EL ÚLTIMO DÍA DE LIBERTAD DEL GENERAL
A las cuatro y media de la mañana del día 26 de octubre, el conde se levantó excitado en su casa de Berga; llamó a su asistente y comenzó a recorrer la casa cantando la letanía, tocando una campanilla y dando golpes con un palo en el suelo.
Llamó en el cuarto de Labandero, entró, se sentó en la cama y le dijo: «Amigo; es muy sano levantarse temprano y disfrutar del aire de la mañana. Levántese usted, intendente. Vamos a despertar al diplomático».
El conde de España encendió un cigarro y lo tiró en seguida; estaba aquella mañana inquieto. El conde tenía pesadillas. A veces se le aparecían alrededor de la cama y en ronda las caras y las siluetas de cuantos había mandado fusilar y ahorcar en su vida. Los fusilados se le presentaban negros sobre fondo rojo, en cambio, los ahorcados se le aparecían grises y en fondo blanco.
Cuando el terror que le producían tales alucinaciones se calmaba y se convertía en broma, se levantaba a media noche y hacía de fantasma, cantando responsos irónicos, tocando la campanilla o dando golpes con un palo en las puertas de las alcobas.
A la gente que ya conocía, tales humoradas no le cogían de sorpresa.
Los hombres de carácter normal y conocido tienen una nota predominante que les da como un color. Alrededor del color intenso y predominante hay una gama de colores más tenues, y esa tonalidad y esa gama hace pensar que se conoce al personaje y suponer también cómo obrará en estas o en las otras circunstancias.
En un tipo anómalo como el conde de España no había tal. El conde reaccionaba a veces de una manera insólita y perturbadora.
Era evidentemente el conde un humorista y un humorista sincero, sin afectación y sin amaneramiento.
La broma, el humorismo, es casi siempre una alusión, una exposición indirecta, incompleta, a veces enteramente deformada de una idea escondida del autor y en relación con una tendencia afectiva que busca el manifestarse y el realizarse de una manera íntegra o fragmentaria. Debajo de toda manifestación de humorismo hay un instinto de injuria, de venganza, o de erotismo, dormido, como enterrado en lo inconsciente.
Todas las bromas del conde tenían su exégesis, y los que le conocían bien, sabían buscar su explicación.
Al través de la sensatez producida por los hábitos de la educación racional y hasta racionalista salta el impulso nativo. El cínico, el sensual, el hombre cruel, se revela, muchas veces, en una distracción, en un gesto impensado y hasta en una broma.
Mientras se vestía Labandero, el conde le contó un sueño de aquella noche. Había soñado que iba subiendo por un torrente arriba, agarrándose a las piedras y a las raíces, luchando jadeante con la corriente que le empujaba hasta llegar a lo alto y ver cómo caían las aguas espumosas en una terrible catarata en el abismo.
Aquí en lo alto del torrente se interrumpió su sueño y poco después tuvo este una continuación de cierta semejanza con el primero.
Iba a caballo por una carretera del monte, en un paisaje que le recordaba su país natal, por una senda dolorosa y triste, un viento furioso gemía y echaba montones de piedras negras que cubrían el campo y el camino.
En las cumbres de los montes se desencadenaba una espantosa tempestad con rayos y truenos, que hacían estremecer la tierra. En esto, en medio del camino, veía un hombre muy alto vestido de cura que le interceptaba el paso. El conde inquieto, quería volver, pero se encontraba con que el camino se quedaba tan estrecho con los taludes de piedras negras, que no podía dar la vuelta en el caballo. Quería sacar la espada y atravesar al hombre vestido de cura. Imposible. No podía sacar la espada de la vaina. Entonces se decidía y saltaba del caballo, que se encabritaba y huía como loco por el monte. Él volvía a pie por el camino, que se iba interceptando por momentos con las piedras negras y veía unos postes en los que no se había fijado al ir, que indicaban al viajero que el paso por allí era peligroso. Después estos postes se convertían en unas horcas de las que colgaban unos peleles. Luego miraba hacia arriba y veía al hombre vestido de cura y se acababa el sueño.
El conde daba bastante importancia a sus sueños y estaba preocupado pensando qué podría significar aquel.
Labandero supuso que significaba sencillamente que el conde tenía miedo.
Ya vestido el intendente, el conde y él fueron juntos al cuarto de Arias Teijeiro. Arias, levantado de la cama, examinaba unas hierbas.
De allí marcharon a los cuartos de los ayudantes. Algunos dormían a pierna suelta pero no tuvieron más remedio que levantarse, porque el conde empezó a darles gritos y a quitarles las mantas.
El conde con toda su comitiva marchó a la cocina y mandó al cocinero que sacara algo para beber.
