir a ver al conde de España? —le preguntó.

—¿El conde de España está aquí?

—Sí, lo hemos destituido y preso, y lo vamos a llevar a Francia.

A don Polino le pareció muy mal la destitución, porque creía que el general era uno de los pilares más firmes del altar y del trono.

—¿Qué quiere usted? La justicia tiene sus exigencias —dijo Massiá.

Don Polino aceptó con gusto la idea de visitar al conde y acompañó al estudiante. El mozo Mariano Piquer puso algunos reparos a la entrada de don Polín; pero, al último, lo dejó pasar. Encontraron al general en un cuarto encalado de la masía, rodeado de cuatro mozos de escuadra que habían quedado y que le vigilaban constantemente.

El general estaba sombrío y de aire tétrico. Massiá le presentó a don Polino. El general lo recordó por haberle visto en Caserras.

—¿Qué hace usted? —le preguntó—. Yo, ya ve usted, estoy preso. ¿Y usted, está libre?

—Yo, sí.

—En este país no se hace caso de las gentes originales —dijo el conde, con humor.

—Es verdad.

—¿Y usted, sigue creyendo en su sistema?

—No siempre —contestó don Polín.

—¿Y a qué se dedica usted ahora?

—Estudio.

—¿Qué estudia usted?

—¡Hay tantas cosas que estudiar! —repuso don Polino—. Yo, muchas veces, mientras me paseo por el campo, me preguntó: ¿qué es el espacio?, ¿qué es el tiempo?, ¿qué son los entes?, ¿qué son las causas?

—¿Y encuentra usted definiciones apropiadas? —le preguntó el general.

—Algunas veces, sí; otras, no.

—¿No estudia usted más que esas cuestiones metafísicas?

—No, también estudio los simples.

—¿Y para qué?

—Para encontrar remedios.

—¿Ha encontrado usted algunos remedios nuevos?

—Sí; he comprobado cosas extraordinarias —dijo insinuantemente don Polín—. En un libro viejo he visto que Ambrosio Pareo recuerda que, según Plinio, si alguno ha sido mordido por un escorpión y al pasar lo dice en la oreja de un asno queda in continenti curado.

—¿Y usted ha hecho la prueba?

—Sí, señor.

—¿Con resultado?

—Con resultado.

—Aquí no le faltarán a usted asnos para contarles su mal en la oreja —dijo irónicamente el estudiante Massiá.

Don Polino aseguró que tenía remedios para la rabia, para la incontinencia de orina, para la frialdad y para los trastornos lunares de las mujeres.

—¿Tiene usted algún remedio para las almorranas? —preguntó el conde.

—¿Le preocupa a usted esa enfermedad, mi general? —preguntó el estudiante.

—Sí, mucho; es una enfermedad muy grave. Luis XIV la tuvo, y luego una fístula. Richelieu y Taillerand la han padecido. El soldado con hemorroides ya no sirve.

El conde contó que había leído en su juventud un libelo titulado Sur l’enlèvement des reliques de Saint-Fiacre apporteés de la ville de Meaux pour la guérison du cul de Monsieur le Cardinal.

De este libelo el conde recordaba estos versos:

Pour moderer un peu l’odeur puantissime,

qui sort du cul poury de l’Eminentissime.

El estudiante se rio a carcajadas.

Don Polino, después de explicar sus teorías médicas, desarrolló sus ideas sobre la astrología y la magia.

—¿Cree usted en la magia? —le preguntó el conde.

—Sí. Algo. Yo creo que hay palabras misteriosas que tienen alguna eficacia. Los médicos lo niegan…; yo no niego nada.

—Yo también creo en la eficacia de las palabras —dijo el conde—. Hay un verso de Virgilio en que habla de las magas que pueden hacer descender la luna del cielo con sus encantos: «Carmina vel possunt coelo deducere lunam».

—Horacio afirma algo parecido, refiriéndose a la hechicera Canidia —dijo el estudiante—: «Que sidera excantata voce Tessala luanque coelo diripit».

Don Polino no sabía latín, pero lo respetaba y sonrió amablemente al oír estas palabras.

Mientras hablaban oyeron rumores de voces fuera.

—¿Qué pasará? —preguntó el conde.

Uno de los mozos de escuadra dijo que estaba el hermano Tiburcio con su perro alborotando todo.

—¿Quiere usted que entre? —le preguntó el estudiante al general—. Nos divertirá un poco.

—Bueno; que entre.

El mendigo entró en el cuarto cantando:

Al ofici, dones,

pogues y bones;

al ofici anem,

garrotades ais jueus.

