III

EL VIAJE SINIESTRO: LAS IMPRECACIONES DEL CONDE

A la media hora de salir la comitiva llevando al conde de España se volvió don Bartolomé Torrabadella. Vivía el canónigo por entonces en la casa rectoral, donde se hallaba encerrado Luis de Adell. Don Bartolomé entró en el cuarto del ayudante a cosa de media noche y le contó cómo se había destituido al conde y le dio seguridades de que ni a él ni al general les pasaría nada malo.

Cuatro días continuó Adell preso en el mismo cuarto del segundo piso de la rectoral de Aviá, en compañía de los cabos de mozos de escuadra Miguel Cerdá, Pablo Pallarés, de un coracero y de un criado.

Pronto llegaron a ellos los rumores de lo ocurrido; mas como no podían hacer nada, se resignaron a su suerte y se dedicaban a jugar a las cartas.

En la mañana del 27, los vocales Sampóns y Vilella dejaron la rectoría de Cisquer, entregando al general a la custodia de don Narciso Ferrer y de su hermano.

Al día siguiente, la comitiva, dirigida por los dos hermanos Ferrer, tomó la dirección de Odén. Durante el camino el conde fue hablando con el mozo de escuadra Salvador Coll.

«Si me acompaña usted hasta Andorra sin dejarme —le dijo—, cuando llegue escribiré al intendente Labandero para que le dé a usted seis duros, e igual cantidad a los demás».

El mozo de escuadra le contestó que no sabía lo que él haría; que dependería de lo que le mandaran. Durante el trayecto, el cura Ferrer abandonó la comitiva y, montando a caballo y marchando al trote largo, se dirigió a Berga y conferenció allí con los individuos de la Junta, Orteu, Sampóns y Milla.

La conferencia fue muy larga y probablemente entre ellos, y después de muchas vacilaciones, decidieron la muerte del conde.

Al día siguiente de llegar a Aviá, Costacans le presentó a Hugo a dos mozos de escuadra afectos a la Junta, el Negret y el Gallofa, que escoltaron a España hasta la rectoral de Cisquer.

El Gallofa, según lo que dijo Costacans, había sido sacristán, era muy religioso y rezaba todas las noches el rosario con gran fervor. De aquí que la Junta le protegiera.

Hugo marchó a la casa rectoral de Aviá; la Junta la había abandonado ya como sitio de reunión, y celebraba sus sesiones en Berga.

Hugo vio la sala con su alcoba, donde le prendieron al conde; el cuarto ocupado pasajeramente por los hermanos Ferrer y el canónigo Torrabadella, y el sitio donde dormía su amigo Luis de Adell, que dejó al marcharse sobre la mesa de noche una novela de Jorge Sand, en francés, que sin duda estaba leyendo.

El Gallofa y el Negret fueron en la comitiva hasta Cisquer. Según ellos, el conde, mientras marchaba en su mula, habló mucho con el cirujano Ferrer, preguntándole detalles acerca de su profesión.

El general parecía sentir cierta curiosidad y hasta simpatía por él, a pesar de ser el cirujano el que le amenazó al prenderle.

Cuando al conde le encerraron en un cuarto de la casa rectoral de Cisquer, el Gallofa, que estuvo de guardia, le oyó primero pasear de un lado a otro, después hablar y vociferar.

—¿Qué es lo que decía? —le preguntó Hugo. El Gallofa se puso a imitar las palabras del preso.

—No quisiera más que tenerle aquí a ese miserable de don Carlos para patearle las tripas —gritaba el conde paseando por el cuarto—. Después de haberle servido fielmente y expuesto mi vida por él, me entrega a mis enemigos, a estos bandidos, que no pararán hasta asesinarme. Daría mi vida por verle muerto.

—¿Se manifestaba rabioso?

—Mucho —contestó el Gallofa—; luego se puso a vociferar: «Sí, quisiera ser masón y regicida y ver cómo cortaban la cabeza a todos los reyes del mundo. Quisiera que la luna y las estrellas cayeran sobre la tierra y la incendiaran. Quisiera estar al borde de un precipicio atado con él y saber que al hundirme en el abismo le arrastraba en mi caída; quisiera que un mismo perro rabioso nos hubiera mordido a los dos y estar con él en una cueva cerrada llena de víboras».

—La desesperación del pobre general debía de ser terrible.

—El conde —siguió diciendo el Gallofa— llamaba a don Carlos ese miserable cobarde, incapaz de afecto y de gratitud. Después de algún tiempo empezó a gritar: ¡Canallas, bandidos! A pesar de que sois más jóvenes que yo, si estuviera libre os vencería y os haría morder el polvo. Luego empezó a decir: Tengo miedo de volverme loco. Hay que serenarse. Después exclamó con desesperación varias veces, levantando los brazos al cielo: «¡Ni un amigo, ni un amigo!».

El Gallofa recordaba muy bien lo que había dicho el prisionero; de cuando en cuando el mozo escupía en el suelo como para expresar su disgusto. Por la mañana, el Gallofa habló con el conde antes de ponerse en camino.

El conde parece pensaba que de hallarse prisionero de un jefe militar, se hubiese podido explicar; pero entre aquella gente del pueblo se consideraba perdido.

—Sí; el pueblo es implacable —dijo Hugo—, y más para un hombre implacable como él.

El conde, según el Gallofa, suponía que le iban a matar como a González Moreno o a Sarsfield, en un arrebato de furia, los soldados.

—Y no fue así —exclamó Hugo—, porque, sin duda, le llevaban como un niño lleva atado con una cuerda al sapo o al lagarto a quien ha de acabar matando.

El haber sido derrotado y prisionero en una batalla y aun maltratado y encerrado en una jaula, como los antiguos caudillos vencidos, no le hubiese producido al conde la cólera furiosa que le ocasionaba el verse cogido por su misma gente.

—Sí; para un hombre orgulloso como él, era un final oscuro y sin gloria —dijo Hugo.

—Pero ¡qué alma la del general! —exclamó el Gallofa—. Si hubiese llevado solamente una escolta de cuatro o cinco hombres, se hubiera escapado.

—¿Cuántos eran ustedes?

—Más de veinte.