II

COSTACANS

«¿Q hacer en aquellos días?», pensó Hugo. No tenía el espíritu tranquilo para poder escribir ni leer.

Cerca de Las Roquetas vivía un hombre, joven aún, mozo de escuadra de Berga, a quien la Junta había destituido por partidario del conde de España.

Este hombre se llamaba o le llamaban, de nombre o de apodo, Costacans.

Al quedarse sin empleo había ido a la casa de sus padres en Oliana.

Costacans era hombre de veintisiete a veintiocho años, de ojos claros, cara redonda, vestido con un traje de pana gris.

Costacans conocía a Hugo por haberle visto una vez en Caserras con el conde de España y con su ayudante Adell.

Este conocimiento hizo que Costacans se acercara a saludar a Hugo con gusto, como a un antiguo amigo.

Costacans y Hugo charlaron largamente, y como el tema principal de conservación por entonces en toda la montaña catalana era el conde, hablaron de él.

Costacans se mostraba admirador del general.

Había pertenecido a su escolta durante cerca de un año de corneta y vivido bajo su mando.

El conde lo trataba bien con su modo de ser cariñoso y al mismo tiempo feroz y arbitrario. Le llamaba hijo mío, le hablaba de tú, le daba golpecitos en la espalda.

Costacans tenía cariño por el conde, y lo recordaba con gran entusiasmo.

A Costacans le gustaba la existencia agitada del militar mucho más que la sedentaria. Le gustaba vivir a la diabla. Preparaba una paella, remendaba unos pantalones, cosía una camisa o ponía botones a un uniforme a la carrera.

Estaba dispuesto constantemente a montar a caballo, a levantarse a media noche, a hacer largas caminatas.

—Si yo hubiera estado cerca del general —le dijo a Hugo—, no le hubiera pasado nada.

—¿Qué hubiera usted hecho?

—Hubiera tocado a degüello y hubiéramos ido todos los leales a atacar a los clérigos de la Junta. Hugo veía a su amigo Constacans la mentalidad del especialista, porque el tocar a degüello no teniendo bastantes soldados que pudiesen cumplir la orden no creía él que serviría de gran cosa.

—¿Usted qué piensa que le habrá pasado al general? —le preguntó Hugo.

—¡Ah!, yo no lo sé.

—De lo que se ha dicho, ¿qué cree usted que será más verdadero: que ha entrado en Francia o que le han matado?

—Creo más en esto último, la verdad.

—¿Que lo hayan matado?

—Sí.

—¿Y si fuéramos a averiguarlo, qué le parecería a usted?

—Quizá fuera un poco peligroso.

—¿Eso le preocuparía a usted?

—A mí, no.

—Pues si quiere usted, vamos.

—Vamos.

—Alquilaremos dos caballos e iremos a Aviá, donde prendieron al conde los de la Junta, y de Aviá seguiremos el mismo camino que ellos siguieron.

—Me parece muy bien. Habrá que andar con cuidado.

—¿Por qué?

—Porque hay bandidos.

—Tomaremos las necesarias precauciones. ¿En cuánto tiempo podríamos hacer esto? ¿En cinco o seis días?

—Una cosa así. Con una semana tendríamos bastante.

—Yo necesito estar de vuelta antes de la semana.

—Tenemos tiempo.

—¿Qué necesitaremos? ¿Unos caballos?

—Sí.

—¿Usted los podrá agenciar?

—Sí, creo que podré encontrarlos en Oliana. Caballos de regimiento que tengan bastante resistencia.

Costacans se agenció dos caballos, y al día siguiente, por la mañana, él, en compañía de Hugo, salieron camino de Aviá, a donde llegaron al caer la tarde. Costacans llevó a Hugo a dormir a una casa conocida por él.

Hablaron mucho en el camino del general.

—La verdad es que, fuera bueno o malo, yo las veces que le he visto no me he encontrado a su lado a disgusto —dijo Hugo.

—A todos los que le han tratado les pasaba lo mismo —añadió Costacans.

—Había que recordar las enormidades que se decían de él para sentir antipatía por el viejo general —repuso Hugo.

Costacans estaba de acuerdo. El conde, para él, era un viejo simpático, y el ambiente que le rodeaba, también.