EL VIAJE SINIESTRO: PUJOL DE SEGRE Y LA MASÍA DE CASELLAS
EL día 29 salieron por la tarde el conde y su escolta de Call de Odén, pasaron por la bajada de Cambrils hacia la casa de Pujol de Segre.
Cambrils está a muy poca distancia de Odén; los dos lugares cuentan cada uno con una docena de casas y una iglesia muy pequeña y muy pobre.
El monte de Cambrils, continuación de la cordillera del Comte, es abrupto, tiene malos caminos y dos arroyos que luego se reúnen y van a la riera de Oden.
La comitiva, con su preso, tomó una senda próxima al arroyo de Canelles, que de los alrededores de Aliñá y de Llovera, las últimas estribaciones de la sierra del Porte del Comte, va al río Segre.
Descansaron todos en una masía de Pujol del Segre, masía frente por frente de Coll de Nargó, asentada en una ladera, sobre una altura.
Costacans no pudo averiguar nada de lo pasado con el conde ni hacer hablar a los de la casa. Únicamente supo que el preso y su escolta llegaron allí el día 29 y que descansaron el 30.
Unos aldeanos dijeron que vieron al general a pie, con las manos atadas con una cuerda larga y que al extremo de la cuerda se hallaba un mozo de escuadra. Marchaban todos, según los aldeanos, a la masía de Fontanes, cerca de Orgañá; pero la noticia no debía ser cierta.
Probablemente le habían confundido con algún otro preso.
Al anochecer del día 30, Ferrer anunció al conde que se le conduciría a Francia y se le dejaría libre.
Quiso el cura, asimismo, darle una especie de satisfacción, manifestándole que los movimientos que habían hecho tenían por objeto evitar el encuentro de unas columnas de tropas cristinas, de Urgel, que recorrían los alrededores. Ellos, según el cura, aguardaban la protección de una buena escolta para llegar con seguridad a la frontera.
Un rayo de esperanza penetró en el ánimo del desgraciado preso, y se reanimó su semblante abatido.
Salió el conde de Pujol de Segre, al anochecer, con buen ánimo, y lo llevaron, retrocediendo en el camino, a la casa de campo de Casellas. Antes de llegar a esta masía, distante un cuarto de hora de Orgañá, se detuvo la comitiva. Eran las ocho de la noche.
Entraron cuatro mozos de escuadra en la masía de Casellas, y exigieron el mejor cuarto de la casa. Luego encerraron en la cocina al patrón, a su familia y a sus criados; apagaron la luz y la lumbre y sacaron antes el candil encendido, para que no vieran a quién se introducía.
El mozo de escuadra que hacía de jefe de la patrulla, dijo después:
—Y todo el mundo chitón. El que proteste será fusilado sobre la marcha.
Nadie dijo esta boca es mía.
A las diez de la noche entraron los demás mozos de escuadra con el conde, a quien llevaron a un cuarto destinado a los huéspedes.
Después de encerrado el preso, abrieron la cocina, encendieron la lumbre y el candil, hicieron levantar a las mujeres de la casa, que estaban acostadas, para hacer la comida.
Ni en aquella noche ni en los días sucesivos la gente de la masía supo quién era el que se hallaba encerrado en el cuarto. El conde estuvo vigilado por seis mozos que se relevaban; los demás quedaban en la cocina.
El general creyó que en esta casa de campo iban a detenerse un momento y se encontró sorprendido al ver que pasaba un día y otro.
—¿Por qué no se sigue adelante? —preguntó a uno de los mozos de escuadra, con aire altivo, de mando.
—Yo qué sé —contestó brutalmente el mozo.
La ligera esperanza que alentó momentáneamente en el corazón del prisionero, se convirtió en una rabia desesperada y prorrumpió en las más violentas injurias contra los que le guardaban.
Los mozos de escuadra contestaron primero a los insultos en broma, luego cada vez con más rabia y más mala intención.
Le llamaban a cada paso asesino, cobarde, trenca-caps, valiente para pegar a las mujeres y otros insultos parecidos.
La impertinencia y la grosería de sus guardias exacerbaron de tal manera al conde que, preso de una furia frenética, comenzó no sólo a insultos sino a puñetazos con ellos.
El viejo estaba como loco. Los guardianes llenos de cólera se echaron sobre él, le golpearon, le arrastraron a un aposento y quisieron atarle con una soga.
El conde tenía sesenta y cuatro años cumplidos; ni su edad, ni los sufrimientos de aquellos días, abatieron sus fuerzas físicas, antes al contrario, parecían aumentar hasta tal punto por efecto de la desesperación, que entre el cirujano Ferrer y seis mozos de escuadra de los más robustos apenas bastaban para sujetarle.
El viejo golpeaba con los pies y con las manos; arañaba, escupía y mordía; en fin, sucumbió y se le ataron los brazos y las piernas y se le dejó en una silla.
En aquella terrible situación pasó el general toda la noche y todo el día siguiente: vomitando injurias contra sus verdugos, los cuales se vengaban a su sabor escupiéndole a la cara y pegándole puntapiés.
—¡Traidores, gente miserable! —gritaba el conde—. Estas son vuestras hazañas. Maltratar a un viejo, a quien hace unos días hubiérais lamido los pies. ¡Perros! ¡Sarnosos!
—¿Qué has hecho tú? —le decían ellos—. Cobarde. Matar a los que no podían defenderse.
El conde se agitaba loco de furor y con la boca llena de espuma.
Después, de repente, se calmó y pidió que le desataran.
Los mozos de escuadra, viéndole tranquilo, le desataron.
De pronto, el viejo se arrodilló en el suelo y reuniendo las manos en actitud de orar, exclamó:
—¡Dios mío, te doy las gracias porque me has hecho sufrir esta humillación! Podrida de orgullo y de vanidad mi alma estaba enferma y ha sanado con tu castigo. Todo lo sufriré con paciencia. Señor, yo he pecado; he cometido iniquidades. Tengo la angustia en el espíritu y el amargor en la boca. ¡Señor! ¡Señor! ¡Mátame! ¡Hazme pedazos! ¡Quebrántame! No soy más que como la hoja seca, arrebatada por el viento. ¡Echa cenizas sobre mi carne y sobre mis cabellos blancos! He pecado, he mentido. Necesito un escarmiento, un castigo terrible y doloroso…
El conde siguió hablando así. Los mozos de escuadra le oían con sorpresa y con espanto. Uno de ellos, acercándose y poniéndole la mano en el hombro, le dijo:
—Tranquilícese usted, mi general.
—Gracias, hijo mío —dijo el conde y se levantó con serenidad.
En el tiempo en que permaneció el conde de España en la masía de Casellas, Ferrer fue varias veces a Orgañá. Quería entregar al conde al Ros de Eroles o a Miguel Pons, el hermano del Pep de Oli, pensando que alguno de ellos se encargaría de matarlo.
Tanto el Ros de Eroles, como los hermanos del Pep, eran de los que tenían más influencias y conocimientos por aquella parte de las orillas del Segre y odiaban cordialmente al conde.
Ferrer suponía que, al último, alguno de estos se encargaría de dar la puntilla al viejo general. Después, al volver de Orgaña, Ferrer entraba a hablar con el conde, y se entretenía diciéndole mentiras y burlándose de él.
Los que guardaban al conde decían en la casa que custodiaban a un estudiante que pronto cantaría misa.
Así permaneció el conde de España hasta el día 2 de noviembre.