IV

TORRABADELLA Y FERRER

AL conocerse en Aviá la noticia de la destitución del conde, firmada por don Carlos, la mayoría de los junteros demostraron el miedo que les producía el llevar a la práctica el acuerdo.

Era necesario llamar al general y leerle la orden de su relevo. La actitud que podía tomar el conde no se sospechaba; muchos pensaban que no obedecería de una manera tranquila, sino que se enfurecería e intentaría llevarlo todo por la tremenda.

Para zafarse de cuestión tan peligrosa y no intervenir en ella, el elemento más tímido de la Junta pensó en constituir una comisión formada por tres vocales decididos y darles amplios poderes. Los tres vocales fueron Orteu, el vicepresidente; Torrabadella y Ferrer; los tres enemigos acérrimos del conde, los tres audaces y arriesgados.

Con el nombramiento de la comisión quedó la Junta dividida en un elemento neutro formado por Andreu y Sanz, Dalmau, Vilella, Milla y Sampóns, y el elemento activo de Orteu. Torrabadella y Ferrer.

Entre los neutros había hombres de cuidado, pero que por su prudencia no querían significarse ni exponerse. Andreu y Sanz, el abogado, era hombre enfermizo, egoísta, lleno de argucias y de martingalas de leguleyo. El señor Andreu y Sanz sabía latín, leía los clásicos y los autores franceses y españoles y les molestaban las cuestiones de política. Se dejaba llevar muchas veces, por indolencia, por los hombres de la Junta; pero pensaba plantarse y no seguir a remolque.

Dalmau se mostraba indiferente, tibio; no quería compromisos difíciles; el canónigo Vilella era un místico con ribetes de hipócrita, poco inteligente y muy creyente; Sampóns, campechano y expansivo, creía de buena fe en el carlismo; respecto al canónigo Milla, más atravesado y solapado que los demás, era hombre indeciso y sin energía.

A los tres canónigos les pasaba lo mismo, les gustaba el mando; pero lo querían sin responsabilidad y sin peligro; les parecía que con la destitución del conde de España se saldría de un mal para entrar en otro.

De los elementos activos, Orteu, violento e impulsivo, tenía poco carácter y una inteligencia mediocre. Torrabadella y Ferrer valían más como hombres de decisión y de armas tomar.

Con Ferrer iba su hermano menor, el cirujano, joven aún, fuerte, de fama de calavera y de persona de mal carácter. El cirujano se llamaba José.

Discutieron en la reunión de los comisionados la manera de quitar el mando al conde.

Destituirle leyéndole la Real orden era peligroso porque probablemente encontraría pretextos para no obedecerla, se rebelaría y después, si triunfaba, don Carlos, dada su natural perfidia, le daría la razón.

Había necesariamente que cogerlo solo y prenderlo. ¿Cómo? Este era el problema.

Después de preso, ¿qué se hacía con él? Torrabadella dijo que enviarlo a Francia. Don Narciso Ferrer contestó que esta solución no resolvía nada; era peligrosa para ellos; según él, lo mejor sería entregarle prisionero al Ros de Eroles.

Orteu reservó su opinión.

—Todo esto que proponen ustedes es peligroso —repuso el cirujano Ferrer—. Si lo cogemos no hay que hacer más que una cosa: matarlo. Lo que haría él.

—Matarlo, ¿cómo? ¿Formarle juicio? ¿De una manera legal? —preguntó Torrabadella.

—No; de una manera extralegal, pero matarlo —contestó el cirujano—. Lo demás es exponerse a perder la partida.

—Creo lo mismo —aseguró Orteu.

El cura Ferrer miraba con curiosidad a Torrabadella, que no decía nada y movía la cabeza con aire de indecisión.

—Yo, con relación a lo primero, a la destitución y a la prisión, que es lo más peligroso, estoy dispuesto —contestó Torrabadella.

—Entonces no hay que hablar más —replicó el cirujano—; lo demás vendrá de por sí por la fuerza natural de los hechos.

—Sin embargo, consultaremos a los junteros para ver lo que opinan.

