EL VIAJE SINIESTRO: LA RECTORÍA DE CISQUER
COSTACANS y Hugo hicieron el mismo viaje que el conde. Estaba lloviendo, llegaron a Cisquer y se detuvieron en la casa rectoral. No tenía esta nada de curioso ni de interesante. El cura no vivía en ella por entonces, y la mujer que cuidaba la casa, al parecer, no estaba enterada de lo ocurrido.
Se alojaron Hugo y Costacans en una posada. Era esta posada, pequeña, mísera, con un aire sospechoso y poco tranquilizador. Las ventanas que tenían eran estrechas y alguna estaba cerrada. Delante de la puerta había un gran charco. Entraron en la cocina. Había allí una mujer y un chico medio mendigos. Iba la mujer a buscar a su hombre, que se lo habían llevado los carlistas. El chico era pálido y triste; la mujer tenía los ojos negros y vestía pobremente. El chico, quizá febril, no hacía más que hablar de una manera agitada y nerviosa.
—Vamos, cállate —le dijo la madre—. Si no van a venir los duendes.
El chico, espantado, comenzó a gritar:
—No hay duendes. Es mentira. No hay duendes.
Hugo le dijo:
—Tienes razón: no hay duendes.
—Pero si sigues hablando, esos hombres negros que han llevado al conde de España, te llevarán a ti —añadió la madre.
El chico se calló.
La mujer contó en catalán muchas miserias y tristezas de su vida: le habían llevado al marido, un hijo se le había muerto y tenía una hija enferma.
Costacans habló con el posadero que había dado de comer al conde y a su escolta cuando estuvieron en la aldea.
El posadero contó que al pasar el general, don Narciso Ferrer escribió una carta a Torrabadella, que él vio, en la que le hablaba de lo que hacía Francisco.
El supuso si Francisco sería el conde de España.
El posadero contó también que los dos Ferrer enviaron a un mozo de escuadra llamado Ramón Circuns, a Berga a comprar un traje de aldeano para el conde, a fin de que no fuese conocido con el uniforme de general, por si alguien lo veía.
El traje que compró Circuns en Berga consistía en chaqueta, chaleco y pantalón de paño oscuro, todo tan viejo, que, según la cuenta que presentó luego Ferrer, costó a la Junta veintiséis pesetas.
Cuando le mostraron al conde este traje en el zaguán de la rectoral de Cisquer, se negó terminantemente a ponérselo. El cura Ferrer le dijo que tenía que ponérselo para evitar una desgracia por la irritación del pueblo contra él. El conde contestó que no le viniera con hipocresías. En esto se presentó el cirujano y mandó a dos mozos de escuadra con una voz imperiosa que, bajo pena de la vida, le quitaran el uniforme.
Ferrer era un psicólogo, conocía el pueblo; comprendía que el conde de España, vestido de general, podía influir entre la gente si alguien le veía; en cambio, un pobre viejo vestido pobremente como un mendigo, no podía parecer más que un pelele.
El general se refugió en la cocina. Le volvieron a mandar que se vistiese el raído traje de aldeano, y como no quería, lucharon con él.
Cuando entró Ferrer con seis mozos de escuadra encontró al conde de pie con los calzones encarnados caídos, la casaca de general puesta y los brazos cruzados, para evitar que se la quitasen.
—Nadie me podrá despojar de esta ropa que el rey me ha dado —gritaba el conde.
—Si el rey le ha dado a usted esa ropa, el rey se la quita —le contestó Ferrer.
Los mozos, en vista de la resistencia del general, estaban vacilantes.
—O le desnudáis u os fusilo —gritó Ferrer.
Al ver al cirujano y a los seis mozos de escuadra que se abalanzaban a él dispuestos a quitarle el uniforme por la fuerza, el viejo cedió y exclamó:
—¡Alto! Soy vuestro. Quitadme el traje. Me entrego. Nuestro Divino Redentor fue desnudado y escarnecido. ¿Yo qué soy a su lado? Si mis culpas han hecho que sea castigado, castigadme. Ahí tenéis mi casaca; ahora os daré los pantalones. Tomad el tricornio, arrancadle el plumero y los galones. No soy nada, no quiero ser nada.
El general, humilde, se quitó las prendas del uniforme y se fue poniendo el miserable traje de aldeano.
El conde, al verse con aquel humillante traje, se miró las piernas, se contempló varias veces en un espejo pequeño y suspiró y se vio completamente perdido.
Despojado el conde de su uniforme y de cuanto tenía, salió de la casa rectoral de Cisquer cubriendo su cabeza el sombrero de general desguarnecido de todos sus adornos. Así estaba más miserable y más grotesco.
Algunos chicos, al verle, sin duda porque lo habían oído a los mozos de escuadra, comenzaron a gritar: «Avi! Trenca-caps!».
El conde de España les echó una mirada triste y no dijo nada. En el camino de Cisquer a Odén el conde se encontró con un mendigo ciego.
El mendigo se acercó a ellos con unos papeles en la mano. Los ofreció y después comenzó a recitar los gozos de San Vicente, Sabina y Cristeta, que eran los santos del día:
De peste, fam i de guerra,
de pedra i de tempestats,
de discordies y pecats
garden tots la nostra terra.
El conde le escuchó, le dio una moneda y le preguntó de dónde venía. El mendigo le dijo que venía del Maestrazgo.
Los de la escolta dejaron hablar al general con aquel pordiosero.
Al despedirse de él, el conde le dijo:
—Dame tu bendición, hermano. Soy más desgraciado que tú.
El mendigo viejo, asombrado, levantó la mano y bendijo al general.