Luego, al ver la gente que había, se retiró a un rincón, como si no tuviera ganas de hablar. A todas las invitaciones de Massiá se calló. El estudiante quería enzarzar en una discusión al loco sabio, como don Polino, con el loco energúmeno, como el hermano Tiburcio; pero no lo pudo conseguir.

—¿Y encuentra usted alguna verdad en la quiromancia? —preguntó el conde a don Polino.

—No cabe duda que nuestros destinos marchan regidos por los astros. La bóveda de los elementos está cubierta de nueve cielos que ruedan incesantemente sobre nuestras cabezas y que influyen. El hecho existe; el cómo no lo sabemos.

—¿Podría usted leer algo en mi mano? —preguntó el conde.

—Sí; creo que sí.

Don Polino cogió la mano del conde con respeto y la examinó atentamente.

—La línea de la vida es larga y segura en usted, mi general —dijo—. Aquí tiene usted las flechas de Marte, signo demostrativo de un gran guerrero. Las tenía Aníbal e Iphicrates. Aquí se ve también el arco y la flecha de Cupido, que prometen al hombre gran ascendiente entre las damas.

El conde se sonrió.

—Mi general, usted está llamado todavía a altos destinos —dijo el loco—. No se amilane usted; las águilas se ciernen en los aires; los conejos andan entre las matas. Usted es águila y sabe volar. No tema usted nunca.

—¿Y mi mano, no indica algún peligro? —preguntó de nuevo el conde.

—Hay tres líneas que amenazan peligros en el agua; pero no tienen importancia.

—Sí; creo que aquí el agua no nos puede dar muchos disgustos.

—Más bien el vino —interrumpió Massiá.

—Pero, a veces, se asusta uno por cualquier cosa —siguió el conde, y cantó—:

Le bon roi Dagobert

chassait dans la plaine d’Anvers.

Le grand Saint-Eloi,

lui dit, Ô mon roi!

Votre Majesté

est bien essouffleé!

Cest vrai, lui dit le roi,

un lapin courait après moi.

—Es bonito eso —dijo Massiá.

—¿Lo entiende usted? —preguntó el conde a don Polino—. Dice que el rey Dagoberto venía asustado y sofocado porque le seguía un conejo.

—Tiene mucha gracia —repuso don Polino.

Los mozos de escuadra reían socarronamente, y el mendigo Tiburcio había tomado una expresión de cólera y de disgusto.

El conde, con la conversación, pareció olvidar sus penas.

Se le veía alegre con un aire humorístico, espiritual. Para él, en aquel momento, la vida era grata como si estuviera libre.

De pronto el hermano Tiburcio se mostró sombrío y enfurruñado y le dijo al conde con una rabia y una mala intención dañina.

—Tú estás acostumbrado a estrangular a la gente, ¡eh!; pues ahora te van a estrangular a ti, y va a ser pronto, muy pronto.

—¿Qué dice este animal? —preguntó el conde.

Don Polino se indignó por aquella falta de respeto del hermano Tiburcio, que además negaba su vaticinio, y dijo al estudiante:

—No comprendo cómo trae usted a presencia del general a gente tan ruda, tan torpe y tan desvergonzada como este hombre.

—Tú eres un loco, un tonto —gritó el hermano Tiburcio con voz estridente—, y yo me río de ti y de tus palabras.

Don Polino levantó el bastón y le hubiera dado sobre las costillas al mendigo si el estudiante no se hubiera interpuesto, riéndose.

El hermano Tiburcio se preparó a marcharse y murmuró lleno de rabia:

—Sois todos vosotros perros sarnosos, víboras que hay que aplastar con el pie, peores que los alacranes.

—Sal de aquí, miserable —gritó don Polino.

—Tú eres un diablo con patas de mono y hocico de cerdo. Eres un tonto, un loco, y todo el mundo se ríe de ti.

—Déle usted un estacazo —dijo el conde.

—A ti te darán el estacazo pronto. Antes de nada te estarán comiendo los gusanos. Al marcharse el hermano Tiburcio recitó con ironía:

A Rasquera, mateu frares;

a Miravet, capellans;

a Ginestar non diuen missa

perquè es son molt lliberals.

Salió el mendigo, y poco después don Polino se despidió del general, dándose los dos afectuosamente la mano.

—Oiga usted, estudiante —dijo el general a Massiá—. ¿Cuándo me van a llevar a mí a Andorra?

—Hoy, probablemente. Ya no hay partidas liberales por aquí cerca.

—¿A qué hora vamos a salir?

—De noche, entre nueve y diez. No quieren que le vea a usted nadie.

—Todavía me temen —murmuró el general con cierta petulancia.