Les consultaron. El cirujano Ferrer se, burló de las vacilaciones y de los escrúpulos sentimentales de los señores de la Junta. Para él, en cuestiones así no se podía andar con tonterías. Había que ir derecho hasta el final. La superioridad de estar en lo firme hacía pavonearse al cirujano y mirar con desdén a los demás.

Torrabadella, como Ferrer, tenían el afán de mandar, el instinto de dictadura y de demagogia negra, frecuente en los curas.

El despotismo del conde les irritaba. No creían gran cosa en la ciencia militar, y probablemente estaban en lo cierto. Ellos pensaban que con su gobierno teocrático podrían dirigir la guerra tan bien o mejor que el general, y que igualmente sabrían dirigir la paz. Aspiraban a hacer de la Junta un Consejo de los Diez, como el de la República de Venecia.

Respecto a Ferrer el cirujano, hombre vengativo, violento, apasionado y muy codicioso, quería actuar de cualquier manera.

Algunos de la Junta, al ver que el médico influía en su hermano y en Torrabadella, dijeron que era conveniente alejarlo, porque con su egoísmo, su avidez y su falsedad llevaba la cuestión por malos caminos y contrastaba su actitud con el celo y desinterés de los demás.

A Ferrer el cirujano, el intendente Labandero le trasladó del hospital general de Berga al provisional de la Valldora por su mala conducta, y Ferrer consideraba este traslado como un insulto y lo llevaba como una espina clavada en el alma.

Tras de la primera reunión de los tres junteros activos y del cirujano Ferrer se congregó otra a la que asistió el canónigo Milla como hombre de peso y de juicio sensato.

El cirujano Ferrer no abandonó su punto de vista e insistió en él.

—No basta destituirlo —repitió—. Hay que prenderlo y matarlo. Seguir sus procedimientos. Si se pierde el tiempo, él es hombre astuto, tiene todavía muchos recursos y partidarios y puede ganar la partida. Si se le hace prisionero no hay más que un recurso: matarlo.

Los junteros que asistieron a esta segunda reunión no dijeron nada ni en pro ni en contra.

Milla, el canónigo secretario de la Junta, que influía mucho por su talento y por su prudencia, reconoció que el cirujano estaba en lo firme.

Milla era hombre tortuoso, turbio, de mala intención, de esos hombres esquinados, sensibles a todas las pequeñas ofensas, que se recrean en recordarlas y al mismo tiempo sienten grandes deseos de vengarse. Hombres así tienen su enemigo mayor en su temperamento. Milla no podía oír elogiar a nadie; un elogio a otro le molestaba como una ofensa propia.

Cuando le dijeron que iban a suspender al conde de sus funciones por orden de don Carlos le pareció muy bien. Ya no le pareció tan bien cuando le indicaron el sustituto.

—¿A quién le van a nombrar para ocupar su cargo? —preguntó.

—A Segarra.

—¡Hombre! Segarra no vale nada. Es un inútil, un hombre vano.

—¿A quién le parece a usted entonces? ¿Al Ros de Eroles?

—No. El Ros de Eroles es un ignorante; tiene los conocimientos de un arriero.

—Pues ¿a quién, a Brujó?

—No. Brujó es un orgulloso.

—¿A Tristany?

—Es un bárbaro.

—¿Al Pep del Oli?

—El Pep del Oli es un aldeano, es un bruto.

—¿A Targarona, a Samsó?

—Habría que verlo despacio. Después de todo, quizá el mejor sea Segarra.

Don Jacinto de Orteu, menos oscuro y bilioso que el canónigo Milla, mostraba una vanidad irritada y no satisfecha. Iracundo y vengativo, había reñido varias veces con el Ros de Eroles, a quien no podía ver. Se insultaron. Él trató al Ros de arriero, y el Ros dijo que Orteu estaba en su centro en una Junta de canónigos y de curas, pues era para lo único que servía: para andar entre gente con faldas.

Orteu odiaba también al conde de España. El aire imperioso del conde, sus caprichos, su arbitrariedad, a él igualmente arbitrario, caprichoso y déspota, le sacaban de quicio.