III

LA ESTRATEGIA DEL CURA FERRER

FERRER salió del salón y subió la escalera hasta el segundo piso. Aguardaban allí los mozos de escuadra incondicionales de la Junta. Los mandaba Francisco Lladot, alias El Caragolet. Se encontraban también agazapados en la escalera el hermano de Ferrer el cirujano, el estudiante Massiá, Mariano Orteu y otros.

—Estaos quietos aquí —dijo el cura a su gente—; cuando os avisen ocuparéis la escalera y el portal.

Todos ellos hacían frecuentes libaciones y el porrón, con vino y las copas de aguardiente pasaban de mano en mano.

Después de hacer sus advertencias, Ferrer bajó al zaguán de la rectoría donde esperaban los coraceros y mozos de escuadra que acompañaron al conde desde Berga.

—¡A ver los jefes! ¿Quiénes son los jefes? —preguntó el cura en catalán con aire de mal humor. Se presentaron dos cabos de la escolta, uno llamado Miguel Cerdá y el otro Pablo Pallarés. Ferrer, con gran seguridad, les dijo:

—De parte del conde de España dejen ustedes aquí las armas y quedan por el momento arrestados.

—¿No se puede saber por qué? —preguntó Cerdá—. Nosotros no nos consideramos culpables de la menor falta.

—Mañana les dirán el por qué.

—Está bien.

Los dos cabos de mozos de escuadra, teniendo sin duda presente el carácter extravagante del conde, obedecieron sin replicar y fueron subidos al piso segundo de la casa y encerrados allí con centinelas de vista.

Ferrer había obrado con serenidad, nadie pudo sospechar que se tratara de una ficción.

Después de esto, mandó el cura a los soldados de la escolta del conde dejasen las armas en el zaguán y pasaran a alojarse a las casas de campo de Aviá que les señaló, con orden de permanecer quietos allí hasta que se les avisara.

Los soldados obedecieron sin réplica, dejaron sus fusiles y se dividieron en dos partidas y cada una siguió la dirección de la casa que se les designó, en donde de antemano estaban tomadas medidas para vigilarlos.

Igual orden dio a los seis cosacos o coraceros, los cuales montaron a caballo y se dirigieron a otra casa de campo.

Ferrer vio que aún quedaban delante de la puerta de la rectoral formando un grupo, los cinco hombres de la escolta de Labandero, y a ellos no les dijo nada por el momento; primero, sin duda, porque como empleados de la intendencia le parecían poco militares y después porque él tenía en la casa veinte mozos para los cuales estos cinco hombres no eran obstáculo apreciable.

Desembarazado el zaguán de los soldados de la escolta del conde, Ferrer subió la escalera y ordenó a los mozos mandados por Lladot, incondicionales de la Junta, ocuparan el portal y la escalera y les dio orden de que no dejaran entrar ni salir a nadie, fuese quien fuese, excepto a los dos junteros que faltaban, los canónigos Milla y Sampóns.

Inmediatamente llevó a su hermano el cirujano, al estudiante Massiá y a otros cuatro hombres a la alcoba que daba a la sala de sesiones.

Sucedió que el conde estuvo a punto de tropezarse con ellos porque se le ocurrió ir a la cocina a tomar un refresco de agua y vino con azúcar.

Labandero, al ver salir al conde, se acercó a la puerta y quiso bajar las escaleras; pero un mozo de escuadra le dio el alto.

—¡Alto!

—¿Cómo? ¿No me conoce usted?

—Sí, señor; pero la orden es de no dejar salir a nadie.

—¿Quién ha dado esa orden?

—Don Narciso Ferrer.

Labandero volvió a entrar en la sala, se asomó al balcón y vio que los mozos de escuadra del séquito del conde se alejaban en grupos de la casa rectoral. Comprendió que Ferrer o Torrabadella les habían mandado que se fueran y que el conde y él se quedaban sin defensa.

Labandero pensó entonces que si se apresuraba podía avisar al conde, llamar a la escolta para que volviese y salvar al general.

La cosa era evidente; abajo quedaban aún los cuatro hombres de la intendencia. Los soldados del general estaban aún a la vista.

«¿Llamo o no llamo? ¿Aviso o no aviso?». Labandero quiso tener un movimiento de decisión y de arrojo; pero el movimiento abortó en él.

«Sea lo que Dios quiera», dijo sentándose abatido en una silla.