V

SIN REMISIÓN

—¿Q novedad es esta, señores? —dijo el conde en cuanto se serenó y le permitieron hablar—. ¿Qué es lo que ha ocurrido?

—Ha ocurrido, que el rey, nuestro señor, ha dispuesto que deje usted el mando del ejército del Principado y que salga usted inmediatamente de la provincia —le contestó Ferrer.

—Eso es —dijeron algunos de la Junta.

—Pero, señores, ¿qué es esto? ¿A qué vienen todos estos preparativos? Si su majestad me ha depuesto del mando, yo he dado pruebas inequívocas de respeto y sumisión a su voluntad en mi larga carrera consagrada a la defensa de la religión y de la monarquía. Manden ustedes retirar a estos hombres, que no es conveniente que se enteren de lo que entre nosotros haya de tratarse.

El conde, después, contempló al cirujano Ferrer, que le seguía amenazando con su machete y le dijo, siempre ordenancista:

—¿Quién es usted señor? Retire usted esa arma que no le pertenece usar.

El cirujano Ferrer contestó con desprecio algo entre dientes, y siguió blandiendo su machete.

Como la destitución del general estaba hecha, Ferrer mandó a su hermano, al estudiante, y a los cuatro hombres con barretina que salieran de la sala. Los seis pasaron a la alcoba y desaparecieron.

Mientras esto ocurría en la sala, el ayudante, Luis Adell, se presentó a la puerta de la rectoral; se le dejó llegar hasta el primer piso, se le prendió y se le hizo subir al segundo, donde permaneció arrestado con centinelas de vista, sin que supiese nada de cuanto pasaba.

El conde bebió un vaso de agua, se enjuagó repetidas veces la boca y tomando un aire de serenidad sonriente y burlona, dijo:

—Vamos, señores, ¿qué es esto?; me parece que para sainete ya basta.

—Aquí no se trata de comedias ni de sainetes —contestó don Narciso Ferrer, con violencia—, sino de que usted obedezca las órdenes del rey inmediatamente, saliendo esta misma noche para Andorra.

—Bien, muy bien —contestó el conde—; pero no creo que sea una cosa tan urgente. Yo entregaré el mando a mi sucesor, que se me diga quién es y se me muestre, de paso, la orden de don Carlos para acatarla.

Le apoyó Labandero y alguno que otro individuo de la Junta. Ahora parecía que el general iba ganando terreno y que dos o tres junteros volvían a mirarle como jefe.

Rechazó Ferrer con gran violencia la mediación de Labandero, y Torrabadella tomó la palabra, y con su frialdad habitual dijo al conde el verdadero motivo de haber mandado a Espar cerca de don Carlos para pedir su destitución.

—¿Qué motivo puede ser ese?

—El motivo —respondió Torrabadella— es que la Junta ha creído desde hace mucho tiempo que no era conveniente que usted continuase en el mando del ejército de Cataluña, por lo disgustadas que están todas las clases, no sólo por los terribles castigos que usted ha impuesto, sino por los incendios de los pueblos de Manlleu, Ripoll, Olván y Gironella, que tantos sacrificios han hecho en favor de la causa del rey legítimo.

El conde de España notó que, tanto Torrabadella como Ferrer, le habían apeado el tratamiento y le llamaban de usted.

—¿Y quién tiene la orden de mi relevo? —preguntó el conde.

—La orden la tiene Espar en su poder, que llega mañana, y se ha resuelto que salga usted esta misma noche para el valle de Andorra, antes que publicándose la noticia de que ya no es usted el comandante general tenga usted algún disgusto por efecto de los muchos resentimientos que hay en contra suya.

Al oír la explicación del canónigo, el general quedó por algunos momentos suspenso y preocupado, con una gran expresión de abatimiento.

Bien comprendía el conde que no era el cuidado de su vida lo que interesaba a los de la Junta, sino el deseo de todos de inutilizarle y de perderle. Esforzándose para dominarse, contestó con serenidad:

—Y bien señores, es preciso que yo sepa quién es mi sucesor, porque es a él a quien debo entregar el mando y no a otra persona; además, yo tengo asuntos muy interesantes de servicio que no puedo confiar a ninguna otra autoridad más que al jefe superior de nuestro Ejército.

—El sucesor de usted es el general Segarra —contestó Torrabadella— y está avisado, aunque tardará algo en llegar porque está a cuatro leguas de aquí.

—Me alegro que sea Segarra, porque es amigo, y aunque tarde algo en venir podemos esperarle todos reunidos.

El conde volvió a decir que tenía que hablar al que le sucediera de varios asuntos en interés de la causa del rey y decirle cosas muy importantes.

—La verdad es que, si es así —dijeron algunos vocales inclinados ya a ceder—, sería lo mejor esperar.

—No se puede esperar —gritó Ferrer—. Hay que prepararse y marchar. Están tomadas todas las disposiciones para que se verifique el viaje esta misma noche en dirección al valle de Andorra.

En aquellos intervalos de tregua, el conde quiso conquistar a los vocales indecisos; habló al canónigo Vilella, su confesor; luego a Sampóns; llamó también a don Ignacio Andreu y Sanz, el cual había salido del salón y estaba acoquinado calentándose en la chimenea de la cocina.

Labandero indicó a Andreu que fuese a conferenciar con el general.

Andreu quería marcharse a casa y zafarse de aquella enojosa cuestión, que le desagradaba; pero al llamamiento insistente de Labandero, se levantó y entró a ver al conde.

El conde le quiso catequizar y a sus palabras Andreu contestó que él no podía hacer nada, era tarde. Era viejo, estaba enfermo y se marchaba a su masía.

Viéndose España abandonado y sin más recurso que obedecer, dijo con voz temblona:

—Yo les recuerdo a ustedes que soy un padre de familia y un anciano, y que si alguna vez he hecho mal lo he hecho con buena intención y en beneficio de la causa. Así que espero que no sean ustedes crueles conmigo.

Al oír estas palabras algunos de los individuos de la Junta se conmovieron, y el canónigo Sampóns, adelantándose a él, le cogió de la mano.

—No, mi general —dijo—, no tenga su excelencia cuidado: antes pasarán por encima de mi cadáver que tocar nadie a la persona de vuecencia.

Sampóns se ofreció a acompañarle hasta Andorra y lo mismo hizo el canónigo Vilella.

España, algo más tranquilo, dijo:

—Bueno, señores. Vamos a donde ustedes manden.

Salieron todos de la sala y precedidos por Torrabadella pasaron por el corredor que conducía de la casa rectoral a la iglesia. En la iglesia el conde se arrodilló y rezó un momento.

Ferrer había mandado abrir la puerta.

—¿Iré seguro? —preguntó el conde a Ferrer con cierta humildad.

—Yo le doy mi palabra de que no le sucederá nada.

El general suspiró. ¿Qué iba a hacer?

Así es la vida. El conde jugó muchas malas pasadas a varias personas en su larga carrera política. La emboscada a lo César Borgia en Sinigaglia, la practicó con frecuencia haciendo él de verdugo. Ahora le tocaba el ser la víctima.