I

EN LA CASA RECTORAL DE AVIA

AL apearse el conde en la puerta de la casa rectoral llamó a su ayudante don Luis Adell:

—Vaya usted con los caballos al alojamiento y vuelva usted de nuevo aquí para regresar a Berga —le dijo.

—Bien, mi general.

En todos los pueblos visitados por el conde había una casa reservada para él y su séquito.

El cabo de la escolta del intendente Labandero preguntó a su jefe:

—Nosotros, ¿qué hacemos?

—Ustedes esperen aquí a la puerta de la casa rectoral. En seguida que se termine la sesión tenemos que regresar a Caserras.

Subieron el general y el intendente las escaleras y en el recibimiento se encontraron a la mayor parte de los señores de la Junta reunidos; esperaban al conde.

Entraron en la primera sala a mano izquierda.

El conde, al pasar, se topó primero con el vicepresidente Jacinto de Orteu y con algunos vocales; le saludaron con grandes demostraciones de respeto, suplicándole tuviese la bondad de aguardar un rato para comenzar la sesión, pues algunos vocales faltaban.

Todos se manifestaron exageradamente ceremoniosos con el conde.

El conde tomó asiento en su lugar acostumbrado en la mesa, encendió un puro y se puso a fumarlo. Los vocales se colocaron por este orden: a la derecha, Vilella, Andreu y Sanz, Dalmay y Ferrer; a la izquierda, Orteu y Torrabadella. Este llamó a su lado a Labandero. Entre aquellos clérigos catalanes, altos, fuertes, de aire duro, Labandero parecía un señorito insignificante.

El conde esperó unos minutos sin decir nada; luego contó los vocales, faltaban dos.

—¿Quiénes faltan aún? —preguntó.

Le dijeron quiénes faltaban, dos canónigos, don Mateo Sampóns y don Manuel Milla.

—¿Por qué no están esos señores? —preguntó severamente.

—No han podido venir en seguida —contestó Torrabadella— porque viven lejos. Desde que divisamos a su excelencia les avisamos, porque antes no teníamos ninguna noticia de que su excelencia viniera esta tarde a la Junta.

—¿Y cómo los demás estaban ustedes reunidos aquí?

—Ha sido una casualidad.

—Bueno, pues hay que esperarlos.

Se comenzó a hablar familiarmente sobre puntos de administración y de la guerra, cuando Torrabadella disimuladamente dio un golpecito con los dedos en la rodilla de Labandero. Este al principio no hizo caso pero al segundo golpe se quedó mirando al canónigo, quien le hizo con los ojos una señal de que saliera.

En el mismo momento, y habiendo sido vista sin duda la señal por Ferrer, que estaba casi en frente de Labandero, le dijo:

—¿Cómo está de su cólico, señor intendente?

Labandero no había tenido cólico ni la menor novedad en su salud, y la pregunta y las señas de Torrabadella le advirtieron claramente que algo reservado querían decirle.

—Estos señores no vienen aún —dijo Labandero— y salió a la sala inmediata donde acostumbraban a quedar los escribientes.