—A ver —dijo— sácanos la «madamita».
La madamita era una damajuana cubierta de paja y llena de aguardiente.
—Esto se llama en mi tierra matar el gusanillo —dijo Labandero.
—El que prefiera guindas en aguardiente las puede pedir —dijo el conde.
El conde parecía estar alegre y charló por los codos.
A eso de las ocho vino el asistente y dijo que había mucho público en la antesala esperando audiencia.
—Merde! Merde! Merde! —repitió el conde—; no vienen más que hacerme perder el tiempo.
A las diez el intendente Labandero entró en el salón en donde estaba el conde.
—No vamos a tener tiempo para ir a la Junta, mi general. Así que yo me voy a ir a Caserras a trabajar. Tengo mucho que hacer.
—No, no vaya usted; voy a despachar a todo el mundo y a pedir el almuerzo.
Lo hizo así; pidió el almuerzo y antes se vistió de gran uniforme.
Almorzó, fumó un cigarro y se quedó dormido.
Labandero se asomó varias veces al cuarto para ver si se despertaba.
—¿Qué?, ¿vamos a Aviá? —le preguntó cuando le vio despierto.
—Ahora, no. Son las once y media; primero que ponen los caballos y llegamos a Aviá es el mediodía, hora en que nuestros colegas, como buenos canónigos, se irán a comer copiosamente. Así que dejaremos la visita para la tarde.
—¿Para qué hora? —le preguntó el intendente.
—Para las cuatro.
A pesar de fijar esta hora, a las cuatro y media mandó el conde preparar los caballos suyos y los de la escolta y sacarlos a la calle.
—Intendente, vamos a visitar a nuestros queridos colegas de la Junta —dijo.
—Cuando usted guste, mi general —contestó Labandero.
Al llegar al recibimiento de la casa, el conde, en vez de tomar hacia la escalera, se dirigió a un balcón, desde donde contempló a la gente reunida alrededor de los caballos a la puerta de su casa, sin duda para verle salir.
Al conde le llamó la atención entre los grupos un hombre alto, con balandrán, que denotaba ser eclesiástico.
Quizá le recordó el hombre vestido de cura que había visto en sueños la noche anterior y que le interceptaba el camino.
—Eh, usted —gritó violentamente desde el balcón—; ¿quién es usted?, ¿qué busca usted aquí?
—Señor, yo soy un monje del Monasterio de Ripoll, hermano de una pobre viuda ya de edad que tiene dos hijos, el uno sirviendo de voluntario desde el principio de la guerra y el otro a quien acaba de tocar la suerte de reemplazo y que ha ingresado también en los batallones.
—¿Y a qué viene usted aquí?
—Vengo a saber si su excelencia ha dado alguna resolución a la solicitud que he presentado en nombre de mi hermana hace días, rogándole se digne conceder la licencia absoluta a uno de sus dos hijos para que pueda continuar la labranza.
—Esos no son negocios que pertenezcan a un religioso. Váyase usted de aquí inmediatamente si no quiere usted que le meta en la cárcel.
El hombre del balandrán negro obedeció y el conde en aquel instante llamó a gritos a un cabo de mozos de escuadra y le dio la orden de seguir a aquel hombre de cerca y en el primer portal en donde se metiese que le registrara de pies a cabeza.
El cabo cumplió la orden y nada le halló.
Luego se dijo que aquel fraile de Ripoll que se presentó antes de la partida del conde, había sido mandado por Torrabadella con el objeto de que retrasara la salida del general de su casa, pues al canónigo le convenía que no llegara el conde antes del anochecer a Aviá.
Extrañado Labandero le preguntó a Arias Teijeiro:
—¿Qué le pasa al general? ¿Qué significa esto?
—No sé, pero desde hace días hace lo mismo. Antes de partir sale al balcón y observa a la gente de la calle. Parece que tiene algún temor.
Se veía que el conde estaba inquieto.
Poco después de las cinco, a la caída de la tarde, salieron de Berga con dirección a Aviá el conde y Labandero. Llevaba el conde la escolta de mozos de escuadra y de seis cosacos, mandada por Luis de Adell, y Labandero la de celadores de la Real Hacienda, con cuatro hombres y un cabo.
En el camino el conde pareció olvidar sus preocupaciones y su mal humor y fue haciendo chistes y mostrándole muy ocurrente.
Marcharon a campo traviesa, y al pasar por delante de Aviá vieron en la solana de la casa rectoral a algunos de los señores que componían la Junta.
—Allí tenemos a nuestros colegas —dijo el conde.
—Sí, señor; sin duda nos esperan —contestó Labandero.
Poco después llegaron todos a la puerta de la casa rectoral, donde se apearon.